Capítulo 9

Por la noche llegan fantasmas

en ríos de dolor,

para arrancar la arena

bajo los pies de un hombre.

Dicho g’danii

Los dos cuchillos largos estaban suspendidos de un arnés de cuero desvaído bordado con dibujos de remolinos pardus. El arnés colgaba de un clavo en un poste, en una esquina de la tienda, bajo un tocado de plumas muy elaborado de un chamán kherahno. La larga mesa que presidía el puesto recubierto con un toldo estaba atestada de recargados objetos de obsidiana saqueados de alguna tumba, todos y cada uno recién bendecidos en nombre de dioses, espíritus o demonios. A la izquierda, detrás de la mesa y flanqueando al desdentado propietario que se sentaba con las piernas cruzadas sobre un alto taburete, había un armario alto protegido por una pantalla.

El cliente, fornido y de piel oscura, examinó las armas de obsidiana durante un rato antes de que un ligero papirotazo de la muñeca derecha indicase su interés al buhonero.

—¡El aliento de demonios! —exclamó el viejo con voz aguda mientras señalaba con un dedo nudoso varias hojas de piedra en confusa sucesión—. Y estas, besadas por Mael… ¿ve cómo las aguas las han alisado? Tengo más…

—¿Qué hay en el armario? —dijo el cliente con voz profunda.

—¡Ah, qué buena vista tiene! ¿Es usted lector, por casualidad? ¿Ha podido oler el caos, entonces? ¡Barajas, mi sabio amigo! ¡Barajas! ¡Y, oh, cómo han despertado! Sí, todas de nuevo. Todo está fluyendo…

—La baraja de Dragones siempre está fluyendo…

—¡Ah, pero una nueva Casa! ¡Oh, ya veo que se sorprende al oírlo, amigo mío! Una nueva Casa. Un poder inmenso, se dice. ¡Temblores hasta en la propia raíz del mundo!

El hombre que lo miraba frunció el ceño.

—Conque otra Casa nueva, ¿eh? Algún culto impostor local, sin duda…

Pero el anciano estaba sacudiendo la cabeza, los ojos pasaban disparados junto a su solitario cliente y examinaban con aire suspicaz la clientela del mercado, ínfima como era. Después se inclinó hacia delante.

—Yo no lidio con esas cosas, amigo mío. Oh, soy tan leal a Dryjhna como cualquiera, ¡que nadie diga lo contrario! Pero la baraja no permite parcialidad alguna, ¿verdad? Oh, no, son necesarios ojos sabios y mente equilibrada. Desde luego. Y bien, ¿por qué resuena la verdad en la nueva Casa? Permítame decírselo, amigo mío. Primero, una nueva carta neutral, una carta que denota que un nuevo señor domina ahora la baraja. Un árbitro, ¿sí? Y después, extendiéndose como un fuego incipiente y descontrolado, la nueva Casa. ¿Aprobada? No hay decisión. Pero no rechazada de mano, oh, no, no rechazada. Y los lectores… ¡los patrones! La Casa será aprobada, ¡no hay un solo lector que lo dude!

—¿Y cómo se llama esa Casa? —preguntó el cliente—. ¿Qué trono? ¿Quién afirma gobernarla?

—La Casa de Cadenas, amigo mío. Para sus otros interrogantes, no hay más que confusión en las respuestas. Los ascendientes se la disputan. Pero le diré una cosa: el trono en el que se sentará el rey, el trono, amigo mío, ¡está agrietado!

—¿Está diciendo que esta Casa pertenece al Encadenado?

—Sí. Al dios Tullido.

—Los otros deben de estar atacándola con fiereza —murmuró el hombre con expresión pensativa.

—Eso se diría, pero no es así. ¡En realidad, son los otros los que sufren los ataques! ¿Desea ver las nuevas cartas?

—Puede que vuelva más tarde y eso sea lo que haga —respondió el hombre—. Pero antes déjeme ver esos pobres cuchillos de ese poste.

—¡Pobres cuchillos! ¡Ayyy! ¡Pobres no, oh, no! —El anciano giró en redondo en su asiento, estiró el brazo y cogió el juego de armas. Sonrió y la lengua repleta de venas azules asomó entre las encías rojas—. ¡El último dueño fue un matafantasmas pardu! —Sacó uno de los cuchillos de la vaina. La hoja estaba ennegrecida y grabada con el dibujo de una serpiente de plata.

—Eso no es pardu —rezongó el cliente.

—Dueño, he dicho. Sí que tiene buena vista. Son wickanos. Botín de la cadena de perros.

—Déjeme ver el otro.

El anciano desenvainó la segunda hoja.

Kalam Mekhar abrió más los ojos sin querer. Recuperó a toda prisa la compostura y levantó la cabeza para mirar al propietario, pero el hombre ya lo había visto y estaba asintiendo.

—Sí, amigo. Sí…

La hoja entera, también negra, tenía un dibujo de plumas, el grabado era de plata teñida de ámbar… Ese tinte ámbar… aleación con otataralita. Clan Cuervo. Pero no es el arma de un humilde guerrero. No, esta pertenecía a alguien importante.

El anciano volvió a envainar el cuchillo del Cuervo y le dio unos golpecitos al otro con un dedo.

—Investido, este. ¿Cómo se desafía la otataralita? Muy sencillo. Magia ancestral.

—Ancestral. La hechicería wickana no es ancestral.

—Ah, pero este guerrero wickano ahora muerto tenía un amigo. Verá, tome, coja el cuchillo en la mano. Mire con atención esta marca, ahí, en la base, ¿ve? La cola de la serpiente se enrosca a su alrededor…

El peso del cuchillo largo era sorprendente en la mano de Kalam. Los bordes para los dedos de la empuñadura eran demasiado grandes, pero el wickano lo había compensado con unas correas de cuero más gruesas. El sello impreso en el metal, en el centro de la cola enroscada, era intrincado, casi increíble, dado el tamaño de la mano que debía de haberlo grabado. Fenn. Thelomen toblakai. Desde luego que el wickano tenía un amigo. Y lo que es peor, conozco esta marca. Sé con exactitud quién invistió esta arma. Por los dioses del inframundo, ¿en qué extraños ciclos me estoy metiendo?

No tenía sentido regatear. Ya había salido demasiado a la luz.

—Ponga su precio —suspiró Kalam.

La sonrisa del anciano se ensanchó.

—Como puede imaginar, es un juego muy apreciado, mi posesión más valiosa.

—Por lo menos hasta que el hijo del guerrero cuervo muerto venga a recogerlo, aunque dudo mucho que le interese pagarle con oro. Yo heredaré al vengativo cazador, así que contenga su codicia y ponga su precio.

—Mil doscientos.

El asesino puso una saquita en la mesa y observó al propietario soltar los cordones y mirar dentro.

—Hay una oscuridad en estos diamantes —dijo el anciano tras un momento.

—Es esa sombra lo que los hace tan valiosos y lo sabe.

—Sí, lo sé. La mitad de lo que hay dentro será suficiente.

—Un buhonero honesto.

—Una rareza, sí. En estos tiempos, la lealtad compensa.

Kalam observó al viejo contar los diamantes.

—La pérdida del comercio imperial ha sido dolorosa, al parecer.

—Mucho. Pero aquí en G’danisban la situación lo es el doble, amigo mío.

—¿Y eso por qué?

—Bueno, pues porque todo el mundo está en B’ridys, por supuesto. El asedio.

—¿B’ridys? ¿La antigua fortaleza de la montaña? ¿Quién se ha encerrado ahí?

—Malazanos. Se batieron en retirada de los baluartes que tenían en Ehrlitan, aquí y en Pan’potsun, y los persiguieron hasta las colinas. Oh, nada tan espectacular como la cadena de perros, pero unos cuantos cientos consiguieron llegar.

—¿Y todavía resisten?

—Sí. B’ridys es así, ya ve. Con todo, apuesto a que ya no falta mucho. Bueno, yo ya he terminado, amigo mío. Esconda bien esa bolsa y que los dioses caminen siempre en su sombra.

Kalam luchó por contener la sonrisa mientras recogía las armas.

—Y con usted, señor. —Y eso harán amigo mío. Mucho más cerca de lo que quisieras.

Bajó un poco por la calle del mercado y después hizo una pausa para ajustar los broches del arnés de las armas. El antiguo dueño no tenía el volumen de Kalam. Claro que pocos lo tenían. Cuando terminó, se puso el arnés y después se ciñó el sobretodo de la telaba una vez más. El arma más pesada le sobresalía bajo el brazo izquierdo.

El asesino continuó atravesando las calles casi vacías de G’danisban. Dos cuchillos largos, los dos wickanos. ¿El mismo propietario? No se sabía. Eran complementarios en cierto sentido, cierto, pero la diferencia de peso sería un reto para cualquiera que intentara luchar con los dos al mismo tiempo. En manos de un fenn, el arma más pesada sería poco más que un puñal. El diseño era obviamente wickano, lo que significaba que la investidura había sido un favor, o un pago. ¿Se me ocurre algún wickano que podría haberse ganado eso? Bueno, Coltaine, pero él llevaba un único cuchillo largo, sin dibujo alguno. Si al menos supiera más sobre ese jodido thelomen toblakai

Por supuesto, el mago supremo llamado Bellurdan el crujecráneos estaba muerto.

Ciclos, desde luego. Y ahora, esta Casa de Cadenas. El miserable dios Tullido

Maldito idiota, Cotillion. Tú estabas en el último encadenamiento, ¿no? Deberías haberle clavado un cuchillo al muy cabrón allí mismo.

Me pregunto si Bellurdan también estaba ahí.

Oh, maldita sea, se me olvidó averiguar qué le había pasado a ese matafantasmas pardu

Los que habían pasado por el camino que salía serpenteando de G’danisban hacia el sur lo habían desgastado hasta dejar al descubierto los adoquines subyacentes. Era obvio que el asedio se había prolongado tanto que la pequeña ciudad que lo alimentaba estaba perdiendo demasiado peso. Los asediados seguramente lo estarían pasando peor. B’ridys había sido tallada en un risco, una antigua tradición de los odhans que rodeaban el sagrado desierto. No había un acceso construido formal (ni siquiera escalones o apoyos tallados en la piedra) y los túneles tras las fortificaciones llegaban muy al fondo. Dentro de esos túneles varios manantiales proporcionan agua. Kalam solo había visto B’ridys por fuera, abandonado mucho tiempo atrás por sus habitantes originales, lo que sugería que los manantiales se habían secado. Y si bien ese tipo de fortalezas contenían inmensas cámaras de almacenamiento, no había muchas posibilidades de que los malazanos que habían huido allí hubieran encontrado esas cámaras aprovisionadas.

Los pobres malnacidos debían de estar muriéndose de hambre.

Kalam bajó por el camino con la caída del sol. No vio a nadie más por el sendero y sospechó que las reatas de aprovisionamiento no saldrían de G’danisban hasta la llegada de la noche, para ahorrarles el calor a los apurados animales. El camino ya había comenzado su ascenso y serpenteaba por las laderas de las colinas.

El asesino había dejado su caballo con Cotillion, en el reino de Sombra. Para las tareas que tenía por delante, el sigilo, no la velocidad, sería su mayor desafío. Además, Raraku era duro con los caballos. La mayor parte de las fuentes de agua periféricas habrían sido contaminadas mucho tiempo atrás, anticipándose así a la llegada del ejército de la consejera. Pero él sabía de unos cuantos pozos secretos, que, por necesidad, se habrían dejado sin contaminar.

Esa tierra, comprendió Kalam, ya era en sí una tierra asediada, y el enemigo todavía tenía que llegar. Sha’ik había atraído al torbellino, una táctica que al asesino le sugería un cierto elemento de miedo. A menos, por supuesto, que Sha’ik estuviera jugando de forma deliberada contra toda expectativa. Quizá se limitaba a intentar atraer a Tavore a una trampa, al interior de Raraku, donde su poder era más fuerte, donde sus fuerzas conocían el terreno mientras que su enemigo no.

Pero hay al menos un hombre en el ejército de Tavore que conoce Raraku. Y más le valdrá al maldito hablar alto y claro cuando llegue el momento.

Había llegado la noche y las estrellas brillaban en el cielo. Kalam continuó adelante. Cargado con un pesado fardo de comida y botas de agua, siguió sudando mientras el aire se enfriaba. Al llegar a la cima de otra colina más, distinguió el fulgor del campamento de los sitiadores bajo la silueta del horizonte irregular. En el risco en sí no había ninguna luz.

Continuó caminando.

Era media mañana cuando llegó al campamento. Tiendas de campaña, carretas, hogueras rodeadas de piedras, dispuestas de cualquier modo en una especie de semicírculo ante el escarpado risco con su fortaleza ennegrecida por el humo. Montones de basura rodeaban la zona, hoyos de letrinas rebosantes y apestando con el calor. Mientras bajaba por la pista, Kalam estudió la situación. Le pareció que había unos quinientos sitiadores, muchos de ellos, dado su uniforme, parte en un principio de guarniciones malazanas, pero con sangre nativa. Hacía tiempo que no se producía un asalto. Unas torres de madera improvisadas esperaban a un lado.

Lo habían visto, pero nadie le había dado el alto, ni tampoco se habían interesado mucho por él cuando llegó al filo del campamento. Otro simple guerrero que ha venido a matar malazanos. Lleva su propia comida para asegurarse de que no es una carga para nadie y por tanto su presencia es bienvenida.

Como había sugerido el buhonero de G’danisban, la paciencia de los atacantes había llegado a su fin. Se estaban haciendo preparativos para un empujón final. Quizá no ese día, pero sí al siguiente. Los andamios habían quedado desatendidos durante demasiado tiempo, las cuerdas se habían resecado, las maderas se habían partido. Grupos de trabajo habían comenzado las reparaciones, pero sin prisas, moviéndose con lentitud en aquel irritante calor. Se respiraba un aire de disolución en el campamento que ni siquiera la anticipación podía ocultar.

Aquí se han enfriado los fuegos. Ahora solo están planeando un asalto para terminar con esto de una vez y poder irse a casa.

El asesino observó a un pequeño grupo de soldados cerca del centro del semicírculo de donde parecía que procedían las órdenes. Un hombre en concreto, ataviado con la armadura de un teniente malazano, estaba de pie con las manos en las caderas y muy atareado arengando a media docena de zapadores.

Los trabajadores se alejaron un momento antes de que llegara Kalam y se dirigieron sin muchas ganas hacia las torres.

El teniente lo vio entonces. Unos ojos oscuros se entrecerraron bajo el borde del casco. Había un blasón en la parte superior. Regimiento Ashok.

Apostados en Genabaris hace unos años. Y luego enviados de regreso a… Ehrlitan, creo. Que el Embozado pudra a los muy cabrones, yo hubiera dicho que habrían seguido siendo leales.

—¿Vienes a ver cómo les rebanamos el pescuezo a los últimos? —preguntó el teniente con una sonrisa dura—. Bien. Tienes aspecto de ser un hombre organizado y con experiencia y bien sabe Beru que de esos tengo muy pocos entre esta chusma. ¿Tu nombre?

—Ulfas —respondió Kalam.

—Suena barghastiano.

El asesino se encogió de hombros al tiempo que dejaba la alforja en el suelo.

—No eres el primero que lo piensa.

—Te dirigirás a mí como «señor». Es decir, si quieres formar parte de esta lucha.

—No eres el primero que lo piensa… señor.

—Soy el capitán Irriz.

Capitán… con uniforme de teniente. Te sentías infravalorado en el regimiento, ¿eh?

—¿Cuándo empieza el asalto, señor?

—¿Impaciente? Bien. Mañana al amanecer. Ahí arriba solo queda un puñado. No debería llevarnos mucho una vez que hagamos una brecha en la entrada del balcón.

Kalam levantó la cabeza y miró la fortaleza. El balcón era apenas un saliente que destacaba un poco, la puerta que tenía era más estrecha que los hombros de un hombre.

—Con un puñado les basta —murmuró y después añadió—: señor.

Irriz frunció el ceño.

—¿Acabas de entrar y ya eres un experto?

—Lo siento, señor. Solo era una observación.

—Bueno, tenemos una maga que acaba de llegar. Dice que puede abrir un agujero donde está esa puerta. Un agujero grande. Ah, aquí viene.

La mujer que se acercaba era joven, ligera y pálida. Y malazana. A diez pasos de distancia sus pasos vacilaron y después se detuvo con los ojos de color castaño claro clavados en Kalam.

—Mantén esa arma envainada cuando estés cerca de mí —dijo con voz cansina—. Irriz, que ese malnacido no se acerque a nosotros.

—¿Peccado? ¿Qué problema hay con él?

—¿Problema? Ninguno, supongo. Pero uno de sus cuchillos es un arma de otataralita.

La avaricia repentina que se reflejó en los ojos del capitán cuando estudió a Kalam provocó un ligero escalofrío en el asesino.

—Vaya, vaya. ¿Y de dónde sacaste eso, Ulfas?

—Se lo quité a un wickano que maté. En la cadena de perros.

Se produjo un silencio repentino. Los rostros se volvieron para mirar a Kalam de nuevo.

Una duda cruzó la cara de Irriz.

—¿Estuviste allí?

—Sí. ¿Qué pasa?

A su alrededor todo eran gestos con las manos, plegarias susurradas. El escalofrío de Kalam se hizo de repente más gélido. Dioses, están pronunciando bendiciones…, pero no me bendicen a mí. Están bendiciendo la cadena de perros. ¿Qué ocurrió en realidad aquí para que haya surgido esto?

—¿Por qué no estás con Sha’ik entonces? —quiso saber Irriz—. ¿Por qué te habría dejado marchar Korbolo?

—Porque —soltó Peccado de repente— Korbolo Dom es idiota, y Kamist Reloe todavía más. Personalmente, me asombra que no perdiera la mitad de su ejército tras la Ladera. ¿Qué verdadero soldado soportaría lo que pasó allí? Ulfas, ¿no? Desertaste de los Mataperros de Korbolo, ¿verdad?

Kalam se limitó a encogerse de hombros.

—Me fui en busca de una lucha más limpia.

La carcajada de la mujer fue aguda, después giró en una burlona pirueta por el polvo.

—¿Y viniste aquí? ¡Ah, serás necio! ¡Qué gracia tiene! ¡Tiene tanta gracia que me apetece gritar!

La mente de esta mujer está rota.

—Yo no le veo la gracia a matar —respondió Kalam—. Aunque me parece extraño que estés aquí, impaciente, al parecer, por matar malazanos como tú.

La cara de la mujer se oscureció.

—Mis razones son mías, Ulfas. Irriz, me gustaría hablar contigo en privado. Ven.

Kalam se mantuvo impasible cuando el capitán se encogió al oír el tono imperioso. Después, el oficial renegado asintió.

—Me reuniré contigo dentro de un momento, Peccado. —Se volvió hacia el asesino—. Ulfas. Queremos capturar viva a la mayoría, para divertirnos un poco. Un castigo por ser tan obstinados. Quiero sobre todo a su comandante. Se llama Tierno…

—¿Lo conoces, señor?

Irriz sonrió.

—Yo estaba en la compañía tercera del Ashok. Tierno manda la segunda. —Señaló con un gesto la fortaleza—. O lo que queda de ella. Esto es un asunto personal para mí, y por eso tengo intención de ganar. Y por eso quiero vivos a esos cabrones. Heridos y desarmados.

Peccado esperaba con aire impaciente y alzó la voz en ese momento.

—Tengo una idea. Ulfas, con su cuchillo de otataralita puede inutilizar a su mago.

Irriz sonrió de nuevo.

—El primero en entrar por la brecha, entonces. ¿Te parece aceptable, Ulfas?

El primero en entrar, el último en salir.

—No será mi primera vez, señor.

El capitán se reunió entonces con Peccado y los dos se alejaron.

Kalam se los quedó mirando. El capitán Tierno. No te conozco, señor, pero durante años se te ha conocido como el oficial más vil de todo el ejército malazano. Y ahora parece que también eres el más tozudo.

Excelente. No me vendría mal un hombre como ese.

Encontró una tienda vacía en la que meter su equipo, vacía porque el hoyo de la letrina había ido arañando ese lado de la pared incrustada de arena y ya estaba empapando el terreno bajo la única alfombra que cubría el suelo por la parte de atrás. Kalam colocó su bolsa junto a la solapa de entrada, después se estiró cerca de ella y bloqueó el hedor que intentaba impregnar su mente y sus sentidos.

En unos momentos se había quedado dormido.

Despertó con la oscuridad. El campamento estaba en silencio. El asesino se desprendió de su telaba, se incorporó agachado y empezó a envolverse la ropa suelta con unas correas. Cuando terminó, se puso unos guantes de cuero sin dedos y después se rodeó la cabeza con una tela negra hasta que solo dejó al descubierto los ojos. Salió con sigilo de la tienda.

Unas cuantas hogueras medio apagadas, dos tiendas a la vista que todavía lucían la luz de unas lámparas. Tres guardias sentados en un piquete improvisado que miraba a la fortaleza, a unos veinte pasos de distancia.

Kalam se puso en marcha, rodeó en silencio el pozo de la letrina y se acercó al andamio esquelético de las torres de asedio. Allí no habían apostado ningún guardia. Irriz ya era seguramente un mal teniente y como capitán es todavía peor. Se acercó más.

El destello de hechicería en la base de una de las torres lo paralizó al instante. Después de un largo momento sin aliento, un segundo rayo apagado que bailaba alrededor de uno de los soportes.

Kalam se acomodó poco a poco para vigilar.

Peccado iba moviéndose de soporte en soporte. Cuando terminó con la torre más cercana, se dirigió a la siguiente. Había tres en total.

Cuando la vio trabajando en el último soporte de la base de la segunda torre, Kalam se levantó y avanzó con sigilo. Al acercarse a la mujer sacó la hoja de otataralita.

El asesino sonrió al oír la maldición murmurada de la mujer. Después, cuando cayó en la cuenta, la maga giró en redondo.

Kalam levantó una mano para tranquilizarla, subió poco a poco el cuchillo y después volvió a envainarlo una vez más. Tras lo cual se deslizó a su lado sin ruido.

—Muchacha —susurró en malazano—, este es un nido muy feo de serpientes para que juegues en él.

Los ojos de la mujer se abrieron mucho, brillaban como estanques bajo las estrellas.

—No estaba segura de ti —respondió en voz muy baja. Se rodeó con fuerza con los delgados brazos—. Sigo sin estarlo. ¿Quién eres?

—Solo un hombre que se acerca a hurtadillas a las torres… para debilitar todos los soportes. Como has hecho tú. Todos salvo uno, claro. El tercero es el mejor fabricado; malazano, de hecho. Quiero mantener ese intacto.

—Entonces somos aliados —dijo la mujer, todavía abrazándose.

Es una chica muy joven.

—Antes demostraste grandes aptitudes artísticas. Y tienes una habilidad sorprendente como maga para ser alguien tan…

—Solo trucos menores, me temo. Me estaban adiestrando.

—¿Quién era tu instructor?

—Fayelle. Que ahora está con Korbolo Dom. Fayelle, que rebanó con su cuchillo las gargantas de mi padre y mi madre. Que fue también en mi busca. Pero yo me escabullí y no pudo encontrarme ni siquiera con su hechicería.

—¿Y esta va a ser tu venganza?

La sonrisa de la mujer fue un gruñido silencioso.

—Solo acabo de empezar a vengarme, Ulfas. La quiero a ella, pero necesito soldados.

—El capitán Tierno y compañía. Mencionaste un mago en esa fortaleza. ¿Has estado en contacto con él?

La joven sacudió la cabeza.

—No tengo tal habilidad.

—¿Entonces por qué crees que el capitán se unirá a tu causa?

—Porque uno de sus sargentos es mi hermano, bueno, mi hermanastro. Pero no sé si sigue vivo…

Kalam le puso una mano en el hombro sin hacer caso del estremecimiento que le respondió.

—Está bien, muchacha. Trabajaremos juntos en esto. Ya tienes tu primer aliado.

—¿Por qué?

El asesino esbozó una sonrisa invisible tras la tela.

—Fayelle está con Korbolo Dom, ¿no? Bueno, yo tengo una reunión pendiente con Korbolo. Y con Kamist Reloe. Así que trabajaremos juntos para convencer al capitán Tierno. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

El alivio de la voz femenina provocó una punzada de dolor en el pecho del asesino. La joven llevaba sola demasiado tiempo en su letal misión. Necesitada de ayuda…, pero sin nadie alrededor a quien pudiera acudir. Una simple huérfana más en aquella desgraciada rebelión, maldito fuera el Embozado. Recordó la primera vez que había visto a aquellos mil trescientos niños a los que había salvado sin querer tantos meses atrás, la última vez que había cruzado aquella tierra. Y allí, en aquellas caras, estaba el verdadero horror de la guerra. Esos niños estaban vivos cuando los carroñeros se abalanzaron en busca de sus ojos… Lo recorrió un estremecimiento.

—¿Qué ocurre? Parecías estar muy lejos.

El asesino la miró a los ojos.

—No, muchacha, mucho más cerca de lo que crees.

—Bueno, yo ya he hecho la mayor parte de mi trabajo esta noche. Irriz y sus guerreros no valdrán mucho llegada la mañana.

—¿Sí? ¿Y qué tenías planeado para mí?

—No estaba segura. Esperaba que, contigo por delante, te mataran rápido. El mago del capitán Tierno no se acercaría a ti, eso lo dejaría para las ballestas de los soldados.

—¿Y qué hay de ese agujero que ibas a reventar en el risco?

—Una ilusión. Llevo días preparándolo. Creo que puedo hacerlo.

Valiente y desesperada.

—Bueno, muchacha, tus esfuerzos parecen haber vencido a los míos en ambición. Yo buscaba provocar un poco de caos y no mucho más. Mencionaste que Irriz y sus hombres no valdrían mucho. ¿A qué te referías con eso?

—Envenené su agua.

Kalam se quedó pálido tras la máscara.

—¿Veneno? ¿De qué tipo?

—Tralb.

El asesino no dijo nada durante unos momentos.

—¿Cuánto? —dijo después.

La joven se encogió de hombros.

—Todo lo que tenía el sanador. Cuatro viales. Una vez dijo que lo utilizaba para aplacar temblores, como los que afligen a los viejos.

Sí. Una gota.

—¿Cuándo?

—No hace mucho.

—Así que no es probable que alguien haya bebido ya.

—Salvo quizás un guardia o dos.

—Espera aquí, muchacha. —Kalam se puso en marcha, en silencio en la oscuridad hasta que tuvo a la vista a los tres guerreros que se encargaban del piquete. Poco antes los había visto sentados. Ya no era el caso. Pero había movimiento. El asesino se acercó más, pegado al suelo.

Las tres figuras sufrían espasmos, se retorcían y sus miembros se agitaban. La espuma les cubría la boca y habían empezado a sangrar por los ojos que les salían por las órbitas. Se habían hecho sus necesidades encima. Una bota de agua tirada cerca, en un trozo de arena húmeda que estaba desapareciendo a toda prisa bajo una alfombra de poliñeras.

El asesino sacó el cuchillo de caza. Debía tener cuidado, ya que entrar en contacto con la sangre, la saliva o cualquier otro fluido corporal era arriesgarse a sufrir un destino parecido. Los guerreros estaban condenados a sufrir así durante lo que para ellos sería una eternidad, al amanecer todavía estarían sufriendo espasmos y continuarían con ellos hasta que sus corazones se rindieran o bien murieran de deshidratación. Por horrible que fuera, con el tralb lo segundo ocurría con más frecuencia que lo primero.

Kalam llegó junto al primero. Vio el reconocimiento en los ojos anegados del hombre. Kalam levantó el cuchillo. Una expresión de alivio respondió al gesto. El asesino clavó la hoja estrecha en el ojo izquierdo del guardia y la inclinó hacia arriba. El cuerpo se puso rígido y después se sosegó con un suspiro lleno de espuma.

El asesino repitió el espeluznante trabajo con los otros dos.

Después limpió el cuchillo en la arena con gestos meticulosos.

Las poliñeras descendían sobre la escena con un crujido de alas. Los rhizanos que salían a la caza se reunieron con ellas de inmediato. El aire se llenó del crujido de los exoesqueletos.

Kalam miró el campamento. Tendría que desfondar los barriles. Aquellos guerreros quizá fueran enemigos del Imperio, pero merecían una muerte más compasiva.

El ruido suave de alguien deslizándose lo hizo girarse en redondo.

Una cuerda se había descolgado por el risco desde el balcón de piedra. Empezaron a descender unas figuras, silenciosas y rápidas.

Tenían vigilantes.

El asesino esperó.

Tres en total, ninguno armado con otra cosa que no fueran dagas. Cuando se adelantaron, uno se detuvo cuando todavía estaban a una docena de pasos de distancia.

El que iba delante se detuvo ante el asesino.

—En el nombre del Embozado, ¿se puede saber quién eres tú? —siseó, el oro destellaba en sus dientes.

—Un soldado malazano —fue el susurro de respuesta de Kalam—. ¿Es tu mago el que se queda ahí detrás? Necesito su ayuda.

—Dice que no puede…

—Lo sé. Mi cuchillo largo de otataralita. Pero no hace falta que se acerque… lo único que tiene que hacer es vaciar los barriles de agua de este campamento.

—¿Para qué? Hay un manantial que no está ni a cincuenta pasos por el camino, se limitarán a traer más.

—Tienes aquí a otra aliada —dijo Kalam—. Contaminó el agua con tralb, ¿qué crees que afligía a estos pobres cabrones?

El segundo hombre lanzó un gruñido.

—Nos lo estábamos preguntando. No es muy agradable lo que les pasó. Con todo, nada menos de lo que se merecían. Yo digo que dejemos el agua como está.

—¿Por qué no comentamos el tema con el capitán Tierno? Es él el que toma las decisiones por vosotros, ¿no?

El hombre frunció el ceño.

Su compañero habló entonces.

—No hemos venido por eso, sino para sacarte de aquí a ti. Y si hay otra, nos la llevaremos a ella también.

—¿Para hacer qué? —quiso saber Kalam. Estaba a punto de decir «¿Morirnos de hambre? ¿Morir de sed?», pero entonces se dio cuenta de que ninguno de los soldados que tenía delante parecía demasiado demacrado ni sediento—. ¿Queréis quedaros encerrados ahí arriba para siempre?

—Por nosotros no hay problema —soltó de golpe el segundo soldado—. Podríamos irnos en cualquier momento. Hay rutas traseras. Pero la pregunta es, ¿y luego qué? ¿Adónde vamos? El territorio entero está a la caza de sangre malazana.

—¿Cuáles son las últimas noticias que habéis oído? —preguntó Kalam.

—No hemos oído na. No desde que salimos de Ehrlitan. Que nosotros veamos, Siete Ciudades ya no forma parte del Imperio de Malaz y no va a venir nadie a buscarnos. Si fueran a venir, ya hace mucho tiempo que habrían llegado.

El asesino miró a los dos soldados durante un instante y después suspiró.

—De acuerdo, tenemos que hablar. Pero aquí no. Dejadme ir a buscar a la muchacha, iremos con vosotros. Con la condición de que el mago me haga el favor que os pedí.

—No es un trato lo bastante justo —dijo el segundo soldado—. Tráenos a Irriz. Queremos sentarnos un ratito con ese correoso cabo.

—¿Cabo? Mira tú, pues ahora es capitán. Así que lo queréis. Muy bien. Que vuestro mago destruya el agua de esos barriles. Yo os enviaré a la muchacha, sed amables con ella. Y os vais todos arriba. Puede que yo tarde un rato.

—Podemos vivir con eso.

Kalam asintió y regresó allí donde había dejado a Peccado.

La joven no había abandonado su posición, aunque en lugar de esconderse estaba bailando bajo una de las torres, giraba en la arena con los brazos flotando y las manos aleteando como alas de poliñeras.

El asesino siseó para advertirla cuando se acercó. Ella se detuvo, lo vio y se fue junto a él con una carrera.

—¡Has tardado demasiado! ¡Creí que estabas muerto!

¿Y por eso bailabas?

—No, pero esos tres guardias sí. Me he puesto en contacto con los soldados de la fortaleza. Nos han invitado a entrar, las condiciones parecen tolerables ahí arriba. He aceptado.

—¿Pero qué hay del ataque de mañana?

—Fracasará. Escucha, Peccado, pueden irse cuando quieran, sin que los vean, podemos ponernos de camino a Raraku en cuanto convenzamos a Tierno. Y ahora sígueme, y no hagas ruido.

Regresaron adonde esperaban los tres soldados imperiales malazanos.

Kalam miró con el ceño fruncido al mago del pelotón, pero este le respondió con una sonrisa.

—Está hecho. Es fácil cuando tú no estás.

—Muy bien. Esta es Peccado, también es maga. Venga, largo, todos.

—Que la suerte de la Señora esté contigo —le dijo uno de los soldados a Kalam. El asesino se dio la vuelta sin responder y regresó al campamento sin hacer ruido.

Volvió a su tienda, entró y se agachó junto a su bolsa. Revolvió en el interior, sacó la saquita de diamantes y escogió uno al azar.

Un momento de cuidadoso estudio, se lo acercó mucho a los ojos en la oscuridad. Unas sombras turbias nadaban en la piedra tallada. Cuidado con las sombras que traen regalos. Sacó el brazo, metió en la tienda una de las piedras planas que se usaban para sujetar las paredes de las tiendas y puso el diamante en la superficie polvorienta.

El silbato de hueso que Cotillion le había dado lo llevaba colgado de un cordel alrededor del cuello. Se lo quitó y se lo llevó a los labios. «Sopla con fuerza y los despertarás a todos. Sopla con suavidad y directamente a uno en concreto y solo despertarás a ese». Kalam esperaba que el dios supiese de qué estaba hablando. Mejor que no fueran los juguetitos de Tronosombrío… Se inclinó hacia delante hasta que el silbato quedó a solo un palmo del diamante.

Después sopló con suavidad. No se oyó nada. Kalam frunció el ceño, se sacó el silbato de los labios y lo examinó. Lo interrumpió un leve tintineo. El diamante se había deshecho, convertido en polvo reluciente, del que se alzó un torbellino de sombras.

Como me había temido. Un azalan. Procedentes de un territorio del reino de Sombra que limitaba con el de los aptorianos. Vistos pocas veces y siempre de uno en uno. Silenciosos, parecían no tener lenguaje alguno, cómo les transmitía sus órdenes Tronosombrío era un misterio.

La criatura giró, llenó la tienda, se posó sobre sus seis miembros, el risco espinoso de su inmensa y encorvada espalda rozaba la tela a ambos lados del caballete de la tienda. Unos ojos azules y demasiado humanos miraron con un parpadeo a Kalam desde debajo de una frente de piel negra, disparada y echada hacia atrás. Una boca grande, el labio inferior sobresalía de una forma extraña, como en un eterno puchero, dos ranuras por nariz. Una melena de cabello fino y color negro azulado le colgaba en mechones, las puntas rozaban el suelo de la tienda. No había indicación alguna de su género. Un complicado arnés le cruzaba el enorme torso e iba tachonado de una gran variedad de armas, ninguna de las cuales parecía tener un uso práctico.

El azalan no poseía pies como tal, cada apéndice terminaba en una mano ancha, plana y de dedos cortos. El territorio nativo de estos demonios era un bosque y estas criaturas vivían por lo general en el enmarañado dosel de las alturas, solo se aventuraban en el tenebroso suelo del bosque cuando los llamaban.

Una llamada… y solo para que luego los encerraran en diamantes. Si fuera yo, estaría bastante molesto a estas alturas.

El demonio sonrió de repente.

Kalam apartó la vista, se preguntaba cómo iba a formular su petición. Coge al capitán Irriz. Vivo, pero que no haga ruido. Reúnete conmigo en la cuerda. Habría que dar alguna explicación y con una bestia que no poseía lenguaje…

El azalan giró de repente con la nariz crispada. La amplia y achaparrada cabeza se hundió en el cuello largo y muy musculoso. Bajó hasta la base de la pared trasera de la tienda, donde la orina del pozo de la letrina había empapado el terreno.

Un chasquido suave y después el demonio se dio la vuelta y levantó una pata trasera. Aparecieron dos penes entre un pliegue de carne.

Dos chorros se estiraron hasta la alfombra empapada.

Kalam se echó hacia atrás al notar el hedor, se metió de espaldas por la solapa y salió al aire frío de la noche, donde se quedó, arrodillado, soportando las arcadas.

Un momento después salió el demonio. Levantó la cabeza para probar el aire y después se perdió entre las sombras a toda velocidad y desapareció en dirección a la tienda del capitán.

Kalam consiguió aspirar una bocanada de aire purificador y poco a poco empezó a controlar los estremecimientos.

—De acuerdo, cachorrito —jadeó en voz baja—, supongo que me has leído el pensamiento. —Tras un momento se incorporó y se quedó agachado, se estiró hacia atrás con el aliento contenido para recuperar su bolsa y después se tambaleó hacia el risco.

Una mirada hacia atrás le mostró una oleada de vapor o humo que se alzaba de la entrada de su tienda, un crujido bajo que iba creciendo poco a poco en el interior.

Dioses, ¿quién necesita un frasquito de tralb?

Corrió sin ruido hacia el cabo que todavía colgaba bajo el balcón.

Un chisporroteo y un estallido de llamas donde había estado su tienda. Cosa que, desde luego, no iba a pasar desapercibida. Kalam siseó una maldición y se lanzó hacia la cuerda.

En el campamento empezaron a surgir voces. Luego gritos y después chillidos, que iban terminando todos y cada uno en un extraño quejido mutilado.

El asesino frenó en seco ante el risco, cogió la cuerda con las dos manos y empezó a trepar. Estaba a medio camino del balcón cuando el muro de piedra caliza sufrió una sacudida súbita y escupió polvo. Cayeron unos guijarros. Y de repente tenía una forma grande y pesada a su lado, aferrada a la roca dura y acanalada. Metido bajo un brazo estaba Irriz, inconsciente y con la ropa de dormir. El azalan parecía fluir por la pared, las manos se aferraban a las cintas onduladas de sombras como si fueran escalones de hierro. En unos momentos, el demonio llegó al balcón, se subió al borde y desapareció.

Y el saliente de piedra gimió.

Unas grietas serpentearon por la caliza.

Kalam se quedó mirando hacia arriba y vio el balcón entero combarse y después apartarse de la pared.

Los mocasines le resbalaban constantemente al intentar apartarse como podía. Después vio unas manos largas e inhumanas que se cerraban sobre el borde del saliente de piedra. Y dejó de combarse.

P-pero en el n-nombre del Embozado, c-cómo

El asesino se puso a trepar otra vez. Unos momentos después llegó al balcón y se aupó por el borde.

El azalan estaba totalmente estirado sobre él. Sujetaba con dos manos el borde. Otras tres sostenían sombras en el risco, sobre la pequeña puerta. Unas sombras salían del demonio, se desenvolvían como capas de piel y unas formas vagamente humanas se estiraban para sujetar el balcón a la pared, aunque el inmenso esfuerzo las iba desgarrando. Cuando Kalam trepó como pudo a la superficie, se oyó un crujido áspero allí donde el balcón se unía a la pared y cayó un palmo por la juntura.

El asesino se abalanzó hacia la puerta metida en la pared, donde vio una cara en la oscuridad, crispada por el terror. Se trataba del mago del pelotón.

—¡Atrás! —siseó Kalam—. ¡Es un amigo!

El mago estiró el brazo y cogió a Kalam por el antebrazo.

El balcón se hundió bajo el asesino al tiempo que a él lo arrastraban al pasillo.

Los dos hombres cayeron hacia atrás, sobre el cuerpo echado de Irriz.

Todo tembló cuando resonó un tremendo golpe seco en el fondo. Los ecos tardaron en desvanecerse.

El azalan se dio la vuelta hacia ellos bajo el dintel de piedra. Sonriendo.

En el pasillo, a poca distancia, se agazapaba un pelotón de soldados. Peccado rodeaba con un brazo a uno, su hermanastro, supuso Kalam mientras se iba levantando poco a poco.

Uno de los soldados a los que el asesino había conocido en el campamento se adelantó, pasó con algún problema junto al asesino y (con más dificultad) junto al azalan para volver a salir al borde. Después de un momento se dio la vuelta.

—Todo tranquilo ahí abajo, sargento —exclamó—. Aunque el campamento está hecho un desastre. No veo a nadie…

El otro soldado de antes frunció el ceño.

—¿Nadie, Campana?

—No. Como si hubieran huido todos.

Kalam no dijo ni una palabra, aunque tenía sus sospechas. Había algo en todas esas sombras en posesión del demonio

El mago del pelotón se había desenredado de Irriz y en ese momento se dirigió al asesino.

—Es un puñetero amigo de lo más aterrador lo que tienes ahí. Y no es imperial. ¿Reino de Sombra?

—Un aliado temporal —respondió Kalam con un encogimiento de hombros.

—¿Temporal cómo?

El asesino miró al sargento.

—Ya tienes aquí a Irriz, ¿qué planeas hacer con él?

—No lo he decidido todavía. Aquí la muchacha dice que te llamas Ulfas. ¿Es eso? ¿Un nombre barghastiano genabackano? ¿No había un caudillo que se llamaba así? Lo mataron en Perronegro.

—No iba a decirle a Irriz mi verdadero nombre, sargento. Soy un abrasapuentes. Kalam Mekhar, rango de cabo.

Se produjo un silencio.

Entonces el mago suspiró.

—¿No os declararon en rebeldía?

—Un ardid, una de las estratagemas de la emperatriz. Dujek necesitaba tener carta blanca por un tiempo.

—De acuerdo —dijo el sargento—. Da igual si estás diciendo la verdad o no. Hemos oído hablar de ti. Soy el sargento Cordón. Aquí el mago de la compañía es Ebron. Ese es Campana y el cabo Casco.

El cabo era el hermanastro de Peccado y en la cara del joven no se advertía expresión alguna, sin duda estaba atontado por la conmoción de la repentina aparición de Peccado.

—¿Dónde está el capitán Tierno?

Cordón hizo una mueca.

—El resto de la compañía, lo que queda, está ahí abajo. Perdimos al capitán y al teniente hace unos días.

—¿Los perdisteis? ¿Cómo?

—Esto, bueno, se cayeron a un pozo. Se ahogaron. O eso averiguó Ebron cuando bajó trepando y examinó la situación más de cerca. Es una corriente muy rápida, un río subterráneo. A los pobres cabrones se los llevó el agua.

—¿Y cómo es que se caen dos personas a un pozo, sargento?

El hombre hizo una mueca de desdén y enseñó los dientes de oro.

—Estarían explorando, me imagino. Bueno, cabo, me parece que mi rango es superior al tuyo. De hecho, soy el único sargento que queda. Y si no eres un renegado es que todavía eres soldado del Imperio. Y como soldado del Imperio…

—Ahí me ganas —murmuró Kalam.

—De momento te incorporarás a mi antiguo pelotón. Tienes más antigüedad que el cabo Casco, así que estarás al mando.

—Muy bien, ¿y cuál es la dotación del pelotón?

—Casco, Campana y Cojo. Ya conoces a Campana. Cojo está abajo. Se rompió la pierna en un deslizamiento de rocas, pero se está curando rápido. Hay cincuenta y un soldados en total. Segunda Compañía, regimiento Ashok.

—Parece que tus sitiadores han desaparecido —comentó Kalam—. El mundo no se ha quedado quieto del todo mientras vosotros estabais encerrados aquí dentro, sargento. Creo que debería contaros lo que sé. Hay alternativas a la opción de esperar aquí, por muy acogedor que sea esto, hasta que nos muramos todos de viejos… o nos ahoguemos por accidente.

—Sí, cabo. Ya harás tu informe. Y si quiero pedir consejo sobre lo que hacer a continuación, serás el primero de la lista. Y ahora se acabaron las opiniones. Hora de bajar, y sugiero que busques una correa para ese maldito demonio. Y dile que deje de sonreír.

—Tendrás que decírselo tú, sargento —dijo Kalam con voz cansina.

—El Imperio de Malaz no necesita aliados del reino de Sombra —soltó Ebron de golpe—, ¡deshazte de él!

El asesino le echó una mirada al mago.

—Como ya he dicho antes, ha habido cambios, mago. Sargento Cordón, si quieres, puedes intentar ponerle un collar aquí al azalan, por mí no hay problema. Pero debería decirte primero (aunque no me estés pidiendo consejo) que aunque esas calabazas raras, las sartenes y los palos nudosos atados a los cinturones de la bestia no parecen armas, este azalan acaba de quitarles la vida a más de quinientos guerreros rebeldes. ¿Y cuánto tiempo le llevó? Unos cincuenta latidos, quizá. ¿Hace lo que yo le pido? Esa sí que es una pregunta que merece la pena plantearse, ¿no te parece?

Cordón estudió a Kalam por un largo instante.

—¿Me estás amenazando?

—Tras haber trabajado solo durante un tiempo, sargento —respondió el asesino en voz baja—, se me ha hecho la piel muy sensible. Me haré cargo de tu pelotón. Incluso seguiré tus órdenes, a menos que resulten ser del género idiota. Si tienes algún problema con eso, se lo llevas a mi sargento la próxima vez que lo veas. Es Whiskeyjack. Aparte de la propia emperatriz, es el único hombre ante el que respondo. ¿Quieres usarme? Estupendo. Puedes disponer de mis servicios… durante un tiempo.

—Está en una misión secreta —murmuró Ebron—. Para la emperatriz, diría yo. Me imagino que habrá vuelto a las Garras; después de todo, es donde empezó, ¿no?

Cordón lo miró con aire pensativo, después se encogió de hombros y se dio la vuelta.

—Esto me está dando dolor de cabeza. Vamos abajo.

Kalam vio al sargento abrirse camino entre el grupo de soldados que atestaban el pasillo. Algo me dice que no me lo voy a pasar muy bien aquí.

Peccado dio un paso de baile.

Una espada borrosa de hierro oscuro se alzó por el horizonte, una inmensa hoja amoratada que parpadeaba y se iba hinchando. El viento había amainado y parecía que la isla que había en el camino de la punta de la espada no se acercaba más. Navaja se acercó al único mástil y empezó a recoger la vela orzada para prepararse para la tormenta.

—Voy a coger un rato los remos —dijo—. ¿Quieres llevar tú el timón?

Apsalar se dirigió a la popa con un encogimiento de hombros.

La tormenta todavía se encontraba detrás de la isla de Deriva Avalii, sobre la que pendía un banco de nubes pesadas, aparentemente permanente e inmóvil. Aparte de una costa que se alzaba escarpada, no parecía haber ningún terreno alto; los bosques de cedros, abetos y secuoyas parecían impenetrables con los troncos envueltos en una oscuridad eterna.

Navaja se quedó mirando a la isla un momento más, después calculó el ritmo de la tormenta que se acercaba. Se acomodó en el banco junto al mástil y cogió los remos.

—Quizá lo consigamos —dijo al tiempo que dejaba caer las palas en el agua turbia y tiraba.

—La isla la hará pedazos —respondió Apsalar.

Él entrecerró los ojos y la miró. Era la primera vez en varios días que la joven se había aventurado a comentar algo sin una considerable insistencia por su parte.

—Bueno, puede que haya cruzado un puto océano, pero sigo sin entender nada del mar. ¿Por qué iba a romper esa tormenta una isla que no tiene una sola montaña?

—Una isla normal no lo haría —respondió ella.

—Ah, ya veo. —Navaja se quedó callado.

Lo que Apsalar sabía procedía de los recuerdos de Cotillion, que parecían añadir otra capa más a la desdicha de la joven. El dios estaba con ellos de nuevo, una presencia que se interponía entre los dos y los perseguía. Navaja le había contado la espectral visita, las palabras de Cotillion. La angustia de la chica (y su furia apenas constreñida) parecía originarse en el reclutamiento del propio Navaja por parte del dios.

La elección de su nuevo nombre la había desagradado desde el principio y que se hubiera convertido, a todos los efectos, en un esbirro del dios patrón de los Asesinos parecía herirla en lo más profundo. Navaja había sido muy ingenuo, según se veía al mirar las cosas en retrospectiva, al creer que esa novedad los acercaría más.

Apsalar no era feliz con el camino que había escogido ella misma, algo que, al comprenderlo, había conmocionado al daru. La joven no obtenía placer ni satisfacción en su propia fría y brutal eficacia como asesina. Navaja se había imaginado una vez que la efectividad era un premio en sí mismo, que la habilidad engendraba su propia justificación y creaba su propio apetito, y de ese apetito se derivaba cierto placer. Una persona se sentía atraída por el dominio que tenía de algo; en Darujhistan, después de todo, sus hábitos de ladrón no habían sido producto de la necesidad. Nunca se había muerto de hambre en las calles de la ciudad ni había sido víctima de sus realidades más crueles. Había robado solo por placer y porque se le daba bien. Un futuro como maestro de ladrones parecía por aquel entonces un objetivo digno, la notoriedad indistinguible del respeto.

Pero resultaba que Apsalar estaba intentando decirle que la eficacia no justificaba nada. Que la necesidad exigía su propio camino y no había virtud que se pudiera encontrar en el fondo.

Navaja se había visto de repente librando una guerra sutil con la joven, las armas eran las del silencio y las expresiones veladas.

Les gruñó a los remos. Los mares se estaban picando.

—Bueno, espero que tengas razón —dijo—. No nos vendría mal un refugio… aunque, por lo que dijo la Cuerda, habrá problemas entre los habitantes de Deriva Avalii.

—Tiste andii —dijo Apsalar—. El pueblo de Anomander Rake. Los hizo asentarse allí para proteger el trono.

—¿Recuerdas si Danzante, o Cotillion, hablaron con ellos?

Los ojos oscuros de la joven se posaron en los suyos por un breve instante, después apartó la vista.

—Fue una conversación corta. Estos tiste andii no han conocido otra cosa que el aislamiento desde hace demasiado tiempo. Su señor los dejó allí y jamás ha regresado.

—¿Nunca?

—Hay… complicaciones. La orilla que tenemos delante no ofrece bienvenida alguna, puedes verlo por ti mismo.

Navaja volvió a meter los remos y se giró en el asiento.

La orilla era arenisca gris y apagada, gastada por las olas y convertida en capas y salientes ondulados.

—Bueno, podemos acercarnos sin mayores dificultades, pero ya veo a qué te refieres. No hay sitio para llevar el velero, y si lo atamos, nos arriesgamos a que lo destrocen las olas. ¿Alguna sugerencia?

La tormenta (o la isla) estaba cogiendo aire y tirando de la vela. Se acercaban a toda prisa a la costa rocosa.

También se habían aproximado más los rumores del cielo y Navaja pudo ver que las copas agitadas de los árboles daban fe de la llegada de un viento fuerte y fiero que estiraba las nubes que corrían sobre la isla y las convertía en zarcillos largos y retorcidos.

—No tengo sugerencias —respondió al fin Apsalar—. Hay otra preocupación, las corrientes.

Y Navaja ya las notaba. Era cierto que la isla iba a la deriva, sin amarrar como estaba al fondo del mar. Unos remolinos giraban y se agitaban alrededor de la arenisca. El agua se hundía, el mar volvía a expulsarla y hervía por toda la costa.

—Que Beru nos proteja —murmuró Navaja—. Esto no va a ser fácil. —Se arrastró hasta la proa.

Apsalar hizo girar el velero y lo puso en un rumbo paralelo a la orilla.

—Busca un saliente que esté bajo en el agua —exclamó—. Quizá podamos arrastrar el bote hasta él.

Navaja no dijo nada. Harían falta cuatro hombres fuertes o más para conseguirlo, pero al menos llegaríamos a la orilla de una pieza. Las corrientes tiraban del casco y desplazaban la nave de un lado a otro. Un vistazo a su espalda le mostró a Apsalar luchando por estabilizar el timón.

La apagada arenisca gris reveló, en sus incontables salientes y modulaciones, una historia de niveles del mar en constante cambio. Navaja no entendía cómo podía flotar una isla. Si la responsable era la hechicería, entonces su poder era inmenso y, sin embargo, parecía cualquier cosa salvo perfecto.

—¡Ahí! —gritó Navaja de repente y señaló un punto por delante, donde las ondulaciones de la costa caían convertidas en un trozo plano, apenas un palmo por encima de las aguas agitadas.

—Prepárate —le ordenó Apsalar al tiempo que se medio levantaba de su asiento.

Navaja subió gateando por la proa con un rollo de cuerda en la mano izquierda y se preparó para saltar al saliente. Cuando se acercaron, el joven vio que el saliente de piedra era fino y estaba muy socavado.

Se acercaron a toda prisa y Navaja saltó.

Aterrizó con los dos pies en el suelo, flexionó las rodillas y se agachó.

Se oyó un crujido agudo, después la piedra estaba cayendo bajo sus mocasines. El agua fría le envolvió los tobillos. Perdido el equilibrio, el daru se derrumbó hacia atrás con un gañido. Tras él, el barco se precipitó hacia tierra, sobre la ola que caía tras el rastro del saliente hundido. Navaja se hundió en las aguas profundas y el casco incrustado rodó sobre él.

Las corrientes tiraron del joven hacia el fondo, hacia la oscuridad helada. Su talón izquierdo chocó con la roca de la isla, el impacto suavizado por una gruesa piel de algas.

Más abajo, una caída aterradoramente rápida hacia las profundidades.

Después, el muro de roca desapareció y las corrientes lo arrastraron bajo la isla.

Un rugido le llenó la cabeza, el sonido de la velocidad del agua. La última bocanada de aire se estaba reduciendo a la nada en su pecho. Algo duro lo aporreó en el costado (un trozo del casco del velero, restos de un naufragio arrastrados por las corrientes), el barco de los dos jóvenes había volcado. O bien Apsalar estaba en alguna parte del remolino de agua con él o se las había arreglado para saltar a la arenisca sólida. Navaja esperaba que fuera lo segundo, que no se ahogaran los dos, pues ahogarse era ya lo único que le quedaba.

Lo siento, Cotillion. Confío en que no esperaras mucho de mí

Chocó con piedra una vez más, rodó por ella y después la corriente tiró de él hacia arriba y de repente lo escupió.

Agitó brazos y piernas, arañó el agua inmóvil, notaba el pulso aporreándole la cabeza. Desorientado, el pánico lo atravesaba como un incendio forestal y estiró los brazos una última vez.

La mano derecha se hundió en el aire frío.

Un momento después, sacó la cabeza a la superficie.

El aire gélido, cortante, le invadió los pulmones, dulce como la miel. No había luz y sus jadeos no arrancaban ecos, parecían desvanecerse en una inmensidad desconocida.

Navaja llamó a Apsalar a gritos, pero no hubo respuesta.

Su cuerpo se estaba entumeciendo a gran velocidad. Escogió una dirección al azar y se puso a nadar.

Y pronto chocó con un muro de piedra, cubierto de una vegetación húmeda y resbaladiza. Levantó los brazos y encontró solo una pared escarpada. Siguió nadando junto a ella, los miembros se le debilitaban, una lasitud mortal lo iba invadiendo. Navaja siguió luchando aunque sentía que se le escapaba la voluntad.

Entonces, su mano estirada cayó sobre la superficie plana de un saliente. Navaja lanzó los dos brazos sobre la piedra. Las piernas, entumecidas por el frío, tiraban de él. Gimió e intentó salir arrastrándose del agua, pero le fallaron las fuerzas. Los dedos abrieron surcos en el cieno y poco a poco se fue hundiendo.

Un par de manos se cerraron sobre él, una en cada hombro, y cogieron la tela empapada entre unos dedos duros como el hierro. Sintió que lo sacaban del agua y después lo dejaban caer en el saliente.

Navaja permaneció allí tirado, inmóvil, llorando. Los estremecimientos lo sacudían entero.

Al final, un leve crujido lo alcanzó, parecía proceder de todas partes. El aire se hizo más cálido, un fulgor apagado se iba alzando poco a poco.

El daru rodó de lado. Esperaba ver a Apsalar, pero en su lugar, de pie sobre él, estaba un anciano con una altura extraordinaria, el cabello largo, blanco y enmarañado, barba cana, aunque la piel era negra como el ébano, con los ojos de un color ámbar profundo y brillante, la única fuente de luz, comprendió Navaja, conmocionado.

Alrededor de los dos las algas se iban secando, se encogían bajo las oleadas de calor que irradiaba el desconocido. El saliente solo tenía unos cuantos pasos de anchura, un único borde de piedra resbaladiza flanqueada por muros verticales que se extendían a los lados. Navaja estaba recuperando la sensación en las piernas y la ropa le humeaba por el calor. Luchó por incorporarse.

—Gracias —dijo en malazano.

—Tu nave ha contaminado el estanque —respondió el hombre—. Supongo que querrás recuperar algunos de los restos.

Navaja se giró para mirar el agua, pero no avistó nada.

—Tenía una compañera…

—Llegaste solo. Es probable que tu compañera se ahogara. Solo una corriente trae a las víctimas aquí. El resto lleva solo a la muerte. En la isla en sí solo hay un sitio donde atracar y tú no lo encontraste. Pocos cadáveres en los últimos tiempos, por supuesto, dada la distancia que nos separa de las tierras ocupadas. Y el fin del comercio.

Las palabras eran vacilantes, como si pocas veces las usaran, y el hombre se alzaba con aire torpe.

¿Se ha ahogado? Es más probable que consiguiera llegar a la orilla. No para Apsalar el vil fin que casi me lleva a mí. Claro que… Todavía no era inmortal y estaba tan sujeta a la indiferencia cruel del mundo como cualquiera. Navaja apartó el pensamiento por un instante.

—¿Estás recuperado?

Navaja levantó la cabeza.

—¿Cómo me has encontrado?

Un encogimiento de hombros.

—Es mi trabajo. Y ahora, si puedes caminar, es hora de irnos.

El daru se levantó. Ya tenía la ropa casi seca.

—Posees dones inusuales —comentó—. Me llamo… Navaja.

—Puedes llamarme Darist. No debemos demorarnos. Con la sola presencia de vida en este lugar corremos el riesgo de que se despierte.

El antiquísimo tiste andii se giró para mirar el muro de piedra. A un gesto suyo apareció una puerta tras la cual había unos escalones de piedra que subían.

—Lo que sobrevivió al naufragio de tu navío espera arriba, Navaja. Ven.

El daru echó a andar tras el hombre.

—¿Despertar? ¿Quién podría despertarse?

Darist no respondió.

Los escalones estaban gastados y resbaladizos, la ascensión era escarpada y aparentemente interminable. El agua fría le había robado las fuerzas a Navaja y su paso se hacía cada vez más lento. Una y otra vez Darist se detenía a esperarlo, sin decir nada, con la expresión impenetrable.

Salieron al final a un pasillo llano que recorrían, junto a las paredes, columnas de ásperos cedros. El aire olía a humedad y cerrado bajo el aroma picante de la madera. No había nadie más a la vista.

—Darist —preguntó Navaja mientras bajaban por el pasillo—, ¿seguimos todavía bajo el nivel del suelo?

—Así es, pero no subiremos más de momento. La isla está siendo atacada.

—¿Qué? ¿Por quién? ¿Qué hay del trono?

Darist se detuvo y giró en redondo, el brillo de sus ojos se profundizó un poco.

—Una pregunta hecha sin la debida prudencia. ¿Qué te ha traído, humano, a Deriva Avalii?

Navaja dudó. Sabía que las relaciones no era muy buenas entre los actuales regidores de Sombra y los tiste andii. Y Cotillion tampoco había sugerido ni por lo más remoto que entablara contacto con los hijos de Oscuridad. Los habían emplazado allí, después de todo, para que se aseguraran de que el verdadero trono de Sombra permanecía vacío.

—Me envió un mago, un erudito cuyos estudios lo habían llevado a creer que la isla, y todo lo que contenía, estaba en peligro. Intenta descubrir la naturaleza de esa amenaza.

Darist se quedó callado un momento, con el rostro arrugado desprovisto de expresión.

—¿Cómo se llama ese erudito? —dijo después.

—Eh, Baruk. ¿Lo conoces? Vive en Darujhistan…

—Lo que hay en el mundo más allá de esta isla a mí no me concierne —respondió el tiste andii.

Y por eso, anciano, es por lo que te has metido en este lío. Cotillion tenía razón.

—Los tiste edur han vuelto, ¿verdad? Para reclamar el trono de Sombra. Pero fue Anomander Rake el que te dejó aquí, el que te confió…

—Todavía vive, ¿verdad? Si el hijo favorito de madre Oscuridad no está complacido con el modo en que hemos llevado a cabo esta tarea, debe venir y decírnoslo en persona. No fue un mago humano el que te envió aquí, ¿verdad? ¿Te arrodillas ante el que empuña Dragnipur? ¿Vuelve acaso a reclamar la sangre de los tiste andii? ¿Ha renunciado a su sangre draconiana?

—No sabría…

—¿Aparece ahora como un anciano, mucho más anciano que yo? Ah, ya veo en tu rostro la verdad. No lo ha hecho. Bueno, pues puedes regresar con él y decirle…

—¡Espera! ¡Yo no sirvo a Rake! Sí, lo vi en persona y no hace mucho tiempo, y parecía bastante joven. Pero no me arrodillé ante él, ¡bien sabe el Embozado que en ese momento estaba muy ocupado, en cualquier caso! ¡Demasiado ocupado luchando con un demonio para charlar conmigo! Nuestros caminos solo se cruzaron. No sé de qué estás hablando, Darist. Perdona. Y desde luego no estoy en posición de buscarlo y decirle lo que sea que tenga que decirle de tu parte.

El tiste andii estudió a Navaja un momento más, después se dio la vuelta y reanudó su viaje.

El daru lo siguió, en sus pensamientos solo había confusión. Una cosa era aceptar el encargo de un dios, pero cuanto más viajaba por aquel pavoroso camino, más insignificante se sentía. Las discusiones entre Anomander Rake y los tiste andii de Deriva Avalii… bueno, aquello tampoco era asunto suyo. El plan había sido meterse de forma furtiva en la isla y pasar desapercibidos para determinar si los edur habían encontrado de verdad el lugar, aunque cualquiera sabía lo que Cotillion iba a hacer con esa información.

Pero eso es algo que debería plantearme, supongo. ¡Maldita sea, Navaja, Azafrán habría tenido preguntas! Bien sabe Mowri que habría dudado mucho más antes de aceptar el trato de Cotillion. ¡Si es que lo hubiera aceptado siquiera! El nuevo personaje estaba imponiendo cierto sentido de la censura, él había creído que le daría más libertad; pero estaba empezando a tener la sensación de que el auténticamente libre había sido Azafrán.

Aunque tampoco se podía decir que la libertad garantizara la felicidad. De hecho, ser libre era vivir en ausencia. De responsabilidades, de lealtades, de las presiones que imponían las expectativas. Ah, la miseria ha mancillado mis opiniones. Miseria y la amenaza del dolor auténtico, que cada vez se acerca más, pero no, tiene que estar viva. Ahí arriba, en algún lugar. En una isla que está siendo atacada

—Darist, por favor, espera un momento.

La alta figura se detuvo.

—No veo razón para responder a tus preguntas.

—Estoy preocupado… por mi compañera. Si está viva, se encuentra en algún sitio sobre nosotros, en la superficie. Has dicho que os estaban atacando. Temo por ella…

—Percibimos la presencia de desconocidos, Navaja. Sobre nosotros hay tiste edur. Pero nadie más. Esa compañera tuya se ha ahogado. No tiene sentido mantener la esperanza.

El daru se sentó de repente. Se sentía enfermo, el corazón le palpitaba de angustia. Y desesperación.

—La muerte no es un destino cruel —dijo Darist encima de él—. Si era una amiga, echarás de menos su compañía y esa es la verdadera fuente de tu dolor, tu pena es por ti mismo. Mis palabras puede que te desagraden, pero hablo por experiencia. He sentido la muerte de muchos de los míos y lloro los espacios vacíos que dejaron en mi vida. Pero tales pérdidas solo sirven para facilitar mi propio e inminente fallecimiento.

Navaja levantó la cabeza y se quedó mirando al tiste andii.

—Darist, perdóname. Puede que seas viejo, pero también eres un maldito idiota. Y empiezo a entender por qué Rake os dejó aquí y después se olvidó de vosotros. Y ahora hazme el favor de callarte. —Se incorporó, se sentía vacío por dentro, pero estaba decidido a no rendirse a la desesperación que amenazaba con abrumarlo. Porque rendirse es lo que ha hecho este tiste andii.

—Tu ira no me produce daño alguno —dijo Darist. Se volvió y señaló con un gesto las puertas dobles que tenían justo delante—. Por aquí encontrarás un lugar para descansar. Tus restos también aguardan ahí.

—¿No me contarás nada de la batalla que se libra arriba?

—¿Qué hay que contarte, Navaja? Hemos perdido.

—¿Perdido? ¿Quién queda entre vosotros?

—Aquí, en la Fortaleza, donde se encuentra el trono, solo estoy yo. Ahora será mejor que descanses. Tendremos compañía muy pronto.

Los aullidos de rabia reverberaban por los huesos de Onrack, aunque sabía que su compañero no oía nada. Eran gritos de los espíritus, dos espíritus atrapados dentro de dos de las enormes y bestiales estatuas que se alzaban en la planicie ante ellos.

El manto de nubes del cielo se había roto y se desvanecía a toda prisa convertido en finos jirones. Tres lunas cabalgaban los cielos y había tres soles. La luz fluía con tonos cambiantes a medida que las lunas se balanceaban en sus ataduras invisibles. Un mundo extraño, inquietante, reflexionó Onrack.

La tormenta se había agotado. Habían esperado al socaire de una pequeña colina mientras se revolvía alrededor de las gigantescas estatuas, el viento pasaba aullando en su salvaje carrera entre las calles salpicadas de escombros de la ciudad en ruinas que había detrás. El aire había comenzado a humear.

—¿Qué ves, t’lan imass? —preguntó Trull desde donde se había sentado en cuclillas, de espaldas a los edificios.

El t’lan imass se encogió de hombros y dejó su prolongado estudio de las estatuas.

—Aquí hay misterios… sobre los que sospecho que tú sabes más que yo.

El tiste edur levantó la mirada con una expresión irónica.

—Eso no parece muy probable. ¿Qué sabes tú de los mastines de Sombra?

—Muy poco. Los logros se cruzaron con ellos solo una vez, hace mucho tiempo, en la época del Primer Imperio. Siete de número. Servían a un amo desconocido, pero estaban empeñados en la destrucción.

Trull esbozó una sonrisa extraña.

—¿El Primer Imperio humano o el vuestro? —preguntó después.

—Sé poco del imperio humano de ese nombre. No se nos atrajo a su corazón más que una vez, Trull Sengar, como respuesta al caos de los soletaken y los d’ivers. Los mastines no hicieron acto de presencia durante esa masacre. —Onrack volvió la cabeza y miró al inmenso mastín de piedra que tenían delante—. Creen —dijo poco a poco— los invocahuesos que hacer un icono de un dios es capturar su esencia en el interior de ese icono. Incluso la disposición de unas piedras prescribe el confinamiento. Igual que una choza puede medir los límites de poder de un mortal, así también hay espíritus y dioses sellados en el interior de un lugar elegido de tierra, piedra o madera… o en un objeto. De este modo, el poder se encadena y se hace manejable. Dime, ¿los tiste edur están de acuerdo con esa noción?

Trull Sengar se puso en pie.

—¿Crees que nosotros levantamos estas gigantescas estatuas, Onrack? ¿Vuestros invocahuesos también creen que el poder comienza como una cosa desprovista de forma y por tanto más allá de todo control? ¿Y que tallar un icono, o hacer un círculo de piedras, impone en realidad un orden a ese poder?

Onrack ladeó la cabeza y se quedó callado un momento.

—Entonces debe de ser que hacemos nuestros propios dioses y espíritus. Que la fe exige forma y la forma da vida al ser. ¿Pero acaso no fueron los tiste edur moldeados por la madre Oscuridad? ¿No fue vuestra diosa la que os creó?

La sonrisa de Trull se ensanchó.

—Me refería a estas estatuas, Onrack. Para responderte, no sé si las manos que les dieron forma fueron tiste edur. En cuanto a la madre Oscuridad, puede ser que al crearnos, se limitara a separar lo que no estaba separado antes.

—¿Sois entonces las sombras de los tiste andii? ¿Liberados por la misericordia de vuestra diosa madre?

—Pero Onrack, a todos nos liberan.

—Dos de los mastines están aquí, Trull Sengar. Sus almas permanecen atrapadas en la piedra. Y una cosa más que señalar: estos retratos no arrojan sombra alguna.

—Como tampoco lo hacen los propios mastines.

—Si no son más que reflejos, entonces debe de haber mastines de Oscuridad, de los que se arrancaron —insistió Onrack—. Sin embargo, no se sabe de tales… —El t’lan imass se quedó callado de repente.

Trull se echó a reír.

—Parece que sabes más del Primer Imperio humano de lo que habías indicado. ¿Cómo se llamaba ese emperador tirano? Da igual. Deberíamos continuar el viaje hacia la puerta…

—Dissembelackis —susurró Onrack—. El fundador del Primer Imperio humano. Desaparecido mucho tiempo antes de que se desatara el ritual de la Bestia. Se creía que había… virado.

—¿D’ivers?

—Sí.

—¿Y el número de las bestias?

—Siete.

Trull levantó la cabeza y se quedó mirando las estatuas, después hizo un gesto.

—Nosotros no construimos esto. No, no estoy seguro, pero en el fondo siento… que no hay empatía. Son siniestros y brutales a mis ojos, t’lan imass. Los mastines de Sombra no son dignos de veneración. Carecen desde luego de ataduras, son salvajes y letales. Para dominarlos de verdad hay que sentarse en el trono de Sombra, como señor del reino. Pero es más que eso. Hay que reunir primero los fragmentos separados. Hacer de Kurald Emurlahn un todo una vez más.

—Y eso es lo que buscan los tuyos —dijo Onrack con voz profunda—. La posibilidad me inquieta.

El tiste edur estudió al t’lan imass y después se encogió de hombros.

—No compartía tu angustia ante la perspectiva, al principio no. Y, de hecho, si hubiera continuado siendo algo… puro, quizá yo aún estaría junto a mis hermanos. Pero otro poder actúa tras un velo en todo esto, no sé quién o qué, pero le gustaría desgarrar ese velo.

—¿Por qué?

A Trull pareció sorprenderle la pregunta, después se estremeció.

—Porque lo que ha hecho de mi pueblo es una abominación, Onrack.

El t’lan imass emprendió la marcha hacia el hueco que quedaba entre las dos estatuas más cercanas.

Después de un momento, Trull Sengar lo siguió.

—Me imagino que no sabes lo que es ver que los tuyos se van disolviendo, ver el espíritu de un pueblo entero corromperse, luchar sin fin por abrirles los ojos, como ha abierto los tuyos la claridad que te ha concedido el azar.

—Cierto —respondió Onrack, sus pasos resonaban con tono seco en el suelo empapado.

—Y tampoco es simple ingenuidad —continuó el tiste edur, que iba cojeando tras Onrack—. Nuestra negativa es deliberada, nuestra estudiada indiferencia sirve de manera muy conveniente a nuestros más bajos deseos. Somos un pueblo con una larga vida que ahora se arrodilla ante intereses a corto plazo…

—Si eso te parece inusual —murmuró el t’lan imass—, entonces se deduce que el que está tras el velo os necesita solo a corto plazo, si es cierto que ese poder oculto está manipulando a los tiste edur.

—Una idea interesante. Bien es posible que tengas razón. La pregunta, entonces, es, una vez que se alcance ese objetivo a corto plazo, ¿qué le ocurrirá a mi pueblo?

—Las cosas que sobreviven a su utilidad se desechan —respondió Onrack.

—Se abandonan. Sí…

—A menos, por supuesto —continuó el t’lan imass— que luego supongan una amenaza para aquel que los ha explotado. Si es así, entonces la respuesta sería aniquilarlos una vez que dejaran de ser útiles.

—Hay un desagradable tono de verdad en tus palabras, Onrack.

—Suelo ser desagradable en general, Trull Sengar.

—Lo empiezo a asimilar. Dices que las almas de dos mastines están encerradas en el interior de estas estatuas, ¿y cuáles sostienes que son?

—Caminamos ahora entre ellas.

—Me pregunto qué están haciendo aquí…

—Han dado forma a la piedra para cercarlos, Trull Sengar. Nadie le pregunta al espíritu o al dios, cuando se elabora un icono, si desea el encierro, ¿verdad? La necesidad de hacer las vasijas es una necesidad de los mortales. Poder posar los ojos en lo que se venera es una afirmación del control en el peor de los casos o, en el mejor, la ilusión de que se puede negociar el destino que te espera.

—¿Y tales nociones te parecen, como es de esperar, patéticas, Onrack?

—A mí me parecen patéticas la mayor parte de las nociones, Trull Sengar.

—¿Crees que estas bestias están atrapadas para toda la eternidad? ¿Es aquí adonde vienen cuando las destruyen?

Onrack se encogió de hombros.

—No tengo paciencia para estos juegos. Sabes y sospechas cosas tú también, pero no las expresas. En lugar de eso, pretendes descubrir lo que yo sé y lo que percibo de estos espíritus atrapados. No me importa en absoluto la suerte que puedan correr, en uno u otro sentido, estos mastines de Sombra. De hecho, me parece desafortunado que (si a estos dos los mataron en algún otro reino y por eso han terminado aquí) no queden más que cinco, pues eso reduce mis posibilidades de matar uno yo mismo. Y creo que disfrutaría matando a un mastín de Sombra.

La carcajada del tiste edur fue dura.

—Bueno, no negaré que esa seguridad en ti mismo sirve de mucho. Con todo, Onrack de los logros, no creo que le dieras la espalda a un encuentro violento con un mastín.

El t’lan imass se detuvo y se volvió hacia Trull Sengar.

—Hay piedra y hay piedra.

—Me temo que no entiendo…

A modo de respuesta, Onrack desenvainó su espada de obsidiana y se acercó a la más cercana de las dos estatuas. La zarpa de la criatura ya era en sí más alta que el t’lan imass. Este levantó el arma con las dos manos y después lanzó un golpe contra la piedra oscura e incólume.

Un crujido penetrante hendió el aire.

Onrack se tambaleó y echó hacia atrás la cabeza cuando las fisuras se dispararon por el enorme edificio.

La construcción pareció estremecerse y después explotó en una nube imponente de polvo.

Trull Sengar se echó hacia atrás con un chillido y se alejó gateando cuando la oleada de polvo empezó a extenderse para envolverlo.

La nube siseó alrededor de Onrack. El t’lan imass se irguió y después se puso en posición de combate cuando apareció una forma más oscura entre el remolino de calima gris.

Atronó una segunda conmoción (esa vez detrás del t’lan imass) cuando explotó la otra estatua. La oscuridad descendió cuando las dos nubes ocultaron los horizontes a no más de una docena de pasos en todas direcciones.

Ya solo hasta el hombro, la bestia que surgió ante Onrack era tan alta como Trull Sengar. Tenía el pelo incoloro y los ojos ardían de color negro. Una cabeza amplia y plana, orejas pequeñas…

Una luz que atravesó la penumbra cenicienta, parte de la luz de los dos soles y la que se reflejaba de las lunas, llegó al suelo y arrojó bajo el mastín una veintena de sombras.

La bestia mostró unos dientes del tamaño de colmillos, los labios se separaban en un gruñido silencioso que revelaba encías rojas como la sangre.

El mastín atacó.

La espada de Onrack era un contorno borroso negro como la noche que destelló para besar el grueso y musculoso cuello de la criatura, pero el golpe solo cortó el aire polvoriento. El t’lan imass sintió unas mandíbulas enormes que se cerraban sobre su pecho. Un tirón lo levantó del suelo. Los huesos se partieron. Una sacudida salvaje que le arrancó la espada de las manos y después se vio volando por la penumbra granulosa…

Para que lo capturara con un chasquido agudo un segundo par de mandíbulas.

Los huesos del brazo izquierdo se partieron en una veintena de pedazos dentro del envoltorio tenso de la piel marchita, y después se lo arrancaron por completo del cuerpo.

Otra sacudida que lo hizo crujir todo y lo lanzó por el aire una vez más… para estrellarse y convertirse en un montón astillado en el suelo, por donde rodó de nuevo. Después se quedó quieto.

Onrack notó un trueno en el cráneo. Se planteó disolverse en polvo, pero por primera vez no era dueño de la voluntad ni, al parecer, de la capacidad para hacerlo.

Le habían quitado el poder, el voto se había roto, se lo habían arrancado del cuerpo. Era, comprendió, como aquellos de sus parientes caídos, los que habían sufrido tanta destrucción física que habían dejado de ser uno con los t’lan imass.

Se quedó allí echado, inmóvil, y sintió el pesado paso de uno de los mastines que se acercaba sin ruido y permanecía, imponente, sobre él. Un hocico moteado de polvo y fragmentos le dio un pequeño empujón, le presionó las costillas rotas del pecho. Después se alzó. Onrack escuchó su aliento, el sonido, como olas que penetrasen con la marea en unas cuevas, pudo sentir su presencia como una sustancia pesada en el aire húmedo.

Tras un largo instante, Onrack se percató de que la bestia ya no se cernía sobre él. Y tampoco pudo oír las lentas pisadas por la tierra húmeda. Era como si la criatura y su compañero se hubieran desvanecido sin más.

Después el arañazo de unas botas en el suelo, cerca, un par de manos que le daban la vuelta y lo colocaban de espaldas.

Trull Sengar se lo quedó mirando.

—No sé si todavía puedes oírme —murmuró—. Pero si te sirve de consuelo, Onrack de los logros, esos no eran mastines de Sombra. Oh no, desde luego que no. Eran los de verdad. Los mastines de Oscuridad, amigo mío. Me aterra pensar lo que has liberado aquí…

Onrack consiguió elaborar una respuesta, sus palabras fueron un rumor seco y suave.

—Para que luego hablen de gratitud.

Trull Sengar arrastró al destrozado t’lan imass hasta un muro bajo al borde de la ciudad, donde sentó al guerrero y lo apoyó en el muro.

—Ojalá supiera qué más puedo hacer por ti —dijo al dar un paso atrás.

—Si los míos estuvieran presentes —dijo Onrack— completarían los rituales necesarios. Me separarían la cabeza del cuerpo y buscarían para ella un lugar adecuado para que pudiera contemplar la eternidad. Desmembrarían el cuerpo decapitado y esparcirían los miembros. Se llevarían mi arma, para devolverla al lugar de mi nacimiento.

—Oh.

—Por supuesto, tú no puedes hacer tales cosas. Así pues, me veo obligado a continuar a pesar de mi estado actual. —Con eso, Onrack se fue irguiendo poco a poco, con esfuerzo, los huesos rotos chirriaban y crujían, las astillas iban cayendo.

—Podrías haber hecho esto antes de que te arrastrara —rezongó Trull.

—Lamento sobre todo la pérdida del brazo —dijo el t’lan imass mientras estudiaba los músculos desgarrados del hombro izquierdo—. Mi espada es más efectiva cuando se sujeta con dos manos. —Se tambaleó hacia donde yacía el arma en medio del cieno. Parte de su pecho se hundió cuando se inclinó para recogerla. Al erguirse, Onrack miró a Trull Sengar—. Ya no soy capaz de percibir la presencia de las puertas.

—Deberían ser bastante obvias —respondió el tiste edur—. Supongo que cerca del centro de la ciudad. Menudo par estamos hechos, ¿verdad?

—Me pregunto por qué no te mataron los mastines.

—Parecían impacientes por irse. —Trull emprendió la marcha por la calle que tenían justo enfrente, Onrack lo siguió—. Ni siquiera estoy seguro de que me vieran, la nube de polvo era densa. Dime, Onrack, si hubiera otros t’lan imass aquí, ¿habrían hecho todas esas cosas por ti? ¿A pesar de que sigues siendo capaz de… funcionar?

—Como tú, Trull Sengar, ahora estoy expulsado. Del ritual. De mi propio pueblo. Mi existencia carece ahora de significado. La última tarea que me queda es buscar a los otros cazadores, para hacer lo que se ha de hacer.

La calle estaba cubierta de sedimentos húmedos y densos. Los edificios bajos de ambos lados, desgarrados sobre el nivel del suelo, lucían unan capa similar que suavizaba todas las aristas, como si la ciudad se estuviera fundiendo poco a poco. No se veía una arquitectura grandiosa y los escombros de las calles revelaban que eran poco más que ladrillos quemados. No había señal de vida por ninguna parte.

Continuaron adelante, a un paso tortuoso y lento. La calle se fue ensanchando poco a poco y formó una inmensa explanada flanqueada por pedestales que en otro tiempo habían albergado estatuas. Los arbustos y los árboles desarraigados estropeaban el paisaje, todo de un gris uniforme, que iba asumiendo un tono sobrenatural bajo el ya dominante sol azul, que a su vez pintaba una gran luna de color magenta.

Al otro extremo había un puente sobre lo que había sido un río, pero que en esos momentos estaba lleno de sedimentos. Una masa enmarañada de detritos se había encaramado a un lado del puente y había derramado diversos restos sobre la pasarela. Entre la basura se hallaba una cajita.

Trull se inclinó sobre ella cuando llegaron al puente. Después se agachó.

—Parece bien sellada —dijo al tiempo que estiraba el brazo para soltar el cierre y después levantar la tapa—. Qué raro. Parecen tarros de arcilla. Pequeños…

Onrack se acercó junto al tiste edur.

—Son municiones moranthianas, Trull Sengar.

El tiste edur levantó la cabeza.

—Yo no sé nada de tales cosas.

—Armas. Explotan cuando se rompe la arcilla. Por lo general se arrojan. Lo más lejos posible. ¿Has oído hablar del Imperio de Malaz?

—No.

—Humano. De mi reino natal. Estas municiones pertenecen a ese Imperio.

—Bueno, eso sí que es inquietante. ¿Y por qué están aquí?

—No lo sé.

Trull Sengar cerró la tapa y cogió la caja.

—Si bien preferiría una espada, esto tendrá que servir. No me ha complacido permanecer desarmado durante tanto tiempo.

—Hay una estructura allá… un arco.

El tiste edur se irguió y asintió.

—Sí. Es lo que buscamos.

Los dos continuaron.

El arco se alzaba sobre unos pedestales en el centro de una plaza empedrada. Las riadas habían llevado sedimentos hasta la boca, donde se habían secado formando extraños riscos dentados. Cuando los dos viajeros se acercaron, descubrieron que la arcilla era roca dura. Aunque la puerta no se manifestaba de ningún modo discernible, un calor pulsátil irradiaba del espacio que había bajo el arco.

Las columnas de la estructura carecían de adornos. Onrack estudió el edificio.

—¿Qué puedes percibir en esto? —preguntó el t’lan imass tras un momento.

Trull Sengar sacudió la cabeza y después se acercó. Se detuvo cerca del umbral de la puerta.

—No puedo creer que por aquí se pueda pasar, el calor que sale de ahí es abrasador.

—Es posible que sea una guarda —sugirió Onrack.

—Sí. Y no tenemos medio de hacerla pedazos.

—No es cierto.

El tiste edur volvió la cabeza y miró a Onrack, después la bajó y se fijó en la caja que llevaba bajo el brazo.

—No entiendo cómo un explosivo mundano podría destruir una guarda.

—La hechicería depende de patrones, Trull Sengar. Haz pedazos el patrón y la magia falla.

—Muy bien, intentémoslo.

Se apartaron veinte pasos de la puerta. Trull abrió la caja y sacó con cuidado una de las esferas de arcilla. Clavó la mirada en la puerta y después arrojó la munición.

La explosión desencadenó un incendio chispeante en el portal. Fuegos blancos y dorados se propagaron con furia bajo el arco, después la violencia se fue disipando y formó un muro dorado que giraba.

—Esa es la senda en sí —dijo Onrack—. La guarda está rota. Con todo, no la reconozco.

—Yo tampoco —murmuró Trull, que cerró otra vez la caja de las municiones. Entonces levantó la cabeza de golpe—. Se acerca algo.

—Sí. —Onrack se quedó callado entonces durante un largo instante. De repente levantó la espada—. Huye, Trull Sengar, vuelve a cruzar el puente. ¡Huye!

El tiste edur giró en redondo y empezó a correr.

Onrack procedió a retroceder de espaldas de escalón en escalón. Podía sentir el poder de los que estaban al otro lado de la puerta, un poder brutal y ajeno a él. La ruptura de la guarda se había notado y la emoción que atravesaba la barrera era de ultraje indignado.

Una rápida mirada por encima del hombro le mostró que Trull Sengar había cruzado el puente y no se le veía por ninguna parte. Tres pasos más y Onrack llegaría también al puente. Y allí se plantaría para oponer resistencia. Esperaba que lo destruyesen, pero pretendía ganar tiempo para su compañero.

La puerta rieló con una luz brillante y cegadora y después salieron cuatro jinetes a medio galope. Montaban caballos blancos de largas patas con crines salvajes del color del óxido. Con armaduras ornamentadas en esmalte, los guerreros estaban a la altura de sus monturas, altos y pálidos, sus rostros ocultos casi del todo bajo celadas con ranuras y barbera para las mejillas y la barbilla. Cimitarras curvas, que parecían haber sido talladas en marfil, empuñadas en puños protegidos por guanteletes. Cabello largo y plateado que caía bajo los yelmos.

Se dirigieron directamente a Onrack. El medio galope se convirtió en galope. El galope en carga.

El magullado t’lan imass amplió la postura, levantó la espada de obsidiana y se preparó para recibirlos.

Los jinetes solo podían llegar a él a través del estrecho puente, de dos en dos, e incluso entonces estaba claro que solo pretendían que sus caballos derribaran a Onrack. Pero el t’lan imass había luchado al servicio del Imperio de Malaz, en Falar y en Siete Ciudades, y se había enfrentado a guerreros a caballo en muchas batallas. Un momento antes de que los primeros jinetes llegaran a él, Onrack saltó hacia delante. Entre las dos monturas. Sin hacer caso de la espada que llegaba girando por su izquierda, el t’lan imass lanzó una cuchillada contra la cintura del otro guerrero.

Dos hojas de marfil lo golpearon de forma simultánea, la de la izquierda le aplastó la clavícula y se hundió en el omóplato, después lo atravesó entre un chorro de fragmentos de hueso. La cimitarra de la derecha le hizo un profundo corte en un lado de la cara y se la separó desde la sien hasta la base de la mandíbula.

Onrack sintió que su hoja de obsidiana se hundía en la armadura del guerrero. El esmalte quedó hecho pedazos.

Entonces los dos atacantes lo dejaron atrás y llegaron los dos restantes.

El t’lan imass se agachó de golpe y colocó la espada en horizontal sobre la cabeza. Un par de hojas de marfil cayeron sobre él como martillos y los impactos atravesaron el magullado cuerpo de Onrack como un trueno.

Ya lo habían dejado todos atrás y habían salido a la explanada para darles la vuelta a los caballos, las celadas giradas para contemplar al guerrero solitario que había sobrevivido de algún modo a sus ataques.

Los cascos golpearon los adoquines recubiertos de cieno, los cuatro guerreros tiraron de las riendas y bajaron las armas. Aquel cuya armadura había destrozado la espada de Onrack se inclinaba hacia delante y se apretaba el estómago con un brazo. Varias salpicaduras de sangre manchaban el flanco del caballo.

Onrack se sacudió y varios trozos de hueso destrozado cayeron como granizo en el suelo. Después acomodó su propia arma con la punta hacia abajo y esperó mientras uno de los jinetes adelantaba a su caballo al paso.

Se alzó un guantelete para levantar la celada, que reveló unos rasgos sorprendentemente parecidos a los de Trull Sengar, aparte de la piel blanca, casi luminosa. Unos ojos de plata fría se clavaron en el t’lan imass con asco.

—¿Hablas, inerte? ¿Entiendes el idioma de la pureza?

—No parece más puro que cualquier otro —respondió Onrack.

El guerrero frunció el ceño.

—No perdonamos la ignorancia. Eres servidor de la muerte. No hay más que una necesidad cuando se trata con alguien como tú, y es la aniquilación. Prepárate.

—Yo no sirvo a nadie —dijo Onrack al tiempo que levantaba la espada una vez más—. Ven, entonces.

Pero el guerrero herido levantó una mano.

—Espera, Enias. Este mundo no es nuestro, ni tampoco es el salvaje sin muerte uno de los intrusos que buscamos. De hecho, como tú mismo debes de percibir, ninguno de ellos está aquí. Este portal no se ha usado en milenios enteros. Hemos de llevar nuestra búsqueda a otro sitio. Pero primero necesito sanación. —El guerrero desmontó con cuidado, sujetándose todavía con un brazo la cintura—. Orenas, asísteme.

—Permíteme destruir esta cosa antes, senescal…

—No. Toleraremos su existencia. Quizá tenga respuestas para nosotros, para guiarnos en nuestra búsqueda. Si eso fracasa, podemos destruirlo más tarde.

El que se llamaba Orenas se bajó del caballo y se acercó al senescal.

Enias acercó el caballo más al t’lan imass, como si todavía pudiera haber un combate. Hizo una mueca que mostró sus dientes.

—No queda mucho de tu persona, inerte. ¿Son esas marcas de colmillos? Tu pecho ha estado en las mandíbulas de una bestia, creo. ¿La misma que te robó el brazo? ¿Por medio de qué hechicería te aferras a la existencia?

—Eres de sangre tiste —comentó Onrack.

La cara del hombre se crispó en una mueca burlona.

—¿Sangre tiste? Solo entre los liosan es la sangre tiste pura. Así que te has cruzado con nuestros primos mancillados. Son poco más que alimañas. No has respondido a mis preguntas.

—Sé de los tiste andii, pero todavía tengo que conocerlos. Nacidos de Oscuridad, fueron los primeros…

—¡Los primeros! Oh, desde luego. Y por tanto trágicamente imperfectos. Despojados de la sangre purificadora del padre Luz. Son una creación sórdida. Toleramos a los edur, pues contienen algo del Padre, pero los andii… Muerte a nuestras manos es la única piedad que se merecen. Pero ya me he cansado de tu grosería, inerte. He respondido a tus preguntas y tú todavía has de contestar a una sola.

—Sí.

—¿Sí? ¿Qué significa eso?

—Estoy de acuerdo, no las he respondido. Ni me siento obligado a hacerlo. Los míos tienen mucha experiencia con criaturas arrogantes. Aunque esa experiencia es singular: respondimos a su arrogancia proclamando una guerra eterna, hasta que dejaran de existir. Siempre he creído que los t’lan imass deberían buscar un nuevo enemigo. Después de todo, no hay escasez de seres arrogantes. Quizá los tiste liosan seáis lo bastante numerosos en vuestro propio reino para divertirnos durante un tiempo.

El guerrero se lo quedó mirando, como si la conmoción le hubiera arrebatado el habla.

Tras él, uno de sus compañeros se echó a reír.

—No sirve de mucho conversar con criaturas inferiores, Enias. Intentarán confundirte con falsedades, alejarte del buen camino.

—Veo ahora —respondió Enias— el veneno sobre el que me has advertido tantas veces, Malachar.

—Habrá más, mi joven hermano, en el camino que debemos seguir. —El guerrero se acercó sin prisa a Onrack—. Te haces llamar t’lan imass, ¿no?

—Soy Onrack, de los logros t’lan imass.

—¿Hay otros de tu raza en este reino en ruinas, Onrack?

—Si no respondí a las preguntas de tu hermano, ¿por qué imaginas que respondería a las tuyas?

El rostro de Malachar se oscureció.

—Puedes jugar a eso con el joven Enias, pero no conmigo…

—He terminado con vosotros, liosan. —Onrack envainó la espada y se dio la vuelta.

—¡Has terminado con nosotros! ¡Senescal Jorrude! Si Orenas ha concluido con sus cuidados, solicito con humildad tu atención. El inerte intenta huir.

—Ya te oigo, Malachar —dijo el senescal con voz profunda al tiempo que se adelantaba a zancadas—. ¡Espera, inerte! No te hemos liberado todavía. Nos dirás lo que queremos saber o se te destruirá aquí y ahora.

Onrack se enfrentó a los liosan una vez más.

—Si eso era una amenaza, el patetismo de vuestra ignorancia resulta ser una divertida distracción. Pero me he cansado de ella, y de vosotros.

Cuatro cimitarras de marfil se alzaron con gesto amenazador.

Onrack sacó la espada una vez más.

Y dudó, atrajo su mirada algo que estaba tras los guerreros. Estos, al presentir algo a su espalda, se volvieron.

Trull Sengar se encontraba a quince pasos de distancia con la caja de municiones a sus pies. Había algo extraño en su sonrisa.

—Esta parece una lucha desigual. Amigo Onrack, ¿necesitas ayuda? Bueno, no hace falta que contestes porque ha llegado. Y por eso, lo siento.

El polvo dibujó un torbellino alrededor del tiste edur. Un momento después, cuatro t’lan imass se alzaban sobre los adoquines embarrados. Tres tenían las armas listas. La cuarta figura se encontraba un paso por detrás y a la derecha de Trull. Esta tenía unos huesos inmensos y unos brazos largos y desproporcionados. La piel de animal que le cubría los hombros era negra y se iba desvaneciendo hacia el color plateado a medida que se alzaba para rodear la cabeza del invocahuesos con una capucha mutilada.

Onrack permitió que la punta de su espada descansara en los adoquines embarrados una vez más. Con el vínculo nacido del ritual roto ya, solo podía comunicarse con esos t’lan imass de viva voz.

—Yo, Onrack, te saludo, invocahuesos y te reconozco como perteneciente a los logros, como yo lo fui una vez. Eres Monok Ochem. Uno de los muchos elegidos para dar caza a los renegados, que, como hicieron aquellos de mi propia partida, siguieron su rastro hasta este reino. Cielos, solo yo de mi partida sobreviví a la riada. —Su mirada se posó entonces en los tres guerreros. El líder del clan, el torso y los miembros ceñidos por la piel exterior de un dhenrabi y una espada de pedernal gris denticulado en las manos, era Ibra Gholan. Los dos restantes, ambos armados con hachas de calcedonia de mango de hueso y hojas dobles, pertenecían al clan de Ibra, pero aparte de eso eran desconocidos para Onrack—. Te saludo a ti también, Ibra Gholan, y me someto a tus órdenes.

El invocahuesos Monok Ochem se adelantó con paso pesado y arrastrando los pies.

—Has fallado al ritual, Onrack —dijo con su característica brusquedad— y, así pues, debes ser destruido.

—Un privilegio que será rebatido —respondió Onrack—. Estos guerreros montados son tiste liosan y querrían apresarme para hacer conmigo lo que les placiere.

Ibra Gholan les hizo un gesto a sus dos guerreros para que se reunieran con él y los tres se acercaron caminando a los liosan.

El senescal habló entonces.

—Liberamos a nuestro prisionero, t’lan imass. Es vuestro. Nuestra disputa con vosotros ha terminado y por tanto nos vamos.

Los t’lan imass se detuvieron y Onrack pudo notar su decepción.

El comandante liosan miró a Trull por un momento.

—Edur —dijo después—, ¿quieres viajar con nosotros? Necesitamos un sirviente. Una simple inclinación responderá al honor de nuestra invitación.

Trull Sengar negó con la cabeza.

—Bueno, es la primera vez que me pasa. Prefiero acompañar al t’lan imass. Pero admito las molestias que os causará a vosotros, así que sugiero que os alternéis en el papel de sirviente de los demás. Soy un firme defensor de las lecciones de humildad, tiste liosan, y presiento que entre vosotros son necesarias.

El senescal esbozó una sonrisa fría.

—Te recordaré, edur. —Se dio media vuelta—. A los caballos, hermanos. Abandonamos ahora este reino.

Monok Ochem habló entonces.

—Es posible que lo encontréis más difícil de lo que imagináis.

—Jamás nos han inquietado tales empresas —respondió el senescal—. ¿Hay barreras ocultas en este lugar?

—Esta senda es un fragmento hecho pedazos de Kurald Emurlahn —dijo el invocahuesos—. Creo que tu raza ha permanecido aislada durante demasiado tiempo. No sabéis nada de los otros reinos, nada de las Puertas Heridas. Nada de los ascendientes y sus guerras…

—No servimos más que a un ascendiente —soltó de repente el senescal—. El hijo del padre Luz. Nuestro señor es Osric.

Monok Ochem ladeó la cabeza.

—¿Y cuándo fue la última vez que Osric caminó entre vosotros?

Los cuatro liosan se estremecieron de forma visible.

En el mismo tono inexpresivo, el invocahuesos continuó.

—Vuestro señor, Osric, el hijo del padre Luz, se encuentra entre los contendientes de los otros reinos. No ha regresado con vosotros, liosan, porque no puede hacerlo. De hecho, no es mucho lo que puede hacer en estos momentos.

El senescal dio un paso adelante.

—¿Qué aflige a nuestro señor?

Monok Ochem se encogió de hombros.

—Un destino bastante común. Está perdido.

—¿Perdido?

—Sugiero que trabajemos juntos para urdir un ritual —dijo el invocahuesos— y dar forma así a una puerta. Para ello necesitaremos a Tellann, vuestra senda, liosan, y la sangre de este tiste edur. Onrack, llevaremos a cabo tu destrucción una vez que hayamos regresado a nuestro propio reino.

—Parece lo más oportuno —respondió Onrack. Trull había abierto mucho los ojos y se había quedado mirando al invocahuesos.

—¿Has dicho mi sangre?

—No toda, edur… si todo va según lo planeado.