Capítulo 12

Luz, sombra y oscuridad…

Esta es una guerra sin final.

Pescador

De plata reluciente, la armadura se encontraba sobre un perchero con forma de te. El aceite había ido chorreando por las borlas raídas que llegaban a las rodillas y había formado un charco en las losas del suelo. Las mangas no eran sueltas, sino que parecían diseñadas para llevarlas ceñidas casi como una segunda piel. Había visto muchos días de uso y donde los habían arreglado, los eslabones parecían hechos de un hierro más oscuro, manchado de carbón.

A su lado, en un armazón de hierro independiente con unos ganchos horizontales, esperaba un mandoble, la vaina en paralelo justo debajo de la espada, sobre otro par de ganchos. La espada era extraordinariamente delgada, con una punta larga y ahusada, bordes a ambos lados, los dos estriados. La superficie era de un extraño color azul, magenta y plateado, grasiento y moteado. La empuñadura era redonda en lugar de plana, envuelta en tripa, y el pomo, una única esfera grande y oblonga de hematita. La vaina era de madera negra, con bandas de plata en la punta y en la boca, pero carente de otros adornos. El cinturón acoplado a ella estaba elaborado con unos eslabones negros muy pequeños, casi delicados.

Unos guanteletes de cota de malla esperaban en un estante de madera en la pared, detrás de la armadura. El yelmo de hierro mate que tenían al lado era poco más que un solideo dentro de una jaula de barrotes tachonados, los barrotes bajaban como una mano inmensa y los dedos nudosos se curvaban para abarcar nariz, mejillas y mandíbula. Una cola de langosta de eslabones pendía del borde del cuello, un poco acampanado.

De pie junto a la entrada de la modesta habitación de techo bajo, Navaja observaba a Darist, que comenzaba los preparativos para ponerse sus aparejos marciales. Al joven daru le estaba costando bastante convencerse de que unas armas y una armadura tan bellas (que era obvio que habían visto décadas, incluso siglos, de uso) pudieran pertenecer a aquel hombre canoso que se movía como un erudito olvidadizo, cuyos ojos ambarinos parecían albergar una mirada perpetua de distracción confusa bajo el brillo reluciente. Que se movía con lentitud, como si protegiera unos huesos frágiles…

Y, sin embargo, he experimentado la fuerza de este anciano tiste andii. Y cada uno de sus movimientos es muy cuidadoso, una atención que yo debería saber reconocer, pues la última vez que lo vi fue en otro tiste andii, a un océano de distancia. ¿Una característica racial? Quizá, pero susurra como una canción repleta de amenazas en lo más profundo de la médula de mis huesos.

Darist se plantó delante de la armadura, como si se hubiera quedado paralizado en una contemplación sorprendida, como si hubiera olvidado cómo ponérsela.

—Esos tiste edur, Darist —dijo Navaja—. ¿Cuántos hay?

—¿Sobreviviremos al ataque inminente, es tu pregunta? No es muy probable, es mi respuesta. Al menos cinco barcos sobrevivieron a la tormenta. Dos han alcanzado nuestra orilla y han conseguido desembarcar. Habría habido más, pero tuvieron que enfrentarse a una flota malazana con la que se toparon por casualidad. Presenciamos el choque desde los acantilados de Purahl… —El tiste andii volvió la vista con lentitud y miró a Navaja—. Tus parientes humanos lo hicieron bien, mucho mejor de lo que los edur anticipaban, sin duda.

—¿Una batalla naval entre los malazanos y los tiste edur? ¿Cuándo fue eso?

—Hace una semana, quizá. No había más que tres dromones de guerra malazanos; sin embargo, cada uno se las arregló para encontrar compañía antes de hundirse en las profundidades. Había un mago experto entre los humanos, el intercambio de hechicería fue impresionante…

—¿Tú y los tuyos lo visteis? ¿Por qué no ayudasteis? ¡Teníais que saber que los edur estaban buscando esta isla!

Darist se acercó a la armadura y la levantó del armazón aparentemente sin esfuerzo.

—Ya no dejamos nunca esta isla. Desde hace ya muchas décadas nos atenemos a nuestra decisión de permanecer aislados.

—¿Por qué?

El tiste andii no respondió. Se deslizó la cota de malla por los hombros. El sonido que hizo al resbalar fue como el de un líquido. Después estiró la mano para coger la espada.

—Eso da la sensación de que podría partirse con el primer bloqueo de un arma más pesada.

—No se partirá. Hay muchos nombres para esta espada en concreto. —Darist la sacó de los ganchos—. Su creador la llamó Venganza. «T’an Aros» en nuestro idioma. Pero yo la llamo «K’orladis».

—¿Que significa?

—Dolor.

Un escalofrío atravesó entero a Navaja.

—¿Quién fue su creador?

—Mi hermano. —Darist envainó la espada y metió los brazos por el arnés de eslabones. Después estiró los brazos para coger los guanteletes—. Antes de encontrar una… mejor adaptada a su naturaleza. —Darist se volvió y recorrió con la mirada a Navaja, de la cabeza a los pies, y vuelta a empezar—. ¿Eres hábil con esos cuchillos que ocultas en tu persona?

—Un poco, pero no me complace en absoluto derramar sangre de otros.

—¿Y para qué otra cosa son? —preguntó el tiste andii mientras se ponía el yelmo.

Navaja se encogió de hombros, ojalá tuviera una respuesta a esa pregunta.

—¿Tienes intención de luchar contra los edur?

—Dado que parece que vienen en busca del trono, sí.

Darist ladeó poco a poco la cabeza.

—Pero esta no es tu batalla. ¿Por qué ibas a optar por tomar prestada esta causa?

—En Genabackis, mi tierra, Anomander Rake y sus seguidores decidieron luchar contra el Imperio de Malaz. No era su batalla, pero ahora la han hecho suya.

Le sorprendió ver una sonrisa irónica que arrugaba los rasgos curtidos del tiste andii bajo los retorcidos dedos de hierro del barbote.

—Qué interesante. Muy bien, Navaja, ven conmigo, aunque ya te digo ahora que resultará ser tu última lucha.

—Espero que no.

Darist lo llevó fuera de la habitación; salieron a un amplio pasillo una vez más y después atravesaron un arco estrecho con armazón de granadillo. El pasaje del interior parecía un túnel que atravesaba una única pieza de madera, como el núcleo hueco de un inmenso tronco caído. Se adentraba en la penumbra y se inclinaba un poco hacia arriba.

Navaja caminaba detrás del tiste andii, el sonido de la armadura del hombre era suave como el siseo de la lluvia en una playa. El túnel terminó de repente con un giro hacia arriba y el techo se abrió y reveló un pozo vertical. Una tosca escalera de raíces trepaba hacia un disco pequeño y pálido de luz.

El ascenso de Darist era lento y contenido; Navaja se impacientaba en los escalones inferiores hasta que se le ocurrió que pronto podría morir, momento en el que una lasitud embotada le embargó los músculos y empezó a costarle seguir el ritmo del anciano tiste andii.

Al final salieron a un suelo de losas cubierto de hojas. El sol atravesaba los rayos de polvo que entraban por las ventanas estiradas y por los agujeros del tejado, la tormenta parecía haber perdonado ese lugar. Una pared se había derrumbado casi por completo y fue allí hacia donde se dirigió Darist.

Navaja lo siguió.

—Un poco de mantenimiento bien podría haber hecho defendible este sitio —murmuró.

—Las estructuras de estas superficies no son andii, son edur, y ya estaban en ruinas cuando llegamos aquí.

—¿Están muy cerca?

—Se han repartido por el bosque y se abren camino hacia el interior. Con cautela. Saben que no están solos.

—¿Cuántos percibes?

—El primer grupo alcanza quizá la veintena. Nos encontraremos con ellos en el patio, así tendremos espacio suficiente para manejar la espada; también nos ofrece una pared en la que apoyar la espalda en los últimos momentos.

—Por el aliento del Embozado, Darist, si los repelemos, es muy probable que te mueras de la impresión.

El tiste andii se dio la vuelta y miró al daru, después le hizo un gesto.

—Sígueme.

Atravesaron media docena de aposentos parecidos y en ruinas antes de llegar al patio. Las paredes recubiertas de parras se alzaban al doble de la altura de un humano, coronadas por superficies desiguales. Bajo el exceso de follaje se insinuaban frescos desvaídos. Enfrente de la entrada interior por la que pasaron sin prisas, había una puerta arqueada, tras la cual una pista de agujas de pino, raíces serpenteantes y rocas cubiertas de musgo se adentraba en las sombras de árboles enormes.

Navaja calculó que el patio tenía veinte pasos de ancho por veinticinco de profundidad.

—Aquí hay demasiado espacio, Darist —dijo—. Nos van a flanquear.

—Yo dominaré el centro. Tú quédate detrás, por si alguno intenta de verdad pasar.

Navaja recordó la batalla de Anomander Rake con el demonio en la calle de Darujhistan. El estilo de lucha a dos manos que había empleado el hijo de Oscuridad exigía sitio de sobra, y al parecer Darist lucharía de modo parecido, pero la hoja de la espada a Navaja le parecía demasiado fina para golpes y giros tan fieros.

—¿Esa hoja tuya está investida de hechicería? —preguntó.

—No tal y como se conoce por lo general una investidura —respondió el tiste andii mientras extraía el arma y colocaba ambas manos en el puño, una la situaba alta, bajo la empuñadura, la otra justo encima del pomo—. El poder de Dolor se halla en el propósito concentrado de su creación. La espada exige una voluntad concreta en el que la empuña. Con esa voluntad, no hay quien la derrote.

—¿Y tienes tú esa voluntad concreta?

Darist bajó poco a poco la punta hacia el suelo.

—Si la tuviera, humano, este no sería tu último día a este lado de la puerta del Embozado. Ahora te sugiero que prepares tus armas. Los edur han descubierto el sendero y se están acercando.

Navaja notó que le temblaban las manos cuando sacó los cuchillos principales. Portaba otros cuatro, dos debajo de cada brazo, con vainas de cuero y sujetos por correas, que en ese momento soltó. Esos cuatro tenían el peso ideal para lanzar. Una vez hecho eso, empuñó con fuerza los cuchillos que tenía en las manos, después tuvo que secarse las palmas de las manos y repetir el movimiento.

Un suave susurro lo hizo levantar la cabeza y vio que Darist se había colocado en posición de lucha, aunque la punta de la espada todavía descansaba en las losas.

Y Navaja también vio otra cosa. El revoltijo de hojas y los detritos de las losas estaban en movimiento, se arrastraban como si los empujara un viento invisible, se iba reuniendo hacia el fondo de la verja del patio y salía para amontonarse contra las paredes de ambos lados.

—Mantén los ojos bien guiñados —dijo Darist en voz baja.

¿Guiñados?

Se notó un movimiento en la penumbra, tras la verja, algo furtivo, y después aparecieron tres figuras bajo el arco.

Tan altos como Darist, tenían la piel de una palidez oscura. Cabello castaño, largo, lleno de nudos y entreverado de fetiches. Collares de garras y caninos competían con la barbarie de su armadura de cuero mal curtido, estaba cosida con tiras de bronce articulado. Los escudos, también de bronce, tenían forma de cráneos de oso o lobo.

En ellos no había nada de la majestad natural patente en Darist, o en Anomander Rake. Eran una raza mucho más brutal, esos edur. En las manos llevaban unas cimitarras de puntas pesadas y hojas negras, piel de foca cubría los escudos negros de los antebrazos.

Dudaron ante Darist, entonces el del centro gruñó algo en un idioma que Navaja no entendió.

El canoso tiste andii se encogió de hombros y no dijo nada.

El edur gritó algo que era con toda claridad una exigencia. Después prepararon las armas y colocaron los escudos en posición.

Navaja vio más guerreros salvajes reunidos en el camino, tras la verja.

Los tres se apartaron del arco y se abrieron para formar una pequeña pinza, el edur del centro un paso por delante de los compañeros que lo flanqueaban.

—No saben qué vas a hacer —murmuró Navaja—. Nunca han luchado contra…

Los de los flancos se adelantaron al unísono.

La espada de Darist se alzó de repente y con ese movimiento se levantó una fiera ráfaga de viento en el patio, y el aire alrededor de los tres edur se llenó de repente de hojas y polvo que resonaban.

Navaja observó atacar al tiste andii. La hoja se inclinó en horizontal, la punta amenazaba al edur de la derecha, pero el ataque real fue con el pomo, contra el guerrero de la izquierda. Se agachó de lado con un movimiento borroso para acercarse y después el pomo golpeó el escudo, levantado como el rayo, al que partió por la mitad. La mano izquierda de Darist se deslizó del pomo y apartó de un tortazo la espada del guerrero, al mismo tiempo el tiste andii se inclinó y bajó el borde de Dolor por la parte frontal de su oponente.

No parecía que hubiera habido contacto alguno, pero la sangre brotó de una hendidura que comenzaba sobre la clavícula izquierda del edur y descendía en línea recta hasta el escroto.

Las cuclillas se convirtieron en un salto hacia atrás que dejó a Darist a dos pasos de distancia, con la hoja ya siseando para repeler a los otros dos guerreros, que retrocedieron de un salto, alarmados.

El edur herido se derrumbó en medio de un charco de su propia sangre y cuando cayó, Navaja vio que Dolor había atravesado la clavícula y todas las costillas del lado izquierdo.

Los guerreros que había tras el arco lanzaron gritos de guerra y se abalanzaron sobre el patio azotado por el viento.

Su única posibilidad de éxito era acercarse a Darist, quedarse al alcance del hombre, rodearlo y bloquear aquella hoja susurrante, y los edur no carecían de valor.

Navaja vio a otro derribado y después un tercero sufrió el golpe del pomo en un lado del casco, el bronce se incrustó en el cráneo a demasiada profundidad, los miembros del guerrero se agitaron con extrañas sacudidas al caer sobre las losas.

Los dos cuchillos principales seguían en la mano izquierda del daru, que estiró la derecha para coger un cuchillo de lanzamiento. Envió el arma a la velocidad del rayo con un tiro del revés y la vio hundirse hasta la empuñadura en la cuenca del ojo de un edur, y supo que la punta se había partido contra el interior del cráneo del hombre. Lanzó el segundo cuchillo y maldijo cuando se alzó un escudo para repelerlo.

Entre la tormenta de hojas revolucionadas, la espada de Darist parecía estar por todas partes a la vez, bloqueando ataque tras ataque; después, un edur se abalanzó sobre él y se las arregló para rodear con los dos brazos las piernas del tiste andii.

Una cimitarra lanzó una cuchillada. Se vio un chorro de sangre que brotó del hombro derecho de Darist. El pomo de Dolor abolló el yelmo del guerrero que lo sujetaba y el edur se encorvó. Otro golpe se clavó en la cadera del tiste andii, la hoja salió rebotando del hueso y Darist se tambaleó.

Navaja se abalanzó hacia delante cuando los restantes edur se aproximaron. Atravesó las hojas que giraban y se internó en el aire tranquilo del centro. El daru ya había aprendido que un enfrentamiento directo y de cabeza no era la táctica ideal cuando se luchaba con cuchillos. Eligió un edur cuya atención estaba clavada solo en Darist y se encontraba, por tanto, un poco escorado, el guerrero lo vislumbró por el rabillo del ojo y su reacción fue rápida.

Un golpe del revés de la cimitarra seguido por el escudo girando en redondo.

Navaja lanzó el cuchillo izquierdo contra la hoja para interceptarla a un tercio de la punta. Al mismo tiempo, paró en seco el golpe con el otro cuchillo por el centro del antebrazo del otro; la punta de su arma atravesó de súbito el cuero y acuchilló entre los huesos con los dos filos de frente. La empuñadura de su otra arma entró en contacto entonces con la cimitarra y arrancó el arma de una mano entumecida.

El edur gruñó en voz muy alta y maldijo cuando, al tirar del cuchillo, Navaja pasó junto a él. La hoja era reticente a soltarse y arrastró el brazo empalado tras ella. Las piernas del guerrero se enredaron y cayó sobre una rodilla.

Justo cuando el edur levantaba el escudo, el cuchillo libre de Navaja se precipitó como un rayo sobre él y le atravesó la garganta.

El borde del escudo se estrelló con fuerza contra la muñeca estirada del daru y estuvo a punto de hacerle soltar el cuchillo, pero el joven se las arregló para conservar la empuñadura.

Otro tirón y consiguió arrancar el otro cuchillo del antebrazo del edur.

Un escudo lo golpeó en todo el cuerpo por la izquierda y levantó a Navaja, cuyos mocasines abandonaron las losas. Se giró y lanzó una cuchillada contra el atacante, pero no acertó. El impacto del escudo había convertido su lado izquierdo en una masa de dolor vibrante. Cayó al suelo y se hizo una bola.

Algo produjo un golpe seco tras él, rebotó una vez, después dos, y cuando el daru volvió a ponerse en pie, la cabeza decapitada de un edur se estrelló con fuerza contra su espinilla derecha.

La agonía de ese último golpe (absurda en su opinión) superó a todo lo demás hasta el momento. Lanzó una maldición a gritos y se echó hacia atrás saltando a la pata coja.

Un edur se abalanzaba sobre él.

Una grosería mayor salió entre dientes de la boca de Navaja. Lanzó el cuchillo de la mano izquierda. El escudo se alzó de golpe para recibirlo y el guerrero desapareció.

Con una mueca de dolor, Navaja se lanzó tras el arma (mientras el edur estaba ciego) y lanzó una cuchillada por arriba, por encima del escudo. El cuchillo se hundió tras la clavícula izquierda del hombre e hizo brotar un géiser de sangre cuando lo volvió a sacar.

Empezaban a oírse gritos en el patio, y de repente pareció que la lucha estaba por todas partes, en todos lados. Navaja retrocedió un paso y vio que habían llegado otros tiste andii, y entre ellos, Apsalar.

Tres edur habían quedado en el suelo al paso de la joven, todos retorciéndose entre sangre y bilis.

Los demás, salvo aquellos de su raza que habían caído a manos de Apsalar, Navaja y Darist, se retiraban y regresaban al arco.

Apsalar y sus compañeros tiste andii los persiguieron solo hasta la verja.

Poco a poco los remolinos de viento se fueron reduciendo y los fragmentos de hojas fueron descendiendo como ceniza.

Navaja echó un vistazo y descubrió a Darist todavía de pie, aunque apoyado contra una pared lateral, su largo y flaco cuerpo cubierto de sangre, el yelmo ausente y el cabello apelmazado y colgándole por la cara, chorreando. La espada Dolor continuaba agarrada con dos manos y la punta apoyada una vez más en las losas.

Una de las nuevas tiste andii se acercó a los tres edur que agonizaban ruidosamente y sin más ceremonias les rebanó la garganta. Cuando terminó, levantó la mirada para estudiar a Apsalar durante un largo instante.

Navaja se percató de que todos los parientes de Darist tenían el cabello blanco, aunque ninguno era tan viejo; de hecho, parecían muy jóvenes, de aspecto no mayores que el propio daru. Parecían haber cogido armas y armaduras al azar y ninguno sujetaba las armas con algo parecido a una sensación de comodidad. Lanzaban miradas rápidas y nerviosas a la puerta del patio, y después a Darist.

Apsalar envainó sus cuchillos kethra y se acercó a Navaja.

—Siento que llegáramos tarde.

El joven parpadeó y después se encogió de hombros.

—Creí que te habías ahogado.

—No, llegué a la orilla con bastante facilidad, aunque todo lo demás se fue contigo. Hubo después una búsqueda con hechicería, pero la esquivé. —Señaló con un gesto de la cabeza a los jóvenes—. Los encontré acampados a bastante distancia, en el interior. Estaban… escondidos.

—Escondidos. Pero Darist dijo…

—Ah, así que ese es Darist. Andarist, para ser más concretos. —La mujer se volvió y miró al anciano tiste andii con gesto pensativo—. Fue por orden suya. No los quería aquí… porque me imagino que creía que morirían.

—Y así será —gruñó Darist, que al fin levantó la cabeza para mirarla a los ojos—. Los has condenado a todos, pues los edur ahora intentarán darles caza de verdad; los viejos odios reavivados una vez más.

A Apsalar no parecieron afectarle demasiado sus palabras.

—El trono ha de ser protegido.

Darist le enseñó los dientes manchados de rojo, le brillaban los ojos en la penumbra.

—Si de verdad quiere que se proteja, entonces puede venir él a protegerlo.

Apsalar frunció el ceño.

—¿Quién?

—Su hermano, por supuesto. Anomander Rake —respondió Navaja.

Solo fue una suposición, pero la expresión de Darist fue todo lo que necesitó para confirmarlo. El hermano menor de Anomander Rake. Por sus venas no corría la sangre draconiana del hijo de Oscuridad. Y en sus manos, una espada que su creador había juzgado insuficiente cuando la comparaba con Dragnipur. Pero esa única certeza no era más que un simple susurro; la tormenta oscura y retorcida de todo lo que existía entre los dos hermanos era una epopeya sobre la que ninguno de los dos hombres iba a perorar, o eso sospechaba Navaja.

Y la madeja de amargas quejas resultó incluso más complicada de lo que el daru se había imaginado, pues se reveló entonces que los jóvenes eran, todos y cada uno, parientes cercanos de Anomander: sus nietos. Los padres de todos habían sucumbido al gran defecto de su progenitor, el ansia por vagar, por desvanecerse en las brumas, por dar forma a mundos privados en lugares olvidados y aislados. «La búsqueda de la lealtad y el honor», había dicho Darist con una sonrisa burlona mientras Phaed (la joven que se había mostrado misericordiosa con las víctimas de Apsalar) le vendaba las heridas.

Una tarea que no se podía hacer con prisas. Darist (Andarist) había sufrido al menos una docena de cuchilladas, y cada vez la pesada cimitarra había partido la malla y después la carne hasta el hueso en varios lugares del cuerpo del anciano. Cómo había conseguido mantenerse en pie y, sobre todo, seguir luchando desmentía su anterior afirmación, que su voluntad no tenía pureza suficiente para estar a la altura de la espada, Dolor. Sin embargo, una vez suspendida la escaramuza, la fuerza que había alimentado al viejo guerrero se disipó a toda prisa. Tenía el brazo derecho incapacitado, la herida de la cadera lo arrastró a las losas y no pudo levantarse otra vez sin ayuda.

Había nueve tiste edur muertos. Su retirada seguramente había sido provocada por un deseo de reagruparse más que por sentirse en apuros.

Y lo que era peor, no eran más que una avanzadilla. Los dos barcos que había junto a la costa eran inmensos, cada uno podía albergar sin dificultades a doscientos guerreros. O eso le pareció a Apsalar tras examinar la ensenada donde habían echado el ancla.

—Hay muchos restos en el agua —añadió— y los dos barcos edur tienen todo el aspecto de haber estado en una pelea…

—Tres dromones de guerra malazanos —dijo Navaja—. Un encuentro casual. Darist dice que los malazanos han causado una gran impresión.

Estaban sentados en unos escombros caídos a una docena de pasos de los tiste andii, observando a los jóvenes rondar y mimar a Darist. A Navaja le dolía el lado izquierdo y aunque no se miró por debajo de la ropa, sabía que los cardenales se estaban extendiendo. Se esforzó por no hacer caso de la incomodidad y continuó mirando a los tiste andii.

—No son lo que esperaba —dijo en voz baja—. Ni siquiera están adiestrados en el arte de la lucha.

—Cierto. El deseo de Darist de protegerlos podría resultar fatal.

—Ahora que los edur saben que existen. Eso no formaba parte del plan de Darist.

Apsalar se encogió de hombros.

—Se les encomendó una tarea.

El joven daru se quedó callado y sopesó tan brusca afirmación. Siempre había creído que una capacidad singular para dar muerte engendraba cierta sabiduría (sobre la fragilidad del espíritu, sobre su mortalidad), como él había sabido, y experimentado de primera mano, con Rallick Nom, en Darujhistan. Pero Apsalar no mostraba sabiduría; sus palabras eran duras en sus juicios, con frecuencia tajantes y desdeñosas. La joven se había centrado y había convertido ese centro en un arma… o en un modo de defenderse.

No había sido su intención que ninguno de los tres edur que había derribado muriera rápido. Y, sin embargo, tampoco parecía que se complaciera en ello, como haría un sádico. Es más bien como si la hubieran entrenado para hacerlo así… como si la hubieran preparado para torturar. Pero Cotillion (Danzante) no era ningún torturador. Era un asesino. Entonces, ¿de dónde sale esa vena cruel? ¿Pertenece a su propia naturaleza? Un pensamiento desagradable, inquietante.

Navaja levantó el brazo izquierdo, con cuidado, e hizo una mueca. La próxima pelea no iba a ser muy larga, seguramente, ni siquiera con Apsalar junto a ellos.

—No estás en condiciones de luchar —comentó la joven.

—Ni Darist tampoco —replicó Navaja.

—La espada lo llevará. Pero tú vas a suponer un riesgo. No querría distraerme protegiéndote.

—¿Y qué sugieres? ¿Me mato ahora para no interponerme en tu camino?

La joven negó con la cabeza (como si la sugerencia hubiera sido, en realidad, de lo más razonable, pero no lo que ella tenía en mente) y habló en voz baja.

—Hay otros en esta isla. Bien ocultos, pero no lo suficiente como para que me pasaran desapercibidos. Quiero que vayas a verlos. Quiero que los reclutes para que ayuden.

—¿Quiénes son esos otros?

—Tú mismo los identificaste, Navaja. Malazanos. Supervivientes, diría yo, de los tres dromones de guerra. Hay uno de gran poder entre ellos.

Navaja miró a Darist. Los jóvenes habían movido al anciano de modo que estaba sentado con la espalda apoyada en la pared junto a la puerta interior, enfrente de la verja. Había bajado la cabeza, la barbilla barbuda en el pecho, y solo el leve movimiento del pecho indicaba que seguía vivo.

—De acuerdo. ¿Dónde puedo encontrarlos?

El bosque estaba plagado de ruinas. Desmoronadas, repletas de musgo, con frecuencia poco más que montículos cubiertos de malas hierbas, pero era evidente para Navaja, mientras recorría sin ruido la estrecha y desvaída pista que Apsalar le había descrito, que el bosque se había alzado sobre el corazón de una ciudad muerta, una ciudad enorme, dominada por edificios gigantescos. Había repartidos por todos lados trozos de estatuas, figuras de un tamaño enorme, construidas por secciones y pegadas con una sustancia vidriosa que no reconoció. Aunque se hallaban casi todas cubiertas de musgo, Navaja sospechaba que las figuras eran edur.

Una oscuridad opresiva teñía todo lo que yacía bajo el dosel del bosque. Varios árboles vivos mostraban trozos arrancados de corteza y si bien la corteza era negra, la madera lisa y húmeda que había debajo era de color rojo sangre. Compañeros caídos revelaban que el carmesí fiero se convertía en negro con la muerte. Los árboles heridos que continuaban erguidos le recordaban a Darist, la piel negra del tiste andii y los profundos cortes rojos que la atravesaban.

Se encontró con que estaba temblando bajo el aire húmedo mientras continuaba avanzando. El brazo izquierdo ya estaba inutilizado por completo y aunque había recuperado sus cuchillos, incluido el que tenía la punta partida, dudaba que fuera capaz de resistir mucho tiempo en una pelea si surgiera la necesidad.

Podía distinguir su destino justo delante. Un montículo de escombros, piramidal y especialmente grande, con la cima bañada por el sol. Había árboles en los flancos, pero la mayor parte estaban muertos, estrangulados por las parras. Un agujero abierto de una oscuridad impenetrable bostezaba en el lado más cercano a Navaja.

Fue reduciendo el paso entonces, a veinte pasos de la cueva, después se detuvo. Lo que estaba a punto de hacer iba en contra de todo lo que le dictaba el instinto.

—¡Malazanos! —exclamó, y después se estremeció ante sus propias voces. Pero los edur se están dirigiendo hacia el trono, no hay nadie cerca para oírme. Espero—. ¡Sé que estáis dentro! ¡Me gustaría hablar con vosotros!

Aparecieron unas figuras en los bordes de los flancos de la cueva, dos a cada lado con las ballestas preparadas y apuntando a Navaja. Luego, por el centro, salieron tres más, dos mujeres y un hombre. La mujer de la izquierda hizo un gesto antes de hablar.

—Acércate más, con las manos levantadas a los lados.

Navaja dudó y después estiró la mano derecha.

—Me temo que el brazo izquierdo no puedo subirlo.

—Adelántate.

Navaja se acercó.

La que hablaba era alta y musculosa. Tenía el pelo largo, manchado de rojo. Vestía cueros de color pardo. Una espada larga pendía de la vaina que llevaba a la cadera. Su piel era de un profundo tono bronce. Navaja calculó que era diez años mayor que él, o más, y sintió que lo atravesaba un escalofrío cuando levantó la mirada y se encontró con los ojos entornados de ella, de color dorado.

La otra mujer estaba desarmada y era mayor, el lado derecho entero, cabeza, cara, torso y pierna, había sufrido quemaduras horribles, la carne fundida con jirones de ropa, mutilada y derretida por los estragos de un ataque con hechicería. Era un milagro que siguiera en pie, o siquiera viva.

A un paso por detrás de ellas dos estaba el hombre. A Navaja le pareció dalhonesio, piel muy morena, pelo rizado negro entreverado de gris y muy corto, y unos incongruentes ojos de color azul profundo. Sus rasgos eran bastante regulares, aunque surcados de cicatrices. Lucía un camisote muy gastado, una espada larga corriente en el cinturón y una expresión tan cerrada que podría ser el hermano de Apsalar.

Los infantes de marina que los flanqueaban lucían una armadura completa con yelmo y celada.

—¿Sois los únicos supervivientes? —preguntó Navaja.

La primera mujer frunció el ceño.

—Tengo poco tiempo —continuó el daru—. Necesitamos vuestra ayuda. Los edur nos están atacando…

—¿Edur?

Navaja parpadeó y después asintió.

—Los marinos contra los que luchasteis. Tiste edur. Están buscando algo en esta isla, algo de un poder inmenso, y preferiríamos que no cayera en sus manos. ¿Y por qué deberíais ayudar? Porque si cae en sus manos, es muy probable que el Imperio de Malaz esté acabado. De hecho, igual que toda la humanidad…

La mujer quemada lanzó una carcajada seca, luego sufrió un ataque de tos que le llenó la boca de burbujas rojas. Después de un largo instante, la mujer se recuperó.

—¡Oh, ser joven otra vez! ¿Así que toda la humanidad? ¿Y por qué no el mundo entero?

—El trono de Sombra se encuentra en esta isla —dijo Navaja.

Al oír eso, el dalhonesio se sobresaltó un poco.

La mujer quemada asentía.

—Sí, sí, sí, palabras muy ciertas. El sentido de las cosas llega… ¡en una riada! Tiste edur, tiste edur, una flota que parte en busca de algo, una flota que viene de muy lejos, y ahora lo ha encontrado. Ammanas y Cotillion están a punto de ser derrocados, ¿y qué? El trono de Sombra… ¿luchamos contra los edur por eso? Oh, qué desperdicio, nuestros barcos, los infantes… mi propia vida, ¿por el trono de Sombra? —Sufrió un espasmo y otro ataque de tos.

—No es nuestra guerra —gruñó la otra mujer—. Ni siquiera estábamos buscando pelea, pero a los muy idiotas no les interesaba hablar, intercambiar emisarios… bien sabe el Embozado que esta no es nuestra isla, no está en el Imperio de Malaz. Busca en otra parte…

—No —dijo con voz profunda el dalhonesio.

La mujer se volvió, sorprendida.

—Fuimos bastante claros, Viajero, cuando te dimos las gracias por salvarnos la vida. Pero no creo que eso te permita asumir el mando…

—El trono no debe ser reclamado por los edur —dijo el hombre llamado Viajero—. No tengo ningún deseo de desafiar tu mando, capitán, pero el muchacho no exagera cuando describe los riesgos… para el Imperio y para toda la humanidad. Nos guste o no, la senda de Sombra está ahora orientada hacia el lado humano… —El hombre esbozó una sonrisa sesgada—. Y encaja bien con nuestra naturaleza. —La sonrisa se desvaneció—. Esta guerra es nuestra, podemos librarla ahora o podemos librarla más tarde.

—¿Reclamas esta lucha en nombre del Imperio de Malaz? —preguntó la capitana.

—Más de lo que crees —respondió Viajero.

La capitana le hizo un gesto a uno de sus infantes de marina.

—Gentur, trae a los otros aquí, pero deja a Tirabarro con los heridos. Después, que los pelotones cuenten los cuadrillos, quiero saber lo que tenemos.

El infante llamado Gentur preparó su ballesta y después volvió a meterse en la cueva. Unos momentos después salieron más soldados, dieciséis en total si contaban a los que ya habían salido en un principio.

Navaja se acercó a la capitana.

—Hay uno de gran poder entre vosotros —murmuró al tiempo que le echaba una mirada a la mujer quemada, que estaba inclinada hacia delante escupiendo sangre turbia—. ¿Es hechicera?

La capitana siguió su mirada y frunció el ceño.

—Lo es, pero se está muriendo. El poder que…

El aire reverberó con una explosión lejana y Navaja se giró en redondo.

—¡Han atacado otra vez! Esta vez con magia, ¡seguidme! —El daru salió corriendo por la pista sin mirar atrás. Oyó una maldición apagada a su espalda y después la capitana empezó a gritar órdenes.

El sendero llevaba directamente al patio y por el tronar de las detonaciones que azotaban el aire una y otra vez, Navaja supuso que a la tropa no le costaría encontrar el campo de batalla, no iba a esperarlos. Apsalar estaba allí, y Darist y un puñado de jóvenes tiste andii sin ninguna preparación. No tendrían muchas defensas contra la hechicería.

Pero Navaja creía que él sí.

Atravesó la penumbra a toda velocidad, se sujetaba con la mano derecha el dolorido brazo izquierdo para intentar no moverlo, aunque cada zancada lo agitaba y le provocaba una lanzada de dolor en el pecho.

Apareció entonces el muro del patio. Los colores bailaban una melodía salvaje en el aire y sacudían los árboles hacia todos lados, rojos profundos, magentas y azules, un remolino de caos. Las oleadas de explosiones se sucedían con mayor frecuencia y resonaban dentro del patio.

No había ningún edur fuera del arco, una señal inquietante.

Navaja salió disparado hacia el arco. Le llamó la atención un movimiento a su derecha y vio otra compañía de edur que subía por un camino costero, pero todavía estaba a sesenta pasos de distancia. Los malazanos tendrán que lidiar con esos… Reina de los Sueños, ayúdalos. Tenía la verja delante y empezó a vislumbrar lo que estaba pasando en el patio.

Había cuatro edur en fila en el centro, dándole la espalda. Una docena o más de guerreros edur esperaban en cada flanco con las cimitarras preparadas. Oleadas de magia salían de los cuatro, palpitando, haciéndose paulatinamente más fuertes y cada una fluía sobre las losas hasta convertirse en una tormenta desbocada de colores que se estrellaba contra Darist, que se encontraba solo, a sus pies una Apsalar muerta o inconsciente. Tras él, los cuerpos desperdigados de los nietos de Anomander Rake. Con todo, Darist todavía mantenía la espada levantada, aunque era una masa destrozada de sangre, huesos visibles entre los restos del pecho. Se alzaba ante las oleadas fieras, pero no daba ni un paso atrás, aunque lo estuvieran desgarrando. La espada Dolor estaba al rojo vivo, el metal cantaba una nota terrible, una nota plañidera que se iba haciendo más fuerte y más aguda con cada momento que pasaba.

—Ciega —siseó Navaja al acercarse—, ¡te necesito ahora! Las sombras brotaron a su alrededor y después, cuatro pesadas patas se posaron con un ruido seco en las losas; de repente tenía a su lado la presencia amenazante de la mastín.

Uno de los edur se giró en redondo. Unos ojos inhumanos se abrieron más al ver a Ciega, después, el hechicero soltó algo de golpe con un tono duro e imperioso.

Ciega se había abalanzado sobre él, pero se detuvo en seco resbalando con las uñas sobre las losas.

Y la mastín se encogió, temerosa.

—¡Beru nos proteja! —maldijo Navaja mientras intentaba sacar un cuchillo…

El patio se llenó de repente de sombras, un extraño crujido hendió el aire…

Y una quinta figura se plantó de repente entre los cuatro hechiceros edur, vestida de gris, enguantada, la cara oculta por una capucha tosca. En las manos, una cuerda que parecía retorcerse con vida propia. Navaja la vio dar un latigazo y golpear a un hechicero en un ojo, y cuando la cuerda rebotó hacia atrás, un chorro de sangre y sesos picados la siguió. La magia del hechicero se apagó y el edur cayó hacia delante.

La cuerda era demasiado rápida para seguirla y el que la empuñaba se movía entre los tres restantes magos, pero a su retorcido paso una cabeza cayó de unos hombros, unos intestinos se derramaron de una brecha abierta y lo que fuera que le acaeció al último hechicero ocurrió en un instante borroso que no dejó ningún resultado obvio, salvo que el edur estaba muerto antes de golpear el suelo.

Se oyeron gritos entre los guerreros edur, que se acercaron desde ambos lados.

Fue entonces cuando comenzaron los chillidos. La cuerda salió disparada de la mano derecha de Cotillion, quien también tenía un cuchillo largo en la izquierda que parecía no hacer mucho más que lamer y tocar a todo el que se acercaba, pero el resultado era devastador. El aire era una bruma de sangre suspendida alrededor del dios patrón de los Asesinos y antes de que Navaja aspirara el cuarto aliento desde el comienzo de la batalla, esta había terminado y alrededor de Cotillion no había más que cadáveres.

Un último tirón de la cuerda azotó sangre contra un muro y después el dios echó hacia atrás la capucha y se giró para mirar a Ciega. Abrió la boca para decir algo y después la volvió a cerrar. Un gesto airado y las sombras se desbocaron para envolver a la temblorosa mastín. Cuando se disiparon un momento después, Ciega había desaparecido.

Se oyeron sonidos de lucha detrás del patio y Navaja se volvió.

—¡Los malazanos necesitan ayuda! —le gritó a Cotillion.

—No, no la necesitan —gruñó el dios.

Los dos se giraron al oír un estruendo metálico y vieron a Darist tendido, inmóvil, junto a Apsalar, la espada estaba tirada cerca y su calor prendía las hojas sobre las que yacía.

La cara de Cotillion se hundió como si lo embargara una pena repentina y profunda.

—Cuando haya terminado ahí fuera —le dijo a Navaja—, llévalo hasta esta espada. Dile sus nombres.

—¿Quién?

Un momento después, tras una última mirada al caos que lo rodeaba, Cotillion desapareció.

Navaja corrió junto a Apsalar y se arrodilló a su lado.

La joven tenía la ropa chamuscada y el humo se alzaba en jirones en el aire ya quieto. El fuego le había cubierto el cabello, pero solo por un momento, al parecer, ya que le quedaba de sobra; tampoco tenía la cara quemada, aunque un largo verdugón rojo, ya algo ampollado, era visible en una cuchillada diagonal en el cuello. Unas leves sacudidas de brazos y piernas (los efectos del ataque hechicero) le demostraron a Navaja que la joven seguía viva.

Intentó despertarla sin éxito. Un momento después, levantó la cabeza y escuchó. Los sonidos de lucha habían cesado y se acercaba un único par de botas con lentitud, crujiendo en el suelo abrasado.

Navaja se levantó lentamente y se volvió hacia el arco.

Apareció en él Viajero. En un guantelete llevaba una espada rota a tres cuartas partes de la punta. Aunque salpicado de sangre, no parecía estar herido. Se detuvo para estudiar la escena del patio.

Navaja supo de algún modo, sin preguntar, que era el último que quedaba vivo; no obstante, fue a asomarse por el arco. Todos los malazanos yacían inmóviles. A su alrededor, un círculo de cadáveres, de medio centenar o más, tiste edur. Otros, tachonados de cuadrillos, yacían en el camino que se acercaba al claro.

Yo acudí a esos malazanos y los traje a morir. Esa capitana… la de los ojos hermosos… Navaja regresó al lugar donde Viajero caminaba entre los tiste andii caídos. Y la pregunta que hizo surgió de una garganta constreñida.

—¿Decías la verdad, Viajero?

El hombre lo miró.

—Esta batalla —le explicó Navaja—. ¿Era en verdad una batalla malazana?

El encogimiento de hombros con el que le respondió Viajero le produjo un escalofrío al daru.

—Algunos de ellos todavía están vivos —dijo señalando con un gesto a los tiste andii.

—Y hay heridos en la cueva —señaló Navaja.

Observó que el hombre se acercaba adonde yacían Apsalar y Darist.

—Ella es una amiga —dijo Navaja.

Viajero lanzó un gruñido, después tiró a un lado su espada rota y pasó por encima de Darist. Estiró el brazo para coger la espada.

—Cuidado…

Pero el hombre rodeó el puño con la mano enguantada y levantó el arma.

Navaja suspiró y cerró los ojos durante un largo instante, después los abrió.

—Se llama Venganza… o Dolor. Puedes elegir el que más te convenga —dijo después.

Viajero se volvió y miró a Navaja a los ojos.

—¿No la quieres para ti?

El daru negó con la cabeza.

—Exige del que la empuña una voluntad singular. Yo no soy para esa espada, ni creo que lo vaya a ser jamás.

Viajero estudió la hoja que tenía en la mano.

—Venganza —murmuró, después asintió y se agachó para quitarle la vaina al cuerpo de Darist—. Este anciano, ¿quién era?

Navaja se encogió de hombros.

—Un guardián. Se llamaba Andarist. Y ahora se ha ido, así que el trono carece de protector…

Viajero se irguió.

—Me quedaré aquí un tiempo. Como has dicho tú, hay heridos que atender… y cadáveres que enterrar.

—Te ayudaré…

—No es necesario. El dios que atravesó este lugar ha visitado los barcos edur, hay barcas pequeñas a bordo, y provisiones. Coge a tu mujer y deja esta isla. Si más edur encuentran por casualidad este lugar, tu presencia solo dificultará mi tarea.

—¿Cuánto tiempo planeas quedarte aquí para cumplir el papel de Andarist?

—El tiempo suficiente para honrarlo.

Se oyó un gemido procedente de Apsalar que llevó a Navaja junto a ella. La joven empezó a agitarse, como si tuviera fiebre.

—Sácala de aquí —dijo Viajero—. Los efectos de la hechicería persisten.

Navaja levantó la cabeza, se encontró con esos ojos y vio pena, la primera emoción que revelaba aquel hombre.

—Querría ayudarte a enterrar…

—No necesito ayuda. No será la primera vez que entierro a compañeros. Vete. Llévatela.

El joven la cogió en brazos. Las sacudidas se detuvieron y la mujer suspiró como si se hundiera en un sueño profundo y tranquilo. Después, Navaja se levantó y estudió a Viajero por un momento.

El hombre le dio la espalda.

—Dale las gracias a tu dios, mortal —gruñó sin mirar a Navaja—, por la espada…

Una masa alargada del suelo de piedra se había derrumbado y había caído al torrente de agua negra del río subterráneo. Atravesaba el agujero abierto un fardo de lanzas, alrededor de las que se había atado una cuerda que bajaba hasta el agua y se quedaba serpenteando cuando la corriente tiraba de ella. El aire en la tosca cámara era frío y húmedo.

Kalam se agachó junto al borde y estudió el remolino de agua durante un largo instante.

—El pozo —dijo el sargento Cordón desde donde se encontraba, junto al asesino.

Kalam lanzó un gruñido.

—En el nombre del Embozado, —dijo después—, ¿se puede saber cómo se les ocurrió al capitán y al teniente bajar ahí abajo?

—Si miras el tiempo suficiente, con las antorchas fuera de esta habitación, verás un fulgor. Hay algo tirado en el fondo, más o menos al doble de la altura de un hombre en profundidad.

—¿Algo?

—Parece un hombre… con una armadura. Está despatarrado ahí abajo.

—Entonces sacad las antorchas. Quiero verlo.

—¿Has dicho algo, cabo? Tu amigo demonio ha desaparecido, acuérdate, se ha… desvanecido.

Kalam suspiró.

—Es lo que hacen los demonios, y en este caso deberías dar las gracias. Ahora mismo, sargento, soy de la opinión de que todos vosotros lleváis metidos en esta montaña demasiado tiempo. Estoy pensando que quizá hayáis perdido el juicio. Y también he reconsiderado tus palabras sobre mi posición en tu compañía; he llegado a una decisión y es la siguiente. —Volvió la cabeza y clavó los ojos en los de Cordón—. No estoy en tu compañía, Cordón. Soy un abrasapuentes. Tú estás en el regimiento Ashok. Y si eso no te basta, voy a resucitar mi viejo estatus… como garra, líder de la mano. Y como tal, solo me supera en rango en campo abierto el patrón de la Garra, Topper, la consejera y la propia emperatriz. ¡Y ahora saca esas malditas antorchas de aquí!

Cordón sonrió de repente.

—¿Quieres tomar el mando de esta compañía? Adelante, puedes quedarte con él. Aunque queremos ocuparnos de Irriz nosotros mismos. —Levantó el brazo para coger la primera de las antorchas que chisporroteaban en el muro que tenía detrás.

El repentino cambio de actitud de Cordón sorprendió a Kalam y luego lo llenó de suspicacia. Hasta que me duerma, claro. Por los dioses del inframundo, estaba mejor solo. Y, por si fuera poco, ¿adónde se ha ido ese puñetero demonio?

—Y cuando hayas terminado, sargento, vuelve a subir con los demás y empieza los preparativos. Nos vamos de aquí.

—¿Y qué hay del capitán y el teniente?

—¿Qué pasa con ellos? Se los llevó el agua y, o bien se han ahogado o los escupió en algún abrevadero. En cualquier caso, ya no están aquí y dudo mucho que vayan a volver…

—Eso no lo sabes…

—Llevan fuera demasiado tiempo, Cordón. Si no se ahogaron, habrían tenido que alcanzar la superficie en algún sitio, no muy lejos. No se puede contener el aliento tanto tiempo. Y ahora, se acabó la discusión, en marcha.

—Sí… señor.

Con una antorcha en cada mano, Cordón empezó a subir las escaleras.

La oscuridad no tardó en envolver la cámara.

Kalam esperó a que se le acostumbraran los ojos mientras escuchaba desaparecer el ruido de pasos del sargento. Y allí, al fin, muy abajo, la figura reluciente, ondeando bajo el torrente de agua. El asesino cogió la cuerda y la enrolló a un lado. Habían lanzado veinte brazadas, pero el fardo de lanzas sostenía mucho más. Después arrancó un gran trozo de piedra del borde dentado y ató el extremo empapado y gélido de la cuerda a él. Con la suerte de Oponn, la roca sería lo bastante pesada para hundirse más o menos en línea recta. Kalam comprobó los nudos una vez más y después la tiró por el borde.

La roca se hundió y arrastró el rollo de cuerda con ella. Las lanzas se tensaron con un chasquido y Kalam se asomó. La piedra estaba suspendida de la cuerda estirada entera, una distancia que Kalam, y sin duda el capitán y el teniente, habían calculado que era suficiente para entrar en contacto con la figura. Pero no había sido así, aunque parecía cerca. Lo que significa que es un cabrón muy grande. De acuerdo… veamos lo grande que es. Cogió las lanzas y empezó a levantar y dar vueltas al fardo para ir soltando más cuerda.

Una pausa para estudiar el progreso de la piedra y luego siguió soltando cuerda.

Al fin alcanzó la figura, dado el arqueo repentino de la cuerda cuando la corriente se apoderó de ella y la dejó floja. Kalam miró abajo una vez más.

—¡Por el aliento del Embozado!

La roca reposaba en el pecho de la figura… y la distancia había empequeñecido la piedra.

La figura de la armadura era enorme, el triple de alta al menos que un hombre normal. Al capitán y al teniente los había engañado la escala. Seguramente un error fatal.

El asesino entrecerró los ojos y lo miró, le extrañó aquel fulgor raro, después cogió la cuerda para recuperar la piedra…

Y, allí abajo, una mano inmensa salió disparada, se cerró sobre la cuerda… y tiró.

Kalam gritó cuando se vio empujado hacia el torrente.

Cuando se precipitó al agua helada, levantó los brazos en un intento de agarrarse al fardo de lanzas.

Notó un tirón fiero y las lanzas se partieron con un crujido explosivo que resonó directamente sobre él.

El asesino seguía aferrado a la cuerda, aunque la corriente se lo llevaba. Sintió que el agua lo hundía.

El frío era paralizador. Le estallaron los oídos.

Y después lo impulsaron un par de inmensos puños revestidos de cadenas, lo acercaron mucho, cara a cara con la reja ancha del casco de la criatura. Bajo la reja, en el remolino oscuro, el brillo de un rostro podrido, bestial, buena parte de la carne convertida en tiras que aleteaban con la corriente. Dientes desprovistos de labios…

Y la criatura habló en la mente de Kalam.

Los otros dos me eludieron…, pero a ti te cogeré. Tengo tanta hambre

¿Hambre?, respondió Kalam. Prueba esto.

Y hundió los dos cuchillos largos en el pecho de la criatura.

Un bramido atronador y los puños salieron disparados y apartaron a Kalam de un empujón, con más fuerza y más rápido de lo que el asesino habría creído posible. Las dos armas dieron un tirón y estuvieron a punto de arrancarle la empuñadura de las manos, pero él resistió. La corriente no tuvo tiempo de atraparlo cuando Kalam se vio lanzado hacia arriba y volvió a salir disparado por el agujero en medio de la explosión de un géiser de agua. El borde le cogió un pie y le arrancó la bota. Chocó contra el techo bajo de piedra de la cámara y se quedó sin el último aliento de los pulmones, después cayó.

Aterrizó con la mitad del cuerpo en el saliente del pozo y estuvo a punto de volver a caer al río, pero se las arregló para abrir brazos y piernas y arañar el suelo hasta recuperar el terreno perdido y apartarse del agujero. Después se quedó inmóvil, paralizado, con la bota tirada a su lado, hasta que pudo aspirar una bocanada entrecortada de aire gélido.

Oyó pasos en las escaleras y después Cordón entró en tromba en la cámara y se paró en seco justo ante Kalam. El sargento tenía una espada en una mano y una antorcha encendida en la otra. Se quedó mirando al asesino.

—¿Qué fue ese ruido? ¿Qué pasó? ¿Dónde están las malditas lanzas…?

Kalam rodó de lado y miró por el borde.

El torrente espumoso era impenetrable, de un color rojo opaco por la sangre.

—Dejadlo —jadeó el asesino.

—¿Dejar qué? ¡Mira esa agua! ¿Dejar qué?

—Dejad… de sacar… de este pozo…

Los estremecimientos tardaron mucho en abandonar su cuerpo, y solo para ser sustituidos por un sinfín de dolores por la colisión con el techo de la cámara. Cordón se había ido y después había regresado con el resto de la compañía, además de Peccado, con mantas y más antorchas.

Les costó un poco arrancar los cuchillos largos de las manos de Kalam. La separación reveló que las empuñaduras habían abrasado de algún modo las palmas de las manos y las yemas de los dedos del asesino.

—Frío —murmuró Ebron—, ha sido eso. Quemado por el frío. ¿Qué aspecto dices que tenía esa cosa?

Kalam, acurrucado en las mantas, levantó la cabeza.

—Como algo que debería estar muerto desde hace mucho tiempo, mago. Dime, ¿cuánto sabes de B’ridys… de esta fortaleza?

—Seguramente menos que tú —respondió Ebron—. Yo nací en Karakarang. Era un monasterio, ¿no?

—Sí. Uno de los cultos más antiguos, extinto hace mucho tiempo. —Un sanador del pelotón se agachó a su lado y empezó a aplicar un bálsamo adormecedor a las manos del asesino. Kalam apoyó la cabeza en el muro y suspiró—. ¿Has oído hablar de los sin nombre?

Ebron lanzó un bufido.

—He dicho Karakarang, ¿no? El culto tanno afirma descender directamente del culto de los sin nombre. Los caminantes espirituales dicen que sus poderes, con cánticos y demás, surgieron de los patrones originales que los sin nombre elaboraron en sus rituales, se supone que esos patrones cruzaban el subcontinente entero y su poder permanece hasta la actualidad. ¿Estás diciendo que este monasterio pertenecía a los sin nombre? Sí, pues claro que sí. Pero no eran demonios, ¿no?

—No, pero tenían por costumbre encadenarlos. Me parece que el de ese pozo no está muy contento con su último encuentro, pero tampoco está tan disgustado como se podría creer.

Ebron frunció el ceño y después se puso pálido.

—La sangre… si alguien bebe agua manchada con esa…

Kalam asintió.

—El demonio toma el alma de esa persona… y hace el intercambio. Libertad.

—¡Pero tampoco solo la de una persona! —siseó Ebron—. ¡Animales, pájaros… insectos! ¡Cualquier cosa!

—No, creo que tendrá que ser grande… más grande que un pájaro o un insecto. Y cuando consiga escapar…

—Irá en tu busca —susurró el mago. Se giró de repente y miró a Cordón—. Tenemos que salir de aquí. ¡Ahora! Mejor aún…

—Sí —gruñó Kalam—, alejaos de mí todo lo que podáis. Escuchad, la emperatriz ha enviado a su nueva consejera, con un ejército… habrá una batalla, en Raraku. La consejera cuenta con poco más que reclutas. No le vendría mal vuestra compañía, por magullada que esté.

—¿Salen de Aren?

Kalam asintió.

—Y es muy probable que ya lo hayan hecho. Lo que os da un mes, quizá, de… manteneros con vida y sin meteros en ningún lío…

—Podemos arreglarnos —dijo Cordón entre dientes.

Kalam le echó un vistazo a Peccado.

—Ten cuidado, muchacha.

—Lo tendré. Creo que te echaré de menos, Kalam.

El asesino se dirigió entonces a Cordón.

—Déjame mis provisiones. Me quedaré aquí a descansar un rato más. Para que nuestros caminos no se crucen, yo me dirigiré al oeste al salir de aquí, voy a rodear el borde norte del torbellino… durante un tiempo. Después intentaré atravesarlo y abrirme camino hasta Raraku en sí.

—Que la suerte de la Señora esté contigo —respondió Cordón, después hizo un gesto—. Todos los demás, venga, vamos. —En la escalera el sargento se volvió para mirar al asesino—. Ese demonio… ¿crees que atrapó al capitán y al teniente?

—No. Dijo lo contrario.

—¿Habló contigo?

—En mi mente, sí. Pero fue una conversación muy corta.

Cordón sonrió.

—Algo me dice que, contigo, son todas cortas.

Un momento después Kalam estaba solo, sacudido todavía por oleadas de temblores incontrolados. Por suerte, los soldados habían dejado un par de antorchas. Era una pena, reflexionó, que el demonio azalan se hubiera desvanecido. Una auténtica pena.

Anochecía cuando el asesino salió de la estrecha fisura en la roca, enfrente del risco, que era la ruta de escape secreta del monasterio. El momento era de todo menos agradable. El demonio quizá ya se hubiera liberado y podría estar buscándolo con la forma que el destino hubiera tenido a bien concederle. La noche que tenía por delante no prometía ser demasiado atrayente.

Las señales de la salida de la compañía eran evidentes en el suelo polvoriento, delante de la fisura y Kalam observó que habían partido rumbo al sur y le llevaban una ventaja de cuatro horas o más. Satisfecho, se echó al hombro su bolsa y tras rodear el afloramiento que era la fortaleza, puso rumbo al oeste.

Unos bhok’arala salvajes lo siguieron durante un rato, escabulléndose por las rocas y dando voz a sus extraños y lúgubres ululatos a medida que caía la noche. En el cielo aparecieron estrellas bajo una película borrosa de polvo que apagaba el fulgor ambiental plateado del desierto y lo convertía en algo más parecido al hierro emborronado. Kalam avanzaba sin prisas, evitando las elevaciones que lo harían visible contra el horizonte.

Se quedó paralizado al oír un chillido lejano al norte. Un enkar’al. Bastante escaso, pero de lo más mundano. A menos que el maldito bicho aterrizara hace poco para beber de un estanque de agua ensangrentada. Los bhok’arala se habían escabullido al oír el grito y no aparecían por ninguna parte. No había viento que Kalam pudiera detectar, pero sabía que el sonido se transmitía a mucha distancia en noches como aquella y, lo que era peor, los enormes reptiles alados podían detectar el movimiento desde las alturas… y el asesino sería una comida estupenda.

Kalam maldijo para sí y se giró hacia el sur, hacia donde el muro sólido del remolino de arena del torbellino se alzaba a tres mil quinientos, quizá cuatro mil pasos de distancia. Tensó las correas de la alforja y después estiró las manos con cuidado para coger los cuchillos. Los efectos del bálsamo se estaban desvaneciendo y dos punzadas palpitantes de dolor comenzaban a surgir poco a poco. Se había puesto los guantes y guanteletes sin dedos (a pesar de arriesgarse a coger una infección), pero esas barreras tampoco hicieron mucho por mitigar el dolor abrasador que sintió al rodear las armas con las manos y soltarlas.

Después empezó a bajar la ladera tan rápido como se atrevía. Un centenar de latidos más tarde llegó al fondo ampollado de la cuenca de Raraku. El torbellino era un rugido apagado más adelante que iba arrastrando sin parar un flujo de aire fresco hacia él. El asesino clavó la mirada en ese muro lejano y turbio y después emprendió un trote corto.

Quinientos pasos. Las correas de la alforja le estaban raspando los hombros de la telaba y la iban atravesando hasta la cota de malla ligera que llevaba debajo. Las provisiones lo estaban ralentizando, pero sin ellas sabía que se podía dar por muerto en Raraku. Notó que comenzaba a respirar con dificultad.

Mil pasos. Se le habían roto las ampollas de las palmas de las manos y le habían empapado el interior de los guanteletes, sentía de manera inequívoca los mangos de los cuchillos largos y resbaladizos. Aspiraba el aire nocturno a grandes bocanadas y una sensación de ardor se le había instalado en los muslos y las pantorrillas.

Quedaban dos mil pasos, por lo que calculaba. El rugido era fiero y las capas de arena azotaban el aire a su alrededor desde atrás. Podía sentir la cólera de la diosa en el ambiente.

Quedaban mil quinientos…

Un silencio repentino (como si hubiera entrado en una cueva) y después se encontró dando vueltas por el aire, el contenido de la alforja suelto y volando por el cielo, lejos de los jirones que le quedaban a la espalda. Llenaban sus oídos los ecos de un sonido (un impacto demoledor) que ni siquiera había oído. Después chocó contra el suelo y rodó, los cuchillos se le escaparon de las manos. Tenía la espalda y los hombros empapados, cubiertos de sangre caliente, la cota de malla había quedado hecha jirones por las zarpas del enkar’al.

Un golpe burlón, a la vista de todo el daño infligido. La criatura podría haberle arrancado la cabeza con suma facilidad.

Y entonces una voz conocida entró en su cabeza.

Sí, podría haberte matado al momento, pero esto me complace más. Corre, mortal, a ese muro salvador de arena.

—Te liberé —gruñó Kalam al tiempo que escupía sangre y tierra—, ¿y así lo agradeces?

Provocaste dolor. Inaceptable. No soy yo quien siente dolor. Yo solo lo provoco.

—Bueno —dijo el asesino, entre dientes, mientras se iba poniendo a gatas poco a poco—, me consuela saber en estos, mis últimos momentos, que no vivirás mucho tiempo en este nuevo mundo con esa actitud. Te esperaré al otro lado de la puerta del Embozado, demonio.

Unas garras enormes chasquearon a su alrededor, las puntas atravesaron la cota de malla (una en los riñones, otras tres en el abdomen) y lo levantaron del suelo.

Luego lo arrojaron por los aires una vez más. Esa vez descendió desde una distancia de al menos el triple de su altura y cuando chocó contra el suelo, la negrura explotó en su mente.

Recuperó la conciencia y se encontró despatarrado en la cuenca agrietada, el suelo que tenía debajo estaba cenagoso por su propia sangre. Las estrellas bailaban como locas en el cielo y él era incapaz de moverse. Una profunda reverberación zumbona resonaba en el fondo de su cráneo procedente de la columna.

Ah, despierto una vez más. Bien. ¿Reanudamos, entonces, este juego?

—Como quieras, demonios. Oh, vaya, ya no soy un gran juguete. Me has roto la espalda.

Tu error fue aterrizar de cabeza, mortal.

—Mis disculpas. —Pero el entumecimiento estaba desapareciendo; comenzaba a sentir un cosquilleo que se extendía por brazos y piernas—. Baja y termina el trabajo, demonio.

Sintió que el suelo temblaba cuando el enkar’al se posó en el suelo a su izquierda, por algún sitio. Unos pasos pesados cuando la criatura se acercó.

Dime tu nombre, mortal. Es lo menos que puedo hacer, saber el nombre de mi primera presa tras tantos miles de años.

—Kalam Mekhar.

¿Y qué clase de criaturas eres? Pareces imass

—Ah, así que te encerraron mucho antes de los sin nombre, entonces.

Yo no sé nada de sin nombre, Kalam Mekhar.

Notaba al enkar’al a su lado, una presencia inmensa que se cernía sobre él, aunque el asesino no abrió los ojos. Después sintió el aliento del carnívoro como una ráfaga por encima de él y supo que el reptil estaba abriendo la boca todo lo que podía.

Kalam rodó de lado y metió el puño derecho por la garganta de la criatura.

Después soltó el puñado de arena empapada en sangre, gravilla y rocas que había cogido.

Y hundió la daga que llevaba en la otra mano entre los huesos del pecho de la criatura.

La enorme cabeza se echó hacia atrás con una sacudida, el asesino rodó en dirección contraria y se puso en pie. El movimiento le arrebató la sensación de las piernas y se cayó al suelo una vez más, pero entretanto había visto uno de sus cuchillos largos tirado en el suelo, con la punta clavada en la tierra y a unos quince pasos de distancia.

El enkar’al estaba revolviéndose, se ahogaba, y con las zarpas desgarraba la tierra quemada, embargado por el frenesí y el pánico.

Kalam fue recuperando la sensación en las piernas por oleadas y empezó a arrastrarse por el terreno reseco hacia el cuchillo largo. La hoja de la serpiente. Qué apropiado.

Todo se estremeció y el asesino se giró para ver que la criatura había dado un salto y había aterrizado con las patas abiertas justo detrás de él, donde estaba hacía apenas un momento. Estaba sangrando por los ojos fríos, por los que cruzó un destello de reconocimiento… antes de que el terror se adueñara de ellos una vez más. Sangre y espuma granulosa brotó entre las mandíbulas serradas de la criatura.

Kalam volvió a arrastrarse y al fin fue capaz de subir las piernas y empezar a gatear.

Y después tenía el cuchillo en la mano derecha. Kalam se giró poco a poco, la cabeza le daba vueltas, pero regresó gateando.

—Tengo algo para ti —jadeó—. Una vieja amiga, que ha venido a decir hola.

El enkar’al cabeceó y se desplomó de lado, en el proceso se partió los huesos de un ala. Sacudía la cola, pateaba, abría y cerraba las zarpas en un espasmo y golpeaba la cabeza repetidamente contra el suelo.

—Recuerda mi nombre, demonio —continuó Kalam mientras se arrastraba hasta la cabeza de la bestia. Subió las rodillas y después levantó el cuchillo con las dos manos. La punta flotó sobre el cuello agitado, se alzó y cayó hasta que aprendió el ritmo de su movimiento—. Kalam Mekhar… el que se te atragantó en la garganta. —Hundió el cuchillo y atravesó la gruesa piel guijarrosa, y la sangre de una yugular seccionada brotó en un chorro.

Kalam se echó hacia atrás, apenas a tiempo de evitar la mortal fuente, y volvió a caer rodando.

Rodó tres veces para terminar al fin tirado de espaldas otra vez. La parálisis lo iba invadiendo de nuevo.

Se quedó mirando las estrellas que giraban en el cielo… hasta que la oscuridad las devoró.

En la antigua fortaleza que en otro tiempo había funcionado como monasterio de los sin nombre, pero que incluso entonces ya era antigua (sus creadores olvidados mucho tiempo atrás), solo había oscuridad. En el nivel más bajo había una única cámara, el suelo agrietado sobre el torrente de un río subterráneo.

En sus gélidas profundidades, encadenado por hechicería ancestral al lecho de roca, yacía un inmenso guerrero con armadura. Thelomen toblakai, puro de sangre, que había conocido la maldición de la posesión demoníaca, una posesión que había devorado su sentido del yo; el noble guerrero había dejado de existir mucho tiempo atrás.

Y sin embargo, en ese momento, el cuerpo se agitaba en sus mágicas cadenas. El demonio se había ido, había huido al brotar la sangre, sangre que jamás debería haber existido, dado el deteriorado estado de la criatura, pero había existido y el río se la había llevado hacia la libertad. A un abrevadero distante donde un enkar’al macho (una bestia en la flor de la vida) se había agachado para beber.

El enkar’al llevaba solo un tiempo, ni siquiera el rastro de otros de su raza se podía encontrar en las cercanías. Aunque no había percibido el paso del tiempo, en realidad habían pasado décadas desde su último encuentro con alguno de su especie. De hecho, estaba destinado (dado el curso normal de una vida) a no volver a aparearse. Con su muerte, la extinción de los enkar’al al este de Jhag Odhan habría sido un hecho.

Pero en ese momento su alma bramaba en un cuerpo extraño y gélido, sin alas, sin la estampida de corazones, sin olores cargados de presas que aspirar en el aire nocturno del desierto. Algo lo inmovilizaba, y el encarcelamiento estaba resultando ser el camino más rápido a la locura absoluta.

Muy por encima, la fortaleza estaba silenciosa y oscura. El aire estaba quieto una vez más, salvo los tenues suspiros de las corrientes que llegaban de las cámaras exteriores.

Rabia y terror. Sin respuesta, excepto por la promesa de la eternidad.

O así habría continuado.

Si los tronos de la Bestia hubieran seguido vacíos.

Si los dioses lobo recién despertados de nuevo no hubieran sentido una necesidad urgente… de tener un paladín.

Su presencia penetró en el alma de la criatura y la calmó con visiones de un mundo donde había enkar’al en los cielos turbios, donde los machos trababan las mandíbulas en el calor fiero de la época de celo, las hembras ladeándose en círculos muy por encima de ellos. Visiones que llevaron paz al alma atrapada, aunque con ellas llegó una pena profunda, pues el cuerpo que vestía en ese momento no era… el adecuado.

Un servicio a prestar, entonces. La recompensa, reunirse con los de su especie en los cielos de otro reino.

Las bestias no desconocían la esperanza, ni ignoraban cosas como las recompensas.

Además, ese paladín saborearía la sangre… y pronto.

De momento, sin embargo, había una maraña de ataduras hechiceras que deshacer…

Miembros rígidos como la muerte. Pero el corazón continuaba funcionando.

Una sombra que se deslizó por la cara de Kalam lo despertó y abrió los ojos.

El rostro arrugado de un anciano flotaba sobre él, ondeando bajo oleadas de calor. Dalhonesio, sin pelo, orejas sobresalientes, su expresión se arrugó convertida en un ceño.

—¡Te estaba buscando! —lo acusó en malazano—. ¿Dónde has estado? ¿Qué estás haciendo tirado aquí fuera? ¿No sabes que hace calor?

Kalam volvió a cerrar los ojos.

—¿Buscándome? —Negó con la cabeza—. No hay nadie buscándome —continuó, y se obligó a abrir los ojos una vez más, a pesar del brillo cegador que se alzaba del suelo, alrededor de los dos hombres—. Bueno, claro, ya no…

—Idiota. Necio confundido por el calor. Estúpido… ¿pero quizá debería estar canturreando, animando incluso? ¿Eso lo engañará? Muy probable. Un cambio de táctica, sí. ¡Tú! ¿Has matado tú a este enkar’al? ¡Impresionante! ¡Maravilloso! Pero apesta. Nada peor que un enkar’al pudriéndose, salvo porque te lo has hecho todo encima. Por suerte para ti, tu amigo, que tan bien orina, me encontró y me trajo aquí.

Oh, y también ha marcado al enkar’al… ¡qué tufo! ¡Piel que chisporrotea! Pero bueno, mejor que te lleve yo. Sí, de regreso a mi morada embrujada…

—En el nombre del Embozado, ¿se puede saber quién eres? —preguntó Kalam mientras luchaba por levantarse. Aunque la parálisis había desaparecido, estaba cubierto de sangre seca, las heridas punzantes le ardían como carbones encendidos y sentía quebradizos todos y cada uno de los huesos.

—¿Yo? ¿No lo sabes? ¿No reconoces la mismísima famosidad que exudo? ¿Famosidad? Tiene que existir tal palabra. ¡La acabo de usar! El acto de ser famoso. Por supuesto. ¡El más devoto servidor de Sombra! ¡El sumo archisacerdote Iskaral Pust! ¡Dios para los bhok’arala, plaga de arañas, maestro del engaño de los soletaken y d’ivers del mundo entero! ¡Y ahora tu salvador! Siempre que tengas algo para mí, es decir, algo que entregar. ¿Un silbato de hueso? ¿Una bolsita de nada, por casualidad? ¿Entregado a ti en un reino tenebroso por un dios más tenebroso todavía? ¿Una bolsa, imbécil, llena de diamantes oscuros?

—Ah, ¿así que eres tú? —gimió Kalam—. Que los dioses nos ayuden. Sí, tengo los diamantes… —Intentó incorporarse y coger la saquita que llevaba metida bajo el cinturón, y vislumbró por un momento el demonio azalan que flotaba entre las sombras tras el sacerdote, hasta que el olvido lo envolvió.

Cuando se despertó otra vez estaba echado en una plataforma elevada de piedra que se parecía, de forma sospechosa, a un altar. Unas lámparas de aceite parpadeaban en salientes de las paredes. La habitación era pequeña, el aire acre.

Le habían aplicado bálsamos curativos (y era muy probable que hechicería también) que lo habían dejado con una sensación renovada, aunque todavía tenía las articulaciones rígidas, como si llevara un tiempo sin moverse. Le habían quitado la ropa y lo cubría una manta fina, tiesa por la mugre. Le dolía la garganta seca y sentía una sed rabiosa.

El asesino se sentó despacio y se miró los verdugones de color púrpura donde se habían hundido las zarpas del enkar’al. Después casi dio un salto al oír el ruido de algo que se escabullía por el suelo, un bhok’aral, que le echó una única mirada, absurdamente culpable, por encima de un hombro nudoso, un momento antes de salir disparado por la puerta.

Una jarra polvorienta de agua y una copa de arcilla esperaban en una estera de juncos en el suelo. Kalam apartó la manta de un tirón y se acercó al agua.

Un brote de sombras en una esquina del aposento le llamó la atención mientras se servía una copa, así que no le sorprendió ver a Iskaral Pust allí de pie cuando se desvanecieron las sombras.

El sacerdote estaba encorvado y miraba nervioso a la puerta, después se acercó de puntillas al asesino.

—¿Todo mejor ya, sí?

—¿Hay que susurrar? —preguntó Kalam.

El otro se estremeció.

—¡Calla! ¡Mi mujer!

—¿Está durmiendo?

La carita de Iskaral Pust se parecía tanto a la de un bhok’aral que el asesino empezó a preguntarse por el linaje de aquel tipo. No, Kalam, no seas ridículo.

—¿Durmiendo? —tartamudeó el sacerdote—. ¡No duerme nunca! No, idiota, ¡esa mujer caza!

—¿Caza? ¿Qué caza?

—No qué. A quién. Me caza a mí, por supuesto. —Le brillaban los ojos cuando miró a Kalam—. ¿Pero me ha encontrado? ¡No! ¡Hace meses que no nos vemos! ¡Je, je! —Sacó un poco más la cabeza—. Es un matrimonio perfecto. Jamás he sido más feliz. Deberías probarlo.

Kalam se sirvió otra copa.

—Necesito comer…

Pero Iskaral Pust había desaparecido.

El asesino miró a su alrededor con aire divertido.

Se acercaban unas sandalias por el pasillo y después una anciana de cabello asilvestrado entró de un salto. Dalhonesia, cosa nada sorprendente. Estaba cubierta de telarañas y miró furiosa por la habitación.

—¿Dónde está? Estaba aquí, ¿verdad? ¡Lo huelo! ¡Ese cabrón estaba aquí!

Kalam se encogió de hombros.

—Mira, tengo hambre…

—¿Te parezco apetitosa? —le soltó ella de golpe. Una mirada rápida recorrió de arriba abajo a Kalam—. ¡Bueno, tú sí! —La mujer empezó a buscar por la pequeña habitación, olisqueó los rincones, se agachó para mirar en la jarra—. Conozco cada habitación, cada escondite —murmuró mientras sacudía la cabeza—. ¿Y por qué no? Cuando cambiaba, estaba por todas partes…

—¿Eres soletaken? Ah, arañas…

—¡Ah, mira que eres listo! ¡Y largo!

—¿Por qué no te transformas otra vez? Entonces podrías buscar…

—Si me transformara, ¡sería yo la cazada! Oh, no, la vieja Mogora no es tonta, ¡no caerá en eso! ¡Lo encontraré! ¡Ya lo verás!

Y se escabulló de la habitación.

Kalam suspiró. Con algo de suerte, su estancia con aquellos dos no sería muy larga.

La voz de Iskaral Pust le susurró al oído.

—¡Por poco!

Los pómulos y el hueso orbital estaban hechos pedazos, los trozos que quedaban se encontraban sujetos por tiras de músculo y tendones consumidos. Si Onrack hubiera poseído algo más que una especie de ojo encogido y momificado, se lo habría arrancado la cimitarra de marfil del tiste liosan.

Lo cual no tenía, por supuesto, efecto alguno sobre su visión, pues sus sentidos existían en el fuego fantasmal del ritual Tellann, el aura invisible que flotaba alrededor de su cuerpo mutilado, que ardía con recuerdos de su ser completo y vigoroso. Con todo, la amputación del brazo izquierdo creaba una sensación extraña, nauseabunda, de conflicto, como si la herida sangrara a la vez en el mundo de la forma fantasmal ritual y en el mundo físico. Una filtración de poder que se escapaba, una filtración de su propio yo que dejaba al guerrero t’lan imass con pensamientos vagos y confusos, un malestar de efímera… delgadez.

Permaneció inmóvil, observando a los suyos prepararse para el ritual. Estaba apartado de ellos, ya no podía aunar su espíritu con el de ellos. De ese hecho discordante estaba surgiendo, en la mente de Onrack, un extraño cambio de perspectiva. Veía ya solo su cuerpo físico, las formas fantasmales eran invisibles para su visión.

Cadáveres consumidos. Espeluznantes. Desprovistos de majestad, una burla de todo aquello que en otro tiempo fue noble. El deber y el valor habían cobrado vida y eso era todo lo que eran los t’lan imass, lo que habían sido durante cientos de miles de años. Sin embargo, sin elección, virtudes como el deber y el valor se transformaban en palabras vacías, inútiles. Sin la mortalidad, que flotaba encima como una espada invisible, el significado carecía de relevancia, fuera cual fuera la naturaleza (o incluso la motivación) de un acto. Cualquier acto.

Onrack creía que al fin veía, cuando clavaba la mirada en los que habían sido sus parientes, lo que veían todos aquellos que no eran t’lan imass cuando posaban los ojos sobre aquellos horrendos guerreros no muertos.

Un pasado extinto que se negaba a convertirse en polvo. Recordatorios brutales de rectitud e inteligencia, de un juramento elevado al nivel de la locura.

Y así es como me han visto a mí. Como quizá todavía me vean. Como me ve Trull Sengar. Como me ven estos tiste liosan. Pues bien. ¿Cómo, entonces, me he de sentir? ¿Qué se supone que debo sentir? ¿Y cuándo fue la última vez que importaron siquiera los sentimientos?

Trull Sengar habló a su lado.

—Si fueras otro cualquiera, me arriesgaría a leer en ti que eres una persona meditabunda, Onrack.

Estaba sentado en un muro bajo, con la caja de municiones moranthianas a los pies. Los tiste liosan habían acampado cerca, un piquete medido a pasos a corta distancia y baluartes construidos con escombros, tres pasos entre cada tienda unipersonal, los caballos dentro de un corral de cuerdas y estacas… En general, precisión y diligencia que bordeaban la obsesión.

—Y a la inversa —continuó Trull tras un momento, sin apartar los ojos de los liosan—, quizá tu raza sea en realidad de grandes pensadores. Gentes que solucionan todos los grandes misterios. Poseedores de todas las respuestas acertadas… solo con que yo pudiera hacer las preguntas oportunas. Por agradecido que esté por tu compañía, Onrack, admito que te encuentro de lo más frustrante.

—Frustrante. Sí. Lo somos.

—Y tus compañeros tienen intención de desmantelar lo que queda de ti una vez que regresemos a nuestro reino natal. Si estuviera en tu lugar, echaría a correr hacia el horizonte ahora mismo.

—¿Huir? —Onrack consideró la idea y después asintió—. Sí, eso fue lo que los renegados, a los que damos caza, hicieron. Y sí, ahora los entiendo.

—Hicieron algo más que limitarse a huir —dijo Trull—. Encontraron a alguien o algo más a quien servir, a quien jurarle lealtad… mientras que, de momento al menos, no es una opción que tú tengas disponible. A menos, por supuesto, que elijas a esos liosan.

—O a ti.

Trull le lanzó una mirada sorprendida, después sonrió.

—Muy divertido.

—Por supuesto —añadió Onrack—. Para Monok Ochem tal cosa sería un crimen, no muy diferente del que han cometido los renegados.

Los t’lan imass ya casi habían terminado sus preparativos. El invocahuesos había dibujado un círculo de veinte pasos de diámetro en el barro seco con una costilla de bhederin afilada, después había esparcido semillas y nubes de polvo de esporas dentro del círculo. Ibra Gholan y sus dos guerreros habían levantado el equivalente de una piedra de observación (un trozo alargado de ladrillos cocidos cubiertos de argamasa que habían sacado de un muro derribado) a una docena de pasos del círculo y estaban haciendo ajustes constantes bajo el confuso juego de luces de los dos soles, siguiendo las instrucciones de Monok Ochem.

—Eso no será fácil —comentó Trull mientras observaba a los t’lan imass, que estaban cambiando de posición la piedra erguida—, así que supongo que voy a poder guardarme mi sangre un rato más.

Onrak giró poco a poco la cabeza deformada para estudiar al tiste edur.

—Eres tú el que deberías estar huyendo, Trull Sengar.

—Tu invocahuesos explicó que solo necesitaban una gota o dos.

Mi invocahuesos… ya no.

—Cierto, si todo va bien.

—¿Por qué no iba a ir?

—Los tiste liosan. Kurald Thyrllan, ese es el nombre que le dan a su senda. El senescal Jorrude no es hechicero. Es un guerrero-sacerdote.

Trull frunció el ceño.

—Es lo mismo para los tiste edur, para mi pueblo, Onrack…

—Y como tal, el senescal debe arrodillarse ante su poder. Mientras que un hechicero domina el poder. Tu enfoque es defectuoso, Trull Sengar. Tú asumes que un espíritu benigno te da ese poder. Si alguien usurpa ese espíritu, puede que ni siquiera te enteres. Y entonces te conviertes en víctima, en una herramienta manipulada para servir a intereses desconocidos.

Onrack se quedó callado y observó al tiste edur… mientras una palidez mortal robaba la vida de los ojos de Trull y la expresión se transformaba en una mirada de revelación horrorizada. Y así doy respuesta a una pregunta que todavía tenías que hacer. Cielos, eso no me convierte en el que lo sabe todo.

—El espíritu que le concede al senescal su poder puede estar corrompido. No hay forma de saberlo… hasta que se desata. E incluso entonces, los espíritus malignos son muy hábiles a la hora de ocultarse. El que se llama Osseric está… perdido. Osric, como lo conocen los humanos. No, no sé cuál es la fuente del poder de Monok Ochem en este asunto. Así pues, la mano que se oculta tras el poder del senescal seguramente no será la de Osseric, sino la de alguna otra entidad oculta tras el disfraz y el nombre de Osseric. Sin embargo, estos tiste liosan proceden sin ser conscientes de ello.

Era obvio que Trull Sengar era, de momento, incapaz de ofrecer comentario alguno, o de plantear preguntas, así que Onrack se limitó a continuar (mientras se preguntaba sobre la repentina extinción de su propia reserva).

—El senescal habló de su propia cacería. En busca de intrusos que cruzaron su abrasadora senda. Pero esos intrusos no son los renegados que buscamos nosotros. Kurald Thyrllan no es una senda sellada. De hecho, se encuentra cerca de nuestra propia Tellann, pues Tellann se nutre de ella. El fuego es vida y la vida es fuego. El fuego es la guerra contra el frío, el asesino del hielo. Es nuestra salvación. Los invocahuesos han hecho uso de Kurald Thyrllan. Es probable que otros también. Que tales incursiones sean motivo de enemistad entre los liosan nunca se planteó. Puesto que parecía que no había tiste liosan.

»Monok Ochem se lo plantea ahora. No puede evitar planteárselo. ¿De dónde son estos liosan? ¿A qué distancia, a qué remota distancia, está su hogar? ¿Por qué han despertado ahora al resentimiento? ¿Qué busca ahora el que se oculta bajo el disfraz de Osseric? ¿Dónde…?

—¡Para! ¡Por favor, Onrack, para! Necesito pensar… necesito… —Trull se levantó de repente, le dedicó un gesto desdeñoso al t’lan imass y se alejó a grandes zancadas.

—Creo —dijo Onrack en voz baja para sí mientras veía al tiste edur marcharse encolerizado— que recuperaré mi reserva habitual.

Habían colocado un trozo pequeño de ladrillo cubierto de argamasa en el centro del círculo; la parte superior grabada por el invocahuesos con tajos y surcos; Onrack se dio cuenta de que Monok Ochem ya había discernido los patrones celestiales de los dos soles y las numerosas lunas que rodaban por el cielo.

Los colores jugaban de forma constante sobre aquel paisaje de plomizos tonos sangrientos, de vez en cuando vencidos por los azules profundos que lo pintaban todo con un brillo frío, casi metálico. En ese momento dominaba el magenta, un tono estridente, como el del reflejo de un incendio. Sin embargo, el aire permanecía quieto y húmedo, eternamente pensativo.

Un mundo envuelto en sombras. Los mastines que Onrack había liberado sin querer de sus prisiones de piedra habían arrojado cientos de ellas. El magullado guerrero se preguntaba adónde se habrían ido las dos bestias. Estaba bastante seguro de que ya no estaban en ese reino, en ese lugar conocido como el Naciente.

Sombra y espíritu reunidos… las bestias poseían algo… inusual. Como si cada una estuviera compuesta por dos poderes distintos, dos orientaciones encadenadas. Onrack había desatado a esos mastines, sin embargo, mirándolo bien, quizá no los había liberado. Sombra de Oscuridad. Lo que es arrojado… de aquello que lo ha arrojado. El guerrero bajó los ojos para estudiar sus propias sombras múltiples. ¿Había tensión entre ellas y él? Era obvio que había una vinculación. Pero él era el amo y ellas las esclavas.

O eso parecía… Silenciosos parientes míos. Me precedéis. Me seguís. Lucháis en mis flancos. Os acurrucáis debajo de mí. Vuestro mundo encuentra su forma en mi carne y mis huesos. Sin embargo, vuestra anchura y largura pertenecen a la Luz. Sois el puente entre los mundos, pero no se os puede recorrer. No hay sustancia, entonces. Solo percepción.

—Onrack, estás cerrado a nosotros.

El t’lan imass levantó la mirada. Monok Ochem se encontraba ante él.

—Sí, invocahuesos. Estoy cerrado a vosotros. ¿Acaso dudas de mí?

—Me gustaría saber lo que piensas.

—Nada de… importancia.

Monok Ochem ladeó la cabeza.

—No obstante.

Onrack se quedó callado durante un largo instante.

—Invocahuesos. Permanezco atado a vuestro camino.

—Sin embargo, estás separado.

—Hay que encontrar a los compañeros renegados. Son nuestras… sombras. Yo ahora me encuentro entre vosotros y ellos, y por tanto puedo guiaros. Ahora sé dónde mirar, las señales que se han de buscar. Destrúyeme y perderás una ventaja en tu cacería.

—¿Regateas para… persistir?

—Sí, invocahuesos.

—Dinos, entonces, el camino que han tomado los renegados.

—Lo haré… cuando sea relevante.

—Ahora.

—No.

Monok Ochem se quedó mirando al guerrero desde su altura, después dio media vuelta y regresó al círculo.

Tellann dominaba el lugar en ese momento. Flores de la tundra habían surgido en el barro, junto con líquenes y musgos. Los jejenes se arracimaban alrededor de los tobillos. Una docena de pasos más allá se encontraban los cuatro tiste liosan, sus armaduras esmaltadas relucían bajo la extraña luz magenta.

Trull Sengar observaba desde una posición a quince pasos a la izquierda de Onrack, con los brazos cruzados con fuerza y una expresión angustiada en la delgada cara.

Monok Ochem se acercó al senescal.

—Estamos listos, liosan.

Jorrude asintió.

—Entonces daré comienzo a mis plegarias, sacerdote no muerto. Y se demostrará que nuestro señor, Osric, está lejos de estar perdido para nosotros. Conocerás su poder.

El invocahuesos no dijo nada.

—¿Y cuándo —preguntó Trull— empiezo yo a salpicarlo todo de sangre? ¿Cuál de vosotros tendrá el placer de herirme?

—La elección es tuya —respondió Monok Ochem.

—Bien. Elijo a Onrack, es el único aquí en el que estoy dispuesto a confiar. Disculpadme aquellos que podrían ofenderse.

—La tarea debería recaer sobre mí —dijo el senescal Jorrude—. La sangre está en el corazón del poder de Osric.

Onrack fue el único que notó el leve sobresalto del invocahuesos al oír eso, y el guerrero asintió para sí. A mucho se respondía con esas palabras.

—Y de hecho —continuó Jorrude—, yo también tendré que derramar algo de la mía.

Pero Trull Sengar negó con la cabeza.

—No. Onrack… o nadie.

Y después descruzó los brazos y reveló una bola de arcilla en cada mano.

Se oyó un bufido en labios de Jorrude y el liosan llamado Enias lanzó un gruñido.

—Concédeme permiso para matarlo, senescal. Me aseguraré de que no haya escasez de sangre edur.

—Hazlo y garantizo la misma falta de escasez —respondió Trull— de sangre liosan. Invocahuesos, ¿reconoces estas municiones?

—Entre los malazanos se conocen como malditos —respondió Ibra Gholan, el líder de clan—. Uno bastará, dada la proximidad de todos.

Trull le sonrió al guerrero t’lan imass.

—Ni siquiera esa piel de dhenrabi que llevas en los hombros será de mucha ayuda, ¿verdad?

—Cierto —respondió Ibra Gholan—. Si bien la armadura no es del todo fútil, su servicio siempre adolece de algo.

Monok Ochem se volvió hacia el senescal.

—Acepta la estipulación —dijo—. Comienza tus plegarias, liosan.

—Tales órdenes no eres tú quien debe darlas —gruñó Jorrude. Después miró, furioso, a Trull—. Tú, edur, tienes mucho que aprender. Crearemos esta puerta y después ya ajustaremos cuentas.

Trull Sengar se encogió de hombros.

—Como quieras.

El senescal se colocó el manto manchado de sangre y entró en el centro del círculo con grandes zancadas. Después se arrodilló, apoyó la barbilla en el pecho y cerró los relucientes ojos plateados.

Los jejenes formaron una nube de zumbidos a su alrededor.

Fuera cual fuera el vínculo que existía entre Jorrude y su dios resultó ser tan fuerte como rápido. El fuego divino cobró vida con un parpadeo aquí y allá tras el trazo de la circunferencia. Los tres tiste liosan restantes regresaron a su campamento y empezaron a hacer el equipaje.

Monok Ochem entró con paso firme en el círculo, seguido por los dos miembros de su clan, Haran Epal y Olar Shayn. El líder del clan miró a Onrack.

—No te alejes mucho de tu compañero, si quieres que sobreviva —le dijo—. No desoigas mi consejo, Onrack. Sea lo que sea lo que presencies.

—No lo haré —respondió Onrack. En lo fundamental, comprendió el guerrero, no necesitaba una vinculación de almas con los suyos… para saber lo que pensaban. Se acercó entonces a Trull Sengar—. Sígueme —le pidió—. Debemos entrar en el círculo.

El tiste edur frunció el ceño y después asintió.

—Coge la caja de municiones, entonces. Yo tengo las manos ocupadas.

Trull le había puesto unas correas a la caja. Onrack la cogió y después llevó a su compañero al círculo.

Los tres liosan habían terminado de desmontar el campamento y en ese momento estaban ensillando sus caballos blancos.

Los fuegos continuaban encendiéndose y apagándose en derredor, ninguno lo bastante grande como para suponer una amenaza. Pero Onrack percibió la proximidad del dios liosan. O, por lo menos, de las capas más externas de su disfraz. Cauto, desconfiado (no por el senescal, por supuesto), pero para que aquello funcionara, el espíritu oculto tendría que llegar al mismísimo borde de ese reino.

Y cuando Jorrude ofreciera su propia sangre, el puente de poder entre su dios y él estaría completo.

El ruido seco de unos cascos de caballo anunció la llegada de los otros tres liosan, con las cuatro monturas a remolque.

Onrack sacó de debajo de unas pieles podridas un pequeño cuchillo de obsidiana con forma de media luna y un solo filo en la hoja de la curva interior y se lo tendió a Trull.

—Cuando yo te lo pida, Trull Sengar, hazte un corte. Unas cuantas gotas bastarán.

El tiste edur frunció el ceño.

—Creí que estabas…

—Preferiría que no me distrajeran en el momento del cruce…

—¿Distraerte?

—No digas nada. Ocúpate solo de tu tarea.

El ceño de Trull se profundizó y se agachó para devolver los dos malditos a la caja, volvió a colocar la tapa y se colgó el artilugio al hombro; después se irguió y aceptó la hoja de piedra.

Las llamas estaban creciendo, ininterrumpidas tras el círculo dibujado en la tierra. Kurald Thyrllan, pero el ascendiente que lo formaba continuaba sin mostrarse. Onrack se preguntó por su naturaleza. Si aquellos liosan servían de indicativo, encontraba sustento en la pureza, como si algo así fuese siquiera posible. Intransigencia. Simplicidad.

La simplicidad de la sangre, un detalle con ecos de antigüedad, de orígenes primitivos. Un espíritu, entonces, ante el que se habían inclinado antaño un puñado de salvajes. Había habido muchas entidades parecidas, en otro tiempo, nacidas de esa primitiva imposición de significado al objeto, un significado al que habían dado forma símbolos y portentos, garabatos en peñascos y en las profundidades de las cuevas.

No había escasez, pero las tribus se extinguieron, aventadas por los continentes, devoradas por vecinos más poderosos. El lenguaje secreto de los garabatos, de las cuevas con sus imágenes pintadas que cobraban vida con los ritmos de los tambores, esas misteriosas catedrales de truenos… todo perdido, olvidado. Y con esa lenta desaparición de secretos, también los mismos espíritus fueron reduciéndose, por lo general para desaparecer en el olvido.

Que algunos persistieran no le extrañaba a Onrack. Incluso que llegaran a usurpar la fe de una nueva tribu. Lo que era nuevo para el guerrero, lo que se alzaba como un nudo en su desecada garganta, era la sensación de… patetismo.

En el nombre de la pureza, los liosan veneran a su dios. En el nombre de… de la nostalgia, el dios venera lo que era y nunca jamás regresará de nuevo.

El derramamiento de sangre era el más letal de los juegos.

Como está a punto de verse.

Un grito ronco del senescal y las llamas se alzaron convertidas en un muro general que bramaba con un poder desenfrenado. Jorrude se había abierto la palma de la mano izquierda. Dentro del círculo se alzó un remolino de viento impregnado del olor a deshielo, a la primavera en algún clima del norte.

Onrack se volvió hacia Trull.

—Ahora.

El tiste edur se rebanó el borde de la mano izquierda con la hoja de obsidiana y después se quedó mirando el corte sin poder creérselo; un corte preciso, la carne se separaba con suavidad, con una profundidad aterradora.

La sangre brotó un momento después, fue manando, raíces rojas que se precipitaban y bifurcaban por el antebrazo ceniciento.

La puerta pareció abrirse con un desgarro y rodear al grupo del interior del círculo. De ella surgieron túneles que dibujaban espirales, y cada uno parecía llevar a la eternidad. Un rugido de caos en los flancos, fuego gris miasmático en los espacios que quedaban entre los portales. Onrack estiró el brazo para sujetar a un Trull Sengar que se tambaleaba. La sangre le manaba con profusión de la mano izquierda, como si al cuerpo entero del edur lo estuviera estrujando una presión invisible pero implacable.

Onrack echó un vistazo y vio a Monok Ochem de pie, solo, con la cabeza echada hacia atrás, los vientos de Tellann azotaban las pieles coronadas de plata que le rodeaban la cabeza descubierta. Tras el invocahuesos, un vislumbre momentáneo de Ibra Gholan, Olar Shayn y Haran Epal, que se desvanecían por un túnel de fuego.

Los compañeros del senescal habían echado a correr hacia el cuerpo tirado e inconsciente de su señor.

Satisfecho al ver que los otros estaban muy ocupados (mostrándose ajenos a su persona por un momento), Onrack tiró de Trull hacia él hasta que sus cuerpos se tocaron y el t’lan imass se las arregló para abrazarlo con un solo brazo.

—Agárrate a mí —dijo con voz ronca—. Trull Sengar, agárrate a mí, pero deja libre la mano izquierda.

Unos dedos se aferraron al manto raído de Onrack y empezaron a arrastrarse con un peso creciente. El t’lan imass renunció al abrazo con un solo brazo y sacó la mano de golpe… para cerrarla sobre la de Trull. La sangre corroyó como el ácido una carne que había olvidado el dolor. Onrack estuvo a punto de soltarse de un tirón ante aquella repentina y abrumadora agonía, pero después se aferró con más fuerza y se inclinó sobre el tiste edur.

—¡Escucha! Yo, Onrack, en otro tiempo de los logros, pero ahora ajeno al ritual, juro servir a Trull Sengar de los tiste edur. Me comprometo a defender tu vida. Este voto jamás podrá ser roto. ¡Y ahora sácanos de aquí!

Las manos continuaban trabadas, selladas de momento por una hemorragia que se iba deteniendo. Onrack le fue dando la vuelta a Trull hasta que se encontraron mirando una de las espirales de los túneles. Después se abalanzaron sobre él.

Onrack vio que el invocahuesos se daba la vuelta para mirarlos, pero la distancia era demasiado grande y el ritual ya había comenzado a deshacerse.

Entonces Monok Ochem adoptó su forma soletaken. Un contorno borroso y después una enorme bestia pesada se lanzaba con un bramido en su persecución.

Onrack intentó soltarse de Trull para coger su espada, interponerse ante el soletaken y garantizar así la huida de Trull, pero el edur se había girado, lo había visto y no lo soltaba. Al contrario, tiró con fuerza. Onrack se tambaleó hacia atrás.

Unos nudillos aporreaban el suelo, el simio en el que Monok Ochem se había convertido era, a pesar de estar demacrado por la muerte, enorme. Piel moteada de gris y negro, mechones de pelo oscuro coronado de plata en los amplios hombros y la nuca, una cara arrugada de ojos hundidos, mandíbulas que se abrían para revelar los caninos y dar voz a un rugido profundo y chirriante.

Y entonces Monok Ochem se desvaneció, sin más. Tragado por una oleada de caos.

Onrack tropezó con algo y cayó a un suelo compacto y duro, la gravilla resbaló bajo él. A su lado, de rodillas, estaba Trull Sengar.

La caída los había soltado y el tiste edur se había quedado mirando su mano izquierda, donde solo quedaba una cicatriz fina y blanca.

Un único sol los cegaba desde el cielo, y Onrack supo que habían regresado a su reino nativo.

El t’lan imass se fue poniendo en pie poco a poco.

—Debemos irnos de aquí, Trull Sengar. Los míos nos perseguirán. Quizá solo quede Monok Ochem, pero no se rendirá.

Trull levantó la cabeza.

—¿Quedar? ¿A qué te refieres? ¿Dónde se han ido los otros?

Onrack bajó la cabeza y miró al tiste edur.

—Los liosan se dieron cuenta demasiado tarde. El giro de Tellann consiguió arrebatarle toda conciencia al senescal. No estaban preparados en absoluto. Ibra Gholan, Olar Shayn y Haran Epal entraron en la senda de Kurald Thyrllan.

—¿Entraron? ¿Por qué?

Onrack consiguió encogerse de un solo hombro.

—Fueron, Trull Sengar, a matar al dios liosan.

Poco más que huesos y jirones de armadura: lo que había sido un ejército yacía en la gruesa ceniza que rodeaba un escarpado pozo de algún tipo. No había forma de saber si el ejército miraba hacía fuera (para defender una especie de entrada subterránea) o hacia dentro (en un intento de evitar una huida).

Lostara Yil se encontraba metida hasta los tobillos en las cenizas de la pista. Observaba a Perla caminar con cuidado entre los huesos y agacharse de vez en cuando para sacar algún objeto y mirarlo mejor. Lostara tenía la garganta en carne viva y su odio por la senda Imperial se profundizaba con cada minuto que pasaba.

—El escenario es inmutable —había observado Perla— y, sin embargo, nunca es el mismo. No es la primera vez que recorro este camino, este mismo camino. No había ruinas entonces. Ni montones de huesos o agujeros en el suelo.

Ni vientos que removieran las cenizas.

Pero los huesos y otros objetos grandes siempre terminaban por salir a la superficie, con el tiempo. O eso ocurría en las arenas, ¿por qué iban a ser diferentes las cenizas? No obstante, algunas de las ruinas eran inmensas. Torres altas e inclinadas, como los cabos podridos de unos colmillos. Un puente que no salvaba nada, las piedras colocadas con tanta precisión que la punta de un cuchillo no habría podido deslizarse entre ellas.

Perla se acercó sacudiéndose el polvo de las manos enguantadas.

—Muy curioso, desde luego.

Lostara tosió y expectoró un esputo gris.

—Tú búscanos una puerta y sácanos de aquí —dijo con voz ronca.

—Ah, bueno, en cuanto a eso, querida, los dioses nos sonríen. He encontrado una puerta, y bien animada que es.

La mujer lo miró con el ceño fruncido, sabía que su compañero pretendía de ella la inevitable pregunta, pero Lostara no estaba de humor.

—Por cierto, que sé perfectamente lo que piensas —continuó Perla tras un momento con una rápida sonrisa irónica. Señaló hacia atrás, hacia el pozo—. Por ahí abajo… por desgracia. Así pues, nos dejan una elección difícil. Continuar adelante, y arriesgarnos a que termines escupiendo hasta los pulmones, en busca de una puerta más fácilmente accesible, o dar el salto, por así decirlo.

—¿Me estás dejando la elección a mí?

—¿Por qué no? Bueno, estoy esperando. ¿Qué va a ser?

Lostara se tapó la boca y la nariz una vez más con el pañuelo, se ajustó las correas de la alforja y después se puso en marcha… hacia el pozo.

Perla ajustó su paso al suyo.

—Coraje e insensatez, la distinción con tanta frecuencia resulta problemática…

—Salvo al mirar atrás. —Lostara se desprendió con una patada de un tórax que se había interpuesto en su camino, y después lanzó una maldición ante las nubes resultantes de ceniza y polvo—. ¿Quiénes eran estos putos soldados? ¿Lo sabes?

—Es posible que posea unos extraordinarios poderes de observación y una inteligencia de una profundidad insondable, muchacha, pero no puedo leer cuando no hay nada que ver. Cadáveres. Humanos, hasta donde yo puedo distinguir. El único detalle que puedo colegir es que libraron esta batalla metidos hasta la rodilla en esta ceniza, lo que significa…

—Que lo que fuera que frió este reino, ya había pasado —lo interrumpió Lostara—. Lo que significa que o bien sobrevivieron al acontecimiento, o eran intrusos… como nosotros.

—Y con toda probabilidad salieron de la misma puerta a la que ahora nos acercamos nosotros.

—¿Para cruzar la espada con quién?

Perla se encogió de hombros.

—No tengo ni idea. Pero manejo unas cuantas teorías.

—Cómo no —le soltó ella, malhumorada—. Como todos los hombres, odias decir que no lo sabes y dejarlo así. Tienes una respuesta para toda pregunta, y si no la tienes, la inventas.

—Una acusación escandalosa, querida. No es una cuestión de inventar respuestas, es más bien un ejercicio en el arte de las conjeturas. Hay una diferencia…

—Eso es lo que tú dices, no lo que yo tenga que escuchar. Todo el tiempo. Palabras sin fin. ¿Existe siquiera un hombre que crea que puede haber demasiadas palabras en este mundo?

—No lo sé —respondió Perla.

Tras un momento, Lostara le lanzó una mirada furibunda, pero su compañero se guardaba muy bien de mirar a otro sitio que no fuera hacia delante.

Llegaron al borde de la ladera y se detuvieron para mirar abajo.

El descenso sería traicionero, una confusión de huesos, espadas con el filo dentado por el deterioro y una profundidad desconocida de cenizas y polvo. El agujero de la base tenía quizás unos diez pasos de anchura y era negro como boca de lobo.

—Hay arañas en el desierto —murmuró Lostara— que se dice que construyen trampas así.

—Algo más pequeñas, seguro.

Lostara se agachó y cogió un hueso de un muslo, por un momento le sorprendió su peso, después lo tiró por la ladera.

Un golpe seco.

Después, la ceniza compacta que pisaban se desvaneció bajo sus botas.

Y abajo fueron, entre explosiones de polvo, cenizas y astillas de hueso. Un siseo salvaje, cegador, asfixiante, y después se encontraron cayendo por un chaparrón seco, para acabar aterrizando con pesadez en otra ladera más, que los tiró a tropezones por una avalancha de rugidos y ecos.

Fue un descenso entre huesos astillados y trozos de hierro, y parecía interminable.

Lostara era incapaz de respirar, se estaban ahogando en un polvo denso, resbalaban y rodaban, se hundían y volvían a salir de golpe una vez más. Bajaban, bajaban por una oscuridad absoluta. Una colisión repentina, discordante, con algo, quizá madera, y después una superficie marchita y fruncida que parecía azulejada, y siguieron cayendo nuevamente.

Otro golpe seco y una voltereta más.

Después Lostara rodó por las losas, empujada por una ola de cenizas y detritos, para al fin detenerse en seco con un crujido, tirada de espaldas y con una corriente de aire gélido alzándose por su lado izquierdo, hacia donde estiró la mano, tanteó un poco y luego la bajó por donde debería haber estado el suelo. Nada. Se hallaba al borde de un vacío y algo le decía que de haber hecho ese último descenso, solo el Embozado la habría recibido a su conclusión.

Una tos ladera arriba, a poca distancia a su derecha. Un ligero empujón cuando el montón de huesos y cenizas de ese lado se removió.

Otro empujoncito parecido y la iban a tirar por el borde. Lostara giró la cabeza a la izquierda y escupió, después intentó hablar. La palabra le salió entrecortada y ronca.

—Para.

Otra tos y después:

—¿Parar qué?

—De moverte.

—Oh. Eso no suena bien. No es bueno, ¿verdad?

—No es bueno. Otro saliente. Otra caída… y esta creo que para siempre.

—Un uso juicioso de mi senda parece lo más apropiado en este momento, ¿no te parece?

—Sí.

—Un instante, entonces…

Una esfera mate de luz surgió entonces, suspendida sobre ellos, su iluminación luchaba entre el remolino de nubes de polvo.

Se acercó más, se agrandó. Brilló más.

Y reveló todo lo que tenían encima.

Lostara no dijo nada. Se le había contraído el pecho como si se resistiera a coger otra bocanada de aire. El corazón se le había disparado. Madera. Una cruz con forma de X que se inclinaba sobre ellos, tan alta como un edificio de cuatro plantas. El brillo metálico de unas estacas enormes y picadas de hoyos.

Y clavado a aquel madero cruciforme… un dragón.

Con las alas abiertas y clavadas. Las patas traseras empaladas. Le rodeaban el cuello unas cadenas que le levantaban la inmensa cabeza con forma de cuña, como si mirara al cielo… a un mar de estrellas puntuadas aquí y allá por remolinos de bruma reluciente.

—No está en este lugar… —susurró Perla.

—¿Qué? Pero si está justo encima…

—No. Bueno, sí. Pero… mira con atención. Está encerrado en una esfera. Una senda de bolsillo, un reino en sí mismo…

—O la entrada —sugirió Lostara—. Que sella…

—Una puerta. Reina de los Sueños, creo que tienes razón. Con todo, su poder no nos alcanza… gracias a los espíritus, a los dioses, a los demonios, a los ascendientes, a…

—¿Por qué, Perla?

—Porque, muchacha… ese dragón tiene una orientación concreta.

—Creí que todos la tenían.

—Sí. No haces más que interrumpirme, Lostara Yil. Decía que tiene una orientación. Pero no hacia una senda. ¡Dioses! No me explico…

—¡Maldito seas, Perla!

—Otataralita.

—¿Qué?

—Otataralita. ¡La orientación es a la otataralita, mujer! Es un dragón de otataralita.

Ninguno de los dos habló durante un rato. Lostara empezó a apartarse centímetro a centímetro del borde, iba cambiando de postura poco a poco y se quedaba inmóvil cada vez que aumentaba el chorro de polvo que se deslizaba bajo ella.

Al girar la cabeza podía distinguir a Perla. Su compañero había desvelado lo suficiente de su senda como para alzarse y flotaba a poca distancia de la ladera. La mirada de la garra continuaba clavada en el dragón crucificado.

—Un poco de ayuda por aquí abajo… —gruñó Lostara.

Perla se sobresaltó y después la miró.

—Claro. Mis más sentidas disculpas, muchacha. Espera, voy a extender la senda…

Lostara sintió que se alzaba en el aire.

—No te resistas, muchacha. Relájate y verás que subes flotando junto a mí, después gira y ponte derecha.

La mujer se obligó a quedarse quieta, pero el resultado fue más bien de inmovilidad rígida.

Perla lanzó una risita.

—Carece de elegancia, pero servirá.

Media docena de latidos después, la joven estaba a su lado, flotando erguida.

—Intenta relajarte otra vez, Lostara.

La mujer le lanzó una mirada furiosa, pero él había levantado la vista otra vez. De mala gana, Lostara siguió la mirada de la garra.

—Sigue vivo, ¿sabes? —susurró Perla.

—¿Quién podría haber hecho esto?

—Quienquiera que fuera, tenemos mucho que agradecerle al tipo, o a la tipa… o a los tipos. Esta cosa devora magia. Consume sendas.

—Todas las viejas leyendas sobre dragones empiezan diciendo que son la esencia de la hechicería. ¿Cómo entonces podría siquiera existir esta cosa?

—La naturaleza siempre busca el equilibrio. Las fuerzas luchan por alcanzar la simetría. Este dragón responde a todos los demás dragones que existieron jamás, o que existirán algún día.

Lostara tosió y escupió otra vez, después se estremeció.

—La senda Imperial, Perla. ¿Qué era antes de… convertirse en ceniza?

El hombre la miró con los ojos entrecerrados. Se encogió de hombros y empezó a sacudirse el polvo de la ropa.

—No veo de qué puede servir permanecer en este horrendo lugar…

—Dijiste que había una puerta aquí abajo, no será esa, supongo…

—No. Más allá del saliente. Sospecho que la última vez que se usó lo hizo quien fuera o lo que fuera que clavó a ese dragón a la cruz. Por sorprendente que parezca, no sellaron la puerta tras ellos.

—Qué descuido.

—Más bien una seguridad suprema en sí mismos, diría yo. Esta vez haremos un descenso un poco más comedido, ¿de acuerdo? No hace falta ni que te muevas, déjame esto a mí.

—Resulta que desprecio la sugerencia por principios, Perla, pero lo que más odio es que no me queda más remedio.

—¿Es que no te has hartado ya de huesos mondos y lirondos, muchacha? Una simple y dulce sonrisa habría bastado.

La mujer clavó en él unos ojos de acero.

Perla suspiró.

—Buen intento, muchacha. Trabajaremos en ello.

Cuando se apartaron flotando del saliente, Lostara miró hacia arriba una última vez, pero no al dragón, sino a las estrellas que se veían detrás.

—¿Qué te parece ese cielo nocturno, Perla? No reconozco las constelaciones… ni he visto jamás esos remolinos brillantes en ningún cielo nocturno que haya mirado alguna vez.

El hombre lanzó un gruñido.

—Es un cielo ajeno a nosotros, tan ajeno como puede ser un agujero que lleva a reinos foráneos, un sinfín de mundos extraños llenos de criaturas inimaginables…

—La verdad es que no lo sabes, ¿no?

—¡Pues claro que no! —le soltó de repente.

—¿Entonces por qué no lo dices sin más?

—Era más divertido conjeturar de un modo creativo, por supuesto. ¿Cómo puede un hombre convertirse en el objeto de interés de una mujer si se pasa la vida confesando su ignorancia?

—¿Quieres que me interese por ti? ¿Pero por qué no lo has dicho? Ahora estaré pendiente de todas y cada una de tus palabras, por supuesto. ¿Quieres también que me mire en tus ojos con expresión de adoración?

Perla le lanzó una mirada melancólica.

—Los hombres no tienen posibilidad alguna, ¿verdad?

—Típica presunción haber pensado lo contrario, Perla.

Caían con suavidad por la oscuridad. El globo hechicero de luz los seguía, pero a cierta distancia, borroso y tenue tras el polvo suspendido.

Lostara miró hacia abajo y después levantó la cabeza de golpe y cerró los ojos para intentar contener el vértigo.

—¿Cuánto más crees vamos a tener que seguir hundiéndonos? —preguntó con los dientes apretados.

—No lo sé.

—¡Podrías haber dado mejor respuesta! —Cuando su compañero no respondió, Lostara lo miró con los ojos casi cerrados.

La garra tenía un aspecto de lo más desanimado.

—¿Y bien? —exigió la mujer.

—Si estas son las profundidades de la desesperación, muchacha, ya casi hemos llegado.

Al final resultó que pasaron otro ciento de latidos antes de que alcanzaran el suelo cargado de polvo. La esfera de luz llegó un momento más tarde e iluminó la zona circundante.

El suelo era de roca sólida, irregular y salpicado de más huesos todavía. No había muros a la vista.

La magia que los había bajado se disipó poco a poco. Perla dio dos zancadas y después hizo un gesto y, como si hubiera apartado de un tirón una corriente invisible, los perfiles relucientes de una puerta aparecieron ante ellos. La garra lanzó un gruñido.

—¿Y ahora qué? —preguntó Lostara.

—Thyr. O, para ser más precisos, la senda ancestral de la que se derivó Thyr. No recuerdo su nombre. Kurald algo. Tiste. No edur, ni andii, la otra. Y… —añadió después en voz más baja— los últimos que la usaron dejaron rastro.

Lostara se quedó mirando el umbral. Un tanto oscurecido, pero discernible no obstante. Dragones.

—Puedo distinguir por lo menos tres juegos —dijo tras un momento.

—Más bien seis, quizá más. Estos dos juegos —señaló Perla— fueron los últimos en irse. Unos cabrones muy grandes. Bueno, eso responde a la pregunta de quién, o qué, fue capaz de reducir al dragón de otataralita. Otros dragones, por supuesto. Con todo, no pudo haber sido muy fácil.

—Thyr, has dicho. ¿Podemos usarla?

—Oh, me imagino.

—Bueno, ¿y a qué estamos esperando?

Perla se encogió de hombros.

—Sígueme, entonces.

Sin apartarse mucho de él, Lostara lo siguió.

Atravesaron la puerta.

Y cayeron en un reino de fuego dorado.

Tormentas salvajes en todos los horizontes, un cielo enfurecido, cegador.

Se encontraban en un trozo quemado de cristales resplandecientes. El último paso de un calor inmenso había bruñido las piedras afiladas con una miríada de colores. Otros trozos parecidos se distinguían en otros sitios.

Justo delante de ellos se alzaba una columna con forma de pirámide alargada, marchita y cocida, solo la superficie que tenían ellos delante estaba lisa. En ella habían tallado unas palabras en un idioma desconocido.

El aire estaba abrasando los pulmones de Lostara, que también estaba empapada en sudor, aunque, de momento, se podía soportar.

Perla se acercó a la columna.

—¡Tenemos que salir de aquí! —gritó Lostara.

Las tormentas de fuego eran ensordecedoras, pero la mujer estaba segura de que su compañero la había oído y había decidido no hacerle caso.

Lostara pocas veces toleraba que la ignoraran así y salió tras él.

—¡Haz el favor de escucharme!

—¡Nombres! —Perla se giró en redondo hacia ella—. ¡Los nombres! ¡Los que apresaron al dragón de otataralita! ¡Están todos aquí!

Un rugido creciente llamó la atención de Lostara, que se giró hacia la derecha… y vio un muro de llamas rodando hacia ellos.

—¡Perla!

Él miró y se puso visiblemente pálido. Dio un paso hacia atrás, el pie le resbaló en algo y se cayó de golpe sobre el trasero. Tanteó sin ver bajo él y cuando levantó otra vez la mano enguantada, la sacó manchada de sangre.

—¿Te has…?

—¡No! —La garra se levantó como pudo y entonces pudieron ver los dos el rastro de sangre que atravesaba el trozo y se perdía en las llamas del otro lado.

—¡Hay algo que tiene problemas! —dijo Perla.

—¡Como los vamos a tener nosotros si no nos movemos!

La tormenta de fuego ya llenaba medio cielo… el calor…

Perla la cogió por un brazo y se metieron por el otro lado de la columna… en una cueva resplandeciente, donde la sangre lo había salpicado todo, había brotado para pintar paredes y techo y donde los trozos destrozados de un guerrero desecado yacían casi a sus pies.

Un t’lan imass.

Lostara se lo quedó mirando. Piel de lobo podrida del color del desierto, un hacha rota de doble hoja y mango de hueso, hecha de un pedernal marrón rojizo casi oscurecido por completo bajo un charco de sangre. No sabían a quién o qué había atacado aquel guerrero, pero se había defendido. El pecho del guerrero estaba aplastado. Le habían arrancado los dos brazos de los hombros. Y habían decapitado al t’lan imass. Un breve registro encontró la cabeza tirada a un lado.

—Perla, vámonos de aquí.

Él asintió. Después dudó.

—¿Y ahora qué?

—Tu pregunta favorita —murmuró él. Después se acercó con cierta dificultad para coger la cabeza cortada. Miró a Lostara una vez más—. De acuerdo. Vamos.

La extraña cueva se desdibujó y un instante más tarde se desvaneció.

Y se encontraron de pie en un saliente de roca descolorido por el sol, asomados a una cuenca rocosa que en otro tiempo había visto correr un arroyo.

Perla le dedicó una gran sonrisa a su compañera.

—En casita. —Después levantó la espeluznante cabeza y se dirigió a ella—. Sé que puedes oírme, t’lan imass. Te buscaré el hueco de un árbol para que puedas descansar al fin, siempre y cuando me contestes a unas cuantas preguntas.

La respuesta del guerrero resonó con ecos extraños, la voz pastosa y dubitativa.

—¿Qué es lo que deseas saber?

Perla sonrió.

—Eso está mejor. En primer lugar, tu nombre.

—Olar Shayn, de los logros t’lan imass. Del clan de Ibra Gholan. Nacido en el año de la Serpiente Bicéfala…

—Olar Shayn. En el nombre del Embozado, ¿se puede saber qué estabais haciendo en esa senda? ¿A quién estabais intentando matar?

—No lo intentamos, lo conseguimos. Las heridas infligidas fueron mortales. Morirá, y los míos lo persiguen para presenciarlo.

—¿Morirá? ¿Qué morirá, con exactitud?

—Un dios falso. No sé más que eso. Se me ordenó matarlo. Ahora, búscame un lugar digno para descansar, mortal.

—Lo haré. En cuanto encuentre un árbol.

Lostara se secó el sudor de la frente y después fue a sentarse en una roca.

—No le hace falta un árbol, Perla —dijo ella con un suspiro—. Este saliente debería servir.

La garra giró la cabeza cortada de modo que pudiera contemplar la cuenca y el paisaje que abarcaba.

—¿Es esto lo bastante grato, Olar Shayn?

—Lo es. Dime tu nombre y conocerás mi gratitud eterna.

—¿Eterna? Bueno, supongo que tampoco es una exageración, ¿verdad? En fin, yo soy Perla y mi temible compañera es Lostara Yil. Y ahora busquemos un lugar seguro para ponerte, ¿te parece?

—Tu amabilidad es inesperada, Perla.

—Siempre lo es y siempre lo será —respondió la garra mientras examinaba el saliente.

Lostara se quedó mirando a su compañero, sorprendida de lo mucho que se parecían sus sentimientos a los del t’lan imass.

—Perla, ¿sabes con exactitud dónde estamos?

El hombre se encogió de hombros.

—Lo primero es lo primero, muchacha. Te agradecería que me permitieras saborear mi momento de misericordia. ¡Ah! ¡Ahí está el sitio, Olar Shayn!

Lostara cerró los ojos. De cenizas y polvo… a arena. Al menos estaban en casa. Bueno, lo único que quedaba ya era encontrar el rastro de una muchacha malazana que había desaparecido meses atrás.

—Nada más fácil —susurró.

—¿Has dicho algo, muchacha?

La joven abrió los ojos y lo estudió, Perla se había agachado y estaba encajando piedras alrededor de la cabeza cortada del guerrero no muerto.

—No sabes dónde estamos, ¿verdad?

El hombre sonrió.

—¿Te parece que es un buen momento para hacer alguna conjetura creativa?

A Lostara se le pasaron por la cabeza varios pensamientos asesinos, y no era la primera vez.