Ay de los caídos
en los callejones de Aren…
Anónimo
Una única patada del fornido soldado que iba en cabeza derrumbó la endeble puerta contra el suelo de la habitación. El soldado desapareció en la oscuridad del lugar seguido por el resto de su pelotón. En el interior se oyeron gritos y el ruido de muebles estrellándose.
Gamet miró al comandante Blistig.
El hombre se encogió de hombros.
—Sí, la puerta estaba sin echar la llave… Es una posada, después de todo, aunque darle un título tan grandilocuente a este miserable agujero es forzar un poco las cosas. Con todo, es cuestión de lograr el efecto adecuado.
—Me ha entendido mal —respondió Gamet—. Es solo que no me puedo creer que sus soldados lo encontraran aquí precisamente.
Un cierto desasosiego cruzó por un instante los rasgos amplios y sólidos de Blistig.
—Sí, bueno, hemos atrapado a otros en sitios peores, puño. Es lo que pasa cuando… —guiñó los ojos y miró calle arriba— tienen el corazón roto.
Puño. El título todavía me remuerde las entrañas como un cuervo muerto de hambre. Gamet frunció el ceño.
—La consejera no tiene tiempo para soldados con el corazón roto, comandante.
—No fue muy realista llegar aquí esperando atizar los fuegos de la venganza. No se pueden atizar las cenizas frías, aunque, no se equivoque, que conste que le deseo toda la suerte de la Señora.
—De usted se espera bastante más que eso —dijo Gamet con tono seco.
Las calles estaban casi desiertas a esa hora del día, el calor de la tarde era asfixiante. Claro que ni siquiera a otras horas Aren era lo que había sido. El comercio del norte había cesado. Aparte de los barcos de guerra, los transportes malazanos y unos cuantos barcos de pesca, el puerto y la desembocadura del río estaban vacíos. Aquel era, meditó Gamet, un pueblo marcado.
El pelotón salía en ese momento de la posada con un anciano, vestido con harapos, que se resistía sin mucho entusiasmo. Estaba manchado de vómitos, el poco pelo que le quedaba le colgaba como cordeles grises, y tenía la piel llena de manchas y era cenicienta de pura suciedad. Los soldados de la Guardia de Aren de Blistig maldecían el hedor y llevaron a toda prisa su carga hacia el carro que los esperaba.
—Ha sido un milagro que lo encontráramos siquiera —dijo el comandante—. De verdad esperaba que el viejo cabrón se hubiera largado y se hubiera ahogado por ahí.
Gamet, que por un instante se olvidó de su nuevo cargo, se dio la vuelta y escupió en el empedrado.
—Esta situación es despreciable, Blistig. Maldita sea, un poco de decoro militar, de control, aunque sea en apariencia, que el Embozado me lleve, hasta eso debería haber sido posible…
El comandante se puso rígido al oír el tono de Gamet. Los guardias reunidos en la parte posterior de la carreta se volvieron al escuchar sus palabras.
Blistig se acercó más al puño.
—Escúcheme y escúcheme bien —gruñó por lo bajo, un temblor le estremecía las mejillas marcadas y en sus ojos había una expresión dura como el hierro—. Yo me planté en esa maldita muralla y vi lo que pasó. Como lo vieron todos y cada uno de mis soldados. Pormqual corriendo en círculos como un gato castrado, ese historiador y esos dos niños wickanos gimiendo de pena. Vi, lo vimos todos, que acababan con Coltaine y su Séptimo delante de nuestros propios ojos. Y por si eso no fuera suficiente, ¡el puño supremo dio órdenes entonces a su ejército de salir y de que rindieran las armas! Si no hubiera sido porque uno de mis capitanes entregó la información sobre Mallick Rel, que era un agente de Sha’ik, mi Guardia habría muerto con ellos. ¿Decoro militar? ¡Váyase al Embozado con su decoro militar, puño!
Gamet soportó sin moverse la diatriba del comandante. No era la primera vez que servía de blanco al mal genio de aquel hombre. Desde que había llegado con el séquito de la consejera Tavore y le habían dado el papel de enlace, que lo había llevado a la primera línea de los tratos con los supervivientes de la cadena de perros (tanto aquellos que habían entrado con el historiador Duiker como aquellos que los habían aguardado en la ciudad), Gamet se había sentido asediado. La rabia que hervía bajo el manto de respetabilidad estallaba una y otra vez. Aquellos corazones no estaban solo rotos, sino hechos pedazos, desgarrados, pisoteados. Las esperanzas de la consejera de resucitar a los supervivientes (para usar su experiencia en la zona para compensar la inexperiencia de sus legiones de reclutas novatos) a Gamet le estaban pareciendo menos realistas con cada día que pasaba.
También estaba claro que a Blistig le importaba poco que Gamet le diera informes diarios a la consejera y, por tanto, había motivos para suponer que sus diatribas se habían transmitido a Tavore, hasta el último detalle culpable. El comandante era doblemente afortunado, por tanto, ya que Gamet todavía no le había dicho nada a la consejera, se había mostrado muy breve en sus partes y había mantenido las observaciones personales al mínimo.
Cuando las palabras de Blistig se fueron apagando, Gamet se limitó a suspirar y se acercó al carro para mirar al anciano borracho que estaba echado en el fondo. Los soldados se apartaron un paso, como si el puño pudiera contagiarles algo.
—Bueno —dijo Gamet arrastrando las palabras—, este es Bizco. El hombre que mató a Coltaine…
—Le hizo un favor —soltó de repente uno de los guardias.
—Es obvio que Bizco no piensa lo mismo.
Nadie respondió. Blistig llegó junto al puño.
—De acuerdo —le dijo a su pelotón—, cogedlo, que lo laven, y que lo encierren bajo siete llaves.
—Sí, señor.
Momentos después se estaban llevando el carro.
Gamet miró a Blistig una vez más.
—Su poco sutil plan de hacer que le quiten el rango, le pongan unos grilletes y lo envíen de vuelta a Unta en el primer barco, no va a tener mucho éxito, comandante. Ni a la consejera ni a mí nos importa un bledo su frágil estado. Nos estamos preparando para librar una guerra y lo vamos a necesitar. A usted y a todos y cada uno de sus descompuestos soldados.
—Mejor nos hubiéramos muerto con el resto…
—Pero no lo hicieron. Tenemos tres legiones de reclutas, comandante. Cándidos y jóvenes, pero listos para derramar sangre de Siete Ciudades. La pregunta es, ¿qué tienen intención de enseñarles usted y sus soldados?
Blistig lo miró furioso.
—La consejera convierte al capitán de la guardia de su casa en puño y se supone que yo…
—Cuarto Ejército —le soltó Gamet—. En la compañía primera desde el comienzo. Las Guerras Wickanas. Veintitrés años de servicio, comandante. Conocí a Coltaine cuando usted todavía estaba jugando en las rodillas de su madre. Me atravesó el pecho una lanza, pero resultó que era demasiado obstinado para morir. Mi comandante tuvo la amabilidad de retirarme a lo que supuse que era un puesto seguro de vuelta en Unta. Sí, capitán de la guardia en la Casa Paran. ¡Pero me lo gané, maldita sea!
Después de un largo instante, una sonrisa irónica crispó la boca de Blistig.
—Así que está tan contento de estar aquí como yo.
Gamet hizo una mueca, pero no respondió.
Los dos malazanos regresaron a sus caballos.
Gamet se subió a la silla antes de hablar.
—Estamos esperando el último transporte de tropas de la isla de Malaz, llegarán hoy, en algún momento. La consejera quiere que todos los comandantes se reúnan en su cámara de consejo a la octava campanada.
—¿Con qué fin? —preguntó Blistig.
Si por mí fuera, para verte ahogado y descuartizado.
—Usted esté allí, comandante.
La inmensa desembocadura del río Menykh era un remolino marrón e hinchado que se metía media legua en la bahía de Aren. Apoyado en la barandilla de estribor del transporte, justo detrás del castillo de proa, Cuerdas estudiaba el agua agitada que tenía debajo, después levantó la mirada y contempló la ciudad que se veía en la orilla norte del río.
Se frotó los pelos que le salían en la larga mandíbula. El tono rojizo de la barba de su juventud había dado paso al gris… que siempre era buena señal, en lo que a él se refería.
La ciudad de Aren no había cambiado mucho en los años transcurridos desde la última vez que él la había visto, aparte de la pobreza de los barcos del puerto. La misma capa de humo que la cubría, el mismo torrente interminable de desechos que trepaban por las corrientes y se metían en el Abismo del Buscador, por el que navegaba aquel transporte perezoso de gran eslora.
La gorra de cuero que le acababan de dar le raspaba la nuca; casi se le había roto el puñetero corazón al tirar la antigua, junto con el sobretodo raído de cuero y el cinturón de la espada que le había quitado a un guardia falah’dano que ya no la necesitaba. De hecho, no había conservado más que una sola posesión de su antigua vida, enterrada en el fondo de sus bártulos, en su litera, bajo cubierta, y no tenía intención de permitir que nadie la descubriera.
Llegó junto a él un hombre que se apoyó con gesto despreocupado en la barandilla y se quedó mirando el agua y la ciudad que se iba acercando.
Cuerdas no lo saludó. El teniente Ranal encarnaba lo peor del mando militar malazano. Aristócrata, nombramiento comprado en la ciudad de Quon, arrogante, inflexible y recto, y todavía tenía que sacar una espada para luchar. Una sentencia de muerte con patas para sus soldados, y resultaba que Cuerdas tenía que ser uno de esos soldados, qué suerte había tenido, por el mellizo.
El teniente era un hombre alto, su sangre de Quon no podía ser más pura, piel clara, cabello claro, pómulos altos y anchos, nariz recta y larga, labios llenos. Cuerdas lo había odiado nada más verlo.
—Es costumbre saludar a un superior —dijo Ranal con fingida indiferencia.
—Saludar a los oficiales termina matándolos, señor.
—¿Aquí, en un transporte naval?
—Solo me estoy acostumbrando —replicó Cuerdas.
—Ha quedado muy claro desde el comienzo que no es la primera vez que hace esto, soldado. —Ranal hizo una pausa para examinarse los nudillos negros y flexibles de las manos enguantadas—. Bien sabe el Embozado que tiene usted años bastantes como para ser el padre de la mayor parte de esos infantes de marina que se sientan en la cubierta de ahí abajo. La oficial de reclutamiento lo hizo pasar directamente, no se ha adiestrado ni entrenado ni una sola vez, pero aquí lo tengo, y esperan que lo acepte como uno de mis soldados.
Cuerdas se encogió de hombros y no dijo nada.
—Esa oficial de reclutamiento —continuó Ranal después de un momento, con los ojos de color azul pálido clavados en la ciudad— dijo que vio desde el principio lo que usted había estado intentando ocultar. Por extraño que resulte, le pareció (usted le pareció, para ser más precisos) un recurso valioso, hasta el punto incluso de sugerir que lo hiciera sargento. ¿Sabe por qué me parece raro?
—No, señor, pero estoy seguro de que me lo va a decir.
—Porque creo que es un desertor.
Cuerdas se inclinó más en la barandilla y escupió al agua.
—He conocido a unos cuantos, todos cargados de razones, y no hay dos iguales. Pero todos guardan una cosa en común.
—¿Y cuál es?
—Jamás los encontrará en una fila de reclutamiento, teniente. Que disfrute de las vistas, señor. —Se dio la vuelta y regresó sin prisas adonde los demás infantes estaban tirados en la cubierta central. La mayor parte ya hacía tiempo que se había recuperado del mareo, pero su impaciencia por desembarcar era palpable. Cuerdas se sentó y estiró las piernas.
—El teniente quiere tu cabeza en una bandeja de plata —murmuró una voz a su lado.
Cuerdas suspiró y cerró los ojos, después levantó la cabeza hacia el sol vespertino.
—Lo que el teniente quiera y lo que consiga son dos cosas muy diferentes, Koryk.
—Lo que va a conseguir es a la pandilla que estamos aquí —respondió el mestizo seti al tiempo que movía los amplios hombros, los mechones de su largo cabello negro le azotaron la cara de rasgos planos.
—Es costumbre mezclar reclutas con veteranos —dijo Cuerdas—. A pesar de todo lo que has oído, hay supervivientes de la cadena de perros en esa ciudad de ahí. Un barco entero de infantes de marina heridos y wickanos consiguió pasar, según he oído. Y está la Guardia de Aren y las Espadas Rojas. Varios barcos de cabotaje con infantes también se rezagaron. Y por último, está la flota del almirante Nok, aunque me imagino que ese querrá mantener intactas sus fuerzas.
—¿Para qué? —preguntó otra recluta—. Nos dirigimos a una guerra en el desierto, ¿no?
Cuerdas la miró. De una juventud aterradora, la chica le recordó a otra joven que había marchado a su lado un tiempo atrás. Se estremeció un poco y después contestó.
—La consejera tendría que ser tonta para desmontar la flota. Nok está listo para empezar a reconquistar las ciudades costeras, podría haber empezado hace meses. El Imperio necesita puertos seguros. Sin ellos, estamos acabados en este continente.
—Bueno —murmuró la joven—, por lo que yo he oído, esa tal consejera bien podría ser lo que has dicho, viejo. Bien sabe el Embozado que es aristócrata, ¿no?
Cuerdas lanzó un bufido, pero no dijo nada y cerró los ojos otra vez. Le preocupaba que la muchacha tuviera razón. Claro que la tal Tavore era hermana del capitán Paran. Y Paran había demostrado tener agallas en Darujhistan. Como mínimo, tonto no era.
—¿De dónde sacaste el nombre de «Cuerdas», por cierto? —preguntó la joven después de un momento.
Violín sonrió.
—Es una historia muy larga para contarla ahora, muchacha.
Los guanteletes de la mujer cayeron con un golpe seco sobre la mesa y levantaron una nube de polvo. Con un crujido de armadura y el sudor empapando el forro de la prenda que le cubría los pechos, se desató el casco y, cuando la moza llegó con la jarra de cerveza, sacó la desvencijada silla y se sentó.
Un golfillo callejero reconvertido en mensajero. Un mensajero que le había llevado una tira pequeña de seda verde que decía, escrito con buena caligrafía y en malazano: «Taberna del Danzante, al atardecer». Lostara Yil estaba más irritada que intrigada.
El interior de la taberna del Danzante consistía en una única habitación, las cuatro paredes clamaban haber sido encaladas en otro tiempo y los restos del proceso se aferraban a los ladrillos de adobe en trozos deformes y manchados de vino, como el mapa del paraíso de un borracho. El techo bajo se estaba pudriendo ante los ojos del propietario y de sus parroquianos, el polvo iba cayendo en nubes iluminadas por el sol bajo que arrojaba chorros de luz por las contraventanas de la ventana delantera. La superficie entreverada de espuma de la cerveza de la jarra que tenía delante ya mostraba un brillo apagado.
No había más que otros tres parroquianos, dos inclinados sobre una partida de tabas en la mesa que estaba más cerca de la ventana y un hombre semiinconsciente que murmuraba en soledad, apoyado en la pared junto a la letrina.
Aunque era temprano, la capitana de las Espadas Rojas ya estaba impaciente por ver el final de aquel patético misterio, si es que era un misterio. No había necesitado más que un momento para saber quién había organizado aquella reunión clandestina. Y mientras a una parte de ella le hacía ilusión volver a verlo (a pesar de toda su afectación y los aires que se daba, era un tipo bastante atractivo), ya tenía suficientes responsabilidades con las que pelearse como edecana de Tene Baralta. Hasta el momento, a las Espadas Rojas las estaban tratando como una compañía independiente del ejército punitivo de la consejera, a pesar de que no había muchos soldados disponibles con experiencia real en combate… y todavía menos con las agallas necesarias para darle uso a esa experiencia.
La apatía desordenada que reinaba en la Guardia de Aren de Blistig no era algo que compartieran las Espadas Rojas. Habían perdido miembros en la cadena de perros y no iban a dejar las cosas así.
Si…
La consejera era malazana, una desconocida para Lostara y el resto de las Espadas Rojas; hasta Tene Baralta, que la había visto cara a cara en tres ocasiones, seguía siendo incapaz de saber lo que pensaba, de tomarle las medidas. ¿Tavore confiaba en las Espadas Rojas?
Quizá la verdad ya la tenemos delante. Todavía tiene que darle algo a nuestra compañía. ¿Formamos parte de su ejército? ¿Se les permitirá a las Espadas Rojas luchar contra el torbellino?
Preguntas sin respuestas.
Y allí estaba ella, perdiendo el tiempo…
La puerta se abrió de golpe.
Un manto gris reluciente, ropa de cuero teñida de verde, moreno, piel bronceada por el sol, una sonrisa amplia y cordial.
—¡Capitana Lostara Yil! Es un placer volver a verla. —Se acercó sin prisas y despachó a la moza que se acercaba con un gesto despreocupado de una mano enguantada. Se acomodó en la silla que tenía Lostara enfrente, levantó dos copas de cristal que parecieron surgir de la nada y las colocó en la mesa polvorienta. Una botella negra de cuello largo y resplandeciente las siguió—. Le recomiendo encarecidamente que no pruebe la cerveza local de este establecimiento concreto, querida. Esta cosecha es mucho más apropiada para la ocasión. De las laderas empapadas por el sol del sur de Gris, donde cultivan las mejores uvas que ha visto este mundo. ¿Es la mía una opinión informada, se preguntará? Sin duda alguna, muchacha, ya que poseo unas participaciones mayoritarias en los dichos viñedos…
—¿Qué es lo que quieres de mí, Perla?
El hombre sirvió el vino de tono magenta en las copas, la sonrisa inquebrantable.
—Atormentado como estoy por el sentimentalismo, pensé que podríamos levantar nuestras copas por los viejos tiempos. Cierto, fueron tiempos angustiosos; no obstante, sobrevivimos, ¿no es cierto?
—Oh, sí —replicó Lostara—. Y tú seguiste tu camino, a conseguir mayores glorias, sin duda. Mientras que yo seguí el mío, directamente a una celda.
La garra suspiró.
—Ah, bueno, los asesores del pobre Pormqual le fallaron de un modo horrendo, bien es cierto. Pero ya veo que tú y tus compañeros de las Espadas Rojas sois libres una vez más, os han devuelto las armas, vuestro puesto en el ejército de la consejera está asegurado…
—No del todo.
Perla levantó una elegante ceja.
Lostara cogió la copa y tomó un sorbo, aunque apenas notó el sabor.
—No hemos recibido indicación alguna sobre lo que desea la consejera de nosotros.
—Qué extraño.
La capitana frunció el ceño.
—Ya está bien de juegos —dijo—, seguro que sabes mucho más que nosotros…
—Por todos los cielos, permíteme desengañarte. La nueva consejera me resulta tan insondable como a ti. Mi fallo fue suponer que la dama se apresuraría a reparar el daño hecho a tu ilustre compañía. Dejar sin respuesta la pregunta de la lealtad de las Espadas Rojas… —Perla tomó un sorbo de vino y después se recostó en la silla—. Os han liberado de la prisión, os han devuelto las armas, ¿os han prohibido que dejarais la ciudad? ¿Os han prohibido la entrada en el cuartel general?
—Solo en su cámara del consejo, Perla.
La expresión de la garra se iluminó.
—Ah, pero en eso no sois los únicos, querida. Por lo que he oído, aparte de los pocos elegidos que la han acompañado desde Unta, la consejera apenas ha hablado con nadie. Creo, sin embargo, que la situación está a punto de cambiar.
—¿A qué te refieres?
—Bueno, solo a que esta noche se va a celebrar un consejo de guerra, un consejo al que tu comandante, Tene Baralta, sin duda ha sido invitado, así como el comandante Blistig y una multitud más cuya aparición seguro que sorprende a todos. —Se quedó callado, sus ojos verdes sostenían la mirada de la mujer.
Lostara parpadeó poco a poco.
—Si ese es el caso, debo regresar junto a Tene Baralta.
—Una conclusión muy loable, muchacha. Por desgracia, me temo que te equivocas.
—Explícate, Perla.
La garra se inclinó hacia delante una vez más y le rellenó la copa.
—Será un placer. A pesar de lo muy contumaz que se ha mostrado la consejera, el caso es que he tenido ocasión de presentarle una solicitud, solicitud que ha aprobado.
La voz de Lostara careció de inflexiones.
—¿Qué clase de solicitud?
—Bueno, el sentimentalismo es mi maldición, como ya he mencionado. Les tengo cariño a los recuerdos que me han quedado de cuando tú y yo trabajábamos juntos. Tanto cariño, de hecho, que te solicitado como mi, bueno, mi ayudante. Tu comandante, por supuesto, ha sido informado…
—¡Soy capitán de las Espadas Rojas! —soltó de golpe Lostara—. No una garra, ni un espía, ni un homi… —En la última palabra se mordió la lengua.
Perla abrió mucho los ojos.
—Me ofendes en lo más profundo. Pero me siento lo bastante magnánimo esta noche como para excusar tu ignorancia. Es muy posible que tú no halles distinción alguna entre el noble arte del asesinato y la cruda noción del homicidio, pero te aseguro que existe. Sea como fuere, permíteme calmar tus miedos, la tarea que nos aguarda a ti y a mí no requiere implicarse en el lado más desagradable de mi vocación. En absoluto, muchacha, lo que necesito de ti en esta próxima empresa depende por completo de dos de tus numerosas cualidades. Tus conocimientos como nativa de Siete Ciudades, para empezar. Y la otra (incluso más vital), la lealtad incuestionable que sientes por el Imperio de Malaz. Bueno, si bien no podrías de ninguna de las maneras negar la veracidad de lo primero, está en tus manos reafirmar lo segundo, que tanto reivindicas.
La mujer se lo quedó mirando un buen rato y después asintió poco a poco.
—Ya veo. Muy bien, estoy a tu disposición.
Perla sonrió una vez más.
—Maravilloso. Mi fe en ti era absoluta.
—¿Cuál es esa misión en la que debemos embarcarnos?
—Los detalles nos los darán una vez que tengamos nuestra entrevista personal con la consejera, esta noche.
Lostara se irguió de repente.
—No tienes ni idea, ¿verdad?
La sonrisa de la garra se ensanchó.
—Emocionante, ¿a que sí?
—Así que no sabes si implicará algún asesinato…
—¿Asesinato? ¿Quién sabe? Pero homicidio desde luego que no. Y ahora termínate la copa, muchacha. Debemos dirigirnos al palacio del difunto puño supremo. He oído que la consejera no soporta la falta de puntualidad.
Todo el mundo había llegado temprano. Gamet se encontraba junto a la puerta por la que aparecería la consejera, con la espalda apoyada en la pared y los brazos cruzados. Ante él, apostados en la larga cámara de consejos de techos bajos, estaban los tres comandantes que habían sido convocados para la primera serie de reuniones de la velada. Las siguientes campanadas, con toda la orquestación que las dirigía, prometían ser interesantes. No obstante, el que había sido capitán de la Casa Paran se sentía un tanto intimidado.
Años atrás era un simple soldado, no de los que solía encontrarse en los consejos de guerra. No le prestaba mucho consuelo su recién otorgado manto de puño, ya que sabía que los méritos no tenían nada que ver con la adquisición de ese título. Tavore lo conocía, se había acostumbrado a darle órdenes, a dejarle a él la organización de todo, la disposición de los horarios…, pero en una casa de la aristocracia. Sin embargo, parecía que pretendía utilizarlo de idéntico modo, pero esa vez para todo el Decimocuarto Ejército. Lo que lo convertía en administrador, no en puño. Un hecho que no ignoraba ninguno de los presentes en aquella sala.
No estaba acostumbrado a la vergüenza que sentía y admitió que las baladronadas que desplegaba con frecuencia no eran más que una reacción instintiva a la sensación de incompetencia que lo embargaba. De momento, sin embargo, no se sentía capaz de dominar ni siquiera la inseguridad, y mucho menos la chulería.
El almirante Nok estaba de pie, a media docena de pasos de distancia, hablando en voz baja con el imponente comandante de las Espadas Rojas, Tene Baralta. Blistig estaba despatarrado en una silla al otro extremo de la mesa de mapas, muy lejos de donde se sentaría la consejera una vez que comenzara la reunión.
El alto almirante atraía la atención de Gamet una y otra vez. Aparte de Dujek Unbrazo, Nok era el último de los comandantes que quedaban de la época del emperador. El único almirante que no se ahogó. Con las repentinas muertes de los hermanos napanianos, Urko y Costra, a Nok le habían dado el mando absoluto de las flotas imperiales. La emperatriz lo había enviado a él, y a ciento siete de sus barcos, a Siete Ciudades cuando los rumores sobre la rebelión se habían puesto al rojo vivo. Si el puño supremo de Aren no hubiera incautado a todos los efectos esa flota en el puerto, la cadena de perros de Coltaine podría haberse evitado; de hecho, la rebelión bien podría estar ya zanjada. Pero, de resultas de todo eso, la tarea de la reconquista prometía ser un esfuerzo prolongado y sangriento. Fueran cuales fueran los sentimientos que el almirante pudiera tener con respecto a todo lo que había ocurrido y todo lo que quizás estuviera a punto de pasar, el militar no daba ninguna indicación, su expresión seguía siendo fría e impersonal.
Tene Baralta tenía sus propias quejas. Pormqual había acusado de traición a las Espadas Rojas, al tiempo que una de sus compañías luchaba al mando de Coltaine, luchaba y era aniquilada. La primera orden de Blistig una vez que el puño supremo había abandonado la ciudad había sido que los liberaran. Como con los supervivientes de la cadena de perros y la Guardia de Aren, la consejera había heredado su presencia. La pregunta sobre lo que iba a hacer con ellos (lo que iba a hacer con todos ellos) estaba a punto de recibir respuesta.
Gamet pensaba que ojalá pudiera despejar las dudas de todos, pero la verdad era que Tavore jamás había compartido con él sus pensamientos. El puño no tenía ni idea de lo que podría acaecer esa velada.
Se abrió la puerta.
Fiel a su estilo, las ropas de Tavore estaban bien cortadas pero eran sencillas y casi sin colores. Hacían juego con sus ojos, con las vetas grises en su cabello rojizo y muy corto, con sus rasgos inflexibles y poco atractivos. Era alta, de caderas más bien anchas y pechos un tanto grandes para su constitución. La espada de otataralita de su cargo la llevaba envainada en el cinturón, la única indicación de su título imperial. Portaba media docena de papiros enrollados bajo el brazo.
—Permanezcan de pie o siéntense, como quieran —fueron sus primeras palabras cuando se acercó sin prisas a la ornamentada silla del puño supremo.
Gamet observó a Nok y Tene Baralta tomar asiento ante la mesa y después siguió su ejemplo.
La consejera se sentó con la espalda muy erguida y dejó los papiros en la mesa.
—El despliegue del Decimocuarto Ejército es el propósito de esta reunión. Permanezca en nuestra compañía, almirante Nok, si tiene la bondad. —Cogió el primer papiro y le quitó los cordeles—. Tres legiones. La octava, la novena y la décima. El puño Gamet se pondrá al mando de la octava. El puño Blistig, de la novena y el puño Tene Baralta de la décima. La elección de oficiales para cada respectivo mando queda a discreción de cada puño. Les aconsejo que escojan con prudencia y sabiduría. Almirante Nok, destaque a la comandante Alardis de su buque insignia. Ahora está al mando de la Guardia de Aren. —Sin pausa alguna, la consejera cogió un segundo papiro—. En cuanto a los supervivientes de la cadena de perros y varios otros elementos sueltos que tenemos a nuestra disposición, sus unidades han quedado disueltas. Se les ha reasignado y dispersado por las tres legiones. —Tavore levantó la cabeza al fin y si notó la misma conmoción que vio Gamet en todas las caras, una conmoción que él compartía, lo ocultó muy bien—. Dentro de tres días revisaré sus tropas. Eso es todo.
Los cuatro hombres se levantaron poco a poco, sumidos en un silencio aturdido.
La consejera señaló con un gesto los dos papiros que había extendido.
—Puño Blistig, llévese estos dos, por favor. Tene Baralta y usted quizá quieran reunirse en una de las salas laterales para comentar los detalles de sus nuevos mandos. Puño Gamet, puede unirse a ellos más tarde. De momento, quédese aquí conmigo. Almirante Nok, deseo hablar con usted en privado más tarde, esta misma noche. Por favor, asegúrese de permanecer a mi disposición.
El alto y maduro caballero carraspeó un momento.
—Estaré en el comedor, consejera.
—Muy bien.
Gamet observó irse a los tres hombres.
En cuanto se cerraron las puertas, la consejera se levantó de la silla. Se acercó a los antiguos tapices que cubrían entera una de las paredes.
—Un estampado extraordinario, Gamet, ¿no te parece? Una cultura obsesionada con la complejidad. Bueno —dijo cuando lo miró otra vez—, esta parte la hemos concluido con una facilidad inesperada. Parece que disponemos de unos momentos antes de recibir a nuestros siguientes invitados.
—Creo que estaban todos demasiado conmocionados para responder, consejera. El estilo imperial de mando suele incluir un debate, argumentos, compromisos…
La única respuesta de la mujer fue una breve y pequeña sonrisa, después volvió a contemplar los tejidos.
—¿Qué oficiales elegirá Tene Baralta, en tu opinión?
—Espadas Rojas, consejera. Cómo se tomarán los reclutas malazanos…
—¿Y Blistig?
—Solo uno parecía digno de ese rango, y ahora está en la Guardia de Aren y por tanto Blistig no puede disponer de él —respondió Gamet—. Un capitán, Keneb…
—¿Malazano?
—Sí, aunque estacionado aquí, en Siete Ciudades. Perdió a sus tropas, consejera, a manos del renegado Korbolo Dom. Fue Keneb el que advirtió a Blistig sobre Mallick Rel…
—No me digas. ¿Y aparte del capitán Keneb?
Gamet sacudió la cabeza.
—Lo siento por Blistig en estos momentos.
—¿Lo sientes?
—Bueno, no he dicho lo que sentía, consejera.
La consejera lo miró.
—¿Lástima?
—Algo así —admitió él después de un momento.
—¿Sabes qué es lo que más molesta a Blistig, puño?
—Presenciar la matanza…
—Es muy posible que eso sea lo que afirme y espere que tú te lo creas, pero te equivocas. Blistig desobedeció una orden del puño supremo. Se planta delante de mí, su nuevo comandante, y cree que no tengo fe en él. Y entonces llega a la conclusión de que sería mejor para todos los interesados si yo lo enviara a Unta, a enfrentarse a la emperatriz. —La consejera volvió a darle la espalda y se quedó callada.
Los pensamientos de Gamet se dispararon, pero al final tuvo que decidir que los pensamientos de Tavore se inclinaban por derroteros demasiado profundos como para que él los pudiera desentrañar.
—¿Qué es lo que desea que le diga?
—¿Crees que quiero que le digas algo de mi parte? Muy bien. Puede contar con el capitán Keneb.
Se abrió una puerta lateral y Gamet se giró para ver entrar a tres wickanos. Dos eran niños, el tercero no mucho mayor. Si bien el puño no los había visto nunca, sabían quiénes debían de ser. Menos y Nada. La bruja y el hechicero. Y el muchacho que los acompaña es Temul, el mayor de los jóvenes guerreros que Coltaine envió con el historiador.
Solo Temul parecía contento de haber sido llamado a presencia de la consejera. Nada y Menos estaban los dos desaliñados, con los pies desnudos y casi grises por las capas y capas de suciedad que los cubrían. El largo cabello negro de Menos le caía en grasientos mechones. La túnica de piel de ciervo de Nada estaba llena de marcas y rasgada. Los dos lucían expresiones de desinterés. En contraste, el equipo de guerra de Temul estaba inmaculado, al igual que la máscara de pintura facial de color rojo profundo que indicaba su dolor; sus ojos oscuros brillaban como piedras preciosas cuando se puso en posición de firmes delante de la consejera.
Pero la atención de Tavore era para Nada y Menos.
—Al Decimocuarto Ejército le faltan magos —dijo—. Por tanto, a partir de ahora actuaréis en calidad de tal.
—No, consejera —respondió Menos.
—Este asunto no se va a discutir…
Nada habló entonces.
—Queremos irnos a casa —dijo—. A las llanuras wickanas.
La consejera los estudió un momento y después habló sin que su mirada vacilara un segundo.
—Temul, Coltaine te puso al cargo de los jóvenes wickanos de las tres tribus presentes en la cadena de perros. ¿Qué dotación queda?
—Treinta —respondió el joven.
—¿Y cuántos wickanos había entre los heridos trasladados en barco a Aren?
—Sobrevivieron once.
—Así pues, cuarenta y uno en total. ¿Hay algún hechicero entre los miembros de tu compañía?
—No, consejera.
—Cuando Coltaine os envió con el historiador Duiker, ¿destinó hechiceros a tu compañía en ese momento?
Los ojos de Temul se posaron en Nada y Menos por un momento, después asintió con la cabeza con un movimiento brusco.
—Sí.
—¿Y se ha disuelto tu compañía de forma oficial, Temul?
—No.
—En otras palabras, la última orden que os dio Coltaine sigue en pie. —Se dirigió a Nada y Menos una vez más—. Vuestra solicitud queda denegada. Os necesito a los dos y a los lanceros wickanos del capitán Temul.
—No podemos darte nada —respondió Menos.
—Los espíritus hechiceros de nuestro interior guardan silencio —añadió Nada.
Tavore parpadeó poco a poco y continuó mirándolos. Después les contestó.
—Tendréis que encontrar algún modo de despertarlos otra vez. El día que entablemos batalla con Sha’ik y el torbellino, espero que empleéis vuestra hechicería para defender a las legiones. Capitán Temul, ¿eres el mayor entre los wickanos de tu compañía?
—No, consejera. Hay cuatro guerreros del clan Perroloco que estaban en el barco que llevaba a los heridos.
—¿Les molesta que estés tú al mando?
El joven se irguió un poco más.
—No les molesta —respondió, después posó la mano derecha en la empuñadura de uno de sus cuchillos largos.
Gamet hizo una mueca y apartó la mirada.
—Podéis iros los tres —dijo la consejera después de un momento.
Temul dudó antes de hablar.
—Consejera, mi compañía desea luchar. ¿Se nos va a destinar junto a las legiones?
Tavore ladeó la cabeza.
—Capitán Temul, ¿cuántos veranos has visto?
—Catorce.
La consejera asintió.
—En estos momentos, capitán, nuestras tropas montadas se limitan a una compañía de voluntarios setis, quinientos en total. En términos militares, son caballería ligera en el mejor de los casos, exploradores y escoltas en el peor. Ninguno ha entrado jamás en batalla y ninguno es mucho mayor que tú. Tu mando consiste en cuarenta wickanos, todos salvo cuatro más jóvenes que tú. Para nuestra marcha al norte, capitán Temul, tu compañía será destinada a mi séquito. Como guardaespaldas. Los jinetes más hábiles entre los setis actuarán como mensajeros y exploradores. Debes entender que no tengo las fuerzas necesarias para organizar una batalla con la caballería. El Decimocuarto Ejército es, sobre todo, infantería.
—Las tácticas de Coltaine…
—Esta ya no es la guerra de Coltaine —lo interrumpió Tavore de repente.
Temul se encogió como si lo hubieran golpeado. Consiguió asentir con gesto rígido y después se dio media vuelta y salió de la cámara. Nada y Menos lo siguieron un momento después.
Gamet dejó escapar un suspiro tembloroso.
—El muchacho quería llevarles buenas noticias a sus wickanos.
—Para acallar las quejas de esos cuatro guerreros de Perroloco —dijo la consejera, su voz todavía contenía un matiz de irritación—. Un nombre muy apropiado, por cierto. Dime, puño, ¿cómo crees que se está produciendo el debate entre Blistig y Tene Baralta en estos momentos?
El viejo veterano lanzó un gruñido.
—Acalorado, diría yo, consejera. Es probable que Tene Baralta espere conservar sus Espadas Rojas como un regimiento independiente. Dudo que tenga mucho interés en ponerse al mando de cuatro mil reclutas malazanos.
—¿Y el almirante que espera abajo, en el comedor?
—Sobre ese no tengo ni idea, consejera. Su taciturnidad es legendaria.
—¿Por qué crees tú que no se limitó a usurpar sin más al puño supremo Pormqual? ¿Por qué permitió la aniquilación de Coltaine y el Séptimo, y después del propio ejército del puño supremo?
Gamet solo pudo sacudir la cabeza.
Tavore lo estudió durante media docena de latidos más y después se dirigió sin prisas a los papiros que tenía en la mesa. Cogió uno y le quitó las ataduras.
—La emperatriz nunca tuvo motivos para cuestionar la lealtad del almirante Nok.
—Ni la de Dujek Unbrazo —murmuró Gamet por lo bajo.
La mujer lo oyó y levantó la cabeza, después esbozó una sonrisa tensa y efímera.
—No, es cierto. Nos queda una reunión. —Se metió el papiro bajo un brazo y se dirigió a una pequeña puerta lateral—. Ven.
La sala que había detrás tenía el techo bajo y las paredes prácticamente cubiertas de tapices. Unas gruesas alfombras silenciaron sus pasos cuando entraron. Una modesta mesa redonda copaba el centro bajo una ornamentada lámpara de aceite, la fuente en exclusiva de luz. Había una segunda puerta enfrente, baja y estrecha. La mesa era el único mueble de la cámara.
Tavore dejó caer el papiro en la estropeada superficie cuando Gamet cerró la puerta tras él. Al darse la vuelta, vio que la consejera lo miraba. Había una repentina vulnerabilidad en sus ojos que hizo que se disparase una ansiedad tal que le encogió las tripas, era algo que no había visto jamás en aquella hija de la Casa Paran.
—¿Consejera?
La mujer interrumpió el contacto, visiblemente recuperada.
—En esta habitación —dijo en voz baja—, la emperatriz no está presente.
Gamet se quedó sin aliento y después asintió con una brusca sacudida.
Se abrió la puerta más pequeña y el puño se volvió y vio que entraba en la cámara un hombre alto, casi afeminado, vestido de color ceniza y con una sonrisa plácida en sus atractivos rasgos. Lo seguía una mujer con armadura, una oficial de las Espadas Rojas. Tenía la piel oscura y tatuada al estilo pardu, los ojos negros y grandes, muy separados sobre los altos pómulos, la nariz estrecha y aguileña. Parecía cualquier cosa salvo complacida, su mirada se había clavado en la consejera con un aire de calculada arrogancia.
—Cierre la puerta al entrar, capitana —le dijo Tavore a la espada roja.
El hombre de gris estaba mirando a Gamet, su sonrisa se había hecho un poco socarrona.
—Puño Gamet —dijo—, me imagino que piensa que ojalá estuviera todavía en Unta, ese ajetreado corazón del Imperio, discutiendo con tratantes de caballos en nombre de la Casa Paran. En su lugar, aquí está, convertido en soldado una vez más…
Gamet frunció el ceño.
—Me temo que no lo conozco… —dijo.
—Puede llamarme Perla —respondió el hombre, aunque dudó en el nombre, como si revelarlo fuera el núcleo de algún inmenso chiste del que solo él fuera consciente—. Y mi encantadora compañera es la capitana Lostara Yil, antes de las Espadas Rojas, pero ahora, por fortuna, mi segunda. —Se volvió hacia la consejera e hizo una elaborada reverencia—. A su servicio.
Gamet vio que la expresión de Tavore se tensaba durante solo un instante.
—Eso todavía está por ver.
Perla se irguió poco a poco, la burla de su rostro había desaparecido.
—Consejera, ha dispuesto usted esta reunión de forma discreta, muy discreta. Este escenario no tiene público. Si bien soy una garra, los dos sabemos que en… los últimos tiempos… he, digamos, que desagradado a mi señor Topper… y a la emperatriz, lo que ha provocado mi apresurado viaje por la senda Imperial. Una situación temporal, por supuesto, pero la consecuencia es que en estos momentos soy una especie de cabo suelto que no sabe muy bien qué hacer.
—Entonces se podría concluir —dijo la consejera con cuidado— que está usted disponible, por así decirlo, para emprender una empresa más… privada.
Gamet le lanzó una mirada.
¡Por los dioses del inframundo! ¿De qué trata esto?
—Se podría decir así —respondió Perla con un encogimiento de hombros.
Se produjo un silencio, roto al fin por la espada roja, Lostara Yil.
—Comienza a inquietarme la dirección que está tomando esta conversación —dijo entre dientes—. Como súbdita leal del Imperio…
—Nada de lo que ocurra pondrá en duda su honor, capitana —respondió la consejera, cuya mirada no se había apartado de Perla. No añadió nada más.
La garra esbozó entonces una pequeña sonrisa.
—Ah, ahora ha hecho que me pique la curiosidad. Me encanta ser curioso, ¿lo sabía? Teme que negocie para recuperar el favor de Laseen, pues la misión que nos quiere proponer a la capitana y a mí es, para ser precisos, no en nombre de la emperatriz, ni, de hecho, del Imperio. Una forma extraordinaria de apartarse del papel de consejera imperial. Sin precedentes, de hecho.
Gamet dio un paso adelante.
—Consejera…
Tavore levantó una mano para interrumpirlo.
—Perla, la tarea que me gustaría encomendarles a la capitana y usted bien podría contribuir, en último término, al bienestar del Imperio…
—Oh, bueno —sonrió la garra—, para eso sirve la imaginación, ¿no? Uno siempre hace garabatos en la sangre por muy seca que esté. Admito que no carezco de habilidad a la hora de atribuir sólidas justificaciones a lo que sea que acabo de hacer. Desde luego, por favor, explíquese.
—¡Todavía no! —soltó de repente Lostara Yil, su exasperación era obvia—. Al servir a la consejera espero servir al Imperio. Ella es la voluntad de la emperatriz. No se le permite ninguna otra consideración…
—Dice bien —afirmó Tavore. Después volvió a mirar a Perla—. Garra, ¿cómo les va a los espolones?
Perla abrió mucho los ojos y estuvo a punto de dar un paso atrás de la impresión.
—Ya no existen —susurró.
La consejera frunció el ceño.
—Qué decepción. Estamos todos, en este momento, en una situación precaria. Si ha de esperar honestidad por mi parte, ¿no puedo, entonces, esperar lo mismo a cambio?
—Siguen ahí —murmuró Perla, a quien el asco le crispaba los rasgos—. Como larvas de tábanos bajo la piel imperial. Cuando sondeamos, se limitan a hundirse un poco más.
—No obstante, cumplen con cierta… función —dijo Tavore—. Por desgracia, no de forma tan competente como yo habría esperado.
—¿Los espolones han encontrado apoyo entre la nobleza? —preguntó Perla, un brillo de sudor se había hecho visible en su alta frente.
El encogimiento de hombros de la consejera fue casi indiferente.
—¿Le sorprende?
Gamet casi pudo ver dispararse los pensamientos de la garra. Corrían como rayos dentro de su cabeza, su expresión se iba haciendo cada vez más perpleja… y consternada.
—Diga el nombre —dijo.
—Baudin.
—Fue asesinado en Quon…
—El padre. No el hijo.
Perla empezó a pasearse de repente por la pequeña cámara.
—Y ese hijo, ¿se parece mucho al malnacido que lo engendró? Baudin el Viejo dejó cadáveres de garras tirados por callejones de toda la ciudad. La cacería duró cuatro noches enteras…
—Tenía razones para creer —dijo Tavore— que era digno del nombre de su padre.
Perla giró la cabeza.
—¿Pero ya no?
—No sabría decir. Considero, sin embargo, que su misión ha fracasado de la peor forma posible.
El nombre se deslizó por los labios de Gamet de forma espontánea, pero con una certeza pesada como un ancla.
—Felisin.
Vio la mueca de dolor en la cara de Tavore antes de que la consejera les diera la espalda a los tres para estudiar uno de los tapices.
Los pensamientos de Perla parecían ir muy por delante.
—¿Cuándo se perdió el contacto, consejera? ¿Y dónde?
—La noche del Levantamiento —le replicó la mujer sin volverse—. El campamento minero llamado Solideo. Pero ya había habido antes una… una pérdida de control, varias semanas antes. —Señaló con un gesto el papiro de la mesa—. Detalles, posibles contactos. Queme el papiro una vez que haya terminado de leerlo y esparza las cenizas por la bahía. —De repente se dio la vuelta y los miró—. Perla. Capitana Lostara Yil. Encuentren a Felisin. Encuentren a mi hermana.
El rugido de la chusma se alzaba y caía en la ciudad tras los muros de la finca. Era la estación de la Podredumbre en Unta y, en las mentes de miles de ciudadanos, se estaba extirpando esa podredumbre. La temida Criba había comenzado.
El capitán Gamet se encontraba junto a la garita, flanqueado por tres nerviosos guardias. Se habían apagado todas las antorchas de la finca y, tras ellos, la casa estaba a oscuras, las ventanas cerradas. Y dentro de aquella inmensa estructura se acurrucaba la última hija de Paran, sus padres desaparecidos desde las detenciones de ese mismo día, su hermano perdido y se suponía que muerto en un continente lejano, su hermana… su hermana… la locura se había apoderado una vez más del Imperio con la furia de una tormenta tropical…
Gamet no tenía más que doce guardias y a tres de ellos los había contratado en los últimos días, cuando la quietud del aire en las calles le había susurrado al capitán que el horror era inminente. No había habido ninguna proclamación, no se había publicado ningún edicto imperial que prendiera la avaricia y el salvajismo de los plebeyos y les diera vida. No eran más que rumores que atravesaban como rayos las calles, callejones y mercados de la ciudad como remolinos de polvo. «La emperatriz está disgustada.» «Tras la putrefacción del mando incompetente del ejército imperial, encontrarás la cara de la aristocracia.» «La adquisición de puestos es una plaga que amenaza al Imperio entero. ¿Es de extrañar, acaso, que la emperatriz esté disgustada?»
Una compañía de Espadas Rojas había llegado de Siete Ciudades. Asesinos crueles, incorruptibles y muy alejados del veneno de los dineros de los aristócratas. No era difícil imaginar la razón que se ocultaba tras su aparición.
La primera oleada de detenciones había sido precisa, casi comedida. Pelotones en plena noche. No había habido escaramuzas con los guardias de las casas, no se había advertido a ninguna hacienda que ganaran tiempo para levantar barricadas o incluso huir de la ciudad.
Y Gamet creía saber cómo había ocurrido.
Tavore era la nueva consejera de la emperatriz. Tavore conocía bien… a los suyos.
El capitán suspiró y después se acercó a la pequeña puerta incrustada en la verja. Descorrió el pesado cerrojo y dejó caer la barra de hierro con un ruido metálico. Después miró a los tres guardias.
—Vuestros servicios ya no son necesarios. En la buhera encontraréis vuestra paga.
Dos de los tres hombres con armadura intercambiaron una mirada, después, uno de ellos se encogió de hombros y los dos se dirigieron a la puerta. El tercer hombre no se había movido. Gamet recordó que había dicho llamarse Kollen, un nombre quon y tenía acento quon. Lo habían contratado más por su presencia imponente que por cualquier otra cosa, aunque el ojo experto de Gamet había detectado cierta… seguridad en sí mismo; el modo en que aquel hombre vestía la armadura, parecía indiferente a su peso, insinuaba una elegancia marcial que solo podía pertenecer a un soldado profesional. No sabía casi nada del pasado de Kollen, pero corrían tiempos desesperados y, en cualquier caso, a ninguno de los tres recién contratados se les había permitido entrar en la casa en sí.
En la oscuridad que invadía el dintel de la garita, Gamet estudió al inmóvil guardia. Entre la marea de rugidos de la chusma desmandada, que cada vez se acercaba más, se oían gritos agudos que alzaban en la noche un coro desesperado.
—Pónmelo fácil, Kollen —dijo en voz baja—. Tengo a cuatro de mis hombres detrás de ti, a veinte pasos, con las ballestas preparadas y apuntándote a la espalda.
El enorme hombre ladeó la cabeza.
—Sois nueve. En menos de un cuarto de campanada varios cientos de saqueadores y asesinos van a venir a llamar a la puerta. —Miró a su alrededor poco a poco, como si midiera los muros de la hacienda, las modestas defensas, y después volvió a clavar su mirada firme en Gamet.
El capitán frunció el ceño.
—Y sin duda tú se lo habrías puesto incluso más fácil. Tal y como están las cosas, puede que rompamos unas cuantas narices, suficientes para animarlos a buscar en otra parte.
—No, no lo harán, capitán. Las cosas solo se… complicarán más, así de simple.
—¿Así es como la emperatriz simplifica las cosas, Kollen? Una verja sin cerrar. Guardias leales derribados por detrás. ¿Ya has afilado el cuchillo que me vas a clavar en la espalda?
—No estoy aquí a petición de la emperatriz, capitán.
Gamet entrecerró los ojos.
—No se le va a hacer ningún daño —continuó el hombre tras un momento—. Siempre que pueda contar con su absoluta cooperación. Pero se nos está acabando el tiempo.
—¿Esta es la respuesta de Tavore? ¿Y qué hay de sus padres? No había nada que sugiriera que su destino fuera a ser muy diferente del de tantos otros a los que arrestaron.
—Bueno, las opciones de la consejera son limitadas. Está sometida a cierto… escrutinio.
—¿Qué hay planeado para Felisin, Kollen… o quien seas?
—Una breve estancia en las minas de otataralita…
—¿Qué?
—No estará sola por completo. Un guardián la acompañará. Ha de comprender, capitán, que es esto o la chusma de ahí fuera.
Nueve leales guardianes asesinados, sangre en los suelos y paredes, un puñado de sirvientes arrollados en barricadas endebles junto a la puerta del dormitorio de la niña. Y luego, para la niña… nadie.
—¿Quién es ese tal «guardián», Kollen?
El hombre sonrió.
—Yo, capitán. Y no, mi verdadero nombre no es Kollen.
Gamet se acercó más a él hasta que las caras quedaron a menos de un palmo.
—Si sufre algún daño, te encontraré. Y me da igual que seas una garra…
—No soy una garra, capitán. En cuanto al daño que pueda sufrir Felisin, lamento decir que alguno habrá. Es inevitable. Esperemos que sea una chica resistente… Es uno de los rasgos de los Paran, ¿no?
Después de un largo instante, Gamet dio un paso atrás, resignado de repente.
—¿Nos matas ahora o más tarde?
El hombre alzó las cejas.
—Dudo que pudiera hacerlo, dadas las ballestas que me apuntan por la espalda. No, pero debo pedirle que ahora me acompañe a un piso franco. Debemos impedir a toda costa que la niña caiga en manos de la chusma. ¿Puedo confiar en su ayuda, capitán?
—¿Dónde está ese piso franco?
—En la avenida de las Almas…
Gamet hizo una mueca. Plaza del Juicio. A las cadenas. Oh, que Beru te proteja, muchacha. Pasó junto a Kollen sin prisa.
—Iré a despertarla.
Perla se encontraba ante la mesa redonda, apoyado en las dos manos y la cabeza gacha mientras estudiaba el papiro. La consejera había salido media campanada antes con su puño pisándole los talones como una sombra deforme. Lostara esperaba de brazos cruzados, con la espalda apoyada en la puerta por la que se habían ido Tavore y Gamet. Había guardado silencio durante el tiempo que a Perla le había llevado examinar el papiro, su cólera y frustración iban creciendo con cada momento que pasaba.
Y por fin se hartó del todo.
—No pienso formar parte de esto. Devuélveme a las órdenes de Tene Baralta.
Perla no levantó la cabeza.
—Como desees, querida —murmuró, y después añadió—: Por supuesto, tendré que matarte en algún momento, y desde luego antes de que informes a tu comandante. Son las duras reglas de las empresas clandestinas, lamento decir.
—¿Desde cuándo te pones a disposición de la consejera así, Perla?
La garra levantó la cabeza y la miró a los ojos.
—Bueno, desde que reafirmó la lealtad incondicional que sentía por la emperatriz, por supuesto. —Después volvió a examinar el papiro.
Lostara frunció el ceño.
—Perdona, pero creo que me perdí esa parte de la conversación.
—No me extraña —respondió Perla—, puesto que se encontraba entre líneas, entre las palabras que sí se pronunciaron. —El hombre sonrió—. Justo donde debían.
Lostara empezó a pasearse con un siseo, luchaba contra un deseo irracional de emprenderla con un cuchillo contra aquellos estúpidos tapices y sus interminables escenas de glorias pasadas.
—Vas a tener que explicarte, Perla —gruñó.
—¿Y eso aliviará tu conciencia lo suficiente como para devolverte a mi lado? Muy bien. El resurgimiento de la clase aristocrática en las cámaras del poder imperial ha sido extrañamente rápido. De hecho, incluso se podría decir que hasta antinatural. Casi como si estuvieran recibiendo ayuda, pero ¿de quién?, nos preguntábamos. Oh, persistían absurdos rumores sobre el regreso de los espolones. Y de vez en cuando, algún pobre necio que había sido arrestado por algo que no tenía nada que ver en absoluto iba y confesaba que era un espolón, pero eran jóvenes, seducidos por nociones románticas, la atracción de los cultos y todas esas cosas. Quizá se hicieran llamar espolones, pero no se acercaban siquiera a lo que era la organización de verdad, a los sirvientes de Danzante, con los que muchos de la Garra teníamos experiencia de primera mano.
»En cualquier caso, volvamos al asunto que nos ocupa. Tavore es de sangre noble y ahora está claro que un miembro auténtico y encubierto del Espolón ha regresado para atormentarnos y hacer uso de la aristocracia. Ha estado colocando agentes afines en el ejército y la administración, una infiltración que proporciona beneficios a las dos partes. Pero Tavore es ahora la consejera y, como tal, sus antiguos lazos, sus antiguas lealtades, han de ser cortadas de raíz. —Perla se detuvo para dar unos golpecitos con el dedo en el papiro extendido que tenía delante—. Nos ha entregado a los espolones, capitán. Encontraremos a ese tal Baudin el Joven y a partir de él desentrañaremos toda la organización.
Lostara tardó unos minutos en hablar.
—En cierto sentido, entonces —dijo—, nuestra misión no es ajena a los intereses del Imperio, después de todo.
Perla le lanzó una sonrisa.
—Pero si es así —continuó Lostara—, ¿por qué no lo dijo la consejera?
—Oh, creo que podemos dejar esa pregunta sin respuesta de momento.
—¡No, me gustaría que me la contestaran ya!
Perla suspiró.
—Porque, querida, para Tavore la rendición de los espolones es algo secundario, subordinado al hallazgo de Felisin. Y eso es algo ajeno, y no solo ajeno, sino también condenatorio. ¿Crees que la emperatriz vería con buenos ojos esta pequeña e inteligente intriga, esa mentira tras la más que pública demostración de lealtad por parte de la nueva consejera? ¡Enviar a su hermana a las minas de otataralita! ¡Que el Embozado nos lleve, qué mujer tan dura! La emperatriz ha elegido bien, ¿no es cierto?
Lostara hizo una mueca. Elegido bien… ¿pero basándose en qué?
—Desde luego que sí.
—Sí, estoy de acuerdo. Es un intercambio justo, en cualquier caso, salvamos a Felisin y nos recompensan con el principal agente de los espolones. No cabe duda de que la emperatriz se preguntará qué estábamos haciendo en la isla Otataral ya en primer lugar…
—Tendrás que mentirle, ¿verdad?
La sonrisa de Perla se ensanchó.
—Le mentiremos los dos, muchacha. Como le mentirían la consejera y el puño Gamet llegado el caso. A menos, por supuesto, que coja lo que me ha ofrecido la consejera. Es decir, lo que me ha ofrecido de modo personal.
Lostara asintió poco a poco.
—Eres un cabo suelto. Sí. Has perdido el favor del patrón de la Garra y de la emperatriz. Estás impaciente por compensar el daño. Una misión independiente; de algún modo te tropezaste con el rumor que hablaba de un espolón auténtico y partiste tras la pista. Así pues, el mérito de desentrañar la organización del Espolón será tuyo y solo tuyo.
—O nuestro —la corrigió Perla—. Si así lo deseas.
La mujer se encogió de hombros.
—Eso lo podemos decidir más tarde. Muy bien, Perla. Bueno —se acercó al lado de su nuevo jefe—, ¿cuáles son esos detalles que la consejera ha tenido la amabilidad de proporcionarnos?
El almirante Nok estaba delante de la chimenea con los ojos clavados en las cenizas frías. Al oír que se abría la puerta, se volvió poco a poco sin inmutarse.
—Gracias —dijo la consejera— por su paciencia.
El almirante no dijo nada, su mirada serena se posó un momento en Gamet.
Los ecos apagados de la campanada de medianoche apenas comenzaban a desvanecerse. El puño estaba agotado, se sentía frágil y mareado, incapaz de mantener la mirada de Nok por mucho tiempo. Esa noche había sido poco más que el animalito de compañía de la consejera o, lo que era peor, un familiar. Unido de forma tácita a los planes que había hecho la consejera dentro de otros planes, pero despojado hasta de la ilusión de tener alternativa. Cuando Tavore lo había metido en su séquito (poco después del arresto de Felisin), Gamet se había planteado por un instante escabullirse, desvanecerse siguiendo la tradición consagrada por el tiempo de los soldados malazanos que se encontraban en circunstancias desfavorables. Pero no lo había hecho y sus motivos para unirse al núcleo de asesores de la consejera (y no era que los invitaran jamás a asesorar sobre nada) habían resultado ser, tras una implacable reflexión sobre sí mismo, no demasiado loables. Lo había empujado una curiosidad macabra. Tavore había ordenado la detención de sus padres y había enviado a su hermana menor a los horrores de las minas de otataralita. Y todo por su carrera. Su hermano, Paran, había quedado deshonrado de algún modo en Genabackis y a continuación había desertado. Una vergüenza, cierto, pero seguro que no lo suficiente como para merecerse la reacción de Tavore. A menos… Corrían rumores que decían que el muchacho había sido agente de la consejera Lorn y que la deserción de Paran había provocado, en último término, la muerte de la mujer en Darujhistan. Sin embargo, si eso fuera verdad, ¿entonces por qué había puesto la emperatriz su mirada real sobre otro retoño de la Casa Paran? ¿Por qué convertir a Tavore precisamente en la nueva consejera?
—Puño Gamet.
El soldado parpadeó.
—¿Consejera?
—Siéntese, por favor. Me gustaría tener unas últimas palabras con usted, pero pueden esperar de momento.
Gamet asintió y miró a su alrededor hasta que vio la única silla de respaldo alto apoyada en una de las paredes de la pequeña sala. Parecía cualquier cosa salvo cómoda, pero seguro que eso sería una ventaja, dado su cansancio. Resonaron unos crujidos siniestros cuando se sentó en la silla e hizo una mueca.
—No me extraña que Pormqual no enviara esta con todo lo demás —murmuró.
—Según tengo entendido —dijo Nok— el barco de transporte en cuestión se hundió en el puerto de Ciudad Malaz y se llevó con él el botín del fallecido puño supremo.
Gamet levantó las ásperas cejas.
—Llegó hasta allí… ¿solo para hundirse en el puerto? ¿Qué pasó?
El almirante se encogió de hombros.
—Ningún miembro de la tripulación llegó a la orilla para contar la historia.
¿Ninguno?
Nok pareció notar su escepticismo porque decidió ofrecerle una respuesta un poco más elaborada.
—El puerto de Malaz es muy famoso por sus tiburones. Se encontraron varios botes de remos, todos inundados y vacíos.
La consejera, de forma inusual en ella, había permitido que continuara el intercambio, lo que había llevado a Gamet a preguntarse si Tavore había presentido un significado oculto en la pérdida misteriosa del barco de transporte. La mujer escogió ese momento para hablar.
—Sigue siendo, entonces, una maldición peculiar; barcos que se van a pique de forma inexplicable, botes vacíos, tripulaciones perdidas. Es cierto que al puerto de Malaz le han dado mala fama sus tiburones, sobre todo porque parecen ser los únicos capaces de comerse a sus víctimas enteras, sin dejar ningún tipo de resto.
—Hay tiburones capaces de todo —replicó Nok—. Yo sé de al menos doce barcos hundidos en el fondo cenagoso del puerto en cuestión…
—Incluyendo el Retorcido —dijo la consejera con voz cansina—, el buque insignia del viejo emperador, que de forma misteriosa se deshizo de sus amarras una noche después del magnicidio y de inmediato se hundió en las profundidades llevándose a su demonio residente con él.
—Quizá le guste la compañía —comentó Nok—. Los pescadores de la isla juran que el puerto está embrujado, después de todo. La frecuencia con la que se pierden las redes…
—Almirante —lo interrumpió Tavore, había posado los ojos en la chimenea apagada—, está usted, y otros tres. Los únicos que quedan.
Gamet se irguió poco a poco en la silla. Otros tres. El mago supremo Tayschrenn, Dujek Unbrazo y Whiskeyjack. Cuatro… dioses, ¿eso es todo? Velajada, Bellurdan, Escalofrío, Duiker… tantos caídos…
El almirante Nok se limitaba a estudiar a la consejera. Se había enfrentado a la ira de la emperatriz, primero con la desaparición de Cartheron Costra, después con la de Urko y Ameron. Fueran cuales fueran las respuestas que había dado, lo había hecho mucho tiempo atrás.
—No hablo por la emperatriz —dijo Tavore tras un momento—. Ni me interesan los… detalles. Lo que me interesa es… una cuestión de… curiosidad personal. Me gustaría intentar entender, almirante, por qué la abandonaron.
Se hizo un silencio que llenó la habitación y se alargó hasta convertirse en un callejón sin salida. Gamet se echó hacia atrás y cerró los ojos. Ah, muchacha, haces preguntas sobre… sobre la lealtad, como las haría alguien que jamás la hubiera experimentado. Le revelas a este almirante lo que solo se puede interpretar como un defecto crítico. Estás al mando del Decimocuarto Ejército, consejera; sin embargo, haces tu trabajo aislada, levantando las mismas barricadas que has de derribar si quieres liderarlo de verdad. ¿Qué piensa Nok de esto ahora? Extraña acaso que no…
—La respuesta a su pregunta —dijo el almirante— se encuentra en lo que era un punto fuerte y a la vez un defecto de la… familia del emperador. La familia que reunió para levantar un imperio. Kellanved empezó con un solo compañero, Danzante. Después, los dos contrataron a un puñado de nativos de Ciudad Malaz y se dispusieron a conquistar al elemento criminal de la ciudad, y debería señalar que casualmente ese elemento criminal gobernaba la isla entera. Su objetivo era Mock, el gobernante no oficial de la isla de Malaz. Un pirata y un asesino desalmado.
—¿Quiénes eran esos primeros mercenarios, almirante?
—Yo mismo, Ameron, Dujek, una mujer llamada Hawl, mi esposa. Yo había sido el primer oficial de un corsario que trabajaba las rutas marítimas que rodeaban las islas napanianas, islas que Unta se acababa de anexionar y que proporcionaban una escala fundamental para la invasión de Kartool que planeaba el rey de Unta. Nos habían dado una paliza y nos habíamos retirado cojeando al puerto de Malaz, solo para que Mock, que estaba negociando un intercambio de prisioneros con Unta, confiscara el barco y arrestara a la tripulación. Solo escapamos Ameron, Hawl y yo. Un muchacho, llamado Dujek, descubrió dónde nos habíamos escondido y nos entregó a sus nuevos jefes, Kellanved y Danzante.
—¿Eso fue antes de que se les permitiera la entrada en la Casa de Muerte? —preguntó Gamet.
—Sí, pero muy poco antes. Cuando nos instalamos en la Casa de Muerte se nos concedieron (como es obvio y evidente) ciertos dones. Longevidad, inmunidad a la mayor parte de las enfermedades, y… otras cosas. La Casa de Muerte también nos proporcionó una base de operaciones inexpugnable. Danzante reforzó más tarde nuestro número al reclutar a varios entre los refugiados napanianos que habían huido de la conquista: Cartheron Costra y su hermano Urko. Y Torva, Laseen. Tres hombres más iban a seguirnos en breve. Toc el Viejo, Dassem Ultor (que era, al igual que Kellanved, de linaje dalhonesio) y un sumo septarca renegado del culto de D’rek, Tayschrenn. Y por último, Duiker. —Le dedicó una pequeña sonrisa a Tavore—. La familia. Con ella Kellanved conquistó la isla de Malaz. Una conquista rápida, con pérdidas mínimas…
Mínimas…
—Su mujer —dijo Gamet.
—Sí, ella. —Después de un momento, el almirante se encogió de hombros y continuó—. Para responder a su pregunta, consejera. Los demás no lo sabíamos, pero los napanianos que había entre nosotros eran mucho más que simples refugiados. Torva era de linaje real. Costra y Urko habían sido capitanes de la flota napaniana, una flota que con toda probabilidad habría rechazado a los de Unta si una tormenta repentina no la hubiera destruido casi en su totalidad. Resultó que el suyo era un propósito singular: aplastar la hegemonía de Unta, y planeaban utilizar a Kellanved para lograrlo. En cierto sentido, esa fue la primera traición dentro de la familia, la primera fisura. Curada con facilidad, pareció, puesto que Kellanved ya poseía ambiciones imperiales, y, de los dos rivales más importantes del continente, Unta era, con mucho, el más fiero.
—Almirante —dijo Tavore—. Ya veo adónde lleva esto. El asesinato de Kellanved y Danzante por parte de Torva destrozó a la familia de forma irrevocable, pero ahí es precisamente donde no termino de entenderlo. Torva había llevado la causa napaniana a su conclusión casi definitiva. Pero no fue usted, ni Tayschrenn, Duiker, Dassem Ultor o Toc el Viejo los que… desaparecieron. Fueron… los napanianos.
—Aparte de Ameron —señaló Gamet.
El rostro arrugado del almirante se estiró cuando enseñó los dientes en una sonrisa hosca.
—Ameron era medio napaniano.
—¿Así que solo fueron los napanianos los que abandonaron a la nueva emperatriz? —Gamet se quedó mirando a Nok, tan confundido como Tavore—. Pero Torva pertenecía al linaje real napaniano.
Nok no dijo nada durante un buen rato y después suspiró.
—La vergüenza es un veneno fiero y vigoroso. Tener que servir a la nueva emperatriz… complicidad y condenación. Costra, Urko y Ameron no formaron parte de la traición… ¿pero quién los iba a creer? ¿Quién no podría verlos como parte del complot del asesinato? Sin embargo, lo cierto fue —sus ojos se encontraron con los de Tavore— que Torva no nos había incluido a ninguno en su intriga, no podía permitírselo. Tenía a la Garra y eso era todo lo que necesitaba.
—¿Y dónde estaban los espolones en todo esto? —preguntó Gamet, después se maldijo. Ah, dioses, estoy tan cansado…
Nok abrió mucho los ojos por primera vez esa noche.
—Tiene usted una magnífica memoria, puño.
Gamet apretó las mandíbulas y sintió la mirada dura de la consejera que se clavaba en él.
El almirante continuó.
—Me temo que no sé responderle. Yo no estaba en Ciudad Malaz esa noche concreta; y tampoco he hecho preguntas entre los que estaban. Los espolones básicamente desaparecieron con la muerte de Danzante. Todo el mundo creyó que la Garra había acabado con ellos siguiendo la senda de los asesinatos de Danzante y el emperador.
El tono de la consejera se hizo brusco de repente.
—Gracias, almirante, por sus palabras de esta noche. No le entretendré más.
El hombre se inclinó y después salió sin prisas de la sala.
Gamet esperó con el aliento contenido, listo para un castigo fiero, pero en lugar de eso, la consejera se limitó a suspirar.
—Tienes mucho trabajo por delante, puño, para reunir a tu legión. Será mejor que te retires ahora.
—Consejera —le agradeció él al tiempo que se levantaba. Dudó un momento y después, con un asentimiento, se dirigió a la puerta.
—Gamet.
Él se volvió.
—¿Sí?
—¿Dónde está T’amber?
—La aguarda en sus aposentos, consejera.
—Muy bien. Buenas noches, puño.
—Lo mismo digo, consejera.
Por el pasillo central empedrado de los establos habían echado cubos de agua salada, lo que tuvo el efecto de mojar el polvo y hacer enloquecer a las moscas que todo lo picaban, además de duplicar el hedor de la orina de caballo. Cuerdas, que acababa de entrar, empezaba a sentir ya el escozor en los senos nasales. Su mirada buscó y encontró cuatro figuras sentadas en fardos atados de paja cerca del otro extremo. El abrasapuentes frunció el ceño, cambió de hombro la mochila y se dirigió allí.
—¿Quién fue el listillo que echaba de menos los viejos olores del hogar? —dijo con voz cansina al acercarse.
El guerrero mestizo seti llamado Koryk lanzó un gruñido y después le contestó.
—Ese sería el teniente Ranal, que después puso una rápida excusa para dejarnos un buen rato. —Había encontrado un colgajo de cuero en alguna parte y estaba cortando largas tiras con un cuchillo de caza de hoja fina. No era la primera vez que Cuerdas veía a tipos como él, obsesionados con atar cosas o, lo que era peor, atarse cosas al cuerpo. No solo fetiches sino también el botín, equipo extra, terrones de hierba o ramas con hojas, dependiendo del camuflaje que se buscara. En ese caso, Cuerdas casi esperaba ver torzales de paja brotándole al hombre por algún sitio.
Durante siglos, los setis habían librado una prolongada guerra contra las ciudades-estado de Quon y Li Heng para defender las tierras apenas habitables que habían sido su hogar tradicional. Superados en número y huyendo a perpetuidad, habían aprendido por las malas el arte de esconderse. Pero las tierras setis ya llevaban sesenta años en paz, casi tres generaciones habían vivido en esa frontera ambivalente y ambigua que era el borde de la civilización. Las diversas tribus se habían disuelto en una única y turbia nación en la que los mestizos habían llegado a dominar la población. Lo que les había acontecido había sido el ímpetu, de hecho, de contribuir a la rebelión de Coltaine y las Guerras Wickanas, pues Coltaine había visto con toda claridad que un destino parecido era lo que aguardaba a su propio pueblo.
No era, como había terminado por creer Cuerdas, una cuestión de la lucha entre el bien y el mal. Algunas culturas solo miraban hacia dentro. Otras eran más agresivas. Las primeras pocas veces eran capaces defenderse de las segundas, al menos no sin metamorfosearse en otra cosa, una cosa deformada por las exigencias de la desesperación y la violencia. Los setis originales ni siquiera sabían montar a caballo y, sin embargo, habían terminado por ser conocidos como guerreros montados, un tipo de wickano más alto, de piel más oscura y mucho más hosco.
Cuerdas no sabía mucho de la historia personal de Koryk, pero tenía la sensación de que podía adivinarla. Los mestizos no tenían una vida fácil. Que Koryk hubiera decidido emular las antiguas costumbres setis mientras se unía al ejército malazano como infante de marina, en lugar de como guerrero montado, lo decía todo sobre el enfrentamiento que se estaba dando en el alma marcada de aquel hombre.
Cuerdas dejó la mochila en el suelo y se plantó delante de los cuatro reclutas.
—Por mucho que odie confesarlo, ahora soy vuestro sargento. Oficialmente sois el cuarto pelotón, uno de los tres pelotones que están bajo el mando del teniente Ranal. Se supone que los pelotones quinto y sexto están de camino, vienen del campamento de tiendas que hay al oeste de Aren. Estamos todos en la novena compañía, que consiste en tres pelotones de infantería pesada, tres de los infantería de marina y dieciocho pelotones de infantería media. Nuestro comandante es un hombre llamado capitán Keneb, y no, yo no lo conozco y no sé nada de él. Nueve compañías en total que componen la octava legión, nosotros. La octava está bajo el mando del puño Gamet, que según tengo entendido es un veterano que se había retirado a la casa de la consejera antes de que esta lo fuera. —Hizo una pausa y una mueca al ver las caras un tanto achispadas que tenía delante—. Pero todo eso da igual. Estáis en el cuarto pelotón. Falta uno más por llegar, pero, incluso con eso, andamos escasos de personal como pelotón, como todos los demás y antes de que lo preguntéis, no estoy al tanto de las razones. Bueno, ¿alguna cuestión?
Tres hombres y una mujer permanecían sentados en silencio, mirándolo con las cabezas levantadas.
Cuerdas suspiró y señaló al anodino soldado que estaba sentado a la izquierda de Koryk.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
Una mirada desconcertada.
—¿Mi nombre real, sargento, o el que me dio el sargento de instrucción de Ciudad Malaz? —dijo después.
Por el acento y los rasgos pálidos e imperturbables del tipo, Cuerdas supo que era de Li Heng. Si ese era el caso, su nombre real seguramente sería impronunciable: nueve, diez o incluso quince nombres ensartados uno detrás de otro.
—El nuevo, soldado.
—Chapapote.
Koryk habló entonces.
—Si lo hubieras visto en el campo de adiestramiento, lo entenderías. Una vez que planta los pies detrás de ese escudo que tiene, puedes golpearlo con un ariete que no se mueve.
Cuerdas estudió los ojos pálidos y plácidos de Chapapote.
—De acuerdo. Ahora eres el cabo Chapapote.
La mujer, que había estado mordisqueando una paja, se atragantó de repente. Tosió, escupió trozos de paja y se quedó mirando con furia y una expresión de incredulidad a Cuerdas.
—¿Qué? ¿Él? Pero si nunca dice nada, nunca hace nada a menos que se lo digas, nunca…
—Me alegro de oírlo —la interrumpió Cuerdas con tono lacónico—. El cabo perfecto, sobre todo eso de que no habla.
La expresión de la mujer se tensó y después desveló una pequeña mueca de desdén al tiempo que apartaba la mirada con fingido desinterés.
—¿Y tú cómo te llamas, soldado? —le preguntó Cuerdas.
—Mi verdadero nombre…
—Me da igual cómo te llamaras antes. Cómo os llamarais ninguno. La mayor parte recibimos nombres nuevos y así son las cosas.
—Pues yo no —gruñó Koryk.
Cuerdas no le hizo caso y continuó.
—¿Tu nombre, muchacha?
Un desdén amargo al oír la palabra «muchacha».
—El sargento de instrucción la llamó Sonrisas —dijo Koryk.
—¿Sonrisas?
—Sí. Nunca sonríe.
Cuerdas entrecerró los ojos y se volvió hacia el último soldado, un joven bastante normal que vestía ropa de cuero, pero no llevaba armas.
—¿Y tú?
—Botella.
—¿Quién fue vuestro sargento de instrucción? —les preguntó a los cuatro reclutas.
Koryk se echó hacia atrás al responder.
—Diente Bravo…
—¡Diente Bravo! ¿Ese cabrón sigue vivo?
—A veces era difícil saberlo —murmuró Sonrisas.
—Hasta que le salía el genio —añadió Koryk—. Pregúntale ahí al cabo Chapapote. Diente Bravo se pasó casi dos campanadas aporreándolo con una maza. No pudo pasar del escudo.
Cuerdas se quedó mirando a su nuevo cabo.
—¿Dónde aprendiste a hacer eso?
El hombre se encogió de hombros.
—No sé. No me gusta que me golpeen.
—Bueno, ¿alguna vez contraatacas?
Chapapote frunció el ceño.
—Claro. Cuando se cansan.
Cuerdas se quedó callado un rato. Diente Bravo… se había quedado mudo de asombro. El muy cabrón ya peinaba canas por aquel entonces, cuando… cuando había empezado todo aquel asunto de los nombres. Había sido Bravo el que lo había iniciado. Había sido Bravo el que había bautizado a la mayor parte de los Abrasapuentes. Whiskeyjack. Trote, Mazo, Seto, Mezcla, Rapiña, Deditos… El propio Violín había evitado un nombre nuevo durante su adiestramiento básico; había sido Whiskeyjack el que lo había bautizado en aquel primer viaje a través de Raraku. Sacudió la cabeza y miró de reojo a Chapapote.
—Deberías estar en infantería pesada, cabo, con un talento como ese. Se supone que los infantes de marina son rápidos, ágiles, que evitan el cuerpo a cuerpo siempre que es posible, o, si no hay más remedio, hacen que sea rápido.
—Se me dan bien las ballestas —dijo Chapapote con un encogimiento de hombros.
—Y carga muy rápido —añadió Koryk—. Fue eso lo que decidió a Bravo a hacerlo infante de marina.
—¿Y quién bautizó a Diente Bravo, sargento? —dijo Sonrisas.
Fui yo, después de que el muy cabrón me dejara uno clavado en el hombro la noche de la pelea. La pelea que después todos negamos que hubiera pasado. Dioses, hace ya tantos años, y ahora…
—No tengo ni idea —dijo. Después volvió a mirar al hombre llamado Botella—. ¿Dónde está tu espada, soldado?
—Yo no uso de eso.
—Bueno, ¿y qué usas?
El hombre se encogió de hombros.
—Esto y aquello.
—Bueno, Botella, algún día me gustaría oír cómo pasaste por el entrenamiento básico sin coger un arma, pero no ahora, no. Y mañana tampoco, ni siquiera la semana que viene. De momento, solo dime para qué debería usarte.
—Explorar. Trabajo furtivo.
—Por ejemplo, acercarte con sigilo a alguien por la espalda. ¿Y entonces qué haces? ¿Le das un golpecito en el hombro? Da igual. —A mí este hombre me huele a mago, solo que no quiere anunciarlo a los cuatro vientos. Muy bien, como quieras, ya te lo sacaremos, antes o después.
—Yo hago el mismo tipo de trabajo —dijo Sonrisas. La mujer apoyó el índice en el pomo de uno de los dos cuchillos de hoja fina que llevaba en el cinturón—. Pero yo termino las cosas con esto.
—¿Así que en esta unidad solo hay dos soldados que sepan luchar cuerpo a cuerpo?
—Dijiste que iba a venir uno más —señaló Koryk.
—Y todos sabemos manejar las ballestas —añadió Sonrisas—. Salvo Botella.
Oyeron voces fuera de los establos requisados y después aparecieron unas figuras en la puerta, seis en total, todos cargados con sus equipos. Se oyó una voz profunda.
—¡La zanja de las letrinas se pone fuera, fuera del cuartel, por el amor del Embozado! ¿Es que los muy cabrones ya no os enseñan nada?
—Cortesía del teniente Ranal —dijo Cuerdas.
El soldado que había hablado llegaba a la cabeza del pelotón que se acercaba.
—Cómo no. Ya lo conozco.
Sí, no hace falta decir más.
—Soy el sargento Cuerdas. Somos el cuarto.
—Bueno, vaya —dijo un segundo soldado que sonreía entre una poblada barba pelirroja—, así que hay alguien que sabe contar, después de todo. Estos infantes están llenos de sorpresas.
—El quinto —dijo el primer soldado. La piel del hombre tenía un tono extraño, bruñido, que hizo dudar a Cuerdas de su primera impresión (le había parecido falari). Después observó un brillo idéntico en el soldado de la barba pelirroja, así como en un hombre mucho más joven—. Yo soy Gesler —añadió el primer soldado—. Sargento temporal de este pelotón de casi inútiles.
El hombre de la barba pelirroja dejó caer su mochila al suelo.
—Éramos de la guardia costera, yo y Gesler y Verdad. Soy Tormenta. Pero Coltaine nos hizo infantes de marina…
—Coltaine no —lo corrigió Gesler—. Fue el capitán Tregua, que la Reina tenga en su seno su pobre alma.
Cuerdas se limitó a mirar a los dos hombres.
Tormenta frunció el ceño.
—¿Tienes algún problema? —preguntó, su expresión se había oscurecido.
—Ayudante Tormenta —murmuró Cuerdas—. Capitán Gesler. Por el traqueteo de los huesos del Embozado…
—Ya no somos nada de eso —dijo Gesler—. Ya te lo he dicho, ahora soy sargento y Tormenta es mi cabo. Y aquí el resto… Ese es Verdad, Tavos Estanque, Arenas y Pella. Verdad lleva con nosotros desde Hissar y Pella era guardián en las minas de otataralita, solo sobrevivieron un puñado al alzamiento que hubo allí, por lo que yo he oído.
—Cuerdas, ¿no? —Tormenta había entrecerrado los ojos con aire suspicaz. Después le dio un codazo a su sargento—. Eh, Gesler, ¿crees que deberíamos haber hecho lo mismo? Me refiero a cambiarnos los nombres. Este tal Cuerdas es de la vieja guardia, tan seguro como que para mi querido padre yo soy un demonio.
—Que el cabrón se ponga el nombre que quiera —murmuró Gesler—. De acuerdo, pelotón, buscad un sitio para dejar las cosas. El sexto aparecerá en cualquier momento y el teniente también. Según se dice, nos va a reunir para enfrentarnos a los ojos de lagarto de la consejera dentro de un día o dos.
El soldado al que Gesler había llamado Tavos Estanque (un hombre alto, moreno y de bigote que parecía korelri) habló entonces.
—¿Entonces tendríamos que limpiar el equipo, sargento?
—Limpia lo que quieras —respondió el hombre sin poner mucho interés—, pero no en público. En cuanto a la consejera, si no puede lidiar con unos cuantos soldados desastrados, entonces es que no durará mucho. Es un mundo lleno de polvo el que hay ahí fuera y cuanto antes nos confundamos con él, mejor.
Cuerdas suspiró. Ya había recuperado cierta confianza y miró a sus propios soldados.
—Se acabó lo de sentarse en esa paja. Empezad a extenderla para que empape el pis de caballo. —Después se volvió de nuevo hacia Gesler—. ¿Una palabra en privado?
El hombre asintió.
—Vamos fuera.
Momentos después los dos hombres se encontraban en el patio empedrado de la finca que en otro tiempo había albergado a un mercader acomodado y que en esos momentos era donde vivaqueaban de forma temporal los pelotones de Ranal. El teniente se había apoderado de la casa en sí para su uso personal y había dejado a Cuerdas preguntándose qué hacía aquel hombre con tanta habitación vacía.
Los dos soldados no dijeron nada por un momento y después Cuerdas sonrió.
—Ya veo a Whiskeyjack quedándose con la boca abierta el día que le diga que eres otro sargento como yo en la nueva octava legión.
Gesler frunció el ceño.
—Whiskeyjack… A él lo degradaron a sargento antes que a mí, el muy cabrón. Claro que a mí luego me hicieron cabo, así que en eso le gané.
—Salvo que ahora vuelves a ser sargento otra vez. Mientras que Whiskeyjack es un renegado. A ver cómo superas eso.
—Pues podría —murmuró Gesler.
—¿Te preocupa la consejera? —preguntó Cuerdas en voz baja. El patio estaba vacío, pero aun así…
—La conocí, ¿sabes? Oh, es tan fría como la lengua bífida del Embozado. Me requisó el barco.
—¿Tú tenías un barco?
—Por derechos de rescate, sí. Fui yo el que llevó a los heridos de Coltaine a Aren. Y así me lo agradece.
—Siempre podrías darle un puñetazo. Es lo que terminas haciéndoles a tus superiores, antes o después.
—Pues podría. Claro que tendría que pasar primero por Gamet. Pero a lo que yo me refiero es a lo siguiente: esa mujer jamás ha estado al mando de nada más que de una maldita casa noble, y aquí le han dado tres legiones y le han dicho que tiene que reconquistar un subcontinente entero. —Miró de soslayo a Cuerdas—. No hubo muchos falaris que consiguieran entrar en los Abrasapuentes. Mal momento, creo, pero hubo uno.
—Sí, yo.
Después de un momento, Gesler sonrió y le tendió la mano.
—Cuerdas. Violín. Claro.
Se cogieron de las muñecas. A Cuerdas, la mano y el brazo del otro hombre le parecieron hechos de piedra sólida.
—Hay una posada calle abajo —continuó Gesler—. Tenemos que intercambiar historias y te garantizo que las mías van a ser mucho mejores que la tuyas.
—Oh, Gesler —suspiró Cuerdas—. Creo que te vas a llevar una buena sorpresa.