Un ejército que espera no tarda en ser un ejército en guerra consigo mismo.
Kellanved
El mundo estaba rodeado de rojo, el tono de la sangre antigua, del hierro que se oxida en un campo de batalla. Se alzaba en un muro como un río ladeado que se estrella, confuso e incierto, contra los riscos escabrosos que se elevaban como dientes rotos alrededor del borde de Raraku. Los guardianes más antiguos del sagrado desierto, esos peñascos de caliza blanqueada que se marchitaban bajo la tormenta incesante del Torbellino, la diosa enfurecida que no soportaba ningún rival en su dominio. Que podía devorar los propios riscos en su furia.
Mientras, la ilusión de calma yacía en su corazón.
El anciano, que había llegado a ser conocido con el nombre de Manos Fantasmales, trepó con lentitud por la ladera. Su piel envejecida era de un color bronce profundo, su rostro tatuado, amplio y franco, estaba arrugado como un canto rodado arañado por el viento. Pequeñas flores amarillas cubrían el risco sobre él, una poco frecuente floración de la pequeña planta del desierto que las tribus nativas llamaban hen’bara. Cuando se secaban, las flores se convertían en una infusión embriagadora, reparadora de penas, bálsamo contra el dolor de un alma mortal. El anciano se iba abriendo camino ladera arriba, arañándose y rozándose con algo parecido a la desesperación.
No hay sendero de la vida que sea incruento. Derramas la sangre de aquellos que se interponen en tu camino. Derramas la tuya propia. Continúas luchando, vas vadeando el torrente creciente con el frenesí que es el descubrimiento brutal del sentido de la supervivencia. La danza macabra en aquellas corrientes que tironeaban de él no contenían arte alguno y fingir lo contrario era hundirse en el autoengaño.
Ilusiones. Heboric Toque de Luz, en otro tiempo sacerdote de Fener, ya no tenía ninguna ilusión. Las había ahogado una por una con sus propias manos mucho tiempo atrás. Sus manos (sus manos fantasmales) habían resultado ser especialmente capaces de tales tareas. Susurraban poderes invisibles, guiadas por una voluntad misteriosa e implacable. Sabía que no tenía ningún control sobre ellas y por tanto no se hacía ilusiones. ¿Cómo iba a hacérselas?
Tras él, en la inmensa llanura donde decenas de miles de guerreros y sus seguidores habían acampado entre las ruinas de una ciudad, tal perspicacia brillaba por su ausencia. El ejército era las manos fuertes que en ese momento descansaban, pero pronto levantarían las armas, guiadas por una voluntad que era cualquier cosa salvo implacable, una voluntad que se ahogaba en ilusiones. Heboric no era solo diferente de todos los que continuaban allí abajo; era su contrario, un reflejo sórdido en un espejo mutilado.
El don de la hen’bara era un sopor sin sueños por la noche. El solaz del olvido.
Llegó al risco, le costaba respirar tras el ejercicio, y se acomodó entre las flores por un momento, para descansar. Las manos fantasmales eran tan hábiles como las de verdad, aunque él no las pudiera ver, ni siquiera como el brillo leve y moteado que veían los otros. De hecho, la visión le estaba fallando en todo. Le parecía que era la maldición del viejo, presenciar los horizontes que se iban acercando cada vez más. Con todo, si bien la alfombra amarilla que lo rodeaba era poco más que un contorno borroso para sus ojos, la fragancia picante le llenaba la nariz y le dejaba un sabor palpable en la lengua.
El calor del sol del desierto era abrasador, opresivo. Tenía un poder propio que transformaba al sagrado desierto en una cárcel, dominante y despiadada. Heboric había terminado por despreciar ese calor, por maldecir Siete Ciudades y por cultivar un odio perdurable por su gente. Y resultaba que estaba atrapado entre ellos. La barrera del torbellino era indiscriminada, infranqueable tanto para los que estaban fuera como para los que permanecían dentro, a discreción de la elegida.
Un movimiento a un lado, el contorno borroso de una figura ligera de cabello moreno. Que luego se acomodó a su lado.
Heboric sonrió.
—Creí que estaba solo.
—Estamos solos los dos, Manos Fantasmales.
—Ninguno de los dos, Felisin, necesitamos que nos lo recuerden. —Felisin la Menor, pero ese es un nombre que no puedo decir en voz alta. La madre que te adoptó, muchacha, tiene sus propios secretos—. ¿Qué es lo que tienes en las manos?
—Papiros —respondió la chica—. De madre. Al parecer, ha redescubierto el ansia de escribir poesía.
El exsacerdote tatuado lanzó un gruñido.
—Creí que eso era amor, no ansia.
—Tú no eres poeta —dijo ella—. En cualquier caso, hablar claro es un talento auténtico; enterrarse bajo la ofuscación es la vocación del poeta en estos tiempos.
—Eres una crítica brutal, muchacha —comentó Heboric.
—Llamada a Sombra, lo ha llamado. O, más bien, continúa un poema que comenzó su propia madre.
—Oh, bueno, Sombra es un reino tenebroso. Es obvio que ha elegido un estilo que está a la altura del tema, quizás incluso a la altura del de su propia madre.
—Demasiado conveniente, Manos Fantasmales. Ahora bien, piensa en el nombre con el que se hace llamar ahora el ejército de Korbolo Dom: los Mataperros. Eso, anciano, sí que es poético. Un nombre cargado de inseguridad detrás de su orgullosa fanfarronada. Un nombre que está a la altura del propio Korbolo Dom, que se alza firme en medio de su terror.
Heboric estiró el brazo y arrancó la primera corola. Se la llevó a la nariz un momento antes de dejarla caer en la bolsa de cuero que llevaba en el cinturón.
—«Firme en medio de su terror.» Una imagen llamativa, muchacha. Pero no veo miedo alguno en el napaniano. El ejército malazano que se está reuniendo en Aren no son más que tres miserables legiones de reclutas bajo el mando de una mujer que carece de cualquier tipo de experiencia relevante. Korbolo Dom no tiene motivos para tener miedo.
La carcajada de la jovencita fue un trino que pareció abrir un sendero gélido en el aire.
—¿Que no tiene motivos, Manos Fantasmales? En realidad tiene muchos motivos. ¿Quieres que haga una lista? Leoman. El toblakai. Bidithal. L’oric. Mathok. Y el que para él es el más aterrador de todos: Sha’ik. Mi madre. El campamento es un nido de serpientes en el que hierve la disidencia. Te has perdido el último frenesí de insultos. Madre ha desterrado a Mallick Rel y Pullyk Alar. Los ha expulsado. Korbolo Dom pierde dos aliados más en la lucha por el poder…
—No hay ninguna lucha por el poder —gruñó Heboric mientras tiraba de un puñado de flores—. Son idiotas si creen que eso es posible. Sha’ik ha echado a esos dos porque la traición fluye por sus venas. Le es indiferente lo que pueda sentir Korbolo Dom.
—Él no lo cree así y esa convicción es más importante que lo que pueda ser o no verdad. ¿Y cómo responde madre a las consecuencias de sus declaraciones? —Felisin barrió las plantas que tenía ante ella con los papiros—. Con poesía.
—El don del conocimiento —murmuró Heboric—. La diosa del Torbellino le susurra al oído a la elegida. Hay secretos en la senda de Sombra, secretos que contienen verdades que son relevantes para el torbellino en sí.
—¿Qué quieres decir?
Heboric se encogió de hombros. Tenía la bolsa casi llena.
—Bueno, yo tengo mi propia clarividencia. —Y total, para lo que me sirve—. Cuando se partió la antigua senda, los fragmentos se esparcieron por todos los reinos. La diosa del Torbellino tiene poder, pero no era suyo, al principio no. Solo un fragmento más, que vagaba perdido y embargado por el dolor. ¿Qué era la diosa, me pregunto, cuando se tropezó con el torbellino? Una deidad menor de alguna tribu del desierto, sospecho. Un espíritu del viento estival, protector de algún manantial con remolinos, quizá. Uno entre muchos, sin duda. Por supuesto, una vez que se apoderó de ese fragmento, no le llevó demasiado tiempo destruir a sus antiguos rivales y ejercer un dominio absoluto y despiadado sobre el sagrado desierto.
—Una teoría pintoresca, Manos Fantasmales —dijo Felisin con voz cansina—. Pero no dice nada de las siete ciudades sagradas, de los siete libros sagrados, de la profecía de Dryjhna del Apocalipsis.
Heboric lanzó un bufido.
—Los cultos se alimentan unos de otros, muchacha. Se elaboran mitos enteros para alimentar la fe. Siete Ciudades nació con unas tribus nómadas, pero el legado que las precedía era el de una antigua civilización, que, a su vez, reposaba en precario equilibrio sobre los cimientos de un imperio todavía más antiguo: el Primer Imperio de los t’lan imass. Lo que sobrevive en el recuerdo o vacila y se desvanece no es más que casualidad y circunstancias.
—Los poetas puede que conozcan el hambre y el ansia —comentó la chica con un tono seco—, pero los historiadores devoran. Y cuando se devora se asesina el lenguaje, lo conviertes en algo muerto.
—Eso no es delito del historiador, muchacha, sino del crítico.
—¿Para qué discutir por eso? Estudiosos, entonces.
—¿Te estás quejando de que mi explicación destruye los misterios del panteón? Felisin, en este mundo hay más cosas dignas de que te maravilles ante ellas. Deja a los dioses y diosas con sus enfermizas obsesiones.
La carcajada de la joven volvió a atravesar al anciano otra vez.
—¡Oh, eres una compañía muy divertida, anciano! Un sacerdote expulsado por su dios. Un historiador en otro tiempo encarcelado por sus teorías. Un ladrón al que no le queda nada digno de robar. No soy yo la que necesita maravillarse.
El exsacerdote la oyó levantarse.
—En cualquier caso —continuó—, me enviaron a buscarte.
—¿Sí? ¿Sha’ik quiere más consejos de los que sin duda hará caso omiso?
—Esta vez no. Leoman.
Heboric frunció el ceño. Y allí donde esté Leoman, también estará el toblakai. La única cualidad del asesino es que mantiene su promesa de no volverme a hablar jamás. Con todo, sentiré sus ojos sobre mí. Sus ojos de homicida. Si hay alguien en el campamento al que habría que desterrar… Se puso en pie poco a poco.
—¿Dónde puedo encontrarlo?
—En el templo del pozo —respondió la chica.
Por supuesto. ¿Y qué estabas haciendo tú, mi querida muchacha, en compañía de Leoman?
—Te llevaría de la mano —añadió Felisin—, pero encuentro su tacto demasiado poético.
La joven caminó a su lado y bajaron juntos la ladera, pasaron entre los dos inmensos corrales que estaban vacíos en ese momento, las cabras y las ovejas habían sido conducidas a los pastos que había al este de las ruinas para pasar el día. Atravesaron una amplia brecha en la muralla de la ciudad muerta que cruzaba una de las avenidas principales que llevaban al revoltijo de edificios inmensos que se extendían por toda la zona y de los que solo quedaban los cimientos y trozos de paredes, un conjunto que había terminado por llamarse el Círculo de los Templos.
Chozas de adobe, yurtas y tiendas de cuero componían una ciudad moderna sobre las ruinas. Mercados de barrio se afanaban bajo amplios toldos que abarcaban toda la calle, llenaban el aire de un sinfín de voces y los aromas fragantes de la cocina. Las tribus nativas, las que seguían a su propio jefe, Mathok (que ostentaba una posición comparable a general bajo el mando de Sha’ik), se mezclaban con los Mataperros, con variopintas bandas de renegados de las ciudades, con bandidos y criminales liberados de una ingente cantidad de prisiones de guarniciones malazanas. Los seguidores del campamento del ejército eran igual de dispares, una extraña tribu autónoma que parecía vagar en una eterna ronda nómada dentro de la improvisada ciudad, impulsada por ocultos caprichos sin duda de naturaleza política. En ese momento, una derrota invisible los hacía más furtivos de lo habitual, viejas fulanas que encabezaban a decenas de niños delgados y la mayor parte desnudos, herreros, zurcidores de arreos, cocineros, cavadores de letrinas, viudas, esposas, unos cuantos maridos y muy pocos padres y madres… hilos que unían a la mayor parte a los guerreros del ejército de Sha’ik, pero hilos muy tenues en el mejor de los casos, hilos que se partían con facilidad, con frecuencia enmarañados en una red de adulterio e hijos bastardos.
La ciudad era un microcosmos de Siete Ciudades, en opinión de Heboric. Prueba de todos los males que el Imperio de Malaz se había propuesto curar como conquistadores y después ocupantes. No parecía haber muchas virtudes en las libertades de las que el exsacerdote había sido testigo en aquel lugar, pero sospechaba que era el único que albergaba tan traidores pensamientos. El Imperio me sentenció y me llamó criminal, pero sigo siendo malazano. Un hijo del Imperio, un devoto vuelto a despertar al lema del antiguo emperador: «A la paz por la espada». Así que, mi querida Tavore, trae tu ejército al corazón de la rebelión y párala en seco. No seré yo quien llore su pérdida.
El Círculo de los Templos estaba prácticamente abandonado si se comparaba con las calles atestadas por las que acababan de pasar los dos. Hogar de antiguos dioses, deidades olvidadas y en otro tiempo veneradas por pueblos igual de olvidados que no habían dejado mucho a su paso, aparte de las ruinas desmoronadas y los senderos en los que te hundías hasta el tobillo en tiestos polvorientos. Pero algo sagrado todavía persistía para algunos, al parecer, pues era allí donde los más decrépitos de los perdidos encontraban un refugio escaso.
Unos cuantos sanadores menores se movían entre esos pocos indigentes, las viejas viudas que no habían encontrado refugio como tercera o incluso cuarta esposa de un guerrero o mercader, los combatientes que habían perdido algún miembro, los leprosos y otras víctimas enfermas que no podían permitirse los poderes curativos del gran Denul. Antes también había entre ellos niños abandonados, pero Sha’ik se había ocupado de poner fin a eso. Comenzando por Felisin, los había adoptado a todos, su séquito privado, los acólitos del culto del torbellino. Según la última y somera contabilidad de Heboric, una semana antes, su número llegaba a más de tres mil, con edades que iban desde los recién destetados a la edad de Felisin, próxima ya a la edad verdadera de Sha’ik. Para todos ellos, Sha’ik era su madre y así la llamaban.
No había sido un gesto muy popular. Los chulos habían perdido a sus corderitos.
En el centro del Círculo de los Templos había un pozo ancho y octogonal hundido en las profundidades de las capas de caliza, su suelo nunca lo tocaba el sol, lo habían limpiado de sus habituales residentes: serpientes, escorpiones y arañas y lo había ocupado Leoman de los Mayales. Leoman, que había sido el guardaespaldas más probado de Sha’ik la Mayor. Pero la Sha’ik renacida había sondeado el alma del hombre y la había encontrado vacía, despojada de fe, por algún defecto de la naturaleza con tendencia a renegar de todo tipo de certezas. La nueva elegida había decidido que no podía confiar en ese hombre o, por lo menos, no podía tenerlo a su lado. Lo había convertido en segundo de Mathok, aunque parecía que el cargo implicaba pocas responsabilidades. Si bien el toblakai continuaba siendo el guardián personal de Sha’ik, el gigante del tatuaje partido en la cara no había renunciado a su amistad con Leoman y se le veía con frecuencia en la avinagrada compañía de ese hombre.
Había mucha historia entre los dos guerreros, una historia de la que Heboric estaba convencido de que percibía solo una fracción. En algún momento habían compartido una cadena como prisioneros de los malazanos, según se rumoreaba. Heboric pensaba que ojalá los malazanos hubieran mostrado menos misericordia en el caso del toblakai.
—Te dejo ya —dijo Felisin junto al borde de ladrillos del pozo—. La próxima vez que necesite un choque de opiniones, te buscaré.
Heboric hizo una mueca, asintió y se dirigió a la escalera de mano. El aire que lo rodeaba se iba enfriando capa a capa a medida que descendía a la oscuridad. El olor a durhang era dulce y pesado, una de las afectaciones de Leoman, lo que llevaba al exsacerdote a preguntarse si la joven Felisin no estaría siguiendo el camino de su madre con más fidelidad de lo que él había sospechado.
El suelo de piedra caliza estaba recubierto de alfombras. Muebles ornamentados, los muebles portátiles que usaban los mercaderes ambulantes ricos, hacían que el espacioso aposento pareciera atestado. Pantallas con armazones de madera se apoyaban en las paredes, la tela estirada de los paneles exhibía escenas tejidas con imágenes de mitología tribal. Allí donde las paredes quedaban expuestas, pinturas negras y ocres de algún artista antiguo transformaban la piedra lisa y ondulada en paisajes con múltiples capas: sabanas por donde vagaban bestias transparentes. Por alguna razón, esas imágenes permanecían claras y vívidas en los ojos de Heboric, recuerdos de movimiento que le susurraban por el rabillo del ojo.
Viejos espíritus se paseaban por aquel pozo, atrapados para toda la eternidad por sus altos y escarpados muros. Heboric odiaba aquel lugar, con todas sus espectrales láminas de fracaso, de mundos extintos mucho tiempo atrás.
El toblakai estaba sentado en un diván sin respaldo, dedicado a frotar con aceite la hoja de su espada de madera; no se molestó en levantar la cabeza cuando Heboric llegó a la base de la escalera. Leoman estaba echado entre cojines cerca de la pared contraria.
—Manos Fantasmales —lo saludó el guerrero del desierto—. ¿Tienes hen’bara? Ven, aquí hay un brasero, y agua…
—Reservo ese té para justo antes de irme a dormir —respondió Heboric al acercarse—. ¿Querías hablar conmigo, Leoman?
—Siempre, amigo mío. ¿Acaso la elegida no nos llamó su triángulo sagrado a nosotros tres, aquí, en este pozo olvidado? ¿O quizá he mezclado las palabras y debería mudar «sagrado» por «olvidado»? Ven, siéntate. Tengo té de hierba, de esos que te despiertan.
Heboric se sentó en un cojín.
—¿Y qué necesidad tenemos de estar bien despiertos?
La sonrisa de Leoman era vaga, lo que le indicó a Heboric que el durhang había barrido de un golpe su habitual reticencia.
—Mi querido Manos Fantasmales —murmuró el guerrero—, es la necesidad de los cazados. Es la gacela con la nariz pegada al suelo la que se merienda el león, después de todo.
El exsacerdote alzó las cejas.
—¿Y quién nos acecha ahora, Leoman?
Leoman se echó hacia atrás antes de responder.
—Bueno, los malazanos, por supuesto, ¿quién si no?
—Vaya, entonces desde luego que debemos hablar —dijo Heboric con burlona impaciencia—. No tenía ni idea, después de todo, que los malazanos tenían intención de hacernos daño. ¿Estás seguro de tu información?
El toblakai se dirigió a Leoman.
—Como ya te he dicho más de una vez, a este viejo habría que matarlo.
Leoman se echó a reír.
—Ah, amigo mío, ahora que eres el único de nosotros al que todavía escucha la elegida… por así decirlo… te sugeriría que renunciaras a ese tema. Lo ha prohibido y punto. Y tampoco me siento inclinado a estar de acuerdo contigo en este caso. Es un antiguo estribillo que hay que enterrar.
—El toblakai me odia porque veo con demasiada claridad lo que atormenta su alma —dijo Heboric—. Y dado el juramento que hizo de no hablarme, sus opciones de diálogo están muy limitadas, por desgracia.
—Aplaudo tu empatía, Manos Fantasmales.
Heboric lanzó un bufido.
—Si ha de haber un tema para esta reunión, Leoman, oigámoslo. O si no, será mejor que regrese al mundo de la luz.
—Ese resultaría ser un viaje muy largo —se rio el guerrero—. Muy bien. Bidithal ha vuelto a sus viejas costumbres.
—¿Bidithal, el mago supremo? ¿Qué «viejas costumbres»?
—Sus costumbres con menores, Heboric. Niñas. Sus desagradables… apetitos. Sha’ik no lo sabe todo, cielos. Oh, conoce las viejas predilecciones de Bidithal, las experimentó de primera mano cuando era Sha’ik la Mayor, después de todo. Pero ahora hay casi cien mil personas en esta ciudad. Unas cuantas menores que se desvanecen cada semana… puede pasar casi desapercibido. La gente de Mathok, sin embargo, es más observadora por naturaleza.
Heboric frunció el ceño.
—¿Y qué quieres que haga yo?
—¿Acaso no te interesa?
—Pues claro que sí. Pero no soy más que un hombre, sin voz alguna, como tú dices. En cambio, Bidithal es uno de los tres que han jurado lealtad a Sha’ik, uno de sus magos supremos más poderosos.
Leoman empezó a hacer el té.
—Compartimos cierta lealtad, amigo mío —murmuró—, los tres que estamos aquí, hacia cierta niña. —Entonces levantó la cabeza, se inclinó para poner la olla de agua en la rejilla del brasero y clavó los ojos azules velados en Heboric—. Que ha llamado la atención de Bidithal. Pero esa atención es algo más que simple sexo. Felisin es la heredera elegida de Sha’ik, todos nos damos cuenta, ¿no? Bidithal cree que hay que moldearla de un modo idéntico a su madre, cuando su madre era Sha’ik la Mayor, claro está. La niña debe seguir el camino de su madre, según cree Bidithal. Igual que se rompió a la madre por dentro, también se debe romper a la hija por dentro.
Un horror frío embargó a Heboric al escuchar a Leoman. Después le lanzó una mirada furiosa al toblakai.
—¡Esto se le ha de contar a Sha’ik!
—Se le ha contado —dijo Leoman—. Pero necesita a Bidithal, aunque solo sea para equilibrar las intrigas de Febryl y L’oric. Los tres se desprecian unos a otros, como es natural. Se ha puesto en su conocimiento, Manos Fantasmales y nos ha encargado a los tres, a nuestra vez, que estemos… vigilantes.
—En el nombre del Embozado, ¿cómo se supone que he de estar vigilante? —soltó de repente Heboric—. ¡Estoy casi ciego, maldita sea! ¡Toblakai! ¡Dile a Sha’ik que coja a ese malnacido arrugado y lo despelleje vivo, y que les den a Febryl y L’oric!
El enorme salvaje hizo una mueca y le enseñó los dientes a Leoman.
—Oigo a un lagarto sisear bajo su roca, Leoman de los Mayales. A tanta fanfarronada se pone fin con facilidad con el tacón de una bota.
—Ah —suspiró Leoman mirando a Heboric—, bueno, Bidithal no es el problema. De hecho, puede que resulte ser el salvador de Sha’ik. Febryl trama una traición, amigo mío. ¿Quiénes son sus compañeros de conspiración? No se sabe. L’oric no, eso desde luego; L’oric es, con mucho, el más astuto de los tres y por tanto, de tonto no tiene nada. Pero Febryl necesita aliados entre los poderosos. ¿Se ha aliado Korbolo Dom con ese malnacido? No lo sabemos. ¿Kamist Reloe? ¿Sus dos tenientes, las magas Henaras y Fayelle? Incluso aunque todos estuvieran en la conspiración, Febryl seguiría necesitando a Bidithal, ya sea para que se haga a un lado o para que se una a ella.
—Sin embargo —gruñó el toblakai—, Bidithal es leal.
—A su manera —asintió Leoman—. Y sabe que Febryl está planeando una traición, solo espera a que lo inviten. Momento en el que se lo contará a Sha’ik.
—Y todos los conspiradores morirán entonces —dijo el toblakai.
Heboric negó con la cabeza.
—¿Y si esos conspiradores son los que componen todo su mando?
Leoman se encogió de hombros y después empezó a servir el té.
—Sha’ik tiene al torbellino, amigo mío. ¿Para guiar a los ejércitos? Tiene a Mathok. Y a mí. Y L’oric se quedará, eso es seguro. Que los Siete nos lleven, Korbolo Dom es una carga, en cualquier caso.
Heboric se quedó callado un momento. No se movió cuando, con un gesto, Leoman lo invitó a compartir el té.
—Y así se revela la mentira —murmuró al fin—. El toblakai no le ha dicho nada a Sha’ik. Ni él, ni Mathok, ni tú, Leoman. Este es vuestro modo de recuperar el poder. Aplastar una conspiración y eliminar por tanto a todos vuestros rivales. Y ahora me invitáis a mí a entrar en la mentira.
—No es una gran mentira —respondió Leoman—. Se ha informado a Sha’ik de que Bidithal vuelve a perseguir a menores una vez más…
—Pero no a Felisin en particular.
—La elegida no debe permitir que sus lealtades personales pongan en riesgo toda la rebelión. Actuaría con demasiada precipitación…
—¿Y crees que me importa un higo esa rebelión, Leoman?
El guerrero sonrió cuando volvió a apoyarse en los cojines.
—A ti no te importa nada, Heboric. Ni siquiera tú mismo. Pero no, eso no es cierto, ¿verdad? Está Felisin. Está la niña.
Heboric se puso en pie.
—Yo ya he terminado aquí.
—Ve con salud, amigo mío. Has de saber que tu compañía es siempre bienvenida.
El exsacerdote se dirigió a la escalera y al llegar hizo una pausa.
—Y a mí que me habían hecho creer que las serpientes habían desaparecido de este pozo.
Leoman se echó a reír.
—El aire frío solo las… duerme. Ten cuidado con esa escalera, Manos Fantasmales.
Cuando se hubo ido el anciano, el toblakai envainó su espada y se levantó.
—Irá directamente a hablar con Sha’ik —aseveró.
—¿Tú crees? —preguntó Leoman, después se encogió de hombros—. No, creo que no. No con Sha’ik.
De todos los templos de los cultos nativos de Siete Ciudades, solo los levantados en nombre de un dios concreto mostraban un estilo arquitectónico que reflejaba las antiguas ruinas del Círculo de los Templos. Y por tanto, para Heboric, no había nada accidental en la morada que había elegido Bidithal. Si los cimientos del templo que ocupaba el mago supremo todavía sostuvieran muros elevados y un techo, se vería que era una cúpula baja y extrañamente alargada, sostenida por arcos de medio punto como las costillas de una inmensa criatura marina, o quizás el armazón esquelético de un barco largo. La lona que cubría los restos marchitos y derrumbados estaba sujeta a las pocas alas que permanecían en pie. Esas alas y la planta daban pruebas suficientes del aspecto que había tenido en un principio el templo; y en las siete ciudades sagradas y entre sus parientes menores más pobladas, se podía ver cierto templo que se parecía mucho en estilo a esa ruina.
Y en esas verdades Heboric sospechaba que había un misterio. Bidithal no siempre había sido mago supremo. No sobre el papel, en cualquier caso. En el idioma dhobri lo habían conocido como rashan’ais, el archisacerdote del culto de Rashan, que había existido en Siete Ciudades mucho antes de que se volviera a ocupar el trono de Sombra. En las mentes retorcidas de la humanidad, al parecer, no había nada objetable en venerar un trono vacío. No es más extraño que arrodillarse ante el Jabalí del Verano, dios de la Guerra.
El culto de Rashan no se había tomado muy bien la ascensión de Ammanas (Tronosombrío) y la Cuerda a una posición de poder casi absoluto dentro de la senda de Sombra. Aunque el conocimiento que tenía Heboric de los detalles era fragmentario en el mejor de los casos, parecía que el culto se había desgarrado por dentro. Se había derramado sangre entre los muros del templo y, tras el asesinato profanador, solo aquellos que habían admitido el dominio de los nuevos dioses continuaron entre los devotos. Por el borde del camino, amargados y lamiéndose profundas heridas, los desterrados se escabulleron.
Hombres como Bidithal.
Derrotados, pero Heboric sospechaba que no acabados. Pues son los templos de Meanas de Siete Ciudades los que más se parecen a esta ruina en estilo arquitectónico… como si fuera un descendiente directo de los primeros cultos de esta tierra.
Dentro del torbellino, el expulsado rashan’ais había encontrado refugio. Nueva prueba de que creía que el torbellino no era más que un fragmento de una senda hecha pedazos y que esa senda destrozada era Sombra. Y si ese es en realidad el caso, ¿qué oculto propósito une a Bidithan y Sha’ik? ¿Es leal de verdad a Dryjhna del Apocalipsis, a esta sagrada conflagración en nombre de la libertad? Las respuestas a esas preguntas tardaban mucho en llegar, si acaso llegaban algún día. El jugador desconocido, la corriente invisible bajo aquella rebelión (bajo el Imperio de Malaz en sí, de hecho) era el nuevo regidor de Sombra y su letal compañero. Ammanas Tronosombrío, que era Kellanved, emperador de Malaz y conquistador de Siete Ciudades. Cotillion, que era Danzante, señor de los espolones y el asesino más letal del Imperio, más letal incluso que Torva. Por los dioses del inframundo, aquí se trama algo… y ahora me pregunto, ¿de quién es esta guerra?
Distraído por tales inquietantes pensamientos mientras se dirigía a la morada de Bidithal, Heboric tardó un momento en darse cuenta de que alguien había pronunciado su nombre. Forzó la mirada y buscó al que había originado la llamada, pero le sobresaltó de repente una mano que se posaba en su hombro.
—Mis disculpas, Manos Fantasmales, si te he asustado.
—Ah, L’oric —respondió Heboric cuando al fin reconoció a la alta figura envuelta en túnicas blancas que tenía junto a él—. Estos no son los lugares por donde sueles acechar, ¿verdad?
Una sonrisa un tanto dolorida.
—Lamento que mi presencia se vea bajo una luz tan poco favorable, a menos, por supuesto, que hayas usado la palabra sin pensar.
—Sin poner atención, quieres decir. Así es. He estado en compañía de Leoman y he respirado sin querer vapores de durhang. Lo que quería decir era que pocas veces te veo por estos pagos, eso es todo.
—Lo cual explica tu expresión inquieta —murmuró L’oric.
¿Será por encontrarme contigo, el durhang o Leoman?
El alto mago (uno de los tres de Sha’ik) no era por naturaleza una persona accesible ni dada al drama. Heboric no tenía ni idea de qué senda empleaba aquel hombre en sus hechicerías. Quizá solo Sha’ik lo supiera.
Después de un momento, el mago supremo continuó.
—Tu ruta sugiere una visita a cierto residente de aquí, del Círculo. Es más, percibo una tormenta de emociones que se agita a tu alrededor, lo que podría llevar a suponer que el inminente encuentro resultará borrascoso.
—Quieres decir que podríamos discutir Bidithal y yo —gruñó Heboric—. Bueno, sí, es muy probable, maldita sea.
—Yo mismo he dejado su compañía no ha mucho —dijo L’oric—. ¿Quizás una advertencia? Está muy agitado por algo y de un humor nada condescendiente.
—Quizá fue algo que dijiste tú —aventuró Heboric.
—Es muy posible —admitió el mago—. Y si es así, me disculpo.
—Por los colmillos de Fener, L’oric, ¿qué estás haciendo en este maldito ejército de víboras? Una vez más la sonrisa dolorida y después un encogimiento de hombros.
—Las tribus de Mathok tienen entre ellas mujeres y hombres que bailan con víboras de cuello-disparado, como las que a veces se encuentran allí donde las hierbas crecen profundas. Es una danza complicada y, como es obvio, peligrosa, pero al mismo tiempo no carece de cierto encanto. Hay atractivos en un ejercicio así.
—Disfrutas corriendo riesgos, incluso a costa de tu vida.
—Yo podría, a mi vez, preguntarte por qué estás tú aquí, Heboric. ¿Intentas regresar a tu profesión de historiador y asegurarte así de que se cuenta la historia de Sha’ik y el torbellino? ¿O de veras te ha atrapado la lealtad y eres un devoto de la noble causa de la libertad? Por supuesto no puedes decir que eres las dos cosas, ¿verdad?
—Fui un historiador mediocre en el mejor de los casos, L’oric —murmuró Heboric, al que no le apetecía dar explicaciones sobre los motivos que lo impulsaban a quedarse, ninguno de los cuales tenían relevancia alguna real, ya que, en cualquier caso, no era probable que Sha’ik le permitiera marcharse.
—Te impacienta mi presencia. Te dejaré con tus tareas, entonces. —L’oric hizo una pequeña reverencia y se retiró.
Mientras observaba alejarse al hombre, Heboric se quedó inmóvil durante un momento más y después reanudó su camino. ¿Así que Bidithan estaba agitado? ¿Una discusión con L’oric o algo tras el velo? Tenía la morada del mago supremo delante, las paredes de la tienda y el techo puntiagudo desvaídos por el sol y manchados de humo, un borrón polvoriento de color magenta moteado colocado sobre las gruesas piedras de los cimientos. Acurrucado junto a la solapa de la entrada estaba una figura mugrienta y quemada por el sol que murmuraba en un idioma extranjero, la cara oculta bajo largos mechones grasientos de pelo castaño. La figura no tenía manos ni pies y los muñones mostraban viejo tejido cicatrizal que todavía supuraba una secreción de color amarillo lechoso. El hombre estaba usando uno de los muñones de las manos para dibujar amplios patrones en el espeso polvo, se rodeaba de cadenas unidas, una y otra vez, cada pase oscureciendo el que había hecho antes.
Este pertenece al toblakai. Su obra maestra… ¿Sulgar? Silgar. El nathii. Aquel hombre era uno de los muchos habitantes tullidos, enfermos e indigentes del Círculo de los Templos. Heboric se preguntó qué era lo que lo había llevado hasta la tienda de Bidithal.
Llegó a la entrada. Como dictaba la costumbre tribal, la solapa estaba atada a un lado, el habitual gesto social de invitación, el mensaje acostumbrado de candidez. Cuando se agachó para pasar, Silgar se removió y levantó la cabeza de golpe.
—¡Hermano mío! ¡Te he visto antes, sí! ¡Mutilado, somos parientes! —Hablaba en una mezcla de nathii, malazano y ehrlitano. La sonrisa del hombre reveló una fila de dientes podridos—. Carne y espíritu, ¿sí? ¡Somos, tú y yo, los únicos mortales honestos que hay aquí!
—Si tú lo dices —murmuró Heboric mientras se metía en casa de Bidithal. La carcajada aguda de Silgar lo siguió al interior.
No se había hecho ningún esfuerzo para limpiar la amplia cámara del interior. Ladrillos y escombros yacían esparcidos por un suelo de arena, argamasa rota y cascos varios. En el cavernoso espacio había colocados al azar media docena de muebles. Una cama grande y baja, hecha de tablillas de madera y cubierta de finos colchones. Cuatro sillas plegables de mercader, del tipo local de tres patas, miraban a la cama en una fila desigual, como si Bidithal tuviera por costumbre dirigirse a un público de acólitos o estudiantes. Una docena de pequeñas lámparas de aceite atestaban la superficie de una pequeña mesa cercana.
El mago supremo le daba la espalda a Heboric y a buena parte de la larga cámara. Una antorcha, sujeta a una lanza que se había clavado con la base apuntalada por piedras y cascotes, se alzaba un poco por detrás del hombro izquierdo de Bidithal y arrojaba la sombra del hombre sobre la pared de la tienda.
Un escalofrío atravesó a Heboric, parecía que el mago supremo estaba conversando con un lenguaje de gestos con su propia sombra. Expulsado solo de nombre, quizá. Todavía impaciente por jugar con Meanas. ¿En nombre del torbellino o en el suyo propio?
—Mago supremo —lo llamó el exsacerdote.
El anciano y encogido hombre se volvió poco a poco.
—Ven a mí —dijo con voz vacilante—. Me gustaría hacer un experimento.
—No es la invitación más alentadora, Bidithal. —Pero Heboric se aproximó de todos modos.
Bidithal le hizo un gesto impaciente.
—¡Acércate más! Quiero ver si tus manos fantasmales arrojan sombras.
Heboric se detuvo y retrocedió sacudiendo la cabeza.
—No me cabe duda de que te gustaría saberlo, pero a mí no.
—¡Ven!
—No.
La oscura y arrugada cara se crispó en un ceño y los ojos negros brillaron.
—Proteges tus secretos con demasiada impaciencia.
—¿Y tú no?
—Yo sirvo al torbellino. Nada más importa…
—Aparte de tus apetitos.
El mago supremo ladeó la cabeza y después hizo un gesto pequeño, casi femenino con la mano.
—Necesidades mortales. Incluso cuando era rashan’ais no veíamos obligación alguna de darles la espalda a los placeres de la carne. De hecho, el entrelazado de las sombras posee un gran poder.
—Y por tanto violaste a Sha’ik cuando no era más que una niña. Y le arrebataste toda posibilidad futura de disfrutar de esos placeres que ahora promueves. No veo mucha lógica en eso Bidithal, solo enfermedad.
—Mis propósitos están por encima de tu capacidad de comprensión, Manos Fantasmales —dijo el mago supremo con una sonrisita de satisfacción—. No puedes herirme con esfuerzos tan torpes.
—Me habían dado a entender que estabas agitado, desconcertado.
—Ah, L’oric. Otro estúpido. Confundió la emoción con agitación, pero no diré más sobre el tema. A ti no.
—Permíteme ser igual de sucinto, Bidithal. —Heboric se acercó un poco más—. Si se te ocurre mirar siquiera a Felisin, estas manos mías te arrancarán la cabeza del cuello.
—¿Felisin? ¿La más querida de Sha’ik? ¿Crees de veras que es virgen? Antes de que Sha’ik regresara, la niña era una desamparada, una huérfana del campamento. No le importaba un bledo a nadie…
—Nada de lo cual importa —dijo Heboric.
El mago supremo se dio la vuelta.
—Lo que tú digas, Manos Fantasmales. Bien sabe el Embozado que hay muchas otras, de sobra…
—Todas ahora bajo la protección de Sha’ik. ¿Crees acaso que permitirá tales abusos por tu parte?
—Tendrás que preguntárselo a ella —respondió Bidithal—. Ahora déjame. Ya no eres un invitado bienvenido.
Heboric dudó, apenas era capaz de resistir el impulso de matar a aquel hombre allí mismo. ¿Sería siquiera una medida preventiva? ¿Acaso no ha admitido prácticamente sus crímenes? Pero aquel no era un lugar en el que reinara la justicia malazana, ¿verdad? La única ley que existía allí era la de Sha’ik. Y tampoco estaré solo en esto. Hasta el toblakai ha jurado proteger a Felisin. Pero ¿y qué hay de las otras niñas? ¿Por qué tolera esto Sha’ik? A menos que sea como ha dicho Leoman. Necesita a Bidithal. Necesita que traicione las maquinaciones de Febryl.
¿Pero qué me importa a mí todo eso? Esta… criatura no se merece vivir.
—¿Te planteas el asesinato? —murmuró Bidithal, le había dado la espalda una vez más y su sombra bailaba sola en la pared de la tienda—. No serías el primero ni, sospecho, tampoco el último. Debería advertirte, sin embargo, que este templo está recién santificado de nuevo. Da otro paso más hacia mí, Manos Fantasmales, y verás el poder que alberga.
—¿Y crees que Sha’ik te permitirá arrodillarte ante Tronosombrío?
El hombre giró en redondo con el rostro negro de rabia.
—¿Tronosombrío? ¿Ese… forastero? ¡Las raíces de Meanas se hallan en una senda ancestral! En otro tiempo gobernada por… —Cerró la boca de repente y después sonrió y reveló unos dientes oscuros—. No es para ti. Oh, no, no es para ti, exsacerdote. Hay propósitos en el interior del torbellino, tu existencia se tolera, pero poco más que eso. Desafíame, Manos Fantasmales, y conocerás la ira sagrada.
La sonrisa con la que le respondió Heboric fue dura.
—No sería la primera vez, Bidithal. Y, sin embargo, aquí sigo. ¿Propósitos? Quizás el mío sea interponerme en tu camino. Te aconsejaría que pensaras en eso.
Al salir al exterior de nuevo se detuvo un instante y parpadeó bajo la luz intensa del sol. Silgar no estaba por ninguna parte, pero había terminado un elaborado dibujo en el polvo que rodeaba los mocasines de Heboric. Cadenas que rodeaban una figura con muñones en lugar de manos…, pero con pies. El exsacerdote frunció el ceño y le dio una patada a la imagen al emprender la marcha.
Silgar no era ningún artista y Heboric veía muy mal. Quizá solo había visto lo que sus miedos habían querido; después de todo, la primera vez había sido el propio Silgar el que estaba en el círculo de cadenas. En cualquier caso, no era lo bastante importante como para hacerlo volver a echar otro vistazo. Además, sin duda sus propios pasos la habían dejado bastante borrosa.
Nada de lo cual explicaba el escalofrío que no lo abandonaba mientras caminaba bajo el sol abrasador.
Las víboras se estaban retorciendo en su nido y él estaba justo en medio.
Las viejas cicatrices que las ligaduras le habían dejado en los tobillos y las muñecas parecían troncos segmentados, cada ancho pellizco que le rodeaba los miembros le recordaba a aquellos tiempos, a cada grillete que se había cerrado sobre él, cada cadena que lo había aprisionado. En sus sueños, el dolor se alzaba como una criatura viva una vez más, una criatura que se entrelazaba, hipnótica, entre un tumulto de escenas confusas y angustiosas.
El viejo malazano que no tenía manos y sí un tatuaje reluciente, casi sólido, había visto, a pesar de su ceguera, con bastante claridad; había visto los fantasmas que lo seguían, la recua de muertes que gemía al viento y que lo acechaba día y noche, con tales gritos en la mente del toblakai que ahogaban la voz de Urugal, tan cerca que oscurecían el rostro de piedra de su dios y lo ocultaban tras velos y velos de caras mortales, todas y cada una crispadas con la agonía y el miedo que esculpían el momento de morir. Sin embargo, el viejo no había entendido, no del todo. Los niños que había entre esas víctimas (niños en términos de los nacidos en días recientes, tal y como los habitantes de las tierras bajas usaban la palabra) no habían caído todos bajo la espada de palosangre de Karsa Orlong. Eran, todos y cada uno, la progenie que nunca sería, los linajes interrumpidos en la caverna atestada de trofeos de la historia del teblor.
Toblakai. Un nombre de glorias pasadas, de una raza de guerreros que se habían alzado junto a los mortales imass, junto a los jaghut de rostros fríos y los demoníacos forkrul assail. Un nombre con el que se había terminado por conocer a Karsa Orlong, como si él solo fuera el heredero de los dominadores ancestrales de un mundo joven y duro. Años antes, semejante pensamiento le habría llenado el pecho de orgullo, un orgullo fiero y sediento de sangre. Pero ya solo lo estremecía como la tos del desierto, lo debilitaba en lo más profundo de los huesos. Él veía lo que nadie más veía, que su nuevo nombre era un título de una pulida y cegadora ironía.
Los teblor se habían caído mucho tiempo atrás de los thelomen toblakai. Simples reflejos hechos carne. Arrodillados como tontos ante siete caras de rasgos contundentes talladas en un risco. Habitantes de un valle en el que cada horizonte estaba casi al alcance de la mano. Víctimas de una ignorancia brutal (de la que no se podía culpar a nadie más) entrelazada con falsedad, para la que Karsa Orlong buscaría un relato definitivo.
A él y a su pueblo los había agraviado y el guerrero que en esos momentos caminaba entre los troncos blancos y polvorientos de un huerto muerto mucho tiempo ha, no dejaría las cosas así, algún día respondería.
Pero el enemigo tenía tantas caras…
Incluso solo, como estaba en ese momento, ansiaba soledad. Pero se le negaba. El crujido de las cadenas era incesante, los ecos de los gritos de los asesinados no tenían fin. Ni siquiera el misterioso pero palpable poder de Raraku ofrecía un fin; Raraku en sí, no el torbellino, pues el toblakai sabía que el torbellino era como un niño para la ancestral presencia del sagrado desierto y en nada le afectaba. Raraku había conocido muchas tormentas parecidas, pero las había capeado como lo capeaba todo, con una piel de arena que nada podía atar y la verdad sólida de la piedra. Raraku era su propio secreto, el lecho de roca oculto que sostenía al guerrero. A partir de Raraku, Karsa creía que podría encontrar su propia verdad.
Se había arrodillado ante Sha’ik renacida muchos meses atrás, la joven de acento malazano que había aparecido tropezando y medio llevando a su mascota tatuada y sin manos. Se había arrodillado, no para servirla, no por una fe resucitada, sino de alivio. Alivio porque la espera había terminado, porque podría al fin sacar a Leoman de aquel lugar de fracaso y muerte. Habían visto a Sha’ik la Mayor asesinada mientras estaba bajo su protección. Una derrota que había reconcomido a Karsa. Pero tampoco se iba a engañar y creer que la nueva elegida era algo más que una víctima desventurada que esa chiflada de la diosa del Torbellino se había limitado a coger de la llanura salvaje, una herramienta mortal que utilizaría con una brutalidad despiadada. Que hubiera resultado ser una participante voluntaria en su propia e inminente destrucción era igual de patético a los ojos de Karsa. Era obvio que aquella joven marcada tenía sus propias razones y parecía impaciente por alcanzar el poder.
Guíanos, caudillo.
Las palabras se reían con amargura entre sus pensamientos mientras paseaba por el bosquecillo, la ciudad casi a una legua de distancia al este; el lugar donde se encontraba eran los restos de las afueras de algún otro pueblo. Los caudillos necesitaban que fuerzas así se reunieran a su alrededor, dispuestas en una defensa desesperada del autoengaño, de una obstinación precipitada. La elegida se parecía más al toblakai de lo que imaginaba, o, más bien, a un toblakai más joven, a un teblor comandando asesinos, un ejército de dos con el que provocar el caos.
Sha’ik la Mayor había sido muy diferente. Había vivido mucho tiempo a través de sus obsesiones, sus visiones del Apocalipsis que habían tirado de sus huesos, los habían agitado e impulsado hacia adelante como si fueran palos atados con cuerdas. Y había visto verdades en el alma de Karsa, le había advertido sobre los horrores que estaban por llegar (no en términos concretos, pues al igual que todas las videntes, sufría la maldición de la ambigüedad), pero suficiente para despertar en Karsa cierta… vigilancia.
Y, al parecer, en los últimos tiempos no hacía mucho más que «vigilar». A medida que la locura que impregnaba el alma de la diosa del Torbellino se iba filtrando como veneno en la sangre e infectaba a todos los líderes de la rebelión. Rebelión… oh, había bastante verdad en eso. Pero el enemigo no era el Imperio de Malaz. Es contra la cordura misma contra lo que se rebelan. Orden. Conducta honorable. Las «reglas de lo común», como las llamaba Leoman mientras su conciencia se hundía en los vapores opacos del durhang. Sí, entendería bien su huida, si me creyera lo que quería mostrarnos a todos, las capas vacilantes de humo en su pozo, la mirada adormilada en sus ojos, las palabras arrastradas… ah, pero Leoman, yo jamás te he visto en realidad tomar la droga. Solo sus aparentes consecuencias, las pruebas tiradas alrededor y tú sumiéndote en un sueño que parece calculado a la perfección siempre que quieres terminar una conversación, poner fin a cierto discurso…
Al igual que él, Karsa sospechaba que Leoman solo estaba esperando el momento adecuado.
Raraku esperaba con ellos. Quizás a ellos. El sagrado desierto poseía un don, pero era un don que pocos habían reconocido jamás y mucho menos aceptado. Un don que llegaba sin que nadie lo viera, que pasaba desapercibido al principio, un don demasiado antiguo para encontrar forma en las palabras, demasiado informe para cogerlo con las manos como se cogería una espada.
El toblakai, en otro tiempo un guerrero en montañas cubiertas de bosques, había terminado por querer a aquel desierto. Los tonos infinitos de fuego pintados en la piedra y la arena, las plantas de agujas amargas y el sinfín de criaturas que se arrastraban, se deslizaban o escabullían, o que atravesaban el aire nocturno sobre alas silenciosas. Le encantaba la hambrienta ferocidad de esas criaturas, su danza como presas y depredadores era un ciclo perpetuo inscrito en la arena y bajo las rocas. Y el desierto, a su vez, había dado nueva forma a Karsa, había curtido su piel de un color más oscuro, había tensado y adelgazado sus músculos, había reducido sus ojos a meras ranuras.
Leoman le había contado muchas cosas de aquel lugar, secretos que solo conocería un verdadero habitante. El círculo de ciudades en ruinas, todas y cada una, puertos, los antiguos riscos de las playas con sus túmulos naturales que recorrían legua tras legua. Conchas que se habían hecho duras como la piedra y cantaban canciones bajas y tristes al viento, Leoman le había hecho un regalo con ellas, un chaleco de cuero en el que había pegado esas conchas, una armadura que gemía en el viento incesante y siempre seco. Había manantiales ocultos en el yermo, monumentos de piedra y cuevas en las que se había venerado a un antiguo dios marino. Cuencas remotas que cada pocos años quedaban despojadas de arena y revelaban barcos largos, de proas altas, hechos de madera petrificada atestada de tallas, una flota muerta mucho tiempo atrás que se revelaba a la luz de las estrellas y solo para quedar enterrada una vez más al día siguiente. En otros lugares, a menudo detrás de los riscos de las playas, los marineros olvidados habían hecho cementerios usando troncos de cedro huecos para meter a sus parientes muertos, todos convertidos en piedra ya, reclamados por la potencia implacable de Raraku.
Capa tras incontable capa, los secretos quedaban revelados por los vientos. Escollos escarpados que se alzaban como rampas en los que podían contemplarse los esqueletos fosilizados de criaturas enormes. Los tocones de bosques talados que insinuaban árboles tan grandes como los que Karsa había conocido en su tierra natal. Los pilotes elevados de muelles y amarraderos, anclas de piedra y las cavidades abiertas de minas de estaño, canteras de pedernal y caminos elevados rectos como flechas, árboles que crecían por completo bajo el suelo, una masa de raíces que se extendía a lo largo de leguas enteras y con ella se había tallado el árbol de hierro de la nueva espada de Karsa (su espada de palosangre se había agrietado hacía mucho).
Raraku había conocido el Apocalipsis de primera mano, milenios atrás, y el toblakai se preguntaba si de veras agradecía su regreso. La diosa de Sha’ik se paseaba con paso airado por el desierto, su cólera absurda era el chillido del viento incesante que invadía sus fronteras, pero a Karsa le extrañaba esa manifestación del torbellino, ¿de quién era en realidad? ¿Una rabia fría, desconectada o una discusión salvaje y desenfrenada?
¿Luchaba la diosa con el desierto?
Entretanto, muy lejos, al sur de esa tierra traicionera, el ejército malazano se preparaba para emprender la marcha.
Al acercarse al corazón del bosquecillo, donde un altar bajo de losas ocupaba un pequeño claro, vio a una figura menuda y de cabello largo sentada en el altar como si no fuera más que un banco en un jardín abandonado. Tenía un libro en el regazo, el lomo de piel agrietado le resultaba muy familiar al toblakai.
La figura habló sin volverse.
—He visto tus huellas en este sitio, toblakai.
—Y yo las tuyas, elegida.
—Vengo aquí para reflexionar —dijo ella cuando él apareció y rodeó el altar para ponerse delante de ella.
Como yo.
—¿Adivinas sobre qué reflexiono? —le preguntó ella.
—No.
Los hoyuelos casi desvanecidos de las cicatrices dejadas por las moscas de sangre solo se notaban cuando sonreía.
—El regalo de la diosa… —la sonrisa se hizo forzada— solo ofrece destrucción.
El toblakai apartó la vista y estudió los árboles cercanos.
—Este bosquecillo resistirá como lo hace Raraku —dijo con voz profunda—. Es piedra y la piedra aguanta bien.
—Durante un tiempo —murmuró ella y su sonrisa se desvaneció—. Pero permanece en mi interior algo que exige… creación.
—Ten un bebé.
La carcajada femenina fue casi un gañido.
—Oh, qué bruto, toblakai. Me gustaría contar con tu compañía más a menudo.
¿Entonces por qué optas por no tenerla?
La mujer señaló con un gesto de su pequeña mano el libro que tenía en el regazo.
—Dryjhna era una autora que, por decirlo llanamente, vivía con un talento desnutrido. No hay más que huesos en este tomo, me temo. Obsesionada con quitar la vida, con aniquilar el orden. Pero ni una sola vez ofrece algo en su lugar. No hay renacimiento entre las cenizas de su visión y eso me entristece. ¿A ti te entristece, toblakai?
El hombretón se la quedó mirando durante un momento.
—Ven —dijo después.
La elegida se encogió de hombros, dejó el libro en el altar, se levantó y estiró la sencilla y gastada telaba incolora que le colgaba suelta sobre las curvas de su cuerpo.
El toblakai la llevó hacia la fila de árboles blancos como huesos. Ella lo siguió en silencio.
Treinta pasos y después otro pequeño claro, este rodeado por completo de troncos gruesos y petrificados. Un cofre de marmolista achaparrado y rectangular esperaba bajo la sombra esquelética arrojada por las ramas, que habían permanecido intactas hasta las mismísimas ramitas. El toblakai se hizo a un lado y estudió el rostro de la mujer mientras ella miraba en silencio su trabajo en curso.
Ante ellos, los troncos de dos de los árboles que rodeaban el claro habían sido moldeados con el cincel y el pico. Dos guerreros miraban el vacío con ojos que no veían, uno un poco más bajo que el toblakai, pero mucho más robusto, el otro más alto y más delgado.
Él vio que el aliento de la mujer se había acelerado y se le habían arrebolado las mejillas.
—Tienes talento… tosco pero dinámico —murmuró ella sin apartar los ojos del objeto de su estudio—. ¿Tienes intención de rodear todo el claro de guerreros tan formidables?
—No. Los otros serán… diferentes.
La mujer volvió la cabeza al oír el sonido y se acercó con rapidez a Karsa.
—Una serpiente.
El hombre asintió.
—Habrá más, aparecerán por todas partes. El claro se llenará de serpientes si optamos por quedarnos aquí.
—Cuellos-disparados.
—Y otras. Pero no escupen ni muerden. Nunca lo hacen. Vienen… a mirar.
La elegida le lanzó una mirada inquisitiva y después se estremeció un poco.
—¿Qué poder se manifiesta aquí? No es el del torbellino…
—No. Y tampoco tengo un nombre para él. Quizás el propio sagrado desierto.
La mujer negó con la cabeza lentamente.
—Me parece que te equivocas. El poder, creo, es tuyo.
Karsa se encogió de hombros.
—Ya veremos, cuando los haya hecho todos.
—¿Cuántos?
—¿Además de Bairoth y Delum Thord? Siete.
Ella frunció el ceño.
—¿Uno para cada uno de los protectores sagrados?
No.
—Quizá. No lo he decidido. Estos dos que ves eran mis amigos. Ahora están muertos. —Hizo una pausa y después añadió—. No tenía más que dos amigos.
La mujer pareció encogerse un poco al oír eso.
—¿Qué hay de Leoman? ¿Qué hay de Mathok? ¿Qué hay de… mí?
—No tengo planes para tallar aquí vuestros retratos.
—No me refería a eso.
Lo sé.
Karsa señaló con un gesto a los dos guerreros teblor.
—Creación, elegida.
—Cuando era joven escribía poesía, por el camino que mi madre ya seguía. ¿Lo sabías?
Él sonrió al oír la palabra «joven», pero respondió con toda seriedad.
—No, no lo sabía.
—He… he recuperado la costumbre.
—Que te sirva bien.
La mujer debió de percibir algo en el matiz ensangrentado que subrayó la afirmación del hombretón, porque tensó la expresión.
—Pero ese nunca es su propósito, ¿verdad? Servir. Ni proporcionar satisfacción; me refiero a satisfacción con uno mismo, dado que el otro tipo no es más que algo que lo acompaña como la onda que regresa en un pozo…
—Y confunde el dibujo.
—Exacto. Es demasiado fácil verte como un bárbaro ceñudo, toblakai. No, el impulso de crear es otra cosa, ¿verdad? ¿Tienes tú la respuesta?
Él se encogió de hombros.
—Si la hay, solo se encontrará en la búsqueda y la búsqueda está en el corazón de la creación, elegida.
La elegida se quedó mirando las estatuas una vez más.
—¿Y tú qué estás buscando? ¿Con estos… viejos amigos?
—No lo sé. Todavía.
—Quizá te lo digan ellos, algún día.
Las serpientes los rodeaban a centenares, se deslizaban sin que advirtieran su presencia sobre sus pies o alrededor de sus tobillos, levantaban la cabeza una y otra vez para sacar la lengua hacia los troncos tallados.
—Gracias, toblakai —murmuró Sha’ik—. Me has dado una lección de humildad… y me siento revivida.
—Hay problemas en tu ciudad, elegida.
La mujer asintió.
—Lo sé.
—¿Eres tú la calma en su corazón?
Una sonrisa amarga crispó los labios de la mujer cuando se dio la vuelta.
—¿Nos permitirán irnos estas serpientes?
—Por supuesto. Pero no andes, arrastra los pies. Poco a poco. Te abrirán un camino.
—Debería alarmarme todo esto —dijo ella mientras comenzaba a regresar con lentitud a su camino.
Pero es la menor de tus preocupaciones, elegida.
—Te mantendré informada de las novedades, si así lo deseas.
—Gracias, sí.
Karsa la observó salir del claro. Había promesas que ceñían con fuerza el alma del toblakai y la iban constriñendo poco a poco. Muy pronto se rompería algo. No sabía qué, pero si Leoman le había enseñado algo, era a tener paciencia.
Cuando la mujer se fue, el guerrero se dio la vuelta y se acercó al cofre de marmolista.
Polvo en las manos, una pátina fantasmal teñida de un suave rosa por la furiosa tormenta roja que rodeaba el mundo.
El calor del día no era más que una ilusión en Raraku. Con el descenso de la oscuridad, los huesos muertos del desierto se desprendían a toda prisa del aliento reluciente y enfebrecido del sol. El viento se enfriaba y las arenas estallaban con una vida que se arrastraba y zumbaba, como sabandijas que surgieran de un cadáver. Los rhizanos mariposeaban en una salvaje caza frenética entre las nubes de poliñeras y garrapatas sobre la ciudad de tiendas de campaña que se extendía por encima de las ruinas. A lo lejos, los lobos del desierto aullaban como si los persiguieran fantasmas.
Heboric vivía en una modesta tienda levantada alrededor de un círculo de piedras que en otro tiempo sirvieron de cimientos para un granero. Su vivienda estaba situada muy lejos del centro del asentamiento y rodeada por las yurtas de una de las tribus del desierto de Mathok. Alfombras viejas cubrían el suelo. A un lado, una mesa pequeña de ladrillos apilados sostenía un brasero, suficiente para cocinar aunque no diera calor. Un barril de agua del pozo permanecía cerca, sazonada con vino ambarino. Media docena de lámparas de aceite parpadeaban y teñían el interior de luz amarilla.
Estaba sentado solo, el aroma acre del té de hen’bara era dulce en el aire fresco. Fuera, los sonidos de la tribu que se iba acomodando para la noche ofrecían un ruido de fondo reconfortante, lo bastante cercano y caótico para mantener sus pensamientos dispersos y aleatorios. Solo después, cuando el sueño reclamaba a todos los que lo rodeaban, comenzaba el asalto incesante, las visiones vertiginosas de una cara de jade, tan inmensa que desafiaba toda comprensión. Un poder alienígena y terrenal a la vez, como si hubiera nacido de una fuerza natural que nunca debía alterarse. Y sin embargo la habían alterado, le habían dado forma, la habían maldecido con inteligencia. Un gigante enterrado en otataralita, inmovilizado en una prisión eterna.
Un gigante que ya podía tocar el mundo que quedaba fuera, con los fantasmas de dos manos humanas, manos que habían sido reclamadas y luego abandonadas por un dios.
¿Pero fue Fener el que me abandonó a mí, o fui yo el que abandonó a Fener? ¿Cuál de los dos, me pregunto, está más… expuesto?
Ese campamento, esa guerra (ese desierto), todo había conspirado para aliviar la vergüenza de haberse escondido. Pero Heboric sabía que un día tendría que regresar a ese temido yermo de su pasado, a la isla donde esperaba el gigante de piedra. Regresar. Pero ¿con qué fin?
Siempre había creído que Fener se había llevado sus manos amputadas para conservarlas, para aguardar a la severa justicia que era el derecho del de los Colmillos. Un destino que Heboric había aceptado lo mejor que había podido. Pero parecía que no tenían fin las traiciones que un único exsacerdote podía cometer contra su dios. A Fener lo habían sacado a rastras de su reino, lo habían dejado abandonado y atrapado en este mundo. Las manos amputadas de Heboric habían encontrado un nuevo amo, un amo que poseía un poder tan inmenso que podía enfrentarse al propio otataral. Pero aquel no era su sitio. El gigante de jade, creía Heboric, era un intruso enviado allí desde otro reino con algún propósito oculto.
Y, en lugar de llevar a cabo ese propósito, alguien lo había encarcelado.
Tomó un sorbo de té y rezó para que el efecto narcótico fuese suficiente para insensibilizar el sueño que llegaba. Estaba perdiendo su potencia o, más bien, él se estaba haciendo inmune a sus efectos.
La cara de piedra lo llamaba.
La cara que estaba intentando hablar.
Se oyó un arañazo en la solapa de la tienda y después alguien la apartó.
Entró Felisin.
—Ah, todavía despierto. Bien, eso hará las cosas más fáciles. Te busca mi madre.
—¿Ahora?
—Sí. Han ocurrido cosas en el mundo exterior. Consecuencias que hay que discutir. Mi madre quiere contar con tu sabiduría.
Heboric le lanzó una mirada lastimera a la taza de arcilla de humeante té que sostenía en las manos invisibles. Era poco más que agua teñida cuando se quedaba frío.
—No me interesan los acontecimientos del mundo exterior. Si busca sabias palabras en mí, se llevará una decepción.
—Eso argumenté yo —dijo Felisin la Menor con un brillo divertido en los ojos—. Sha’ik insiste.
Lo ayudó a ponerse una capa y lo llevó fuera, una de sus manos ligera como una poliñera en su espalda.
La noche era gélida y sabía a polvo recién posado. Emprendieron la marcha en silencio por los callejones que serpenteaban entre las yurtas.
Pasaron por el estrado alzado desde el que Sha’ik renacida se había dirigido por primera vez a la multitud y luego atravesaron los postes derruidos que llevaban a la enorme tienda de varios aposentos que era el palacio de la elegida. No había guardias que fueran tales, ya que la presencia de la diosa era palpable, una presión en el aire frío.
No hacía mucho calor en la primera sala que había tras la solapa de la tienda, pero con cada cortina sucesiva que apartaban y atravesaban, la temperatura iba subiendo. El palacio era un laberinto de cámaras aislantes como esa, la mayor parte vacías de muebles, casi indistinguibles unas de otras. Un asesino que consiguiera llegar hasta allí, tras haber evitado de algún modo la atención de la diosa, no tardaría en perderse. El acceso a la morada de Sha’ik seguía su propia y serpenteante ruta. Sus aposentos no eran centrales, no estaban en el corazón del palacio, como cabría esperar.
Con su pobre visión y los infinitos giros y recovecos, Heboric se desorientó enseguida; jamás había determinado la ubicación precisa de su destino. Aquello le recordó a la huida de las minas, el arduo viaje a la costa oeste de la isla; Baudin había ido en cabeza, Baudin, cuyo sentido de la orientación había resultado ser infalible, casi asombroso. Sin él, Heboric y Felisin habrían muerto.
Un espolón, nada menos. Ah, Tavore, no te equivocaste al depositar tu fe en él. Fue Felisin la que no quiso cooperar. Y deberías haberlo anticipado. Bueno, hermana, deberías haber anticipado muchas cosas…
Pero no esto.
Entraron en la extensión cuadrada de techos bajos que la elegida (Felisin la Mayor, hija de la Casa Paran) había llamado su salón del trono. Y sí, allí instalaron un estrado, lo que había sido el pedestal de una chimenea, sobre el que había un sillón tapizado de respaldo alto de madera desvaída por el sol. En consejos como ese, Sha’ik se sentaba de forma invariable en ese trono improvisado; no lo dejaba mientras sus asesores estuvieran presentes, ni siquiera para examinar los mapas amarillentos que los comandantes acostumbraban a extender en el suelo cubierto de pieles. Aparte de Felisin la Menor, la elegida era la persona más menuda presente.
Heboric se preguntaba si Sha’ik la Mayor había sufrido inseguridades parecidas. Lo dudaba.
La sala estaba atestada; entre los líderes del ejército y los elegidos de Sha’ik, solo faltaban Leoman y el toblakai. No había más sillas, aunque sí cojines y almohadones apoyados contra la base de tres de las cuatro paredes de la tienda, y era allí donde se sentaban los comandantes. Con Felisin a su lado, Heboric se dirigió al otro extremo, a la izquierda de Sha’ik, y ocupó su lugar a corta distancia del estrado; la jovencita se acomodó junto a él.
Una hechicería permanente iluminaba la cámara, la luz calentaba de algún modo también el aire. Todos los demás estaban en sus lugares asignados, observó Heboric.
Aunque eran poco más que contornos borrosos en sus ojos, los conocía bien a todos. Enfrente del trono, apoyado en la pared, se sentaba el mestizo napaniano, Korbolo Dom, cabeza afeitada y la polvorienta piel azul veteada de cicatrices. A la derecha, el mago supremo Kamist Reloe, demacrado y esquelético, el cabello gris muy corto, apenas un rastrojo, una barba muy rizada que le llegaba a los pómulos prominentes sobre los que brillaban unos ojos hundidos. A la izquierda de Korbolo se sentaba Henaras, una bruja de una tribu del desierto que, por razones desconocidas, la había desterrado. La hechicería la mantenía joven en apariencia, la languidez pesada de sus ojos oscuros era producto de tralb diluido, un veneno que se sacaba de una serpiente de la zona y que ella consumía para inmunizarse contra los asesinatos. Junto a ella estaba Fayelle, una mujer obesa y siempre nerviosa sobre la que Heboric no sabía mucho.
En la pared que tenía el exsacerdote enfrente estaban L’oric, Bidithal y Febril, este último informe bajo una telaba de seda demasiado grande con la capucha abierta como el cuello de una serpiente del desierto, unos ojitos diminutos brillaban bajo su sombra. Bajo esos ojos relucían dos colmillos de oro que cubrían los caninos superiores. Se decía que contenían emulor, un veneno que se extraía de cierto cactus y que no producía la muerte, sino una demencia permanente.
El último comandante presente estaba a la izquierda de Felisin. Mathok. Adorado por las tribus del desierto, aquel guerrero alto de piel negra poseía una nobleza inherente, pero era de ese tipo que parecía irritar a todos los que lo rodeaban, salvo quizás a Leoman, que al parecer era indiferente a la personalidad áspera del caudillo. No había, de hecho, mucho que diera motivos para provocar el desagrado, pues Mathok era siempre cortés, incluso simpático, de sonrisa rápida, quizá demasiado rápida, como si el hombre no considerara a nadie digno de ser tomado en serio. Con la excepción de la elegida, por supuesto.
—¿Estás con nosotros esta noche, Manos Fantasmales? —murmuró Sha’ik cuando Heboric se acomodó.
—En buena medida —respondió él.
Una corriente de tensa emoción atravesaba su voz.
—Más vale que lo estés, anciano. Hemos recibido nuevas… sorprendentes. Catástrofes lejanas han sacudido el Imperio de Malaz…
—¿Cuánto hace? —preguntó Heboric.
Sha’ik frunció el ceño al oír la extraña pregunta, pero Heboric no explicó más.
—Menos de una semana. Las sendas han sufrido una sacudida, todas y cada una, como si hubiera habido un terremoto. En el ejército de Dujek Unbrazo permanecen simpatizantes de la rebelión, nos van dando los detalles. —Señaló con un gesto a L’oric—. No tengo deseo alguno de hablar toda la noche. Explica los acontecimientos, L’oric, para que los oiga Korbolo, Heboric y cualquier otro que no sepa nada de todo lo que ha ocurrido.
El hombre ladeó la cabeza.
—Será un placer, elegida. Aquellos de vosotros que empleéis sendas habréis sentido, sin duda, las repercusiones, la reestructuración brutal del panteón. Pero ¿qué ocurrió en concreto? La primera respuesta, así de sencillo, es una usurpación. Fener, Jabalí del Verano, ha sido expulsado, a todos los efectos, como dios preeminente de la guerra. —Tuvo el buen gusto de no mirar a Heboric—. En su lugar está el que había sido el héroe primero, Treach. El Tigre del Verano…
Expulsado. La culpa es mía y solo mía.
Los ojos de Sha’ik brillaban, clavados en Heboric. Los secretos que compartían se tensaban entre ellos, crujían aunque nadie más los viera.
L’oric habría continuado, pero Korbolo Dom interrumpió al mago supremo.
—¿Y qué significa eso para nosotros? La guerra no necesita dioses, solo combatientes mortales, dos enemigos y las razones que se inventen para justificar el asesinato de los contrarios. —Hizo una pausa, le sonrió a L’oric y después se encogió de hombros—. Todo lo cual a mí me basta.
Sus palabras habían arrancado la mirada de Sha’ik de Heboric. La mujer alzó una ceja y se dirigió al napaniano.
—¿Y cuáles son tus motivos concretos, Korbolo Dom?
—Me gusta matar a la gente. Es lo único que se me da muy bien.
—¿Y eso sería a la gente en general? —le preguntó Heboric—. O quizá te referías a los enemigos del Apocalipsis.
—Como tú digas, Manos Fantasmales.
Hubo un momento de inquietud general y después L’oric carraspeó antes de hablar.
—La usurpación, Korbolo Dom, es el único detalle que ciertos magos presentes quizá conozcan ya. Me gustaría mostraros a todos, con suavidad, los acontecimientos menos conocidos acaecidos en la lejana Genabackis. Continuemos. El panteón sufrió de nuevo una sacudida, la repentina e inesperada toma del trono de la Bestia por parte de Togg y Fanderay, la pareja de lobos ancestrales que parecían estar condenados por toda la eternidad a no encontrarse jamás, separados a la fuerza por la caída del dios Tullido. Los efectos de este nuevo despertar de la antigua fortaleza de la Bestia todavía se desconocen. Lo único que yo sugeriría, personalmente, a los soletaken y d’ivers que hay entre nosotros es que tengan cuidado con los nuevos ocupantes del trono de la Bestia. Es muy posible que acudan a vosotros, con el tiempo, para exigir que os arrodilléis ante ellos. —Sonrió—. Cielos, todos esos pobres necios que siguieron la senda de Manos. La partida la ganaron muy, muy lejos…
—Nosotros fuimos víctimas —murmuró Fayelle— de un engaño. Por parte de esbirros de Tronosombrío, nada menos, para lo que algún día habrá castigo.
Bidithal sonrió al oír sus palabras, pero no dijo nada.
El encogimiento de hombros de L’oric fingió indiferencia.
—En cuanto a eso, Fayelle, mi relato está lejos de haber acabado. Si tienes la bondad, permíteme cambiar de tema y pasar a acontecimientos más mundanos, aunque acaso más importantes todavía. Se forjó una alianza muy inquietante en Genabackis para lidiar con una amenaza misteriosa llamada el Dominio Painita. La hueste de Unbrazo llegó a un acuerdo con Caladan Brood y Anomander Rake. Abastecidos por la muy acaudalada ciudad de Darujhistan, los ejércitos conjuntos partieron para librar una guerra contra el Dominio. A decir verdad, a corto plazo tal nueva nos alivió, aunque admitimos que, a largo plazo, tal alianza era una catástrofe en potencia para la causa de la rebelión aquí, en Siete Ciudades. La paz en Genabackis liberaría, después de todo, a Dujek y su ejército y nos dejaría con la posible pesadilla de un acercamiento de Tavore por el sur y el desembarco de Dujek y sus diez mil en Ehrlitan, para bajar después desde el norte.
—Un pensamiento desagradable —gruñó Korbolo Dom—. Tavore sola no nos causará muchas dificultades. Pero el puño supremo y sus diez mil… eso es otro asunto. Cierto, la mayor parte de los soldados son de Siete Ciudades, pero yo no apostaría en una partida de tabas por la posibilidad de que cambien de bando. Dujek es su dueño, en cuerpo y alma…
—Aparte de unos cuantos espías —dijo Sha’ik, su voz era extrañamente serena.
—Ninguno de los cuales se habría puesto en contacto con nosotros —dijo L’oric— si las cosas hubieran salido de forma… diferente.
—Un momento, por favor —interpuso la joven Felisin—. Yo creía que Unbrazo y su hueste habían sido declarados en rebeldía por la emperatriz.
—Lo que le permitió forjar la alianza con Brood y Rake —explicó L’oric—, una treta temporal y muy conveniente, muchacha.
—No queremos a Dujek en nuestras costas —dijo Korbolo Dom—. Abrasapuentes. Whiskeyjack, Ben el Rápido, Kalam, moranthianos negros y sus malditas municiones…
—Permíteme calmar tu agitado corazoncito, comandante —murmuró L’oric—. No veremos a Dujek. No a corto plazo, en cualquier caso. La Guerra Painita ha resultado ser… devastadora. Los diez mil perdieron a casi siete mil. Los moranthianos negros sufrieron una mutilación parecida. Oh, ganaron, al final, pero a un coste tremendo. Los Abrasapuentes… han desaparecido. Whiskeyjack… está muerto.
Heboric se irguió poco a poco. La sala se había quedado fría de repente.
—Y el propio Dujek —continuó L’oric— es un hombre destrozado. ¿Son nuevas lo bastante satisfactorias? Y también está lo siguiente: el azote que eran los t’lan imass ya no existe. Han partido, todos y cada uno. Nunca más caerán sus terrores sobre los ciudadanos inocentes de Siete Ciudades. Así pues —concluyó—, ¿qué le queda a la emperatriz? La consejera Tavore. Un año extraordinario para el Imperio: Coltaine y el Séptimo, la legión de Aren, Whiskeyjack, los Abrasapuentes, la hueste de Unbrazo. Nos costará mucho hacerlo mejor.
—¡Pero lo haremos! —rio Korbolo Dom con los dos puños cerrados y los nudillos blancos—. ¡Whiskeyjack! ¡Muerto! ¡Ah, bendito sea el Embozado esta noche! ¡Haré un sacrificio ante su altar! Y Dujek, oh, su espíritu estará destrozado, desde luego. ¡Aplastado!
—Ya está bien de regodearse —gruñó Heboric, que se estaba poniendo enfermo.
Kamist Reloe se inclinó hacia delante.
—L’oric —siseó—. ¿Qué hay de Ben el Rápido?
—Vive, cielos. Kalam no acompañó al ejército, nadie sabe adónde ha ido. No sobrevivió más que un puñado de Abrasapuentes y Dujek los licenció e hizo que los apuntaran como bajas…
—¿Quién sobrevivió? —preguntó Kamist.
L’oric frunció el ceño.
—Un puñado, ya lo he dicho. ¿Tanta importancia tiene?
—¡Sí!
—Muy bien. —L’oric le echó un vistazo a Sha’ik—. Elegida, ¿me permitís entablar contacto una vez más con mi sirviente en el lejano ejército? No tardaré más que unos momentos.
La mujer se encogió de hombros.
—Procede. —Luego, cuando L’oric bajó la cabeza, ella se recostó poco a poco en su sillón—. Bien. Nuestro enemigo se enfrenta a una derrota irreparable. La emperatriz y su querido Imperio se tambalean con una hemorragia definitiva. Recae sobre nosotros, por tanto, la tarea de dar el golpe de gracia.
Heboric sospechaba que era el único presente que había oído lo huecas que eran sus palabras.
La hermana Tavore se alza sola ahora.
Y en soledad es como lo prefiere. En soledad es como más prospera y florece. Ah, muchacha, te gustaría fingir emoción ante estas nuevas, pero solo han logrado lo contrario, ¿no es cierto? Tu miedo a tu hermana Tavore solo se ha profundizado.
Y te ha dejado paralizada.
L’oric empezó a hablar sin levantar la cabeza.
—Mezcla. Deditos. Mazo. Eje. El sargento Azogue. La teniente Rapiña… El capitán Paran.
Se oyó un golpe seco en el sillón de respaldo alto cuando Sha’ik echó de repente la cabeza hacia atrás. Se había quedado muy pálida, el único detalle que Heboric podía detectar con su mala vista, pero sabía la conmoción que estaría escrita en aquellos rasgos. Una conmoción que también lo atravesó a él, aunque no era más que el sobresalto del reconocimiento, no de lo que auguraba para aquella joven sentada en el trono.
Sin ser consciente de ello, L’oric continuó.
—Ben el Rápido ha sido nombrado mago supremo. Se cree que los Abrasapuentes que sobrevivieron se fueron por una senda a Darujhistan, aunque mi espía no tiene certeza de ello. Whiskeyjack y los Abrasapuentes caídos… fueron enterrados… en Engendro de Luna, que ha… ¡por todos los dioses del inframundo! ¡Ha partido! ¡El hijo de Oscuridad ha abandonado Engendro de Luna! —Pareció estremecerse entonces y después levantó la cabeza poco a poco y parpadeó a toda prisa. Una inspiración profunda, soltó después el aire de forma entrecortada—. A Whiskeyjack lo mató uno de los comandantes de Brood. Al parecer, la traición plagaba la alianza.
—Por supuesto que la plagaba —se burló Korbolo Dom.
—Debemos tener en cuenta a Ben el Rápido —dijo Kamist Reloe, que retorcía las manos de forma incesante en el regazo—. ¿Lo enviará Tayschrenn con Tavore? ¿Qué hay de los tres mil restantes de la hueste de Unbrazo? Incluso si Dujek no los encabeza…
—Su espíritu está destrozado —dijo L’oric—. De ahí las almas vacilantes entre ellos que me buscaron.
—¿Y dónde está Kalam Mekhar? —siseó Kamist, que miró sin querer por encima del hombro y después se sobresaltó al ver su propia sombra en la pared.
—Kalam Mekhar no es nada sin Ben el Rápido —dijo con desdén Korbolo Dom—. Y mucho menos ahora que su amado Whiskeyjack está muerto.
Kamist miró de repente a su compañero.
—¿Y si Ben el Rápido se reúne con ese maldito asesino? ¿Entonces qué?
El napaniano se encogió de hombros.
—Nosotros no matamos a Whiskeyjack. En sus mentes solo reinará el ansia de venganza contra el asesino que salió del séquito de Brood. No temas lo que nunca llegará a pasar, viejo amigo.
La voz de Sha’ik resonó espantada por toda la sala.
—¡Todo el mundo fuera salvo Heboric! ¡Ahora mismo!
Miradas perplejas; después, todos se levantaron.
Felisin la Menor dudó.
—¿Madre?
—Tú también, niña. Fuera.
—Está el asunto de la nueva Casa y todo lo que significa, elegida… —dijo L’oric.
—Mañana por la noche. Reanudaremos la conversación entonces. Fuera.
Muy poco después Heboric estaba sentado a solas con Sha’ik. Esta se lo quedó mirando en silencio durante unos minutos, luego se levantó de repente y bajó del estrado. Cayó de rodillas delante de Heboric, lo bastante cerca como para que él pudiera centrarse en su cara. La tenía mojada de lágrimas.
—¡Mi hermano vive! —sollozó.
Y de repente estaba en los brazos del hombre, con la cara apretada contra su hombro mientras los estremecimientos atravesaban su cuerpo pequeño y frágil.
Aturdido, Heboric no dijo nada.
Sha’ik lloró durante mucho, mucho tiempo, y él la abrazó con fuerza, sin moverse, tan sólidamente como pudo. Y cada vez que la visión de su dios caído se alzaba en su imaginación, él la derribaba sin compasión. La niña que tenía en sus brazos (pues era una niña, una vez más) lloraba sumida nada menos que en la emoción de la salvación. Ya no estaba sola, no estaba sola con solo su odiada hermana para empañar la sangre de la familia.
Y por eso, por la necesidad a la que su presencia respondía, la pena de Heboric tendría que esperar.