Ese fue un camino que no recorrió con gusto.
La rebelión de Sha’ik
Tursabaal
El aliento de los caballos dibujaba penachos en el aire frío de la mañana. Apenas acababa de amanecer y el aire no insinuaba el calor que traería el inminente día. Envuelto en las pieles de un bhederin, y con el sudor viejo haciendo que el forro de su casco estuviese pegajoso, frío y húmedo como el tacto de un cadáver, el puño Gamet permanecía sentado e inmóvil sobre su montura wickana, con la mirada clavada en la consejera.
La colina que estaba justo al sur de Erougimon, donde había muerto Coltaine, había terminado por conocerse con el nombre de la Ladera. Un sinfín de pequeñas gibas en la cima y las faldas indicaban dónde se habían enterrado los cuerpos, la tierra salpicada de metal ya estaba cubierta de hierbas y flores.
Las hormigas habían colonizado toda esa colina, o eso parecía. El suelo estaba repleto de ellas, de sus cuerpos rojos y negros, cubiertos de polvo pero relucientes, no obstante, que ya emprendían sus tareas diarias.
Gamet, la consejera y Tene Baralta habían salido a caballo de la ciudad antes del amanecer. Junto a las puertas del oeste, el ejército comenzaba a desperezarse. La marcha se iniciaría ese día. El viaje al norte, a Raraku, a Sha’ik y el torbellino. A la venganza.
Quizá habían sido los rumores lo que había conducido a Tavore a la Ladera, pero Gamet ya lamentaba la decisión de la consejera de llevarlo con ella. Aquel lugar no le enseñaba nada que él quisiera ver. Ni, sospechaba, estaba la consejera muy satisfecha con lo que habían encontrado.
Trenzas manchadas de rojo, entrelazadas para formar cadenas, extendidas por la cima y enroscadas alrededor de los dos cabos de la cruz que en otro tiempo se había levantado allí. Cráneos de perros repletos de jeroglíficos indescifrables se asomaban a la cresta por las cuencas vacías de los ojos. Plumas de cuervo que colgaban de astiles rotos de flecha clavados en la tierra. Estandartes raídos sujetos al suelo sobre los que habían pintado representaciones varias de un cuchillo largo wickano roto. Iconos, fetiches, una masa de detritos para conmemorar la muerte de un único hombre.
Y todo ello era un enjambre entero de arañas. Como guardianes absurdos de aquella tierra que habían hecho santa.
Los tres jinetes permanecían en sus sillas, en silencio.
Al fin, tras un largo rato, habló Tavore.
—Tene Baralta. —Sin inflexión alguna.
—¿Sí, consejera?
—¿Quién… quién es el responsable de… de todo esto? ¿Malazanos de Aren? ¿Sus Espadas Rojas?
Tene Baralta no respondió de inmediato, sino que desmontó y se adelantó unos pasos con los ojos clavados en el suelo. Cerca de uno de los cráneos de perro, se detuvo y se agachó.
—Consejera, estos cráneos… Las runas que hay en ellos son khundryl. —Señaló los tocones de madera—. Las cadenas entretejidas, kherahn dhobri. —Señaló con un gesto la ladera—. Los estandartes… desconocidos, es posible que bhilard. ¿Las plumas de cuervo? Las cuentas en los tallos son semk.
—¡Semk! —Gamet no pudo contener la incredulidad—. ¡Del otro lado del río Vathar! Tene, tienes que estar equivocado…
El gran guerrero se encogió de hombros. Después se irguió y señaló con un gesto las colinas arrugadas que tenían justo al norte.
—Los peregrinos solo vienen de noche, sin que nadie los vea, que es como lo prefieren. Están escondidos ahí fuera, incluso ahora. Esperando a la noche.
Tavore se aclaró la garganta.
—Semk. Bhilard… Esas tribus lucharon contra él. Y ahora vienen a venerarlo. ¿Cómo es posible? Explíquese, por favor, Tene Baralta.
—No puedo, consejera. —El hombre la miró y después añadió—. Pero, por lo que tengo entendido, esto es… modesto, comparado con lo que cubre el camino de Aren.
Cayó el silencio una vez más, aunque Gamet no necesitaba oírla hablar para saber lo que pensaba Tavore.
Ese… ese es el camino que tomaremos nosotros. Debemos recorrer, paso a paso, el legado. ¿Debemos? No. Debe ella. Tavore. Sola. «¡Esta ya no es la guerra de Coltaine!», le dijo a Temul. Pero al parecer es lo que sigue siendo. Y ahora se da cuenta, en el fondo de su alma, de que tendrá que viajar a la sombra de ese hombre… hasta Raraku.
—Me dejarán los dos ahora —dijo la consejera—. Volveré a reunirme con ustedes en el camino de Aren.
Gamet dudó.
—Consejera, el clan Cuervo sigue reclamando su derecho a cabalgar al frente de todos —dijo después—. No aceptarán a Temul como comandante.
—Me ocuparé de su despliegue —respondió Tavore—. Por ahora, váyanse.
El puño observó a Tene Baralta que volvía a montar en su caballo. Los dos hombres intercambiaron una mirada y después los dos hicieron girar sus monturas y las pusieron a medio galope por la pista que llevaba a la puerta oeste.
Gamet examinó el suelo tachonado de rocas que rodaba bajo los cascos de su caballo. Por allí era por donde el historiador Duiker había conducido a los refugiados a la ciudad, por esa misma extensión de terreno vacío. Donde, al final, el anciano había detenido su agotada y leal yegua (la yegua que en ese momento montaba Temul) y había observado al último de sus protegidos cruzar la puerta con ayuda de sus habitantes.
Después de lo cual, según se decía, al fin entró en la ciudad.
Gamet se preguntó qué había pasado por la mente de aquel hombre en aquel momento, sabiendo que Coltaine y los restos del Séptimo seguían allí fuera, librando su desesperada batalla de retaguardia. Sabiendo que habían logrado lo imposible.
Duiker había llevado a los refugiados a sitio seguro.
Y solo para terminar empalado en un árbol. A Gamet le resultaba imposible comprender la profundidad de semejante traición.
Un cuerpo nunca recuperado. Huesos que no habían encontrado descanso.
—Hay tanto —dijo Tene Baralta con voz profunda junto a Gamet.
—¿Tanto?
—Tanto a lo que responder, Gamet. De hecho, te arranca las palabras de la garganta, pero el silencio que deja a su paso, ese silencio grita.
Incómodo por la admisión de Tene, Gamet no dijo nada.
—Por favor, recuérdame —continuó la espada roja— que Tavore está a la altura de esta tarea.
¿Es eso siquiera posible?
—Lo está.
Tiene que estarlo. O si no, estamos perdidos.
—Un día, Gamet, tendrás que contarme qué ha hecho esa mujer para ganarse la lealtad que muestras siempre.
Dioses, ¿qué respuesta se puede dar a eso? Maldito seas, Tene, ¿es que no ves la verdad que tienes delante? No ha hecho… nada. Te lo ruego. Deja a un simple viejo con su fe.
—Tú podrás desear lo que quieras —rezongó Gesler—, pero la fe es para los tontos.
Cuerdas se aclaró el polvo de la garganta y escupió en un lado del camino. El paso que llevaban era lento y tortuoso, los tres pelotones seguían a la carreta cargada con sus provisiones.
—¿Por qué lo dices? —le preguntó al sargento que iba a su lado—. Un soldado no conoce más que una verdad y esa verdad es, sin fe, que ya estás prácticamente muerto. Fe en el soldado que tienes al lado. Pero incluso más importante, y da igual lo engañosa que sea en realidad, es la fe en que no pueden matarte. Esas dos y solo esas dos son las patas que sostienen a todo ejército.
El hombre de piel ambarina lanzó un gruñido y después señaló con un gesto el más cercano de los árboles que flanqueaban el camino de Aren.
—Mira eso y dime lo que ves… no, no esos malditos fetiches, ¡por el Embozado!, sino lo que sigue siendo visible bajo todo ese desastre. Los agujeros de las picas, las manchas oscuras de bilis y sangre. Pregúntale al fantasma del soldado que estaba en ese árbol, pregúntale a ese soldado sobre la fe.
—Una fe traicionada no destruye la noción de la fe en sí —replicó Cuerdas—. De hecho, hace justo lo contrario…
—Quizá para ti, pero hay algunas cosas que no puedes esquivar con palabras y altos ideales, Viol. Y todo se reduce a quién va a la vanguardia, ahí delante. La consejera. Que acaba de perder una discusión con esa manada de añejos wickanos. Tú has tenido suerte, tú tenías a Whiskeyjack y Dujek. ¿Sabes quién fue mi último comandante, antes de que me sentenciaran a la guardia costera? Korbolo Dom. Juraría que ese hombre tenía un altar dedicado a Whiskeyjack en su tienda, pero no al Whiskeyjack que conoces tú. Korbolo lo veía de forma diferente. Potencial sin desarrollar, eso era lo que veía.
Cuerdas le lanzó una mirada a Gesler. Tormenta y Chapapote caminaban juntos tras los dos sargentos, lo bastante cerca para oírlos, aunque ninguno había aventurado comentario u opinión alguna.
—¿Potencial sin desarrollar? En el nombre de Beru, ¿de qué estás hablando?
—Yo no. Korbolo Dom. «Ojalá ese cabrón hubiera sido lo bastante duro», solía decir. «Podría haberse apoderado del maldito trono. Tendría que haberlo hecho.» En lo que a Dom se refiere, Whiskeyjack lo traicionó, nos traicionó a todos, y eso, ese napaniano renegado no lo va a perdonar en su vida.
—Pues lo siento por él —rezongó Cuerdas—, porque hay muchas posibilidades de que la emperatriz nos mande todo el ejército de Genabackis a tiempo para la batalla final. Dom puede presentarle sus quejas al propio Whiskeyjack.
—Una idea agradable —se rio Gesler—, pero a lo que me refiero es a que tú has tenido comandantes dignos de la fe que pones en ellos. La mayor parte de los demás no hemos tenido ese lujo. Así que no sentimos lo mismo. Ya está, eso es todo lo que intentaba decir.
El camino de Aren pasaba junto a ellos. Transformado en un inmenso templo al aire libre, cada árbol atestado de fetiches, telas trenzadas y convertidas en cadenas, figuras pintadas en la áspera corteza para que se parecieran a los soldados que en otro tiempo se habían retorcido allí, bajo picas clavadas por los guerreros de Korbolo Dom. La mayor parte de los soldados que iban delante y detrás de Cuerdas caminaban en silencio. A pesar de la vasta y vacía extensión de cielo azul que tenían encima, el camino resultaba opresivo.
Se había hablado de talar los árboles, pero una de las primeras órdenes de la consejera al llegar a Aren había sido prohibirlo. Cuerdas se preguntaba si la mujer lamentaría su decisión.
Su mirada fue subiendo hasta posarse en uno de los nuevos estandartes del Decimocuarto, apenas visible entre las nubes de polvo que se agitaban delante. La consejera había entendido muy bien todo aquel asunto de los huesos de los dedos, había comprendido cómo se revertía el mal presagio. El nuevo estandarte daba fe de ello. Una figura mugrienta y de miembros delgados sujetaba un hueso en alto, los detalles en tonos de colores pardos que apenas eran visibles sobre el campo amarillo ocre, el borde era una trenza tejida del magenta imperial y gris oscuro. Una figura desafiante que se alzaba frente a una tormenta de arena. Que el estandarte pudiera aplicarse con igual facilidad al ejército del Apocalipsis de Sha’ik era una curiosa coincidencia. Como si Tavore y Sha’ik, los dos ejércitos, las fuerzas en oposición, fueran de algún modo un reflejo de la otra.
Había muchas… ocurrencias extrañas en todo aquello, cosas que mordisqueaban y se retorcían bajo la piel de Cuerdas como larvas de tábanos y, de hecho, tuvo la sensación de estar extrañamente enfebrecido durante todo el día. Acordes de una canción apenas oída se alzaban de las profundidades de su mente de vez en cuando, una canción que lo atormentaba y le ponía los pelos de punta. Y lo que era más raro todavía, la canción no le sonaba de nada.
Reflejos en un espejo. Quizá no solo Tavore y Sha’ik. ¿Qué hay de Tavore y Coltaine? Aquí estamos, desandando este camino empapado de sangre. Y fue este camino el que demostró la valía de Coltaine a la mayor parte de los que lideraba. ¿Veremos nosotros lo mismo con nuestro viaje? ¿Cómo veremos a Tavore el día que nos encontremos delante del torbellino? ¿Y qué hay de mi propio regreso? A Raraku, el desierto que me vio destruido solo para levantarme una vez más, misteriosamente renovado, una renovación que persiste, dado que para ser un hombre viejo no parezco ni me siento viejo. Y así sigue siendo para los Abrasapuentes, como si Raraku nos robara algo de nuestra mortalidad y lo sustituyera por… por otra cosa.
Volvió la cabeza para ver qué tal le iba a su pelotón. Ninguno se estaba retrasando, lo cual era buena señal. Dudaba que alguno estuviera en la forma requerida para el viaje que acababan de emprender. Los primeros días serían los más difíciles, antes de que marchar con toda la armadura y el armamento se convirtiera en algo que hicieran sin pensar (y no era que algún día fueran a estar cómodos, por mucho que lo hicieran sin pensar); esa tierra era calurosa y seca, hasta un punto asesino, y el puñado de sanadores menores que había en cada una de las compañías recordaría esa marcha como una pesadilla casi interminable, una pesadilla en la que no cesarían de repeler las postraciones provocadas por el calor y la deshidratación.
Todavía no había forma de saber lo que valía su pelotón. Koryk tenía todo el aspecto, la naturaleza, del puño envuelto en cota de malla que necesitaba todo pelotón. Y la tozudez de los rasgos de Chapapote insinuaba una voluntad que no sería fácil aplastar. Había algo en la chica, Sonrisas, que a Cuerdas le recordaba demasiado a Lástima, la mirada fría y despiadada de sus ojos era la de una asesina, y Cuerdas se preguntó por el pasado de la mujer. Botella tenía el aire cohibido y chulesco de un joven mago, quizás un mago versado en un puñado de hechizos de alguna senda menor. El último soldado de su pelotón, por supuesto, al sargento no le preocupaba en absoluto. Había conocido a hombres como Sepia toda su vida. Una versión más fornida y desdichada de Seto. Tener a Sepia allí era como… volver a casa.
La prueba de fuego llegaría y sería brutal, pero templaría a los que sobreviviesen.
Estaban saliendo del camino de Aren y Gesler señaló el último árbol a la izquierda.
—Ahí fue donde lo encontramos —dijo en voz baja.
—¿A quién?
—A Duiker. No dijimos nada porque el muchacho, Verdad, era muy optimista. Pero la siguiente vez que salimos, el cuerpo del historiador no estaba. Lo habían robado. Has visto los mercados de Aren, los trozos de carne marchita que los buhoneros afirman que pertenecían a Coltaine, o Bult, o Duiker. Los cuchillos largos rotos, los retales de una capa de plumas…
Cuerdas se quedó pensativo por un momento y después suspiró.
—No vi a Duiker más que una vez, y de lejos. Un simple soldado que el emperador decidió que merecía la pena educar.
—Un soldado, desde luego. Se puso en primera línea con todos los demás. Un cabrón viejo y malhumorado con una espada corta y un escudo.
—Es obvio que algo en él llamó la atención de Coltaine; después de todo, Duiker fue el que eligió Coltaine para ponerse al frente de los refugiados.
—Yo diría que no fue la habilidad militar de Duiker lo que decidió a Coltaine, Cuerdas. Fue que era el historiador imperial. Quería que se contara la historia, y que se contara bien.
—Bueno, después resultó que Coltaine contó su propia historia; no necesitaba a ningún historiador, ¿verdad?
Gesler se encogió de hombros.
—Como tú digas. No estuvimos en su compañía mucho tiempo, solo lo suficiente para hacernos cargo de un barco de heridos. Hablé un poco con Duiker, y con el capitán Lull. Y después, Coltaine se rompió la mano al darme un puñetazo en la cara…
—¿Que hizo qué? —se rio Cuerdas—. Seguro que te lo merecías…
Tormenta habló entonces tras ellos.
—Se rompió la mano, sí, Gesler. Y a ti la nariz.
—Mi nariz se ha roto tantas veces que ya se rompe por instinto —respondió el sargento—. El puñetazo no fue para tanto.
Tormenta lanzó un bufido.
—¡Te tiró al suelo como un saco de nabos! Ese puñetazo estuvo a la altura del de Urko la vez que…
—Ni se acercó siquiera —dijo Gesler con voz cansina—. Una vez vi a Urko darle un puñetazo a una casa de ladrillos de barro. Tres golpes, no más de cuatro, en cualquier caso, y el sitio entero se derrumbó entre una nube de polvo. Ese cabrón napaniano sí que sabía pegar.
—¿Y eso es importante para ti? —preguntó Cuerdas.
El asentimiento de Gesler fue serio.
—Es la única forma que tiene un comandante de ganarse mi respeto, Viol.
—¿Tienes intención de poner a prueba a la consejera pronto?
—Quizá. Claro que haré concesiones, por eso de que es aristócrata y demás.
Una vez que dejaron atrás la maltratada puerta del camino de Aren y las ruinas abandonadas de una pequeña aldea, empezaron a ver a los escoltas setis y wickanos en sus flancos, una visión reconfortante para Cuerdas. Los ataques y los disparos podían empezar en cualquier momento una vez que el ejército había dejado atrás las murallas de Aren. La mayor parte de las tribus había olvidado, si los rumores eran ciertos, de forma muy conveniente las treguas que le habían arrancado al Imperio de Malaz. Las viejas costumbres no hacían más que dormir un sueño inquieto bajo la superficie de esos pueblos.
El paisaje que los rodeaba estaba roto y quemado por el sol, un lugar donde hasta las cabras salvajes crecían flacas y apáticas. Los montículos de escombros de cumbres planas que marcaban la presencia de ciudades muertas hace mucho tiempo eran visibles en cada horizonte. Antiguos caminos elevados, la mayor parte ya desmantelados, punteaban las laderas y riscos arrugados.
Cuerdas se secó el sudor de la frente.
—Por novatos que seamos, ya es hora de que esa mujer dé el…
Resonaron cuernos por toda la gigantesca fila. Cesó el movimiento y los gritos de los aguadores se elevaron en el aire polvoriento al dirigirse sin ganas a los barriles. Cuerdas se giró y estudió a su pelotón. Ya estaban todos en el suelo, sentados o echados, las camisas de manga larga oscurecidas por el sudor.
Entre los pelotones de Gesler y Borduke, la reacción al alto había sido idéntica; el mago de Borduke, Balgrid (con cierto sobrepeso y obviamente poco acostumbrado a la armadura que llevaba encima) parecía pálido y tembloroso. El sanador de ese pelotón, un hombre pequeño y callado llamado Laúdes, ya iba hacia él.
—Un verano seti —dijo Koryk, que le dedicaba a Cuerdas una sonrisa carnívora—. Cuando los rebaños convierten las praderas en polvo, cuando la tierra que pisas chasquea como metal que se rompe.
—Que el Embozado te lleve —le soltó Sonrisas—. Esta tierra está llena de cosas muertas por una buena razón.
—Sí —respondió el mestizo seti—, solo los duros sobreviven. Ahí fuera hay tribus de sobra, han dejado señales suficientes de su paso.
—Y tú lo has visto, ¿no? —dijo Cuerdas—. Bien. Ahora eres el explorador del pelotón.
La sonrisa blanca de Koryk se ensanchó.
—Si insistes, sargento.
—A menos que sea de noche —añadió Cuerdas—. Entonces será Sonrisas. Y Botella, suponiendo que su senda sea la adecuada.
Botella frunció el ceño y después asintió.
—De acuerdo, sargento.
—¿Y cuál es el papel de Sepia, entonces? —quiso saber Sonrisas—. ¿Quedarse ahí tirado como una marsopa varada?
¿Marsopa varada? Así que has crecido junto al mar, ¿eh? Cuerdas le echó un vistazo al veterano. El hombre estaba dormido. Yo solía hacer lo mismo, allá por aquellos tiempos en los que no se esperaba nada de mí, cuando no estaba a cargo de nada, maldita sea. Echo de menos esos tiempos.
—La tarea de Sepia —respondió Cuerdas— es manteneros al resto vivos cuando yo no ande cerca.
—¿Entonces por qué no es el cabo? —preguntó Sonrisas. Una expresión beligerante se había apoderado de sus diminutos rasgos.
—Porque es zapador y no quieres a un zapador de cabo, muchacha. —Claro que yo también soy zapador. Pero será mejor que eso me lo guarde para mí.
Llegaron tres soldados de la infantería de la compañía con botas de agua.
—Bebed despacio —les instruyó Cuerdas. Gesler le hizo una seña con los ojos a unos pasos de distancia, cerca de la carreta, y Cuerdas se dirigió allí. Borduke se reunió con ellos.
—Bueno, qué curioso —murmuró Gesler—. El mago enfermo de Borduke, su senda es Meanas. Y mi mago es Tavos Estanque y es lo mismo. Oye, Cuerdas, tu chico, Botella…
—No estoy seguro todavía.
—También es Meanas —rezongó Borduke mientras se mesaba la barba con un gesto inveterado que Cuerdas sabía que terminaría por irritarlo—. Balgrid lo ha confirmado. Son todos Meanas.
—Como ya he dicho —suspiró Gesler—. Curioso.
—Podría venirnos bien —dijo Cuerdas—. Que se pongan los tres a trabajar en rituales; las ilusiones son muy útiles, diablos, cuando se hacen bien. Ben el Rápido podía crear unas cuantas, la clave está en los detalles. Deberíamos juntarlos a todos esta noche…
—Ah —dijo una voz tras la carreta y después apareció el teniente Ranal—, todos mis sargentos reunidos en un solo lugar. Qué conveniente.
—¿Ha venido a comer polvo con el resto de nosotros? —preguntó Gesler—. Coño, qué generoso por su parte.
—No crea que no he oído hablar de usted —se burló Ranal—. Si por mí hubiera sido, sería uno de los muchachos que llevan las botas de agua, Gesler.
—Pues pasaría mucha sed si lo fuera —respondió el sargento.
La cara de Ranal se oscureció.
—El capitán Keneb quiere saber si hay algún mago en sus pelotones. La consejera necesita el número de lo que tenemos disponible.
—Ninguno…
—Tres —lo interrumpió Cuerdas sin hacer caso de la mirada furiosa de Gesler—. Todos menores, como era de esperar. Dígale al capitán que servimos para acciones encubiertas.
—Guárdese sus opiniones para usted, Cuerdas. Tres, ha dicho. Muy bien. —Giró en redondo y se fue con paso airado.
Gesler se volvió hacia Cuerdas.
—Podríamos perder esos magos…
—No los perderemos. No se lo pongas difícil a ese teniente, Gesler, al menos de momento. El muchacho no sabe lo que es ser oficial de campo. Imagínate, mira que decirle a los sargentos que se guarden sus opiniones. Con la suerte de Oponn, Keneb terminará explicándole unas cuantas cosas al teniente.
—Suponiendo que Keneb sepa hacerlo mejor —murmuró Borduke. Se peinó la barba—. Según los rumores, fue el único que sobrevivió de su compañía. Y ya sabéis lo que eso podría significar.
—Ya veremos —aconsejó Cuerdas—. Es un poco pronto para empezar a afilar los cuchillos…
—Afilar los cuchillos —dijo Gesler—, ahora sí que estás hablando mi idioma. Estoy dispuesto a esperar y ver, como sugieres, Viol. Por ahora. De acuerdo, reunamos a los magos esta noche, y si son capaces de llevarse bien sin matarse, entonces puede que nos encontremos un paso o dos por delante.
Resonaron los cuernos para anunciar la reanudación de la marcha. Los soldados resoplaron y maldijeron cuando tuvieron que volver a ponerse en pie.
Terminó el primer día de viaje y Gamet tenía la sensación de que habían recorrido una distancia ínfima, patética, tras salir de Aren. Lo que era de esperar, por supuesto. El ejército estaba muy lejos de encontrarse al nivel adecuado.
Igual que yo. Dolorido por la silla y mareado por el calor, el puño observaba desde una ligera elevación junto a la línea de marcha el campamento que poco a poco iba tomando forma. Bolsas de orden entre un mar caótico de movimiento. Los guerreros montados setis y wickanos continuaban extendiéndose muy por detrás de los piquetes circundantes, pero demasiado escasos en número para ofrecerle al puño demasiado consuelo. Y esos wickanos, abuelos y abuelas todos y cada uno. Bien sabe el Embozado que es muy posible que haya cruzado la espada con algunos de esos viejos guerreros. Esos ancianos nunca se conformaron con la idea de pertenecer al Imperio. Estaban allí por una razón muy diferente. Por el recuerdo de Coltaine. Y los niños… bueno, los estaban alimentando con ese veneno singular de los viejos guerreros amargados, los estaban llenando de relatos de glorias pasadas. Y así, los que nunca han conocido el terror de la guerra y los que lo han olvidado. Un dúo pavoroso…
Se estiró para aliviar las punzadas de la columna y después se obligó a moverse. Bajó por el risco, recorrió el borde de la zanja llena de escombros hasta la tienda de mando de la consejera, con su lona prístina y los wickanos de Temul haciendo guardia a su alrededor.
A Temul no se le veía por ninguna parte. Gamet compadecía al muchacho. Ya estaba librando media docena de escaramuzas sin ni siquiera sacar una espada y estaba perdiendo. Y no hay ni una maldita cosa que podamos hacer.
Se acercó a la entrada de la tienda, arañó la solapa y esperó.
—Entra, Gamet —exclamó la voz de la consejera desde el interior.
Estaba arrodillada en la antesala ante una larga caja de piedra y estaba volviendo a colocar la tapa en su lugar cuando el puño atravesó la entrada. Un vistazo momentáneo (la espada de otataralita de la consejera) y la tapa quedó encajada en su sitio.
—Hay un poco de cera ablandada… ahí, en ese tarro, encima del brasero. Tráelo, Gamet.
El puño se lo llevó y observó cómo la consejera iba rozando la juntura que quedaba entre la tapa y la base hasta que el receptáculo quedó sellado por completo. Después la mujer se levantó y se limpió la arena que se le había pegado a las rodillas.
—Ya estoy cansada de esta perniciosa arena —murmuró.
La consejera estudió al puño por un momento.
—Hay vino aguado detrás de ti, Gamet —dijo después—. Sírvete un poco.
—¿Parece que lo necesito, consejera?
—Sí. Ah, bien sé que buscabas una vida tranquila cuando entraste en nuestra casa. Y yo te he arrastrado a una guerra.
Gamet sintió que se ofendía y se irguió un poco más.
—Estoy a la altura de la situación, consejera.
—Te creo. No obstante, sírvete un poco de vino. Esperamos noticias.
El puño se dio la vuelta en busca de la jarra de arcilla, la encontró y se acercó.
—¿Noticias, consejera?
La mujer asintió y él vio la preocupación en sus rasgos corrientes, una revelación momentánea a la que él le dio la espalda mientras se servía una copa de vino. No me muestres brechas, muchacha. Necesito aferrarme a lo único que tengo por cierto.
—Ven a mi lado —le pidió ella, había una urgencia repentina en su tono.
El puño se reunió con ella y ambos miraron el espacio despejado del centro de la cámara. En él floreció un portal que se fue extendiendo como un líquido que manchase una sábana de gasa, un gris turbio que expulsó un aliento de aire viciado y muerto. Salió una figura alta y vestida de verde. Rasgos extraños, angulares, piel del tono del mármol cubierto de polvo de carbón, la boca amplia del hombre daba la sensación de exhibir una medio sonrisa perpetua, pero en ese momento no estaba sonriendo.
Hizo una pausa para limpiarse el polvo ceniciento del manto y los pantalones ceñidos y después levantó la cabeza para encontrarse con la mirada de Tavore.
—Consejera, saludos de la emperatriz. Y míos también, por supuesto.
—Topper. Presiento que la misión que le trae aquí será desagradable. Puño Gamet, ¿tendría la amabilidad de servirle a nuestro invitado un poco de vino?
—Por supuesto. —Por los dioses del inframundo, el maldito patrón de la Garra. Bajó la cabeza para mirar su propia copa y después se la ofreció a Topper—. Todavía no he tomado ni un sorbo. Tenga.
El hombre alto ladeó la cabeza para dar las gracias y aceptó la copa.
Gamet fue adonde seguía esperando la jarra.
—¿Ha venido directamente de ver a la emperatriz? —le preguntó Tavore al patrón de la Garra.
—Así es, y antes de eso, crucé el océano… cuando salí de Genabackis, donde pasé una velada muy triste en compañía del mago supremo Tayschrenn. ¿Le escandalizaría saber que él y yo nos emborrachamos esa noche?
Gamet giró la cabeza al oír eso. Dibujaba una imagen tan poco probable en su mente que lo escandalizó de verdad.
La consejera parecía igual de sorprendida, después se preparó para lo peor de forma visible.
—¿Qué noticias tiene que contarme?
Topper se tomó un largo trago de vino y después frunció el ceño.
—Aguado. Ah, bueno. Pérdidas, consejera. En Genabackis. Pérdidas terribles…
Echado e inmóvil en una depresión cubierta de hierba a unos treinta pasos de la hoguera del pelotón, Botella cerró los ojos. Oyó que lo llamaban por su nombre. Cuerdas (al que Gesler llamaba Viol) lo buscaba, pero el mago no estaba listo. Todavía no. Tenía una conversación diferente que escuchar y lograrlo (sin que lo detectaran) no era tarea fácil.
Su abuela, la de Ciudad Malaz, habría estado orgullosa de él. «Qué mas dan esas malditas sendas, hijo, la magia profunda es mucho más antigua. Recuerda, busca las raíces y los zarcillos, raíces y zarcillos. Los senderos que recorren el terreno, la red invisible tejida de criatura a criatura. Todas las criaturas (sobre la tierra, dentro de la tierra, en el aire, en el agua) todas se hallan vinculadas. Y está en tu interior, si has sido despertado, ¡y por los espíritus del inframundo, tú has sido despertado, niño! En tu interior, entonces, has de cabalgar esos zarcillos.»
Y cabalgarlos fue lo que hizo, aunque no renunciaría a su fascinación privada por las sendas, por Meanas en especial. Ilusiones… que jugaban con esos zarcillos, con esas raíces del ser, retorciéndolas y atándolas para convertirlas en nudos falaces que engañaban al ojo, al tacto, que traicionaban todos los sentidos, ese sí que era un juego que merecía la pena jugar…
Pero de momento se había sumergido en las antiguas costumbres, las costumbres indetectables, si se tenía cuidado, claro. Cabalgar las chispas de vida de las poliñeras, de los rhizanos, de los grillos, las garrapatas y las moscas de sangre errantes. Criaturas no pensantes que bailaban en la pared de la tienda, que escuchaban, pero no comprendían los sonidos temblorosos de las palabras que salían del otro lado de la pared de la tienda.
Comprender era trabajo de Botella, así que escuchaba. Cuando habló el recién llegado sin que lo interrumpieran ni la consejera ni el puño Gamet, escuchó y comprendió.
Cuerdas se quedó mirando a los dos magos sentados.
—¿No podéis percibirlo?
El encogimiento de hombros de Balgrid denotaba vergüenza.
—Está ahí fuera, oculto en la oscuridad, por alguna parte.
—Y está tramando algo —añadió Tavos Estanque—. Pero no sabemos qué.
—Es raro —murmuró Balgrid.
Cuerdas lanzó un bufido y regresó junto a Gesler y Borduke. Los otros miembros del pelotón estaban haciendo té en la pequeña hoguera que habían encendido a un lado del sendero. Los fuertes ronquidos de Sepia se oían en la tienda que había detrás.
—El muy cabrón se ha desvanecido —dijo Cuerdas.
Gesler lanzó un gruñido.
—Quizá haya desertado y si ese es el caso, los wickanos darán con él y volverán con su cabeza clavada en una lanza. No habrá…
—¡Está aquí!
Se volvieron y vieron a Botella poniéndose cómodo junto al fuego. Cuerdas se acercó con grandes zancadas furiosas.
—En el nombre del Embozado, ¿se puede saber dónde has estado? —le preguntó.
Botella levantó la cabeza y alzó poco a poco las cejas.
—¿Nadie más lo notó? —Miró a Balgrid y Tavos Estanque, que se estaban acercando al fuego—. ¿El portal? ¿El que se abrió en la tienda de la consejera? —Frunció el ceño al ver las caras de los otros dos magos, que lo miraban sin entender, después preguntó con voz inexpresiva—: ¿Vosotros dos ya domináis el arte de esconder guijarros? ¿De hacer desaparecer monedas?
Cuerdas se agachó enfrente de Botella.
—¿Qué era eso de un portal?
—Malas noticias, sargento —respondió el joven—. Se fue todo a la mierda en Genabackis. El ejército de Dujek casi borrado del mapa. Los Abrasapuentes aniquilados. Whiskeyjack muerto…
—¡Muerto!
—¡Que el Embozado nos lleve!
—¿Whiskeyjack? ¡Por los dioses del inframundo!
Las maldiciones se fueron haciendo más elaboradas, junto con exclamaciones de incredulidad, pero Cuerdas ya no las oía. Tenía la mente paralizada, como si un incendio hubiera arrasado su paisaje interior y hubiera abrasado todo el terreno. Sintió una mano pesada que se posaba en su hombro y oyó de forma vaga a Gesler, que le murmuraba algo, pero después de un momento se desprendió del hombre, se levantó y se adentró en la oscuridad que había más allá del campamento.
No supo cuánto tiempo o hasta dónde anduvo. Daba cada paso sin pensar; el mundo que había fuera de su cuerpo no lo alcanzaba, permanecía fuera de la nada atrofiada de su mente. Solo cuando una debilidad repentina se apoderó de sus piernas se hundió en las hierbas ásperas e incoloras.
El sonido de un llanto salía de algún sitio por delante de él, un sonido de pura desesperación que atravesó la niebla y tamborileó en su pecho. Escuchó los gritos recortados, hizo una mueca al oír que parecían arrancados de una garganta constreñida, como una presa que al fin se rompiera bajo una riada de dolor.
Se sacudió y una vez más comenzó a ser consciente de su entorno. El terreno bajo la fina madeja de hierbas era duro y cálido al contacto con sus piernas hasta las rodillas. Los insectos zumbaban y revoloteaban en la oscuridad. Solo la luz de las estrellas iluminaba la árida inmensidad que se extendía por todos lados. El campamento del ejército podía estar con toda facilidad a mil o más pasos de él.
Cuerdas respiró hondo y después se levantó. Se encaminó con lentitud hacia el llanto.
Un muchacho, delgado (no, casi escuálido, maldita sea), se había agachado rodeándose las rodillas con los brazos y con la cabeza hundida. Una única pluma de cuervo pendía de una sencilla cinta de cuero que le rodeaba la cabeza. Unos pasos más allá esperaba una yegua con una silla wickana y un raído pergamino suspendido del cuerno. El caballo, con las riendas colgando, tiraba con placidez de la hierba.
Cuerdas reconoció al jovencito, aunque por un momento fue incapaz de recordar su nombre. Pero Tavore lo había puesto al mando de los wickanos.
Tras un largo momento, el sargento se adelantó sin hacer esfuerzo alguno por pasar desapercibido y se sentó en un peñasco a media docena de pasos del muchacho.
El wickano levantó la cabeza de golpe. La pintura de guerra manchada de lágrimas dibujaba una red retorcida en su estrecho rostro. El veneno llameó en sus ojos oscuros y siseó al tiempo que una mano desenvainaba su cuchillo largo y se levantaba con un tambaleo.
—Relájate —murmuró Cuerdas—, esta noche yo también lloro en brazos del dolor, aunque supongo que por una razón muy diferente. Ninguno de los dos esperaba compañía, pero aquí estamos.
El wickano dudó, después volvió a enfundar el arma e hizo amago de irse.
—Espera un momento, guerrero montado. No hay necesidad de huir.
El jovencito giró en redondo con la boca crispada en un gruñido de desdén.
—Mírame. Yo seré tu testigo en esta noche y solo nosotros sabremos de ello. Cuéntame tu dolor, wickano, que yo escucharé. Bien sabe el Embozado que me iría bien ahora mismo.
—Yo no huyo de nadie —dijo el guerrero con voz ronca.
—Lo sé. Solo quería llamar tu atención.
—¿Quién eres?
—Nadie. Y así seguiré si quieres. Tampoco te preguntaré tu nombre…
—Soy Temul.
—Ah, bueno. Entonces tu valentía me pone en mi lugar. Me llamo Violín.
—Dime. —La voz de Temul se hizo de repente dura y se limpió con gesto colérico la cara—. ¿Creías que mi dolor era algo noble? ¿Que lloraba por Coltaine? ¿Por mis parientes caídos? No lloraba por ellos. ¡Mi compasión era por mí mismo! Y ahora ya puedes irte. Proclama mi dolor… He terminado con el mando pues no puedo ni mandarme a mí mismo…
—Tranquilo, hombre, no tengo intención de proclamar nada, Temul. Pero me imagino tus razones. Esos wickanos arrugados del Cuervo, he de suponer. Ellos y los supervivientes que se bajaron del barco de heridos de Gesler. No quieren aceptarte como líder, ¿verdad? Y por tanto, como niños, te quitan autoridad a cada momento. Te desafían, a la cara te muestran una consideración burlona y después susurran a tu espalda. ¿Y dónde te deja eso? No puedes retarlos a todos, a fin de cuentas…
—¡Quizá pueda! ¡Lo haré!
—Bueno, eso será lo que más los complazca. Son tantos que ya solo su número podría derrotar tu habilidad marcial. Así que morirás, antes o después, y ellos habrán ganado.
—No me dices nada que no sepa, Violín.
—Lo sé. Solo te estoy recordando que tienes buenas razones para clamar contra la injusticia, contra la estupidez de los que debes liderar. Yo tuve un comandante una vez, Temul, que se enfrentó a lo mismo que te estás enfrentando tú. Se encontró al cargo de un montón de niños. Niños muy desagradables, además.
—¿Y qué hizo?
—No mucho, y terminó con un cuchillo clavado en la espalda.
Se produjo un momento de silencio y después Temul lanzó una carcajada.
Violín asintió.
—Sí, no se me dan muy bien los relatos con moraleja, Temul. Mi mente se inclina más hacia las alternativas prácticas.
—¿Por ejemplo?
—Bueno, yo diría que la consejera comparte tu frustración. Quiere que mandes y te ayudaría a mandar, pero no de modo que quedes mal. Es demasiado lista para eso. No, la clave aquí son los rodeos. Dime, ¿dónde tienen los caballos ahora mismo?
Temul frunció el ceño.
—¿Los caballos?
—Sí. Yo diría que los escoltas setis podrían arreglarse sin el clan Cuervo por un día, ¿no te parece? Estoy seguro de que la consejera estaría de acuerdo, esos setis son jóvenes, la gran mayoría, y todavía no se han puesto a prueba. Necesitan espacio para encontrarse a sí mismos. Hay buenas razones, entonces, en el plano militar, para evitar que los wickanos den con sus caballos llegada la mañana. Que caminen con el resto de nosotros. Salvo tu séquito real, por supuesto. Y quién sabe, un día quizá no sea suficiente. Podrían terminar siendo tres, o incluso cuatro.
Temul habló en voz baja, con tono pensativo.
—Para llegar a sus caballos, tendríamos que ir muy callados…
—Otro reto para los setis, o eso estoy seguro que comentaría la consejera. Si los tuyos tienen que ser niños, entonces quítales sus juguetes favoritos, sus caballos. No es tan fácil adoptar una pose imperiosa cuando vas escupiendo polvo detrás de una carreta. En cualquier caso, sería mejor que te dieras prisa, para no despertar a la consejera…
—Puede que ya esté dormida…
—No, no lo está, Temul. Estoy convencido. Pero, antes de que te vayas, contéstame a una pregunta, por favor. Tienes un pergamino colgado de la silla de tu yegua. ¿Por qué? ¿Qué hay escrito en él?
—El caballo pertenecía a Duiker —respondió Temul al tiempo que se volvía hacia el animal—. Era un hombre que sabía leer y escribir. Yo cabalgué con él, Violín. —Después se volvió en redondo con una mirada furiosa—. ¡Yo cabalgué con él!
—¿Y el pergamino?
El joven wickano agitó una mano.
—¡Son cosas que llevaban los hombres como Duiker! De hecho, creo que una vez le perteneció, que estuvo una vez en sus propias manos.
—Y la pluma que llevas… ¿para honrar a Coltaine?
—Para honrar a Coltaine, sí. Pero solo porque debo. Coltaine hizo lo que se esperaba de él. No hizo nada que estuviera más allá de sus habilidades. Le honro, sí, pero Duiker… Duiker era diferente. —Frunció el ceño y sacudió la cabeza—. Era viejo, más viejo que tú. Pero luchó. Cuando ni siquiera se esperaba de él que luchara. Sé que es verdad porque conocí a Coltaine y a Bult y los oí hablar de ello, del historiador. Yo estaba allí cuando Coltaine reunió a los otros, a todos salvo a Duiker. Lull, Bult, Chenned, Picadora. Y todos dijeron la verdad y estaban convencidos. Duiker guiaría a los refugiados. Coltaine incluso le dio la botella que trajeron los mercaderes…
—¿La botella? ¿Qué botella?
—Una pequeña botella sujeta por una cadena, para que se la pusiera alrededor del cuello. Un objeto salvador, lo llamó Nada. Un atrapa-almas, traído de lejos. Duiker se la puso, aunque no le gustaba, pues estaba hecha para Coltaine, para que no se perdiera. Por supuesto, los wickanos sabíamos que no se perdería. Sabíamos que los cuervos vendrían a por su alma. Los ancianos que han venido, los que me acosan, hablan de un niño nacido en la tribu, un niño antes vacío y luego lleno, pues los cuervos vinieron. Vinieron.
—¿Coltaine ha sido renacido?
—Ha sido renacido.
—Y el cuerpo de Duiker desapareció —murmuró Cuerdas—. Del árbol.
—¡Sí! Así que yo le guardo el caballo, para cuando vuelva. ¡Yo cabalgué con él, Violín!
—Y él recurrió a ti y a tu puñado de guerreros para que protegierais a los refugiados. A ti, Temul, no solo a Nada y Menos.
Los ojos oscuros de Temul se endurecieron mientras estudiaba a Cuerdas, después asintió.
—Me voy a ver a la consejera.
—Que el empujón de la Señora esté contigo, comandante.
Temul dudó antes de hablar.
—Esta noche… has visto…
—No he visto nada —respondió Cuerdas.
Un brusco asentimiento y después el muchacho se estaba subiendo a la yegua, las riendas en una mano de dedos largos marcada por los cuchillos.
Cuerdas lo observó adentrarse en la oscuridad. Se sentó inmóvil en el peñasco durante un rato y después, poco a poco, bajó la cabeza y la apoyó en las manos.
Los tres se habían sentado bajo la luz del farol de la cámara de la tienda. El relato de Topper había terminado y parecía que lo único que quedaba era el silencio. Gamet se quedó mirando su copa, vio que estaba vacía y estiró el brazo para coger la jarra. Y solo para encontrarse con que también estaba vacía.
A pesar de que el agotamiento lo empujaba, Gamet sabía que no se iría, todavía no. A Tavore le habían hablado, primero, del heroísmo de su hermano, y después de su muerte. Ni un solo de los Abrasapuentes quedó vivo. El propio Tayschrenn vio sus cuerpos, fue testigo de su enterramiento en Engendro de Luna. Pero, muchacha, Ganoes se redimió, redimió el apellido familiar. Eso pudo hacer, al menos. Pero ahí era donde el cuchillo más se hundía, probablemente. Tavore había hecho sacrificios terribles, después de todo, para resucitar el honor de su familia. Y sin embargo, durante todo ese tiempo, Ganoes no había sido ningún renegado, ni había sido el responsable de la muerte de Lorn. Como Dujek, como Whiskeyjack, su declaración en rebeldía no había sido más que un engaño. No había habido deshonor alguno. Así pues, el sacrificio de la joven Felisin podría haber resultado, al final… innecesario.
Y había más. Revelaciones inquietantes. La esperanza de la emperatriz, les explicó Topper, había sido hacer atracar la hueste de Unbrazo en la costa norte, a tiempo de asestar un golpe doble al ejército del Apocalipsis. De hecho, la expectativa en todo momento había sido que Dujek asumiera el mando general. Gamet comprendía la forma de pensar de Laseen, poner el destino de la presencia imperial en Siete Ciudades en manos de una consejera novata, joven y que no había demostrado nada era un acto de fe demasiado extremo.
Aunque Tavore creía que eso era lo que había hecho la emperatriz. Y ahora, encontrarse con que esa medida de confianza es tan escasa… Dioses, esta ha sido una noche maldita por el Embozado, desde luego.
Dujek Unbrazo estaba de camino, sin duda, con los escasos tres mil que quedaban de su hueste, pero llegaría tarde y, según el juicio implacable tanto de Topper como de Tayschrenn, el espíritu del hombre estaba destrozado. La muerte de su amigo más antiguo lo había hundido. Gamet se preguntó qué más había pasado en aquella tierra lejana, en aquel imperio de pesadilla que llamaban Painita.
¿Mereció la pena, emperatriz? ¿Mereció la pena pérdida tan demoledora?
Topper había dicho demasiado, decidió Gamet. Los detalles de los planes de Laseen se deberían haber filtrado a través de un agente más circunspecto, con las emociones menos dañadas. Si la verdad era tan importante, después de todo, entonces deberían habérsela contado a la consejera mucho tiempo atrás, cuando, de hecho, importaba. Decirle a Tavore que la emperatriz no confiaba en ella y tras eso que oyera la brutal aseveración de que era la última esperanza del Imperio para Siete Ciudades… Bueno, pocos eran los hombres o mujeres que no caerían de rodillas al oírlo.
La expresión de la consejera no revelaba nada. Se aclaró la garganta.
—Muy bien, Topper. ¿Hay algo más?
Los extraños ojos del patrón de la Garra se abrieron mucho por un momento, después negó con la cabeza y se levantó.
—No. ¿Desea que le transmita algún mensaje a la emperatriz?
Tavore frunció el ceño.
—¿Un mensaje? No, no hay ningún mensaje. Hemos emprendido la marcha hacia el sagrado desierto. No es necesario decir nada más.
Gamet vio que Topper dudaba.
—Hay una cosa más, consejera —dijo después el patrón de la Garra—. Es probable que haya devotos de Fener en su ejército. No creo que la verdad de la… caída… del dios… se pueda ocultar. Parece que el Tigre del Verano es ahora el señor de la guerra. A un ejército no le hace mucho bien llorar una pérdida; de hecho, el dolor es una abominación para el ejército, como bien sabemos todos. Puede que se produzca un periodo difícil de adaptación; sería conveniente anticiparse y prepararse para posibles deserciones…
—No habrá deserciones —dijo Tavore, la tajante afirmación silenció a Topper—. El portal se debilita, señor de la Garra, ni siquiera una caja de basalto puede bloquear por completo los efectos de mi espada. Si quiere irse esta noche, sugiero que lo haga ahora.
Topper se la quedó mirando desde su altura.
—Estamos muy malheridos, consejera. Y el dolor es grande. La emperatriz espera que ejerza la debida cautela y no se precipite. No tolere ninguna distracción en su marcha a Raraku; habrá intentos de apartarla del camino, de agotarla con escaramuzas y persecuciones…
—Usted es patrón de la Garra —dijo Tavore, en la voz un súbito tono férreo—. El consejo de Dujek lo escucharé, pues es soldado, y comandante. Hasta que él llegue, seguiré mis propios instintos. Si la emperatriz no está satisfecha, puede sustituirme. Y eso es todo. Adiós, Topper.
El patrón de la Garra frunció el ceño, se dio la vuelta y se metió sin más cumplidos en la senda Imperial. La puerta se derrumbó tras él y dejó solo a su paso un olor acre a polvo.
Gamet dejó escapar un largo suspiro y se levantó con cuidado de la desvencijada silla plegable.
—Mi más sentido pésame, consejera, por la pérdida de su hermano.
—Gracias, Gamet. Ahora vete a dormir un poco. Y pásate…
—Por la tienda de T’amber, sí, consejera.
La mujer arqueó una ceja.
—¿Es desaprobación lo que oigo?
—Lo es. No soy el único que necesita dormir. Que el Embozado nos lleve, ni siquiera hemos cenado.
—Hasta mañana, puño.
El hombre asintió.
—Sí. Buenas noches, consejera.
No había más que una figura sentada junto al fuego agonizante cuando regresó Cuerdas.
—¿Qué estás haces levantado, Sepia?
—Yo ya he dormío. Tú vas a estar arrastrando los pies mañana, sargento.
—No creo que llegue a descansar esta noche —murmuró Cuerdas al tiempo que se sentaba con las piernas cruzadas enfrente del fornido zapador.
—Está to muy lejos —dijo Sepia con voz profunda, después tiró un último trozo de estiércol a las llamas.
—Pero parece muy cerca.
—Al menos no’stás siguiendo los pasos de tus compañeros caídos, Violín. Pero, aun así, está to muy lejos.
—Bueno, no estoy muy seguro de a qué te refieres, pero te creo.
—Gracias por las municiones, por cierto.
Cuerdas lanzó un gruñido.
—Es lo de siempre, maldita sea, Sepia. Siempre encontramos más, y son para usarlas, pero en lugar de eso las vamos acumulando, no le decimos a nadie que las tenemos, por si nos ordenan que las usemos…
—Los mu cabrones.
—Sí, los muy cabrones.
—Usaré las que me has dao —prometió Sepia—. Una vez que m’haya arrastrao bajo los pies de Korbolo Dom. Y tampoco m’importa irme con el Embozado al mismo tiempo.
—Algo me dice que eso fue lo que hizo Seto, en sus últimos momentos. Siempre las tiraba demasiado cerca, ese hombre tenía tantos trozos de arcilla encima que podrías haber hecho una fila de tarros con sus entrañas. —Sacudió poco a poco la cabeza con los ojos clavados en el fuego moribundo—. Ojalá pudiera haber estado allí. Eso es todo. Whiskeyjack, Trote, Mazo, Rapiña, Ben el Rápido…
—El Rápido no’stá muerto —dijo Sepia—. Dijo más cuando te fuiste, lo oí desde mi tienda. Tayschrenn ha hecho mago supremo a tu mago.
—Bueno, eso no me sorprende, en realidad. Que sobreviviera de algún modo. Me pregunto si Paran seguía siendo el capitán de la compañía…
—Lo era. Murió con ellos.
—El hermano de la consejera. Me pregunto si lo llora esta noche.
—Preguntarse es una pérdida de tiempo, Violín. Tenemos muchachos y muchachas de los que cuidar, aquí mismo. Los guerreros de Korbolo Dom saben luchar. Yo creo que nos van a dar una paliza y nos enviarán a casita con el rabo entre las piernas, y será otra cadena cuando regresemos a rastras a Aren, solo questa vez ni acercarnos podremos.
—Vaya, qué predicción tan alegre, Sepia.
—Da igual. Siempre y cuando mate a ese traidor napaniano, y a su mago también, a ser posible.
—¿Y si no puedes aproximarte a ellos?
—Entonces me llevaré a tantos conmigo como pueda. No pienso volver caminando otra vez, Viol, de eso na.
—Lo recordaré si llega el momento. ¿Pero qué hay de cuidar de estos reclutas nuestros, Sepia?
—Bueno, pa eso es el camino, ¿no? Esta marcha. Los llevamos hasta esa batalla, por lo menos llegamos, si podemos. Y entonces vemos qué clase de hierro tien entre manos.
—Hierro —Cuerdas sonrió—. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que oí ese dicho. Dado que estamos buscando venganza, lo querrás caliente, supongo.
—Supones mal. Mira a Tavore, no saldrá calor alguno de ella. En eso es como Coltaine. Ta claro, Violín. El hierro tiene que estar frío. Frío. Si conseguimos enfriarlo lo suficiente, quién sabe, puede que hasta nos hagamos un nombre.
Cuerdas estiró el brazo por encima del fuego y dio un golpecito en el hueso que colgaba del cinturón de Sepia.
—Pues ya tenemos un comienzo, creo.
—Podríamos tenerlo, sargento. Eso y los estandartes. Un comienzo. Esa mujer sabe lo que tie dentro, eso hay que reconocérselo. Sabe lo que tie dentro.
—Y nos toca a nosotros sacarlo a la luz.
—Sí, Viol, de’so se trata. Y ahora vete. Estas son las horas que me paso solo.
El sargento asintió y se puso en pie.
—Al parecer voy a ser capaz de dormir, después de todo.
—Es mi chispeante conversación, que ha acabao contigo.
—Eso habrá sido.
Cuando Cuerdas se dirigió a su pequeña tienda, recordó unas palabras de Sepia. Hierro. Hierro frío. Sí, está en su interior. Y ahora será mejor que yo busque y busque bien… para encontrarlo en el mío.