Entre los bisoños reclutas del Decimocuarto Ejército, más de la mitad procedía del continente de Quon Tali, el mismísimo centro del Imperio. Jóvenes e idealistas, pisaron un terreno empapado de sangre, tras la estela de los sacrificios hechos por sus padres y madres, sus abuelos y abuelas. Es el horror de la guerra que, con cada generación recién llegada, la pesadilla se vuelva a repetir con nuevos inocentes.
La rebelión de Sha’ik, ilusiones de victoria
Imrygyn Tallobant
La consejera Tavore se encontraba sola delante de cuatro mil soldados que se empujaban y arremolinaban mientras los oficiales bramaban y chillaban entre la multitud, las voces roncas de desesperación. Las picas vacilaban y lanzaban fulgores cegadores al aire polvoriento de la plaza de armas, como sorprendidos pájaros de acero. El sol era un fuego violento en el cielo.
El puño Gamet se encontraba a veinte pasos de la consejera, detrás de ella, mirándola con lágrimas en los ojos. Un viento pernicioso llevaba la nube de polvo directamente hacia la consejera. En unos momentos quedó envuelta. Y sin embargo, Tavore no se movió, la espalda recta, las manos enguantadas a los lados.
Ningún comandante podría estar más solo de lo que lo estaba ella en ese momento. Sola e impotente. Y lo que es peor. Esta es mi legión. La octava. La primera en reunirse. Que Beru nos proteja a todos.
Pero Tavore le había ordenado que siguiera donde estaba, aunque solo fuera para ahorrarle la humillación de intentar imponer algún tipo de orden en sus tropas. En lugar de esto, había asumido la humillación personalmente. Y Gamet lloraba por ella, incapaz de ocultar su vergüenza y su dolor.
La plaza de armas de Aren era una extensión enorme de tierra prensada, casi blanca. Allí podían formar seis mil soldados con armadura completa, con avenidas suficientes entre las compañías como para que los oficiales pasaran revista. El Decimocuarto Ejército debía reunirse bajo el escrutinio de la consejera Tavore en tres fases, de legión en legión. La octava de Gamet había llegado como una muchedumbre andrajosa y disuelta durante las dos últimas campanadas, olvidada cada lección de cada sargento de instrucción; los pocos oficiales y suboficiales veteranos se enzarzaban en una lucha titánica con una bestia de cuatro mil cabezas que había olvidado lo que era.
Gamet vio al capitán Keneb. Blistig había tenido la gentileza de cedérselo para que comandara la compañía novena; estaba aporreando a los soldados con la parte plana de la espada para obligarlos a formar una línea que se rompía tras él cuando otros soldados los empujaban por detrás. Había algunos viejos soldados en esa primera fila que intentaban clavar los talones, sargentos y cabos, con la cara roja y el sudor chorreándoles bajo los cascos.
Quince pasos por detrás de Gamet esperaban los otros dos puños, así como los exploradores wickanos bajo el mando de Temul. Nada y Menos también estaban allí aunque, por suerte, el almirante Nok no, la flota ya había partido.
Gamet temblaba por los impulsos que batallaban en su interior, quería estar en otra parte, donde fuera, y quería arrastrar a la consejera con él. Y si eso no era posible, quería dar un paso adelante, desafiar su orden directa y ponerse a su lado.
Alguien se acercó a él. Un pesado saco de cuero golpeó el polvo con un ruido seco; Gamet se dio la vuelta y vio a un soldado achaparrado de rasgos francos bajo una gorra de cuero, vestía apenas la mitad de la armadura de reglamento de un infante de marina, una colección azarosa de accesorios de cuero hervido encima de un uniforme raído y manchado, el tinte magenta tan desvaído que era malva. No había ninguna insignia presente. La cara llena de hoyos y cicatrices del hombre se quedó mirando, impasible, la revuelta multitud.
Gamet se giró en redondo y descubrió otra docena más de curtidos hombres y mujeres, cada uno colocado a un brazo de distancia del de delante, con partes de armaduras destrozadas y en las manos una serie de armas, pocas de las cuales eran malazanas.
El puño se dirigió al hombre que iba delante.
—En el nombre del Embozado, ¿se puede saber quiénes son ustedes?
—Siento que llegáramos tarde —gruñó el soldado—. Claro que —añadió— podría estar mintiendo.
—¿Tarde? ¿Qué pelotones? ¿Qué compañías?
El hombre se encogió de hombros.
—Una, otra. Tábamos en la prisión d’Aren. ¿Por qué tábamos allí? Por eto y aquello. Pero ahora tamos aquí, señor. ¿Quiere que esos críos se espabilen?
—Si lo consigue, soldado, le daré mando propio.
—No, de eso na. Maté a un noble untan aquí, en Aren. Se llamaba Lenestro. Le partí el cuello con estas dos manos.
Entre las nubes de polvo que tenían delante, un sargento se había librado como había podido de la multitud y se estaba acercando a la consejera Tavore. Por un momento a Gamet le aterró la posibilidad, por insensata que fuera, de que el hombre la matara allí mismo, pero el militar envainó la espada corta cuando se detuvo frente a ella. Se intercambiaron unas palabras.
El puño tomó una decisión.
—Ven conmigo, soldado.
—Sí, señor. —El hombre estiró el brazo y recogió la bolsa de su equipo.
Gamet lo llevó al punto donde se encontraban Tavore y el sargento. Y entonces pasó algo extraño. Se oyó un gruñido del veterano que iba al lado del puño y al mismo tiempo los ojos del sargento fibroso y de barba roja y gris pasaron como un rayo junto a la consejera y se clavaron en el soldado. Una gran sonrisa repentina y después una rápida sucesión de gestos, una mano levantada como si sujetara una roca o un balón invisible, después la mano daba un papirotazo, el índice describía un círculo, seguido por una sacudida del pulgar hacia el este y concluido todo con un encogimiento de hombros. Como respuesta a todo eso, el soldado de la cárcel le dio una sacudida a su bolsa.
Los ojos azules del sargento se abrieron mucho.
Llegaron junto a la consejera, que le lanzó una mirada de incomprensión a Gamet.
—Disculpe, consejera —dijo el puño y habría añadido más, pero Tavore levantó una mano y fue a decir algo. Solo que no tuvo la oportunidad.
El soldado que estaba junto a Gamet se dirigió al sargento.
—Dibújanos una raya, ¿quies?
—Voy.
El sargento se dio la vuelta y regresó a las filas palpitantes.
Los ojos de Tavore se habían clavado en el soldado, pero no dijo nada porque el hombre había puesto la bolsa en el suelo, había abierto la solapa y estaba revolviendo en el interior.
Cinco pasos por delante de las filas desiguales de la legión, el sargento sacó una vez más la espada y después clavó la punta desafilada en el polvo y se puso a inscribir un profundo surco en el suelo.
Dibújanos una raya, ¿quies?
El soldado agachado sobre la bolsa de equipo levantó la cabeza de repente.
—¿Ustedes dos todavía aquí? Vayan con esos wickanos, y después retrocedan todos otros treinta o cuarenta pasos. Ah, y que los wickanos se bajen de los caballos y cojan bien las riendas, y todos, que todos claven bien los pies en el suelo. Luego, cuando yo dé la señal, tápense los oídos.
Gamet se estremeció cuando el hombre empezó a sacar una sucesión de bolas de arcilla de la bolsa. La bolsa… que golpeó el suelo a mi lado no hace ni cincuenta latidos. ¡Por el aliento del Embozado!
—¿Cómo te llamas, soldado? —dijo con voz ronca la consejera Tavore.
—Sepia. Y ahora, más vale que se mueva, muchacha.
Gamet estiró el brazo y la tocó en el hombro.
—Consejera, esos son…
—Sé lo que son —le soltó ella de repente—. Y este hombre puede con toda facilidad matar a cincuenta de mis soldados…
—Pos ahora mismo, señora —rezongó Sepia mientras sacaba una pala plegable—, usté no tie ninguno. Y acepte mi palabra, esa hoja de otataralita que lleva en tan bonita cadera no le va a ayudar ni una pizca si decide quedarse ahí. Llévelos atrás y déjenos el resto a mí y al sargento.
—Consejera —dijo Gamet, incapaz de evitar el ruego que se le colaba en la voz.
La mujer le lanzó una mirada furiosa, después se dio la vuelta.
—Pues empecemos de una vez, puño.
Él la dejó ponerse delante y se detuvo después de unos pasos para mirar atrás. El sargento había vuelto a reunirse con Sepia, que se las había arreglado para cavar un pequeño hoyo en lo que parecía un periodo de tiempo absurdamente corto.
—¡Ahí abajo hay adoquines! —El sargento asintió—. ¡Perfecto!
—Má o menos lo que me imaginaba —respondió Sepia—. Ladeo estos buscapiés, con el maldito a un palmo d’anchura más hondo…
—Perfecto. Yo habría hecho lo mismo si se me hubiera ocurrido traerme algunos…
—¿Estás aprovisionao?
—No voy mal.
—Lo que tengo aquí en la bolsa es ya lo último.
—Yo puedo arreglar eso, Sepia.
—Pos por eso, Vio…
—Cuerdas.
—Pos por eso, Cuerdas, tas ganao un beso.
—Lo estoy deseando.
Gamet se apartó sacudiendo la cabeza. Zapadores.
La explosión fue un golpe seco doble que agitó la tierra, los adoquines se liberaron de la sobrecarga de polvo (que había saltado hacia el cielo) para estrellarse y chocar en medio de un caos de astillas y lascas. Un tercio completo de la legión terminó por los suelos y se llevó a unos cuantos más con ellos.
Por asombroso que fuera, nadie parecía haber sufrido heridas letales, como si Sepia hubiera dirigido de algún modo la fuerza de la detonación hacia abajo, por debajo de los adoquines.
Cuando los últimos escombros cayeron con un tamborileo, la consejera Tavore y el puño se adelantaron de nuevo.
Sepia se puso delante de la muchedumbre silenciada sosteniendo un fullero en alto con una mano. Con voz atronadora se dirigió a los reclutas.
—El próximo soldado que se mueva, termina con esto a los pies y si creéis que no tengo buena puntería, ¡probad suerte! ¡Y ahora, sargentos y cabos! Os vais levantando despacito, buscáis vuestros pelotones, venís aquí alante, que el sargento Cuerda nos ha dibujao una raya mu bonita, ¿estamos? Bueno, en este preciso instante s’halla un poco destrozada, pero la está dibujando otra vez. Hala, acercarse mu tranquilitos, con las puntas a un dedo de la raya, ¡las botas firmes! Vamos a hacer esto bien o empieza a morir gente.
El sargento Cuerdas se estaba moviendo por la primera fila, asegurándose de que se mantenía la fila y separando a los soldados. Los oficiales estaban gritando otra vez, aunque no tanto como antes, ya que los reclutas guardaban silencio. Poco a poco, la legión empezó a tomar forma.
Los reclutas, desde luego, se mostraban callados y… a la expectativa, notó Gamet cuando la consejera y él regresaron más o menos a su posición original, con el cráter abierto y humeante a un lado. A la expectativa… para ver lo que hacía el chiflado del fullero en alto. Después de un momento, el puño se acercó a Sepia y se colocó junto a él.
—¿Mató usted a un noble? —preguntó en voz baja mientras estudiaba las filas que se iban reuniendo.
—Sí, puño. Lo maté.
—¿Estaba ese hombre en la cadena de perros?
—Pos sí.
—Como usted, Sepia.
—Hasta que una lanza m’atravesó un hombro. Me fui con los otros en el Silanda. Me perdí la última trifulca, ya ve. Lenestro quedó… el segundo. Yo quería a Pullyk Alar al empezar, pero Alar se largó con Mallick Rel. Quiero a los dos, puño. Quizá crean que la discusión ha terminado, pero no pa mí.
—Me complacería que aceptara la oferta de mando —dijo Gamet.
—No, gracias, señor. Ya se ma asignao a un pelotón. El pelotón del sargento Cuerdas. A mí me parece bien.
—¿De qué lo conoce?
Sepia echó un vistazo con los ojos convertidos en simples ranuras.
Después contestó sin expresión alguna.
—No lo había visto en mi vida, señor. Y ahora, si me disculpa, le debo un beso al tipo.
Menos de un cuarto de campanada después, la octava legión del puño Gamet formaba inmóvil en filas apretadas y uniformes. La consejera Tavore las estudió desde donde estaba al lado de Gamet, pero todavía tenía que hablar. Sepia y el sargento Cuerdas se habían reunido con el cuarto pelotón de la compañía novena.
Tavore pareció tomar una decisión. Un gesto a su espalda hizo adelantarse a los puños Tene Baralta y Blistig. Momentos después se detenían junto a Gamet. Los nada extraordinarios ojos de la consejera se clavaron en Blistig.
—¿Su legión aguarda en la avenida principal de detrás?
El hombre sonrojado asintió.
—Fundiéndose de calor, consejera. Pero ese maldito que explotó los tranquilizó.
La mirada de la mujer se posó entonces en el espada roja.
—¿Puño Baralta?
—Tranquilos, consejera.
—Cuando despida a la octava y salgan de la plaza de armas, sugiero que los restantes soldados entren por compañías. Cada compañía tomará entonces posiciones y cuando esté lista, irá detrás la siguiente. Puede que lleve más tiempo, pero al menos no tendremos una repetición del caos que acabamos de presenciar. Puño Gamet, ¿está satisfecho con la formación de sus tropas?
—Lo suficiente, consejera.
—Como yo. Ya puede…
No dijo más, la atención de los tres hombres que tenía delante se había posado en algún punto sobre su hombro; y entre los cuatro mil soldados que estaban en posición de firmes se produjo un repentino y absoluto silencio, ni un solo crujido de armaduras, ni una tos. Porque la octava entera había respirado hondo a la vez y en ese momento contenía el aliento.
Gamet luchó por mantenerse impasible cuando Tavore lo miró con una ceja levantada. Después, la mujer se volvió poco a poco.
El pequeñín había salido de la nada, sin que nadie lo viera hasta que llegó y se colocó en el mismo punto en el que se había alzado la consejera en un principio. La telaba demasiado grande y de color rojo oxidado le arrastraba como la cola de un manto real. El pelo rubio era una maraña enredada sobre un rostro de querubín muy bronceado y manchado de tierra. El niño miraba las filas de soldados con un aire calculador e impertérrito.
Una tos estrangulada entre los soldados y después alguien se adelantó.
Al mismo tiempo que el hombre salía de la primera fila, los ojos del chiquillo lo encontraron. Los dos brazos, enterrados en las mangas, se levantaron. Después, una manga se deslizó hacia atrás y reveló la manita, y en esa manita había un hueso. Un hueso largo humano. El hombre se quedó paralizado a medio paso.
El aire que pendía sobre la plaza de armas pareció sisear como una criatura viva con los jadeos de cuatro mil soldados.
Gamet contuvo un escalofrío y después se dirigió al hombre.
—¡Capitán Keneb! —dijo en voz bien alta mientras luchaba por tragarse el miedo que lo desbordaba—. Sugiero que recoja a su muchacho. Ahora, antes de que, bueno, de que empiece a chillar.
Con la cara sonrojada, Keneb lanzó un saludo tembloroso y se adelantó.
—¡Neb! —chilló el pequeño cuando el capitán lo levantó en brazos.
—¡Sígame! —le soltó la consejera Tavore de repente a Gamet, después se acercó al par aquel—. Capitán Keneb, ¿no?
—D-disculpe, consejera. El crío tiene una niñera, pero parece decidido a escaparse de ella a la menor oportunidad; hay un cementerio reventado detrás de…
—¿Es suyo, capitán? —preguntó Tavore con tono brusco.
—Como si lo fuera, consejera. Huérfano de la cadena de perros. El historiador Duiker lo puso a mi cuidado.
—¿Tiene nombre?
—Larva.
—¿Larva?
El encogimiento de hombros de Keneb fue de disculpa.
—De momento, consejera. Le va bien…
—Y a la octava. Sí, ya lo veo. Llévelo con la niñera que ha contratado, capitán. Y después, mañana, despídala y contrate una mejor… o a tres. ¿El niño va a acompañar al ejército?
—No tiene a nadie más consejera. Habrá otras familias entre los seguidores del campamento…
—Soy consciente de ello. Ya puede irse, capitán Keneb.
—Lo… lo siento, consejera…
Pero la mujer ya se estaba dando la vuelta y solo Gamet la oyó suspirar y murmurar:
—Ya es demasiado tarde para eso.
Y tenía razón. Los soldados (incluso los reclutas) sabían reconocer un mal presagio cuando lo veían. Un niño en las mismísimas huellas de la mujer que va a guiar este ejército. Levantando el hueso de un muslo blanqueado por el sol.
Por los dioses del inframundo…
—¡Por los huevos del Embozado ensartados en un espetón!
La maldición se pronunció en un gruñido profundo con tono de indignación.
Cuerdas observó a Sepia dejar la bolsa en el suelo y deslizarla bajo la cama baja de listones. El establo que se había transformado en un cuartel improvisado albergaba ya ocho pelotones, los atestados límites hedían a sudor fresco… y miedo puro. En el agujero de la letrina de la pared posterior se oía a alguien vomitando.
—Mejor vamos fuera, Sepia —dijo Cuerdas tras un momento—. Iré a buscar a Gesler y Borduke.
—Pos yo preferiría ir a emborracharme —murmuró el zapador.
—Más tarde eso será lo que haremos. Pero primero tenemos que celebrar una pequeña reunión.
Con todo, el otro hombre dudó.
Cuerdas se levantó de su catre y se acercó más.
—Sí, es así de importante.
—Vale. Tú delante… Cuerdas.
Resultó que Tormenta se unió también al grupo de veteranos que se abrió camino en silencio entre los reclutas de rostro ceniciento (muchos de ellos con los ojos cerrados y murmurando silenciosas plegarias) y salió al patio.
Estaba desierto. El teniente Ranal (cuya inutilidad había resultado patética durante la formación) había huido a la casa principal en cuanto había llegado la tropa.
Todos los ojos se clavaron en Cuerdas. Este, a su vez, estudió las expresiones lúgubres que lo rodeaban. No había duda alguna entre ellos sobre el significado del presagio, y Cuerdas se inclinaba por estar de acuerdo. Una niña nos lleva a la muerte. Un hueso de una pierna, que significa la marcha, marchito bajo la maldición del sol del desierto. Todos hemos vivido demasiado tiempo y hemos visto demasiado como para engañarnos sobre esta única y brutal verdad: este ejército de reclutas se ve ya a sí mismo como muerto.
La cara magullada y la barba pelirroja de Tormenta al fin se crisparon en una expresión que era demasiado amarga para ser irónica.
—Si vas a decirnos que nos queda una esperanza a la hora de luchar contra la marea, por la puerta del Embozado, Cuerdas, es que has perdido la chaveta. Los muchachos y las chicas de ahí dentro no son los únicos, las tres malditas legiones enteras…
—Lo sé —lo interrumpió Cuerdas—. No somos estúpidos ninguno. Bueno, lo único que pido es que me dejéis hablar un momento. Hablo yo. Nada de interrupciones. Ya os avisaré cuando termine. ¿De acuerdo?
Borduke giró la cabeza y escupió.
—Eres un puto abrasapuentes, por el Embozado.
—Lo era. ¿Algún problema?
El sargento del sexto pelotón sonrió.
—Lo que quería decir, Cuerdas, es que si es por ti, yo escucho. Como pides.
—Lo mismo nosotros —murmuró Gesler. Tormenta asintió también junto a él.
Cuerdas miró a Sepia.
—¿Y tú?
—Pero solo porque eres tú y no Seto, Violín. Perdón, Cuerdas.
Los ojos de Borduke se abrieron mucho al reconocer el nombre. Escupió por segunda vez.
—Gracias.
—No nos des las gracias todavía —dijo Sepia, pero rebajó el matiz irritado con una pequeña sonrisa.
—De acuerdo, empezaré con una historia. Tiene que ver con Nok, el almirante, aunque no era almirante por aquel entonces, solo el comandante de seis dromones. Me sorprendería que alguno hubiera oído esta historia, pero si la habéis oído, no digáis nada, aunque su relevancia en este asunto ya se os debería haber ocurrido. Seis dromones. De camino a encontrarse con la flota de Kartool, tres galeras piratas, bendecidas cada una por los sacerdotes de D’rek que había en la isla. El Gusano del Otoño. Sí, todos sabéis cuál es el otro nombre de D’rek, pero lo he dicho para dar énfasis. En cualquier caso, la flota de Nok se detuvo en las islas napanianas y subió por la desembocadura del río Koolibor para arrastrar los barriles y sacar agua dulce. Lo que hacían todos los barcos cuando se dirigían a Kartool o iban a pasar más allá del Límite. Seis barcos, todos sacando agua y almacenando los barriles bajo la cubierta.
»Medio día después de salir de las islas napanianas, se abrió el primer barril, lo destapó el ayudante de un cocinero, en el buque insignia. Y del agujero salió directamente una serpiente. Una paraltina que subió por el brazo del chaval y le hundió los dos colmillos en el ojo izquierdo. El chico salió a la cubierta corriendo y chillando; la serpiente, con las mandíbulas abiertas, se agarraba con todas sus fuerzas y se retorcía. Bueno, el muchacho consiguió dar dos pasos antes de morir y después cayó, blanco ya como un patio aclarado por el sol. A la serpiente la mataron, pero, como podéis imaginar, ya era demasiado tarde.
»Nok, que era muy joven, se limitó a encogerse de hombros y quitar importancia al tema, y cuando se corrió la voz y los marineros e infantes de marina empezaron a morir de sed (en barcos cargados de barriles de agua dulce que nadie se atrevía a abrir) fue e hizo lo obvio. Hizo subir otro barril y lo abrió con sus propias manos.
Cuerdas hizo una pausa. Vio que nadie más sabía la historia. Comprendió que contaba con toda su atención.
—El maldito barril estaba lleno de serpientes que se desparramaron por la cubierta. Un puñetero milagro que no mordieran a Nok. Estaba empezando la estación seca, ya sabéis. La temporada de las paraltinas en el río estaba terminando. Las aguas se llenan de ellas cuando bajan a la desembocadura del río de camino al mar. Todos y cada uno de los barriles de esos seis dromones contenían serpientes.
»La flota nunca llegó a entablar batalla con los kartoolianos. Para cuando regresó a Nap, la mitad de la dotación había muerto de sed. Los seis barcos se agujerearon fuera del puerto, repletos de ofrendas a D’rek, el Gusano del Otoño, y se enviaron al fondo. Nok tuvo que esperar hasta el año siguiente para hacer pedazos la miserable flota de Kartool. Dos meses después, conquistaron la isla. —Se quedó callado un momento y después sacudió la cabeza—. No, no he terminado. Esa fue una historia, una historia sobre cómo hacer las cosas mal. No se destruye un mal presagio luchando contra él. No, haces justo lo contrario. Te lo tragas entero.
Expresiones confusas. La de Gesler fue la primera en aclararse y, al ver la sonrisa del hombre (de un color blanco sorprendente en su rostro de tono bronce), Cuerdas se limitó a asentir.
—Si no cogemos este mal presagio con las dos manos —dijo—, no haremos más que portar los féretros de esos reclutas de ahí dentro. De todo el puñetero ejército. Pues bien, ¿no le oí decir al capitán algo sobre un cementerio cercano? Reventado entero, los huesos expuestos a la vista de todos. Sugiero que vayamos en su busca. Ahora mismo. De acuerdo, ya he terminado de hablar.
—Era el jodido hueso de un muslo —rezongó Tormenta.
Gesler se quedó mirando a su cabo.
—Partimos dentro de dos días.
Antes de que ocurra algo más, añadió Gamet en silencio tras el anuncio de la consejera. Le echó un vistazo a Nada y Menos, que estaban sentados uno junto a la otra en el banco que había apoyado en la pared. Los dos sacudidos por los escalofríos; las secuelas del poder del mal presagio los había dejado acurrucados y pálidos.
Los misterios acechaban al mundo. No era la primera vez que Gamet sentía su aliento gélido, una reverberación de poder que no le pertenecía a ningún dios, pero que existía de todos modos. Tan implacable como las leyes de la naturaleza. Verdades bajo el hueso. En su opinión, el mejor servicio que se le podía prestar a la emperatriz era la disolución inmediata del Decimocuarto Ejército. Una desarticulación deliberada y concienzuda de las unidades y su posterior traslado al resto del Imperio, y luego esperar otro año a que llegara otra oleada de reclutas.
Las siguientes palabras de la consejera Tavore a los reunidos en la cámara parecieron dirigirse directamente a los pensamientos de Gamet.
—No podemos permitírnoslo —dijo mientras, cosa poco propia de ella, se paseaba por la estancia—. El Decimocuarto no puede estar derrotado antes de poner el pie fuera de Aren. Habremos perdido el subcontinente entero de forma irremediable si eso ocurre. Mejor que nos aniquilen en Raraku. Las fuerzas de Sha’ik al menos se habrán reducido.
—Dos días.
—Entretanto, quiero que los puños reúnan a sus oficiales con un rango de teniente para arriba. Infórmenles de que iré a visitar cada compañía en persona, y empezaré esta noche. No den indicación de cuál voy a visitar primero, las quiero alerta a todas. Aparte de los puestos de guardia, todos los soldados quedan confinados en los barracones. Vigilen sobre todo a los veteranos. Querrán emborracharse y seguir borrachos si pueden. Puño Baralta, póngase en contacto con Orto Setral y que reúna una tropa de Espadas Rojas. Deben barrer el asentamiento de los seguidores del campamento y confiscar todo el alcohol, el durhang y cuanto posean los nativos que ofusque los sentidos. Después establezcan un perímetro alrededor de ese asentamiento. ¿Alguna pregunta? Bien. Pueden irse todos. Gamet, que llamen a T’amber.
—Sí, consejera. —Poco propio de ella ser tan descuidada. Has ocultado a esa perfumada amante tuya de la vista de todos los presentes salvo de la mía. Lo saben, por supuesto. Con todo…
Fuera, en el pasillo, Blistig intercambió un asentimiento con Baralta y después cogió a Gamet por encima del codo.
—Con nosotros, si tienes la bondad.
Nada y Menos les lanzaron una mirada y después se fueron a toda prisa.
—Quítame esa maldita mano de encima —dijo Gamet en voz baja—. Puedo seguiros sin necesidad de ayuda, Blistig.
La mano lo soltó.
Encontraron una sala vacía, utilizada en otro tiempo para guardar cosas en ganchos clavados por tres cuartas partes de las cuatro paredes. El aire olía a lanolina.
—Ha llegado el momento —dijo Blistig sin más preámbulos—. No podemos salir dentro de dos días, Gamet, y lo sabes. No podemos salir, punto. Habrá un motín, en el peor de los casos, y en el mejor, una sangría interminable de deserciones. El Decimocuarto está acabado.
El brillo satisfecho de los ojos del hombre disparó una rabia hirviente en Gamet, que luchó por un momento y después consiguió contener sus emociones lo suficiente para mirar a Blistig a los ojos y preguntar:
—¿Amañasteis Keneb y tú la llegada de ese niño?
Blistig se echó atrás como si lo hubieran golpeado, después se le oscureció la cara.
—¿Por quién me tomas…?
—Ahora mismo —soltó Gamet de repente— no estoy muy seguro.
El que había sido el comandante de la guarnición de Aren tiró del lazo que sujetaba la empuñadura de su espada, pero Tene Baralta se metió entre los dos hombres con un estruendo de armadura. Más alto y más grande que cualquiera de los dos malazanos, el guerrero de piel morena estiró los brazos para poner una mano enguantada en cada pecho y después separó a los hombres poco a poco.
—Estamos aquí para llegar a un acuerdo, no para matarnos —dijo con voz profunda—. Además —añadió mirando a Blistig—, la sospecha de Gamet también se me ha ocurrido a mí.
—Keneb jamás haría algo así —dijo Blistig con voz ronca—, incluso aunque vosotros creáis que yo sí.
Una respuesta encomiable.
Gamet se apartó y se alejó sin prisas para quedarse mirando la pared contraria, de espaldas a los otros. Su mente funcionaba a toda velocidad y al final sacudió la cabeza. Les contestó sin darse la vuelta.
—Ha pedido dos días…
—¿Pedido? Yo oí una orden…
—Entonces no estabas escuchando con la suficiente atención, Blistig. La consejera, por joven e inexperta que sea, no es tonta. Ve lo mismo que tú, lo que vemos todos. Pero ha pedido dos días. Cuando llegue el momento de marchar… bueno, en ese momento la decisión definitiva será obvia, en un sentido u otro. Confiad en ella. —Se dio la vuelta—. En esto y solo en esto, si es necesario. Dos días.
Baralta tardó un momento, pero asintió.
—Así sea.
—Muy bien —admitió Blistig.
Beru nos bendiga. Cuando Gamet ya se iba, Tene Baralta lo tocó en el hombro.
—Puño —dijo—, ¿cuál es la situación con esa… esa tal T’amber? ¿Lo sabes? ¿Por qué se está mostrando la consejera tan… reservada? Mujeres que toman a otras mujeres como amantes, el único crimen es la pérdida para los hombres, y así ha sido siempre.
—¿Reservada? No, Tene Baralta. Privada. La consejera es sencillamente una mujer muy privada.
El ex espada roja insistió.
—¿Cómo es esa tal T’amber? ¿Ejerce una influencia indebida sobre nuestra comandante?
—Para responder a tu segunda pregunta, no tengo ni idea. ¿Que cómo es? Fue concubina, creo, en el Gran Templo de la reina de los Sueños, en Unta. Aparte de eso, las únicas palabras que he cruzado con ella han sido a petición de la consejera. Y tampoco es T’amber demasiado locuaz… —Y me quedo corto de un modo prodigioso. Hermosa, sí, y distante. ¿Ejerce una influencia indebida sobre Tavore? Ojalá lo supiera—. Y hablando de T’amber, debo dejaros ya.
En la puerta hizo una pausa y volvió a mirar a Blistig.
—Contestaste bien, Blistig. Ya no sospecho de ti.
El hombre se limitó a asentir por toda respuesta.
Lostara Yil colocó los últimos componentes de su equipo de espada roja en el baúl y después bajó la tapa y lo cerró con llave. Se irguió y dio un paso atrás, se sentía desnuda. Había sido un consuelo inmenso pertenecer a aquella temida compañía. Que las Espadas Rojas fueran odiadas por sus compañeros de tribu, insultadas en su propia tierra, había resultado ser una satisfacción sorprendente. Porque ella los odiaba a todos a su vez.
Nacida niña en lugar del hijo deseado en una familia pardu, había pasado su infancia en las calles de Ehrlitan. Había sido una práctica común entre muchas tribus (antes de que los malazanos llegaran con sus leyes de familia) expulsar a los hijos no deseados una vez que llegaban al quinto año de vida. Los acólitos de numerosos templos (seguidores de cultos misteriosos) capturaban con regularidad a esos niños abandonados. Nadie sabía lo que hacían con ellos. Los más esperanzados entre el tosco círculo de golfillos que Lostara había conocido creían que, entre los cultos, se encontraba una especie de salvación. Estudios, comida, seguridad, todo lo cual les llevaría al final a convertirse en acólitos a su vez. Pero la mayoría de los niños sospechaba otra cosa. Habían oído historias (o ellos mismos lo habían visto) de la ocasional incursión nocturna de figuras embozadas que salían de la puerta de atrás de los templos y serpenteaban por los callejones con carretas cubiertas, de camino a los estanques infestados de cangrejos que dejaba la marea al este de la ciudad, estanques no tan profundos como para que no se pudiera ver el brillo de pequeños huesos limpios de carne en el fondo.
Sobre una cosa todos estaban de acuerdo. El hambre de los templos era insaciable.
Optimistas o pesimistas, los niños de las calles de Ehrlitan hacían todo lo que podían para eludir a los cazadores con sus redes y sus lazos. Se podían ganar la vida a duras penas, conseguir una especie de libertad, por amarga que pudiera ser.
Con siete años y medio, la red de un acólito arrastró a Lostara por los grasientos adoquines. Nadie prestó atención a sus chillidos, los ciudadanos se apartaron cuando el silencioso sacerdote arrastró a su premio al templo. Ojos impasibles se encontraron con los de la niña de vez en cuando durante ese horrible viaje, y fueron ojos que Lostara nunca olvidaría.
Rashan resultó ser un culto menos sediento de sangre que la mayor parte de los demás cuando se trataba de cazar niños. Lostara se encontró entre un puñado de recién llegados, todos con la tarea de mantener los terrenos del templo, destinados, al parecer, a una vida entera de servidumbre doméstica. Los trabajos pesados continuaron hasta su noveno año, cuando por razones que nunca supo, a Lostara la seleccionaron para adiestrarla en la danza de Sombra. La niña había vislumbrado en muy escasas ocasiones a los bailarines, un grupo oculto y hermético de hombres y mujeres para los que el culto era una danza muy elaborada e intrincada. Su único público eran los sacerdotes y las sacerdotisas, ninguno de los cuales veía a los bailarines en sí, solo sus sombras.
Tú no eres nada, niña. No eres una bailarina. Tu cuerpo está al servicio de Rashan y Rashan es la manifestación de este reino de Sombra, es decir, llevar la oscuridad a la luz. Cuando bailas, no es a ti a quien miran. Es la sombra que pinta tu cuerpo. La sombra es la que baila, Lostara Yil. No tú.
Años de disciplina, de adiestramiento para estirar los miembros que soltaban las articulaciones y estiraban la columna, todo lo que permitiría que el invocador fluyera con un movimiento continuo… y todo para nada.
El mundo había ido cambiando fuera de los altos muros del templo. Acontecimientos desconocidos para Lostara estaban aplastando de forma sistemática toda su civilización. El Imperio de Malaz los había invadido. Caían ciudades. Barcos extranjeros habían bloqueado el puerto de Ehrlitan.
Al culto de Rashan le ahorraron las purgas de los nuevos y duros amos de Siete Ciudades porque era una religión reconocida. Otros templos no tuvieron tanta suerte. Lostara recordaba ver humo en el cielo, sobre Ehrlitan, y preguntarse por su fuente, y por la noche la despertaban terribles sonidos de caos en las calles.
Lostara era una invocadora mediocre. Su sombra parecía tener voluntad propia y era una compañera renuente y vacilante en el adiestramiento. Lostara no se preguntaba si era feliz o no. El trono vacío de Rashan no atraía su fe como ocurría con los otros estudiantes. Vivía, pero era una vida ciega. Ni circular ni lineal, pues en su mente no había ningún movimiento en absoluto, y la noción del progreso se medía solo en términos de cuándo dominaba los ejercicios que la obligaban a hacer.
La destrucción del culto fue repentina, inesperada, y fue algo interno.
Recordó la noche en la que todo había comenzado. Una gran emoción en el templo. Un sacerdote supremo de otra ciudad estaba de visita. Había venido para hablar con maese Bidithal sobre temas de gran importancia. Habría un baile en honor del desconocido en el que Lostara y sus compañeros proporcionarían una secuencia de ritmos de fondo para complementar a los bailarines de Sombra.
A Lostara todo aquel asunto solo le inspiraba indiferencia y ni siquiera lo había hecho la mitad de bien que los mejores estudiantes en su pequeño papel de la representación. Pero recordaba al desconocido.
Tan diferente del viejo y amargado Bidithal. Alto, delgado, una cara sonriente, unas manos de dedos muy largos, casi afeminadas, manos que, al verlas, despertaron en ella nuevas emociones.
Emociones que hicieron vacilar su mecánico baile, que hicieron retorcerse su sombra en un ritmo que era el contrapunto de las que arrojaban no solo sus compañeros, sino los propios bailarines de Sombra, como si una tercera variedad se hubiera deslizado en la cámara principal.
Demasiado sorprendente para pasar desapercibida.
El propio Bidithal, con el rostro oscurecido, había estado a punto de levantarse, pero el desconocido habló primero.
—Le ruego que permita que continúe la danza —dijo mientras sus ojos buscaban los de Lostara—. La Canción de los juncos jamás se ha interpretado de igual modo. No son suaves brisas esas, ¿eh, Bidithal? Oh, no, una auténtica galerna. Los bailarines son vírgenes, ¿no? —Su carcajada era baja pero profunda—. Pero no hay nada virginal en este baile, ¿verdad? ¡Oh, qué tormenta de deseo!
Y esos ojos todavía sostenían a Lostara, reconocían de forma absoluta el deseo que la había abrumado, que daba forma a las salvajes cabriolas de su baile. Reconocimiento y una cierta… admisión, satisfecha pero fría. Como si se sintiera halagado, pero sin invitar a nada a su vez.
El desconocido tenía otras tareas pendientes esa noche (y en las noches siguientes) o así terminaría Lostara por comprender mucho después. En ese momento, sin embargo, su rostro ardía de vergüenza, interrumpió su baile y huyó a su aposento. Por supuesto, Delat no había ido a robar el corazón de una invocadora. Había ido a destruir Rashan.
Delat, que resultó que era sumo sacerdote y un abrasapuentes; y fuera cual fuera la razón que tenía el emperador para aniquilar el culto, suya fue la mano que dio el golpe de gracia.
Aunque no estaba solo. La noche de los asesinatos, a la campanada de la tercera hora (dos tras la medianoche), tras la Canción de los juncos, había habido otro, oculto en las ropas negras de un asesino.
Lostara sabía más de lo que había ocurrido esa noche en el templo rashan de Ehrlitan que cualquier otro, aparte de los propios protagonistas, porque Lostara había sido la única residente a la que le habían respetado la vida. O eso había creído durante mucho tiempo, hasta que el nombre de Bidithal surgió una vez más, en el ejército del Apocalipsis de Sha’ik.
Ah, e hicieron algo más que respetarme la vida esa noche, ¿verdad?
Las encantadoras manos de dedos largos de Delat…
Al poner el pie en las calles de la ciudad a la mañana siguiente, tras siete años de ausencia, la niña se había enfrentado a la aterradora certeza de que estaba sola, sola de verdad. Lo que había resucitado un antiguo recuerdo de cuando la despertaron a la mañana siguiente de su quinto cumpleaños y la pusieron en manos de un viejo, contratado para llevársela, para dejarla en un barrio extraño al otro lado de la ciudad. Un recuerdo en el que resonaban los gritos de una niña llamando a su madre.
El poco tiempo que transcurrió tras su salida del templo, antes de unirse a las Espadas Rojas (la compañía recién formada de nativos de Siete Ciudades que le habían jurado lealtad al Imperio de Malaz), produjo sus propios recuerdos, recuerdos que la joven había reprimido mucho tiempo atrás. Hambre, denigración, humillaciones y lo que parecía una fatal caída en picado. Pero los reclutadores la habían encontrado, o quizás ella los había encontrado a ellos. Las Espadas Rojas serían un alegato para el emperador, con ellas se marcaría una nueva era en Siete Ciudades. Habría paz. Nada de eso interesaba a Lostara, sin embargo. Más bien era el extendido rumor que decía que las Espadas Rojas pretendían impartir la justicia malazana.
Lostara no había olvidado aquellos ojos impasibles. Los ciudadanos que se habían mostrado indiferentes a sus ruegos, que habían visto al acólito arrastrarla rumbo a un destino desconocido. No había olvidado a sus propios padres.
A la traición solo se podía responder de una forma y la que había sido la capitana Lostara Yil de las Espadas Rojas se había hecho muy hábil a la hora de dar esa brutal respuesta.
¿Y ahora me están convirtiendo en una traidora?
Le dio la espalda al baúl de madera. Ya no era una espada roja.
Perla no tardaría mucho en llegar y partirían en busca del rastro frío y oculto de la desventurada hermana de Tavore, Felisin. Y por el camino quizás encontraran la oportunidad de clavar una espada en el corazón del Espolón. ¿Pero acaso no pertenecían los espolones al Imperio? Eran los hombres y las mujeres de Danzante, sus espías y asesinos, el arma letal de su voluntad. Entonces, ¿qué era lo que los había convertido a ellos en traidores?
La traición era un misterio. Inexplicable para Lostara. Ella solo sabía que provocaba las heridas más profundas de todas.
Y ya hacía mucho tiempo que había jurado que nunca más sufriría esas heridas.
Cogió el cinturón de su espada del gancho que había encima de la pared, se rodeó las caderas con la gruesa banda de cuero y la abrochó.
Después se quedó paralizada.
La pequeña habitación se había llenado de sombras que bailaban.
Y en medio de ellas, una figura. Una cara pálida de rasgos firmes, convertidos en atractivos por las arrugas que provocaba la sonrisa en las comisuras de los ojos, y los ojos mismos, que, al mirarla, se posaban en ella como pozos sin fondo.
Pozos en los que Lostara sintió, con una oleada repentina, que podía hundirse. Allí mismo, en ese momento, para siempre.
La figura hizo una pequeña reverencia con la cabeza y después habló:
—Lostara Yil. Puede que dudes de mis palabras, pero te recuerdo…
Lostara dio un paso atrás, apretó la espalda contra la pared y sacudió la cabeza.
—No te conozco —susurró.
—Cierto. Pero éramos tres aquella noche, hace tanto tiempo, en Ehrlitan. Fui testigo de tu… inesperada actuación. ¿Sabías que Delat, o más bien el hombre que con el tiempo me enteraría que era Delat, te habría hecho suya? No solo esa noche. Te habrías unido a él en los Abrasapuentes y eso lo habría complacido mucho. O eso creo. No hay forma de saberlo, por cierto, ya que todo salió, aparentemente, tan mal.
—Me acuerdo —dijo ella.
El hombre se encogió de hombros.
—Delat, que tenía un nombre diferente para esa misión y era, además, responsabilidad de mi compañero, Delat dejó escapar a Bidithal. Supongo que pareció una… traición, ¿no? A mi compañero se lo pareció. Desde luego hasta este día, Tronosombrío (que no era Tronosombrío entonces, sino un simple practicante muy ducho y ambicioso de la senda hermana de Rashan, Meanas), hasta este día, como iba diciendo, Tronosombrío alimenta fuegos eternos de venganza. Pero Delat demostró ser muy hábil a la hora de esconderse… delante de nuestras propias narices. Como Kalam. Otro soldado normal y corriente más en las filas de los Abrasapuentes.
—No sé quién eres.
El hombre sonrió.
—Ah, sí, me estoy adelantando mucho… —Su mirada se posó en las sombras que se alargaban delante de él, aunque le había dado la espalda a una puerta cerrada y oscura, y su sonrisa se ensanchó como si se estuviera replanteando esas palabras—. Soy Cotillion, Lostara Yil. Por aquel entonces era Danzante, y sí, no te costará adivinar la importancia de ese nombre, dado lo que a ti te estaban adiestrando para hacer. Por supuesto, en Siete Ciudades ciertas verdades sobre el culto se habían perdido, en concreto la verdadera naturaleza de la danza de Sombra. Nunca estuvo destinada a representarse, Lostara. Era, de hecho, un arte mucho más marcial: el asesinato.
—No soy seguidora de Sombra; ni de Rashan ni de tu versión…
—Esa no es la lealtad a la que recurriría contigo —respondió Cotillion.
Lostara se quedó callada, luchaba por encontrarle sentido a sus propios pensamientos, a las palabras de él. Cotillion… era Danzante. Tronosombrío… debía de ser Kellanved, ¡el emperador! Frunció el ceño.
—Mi lealtad es para el Imperio de Malaz. El Imperio…
—Muy bien —respondió él—. Eso me complace.
—Y ahora estás intentando convencerme de que la emperatriz Laseen no debería ser la verdadera gobernante del Imperio…
—En absoluto. Puede quedarse con él. Pero, bueno, ahora tiene algún que otro problema, ¿no es cierto? No le vendría mal un poco de… ayuda.
—¡Se supone que te asesinó! —siseó Lostara—. ¡A ti y a Kellanved, a los dos! —Os traicionó.
Cotillion se limitó encogerse otra vez de hombros.
—Todo el mundo tenía su… papel. Lostara, la partida que se está librando aquí es mucho más grande que cualquier imperio mortal. Pero el Imperio en cuestión, tu Imperio, bueno, su éxito es crucial para lo que pretendemos. Y si conocieras el alcance de ciertos acontecimientos recientes y lejanos, no habría que convencerte de que la emperatriz ahora mismo ocupa un trono que se tambalea.
—Pero incluso tú traicionaste al emper… a Tronosombrío. ¿No acabas de decirme…?
—A veces veo más allá de lo que ve mi querido compañero. En realidad, él sigue obsesionado con el deseo de ver sufrir a Laseen; yo tengo otras ideas y, si bien él puede que las vea como parte de las suyas, no hay una necesidad urgente todavía de desengañarlo. Pero no intentaré engañarte para que creas que yo lo sé todo. Admito que he cometido graves errores, incluso que he conocido el veneno de la sospecha. Ben el Rápido, Kalam, Whiskeyjack, ¿dónde residía de verdad su lealtad? Bueno, al final conseguí la respuesta, pero todavía no he decidido si me complace o me inquieta. Hay un peligro que atormenta a los ascendientes en concreto y es la tendencia a esperar demasiado. Antes de actuar, antes de salir, si quieres decirlo así, de las sombras. —La figura volvió a sonreír—. Me gustaría compensar la vacilación pasada, y a veces letal. Así que aquí me tienes ante ti, Lostara, para pedirte ayuda.
El ceño de la joven se profundizó.
—¿Por qué no debería contarle a Perla todo lo de este… encuentro?
—Podrías hacerlo, pero preferiría que no lo hicieras. Todavía no estoy listo para Perla. Para ti, quedarte callada no constituirá una traición porque, si haces lo que te pido, los dos caminaréis al unísono. No te enfrentarás a conflicto alguno, ocurra lo que ocurra, o lo que puedas descubrir durante tus viajes.
—¿Dónde está ese tal… Delat?
El otro alzó las cejas como si la pregunta lo hubiera cogido desprevenido por un momento, después suspiró y asintió.
—No tengo dominio alguno sobre él en estos tiempos, ya ves. ¿Por qué? Es demasiado poderoso. Demasiado misterioso. Demasiado intrigante. Demasiado listo, maldito sea el Embozado. De hecho, hasta Tronosombrío ha puesto su atención en otra parte. Me encantaría organizar una reunión, pero me temo que no tengo ese poder. —Dudó y después añadió—: A veces, solo hay que confiar en el destino, Lostara. El futuro solo puede prometer una cosa y una cosa nada más: sorpresas. Pero has de saber una cosa, todos queremos salvar el Imperio de Malaz, a nuestra manera. ¿Querrás ayudarme?
—Si lo hiciera, ¿me convertiría eso en miembro del Espolón?
La sonrisa de Cotillion se ensanchó.
—Pero, querida mía, si el Espolón ya no existe.
—Oh, no me digas, Cotillion, ¿querías pedirme ayuda y después tomarme por tonta?
La sonrisa se desvaneció poco a poco.
—Te estoy diciendo que los Espolones ya no existen. Torva los aniquiló a todos. ¿Es que tú sabes algo que podría sugerir lo contrario? La espada roja se quedó callada un momento y después se dio la vuelta.
—No. Solo… lo supuse.
—No me digas. ¿Me ayudarás, entonces?
—Perla viene de camino —dijo Lostara al tiempo que miraba al dios una vez más.
—Puedo ser muy breve cuando la necesidad aprieta.
—¿Qué es lo que quieres que haga?
Media campanada más tarde se produjo una fugaz llamada a la puerta y entró Perla.
Y se detuvo de inmediato.
—Huelo a hechicería.
Sentada en la cama, Lostara se encogió de hombros y después se levantó para recoger la bolsa con su equipo.
—Hay secuencias en la danza de Sombra —dijo con tono despreocupado— que pueden evocar a Rashan.
—¡Rashan! Sí. —El hombre se acercó más con expresión inquisitiva—. La danza de Sombra. ¿Tú?
—En otro tiempo. Hace muchos años. No venero a ningún dios, Perla. Nunca lo he hecho. Pero he descubierto que la danza me sirve si quiero luchar. Me mantiene flexible y es lo que más necesito cuando estoy nerviosa o triste. —Se echó la bolsa al hombro y esperó.
Perla alzó las cejas.
—¿Nerviosa o triste?
Ella le respondió con una mirada amarga y después se dirigió a la puerta.
—Dijiste que te habías tropezado con una pista…
Perla se reunió con ella.
—Así es. Pero antes una advertencia. Esas secuencias que evocan a Rashan… sería mucho mejor para los dos si en el futuro las evitaras. Con ese tipo de actividades nos arriesgamos a… llamar la atención.
—Muy bien. Y ahora, tú delante.
Un guardia solitario vagueaba junto a la puerta de la finca, al lado de un fardo de paja atado. Unos ojos de color verde pálido siguieron a Lostara y Perla cuando se acercaron desde el otro lado de la calle. El uniforme del hombre y su armadura estaban cubiertos de polvo. Un hueso pequeño de un dedo humano le colgaba de una oreja, de un aro de latón. Tenía una expresión enfermiza y cogió una profunda bocanada de aire antes de hablar.
—¿Sois la avanzadilla? Volved y decidle que no estamos listos.
Lostara parpadeó y miró a Perla.
Su compañero sonreía.
—¿Tenemos pinta de mensajeros, soldado?
Los ojos del guardia se afinaron.
—¿No te he visto bailar encima de una mesa en el bar de Pugroot?
La sonrisa de Perla se ensanchó.
—¿Y tú tienes nombre, soldado?
—Quizás.
—Bueno, ¿cuál es?
—Te lo acabo de decir. Quizás. ¿Quieres que te lo deletree o algo?
—Ah, ¿sabes?
—No. Solo me estaba preguntando si eras estúpido, nada más. Bueno, y si no sois la avanzadilla de la consejera que viene a advertirnos de la inspección sorpresa, ¿qué es lo que queréis?
—Un momento —dijo Perla frunciendo el ceño—. ¿Cómo es posible que una inspección sea sorpresa si se advierte por anticipado?
—Por los pies correosos del Embozado, resulta que sí eres tonto. Así es como se hace…
—Una advertencia, entonces. —Miró a Lostara y le guiñó un ojo mientras añadía—: Parece que me paso el día haciéndolas. Escucha, Quizás, la consejera no va a advertiros de sus inspecciones, y no esperéis que vuestros oficiales os avisen tampoco. La dama tiene sus propias reglas y será mejor que os vayáis acostumbrando.
—Todavía no has dicho lo que quiés.
—Necesito hablar con cierto soldado del quinto pelotón de la compañía novena, y según tengo entendido, está destinado a los barracones temporales que hay aquí.
—Bueno, yo estoy en el sexto, no en el quinto.
—Sí… ¿y?
—Pos está claro, ¿no? Tú no quiés hablar conmigo. Venga, entra, m’haces perder el tiempo. Y apura, no me encuentro mu bien.
El guardia abrió la puerta y los vio entrar sin prisas, sus ojos se posaron durante un buen rato en las caderas de Lostara, que se iban contoneando, antes de cerrar de un portazo la verja reforzada.
A su lado, el fardo de paja rieló de repente y después se volvió a transformar en un joven regordete que estaba sentado con las piernas cruzadas en los adoquines.
Quizás giró la cabeza y suspiró.
—No hagas eso, por lo menos cerca de mí, Balgrid. Con la magia m’entran ganas de devolver.
—No me quedó más remedio que mantener la ilusión —respondió Balgrid al tiempo que se pasaba una manga por la frente cubierta de sudor—. ¡Ese cabrón era una garra!
—¿En serio? Habría jurado que lo vi con ropa de mujer y bailando en el bar de Pug…
—¡Quieres callarte de una vez con eso! ¡Pobre del cabrón al que esté buscando en el quinto!
Quizás sonrió de golpe.
—¡Eh, acabas de engañar a una garra de carne y hueso con esa maldita ilusión! ¡Buen trabajo, tío!
—No eres el único que está revuelto —murmuró Balgrid.
Treinta pasos llevaron a Lostara y Perla al otro lado del complejo, a los establos.
—Tuvo su gracia —dijo el hombre junto a la espada roja.
—¿Y qué sentido tenía?
—Oh, solo verlos sudar un poco.
—¿Verlos, a quiénes?
—Al hombre y al fardo, por supuesto. Bueno, aquí estamos. —Cuando Lostara estiró el brazo para abrir una de las amplias puertas, Perla la cogió por la muñeca—. Un momento. Bueno, en realidad ahí dentro hay más de una persona que tenemos que interrogar. Un par de veteranos, déjamelos a mí. También hay un muchacho, era guardia en un campamento minero. Utiliza tus encantos con él mientras yo charlo con los otros dos.
Lostara se lo quedó mirando.
—Mis encantos —dijo, inexpresiva.
Perla esbozó una gran sonrisa.
—Sí, y si lo dejas cautivado, bueno, considéralo una inversión de futuro por si necesitamos al chaval después.
—Entiendo.
La mujer abrió la puerta y dio un paso atrás para dejar que Perla entrara delante de ella. El aire dentro de los establos era fétido. Orina, sudor, aceite de afilar y paja mojada. Había soldados por todas partes, echados o sentados en camas y otros muebles procedentes de la ornamentada colección que había salido de la casa principal. No se podía decir que se hablara mucho allí dentro, e incluso ese poco se detuvo cuando empezaron a girarse cabezas hacia los dos desconocidos.
—Gracias —dijo Perla con voz cansina— por vuestra atención. Me gustaría hablar con el sargento Gesler y el cabo Tormenta…
—Yo soy Gesler —dijo un hombre de aspecto fornido y piel de color bronce que estaba tirado en un lujoso sofá—. El que está roncando bajo esas sedas es Tormenta. Y si vienes de parte de Oblat, dile que ya le pagaremos… algún día.
Perla sonrió, le hizo un gesto a Lostara para que siguiera y se acercó sin apresurarse al sargento.
—No estoy aquí para reclamarte las deudas. Más bien me gustaría hablar contigo en privado… sobre tus últimas aventuras.
—No me digas. ¿Y se puede saber quién eres tú, por las pezuñas de Fener?
—Se trata de un asunto imperial —dijo Perla, su mirada se posó en Tormenta—. ¿Quieres despertarlo tú o lo hago yo? Además, a mi compañera le gustaría hablar con el soldado llamado Pella.
La sonrisa de Gresler era fría.
—¿Quieres despertar a mi cabo? Adelante, tú mismo. En cuanto a Pella, ahora no está aquí.
Perla suspiró y se acercó al lado de la cama. La garra estudió durante un momento el montón de costosas sedas que enterraban al cabo y sus ronquidos y después bajó los brazos y arrancó la ropa de cama.
La mano que cogió la espinilla derecha de Perla (a medio camino entre la rodilla y el tobillo) era lo bastante grande como para rodear el miembro casi por completo. El impulso que la siguió dejó a Lostara con la boca abierta.
A las alturas. Chillidos de Perla, que subió al mismo tiempo que Tormenta se levantaba de la cama como un oso sacado a la fuerza de su hibernación, con un rugido que surgió de sus pulmones.
Si la cámara hubiera tenido un techo de altura normal (en lugar de unas cuantas vigas que cruzaban el espacio bajo el techo del establo, ninguna de las cuales estaban, por suerte, justo encima), Perla habría chocado con él, y con fuerza, cuando lo elevó por los aires esa única mano que le rodeaba la espinilla. La mano lo elevó y luego lo arrojó.
La garra hizo una cabriola agitando los brazos, las rodillas saliendo disparadas por encima de la cabeza, las piernas pataleando sin obstáculos cuando lo soltó la mano de Tormenta. Cayó con fuerza sobre un hombro y el aire abandonó sus pulmones con un siseo que más parecía un gruñido. Se quedó tirado, inmóvil, levantando las piernas poco a poco hasta quedarse acurrucado.
El cabo ya se había puesto en pie, despeinado, con la barba pelirroja muy desaliñada, el olvido del sueño desvaneciéndose de sus ojos como agujas de pino en el fuego, un fuego que se estaba avivando a toda prisa hasta convertirse en rabia.
—¡He dicho que no me despierte nadie! —bramó, unas manos enormes se estiraban a ambos lados y agarraban el aire, como si estuvieran impacientes por cerrarse sobre gargantas ofensivas. De repente clavó los brillantes ojos azules en Perla, que solo entonces comenzaba a mover manos y rodillas, la cabeza gacha—. ¿Es este el cabrón? —preguntó Tormenta al tiempo que se acercaba un paso más.
Lostara se interpuso en su camino.
Tormenta se detuvo en seco con un gruñido.
—Déjalos, cabo —dijo Gesler desde el sofá—. Esa cagarruta que acabas de tirar es una garra. Y una mirada un poco más avispada a la mujer que tienes delante te dirá que es una espada roja, o lo era, y seguramente sabrá defenderse mejor que bien. No hace falta meterse en un jaleo por un poco de sueño perdido.
Perla se estaba poniendo en pie, se masajeaba el hombro y tomaba bocanadas de aire profundas y estremecidas.
Con la mano en el pomo de la espada, Lostara miró con firmeza a Tormenta a los ojos.
—Nos preguntábamos —dijo en tono familiar— cuál de los dos cuenta mejor las historias. A aquí mi compañero le gustaría oír un cuento. Por supuesto, se pagará por el privilegio. Quizás esas deudas que tenéis con Oblat pueden… verse saldadas, como muestra de nuestro aprecio.
Tormenta frunció el ceño y volvió la cabeza para mirar a Gesler.
El sargento se levantó poco a poco del sofá.
—Bueno, muchacha, a aquí el cabo se le dan mejor las de miedo… porque las cuenta tan mal que ya no asustan tanto. Ya que tienes la amabilidad de encargarte de… bueno, nuestro reciente empujón del señor con las tabas, yo y el cabo os contaremos los dos un cuento, si para eso estáis aquí. No somos tímidos, después de todo. ¿Por dónde empezamos? Yo nací…
—No es tanta la historia que buscamos —lo interrumpió Lostara—. Le dejaré el resto a Perla, aunque quizás alguien podría traerle algo de beber para contribuir a su recuperación. Él puede aconsejaros sobre por dónde podéis empezar. Entretanto, ¿dónde está Pella?
—Fuera, ahí atrás —dijo Gesler.
—Gracias.
Cuando se dirigió a la puerta estrecha y larga de la parte trasera de los establos salió otro sargento que se colocó a su lado.
—Te acompaño —dijo.
Otro maldito veterano falari. ¿Y qué pasa con tantos huesos de dedos?
—¿Es que puedo perderme, sargento? —preguntó Lostara mientras abría la puerta de un empujón. Seis pasos más allá estaba el muro trasero de la finca. Contra él habían apilado montones de estiércol de caballo seco por sol. Había un soldado joven sentado encima de uno de ellos. A los pies de un montón cercano dormían dos perros, uno enorme y con terribles cicatrices y el otro diminuto, una maraña de pelo y una nariz chata.
—Es posible —respondió el sargento. Después le tocó un brazo cuando Lostara fue a acercarse a Pella, la mujer lo miró con una expresión inquisitiva—. ¿Estás con una de las otras legiones? —preguntó el sargento.
—No.
—Ah. —El hombre volvió a mirar los establos—. Recién asignada para servir a la Garra.
—¿Servir?
—Sí. Ese hombre necesita… aprender ciertas cosas. Al parecer escogió bien contigo, por lo menos.
—¿Qué es lo que quieres, sargento?
—Da igual. Te dejo ya.
Lostara lo vio entrar otra vez en los establos. Después, con un encogimiento de hombros, se dio la vuelta y se acercó a Pella.
Ninguno de los perros se despertó cuando se acercó.
Dos grandes sacos de arpillera flanqueaban al soldado, el de la derecha lleno casi a reventar, el tercero, en unas tres cuartas partes. El muchacho estaba encorvado y sujetaba una pequeña lezna de cobre que estaba usando para hacer un agujero en un hueso.
Los sacos, comprendió Lostara, contenían cientos de aquellos huesos.
—¿Pella?
El joven levantó la cabeza y parpadeó.
—¿Te conozco?
—No. Pero quizá tengamos algún conocido común.
—Oh. —El muchacho continuó con su trabajo.
—Eras guardia en una de las minas.
—No exactamente —respondió él sin levantar la cabeza—. Mi guarnición estaba en uno de los asentamientos. Solideo. Pero entonces empezó la rebelión. Sobrevivimos quince a la primera noche… ningún oficial. Nos alejamos de los caminos y al final nos dirigimos a Dosin Pali. Nos llevó cuatro noches y las tres primeras podíamos ver la ciudad ardiendo. No quedaba mucho cuando llegamos. Un barco mercante malazano apareció más o menos al mismo tiempo que nosotros y al final nos trajo aquí, a Aren.
—Solideo —dijo Lostara—. Allí había una prisionera. Una chica joven…
—Te refieres a la hermana de Tavore, Felisin.
Lostara se quedó sin aliento.
—Me preguntaba cuándo me vendría a buscar alguien por ese tema. ¿Estoy arrestado, entonces? —El chico alzó la cabeza.
—No. ¿Por qué? ¿Crees que deberías estarlo?
Pella volvió a su trabajo.
—Es probable. Los ayudé a escapar, después de todo. La noche del Levantamiento. Pero no sé si consiguieron salir. Dejé provisiones, lo que pude encontrar. Planeaban dirigirse al norte y luego al oeste… cruzar el desierto. Estoy bastante seguro de que yo no era el único que los ayudaba, pero nunca averigüé quiénes eran los otros.
Lostara se agachó poco a poco hasta que estuvo al mismo nivel que sus ojos.
—No era solo Felisin, entonces. ¿Quién estaba con ella?
—Baudin, un tipo aterrador, maldita sea, pero extrañamente leal a Felisin, aunque… —El chico levantó la cabeza y la miró a los ojos—. Bueno, esa chica no era de las que recompensaba la lealtad, ya sabes a qué me refiero. Pero bueno, Baudin y Heboric.
—¿Heboric? ¿Quién es ese?
—Fue sacerdote de Fener, todo tatuado con el pelaje del Jabalí. No tenía manos, se las habían cortado. En fin, esos tres.
—Querían cruzar el desierto —murmuró Lostara—. Pero la costa oeste de la isla no tiene… nada.
—Bueno, estaban esperando un barco, entonces, ¿no? Estaba planeado, ¿no es eso? Pero bueno, eso es todo lo que puedo contar. Para el resto, pregúntale a mi sargento. O a Tormenta. O a Verdad.
—¿Verdad? ¿Quién es?
—Es el que acaba de aparecer en la puerta detrás de ti… venía a traer más huesos. —Alzó la voz—. No vaciles tanto, Verdad. De hecho, esta mujer tan bonita de aquí tiene unas cuantas preguntas para ti.
Otro con la piel rara. Lostara estudió al joven alto y desgarbado que se acercaba con cautela, llevaba otro abultado saco de arpillera del que se iba cayendo la arena en una nube polvorienta. Que el Embozado me lleve, un muchacho atractivo… aunque ese aire vulnerable terminaría poniéndome de los nervios. La ex espada roja se irguió.
—Me gustaría saber más sobre Felisin —dijo poniendo un matiz férreo en su tono. Lo suficiente para llamar la atención de Pella, que le lanzó una mirada perspicaz.
Los dos perros habían despertado con la llegada de Verdad, pero ninguno se levantó de donde estaba, se limitaron a clavar los ojos en el muchacho. Verdad dejó la bolsa en el suelo, de repente adoptó una postura más atenta y se sonrojó. Mis encantos. No es Pella el que recordará este día. No es Pella el que encontrará a alguien a quien venerar.
—Háblame de lo que pasó en la costa occidental de la isla Otataral. ¿Se produjo el encuentro como estaba planeado?
—Eso creo —respondió Verdad después de un momento—. Pero nosotros no formábamos parte de ese plan… Resultó que nosotros nos encontramos en el mismo bote que Kulp, y era Kulp el que iba a recogerlos.
—¿Kulp? ¿El mago del Séptimo?
—Sí, ese. Lo había enviado Duiker…
—¿El historiador imperial? —¡Dioses, qué rastro tan enrevesado es este!—. ¿Y por qué habría de interesarle a él salvar a Felisin?
—Kulp dijo que era la injusticia —respondió Verdad—. Pero no lo has entendido, no era a Felisin a quien Duiker quería ayudar. Era a Heboric. Pella habló entonces en voz muy baja, una voz muy diferente de la que Lostara le había oído momentos antes.
—Si a Duiker lo van a presentar como una especie de traidor… bueno, muchacha, será mejor que te lo pienses bien. Esto es Aren, después de todo. La ciudad que lo vio todo. Que vio a Duiker llevar a los refugiados a un lugar seguro. Fue el último que entró por la puerta de la ciudad, dicen. —La emoción que embargaba sus palabras era pura—. ¡Y Pormqual hizo que lo arrestaran!
Un escalofrío atravesó a Lostara.
—Lo sé —dijo—. Blistig liberó a las Espadas Rojas de las cárceles. Estábamos en la muralla cuando Pormqual sacó a su ejército ahí fuera, a la llanura. Si Duiker estaba intentando liberar a Heboric, un estudioso como él, bueno, yo no tengo queja alguna. El rastro que seguimos es el de Felisin.
Verdad asintió al oír eso.
—Os ha enviado Tavore, ¿verdad? A ti y a esa garra de ahí dentro, el que está escuchando a Gesler y Tormenta.
Lostara cerró los ojos por un instante.
—Me temo que yo carezco de la sutileza de Perla. Se suponía que esta misión tenía que ser… secreta.
—Por mí, vale —dijo Pella—. ¿Y por ti, Verdad?
El muchacho alto asintió.
—En realidad tampoco importa mucho. Felisin está muerta. Están muertos todos. Heboric. Kulp. Murieron todos. Gesler estaba ahora mismo contando esa parte.
—Ya veo. No obstante, por favor, no digáis nada a nadie más. Nosotros continuaremos con nuestro trabajo, aunque solo sea para recoger sus huesos. Es decir, los huesos de todos.
—Eso estaría bien —dijo Verdad con un suspiro.
Lostara iba a irse ya, pero Pella hizo un gesto para llamar su atención.
—Toma. —Le tendió el hueso del dedo al que le había estado haciendo un agujero—. Coge esto. Llévalo bien a la vista.
—¿Por qué?
Pella frunció el ceño.
—Nos acabas de pedir un favor…
—Muy bien. —La mujer aceptó el espeluznante objeto.
Perla apareció entonces en la puerta.
—Lostara —exclamó—. ¿Has terminado aquí?
—Sí, ya estoy.
—Hora de irnos, entonces.
Lostara notó por su expresión que a él también le habían contado lo de la muerte de Felisin. Aunque seguramente con más detalles que lo poco que le había dicho a ella Verdad.
Desanduvieron en silencio su ruta a través de los establos, salieron al complejo y después lo atravesaron rumbo a la puerta del muro. La puerta se abrió cuando llegaron y el soldado llamado Quizás los despidió con la mano cuando pasaron. A Lostara le llamó la atención la bala de paja, que parecía vacilar y fundirse de una forma extraña donde estaba puesta, pero Perla se limitó a hacerle un gesto para que continuara.
Cuando dejaron atrás la finca, la garra lanzó una pequeña maldición.
—Necesito un sanador —dijo después.
—Apenas se te nota la cojera —comentó Lostara.
—Años de disciplina, querida. Preferiría estar gritando. La última vez que utilizaron una fuerza parecida contra mí fue con ese demonio semk, ese diosecillo. Esos tres, Gesler, Tormenta y Verdad, hay algo extraño en ellos, algo más que la simple piel.
—¿Alguna teoría?
—Atravesaron una senda de fuego, y de algún modo sobrevivieron, aunque, al parecer, Felisin, Baudin y Heboric no. Si bien se sigue ignorando el destino real que sufrieron. Gesler solo supone que murieron. Pero si algo extraño les pasó a esos guardias costeros en esa senda, ¿por qué no habría de ocurrirles lo mismo a los que cayeron por la borda?
—Lo siento. No me contaron los detalles.
—Debemos hacerle una visita a cierto barco requisado. Te lo explicaré por el camino. Ah, y la próxima vez, no te ofrezcas a pagar las deudas de alguien… hasta que averigües cuánto es el montante.
Y la próxima vez, tú deja esa actitud pomposa a las puertas del establo.
—Muy bien.
—Y deja de ponerte al mando.
Lostara lo miró.
—Me aconsejaste que usara mi encanto, Perla. No es culpa mía si tengo más de esa cualidad que tú.
—¿En serio? Déjame decirte que ese cabo tuvo suerte de que te interpusieras entre los dos.
A la ex espada roja le entraron ganas de reír, pero se contuvo.
—Es obvio que no viste el arma que tenía el hombre bajo la cama.
—¿Arma? Me da igu…
—Era un mandoble de pedernal. El arma de un t’lan imass, Perla. Seguramente pesa tanto como tú.
La garra no dijo nada más hasta que llegaron al Silanda.
El amarradero del barco estaba bien vigilado, pero era obvio que ya habían facilitado un permiso de acceso para Perla y Lostara, porque a los dos les permitieron pasar con un gesto a la maltratada cubierta del viejo dromon, y después los dejaron solos a propósito, todos los demás habían salido del barco.
Lostara examinó la zona central de la embarcación. Marcas de llamas y manchas de barro. Un extraño montículo piramidal rodeaba el mástil principal, envuelto en una lona alquitranada. Habían colocado velas y lonas nuevas, que resultaba obvio que habían sacado de otros navíos.
Al lado de la mujer, la mirada de Perla se posó en el montículo cubierto y lanzó un suave gruñido.
—¿Reconoces este barco? —preguntó.
—Reconozco que es un barco —respondió Lostara.
—Ya. Bueno, es un dromon de Quon, del antiguo estilo previo al Imperio. Pero buena parte de la madera y los accesorios proceden de Deriva Avalii. ¿Sabes algo de Deriva Avalii?
—Es una isla mítica que hay junto a la costa de Quon Tali. Una isla a la deriva, poblada de demonios y espectros.
—Nada de mítica y es cierto que está a la deriva, si bien parece describir una especie de círculo mal hecho. En cuanto a los demonios y espectros… bueno… —Se acercó sin prisas a la lona alquitranada—: Nada tan aterrador, desde luego. —Quitó la cubierta.
Cabezas cortadas, todas ordenadas y todas mirando hacia el exterior, los ojos parpadeando y clavándose en Perla y Lostara. El brillo de la sangre húmeda.
—Si tú lo dices —dijo Lostara con voz ronca al tiempo que daba un paso atrás.
Hasta Perla parecía desconcertado, como si lo que había desvelado no fuera del todo lo que esperaba. Después de unos minutos, estiró un brazo y tocó con la punta de un dedo la sangre encharcada.
—Todavía caliente…
—P-pero eso es imposible.
—¿Más imposible que ver a estas malditas cosas todavía conscientes, o vivas por lo menos? —Se irguió y la miró, después hizo un gesto expansivo con las manos—. Este barco es un imán. Hay capas y capas de hechicería que empapan la mismísima madera, el armazón. Desciende sobre ti con el peso de mil mantos.
—¿Ah, sí? Pues yo no lo siento.
Perla la miró sin comprender y después se enfrentó al montículo de cabezas cortadas una vez más.
—Ni demonios ni espectros, como puedes ver. Tiste andii la mayor parte. Unos cuantos marineros de Quon Tali. Ven, vamos a examinar el camarote del capitán, la magia sale de esa habitación por oleadas.
—¿Qué clase de magia, Perla?
La garra ya había echado a andar hacia la escotilla. Un gesto de desdén.
—Kurald Galain, Tellann, Kurald Emurlahn, Rashan… —Hizo una pausa de repente y se dio la vuelta en redondo—. Rashan. ¿Y tú no sientes nada?
La mujer se encogió de hombros.
—¿Hay más… cabezas… ahí dentro, Perla? Si es así, creo que preferiría no…
—Sígueme —le soltó él sin más.
En el interior, madera negra, el aire espeso como si lo agitaran recuerdos de violencia. Un cadáver de piel gris y aspecto bárbaro clavado a la silla del capitán con una inmensa lanza. Otros cuerpos tirados por allí como si los hubieran cogido, roto y arrojado a un lado.
Un fulgor apagado, sin fuente alguna, impregnaba aquella habitación baja y atestada. Salvo unos extraños trozos del suelo, manchado por lo que Lostara observó que era polvo de otataralita.
—No son tiste andii —murmuró Perla—. Estos deben de ser tiste edur. Oh, aquí hay misterios de sobra. Gesler me habló sobre la tripulación que manejaba los remos abajo, cuerpos decapitados. Esos pobres tiste andii de la cubierta. Ahora me pregunto quién mató a estos edur…
—¿De qué nos sirve todo esto para seguir el rastro de Felisin, Perla?
—Estuvo aquí, ¿no? Presenció todo esto. Aquí el capitán tenía un silbato colgado del cuello que utilizaba para dirigir a los remeros. Y que ha desaparecido, por cierto.
—Y sin ese silbato, este barco se limita a permanecer aquí.
Perla asintió.
—Una pena, ¿verdad? Imagínate, un barco con una tripulación a la que no tienes que dar de comer, que nunca necesita descansar y que no se amotina jamás.
—Todo para ti —dijo Lostara al tiempo que volvía a la puerta—. Yo odio los barcos. Siempre los he odiado. Y ahora me voy de este.
—No veo razón para no ir contigo —dijo Perla—. Tenemos un buen viaje por delante, después de todo.
—¿Ah, sí? ¿Adónde?
—El Silanda viajó por sendas entre el lugar donde lo encontró Gesler y donde reapareció en este reino. Por lo que he entendido, ese viaje cruzó el continente, desde el norte del mar Otataral hasta la bahía de Aren. Si Felisin, Heboric y Baudin saltaron al agua, bien podrían haber reaparecido en tierra en algún lugar de esa ruta.
—Para encontrarse justo en medio de la rebelión.
—Dado lo que parece haber conducido a esa situación, es muy posible que la hayan considerado una opción mucho menos horrenda.
—Hasta que una banda de asaltantes se tropezara con ellos.
La compañía novena del capitán Keneb fue convocada a revista en tres asambleas sucesivas en la plaza de armas. No se había dado ningún aviso previo, solo la llegada de un oficial que había ordenado a los soldados que procedieran a paso ligero.
Los pelotones primero, segundo y tercero fueron primero. Eran infantería pesada, treinta soldados en total, cargados de armaduras de escamas, brazales y guanteletes de cota de malla, escudos de cometa, espadas largas muy pesadas, lanzas de apuñalamiento atadas a la espalda, cascos con celadas y barbotes, y con colas de langosta, puñales y cuchillos de caza en los cinturones.
Los infantes de marina fueron los siguientes. Los pelotones cuarto, quinto y sexto de Ranal. Tras ellos iba el grueso de las tropas de la compañía, infantería media, del séptimo pelotón al vigésimo cuarto. Con algunas armas menos que la infantería pesada, se añadían a ellos los soldados especializados en el uso del arco corto, el arco largo y la lanza. Cada compañía tenía la misión de trabajar como unidad independiente, autosuficiente y presta a dar apoyo a las demás.
Cuando se plantó delante de su pelotón, Cuerdas estudió el noveno. La primera vez que formaban como fuerza independiente. Aguardaban la llegada de la consejera en filas precisas, sin apenas hablar y ni uno solo sin uniforme o armas.
El atardecer iba cayendo deprisa y el aire, gracias a los dioses, se iba enfriando poco a poco.
El teniente Ranal llevaba un rato recorriendo el terreno que ocupaban los tres pelotones, atrás y adelante, con pasos lentos y una capa de sudor en las mejillas lisas y bien afeitadas. Cuando al fin se detuvo, fue justo delante de Cuerdas.
—Muy bien, sargento —siseó—. Esto ha sido idea suya, ¿no?
—¿Señor?
—¡Esos malditos huesos de dedos! Aparecieron primero en su escuadrón, como si yo no lo hubiera notado. Y ahora le he oído al capitán que se está extendiendo por cada legión. ¡Están robando tumbas por toda la ciudad! Pues le voy a decir una cosa… —Se acercó todavía más y continuó con un susurro ronco—. Si la consejera pregunta quién es el responsable de este último escupitajo a la cara que le lanzan por lo ocurrido ayer, no dudaré en dirigirla hacia usted.
—¿Escupitajo a la cara? Teniente, es usted un auténtico imbécil. Mire, acaba de aparecer una pandilla de oficiales en la puerta principal. Le sugiero que ocupe su lugar, señor.
Con el rostro oscurecido de rabia, Ranal dio media vuelta y se colocó ante los tres pelotones.
La consejera encabezaba la marcha y la seguía su séquito.
La esperaba el capitán Keneb. Cuerdas recordaba al tipo de la primera y desastrosa vez que habían formado. Un malazano. Según se decía, había estado estacionado en una guarnición del interior y había luchado lo suyo cuando el enemigo había rebasado sus posiciones. Después, la huida al sur, de regreso a Aren. En todo eso había suficiente como para que Cuerdas se preguntara si el tipo no habría tomado la ruta de los cobardes. En lugar de morir con sus soldados, había sido el primero en poner tierra de por medio. Así era como muchos oficiales sobrevivían a sus pelotones, después de todo. Los oficiales no valían mucho en lo que al sargento se refería.
La consejera estaba hablando en ese momento con el hombre, después el capitán dio un paso atrás e hizo un saludo militar al tiempo que invitaba a Tavore a acercarse a las tropas. Pero en lugar de eso, la mujer se acercó un poco más al capitán, estiró el brazo y tocó algo que colgaba del cuello de Keneb.
Cuerdas abrió los ojos un poco más. Es el puñetero hueso de un dedo.
Se cruzaron más palabras entre hombre y mujer, después la consejera asintió y se acercó a los pelotones.
Sola, con pasos lentos y el rostro impasible.
Cuerdas advirtió el destello de reconocimiento cuando examinó los pelotones. Entonces lo vio a él, y después a Sepia. Después de unos minutos, durante los que no hizo ningún caso del teniente Ranal, que permanecía estirado como un palo, la consejera al fin se volvió hacia el hombre.
—Teniente.
—Consejera.
—Parece haber una proliferación de avíos fuera del reglamento entre sus soldados. Más aquí que entre cualquiera de las otras compañías a las que he pasado revista.
—Sí, consejera. En contra de mis órdenes, y sé quién es el hombre responsable…
—No me cabe duda —respondió la mujer—. Pero eso no me interesa. Sugeriría, sin embargo, que se estableciese cierta uniformidad para esas… baratijas. Quizá podrían colgar del cinturón de la cadera, al lado contrario de la vaina. Además, hemos recibido quejas de los ciudadanos de Aren. Como mínimo se debería devolver los hoyos y tumbas saqueadas a su estado original… tanto como sea posible, por supuesto.
La confusión de Ranal era obvia.
—Por supuesto, consejera.
—Y podría observar, también —añadió la consejera con tono seco—, que usted es el único que viste un uniforme que no es el… reglamentario en el Decimocuarto Ejército en estos momentos. Le sugiero que lo corrija en cuanto le sea posible, teniente. Ya puede dar la orden de romper filas a sus pelotones. Y cuando salga, transmita mis instrucciones al capitán Keneb. Puede proceder y hacer formar a la infantería media de la compañía.
—S-sí, consejera. De inmediato. —El militar saludó y se fue.
Cuerdas la vio regresar con su séquito.
Ah, bien hecho, muchacha.
El dolor embargaba el pecho de Gamet mientras estudiaba a la consejera, que regresaba sin prisa adonde esperaban él y los demás. Lo invadía una emoción fiera. No sabía a quién se le había ocurrido la idea, pero se merecía… bueno, un maldito beso, como habría dicho Sepia. Han revertido el mal presagio. ¡Lo han revertido!
Y vio el fuego que había vuelto a prenderse en los ojos de Tavore cuando llegó junto a ellos.
—Puño Gamet.
—¿Consejera?
—El Decimocuarto Ejército necesita un estandarte.
—Sí, desde luego que sí.
—Podríamos sacar la inspiración de los propios soldados.
—Bien podríamos hacer eso, consejera.
—¿Se ocupará de ello? ¿A tiempo para la partida de mañana?
—Lo haré.
Llegó por la puerta un mensajero a caballo. Había estado cabalgando a toda velocidad y tiró de las riendas de repente al ver a la consejera.
Gamet vio al hombre desmontar y acercarse. Dioses, que no sean malas noticias… Ahora no…
—Informe —exigió la consejera.
—Tres barcos, consejera —jadeó el mensajero—. Acaban de entrar renqueantes en el puerto.
—Continúe.
—¡Voluntarios! ¡Guerreros! ¡Caballos y perros de guerra! ¡Los muelles son un caos!
—¿Cuántos? —preguntó Gamet.
—Trescientos, puño.
—¿De dónde vienen, en el nombre del Embozado?
La mirada del mensajero se apartó de ellos y se posó en donde esperaban Nada y Menos.
—Son wickanos. —Se encontró con los ojos de Tavore una vez más—. ¡Consejera! El clan Cuervo. ¡El Cuervo! ¡Los hombres de Coltaine!