Avistamos entonces la isla, nos acercamos lo suficiente para asomarnos a las profundidades de sus bosques, entre los antiguos cedros y abetos. Y parecía que había movimiento en aquella penumbra, como si las sombras de los árboles muertos y caídos mucho tiempo atrás continuaran allí, meciéndose y agitándose bajo vientos fantasmales…
Expedición de exploración del mar Quon de 1127 del sueño de Ascua, Deriva Avalii
Hedoranas
El viaje de vuelta había sido suficiente, aunque solo fuera para regresar una última vez al lugar de los comienzos, a las reminiscencias desmoronadas entre arenas de coral arrojadas por el mar sobre la marca de la marea, al puñado de chozas abandonadas y maltratadas por un sinfín de tormentas hasta dejarlas convertidas en esqueletos marchitos de madera. Las redes yacían enterradas en montones relucientes de un blanco cegador bajo la dura luz del sol. Y el sendero que se había apartado del camino, recubierto ya por hierbas retorcidas por el viento… ningún lugar del pasado sobrevivía incólume, y por allí, por aquella pequeña aldea de pescadores de la costa de Itko Kan, el Embozado había marchado con una deliberación concienzuda y absoluta, sin dejar ni una sola alma a su paso.
Aparte del hombre que acababa de regresar. Y la hija de ese hombre, que en otro tiempo había sido poseída por un dios.
Y en la choza encorvada, que antaño los había albergado a los dos (el tejado de frondas entretejidas desaparecido mucho tiempo atrás), con la amplia barca de pesca de poco calado muy cerca, en esos días no mostraba más que la popa y la proa, el resto había quedado enterrado bajo las arenas de coral, el padre se había tendido en el suelo a dormir.
Azafrán había despertado al oír un llanto suave. Se había sentado y había visto a Apsalar arrodillada junto a la forma inmóvil de su padre. Había huellas de sobra en el suelo de la choza, resultado de las aleatorias exploraciones de la noche anterior, pero Azafrán se fijó en un juego en concreto, unas huellas grandes y muy separadas, pero a la vez demasiado ligeras sobre la arena húmeda. Una llegada silenciosa en la noche que acababan de dejar atrás había cruzado el único aposento y se había plantado sin vacilación alguna junto a Rellock. Donde había ido después no había dejado marcas en la arena.
Un escalofrío atravesó al daru. Una cosa era que un anciano muriera mientras dormía, pero otra muy diferente que el propio Embozado (o uno de sus esbirros) apareciera en persona para recoger el alma del hombre.
El dolor de Apsalar era callado, apenas se oía sobre el siseo de las olas en la playa, el silbido tenue del viento a través de las tablillas combadas de las paredes de la choza. La joven se había arrodillado con la cabeza inclinada y la cara oculta bajo el largo cabello negro que le caía, de forma tan apropiada, como un chal. Había rodeado con las manos la mano derecha de su padre.
Azafrán no intentó acercarse a ella. Durante los meses que llevaban viajando juntos, había llegado, por carente de lógica que fuera, a conocerla cada vez menos. Las profundidades del alma de aquella chica se habían hecho insondables y lo que hubiera en el fondo de ellas era de otro mundo y… no del todo humano.
El dios que la había poseído (Cotillion, la Cuerda, patrón de los Asesinos de la Casa de Sombra) había sido un hombre mortal en otro tiempo, el que se conocía como Danzante, el que había estado al lado del emperador, el que se suponía que había compartido el destino de Kellanved a manos de Laseen. Por supuesto, ninguno de los dos había muerto de verdad. En lugar de ello, habían ascendido. Azafrán no tenía ni idea de cómo podía suceder algo así. La ascendencia no era más que uno de los incontables misterios del mundo, un mundo en el que la incertidumbre lo gobernaba todo (dioses y mortales por igual), y sus reglas eran impenetrables. Pero, en su opinión, ascender era también rendirse. Abrazar lo que, a todos los efectos, podía llamarse inmortalidad, era un presagio, y había comenzado a creer él, por un volver la espalda. ¿No era acaso el destino de un mortal (sabía que destino no era la palabra adecuada, pero no se le ocurría otra), no era entonces el destino de un mortal abrazar la vida en sí, como se abrazaría a un amante? La vida, con toda su tensa y momentánea fragilidad.
¿Y no se podía llamar a la vida la primera amante de un mortal? ¿Una amante cuyo abrazo se rechazaba después en ese abrasador crisol de la ascendencia?
Azafrán se preguntaba hasta qué punto se había internado la joven por ese camino, pues era un camino que con toda seguridad seguía aquella bella mujer, no mucho mayor que él, aquella mujer que se movía en un silencio aterrador, con la elegancia terrible de un asesino, esta tentadora de la muerte.
Cuanto más distante se mostraba ella, más atraído se sentía Azafrán por el abismo de su interior. La tentación de hundirse en esa oscuridad era a veces abrumadora, podía, en solo un momento, volver loco el latido de su corazón y prender la llama de la sangre de sus venas. Lo que hacía la invitación silenciosa tan aterradora para él era la aparente indiferencia con la que la joven se la ofrecía.
Como si la atracción en sí fuese… evidente. No fuera digna siquiera de reconocerse. ¿Apsalar quería que caminara a su lado por aquel sendero de la ascendencia, si eso era lo que era? ¿Era a Azafrán al que quería, o solo… alguien, quien fuera?
La verdad era muy sencilla: Azafrán había terminado por temer mirarse en sus ojos.
Se levantó del petate y salió sin hacer ruido. Había botes de pesca en los bancos de peces, velas blancas y tensas como enormes aletas de tiburón que surcaban el mar más allá de donde rompían las olas. Los mastines habían arrasado en cierta ocasión aquella zona de la costa y no habían dejado nada salvo cadáveres, pero la gente había vuelto, a un lado y al otro. O quizá los habían obligado a volver. A la tierra en sí no le había costado absorber la sangre derramada, su sed era indiscriminada, fiel a la naturaleza de la tierra en todas partes.
Azafrán se agachó y recogió un puñado de arena blanca. Estudió los guijarros de coral que se deslizaron entre sus dedos. La tierra también se muere a su manera, después de todo. Y sin embargo, son verdades de las que nos gustaría escapar si siguiéramos por este camino. Me pregunto si el miedo a morir es lo que yace en la raíz de la ascendencia.
En ese caso, él nunca podría ascender porque, en alguna parte entre todo lo que había ocurrido, todo a lo que había sobrevivido para llegar a esa choza, Azafrán había perdido ese miedo.
Se sentó y apoyó la espalda en el tronco de un cedro inmenso que había sido arrojado a esa playa (con raíces y todo) y sacó los cuchillos. Practicó con ellos unos cambios escalonados en el que cada mano revertía el patrón de la otra y se quedó mirando hasta que las armas (y los dedos) se convirtieron en poco más que un contorno borroso de movimiento. Después levantó la cabeza y miró el mar, las olas que rodaban y rompían a lo lejos, las velas triangulares que se deslizaban tras la línea blanca de espuma. Hizo aleatoria la secuencia que dibujó con la mano derecha. Después hizo lo mismo con la izquierda.
Treinta pasos playa abajo esperaba su velero de un solo mástil, con la vela de color magenta rizada y la pintura roja, dorada y azul del casco convertida en manchas tenues bajo el sol. Era un navío korelri, entregado como pago de una deuda a un corredor de apuestas de Kan, pues a un callejón de Kan había sido adonde los había enviado Tronosombrío, no al camino que corría sobre la aldea, como les había prometido.
El corredor de apuestas les había pagado a su vez a Apsalar y Azafrán por el trabajo de una sola noche, que había resultado ser, para Azafrán, tan brutal como aterradora. Una cosa era practicar pases con las hojas, para dominar la danza mortal contra fantasmas de la imaginación, y otra que aquella noche hubiese matado a dos hombres, si bien es cierto que se trataba de asesinos a sueldo de un hombre que estaba haciendo carrera con la extorsión y el terror. Apsalar no había mostrado escrúpulos a la hora de rebanarle el pescuezo, ni náuseas ante el chorro de sangre que le manchó las manos enguantadas y los antebrazos.
Se habían llevado a un nativo con ellos, para dar fe de la veracidad del trabajo. Una vez pasado todo, de pie en la puerta, el hombre había clavado los ojos en los tres cadáveres y después había levantado la cabeza y se había encontrado con los ojos de Azafrán. No sabía qué había visto en ellos, pero lo había dejado pálido.
Por la mañana, Azafrán había adquirido un nuevo nombre: Navaja.
Al principio lo había rechazado. El nativo había entendido mal todo lo que habían revelado los ojos del daru esa noche. Nada fiero. La barrera de la conmoción, que se desplomaba a toda prisa y dejaba solo a un hombre que se condenaba a sí mismo.
Asesinar a verdugos seguía siendo asesinato, el acto era como cerrar los grilletes entre todos ellos, dibujar una línea de una longitud infinita, un asesino junto al otro, un desfile del que no había forma de escapar. Su mente había rehuido el nombre, había rehuido todo lo que significaba.
Pero había resultado ser una rectitud efímera. Los dos asesinos habían muerto de verdad, a manos del hombre llamado Navaja. No Azafrán, no el joven daru, el raterillo que se había desvanecido. Que había desaparecido para quizá no volverlo a ver nunca más.
La ilusión ofrecía cierto consuelo, tan cavernoso en el fondo como el abrazo de Apsalar por la noche, pero bienvenido de todos modos.
Navaja caminaría por el mismo sendero que ella.
Sí, el emperador tenía a Danzante, ¿no? Un compañero, pues un compañero era lo que se necesitaba. Lo que se necesita. Ahora, ella tiene a Navaja. Navaja de los Cuchillos, que baila en sus cadenas como si fueran hebras ingrávidas. Navaja, que, al contrario que el pobre Azafrán, sabe cuál es su lugar, sabe cuál es su tarea singular: protegerla, igualar su precisión fría en las artes letales.
Y ahí se encontraba la verdad definitiva. Cualquiera podía convertirse en asesino. Cualquiera.
La joven salió de la choza. Pálida pero con los ojos secos.
Navaja envainó los cuchillos con un solo y fluido movimiento, se levantó y la miró.
—Sí —dijo ella—. ¿Y ahora qué?
Unas columnas rotas de piedra con argamasa sobresalían en el ondulado paisaje. Entre la media docena que se veía, solo dos se alzaban hasta la altura de un hombre y no había ninguna recta. Las extrañas e incoloras hierbas de la llanura se reunían en terrones alrededor de la base de las columnas, enmarañadas y grasientas bajo el aire gris y granulado.
Cuando Kalam entró a caballo entre ellas, el estruendo apagado de los cascos pareció rebotar en su camino, los ecos se fueron multiplicando hasta que tuvo la sensación de estar avanzando a la cabeza de un ejército montado. Frenó el medio galope de su caballo de guerra y al fin se detuvo junto a una de las estropeadas columnas.
Aquellas silenciosas centinelas parecían una intrusión en la soledad que había estado buscando. Se inclinó en la silla para estudiar la que tenía más cerca. Parecía vieja, vieja del mismo modo que tantas cosas de la senda de Sombra, triste, con un aire de abandono, desafiando cualquier posibilidad que pudiera tener de discernir su función. No había ruinas entre ellas, ni cimientos, ni pozos ni otros hoyos angulares en el suelo. Cada columna se alzaba sola, sin alinear.
Su examen se posó en un aro oxidado incrustado en la piedra cerca de la base, de él salía una cadena de eslabones trabados que se desvanecía entre los terrones de hierba. Después de un momento, Kalam desmontó. Se agachó y estiró el brazo para rodear la cadena con la mano. Un pequeño tirón hacia arriba. La mano y el brazo desecados de alguna desventurada criatura se levantaron de la hierba. Uñas de la longitud de dagas, cuatro dedos y dos pulgares.
El resto del prisionero había sucumbido a las raíces y estaba medio enterrado bajo un suelo arenoso de color pardo. El cabello, rubio y pálido, estaba enredado entre las briznas de hierba.
La mano se crispó de repente.
Asqueado, Kalam soltó la cadena. El brazo volvió a caer al suelo. Un lamento leve, subterráneo, se alzó de la base de la columna. El asesino se irguió y regresó con su caballo. Columnas, pilares, tocones de árboles, escaleras que llevaban a ninguna parte, y por cada docena había una entre ellas que contenía a un prisionero, ninguno de los cuales parecía capaz de morir. No del todo. Oh, sus mentes habían muerto (la mayor parte) mucho tiempo atrás. Deliraban en lenguas diferentes, murmuraban encantamientos sin sentido, rogaban perdón, ofrecían tratos, aunque ninguno había proclamado todavía (que Kalam hubiera oído) su inocencia.
Como si la piedad pudiera ser un problema sin eso. Azuzó a su caballo para que echara a andar una vez más. No era aquel un reino de su gusto. Aunque, en realidad, tampoco había tenido mucha elección en el asunto. Hacer tratos con los dioses era (para el mortal implicado) un ejercicio de autoengaño. Kalam preferiría dejar que fuera Ben el Rápido el que jugara con los regidores de esa senda. El mago tenía la ventaja de disfrutar del reto, no, era algo más que eso. Ben el Rápido había dejado muchos cuchillos clavados en muchas espaldas, ninguno de ellos fatales, pero seguro que escocerían cuando se tirara de estos, y era dar tales tirones lo que le encantaba al mago.
El asesino se preguntó dónde estaría su viejo amigo en ese momento. Había habido problemas, nada nuevo bajo el sol, y desde entonces, nada salvo silencio. Y luego estaba Violín. ¡El muy idiota se había vuelto a alistar, por el amor del Embozado!
Bueno, por lo menos ellos están haciendo algo. Pero Kalam no, oh no, Kalam no. Mil trescientos niños resucitados por un capricho. Ojos brillantes que seguían todos sus movimientos, que trazaban un mapa de cada uno de sus pasos y memorizaban cada gesto, ¿qué podía enseñarles? ¿El arte de provocar el caos? Como si los niños necesitaran ayuda con eso.
Tenía un risco por delante. Llegó a la base y llevó al caballo a un suave medio galope para subir la ladera.
Además, Minala parecía tenerlo todo bajo control. Una tirana innata, eso era, tanto en público como en privado, entre los petates y la casucha medio en ruinas que compartían. Y, por extraño que pareciera, se había dado cuenta de que no le disgustaba la tiranía. Es decir, en principio. Las cosas tenían una forma de terminar funcionando cuando se hacía cargo alguien capaz e implacable. Y él había tenido experiencia suficiente aceptando órdenes como para no impacientarse al ver que ella tomaba el mando. Entre ella y la aptoriana estaban manteniendo cierto control, estaban inculcando una serie de habilidades vitales… sigilo, seguir rastros, montar emboscadas, el arte de poner trampas a presas de dos y cuatro patas, montar, escalar paredes, quedarse inmóvil, arrojar cuchillos y un sinfín de habilidades más con las armas, armas donadas por los gobernantes chiflados de la senda, la mitad de ellas malditas, o embrujadas o fabricadas para manos en absoluto humanas. Los niños se aplicaban en el adiestramiento con un celo aterrador y el brillo de orgullo en los ojos de Minala… helaba la sangre del asesino.
Un ejército en proceso de fabricación para Tronosombrío. Una perspectiva, como mínimo, alarmante.
Llegó al risco y se detuvo de repente.
Una enorme entrada de piedra coronaba la colina que tenía enfrente, dos columnas unidas por un arco. En su interior, el remolino de un muro gris. A este lado de la puerta, la herbosa cima fluía con una multitud de sombras sin fuente, como si se estuvieran cayendo de algún modo del portal solo para arremolinarse como espectros perdidos alrededor del umbral.
—Cuidado —murmuró una voz junto a Kalam.
Se volvió y vio una figura alta, con una capa y capucha, de pie a pocos pasos de distancia, flanqueada por dos mastines. Cotillion y sus dos favoritos, Cruz y Ciega. Las bestias se habían sentado sobre sus marcadas ancas y con los ojos refulgentes (los que veían y los que no) clavados en el portal.
—¿Por qué debería tener cuidado? —preguntó el asesino.
—Oh, las sombras de la puerta. Han perdido a sus amos…, pero cualquiera les sirve.
—Entonces, ¿esta puerta está sellada?
La cabeza encapuchada se volvió poco a poco.
—Querido Kalam, ¿es esto una huida de nuestro reino? Qué falta de… nobleza.
—No he dicho nada que sugiera…
—Entonces, ¿por qué tu sombra se estira con tanta ansia?
Kalam bajó la cabeza para mirarla y después frunció el ceño.
—¿Cómo iba a saberlo yo? Quizá considere que tiene más posibilidades entre esa turba.
—¿Posibilidades?
—De vivir emociones.
—Ah. Irritado, ¿no? Jamás lo habría supuesto.
—Mentiroso —dijo Kalam—. Minala me ha desterrado. Pero eso ya lo sabías, que es por lo que has venido a buscarme.
—Soy el patrón de los Asesinos —dijo Cotillion—. No arbitro disputas maritales.
—Depende de lo encarnizadas que se hagan, ¿no?
—Entonces, ¿ya estáis listos para mataros entre vosotros?
—No. Solo quería dejar clara una cosa.
—¿Que es…?
—¿Qué estás haciendo aquí, Cotillion?
El dios se quedó callado un largo momento.
—Me he preguntado con frecuencia —dijo al fin— cómo es que tú, un asesino, no obedeces nunca a tu patrón.
Kalam levantó las cejas.
—¿Desde cuándo eso es lo que esperas? Que el Embozado nos lleve, Cotillion. Si eran devotos fanáticos lo que ansiabas, nunca deberías haber posado los ojos en los asesinos. Por nuestra propia naturaleza, somos antitéticos a la noción de sumisión, como si tú no fueras ya consciente de eso. —Su voz se fue apagando y se volvió para estudiar la figura envuelta en sombras que permanecía junto a él—. Claro que tú estuviste al lado de Kellanved hasta el final. Danzante, al parecer, sabía lo que eran la lealtad y la servidumbre…
—¿Servidumbre? —Había una insinuación de sonrisa en el tono.
—¿Simple conveniencia? Parece difícil de creer, dado todo lo que soportasteis los dos. Escúpelo ya, Cotillion, ¿qué es lo que pides?
—¿Estaba pidiendo algo?
—Quieres que… te sirva, como serviría un adepto a su dios. Alguna misión probablemente innoble. Me necesitas para algo, solo que nunca aprendiste a pedir.
Cruz se levantó poco a poco y después se estiró, largo y lánguido. La inmensa cabeza giró entonces y los ojos radiantes se posaron en Kalam.
—Los mastines están inquietos —murmuró Cotillion.
—Se nota —respondió el asesino con tono seco.
—Tengo determinadas tareas por delante —continuó el dios— que consumirán buena parte de mi tiempo en un futuro cercano. Si bien, a la vez, hay que llevar a cabo ciertas… otras empresas. Una cosa es encontrar un súbdito leal y otra muy distinta encontrar a un súbdito ubicado de forma conveniente, por así decirlo, para poder darle un uso práctico…
Kalam lanzó una carcajada.
—Te fuiste a pescar servidores fieles y te encontraste con que tus súbditos no dan la talla.
—Podríamos discutir la interpretación de los términos todo el día —dijo Cotillion con tono cansino.
Había una perceptible ironía en la voz del dios que complació a Kalam. A pesar de su recelo, tuvo que admitir que Cotillion le caía bien. Tío Cotillion, como lo llamaba el pequeño Panek. Desde luego, entre el patrón de los Asesinos y Tronosombrío, solo el primero parecía capaz de algo parecido al examen de conciencia y, por tanto, se le podía dar una lección de humildad. Aunque esa probabilidad era, en realidad, muy remota.
—De acuerdo —respondió Kalam—. Muy bien, Minala no tiene demasiado interés en ver mi cara bonita durante un tiempo. Lo que me deja libre, más o menos…
—Y sin un techo sobre tu cabeza.
—Sin un techo sobre mi cabeza, sí. Por fortuna, parece que en tu reino nunca llueve.
—Ah —murmuró Cotillion—, mi reino.
Kalam estudió a Cruz. La bestia no había dejado ni por un instante de mirarlo fijamente. El asesino se estaba poniendo nervioso bajo una atención tan inquebrantable.
—¿Alguien desafía tus derechos, los tuyos y los de Tronosombrío?
—Difícil de responder —murmuró Cotillion—. Ha habido… temblores. Agitación…
—Como has dicho tú, los mastines están inquietos.
—Así es.
—Quieres saber algo más sobre tu posible enemigo.
—Nos gustaría.
Kalam estudió la puerta, las sombras que giraban en el umbral.
—¿Por dónde quieres que empiece?
—Una confluencia de tus propios deseos, sospecho.
El asesino miró un momento al dios y después asintió poco a poco.
Bajo la luz incierta del atardecer los mares se fueron calmando y las gaviotas dieron media vuelta, abandonaron los bancos de pesca y fueron a posarse en la playa. Navaja había hecho una hoguera con madera de la playa, más por la necesidad de estar haciendo algo que para buscar el calor, pues la costa de Kan era subtropical y la brisa que llegaba de la orilla, suave y cálida. El daru había recogido agua de la fuente cercana a la entrada del camino y en ese momento estaba preparando té. En el cielo, las primeras estrellas de la noche cobraban vida con un parpadeo.
La pregunta que había hecho Apsalar esa misma tarde se había quedado sin respuesta. Navaja no estaba listo todavía para regresar a Darujhistan y no sentía nada de la calma que había esperado que lo invadiera tras completar el trabajo. Rellock y Apsalar al fin habían regresado a su casa, y solo para encontrar el lugar embrujado por la muerte, un embrujo que había filtrado su sabor letal en el alma del anciano y había añadido un fantasma más a aquella cala abandonada. Ya no les quedaba nada allí.
La experiencia de Navaja en el Imperio de Malaz era, bien lo sabía, retorcida e incompleta. Una única noche cruel en Ciudad Malaz seguida por tres tensos días en Kan que se cerraban con más asesinatos todavía. El Imperio era un lugar desconocido, por supuesto, y se podía esperar cierto grado de discordia entre él y aquello a lo que estaba acostumbrado en Darujhistan, pero, si acaso, lo que él había visto de la vida diaria en las ciudades sugería un sentido más fuerte de lo legal, del orden y la calma. Con todo, eran los pequeños detalles lo que más afectaba a su sensibilidad, lo que reforzaba la impresión de que era un extraño.
Sentirse vulnerable no era una debilidad que compartía con Apsalar. Ella parecía poseedora de una calma absoluta, una tranquilidad, daba igual dónde estuviera; la confianza del dios que la poseyó en otro tiempo había dejado algo parecido a una huella permanente en su alma. No solo confianza en sí misma. Navaja recordó una vez más la noche en que Apsalar había matado al hombre en Kan. Habilidades letales, y la precisión gélida necesaria cuando se utilizan. Y, recordó con un escalofrío, conservaba muchos de los recuerdos del dios, recuerdos que se remontaban a cuando el dios había sido un hombre mortal, cuando había sido Danzante. Entre ellos, la noche de los magnicidios, cuando la mujer que se convertiría en emperatriz había acabado con el emperador… y con Danzante.
Eso al menos había revelado, una revelación desprovista de sentimiento, de emoción, pronunciada con la misma despreocupación que un comentario sobre el tiempo. Recuerdos de cuchillos que herían, de sangre recubierta de polvo que rodaba como bolitas por el suelo…
Navaja quitó la cazuela de los carbones y arrojó un puñado de hierbas al agua humeante.
Apsalar había ido a dar un paseo hacia el oeste por la playa blanca. Mientras iba cayendo la tarde, Navaja la había perdido de vista y había empezado a preguntarse si volvería.
Un tronco cambió de posición y lanzó unas chispas. El mar se había ido oscureciendo, era invisible; ni siquiera podía oír el romper de las olas por detrás del chisporroteo del fuego. Un aliento más fresco llegaba con la brisa.
Navaja se levantó poco a poco, y después giró en redondo para mirar hacia el interior, cuando algo se movió en la oscuridad que no iluminaba la luz del fuego.
—¿Apsalar?
No hubo respuesta. Unos golpes leves y secos en el suelo, como si las arenas temblaran al paso de algo enorme… enorme y de cuatro patas.
El daru sacó los cuchillos y se apartó del parpadeo de la luz.
A diez pasos de distancia, a una altura que rivalizaba con la suya, vio dos ojos brillantes, muy separados, dorados y al parecer sin profundidades. La cabeza y el cuerpo bajo ellos eran manchas más oscuras en la noche e insinuaban una masa que daba escalofríos a Navaja.
—Ah —dijo una voz en las sombras, a su izquierda—, el muchacho daru. Ciega te ha encontrado. Bien. Bueno, ¿dónde está tu compañera?
Navaja envainó poco a poco las armas.
—Ese puto mastín me ha dado un buen susto —murmuró—. Y si está ciega, ¿por qué me está mirando directamente?
—Bueno, digamos que su nombre no es del todo apropiado. Ve, pero no como vemos nosotros. —Una figura envuelta en una capa se metió en el círculo de luz de la hoguera—. ¿Me conoces?
—Cotillion —respondió Navaja—. Tronosombrío es mucho más bajo.
—No mucho más, aunque quizás en su afectación exagera ciertos rasgos.
—¿Qué quieres?
—Me gustaría hablar con Apsalar, por supuesto. Aquí hay un olor a muerte… es decir, reciente…
—Rellock. Su padre. Mientras dormía.
—Una pena. —La cabeza encapuchada del dios se volvió como si examinara el entorno, después giró de nuevo para mirar a Navaja—. ¿Ahora soy tu patrón? —preguntó.
Quería responder que no. Quería retroceder, huir de la pregunta y todo lo que significaría su respuesta. Quería desatar vitriolo ante la mera sugerencia.
—Pues creo que bien podrías serlo, Cotillion…
—Me… complace, Azafrán.
—Ahora me llamo Navaja.
—Mucho menos sutil, pero bastante apropiado, supongo. Con todo, había cierta insinuación de un encanto letal en tu viejo nombre daru. ¿Estás seguro de que no quieres replanteártelo?
Navaja se encogió de hombros y luego contestó.
—Azafrán no tenía… dios patrón.
—Por supuesto. Y un día llegará un hombre a Darujhistan. Con nombre malazano. Y nadie lo conocerá, salvo quizá por su reputación. Y con el tiempo oirá contar historias del joven Azafrán, un muchacho que contribuyó de forma decisiva a salvar la ciudad la noche de la Gran Fiesta, hace tantos años. El inocente y no corrompido Azafrán. Así sea… Navaja. Veo que tenéis un bote.
El cambio de tema lo sorprendió un poco, después asintió.
—Lo tenemos.
—¿Con provisiones suficientes?
—Más o menos. Pero no para un viaje largo.
—No, claro que no. ¿Por qué deberíais tenerlas? ¿Me permites ver tus cuchillos?
Navaja los desenvainó y se los pasó al dios con los pomos por delante.
—Unas hojas decentes —murmuró Cotillion—. Bien equilibrados. En ellos hay ecos de tu habilidad, el sabor de la sangre. ¿Quieres que te los bendiga, Navaja?
—Si la bendición es sin magia —respondió el daru.
—¿No deseas una investidura de hechicería?
—No.
—Ah. Quieres seguir el camino de Rallick Nom.
Navaja entrecerró los ojos. Ah, sí, lo recordaba. Cuando vio a través de los ojos de Lástima en la taberna del Fénix. O quizá Rallick admitió quién era su patrón… aunque encuentro eso difícil de creer.
—Creo que tendría problemas para seguir ese camino, Cotillion. Las habilidades de Rallick son… eran…
—Formidables, sí. No creo que necesites usar el pasado cuando hables de Rallick Nom, o de Vorcan, si a eso vamos. No, no tengo noticia alguna… solo una sospecha. —Le devolvió los cuchillos—. Subestimas tus propias habilidades, Navaja, pero quizá sea lo mejor.
—No sé dónde ha ido Apsalar —dijo Navaja—. No sé si va a volver.
—Bueno, al parecer su presencia ha resultado ser menos vital de lo que yo esperaba. Tengo un trabajo para ti, Navaja. ¿Estás dispuesto a proporcionarle un servicio a tu patrón?
—¿No es acaso lo que se espera?
Cotillion se quedó callado un momento, después se echó a reír sin ruido.
—No, no me voy a aprovechar de tu inexperiencia, aunque admito que estoy tentado. ¿Te parece que comencemos como debe ser? Reciprocidad, Navaja. Una relación de intercambio, ¿sí?
—Ojalá le hubieras ofrecido lo mismo a Apsalar. —Después cerró de golpe la boca.
Pero Cotillion se limitó a suspirar.
—Ojalá lo hubiera hecho. Considera este nuevo tacto la consecuencia de una lección difícil.
—Has hablado de reciprocidad. ¿Qué recibiré yo a cambio de proporcionar este servicio?
—Bueno, dado que no quieres aceptar mi bendición ni ninguna otra investidura, admito que no sé muy bien qué hacer. ¿Alguna sugerencia?
—Me gustaría que me respondieras a unas preguntas.
—No me digas.
—Pues sí. Por ejemplo, ¿por qué Tronosombrío y tú intrigasteis para destruir a Laseen y al Imperio? ¿Eran solo deseos de venganza?
El dios pareció encogerse de dolor en sus túnicas y Navaja sintió que los ojos invisibles se endurecían.
—Oh, vaya —dijo Cotillion alargando las palabras—, me obligas a reconsiderar mi oferta.
—Me gustaría saberlo —insistió el daru— para poder entender lo que hiciste… lo que le hiciste a Apsalar.
—¿Exiges que tu dios y patrón justifique sus actos?
—No era una exigencia. Solo una pregunta.
Cotillion no dijo nada durante unos minutos.
El fuego iba muriendo poco a poco, las brasas palpitaban con la brisa. Navaja sintió la presencia de un segundo mastín por alguna parte, en la oscuridad, moviéndose inquieto.
—Necesidad —dijo el dios en voz baja—. Se juega a ciertos juegos y lo que quizá parezca precipitado bien podría ser poco más que una finta. O quizás era la ciudad en sí, Darujhistan, que serviría mejor a nuestros propósitos si continuaba siendo libre, independiente. Hay capas y capas de significado detrás de cada gesto, de cada movimiento. No daré ninguna explicación más, Navaja.
—¿Y… lamentas lo que hiciste?
—Eres una persona muy temeraria, ¿verdad? ¿Lamentar? Sí, lamento muchas, muchas cosas. Un día, quizá, verás por ti mismo que los lamentos no significan nada. Lo que sirve es la respuesta que se da a esos lamentos.
Navaja se volvió poco a poco y se quedó mirando la oscuridad del mar.
—Arrojé la moneda de Oponn al lago —dijo.
—¿Y ahora lo lamentas?
—No estoy seguro. No me gustaba tanta… atención.
—No me sorprende —murmuró Cotillion.
—Tengo una petición más —dijo Navaja y volvió a mirar al dios—. Esta tarea que me vas a encomendar, si me atacan durante ella, ¿puedo acudir a Ciega en busca de ayuda?
—¿El mastín? —El asombro era patente en la voz de Cotillion.
—Sí —respondió Navaja con los ojos posados en la enorme bestia—. Su atención… me consuela.
—Eso te hace más excepcional de lo que podrías imaginar, mortal. Muy bien. Si la necesidad aprieta, llámala y acudirá.
Navaja asintió.
—Bueno, ¿y qué quieres que haga en tu nombre?
El sol había salido por el horizonte cuando volvió Apsalar. Después de dormir unas cuantas horas, Navaja se había levantado para enterrar a Rellock por encima de la línea de la marea. Estaba comprobando el casco del bote una vez más cuando apareció una sombra junto a la suya.
—Has tenido visita —dijo la joven.
Navaja levantó la cabeza y la miró guiñando los ojos, estudió sus ojos oscuros y sin fondo.
—Sí.
—¿Y ahora tienes una respuesta a mi pregunta?
Navaja frunció el ceño, después suspiró y asintió.
—Sí. Nos vamos a explorar una isla.
—¿Una isla? ¿Está lejos?
—No mucho, pero cada vez se aleja más.
—Ah. Por supuesto.
Por supuesto.
En el cielo, las gaviotas gritaban en el aire de la mañana de camino a mar abierto. Más allá de los bajíos, sus motas blancas seguían al viento y viraban al sudoeste.
Navaja apoyó el hombro en la proa y empujó el barco de vuelta al agua. Después trepó a bordo. Apsalar se reunió con él y se puso al timón.
¿Y ahora qué? Un dios le había dado a Navaja la respuesta.
En cinco meses no había habido puesta de sol en el reino que los tiste edur llamaban el Naciente. El cielo era gris, la luz de un tono extraño y difuso. Había habido una inundación y después lluvias, y un mundo había quedado destruido.
Pero incluso entre el naufragio y los restos había vida.
Una veintena de bagres de miembros amplios habían trepado al muro incrustado de cieno, ninguno medía menos de la altura de dos hombres desde la cabeza roma a la cola flácida. Eran criaturas bien alimentadas, sus vientres plateados sobresalían por los lados. La piel se les había secado y había fisuras visibles en una maraña enrejada que les cubría los lomos oscuros. El brillo de los ojitos negros quedaba apagado bajo la capa agrietada de la piel.
Y parecía que esos ojos no eran conscientes del t’lan imass solitario que se alzaba sobre ellos.
Ecos de curiosidad se aferraban todavía al alma raída y desecada de Onrack. Las articulaciones crujieron bajo las cuerdas anudadas de los ligamentos cuando se agachó junto al bagre más cercano. No le parecía que las criaturas estuvieran muertas. Apenas un rato antes aquellos peces no tenían ningún miembro digno de ese nombre. Sospechaba que estaba siendo testigo de una metamorfosis.
Después de un momento se irguió poco a poco. La hechicería que había sostenido el muro a pesar del peso inmenso del nuevo mar todavía aguantaba en aquella sección. Se había derrumbado en otras, donde se habían formado amplias brechas y torrentes espumosos de agua cargada de desechos que se precipitaba por el otro lado. Un mar poco profundo comenzaba a extenderse por la tierra de ese lado. Onrack sospechaba que podría llegar un momento en el que los fragmentos de ese muro fueran las únicas islas de ese reino.
La llegada torrencial del mar los había cogido desprevenidos y los había dispersado entre las vueltas de un remolino. El t’lan imass sabía que habían sobrevivido más de los suyos, de hecho, algunos habían podido sujetarse a ese muro o a detritos flotantes, lo suficiente como para recuperar sus formas y unirse una vez más, de modo que la caza pudiera reanudarse.
Pero Kurald Emurlahn, fragmentado o no, no estaba al alcance del t’lan imass. Sin un invocahuesos a su lado, Onrack no podía extender sus poderes tellann, no podía llamar a los suyos, no podía informarles de que había sobrevivido. Para la mayor parte de los de su raza, eso solo habría sido motivo suficiente para… rendirse. Las aguas agitadas por las que acababa de arrastrarse para salir le ofrecían un olvido auténtico. La disolución era la única huida posible de ese eterno ritual e incluso entre los logros (los guardianes del mismísimo primer trono) Onrack conocía algunos que habían elegido ese camino. O algo peor…
La reflexión del guerrero sobre si debía elegir poner fin a su existencia fue breve. En realidad, a él lo atormentaba mucho menos su inmortalidad que a la mayoría de los t’lan imass.
Después de todo, siempre había algo más que ver.
Detectó un movimiento bajo la piel del bagre más cercano, vagas insinuaciones de una contracción, de una conciencia que emergía. Onrack sacó su mandoble curvado de obsidiana. La mayor parte de las cosas con las que se tropezaba por lo general había que matarlas. De vez en cuando en legítima defensa, pero con frecuencia solo debido a un odio inmediato y seguramente mutuo. Hacía mucho tiempo que había dejado de preguntarse por qué habría de ser así.
De sus inmensos hombros colgaba la piel podrida de un enkar’al, guijarrosa e incolora. Era una adquisición reciente hasta cierto punto, menos de mil años antes. Otro ejemplo de una criatura que lo había odiado nada más verlo. Aunque quizá la hoja negra ondulada que le amenazaba la cabeza había empañado su respuesta.
Onrack juzgó que pasaría algún tiempo antes de que la bestia pudiera salir arrastrándose de su piel. Bajó el arma y pasó de lado. El extraordinario muro del Naciente, muro que cruzaba continentes enteros, ya era una curiosidad en sí. Después de un momento, el guerrero decidió recorrerlo entero. O, por lo menos, hasta que el paso quedara bloqueado por una brecha.
Echó a andar, los pies envueltos en pieles arañaban el suelo por el que los arrastraba, la punta de la espada que le colgaba de la mano izquierda abría un surco intermitente en la arcilla seca. Trozos de barro se le aferraban a la raída camisa de piel y a las correas de cuero del arnés de las armas. Un agua turbia y espesa se había colado por las varias cuchilladas y agujeros de su cuerpo y había empezado a escaparse en forma de arroyos con cada pesado paso que daba. En otro tiempo había tenido un casco, un trofeo impresionante de su juventud, pero se había roto en mil pedazos en la batalla final contra la familia jaghut del Jhag Odhan. Un único golpe sesgado se había llevado también una quinta parte de su cráneo, el parietal y el temporal, del lado derecho. Las mujeres jaghut tenían una fuerza engañosa y una ferocidad admirable, sobre todo cuando las arrinconabas.
El cielo tenía un tono enfermizo, pero ya se había acostumbrado a él. Ese fragmento de la senda tiste edur, fracturada mucho tiempo antes, era con mucho el más grande con el que él se había tropezado, más grande incluso que el que rodeaba Tremorlor, la Casa de Azath odhan. Y este había conocido un periodo de estabilidad suficiente para que surgieran civilizaciones, para que los sabios de la hechicería comenzaran a desentrañar los poderes de Kurald Emurlahn, aunque esos habitantes no habían sido tiste edur.
Onrack se preguntó con aire ocioso si el t’lan imass renegado que él y los suyos perseguían habría provocado de algún modo la herida que había desencadenado la inundación de ese mundo. Parecía probable, dada su obvia eficacia a la hora de ocultar su rastro. O eso o habían regresado los tiste edur para reclamar lo que en otro tiempo había sido suyo.
Podía oler a aquellos edur de piel gris, habían pasado por allí, y en tiempos recientes, procedentes de otra senda. Por supuesto, el término «oler» había adquirido un nuevo significado para los t’lan imass tras el ritual. Los sentidos mundanos se habían marchitado, en su mayor parte, con la carne. A través de las órbitas en sombras de sus ojos, por ejemplo, el mundo era una compleja composición de colores apagados, calor y frío, y con frecuencia se medía por una sensibilidad infalible al movimiento. Las palabras pronunciadas giraban en nubes de mercurio de aliento, es decir, si el hablante estaba vivo. Si no, entonces era el sonido en sí lo que se detectaba, abriéndose camino con un estremecimiento por el aire. Onrack percibía el sonido tanto con la vista como con el oído.
Y así fue consciente de una forma de sangre caliente echada a poca distancia de él, algo más adelante. El muro de esa zona se estaba derrumbando paulatinamente. El agua brotaba a chorros de fisuras que se abría entre las piedras que sobresalían. No tardaría mucho en ceder por completo.
La forma no se movía. La habían encadenado.
Otros cincuenta pasos y Onrack llegó a su lado.
El hedor de Kurald Emurlahn era apabullante, visible como un estanque que rodeara a la figura tumbada, su superficie se rizaba como si estuviera debajo de una lluvia fina, pero constante. Una profunda cicatriz irregular estropeaba la amplia frente del prisionero, bajo la testa calva, y en la herida resplandecía un brillo hechicero. Una lengua de metal había sujetado la lengua del hombre, pero se le había caído, así como las correas que envolvían la cabeza de la figura.
Unos ojos grises como la pizarra se alzaron sin parpadear y miraron al t’lan imass.
Onrack estudió al tiste edur un momento más, después pasó por encima del hombre y continuó.
Una voz ronca y marchita se alzó tras él.
—Espera.
El guerrero no muerto hizo una pausa y miró hacia atrás.
—Me… gustaría hacer un trato. Por mi libertad.
—No me interesan los tratos —respondió Onrack en el idioma de los edur.
—¿No hay nada que desees, guerrero?
—Nada que tú puedas darme.
—¿Me rehuyes, entonces?
Onrak ladeó la cabeza entre un crujido de tendones.
—Esta sección del muro está a punto de derrumbarse. No tengo deseo alguno de estar aquí cuando ocurra.
—¿Y te imaginas que yo sí?
—Considerar tus sentimientos sobre el tema es un esfuerzo inútil por mi parte, edur. No tengo interés alguno en imaginarme en tu lugar. ¿Por qué habría de hacerlo? Estás a punto de ahogarte.
—Rompe mis cadenas y podremos continuar esta conversación en un lugar más seguro.
—La calidad de la conversación no se ha hecho merecedora de ese esfuerzo —respondió Onrack.
—Podría mejorarla, si me dan tiempo.
—Eso no parece muy probable. —Onrack se dio la vuelta.
—¡Espera! ¡Puedo hablarte de tus enemigos!
El t’lan imass volvió a girar una vez más, sin prisas.
—¿Mis enemigos? No recuerdo haber dicho que tuviera alguno, edur.
—Oh, pero los tienes. Yo debería saberlo. En otro tiempo fui uno de ellos y por eso me encuentras aquí, porque ya no soy tu enemigo.
—Ahora eres un renegado entre los tuyos —comentó Onrack—. No tengo fe alguna en los traidores.
—Para los míos, t’lan imass, no soy yo el traidor. Ese epíteto pertenece al que me encadenó aquí. En cualquier caso, la cuestión de la fe no se puede responder a través de la negociación.
—¿Deberías haber admitido eso, edur?
El hombre hizo una mueca.
—¿Por qué no? No querría engañarte.
A Onrack le picó entonces la curiosidad.
—¿Por qué no querrías engañarme?
—Por la misma causa por la que me sometí al pelado —respondió el edur—. Me atormenta la necesidad de decir la verdad.
—Esa es una espantosa maldición —dijo el t’lan imass.
—Sí.
Onrack levantó la espada.
—En ese caso, admito poseer yo también una maldición. La curiosidad.
—Lloro por ti.
—No veo ninguna lágrima.
—En mi corazón, t’lan imass.
Un solo golpe hizo pedazos las cadenas. Onrack estiró la mano derecha libre, cogió uno de los tobillos del edur y arrastró al hombre tras él por la cima del muro.
—Te recriminaría la indignidad de esto —dijo el tiste edur mientras tiraban de él, un paso tras otro irritante paso— si tuviera la fuerza suficiente.
Onrack no contestó. Arrastraba al hombre con una mano, la espada con la otra, y continuaba avanzando penosamente. Su marcha lo llevó, al fin, más allá de la zona más débil del muro.
—Ya puedes soltarme —jadeó el tiste edur.
—¿Eres capaz de caminar?
—No, pero…
—Entonces continuaremos así.
—¿Adónde vas que no puedes permitirte esperar a que yo recupere las fuerzas?
—Sigo este muro —respondió el t’lan imass.
El silencio cayó entre ellos durante un rato (aparte de los crujidos de los huesos de Onrack, el roce de sus pies envueltos en cuero y los siseos y los golpes secos del cuerpo del tiste edur y sus miembros sobre las piedras recubiertas de cieno). El mar repleto de detritos continuaba ininterrumpido a su izquierda, un pantanal enconado a la derecha. Pasaron entre otra docena de bagres, y también había a su alrededor; estos no tan grandes, pero con todos los miembros, como el grupo anterior. Tras ellos, el muro continuaba alargándose sin interrupción por el horizonte.
Con una voz llena de dolor, el tiste edur al fin volvió a hablar.
—Si seguimos así, t’lan imass… te encontrarás arrastrando a un cadáver.
Onrack lo consideró un momento, después detuvo sus pasos, soltó el tobillo del hombre y se dio la vuelta lentamente.
El tiste edur rodó de lado con un gemido.
—Imagino —jadeó— que no tienes comida, ni agua potable.
Onrack levantó la mirada y se giró para mirar los bultos lejanos de los bagres.
—Supongo que podría conseguir algo. Es decir, de lo primero.
—¿Puedes abrir un portal, t’lan imass? ¿Puedes sacarnos de este reino?
—No.
El tiste edur bajó la cabeza hasta la arcilla y cerró los ojos.
—Entonces ya se puede decir que estoy muerto. No obstante, te agradezco que rompieras las cadenas. No hace falta que sigas aquí, aunque me gustaría saber el nombre del guerrero que me mostró la compasión que pudo.
—Onrack. Sin clan, de los logros.
—Yo soy Trull Sengar. También sin clan.
Onrack se quedó mirando al tiste edur durante un rato. Después, el t’lan imass pasó por encima del hombre y volvió sobre sus pasos. Llegó entre los bagres. Un único tajo seco le cortó la cabeza al más cercano.
Esa muerte provocó un frenesí entre los otros. La piel se partió y cuerpos lustrosos de cuatro patas se liberaron de repente. Unas cabezas amplias con colmillos como agujas se volvieron hacia el guerrero no muerto que tenían entre ellos, los ojitos les brillaban. Estruendosos siseos por todas partes. Las bestias se movían sobre patas achaparradas y musculosas, los pies de tres dedos avanzaban y arañaban el suelo a toda prisa. Tenían colas cortas que se extendían en una aleta vertical por las columnas.
Atacaron como lo harían lobos abalanzándose sobre una presa herida.
La hoja de obsidiana destelló. Una sangre fina lo salpicó todo. Cabezas y miembros se dejaron caer.
Una de las criaturas se precipitó por el aire y la boca enorme se cerró sobre el cráneo de Onrack. Al descender con todo el peso, el t’lan imass sintió que las vértebras del cuello crujían y chirriaban. Cayó hacia atrás y dejó que el animal lo arrastrara.
Después se disolvió convertido en polvo.
Y se levantó cinco pasos más allá para reanudar la matanza, vadeando entre los siseos de los supervivientes. Unos momentos después estaban todos muertos.
Onrack cogió uno de los cadáveres por la pata trasera y arrastrándolo regresó con Trull Sengar.
El tiste edur estaba apoyado en un codo con los ojos apagados clavados en el t’lan imass.
—Por un momento —dijo— pensé que estaba teniendo un sueño de lo más extraño. Te vi ahí, a lo lejos, con un enorme sombrero que se retorcía. Y que después te comía entero.
Onrack empujó el cuerpo junto a Trull Sengar.
—No estabas soñando. Toma. Come.
—¿No podríamos cocinarlo?
El t’lan imass se dirigió sin prisas al borde del muro que daba al mar. Entre los restos del naufragio había trozos de un sinfín de árboles de los que sobresalían ramas desnudas. Onrack bajó arrastrándose a los detritos nudosos, los sintió cambiar y mecerse vacilantes bajo él. No tardó ni un momento en partir una brazada de madera lo bastante seca, madera que volvió a tirar al muro. Después la siguió él.
Sintió los ojos del tiste edur clavados en su persona mientras preparaba la hoguera.
—Nuestros encuentros con los tuyos —dijo Trull después de un momento— fueron siempre muy contados. Y fueron siempre después de vuestro… ritual. Antes de él, tu pueblo huía de nosotros nada más vernos. Aparte de los que atravesaron los océanos con los thelomen toblakai, claro. Esos nos combatieron. Durante siglos, antes de que los expulsáramos del mar.
—Los tiste edur estuvieron en mi mundo —dijo Onrack mientras sacaba sus pedernales— justo tras la llegada de los tiste andii. En otro tiempo numerosos, dejaron señales de su paso en la nieve, en las playas, en los bosques profundos.
—Ahora somos muchos menos —dijo Trull Sengar—. Vinimos aquí, a este sitio, procedentes de la madre Oscuridad, cuyos hijos nos habían desterrado. No creímos que nos perseguirían, pero lo hicieron. Y tras la destrucción de esta senda, huimos una vez más… a vuestro mundo, Onrack, donde prosperamos…
—Hasta que vuestros enemigos os encontraron de nuevo.
—Sí. Los primeros de ellos eran… fanáticos en su odio. Hubo grandes guerras, guerras de las que nadie fue testigo ya que se libraron en la oscuridad, en lugares ocultos en sombras. Al final, matamos a los últimos de esos primeros andii, pero en el esfuerzo nosotros también quedamos malheridos. Así que nos retiramos a lugares remotos, a las espesuras. Después llegaron más andii, solo que estos parecían menos… interesados. Y nosotros también nos habíamos hecho más introvertidos, ya no nos consumía el ansia de expansión.
—Si hubierais intentado calmar esa ansia —dijo Onrack, mientras las primeras volutas de humo se alzaban de los trozos de la corteza y las ramas—, habríamos encontrado en vosotros una nueva causa, edur.
Trull se quedó callado, con la mirada velada.
—Lo habíamos olvidado todo —dijo al fin y se recostó para apoyar la cabeza una vez más en la arcilla—. Todo lo que acabo de contarte. Hasta hace muy poco tiempo mi pueblo, el último bastión, al parecer, de los tiste edur, no sabía casi nada de nuestro pasado. Nuestra larga y torturada historia. Y lo que sabíamos era, en realidad, falso. Ojalá —añadió— hubiéramos seguido sumidos en la ignorancia.
Onrack se volvió poco a poco para mirar al edur.
—Tu pueblo ya ha dejado de ser introvertido.
—Te dije que te hablaría de tus enemigos, t’lan imass.
—Me lo dijiste.
—Los hay como vosotros, Onrack, entre los tiste edur. Dispuestos a llevar a cabo nuestro nuevo propósito.
—¿Y cuál es ese propósito, Trull Sengar?
El hombre apartó la mirada y cerró los ojos.
—Terrible, Onrack. Un propósito terrible.
El guerrero t’lan imass se volvió hacia el cadáver de la criatura a la que había matado y sacó un cuchillo de obsidiana.
—Estoy familiarizado con los propósitos terribles —dijo cuando empezó a cortar la carne.
—Te contaré ahora la historia, como dije que haría. Para que entiendas a qué te enfrentas.
—No, Trull Sengar. No me digas nada más.
—¿Pero por qué?
Porque la verdad sería una carga. Me obligaría a buscar a los míos una vez más. Tu verdad me encadenaría a este mundo, a mi mundo una vez más. Y no estoy preparado para eso.
—Estoy cansado de oír tu voz, edur —respondió.
La carne de la bestia que chisporroteaba en el fuego olía igual que la carne de foca.
Poco después, mientras Trull Sengar comía, Onrack se acercó al borde del muro que se asomaba al pantano. Las aguas de la riada habían encontrado antiguas cuencas en el paisaje, cuencas de las que se escapaban gases que flotaban en manchas pálidas sobre la superficie gruesa de la que emanaban. Una niebla más espesa oscurecía el horizonte, pero al t’lan imass le pareció notar que se elevaba un cerro, una cordillera de colinas bajas y abultadas.
—Hay cada vez más luz —dijo Trull Sengar desde donde yacía, junto al fuego—. El cielo está brillando por algunos sitios. Ahí… y ahí.
Onrack levantó la cabeza. El cielo había sido un mar continuo de peltre que se oscurecía ocasionalmente para soltar un diluvio, aunque eso resultaba cada vez más infrecuente. Un orbe hinchado de luz amarilla dominaba un horizonte entero, el muro que tenían delante parecía conducir hasta su mismísimo corazón; mientras que justo encima colgaba un círculo más pequeño de fuego borroso, ese bordeado de azul.
—Regresan los soles —murmuró el tiste edur—. Aquí, en el Naciente, los antiguos corazones gemelos de Kurald Emurlahn continúan viviendo. No había forma de saberlo porque no volvimos a descubrir esta senda hasta después de la Brecha. Las aguas de la riada deben de haber provocado el caos en el clima. Y deben de haber destruido la civilización que existía aquí.
Onrack bajó la cabeza.
—¿Eran tiste edur?
El hombre sacudió la cabeza.
—No, más bien como vuestros descendientes, Onrack. Aunque los cadáveres que vimos aquí, por el muro, estaban muy descompuestos. —Trull hizo una mueca—. Son como una plaga, esos humanos vuestros.
—No son míos —respondió Onrack.
—¿No te enorgullece, entonces, su insípido éxito?
El t’lan imass ladeó la cabeza.
—Tienen tendencia a cometer errores, Trull Sengar. Los logros los han matado a miles cuando la necesidad de restablecer el orden lo hacía necesario. Con una frecuencia cada vez mayor se aniquilan ellos mismos, pues el éxito engendra desdén por esas mismas cualidades que les permitieron obtenerlo.
—Parece que has pensado en ello.
Onrack se encogió de hombros entre un estrépito de huesos.
—Más que mi pueblo, quizá; los bordes de la irritación que me inspira la humanidad continúan dentados.
El tiste edur estaba intentando levantarse con movimientos lentos y deliberados.
—El Naciente requería… purificación —dijo con tono amargo— o así se juzgó.
—Vuestros métodos —dijo Onrack— son más extremos que lo que decidirían los logros.
Trull Sengar se las arregló para erguirse tambaleándose y miró al t’lan imass con una sonrisa irónica.
—A veces, amigo mío, lo que se comienza resulta demasiado poderoso para luego contenerlo.
—Tal es la maldición del éxito.
Trull pareció encogerse al oír eso y después se dio la vuelta.
—Debo encontrar agua fresca y limpia.
—¿Cuánto tiempo llevabas encadenado?
El hombre se encogió de hombros.
—Mucho, supongo. La hechicería que contenía el pelado estaba diseñada para prolongar el sufrimiento. Tu espada partió su poder y ahora regresan las exigencias mundanas de la carne.
Los soles ardían entre las nubes, su calor combinado llenaba el aire de humedad. Las nubes se estaban separando, desvaneciéndose ante sus propios ojos. Onrack estudió los orbes en llamas una vez más.
—No ha habido noche —dijo.
—No en verano, no. Los inviernos, según se dice, son otra cosa. Claro que, con el diluvio, sospecho que es inútil predecir el futuro. Personalmente, no tengo deseo alguno de averiguarlo.
—Debemos dejar este muro —dijo el t’lan imass después de un momento.
—Sí, antes de que se derrumbe por completo. Creo que veo colinas a lo lejos.
—Si tienes fuerzas, rodéame con los brazos y sujétate —dio Onrack—, yo puedo bajar trepando. Podemos rodear las cuencas. Si sobrevivió algún animal nativo, estarán en terrenos más altos. ¿Deseas recoger y cocinar más de esta bestia?
—No. No es nada sabrosa.
—Lo cual no es sorprendente, Trull Sengar. Es carnívoro y se ha alimentado durante mucho tiempo de carne podrida.
El suelo estaba empapado bajo sus pies cuando al fin llegaron a la base del muro. Enjambres de insectos se alzaron a su alrededor y se abalanzaron sobre el tiste edur con un hambre frenética. Onrack permitió que su compañero marcara el ritmo mientras se abrían camino entre las cuencas llenas de agua. El aire era lo bastante húmedo como para empaparles la ropa que llevaban. Aunque no había viento al nivel del suelo, las nubes del cielo se habían estirado hasta convertirse en serpentinas que se precipitaban a adelantarlos y luego continuaban adelante para acumularse contra la cordillera de colinas, donde el cielo se iba oscureciendo más y más.
—Vamos justo hacia una tempestad —observó Onrack—. ¿Eres capaz de aumentar el ritmo?
—No.
—Entonces tendré que llevarte.
—¿Llevarme o arrastrarme?
—¿Tú qué prefieres?
—Que me lleves parece un poco menos humillante.
Onrack devolvió la espada a su lazo del arnés del hombro. Aunque al guerrero se le consideraba alto entre los suyos, el tiste edur era más alto, casi un antebrazo más. El t’lan imass hizo que el hombre se sentara en el suelo con las rodillas levantadas, después Onrack se agachó y pasó un brazo por debajo de las rodillas de Trull y el otro bajo los omóplatos. Con un crujido de tendones, el guerrero se irguió.
—Tienes brechas frescas alrededor de todo el cráneo, o de lo que queda de él, en cualquier caso —comentó el tiste edur.
Onrack no dijo nada. Emprendió la marcha a paso ligero y constante.
Al poco rato llegó el viento que bajaba de las colinas y aumentó con tal fuerza que el t’lan imass tuvo que inclinarse hacia delante, sus pies golpeaban los surcos de grava que quedaban entre los estanques.
Los mosquitos quedaron barridos de inmediato.
Onrack se dio cuenta de que había una extraña regularidad en las colinas que tenían delante. Había siete en total, dispuestas en lo que parecía una línea recta, cada una de igual altura aunque deformadas de un modo único. Las nubes de tormenta se apilaban tras ellas y dibujaban una espiral en columnas abultadas que apuntaban al cielo sobre una enorme cordillera de montañas.
El viento aullaba contra la cara desecada de Onrack, le golpeaba los mechones del cabello veteado de dorado, vibraba con un zumbido profundo entre las correas de cuero del arnés. Trull Sengar estaba encorvado contra él, con la cabeza agachada y apartada de los chillidos de la tempestad.
Los rayos tendían un puente entre las columnas palpitantes, los truenos tardaban en alcanzarlos.
Las colinas no eran colinas en realidad. Eran edificios, inmensos y pesados, construidos con una piedra negra y lisa y, al parecer, cada uno de una sola pieza. Se alzaban a veinte o más hombres de altura. Bestias parecidas a perros, de cráneos amplios y orejas pequeñas, músculos gruesos, cabezas gachas apuntando hacia los dos viajeros y el muro lejano que dejaban atrás, los pozos inmensos de sus ojos brillaban de forma vaga con un color ámbar profundo y translúcido.
Los pasos de Onrack perdieron fuerza.
Pero no se detuvieron.
Habían dejado atrás las cuencas, el suelo que pisaba estaba resbaladizo por la lluvia que traía el viento, pero no por ello dejaba de ser sólido. El t’lan imass se dirigió hacia el monumento más cercano. Al irse acercando, se fueron metiendo al socaire de la estatua.
Con la desaparición repentina del viento llegó un silencio cavernoso. El viento de ambos lados se había apagado de forma extraña y se oía lejano. Onrack dejó a Trull Sengar en el suelo.
La mirada perpleja del tiste edur encontró el edificio que se levantaba ante ellos. No dijo nada y tardó en levantarse cuando Onrack pasó a su lado.
—Detrás —murmuró Trull en voz muy baja— debería haber una puerta.
Onrack hizo una pausa y se dio la vuelta poco a poco para estudiar a su compañero.
—Esta es tu senda —dijo tras un momento—. ¿Qué percibes de estos… monumentos?
—Nada, pero sé lo que tienen que representar… al igual que tú. Parece que los habitantes de este reino los convirtieron en sus dioses.
A eso Onrack no respondió nada. Miró la inmensa estatua una vez más con la cabeza ladeada y fue levantando la mirada, poco a poco. Hasta alcanzar aquellos ojos relucientes de color ámbar.
—Habrá una puerta —insistió Trull Sengar tras él—. Un modo de dejar este mundo. ¿Por qué dudas, t’lan imass?
—Dudo ante lo que tú no puedes ver —respondió Onrack—. Hay siete, sí. Pero dos están… vivos. —Vaciló un momento y después añadió—. Y este es uno de ellos.