Todo lo que se rompe
se debe desechar,
igual que el trueno
de la fe devuelve
siempre debilitados
ecos.
Preludio a Anomandaris
Pescador
El día que las Caras en la Roca se despertaron se celebró entre los teblor con una canción. Los recuerdos de su pueblo eran, Karsa Orlong al fin lo sabía, entes retorcidos. Rendidos al olvido cuando eran desagradables, floreciendo en una violenta llamarada de gloria cuando eran heroicos. La derrota se había devanado y convertido en victoria al tejerse cada historia.
Ojalá Bairoth siguiera vivo, ojalá su sagaz compañero hiciera algo más que rondar sus sueños o plantarse ante él como un objeto de piedra toscamente tallada en el que una cicatriz casual del cincel había arrojado una expresión burlona, casi desdeñosa.
Bairoth podría haberle contado buena parte de lo que necesitaba saber en ese momento. Si bien la familiaridad de Karsa con el claro sagrado de su tierra natal era mucho mayor que la de Bairoth o Delum Thord, y por tanto garantizaba que el parecido poseía cierta exactitud, el guerrero presentía que faltaba algo esencial en las siete caras que había tallado en los árboles de piedra. Quizá lo había traicionado su falta de talento, aunque ese no parecía haber sido el caso al tallar a Bairoth y Delum. La energía de sus vidas parecía emanar de sus estatuas, como si se fundieran con el propio recuerdo del bosque petrificado. Como con el bosque entero, en el que reinaba la sensación de que los árboles no hacían más que esperar la llegada de la primavera, el renacimiento bajo la rueda de las estrellas, parecía que los dos guerreros teblor no estaban más que esperando el cambio de estación.
Pero Raraku desafiaba cada estación. Raraku en sí era eterno en su trascendencia, y aguardaba el renacimiento a perpetuidad. Paciencia en la piedra, en las inquietas y siempre murmuradoras arenas.
El sagrado desierto le parecía a Karsa un lugar perfecto para los siete dioses de los teblor. Era posible, meditaba mientras paseaba con lentitud ante las caras que había tallado en los troncos, que parte de ese sentimiento sardónico hubiera envenenado sus manos. Si era así, el defecto no era visible para él. Había poco en las caras de los dioses que pudiera permitir expresión o porte alguno, sus recuerdos eran de piel estirada sobre huesos amplios y robustos, de frentes que sobresalían como riscos y arrojaban sobre los ojos profundas sombras. Pómulos amplios y planos, una mandíbula pesada sin barbilla… una bestialidad muy diferente a los rasgos de los teblor.
Karsa frunció el ceño e hizo una pausa al detenerse delante de Urugal, al que, como los otros seis, había tallado a la altura de sus ojos. Las serpientes se deslizaban por sus pies, desnudos y polvorientos, su única compañía en el claro. El sol había comenzado a caer, aunque el calor continuaba siendo fiero.
Después de un largo momento de contemplación, Karsa habló en voz alta.
—Bairoth Gild, mira conmigo a nuestro dios. Dime lo que está mal. ¿Dónde he errado? Ese era tu mayor talento, ¿no es cierto? Ver con toda claridad cada mal paso que yo daba. Podrías preguntar: ¿qué buscaba yo lograr con estas tallas? Eso sería lo que preguntarías pues es la única pregunta que merece la pena contestar. Pero no tengo respuesta alguna para ti; ah, sí, casi puedo oír cómo te ríes de mi patética respuesta. —No tengo respuesta—. Quizá, Bairoth, imaginé que deseabais su compañía. Los grandes dioses teblor, que un día despertaron.
En las mentes de los chamanes. Despertaron en sus sueños. Allí y solo allí. Pero ahora ya conozco el sabor de esos sueños y no se parece en nada a la canción. Nada en absoluto.
Había encontrado ese claro cuando buscaba soledad y había sido la soledad la que había inspirado sus creaciones artísticas. Pero una vez que había terminado, ya no se sentía solo. Había llevado su propia vida a ese lugar, el legado de sus obras. Había dejado de ser un refugio y la necesidad de visitarlo nacía del señuelo de sus esfuerzos, que lo hacían regresar una y otra vez. Para caminar entre las serpientes que salían a recibirlo, para escuchar el siseo de arenas que se deslizaban con los gemidos del viento del desierto, las arenas que llegaban al claro para acariciar los árboles y las caras de piedra con su roce exangüe.
Raraku proporcionaba la ilusión de que el tiempo se detenía, que el universo contenía el aliento. Una presunción engañosa. Tras el furioso muro del torbellino, los relojes de arena seguían girados. Los ejércitos se reunían y emprendían la marcha, el sonido de sus botas, escudos y equipo componía un estruendo y un rugido letal. Y, en un continente lejano, los teblor eran un pueblo asediado.
Karsa continuó mirando la cara de piedra de Urugal. No eres teblor. Sin embargo, afirmas ser nuestro dios. Despertaste, allí, en el risco, hace tanto tiempo. Pero ¿y antes de ese tiempo? ¿Dónde estabas entonces, Urugal? ¿Tú y tus seis terribles compañeros?
Una risita suave desde el otro lado del claro hizo darse la vuelta a Karsa.
—¿Y cuál de tus incontables secretos es este, amigo mío?
—Leoman —dijo Karsa con voz profunda—, ha pasado mucho tiempo desde la última vez que dejaste tu pozo.
El guerrero del desierto se acercó poco a poco y bajó la cabeza para mirar a las serpientes.
—Ansiaba tener compañía. Al contrario que tú, por lo que veo. —Señaló con un gesto los troncos tallados—. ¿Son tuyos? Veo dos toblakai… Se encuentran en esos árboles como si estuvieran vivos y a punto de echar a andar. Me inquieta que me recuerden que hay más como tú. ¿Y qué hay de estos otros?
—Mis dioses. —Observó la expresión sobresaltada de Leoman y se explicó un poco más—. Las Caras en la Roca. En mi tierra natal, adornan un risco que se asoma a un claro no muy distinto de este.
—Toblakai…
—Todavía me llaman —continuó Karsa, que se volvió para estudiar el rostro bestial de Urugal una vez más—. Cuando duermo. Es como dice Manos Fantasmales, soy un hombre acosado.
—¿Acosado por qué? ¿Qué es lo que tus… dioses… te exigen?
Karsa le lanzó a Leoman una mirada y después se encogió de hombros.
—¿Para qué me has buscado?
Leoman iba a decir una cosa, pero después optó por otra.
—Porque mi paciencia ha llegado a su fin. Ha habido nuevas de acontecimientos que conciernen a los malazanos. Derrotas lejanas. Sha’ik y sus pocos elegidos están muy emocionados…, pero nada logran. Aquí aguardamos a las legiones de la consejera. En una cosa Korbolo Dom tiene razón, la marcha de esas legiones debería encontrar obstáculos. Pero no los que él querría. No batallas encarnizadas. Nada tan dramático ni precipitado. En cualquier caso, toblakai, Mathok me ha dado licencia para salir a caballo con una compañía de jinetes, y Sha’ik se ha dignado a permitirnos ir más allá del torbellino.
Karsa sonrió.
—Vaya. ¿Y eres libre de acosar a la consejera? Ah, eso pensaba. Has de explorar, pero no ir más allá de las colinas que hay tras el torbellino. No te permitirá viajar al sur. Pero al menos estarás haciendo algo y por eso me alegro por ti, Leoman.
El guerrero de ojos azules se acercó un poco más.
—Una vez más allá del torbellino, toblakai…
—Ella lo sabrá, no obstante —respondió Karsa.
—Así que incurriré en su desagrado. —Leoman lanzó un bufido burlón—. Nada nuevo hay en eso. ¿Y qué hay de ti, amigo mío? Te llama su guardaespaldas, ¿pero cuándo fue la última vez que te permitió estar en su presencia? ¿En esa maldita tienda que tiene? Ha renacido, desde luego, pues no es lo que una vez fue…
—Es malazana —dijo el toblakai.
—¿Qué?
—Antes de convertirse en Sha’ik. Lo sabes tan bien como yo…
—¡Renació! Se convirtió en la voluntad de la diosa, toblakai. Todo lo que era antes de ese momento carece de significado…
—Eso se dice —dijo Karsa con voz profunda—. Pero sus recuerdos permanecen. Y son esos recuerdos los que la encadenan. Está atrapada por el miedo y ese miedo nace de un secreto que no quiere compartir. La única persona, aparte de ella, que conoce ese secreto es Manos Fantasmales.
Leoman se quedó mirando a Karsa durante un largo instante, después se agachó poco a poco. Los dos hombres estaban rodeados de serpientes, el sonido que producían al deslizarse por la arena era un rumor profundo y apagado. Leoman bajó una mano y observó a una cuello-disparado que comenzó a enroscarse en su brazo.
—Tus palabras, toblakai, hablan en susurros de derrotas.
Karsa se encogió de hombros y se dirigió sin prisas hasta su juego de herramientas, que esperaba en la base de un árbol.
—Estos años me han servido bien. Tu compañía, Leoman. Sha’ik la Mayor. Una vez juré que los malazanos eran mis enemigos. Sin embargo, por lo que he visto del mundo desde esos días, ahora entiendo que no son más crueles que cualquier otro pueblo de las tierras bajas. De hecho, solamente ellos parecen poseer cierto sentido de la justicia. El pueblo de Siete Ciudades, que tanto los desprecia y desea que desaparezcan, no busca nada más que el poder que les arrebataron los malazanos. Poder que ellos usaban para atemorizar a su propia gente. Leoman, tú y los tuyos hacéis la guerra contra la justicia, y esa no es mi guerra.
—¿Justicia? —Leoman le enseñó los dientes—. ¿Esperas que desafíe tus palabras, toblakai? No lo haré. Sha’ik renacida dice que no hay lealtad en mi interior. Quizá tenga razón. He visto demasiado. Y, sin embargo, aquí sigo, ¿te has preguntado alguna vez por qué?
Karsa sacó un cincel y un mazo.
—La luz se va y eso hace que las sombras sean más profundas. Es la luz, ahora me doy cuenta. Eso es lo que los hace diferentes.
—El Apocalipsis, toblakai. Desintegración. Aniquilación. Todo. Todo humano… todo habitante de las tierras bajas. Con nuestros retorcidos horrores, todo los que hacemos caer unos sobre otros. Los expolios, las crueldades. Por cada gesto de amabilidad y compasión, hay diez mil actos de crueldad. ¿Lealtad? Sí, carezco de ella. No para con los míos, y cuanto antes nos hagamos desaparecer, mejor será este mundo.
—La luz —dijo Karsa— hace que parezcan casi humanos.
Distraído como estaba, el toblakai no notó que Leoman entrecerraba los ojos, ni la lucha que mantenía por guardar silencio.
Uno no se interpone entre un hombre y sus dioses.
La serpiente levantó la cabeza delante de la cara de Leoman y la dejó allí, metiendo y sacando la lengua.
—La Casa de Cadenas —murmuró Heboric, su expresión se hizo amarga al pronunciar las palabras.
Bidithal se estremeció, aunque era difícil saber si era de miedo o de placer.
—El Saqueador. La Consorte. Los Desencadenados… Son interesantes, ¿no? Cualquiera diría que están como hechos pedazos…
—¿De dónde salieron estas imágenes? —quiso saber Heboric. Solo con mirar las cartas de madera con las pinturas lacadas (por borrosas que fueran) la garganta del exsacerdote se estaba llenando de bilis. Percibo… defectos. En todas y cada una. Y no es casualidad, no es un fallo de la mano que les dio ser con un pincel.
—No cabe duda —dijo L’oric en respuesta a su pregunta— de su veracidad. El poder que emana de ellas tiene un hedor hechicero. Jamás había presenciado un nacimiento tan vigoroso dentro de la baraja. Ni siquiera Sombra sintió…
—¡Sombra! —soltó Bidithal de repente—. ¡Esos embusteros jamás podrían revelar el verdadero poder del reino! No, aquí, en esta nueva Casa, el tema es puro. Se celebra la imperfección, el giro de la casualidad caótica estropea a todos, uno por uno…
—¡Silencio! —siseó Sha’ik rodeándose el cuerpo con fuerza—. Debemos reflexionar. Que nadie hable. Dejadme pensar.
Heboric la estudió por un momento, guiñaba los ojos para poder verla bien, aunque la tenía sentada al lado. Las cartas de la nueva Casa habían llegado el mismo día que las noticias sobre la derrota malazana en Genabackis. Y el tiempo transcurrido desde entonces había sido de discordia hirviente entre los comandantes de Sha’ik, lo suficiente para empañar el placer que sentía al saber que su hermano Ganoes Paran había sobrevivido y sumirla en una distracción muy poco propia de ella.
La Casa de Cadenas estaba entrelazada en sus destinos. Una intrusión insidiosa, una infección contra la que no habían tenido oportunidad de prepararse. ¿Pero era un enemigo o una fuente potencial de fuerza renovada? Parecía que Bidithal estaba muy ocupado convenciéndose a sí mismo de que era lo último, llevado sin duda en esa dirección por el creciente descontento con Sha’ik renacida. L’oric, por otro lado, parecía más inclinado a compartir los recelos de Heboric, mientras que Febryl era el único que había permanecido en silencio todo el rato.
El aire dentro de la tienda estaba cargado, agriado por el sudor humano. Heboric lo único que quería era irse, escapar de todo aquello, pero presentía que Sha’ik se aferraba a él, una necesidad espiritual más desesperada que nunca.
—Mostrad una vez más al nuevo neutral.
Sí. Por milésima vez.
Bidithal frunció el ceño y buscó en la baraja, después sacó la carta, que dejó en el centro de la alfombra de pelo de cabra.
—Si alguno de los recién llegados es dudoso —se burló el anciano—, es este. ¿Señor de la Baraja? Absurdo. ¿Cómo se puede controlar lo incontrolable?
Se produjo un silencio.
¿Lo incontrolable? ¿Por ejemplo, el torbellino en sí?
Era obvio que Sha’ik no había captado la insinuación.
—Manos Fantasmales, me gustaría que cogieras esa carta, que la sientas, que intentes percibir en ella lo que puedas.
—No hacéis más que pedirme lo mismo, elegida —suspiró Heboric—. Pero os digo que no hay vínculo alguno entre el poder de mis manos y la baraja de Dragones. No soy de utilidad para vos…
—Entonces escucha con atención y te la describiré. Olvídate de las manos, ahora te pregunto como antiguo sacerdote, como erudito. Escucha. La cara está oscurecida, sin embargo insinúa…
—Está oscurecida —la interrumpió Bidithal con tono desdeñoso— porque la carta no es más que la proyección de las ilusiones de alguien.
—Interrúmpeme otra vez y lo lamentarás, Bidithal —dijo Sha’ik—. Ya te he oído suficiente sobre este tema. Si vuelves a abrir la boca, te arrancaré la lengua. Manos Fantasmales, continuaré. La figura es un poco más alta que la media. Se ve la veta carmesí de una cicatriz, o sangre quizás, en un lado de la cara, una herida, ¿de acuerdo? Él… sí estoy segura de que es un hombre, no una mujer, se encuentra en un puente.
De piedra, plagado de grietas. El horizonte está lleno de llamas. Parece que el puente y él están rodeados, como si fueran seguidores, o sirvientes…
—O guardianes —añadió L’oric—. Disculpadme, elegida.
—Guardianes. Sí, una buena posibilidad. Tienen aspecto de soldados, ¿no es cierto?
—¿Sobre qué —preguntó Heboric— se encuentran esos guardianes? ¿Veis el suelo que pisan?
—Huesos, los detalles son muy elaborados, Manos Fantasmales. ¿Cómo lo sabías?
—Describid esos huesos, por favor.
—No son humanos. Muy grandes. Hay visible parte de un cráneo, morro largo, unos colmillos terribles. Luce los restos de un casco de algún tipo…
—¿Un casco? ¿En el cráneo?
—Sí.
Heboric se quedó callado. Empezó a mecerse, pero no era del todo consciente del movimiento. Había un lamento agudo que no sabía de dónde había salido y que crecía en su cabeza, un grito de dolor, de angustia.
—El señor de la Baraja —dijo Sha’ik, le temblaba la voz— tiene una postura extraña. Los brazos estirados, doblados por los codos de modo que las manos cuelgan, alejadas del cuerpo; es la postura más extraña…
—¿Tiene los pies juntos?
—De una forma casi imposible.
Como si formaran una punta. Con voz apagada y lejana a sus propios oídos, Heboric hizo otra pregunta.
—¿Y qué lleva puesto?
—Sedas ceñidas, por el modo en que relucen. Negras.
—¿Algo más?
—Hay una cadena. Le cruza el torso, del hombro izquierdo a la cadera derecha. Es una cadena robusta, hierro forjado negro. Hay discos de madera en sus hombros, como charreteras, pero grandes, de un palmo cada una…
—¿Cuántas en total?
—Cuatro. Ya sabes algo, Manos Fantasmales. ¡Dímelo!
—Sí —murmuró L’oric—, se te ha ocurrido algo…
—Miente —rezongó Bidithal—. Lo ha olvidado todo el mundo, hasta su dios, y ahora intenta darse importancia con invenciones.
Febryl habló con un tono ronco y burlón.
—Bidithal, hombre necio. Es un hombre que toca lo que no podemos sentir y ve aquello a lo que nosotros somos ciegos. Continúa, Manos Fantasmales. ¿Por qué se alza así este señor de la Baraja?
—Porque —dijo Heboric— es una espada.
Pero no cualquier espada. Es una espada, sobre todo, y corta en frío. Esa espada es como la propia naturaleza de este hombre. Forjará su propio camino. Nadie le guiará. Se alza ahora en mi mente. Lo veo. Veo su cara. Oh, Sha’ik…
—Un señor de la Baraja —dijo L’oric, después suspiró—. Un imán del orden… en oposición a la Casa de Cadenas, y sin embargo se encuentra solo, haya guardianes o no, mientras que los sirvientes de la Casa son muchos.
Heboric sonrió.
—¿Solo? Siempre lo ha estado.
—¿Entonces por qué tu sonrisa es la de un hombre destrozado, Manos Fantasmales?
Lloro por la humanidad. Esta familia, tan en guerra consigo misma.
—A eso, L’oric, no responderé.
—Quiero hablar ahora a solas con Manos Fantasmales —declaró Sha’ik.
Pero Heboric negó con la cabeza.
—Ya he terminado de hablar, por ahora, incluso con vos, elegida. Diré una cosa y nada más: tened fe en el señor de la Baraja. Él responderá a la Casa de Cadenas. Responderá.
Heboric, que se sentía mucho más viejo de lo que dictaba el calendario, se puso en pie. Hubo una conmoción de movimiento a su lado y después la mano de la joven Felisin se posó en su antebrazo. El anciano dejó que la chica lo sacara de la cámara.
En el exterior había caído la tarde, marcada por los gritos de las cabras a las que conducían a los corrales. Al sur, a las afueras de la ciudad, se oía el sonido profundo de los cascos de los caballos. Kamist Reloe y Korbolo Dom se había ausentado de la reunión para supervisar los ejercicios de las tropas. Adiestramiento realizado al estilo malazano, que Heboric tenía que admitir que era la única expresión de brillantez del puño renegado hasta el momento. Por primera vez, un ejército malazano se encontraría a un igual en todo, salvo las municiones moranthianas. La táctica y la disposición de las fuerzas serían idénticas, lo que garantizaría que solo el número decidiría el día. A la amenaza de las municiones se respondería con hechicería, pues el ejército del Torbellino poseía un cuadro completo de magos supremos mientras que Tavore no tenía ninguno, al menos que ellos supieran. Los espías de Aren habían observado la presencia de los dos niños wickanos, Nada y Menos, pero ambos, según se afirmaba, habían quedado muy afectados por la muerte de Coltaine.
¿Pero para qué necesitaría magos? Lleva una espada de otataralita, después de todo. Aun así, su influencia anuladora no se puede extender sobre todo su ejército. Mi querida Sha’ik, quizá hasta puedas derrotar a tu hermana, después de todo.
—¿Adónde te gustaría ir, Manos Fantasmales? —preguntó Felisin.
—A mi casa, muchacha.
—No es eso a lo que me refería.
El hombre ladeó la cabeza.
—No sé…
—Si es cierto que no sabes, entonces yo he visto tu camino antes que tú y eso me cuesta creerlo. Debes irte de aquí, Manos Fantasmales. Debes desandar tus pasos, o lo que te persigue te matará…
—¿Y eso importa? Muchacha…
—¡Mira más allá de ti por un momento, viejo! Hay algo dentro de ti. Atrapado en tu carne mortal. ¿Qué pasará cuando tu carne se derrumbe? —El antiguo sacerdote se quedó callado un largo instante.
—¿Cómo puedes estar tan segura? —preguntó después—. Mi muerte podría limitarse a anular el riesgo de huida… Podría cerrar el portal, dejarlo tan sellado como estaba antes…
—Porque no hay vuelta atrás. Está aquí, el poder que hay detrás de esas manos fantasmales tuyas, no la otataralita, que se está desvaneciendo, siempre desvaneciéndose…
—¿Desvaneciéndose?
—¡Sí, desvaneciéndose! ¿No han empeorado tus sueños y visiones? ¿No te has dado cuenta de por qué? Sí, mi madre me lo ha contado; en la isla Otataral, en el desierto, esa estatua. Heboric, se creó una isla entera de otataralita para contener esa estatua, para mantenerla prisionera. Pero tú le has dado un medio para escapar; con eso, a través de tus manos. ¡Debes regresar!
—¡Basta! —gruñó él al tiempo que apartaba la mano femenina de un tirón—. Dime, ¿también te habló de ella misma durante ese viaje?
—Lo que era antes ya no importa…
—¡Oh, pero es que importa, muchacha! ¡Importa!
La tentación estuvo a punto de abrumarlo. ¡Porque ella es malazana! ¡Porque es la hermana de Tavore! Porque esta guerra ya no es la del torbellino, se la han arrebatado, la ha tergiversado algo más poderoso, ¡los lazos de sangre que nos unen a todos en las cadenas más ceñidas y duras de todas! ¿Qué posibilidad tiene una diosa rabiosa contra eso?
Pero en lugar de todo eso, el hombre no dijo nada.
—Debes emprender el viaje —dijo Felisin en voz baja—. Pero lo sé, no lo puedes hacer solo. No, yo iré contigo…
El exsacerdote se apartó tambaleándose de sus palabras y negó con la cabeza. Era una idea horrible, una idea aterradora. Y, sin embargo, de una perfección brutal, una pesadilla de sincronización.
—¡Escucha! No tenemos que ser solo tú y yo, buscaré a alguien más. Un guerrero, un protector leal…
—¡Basta! ¡Se acabó! —Y sin embargo eso se la llevará de aquí, lejos de Bidithal y sus espeluznantes deseos. Se la llevará de aquí… lejos de la tormenta que se avecina—. ¿Con quién más has hablado de esto? —le preguntó.
—Con nadie, pero pensé… Leoman. Él podría elegir para nosotros a alguien del pueblo de Mathok…
—Ni una palabra, muchacha. Ahora no. Todavía no.
La mano de la joven se aferró al brazo del antiguo sacerdote una vez más.
—No podemos esperar demasiado, Manos Fantasmales.
—Todavía no, Felisin. Ahora, llévame a casa, por favor.
—¿Vendrás conmigo, toblakai?
Karsa apartó la mirada de la cara de piedra de Urugal. El sol se había puesto con su brusquedad característica y las estrellas brillaban en el cielo. Las serpientes habían empezado a dispersarse, empujadas al interior del silencio misterioso del bosque en busca de comida.
—¿Quieres que corra a tu lado y junto a tus enclenques caballos, Leoman? No hay monturas teblor en esta tierra. Nada que iguale mi tamaño…
—¿Monturas teblor? En realidad, amigo mío, en eso te equivocas. Bueno, aquí no, es cierto, como dices. Pero al oeste, en el Jhag Odhan, hay caballos salvajes que están a tu altura. Salvajes ahora, en cualquier caso. Son caballos jhag, criados hace mucho tiempo por los jaghut. Bien podría ser que tus monturas teblor sean de la misma raza, había jaghut en Genabackis, después de todo.
—¿Por qué no me has contado esto antes?
Leoman bajó la mano derecha al suelo y observó a la cuello-disparado que se desenroscaba de su brazo.
—En realidad esta es la primera vez que mencionas que los teblor poseíais caballos. Toblakai, no sé prácticamente nada de tu pasado. Aquí nadie lo sabe. No eres un hombre muy locuaz. Tú y yo, siempre hemos viajado a pie, ¿no es cierto?
—El Jhag Odhan. Eso está más allá de Raraku.
—Sí. Gira al oeste al atravesar el torbellino y llegarás a los acantilados, a la costa accidentada del antiguo mar que en otro tiempo llenó este desierto. Continúa adelante hasta que llegues a una pequeña ciudad, Lato Revae. Justo al oeste se encuentra la punta de las montañas Thalas. Rodea el borde sur, siempre rumbo al oeste, hasta que llegues al río Ugarat. Hay un vado al sur de Y’Ghatan. Una vez al otro lado, ve al oeste, al sur y al oeste, durante dos semanas o más, y te encontrarás en el Jhag Odhan. Oh, tiene cierta gracia, en otro tiempo hubo bandas nómadas de jaghut allí. De ahí el nombre. Pero esos jaghut eran seres perdidos. Los habían perseguido durante tanto tiempo que eran poco más que salvajes.
—¿Y todavía están allí?
—No. Los logros t’lan imass los masacraron. No hace mucho tiempo.
Karsa hizo una mueca y enseñó los dientes.
—T’lan imass. Un nombre del pasado teblor.
—No tan antiguo, en realidad —murmuró Leoman, después se irguió—. Pide permiso a Sha’ik para viajar a Jhag Odhan. Serías un espectáculo impresionante en el campo de batalla, a lomos de un caballo jhag. ¿Los tuyos luchaban a caballo o se limitaban a usarlo como transporte?
Karsa sonrió en la oscuridad.
—Haré como dices, Leoman. Pero el viaje llevará mucho tiempo, no me esperes. Si tú y tus exploradores seguís más allá del torbellino cuando regrese, saldré con mi caballo a buscarte.
—De acuerdo.
—¿Qué hay de Felisin?
Leoman se quedó callado por un momento antes de contestar.
—Manos Fantasmales ha sido alertado de la… amenaza.
Karsa lanzó un gruñido burlón.
—¿Y eso de qué servirá? Debería matar a Bidithal y acabar de una vez.
—Toblakai, es algo más que tú lo que inquieta a Manos Fantasmales. No creo que vaya a permanecer en el campamento mucho tiempo más. Y cuando se vaya, se llevará a la niña con él.
—¿Y esa es una opción mejor? No será otra cosa que su enfermera.
—Durante un tiempo, quizá. Enviaré a alguien con ellos, por supuesto. Si Sha’ik no te necesitara, o al menos eso cree, te lo pediría a ti.
—Una locura, Leoman. Ya he viajado una vez con Manos Fantasmales. No lo haré otra vez.
—Tiene verdades que te interesan, toblakai. Un día, tendrás que buscarlo. Podrías incluso necesitar su ayuda.
—¿Ayuda? No necesito la ayuda de nadie. Dices cosas desagradables. No quiero oírlas más.
La sonrisa de Leoman fue visible en la oscuridad.
—Eres como siempre has sido, amigo mío. ¿Cuándo harás tu viaje al Jhag Odhan, entonces?
—Partiré mañana.
—Entonces será mejor que envíe recado a Sha’ik. Quién sabe, quizá hasta se digne a verme en persona, con lo que hasta bien podría conseguir poner fin a su distracción con esa tal Casa de Cadenas.
—¿Esa qué?
Leoman hizo un gesto despectivo con la mano.
—La Casa de Cadenas. Un nuevo poder en la baraja de Dragones. Es de lo único que hablan estos días.
—Cadenas —murmuró Karsa al tiempo que se volvía para mirar a Urugal—. Me desagradan tanto las cadenas…
—¿Te veré por la mañana, toblakai? ¿Antes de que partas?
—Me verás.
Karsa escuchó irse al hombre. Su mente era un caos. Cadenas. Lo perseguían, lo habían perseguido desde que Bairoth, Delum y él habían salido de la aldea. Quizá desde antes incluso. Las tribus elaboraban sus propias cadenas, después de todo. Como lo hacían los parentescos familiares, los compañeros, los relatos con sus lecciones sobre el honor y el sacrificio. Y cadenas también entre los teblor y sus siete dioses. Entre mis dioses y yo. Cadenas de nuevo, ahí, en mis visiones; los muertos que he asesinado, las almas que Manos Fantasmales dice que arrastro tras de mí. A lo que soy, todo lo que soy, le han dado forma todas esas cadenas.
Esta nueva Casa… ¿es la mía?
El aire del claro se hizo de repente frío, gélido incluso. Una ráfaga final, una sacudida cuando huyeron las últimas serpientes. Karsa parpadeó para concentrarse y vio el rostro endurecido de Urugal… que se despertaba.
Una presencia, allí en los agujeros oscuros de los ojos de la cara.
Karsa oyó el aullido de un viento que llenaba su mente. Mil almas gimiendo, el trueno cortante de unas cadenas. Se preparó con un gruñido para el ataque y clavó la mirada en la cara crispada de su dios.
—Karsa Orlong. Hemos esperado mucho tiempo para esto. Tres años, la construcción de este lugar sagrado. Desperdiciaste tanto tiempo en los dos desconocidos, tus amigos caídos, los que fracasaron allí donde tú no lo hiciste. Este templo no ha de santificarlo el sentimentalismo. Su presencia nos ofende. Destrúyelos esta noche.
Las siete caras estaban ya todas despiertas y Karsa podía sentir el peso de su mirada, una presión letal bajo la que acechaba algo… ávido, oscuro y lleno de júbilo.
—Por mi mano —le dijo Karsa a Urugal— os he traído a este lugar. Por mi mano se os ha liberado de vuestra prisión de roca en las tierras de los teblor; sí, no soy el tonto que creéis que soy. Me habéis guiado y ahora habéis venido. ¿Vuestras primeras palabras son de castigo? Cuidado, Urugal. Cualquiera de estas tallas puede hacerla pedazos mi mano, si así lo decidiera.
Karsa sintió la rabia de los Siete que lo golpeaba, que intentaba hacerlo encogerse bajo su arremetida, pero se plantó ante ella sin moverse ni conmoverse. El guerrero teblor que temblaba ante sus dioses había dejado de existir.
—Nos has acercado más —dijo al fin Urugal con la voz ronca—. Lo bastante como para percibir la ubicación exacta de lo que deseamos. Y allí debes ir ahora, Karsa Orlong. Has retrasado el viaje durante tanto tiempo, tu viaje a nosotros y al camino que te hemos trazado. Te has ocultado demasiado tiempo con un espíritu mezquino que no hace mucho más que escupir arena.
—Este camino, este viaje, ¿con qué fin? ¿Qué es lo que buscáis?
—Como tú, guerrero, buscamos la libertad.
Karsa se quedó callado.
Ávidos, en realidad.
Después habló.
—He de viajar al oeste. Al Jhag Odhan.
Percibió la conmoción y emoción de los dioses, después el coro de suspicacia que brotó de los siete dioses.
—¡Al oeste! Así es, Karsa Orlong. Pero ¿cómo lo sabes?
Porque, al fin, soy el hijo de mi padre.
—Partiré con el amanecer, Urugal. Y encontraré para vosotros lo que deseáis. —Notó que la presencia de los dioses se desvanecía y supo por instinto que esos dioses no estaban tan cerca de la libertad como querían que creyera. Ni eran tan poderosos.
Urugal había llamado templo a aquel claro, pero era un templo disputado y en ese momento, cuando los Siete se retiraron y desaparecieron de repente, Karsa volvió la espalda poco a poco a las caras de los dioses y contempló las de aquellos a los que en realidad se había consagrado aquel lugar. Con las propias manos de Karsa. En el nombre de esas cadenas que un mortal podía llevar con orgullo.
—Mi lealtad —dijo el guerrero teblor en voz baja— estaba confundida. Yo servía solo a la gloria. Palabras, amigos míos. Y las palabras pueden revestirse de falsa nobleza. Disfrazar verdades brutales. Las palabras del pasado que vistieron a los teblor con galas de héroe, a eso servía yo. Mientras que la verdadera gloria estaba delante de mí. A mi lado. Tú, Delum Thord. Y tú, Bairoth Gild.
De la estatua de piedra de Bairoth surgió una voz lejana y cansada.
—Guíanos, caudillo.
Karsa se estremeció. ¿Lo estoy soñando? Después se irguió.
—He atraído vuestros espíritus hasta este lugar. ¿Habéis viajado en la estela de los Siete?
—Hemos viajado por tierras vacías —respondió Bairoth Gild—. Vacías, pero no estábamos solos. Desconocidos nos aguardan a todos, Karsa Orlong. Esa es la verdad que querían ocultarte. Nos han llamado. Aquí estamos.
—Nadie —dijo la voz de Delum Thord desde la otra estatua— puede derrotarte en este viaje. Tú guías al enemigo en círculos, desafías toda predicción y haces tu voluntad. Quisimos seguirte, pero no pudimos.
—¿Quién, caudillo —preguntó Bairoth, su voz más audaz— es nuestro enemigo ahora?
Karsa se irguió ante los dos guerreros uryd.
—Sed testigos de mi respuesta, amigos míos. Sed testigos.
Delum habló entonces.
—Te fallamos, Karsa Orlong. Y sin embargo nos invitas a caminar contigo una vez más. Karsa contuvo la necesidad de chillar, de desatar un grito de guerra, como si desafiando a la oscuridad que se acercaba pudiera obligarla a retroceder. No comprendía sus propios impulsos, el torrente de emociones que amenazaban con envolverlo. Se quedó mirando el retrato tallado de su alto amigo, la expresión alerta de aquellos rasgos perfectos, Delum Thord antes de que la forkassal, la forkrul assail llamada Calma lo hubiera destruido con un golpe despreocupado en un camino de montaña de un continente muy lejano.
Bairoth Gild habló entonces.
—Te fallamos. ¿Ahora nos pides que caminemos contigo?
—Delum Thord. Bairoth Gild. —La voz de Karsa era ronca—. Fui yo el que os falló a vosotros. Me gustaría ser vuestro caudillo una vez más, si me lo permitís.
Un largo momento de silencio, después respondió Bairoth.
—Al fin, algo que ansiar.
Karsa casi cayó de rodillas entonces. Dolor al fin desahogado. Su soledad había llegado a su fin. Su penitencia había terminado. El viaje iba a comenzar de nuevo. Querido Urugal, serás testigo. Oh, vaya si serás testigo.
La hoguera era poco más que un puñado de carbones moribundos. Cuando Felisin la Menor se fue, Heboric se sentó inmóvil en la oscuridad. Pasó un rato corto, después cogió una brazada de estiércol seco y preparó el fuego. La noche lo había dejado helado, hasta las manos que no veía las sentía frías, como trozos pesados de hielo al final de las muñecas.
El único viaje que le quedaba por delante era muy corto y debía realizarlo solo. Estaba ciego, pero en eso no más ciego que los demás. El precipicio de la muerte, ya fuera vislumbrado por primera vez desde lejos o descubierto con el siguiente paso, era siempre una sorpresa. Una promesa del cese repentino de preguntas, pero tampoco había respuestas esperando detrás. El cese tendría que bastar. Y así debe ser para todos los mortales. Aunque ansiemos una resolución. O un engaño incluso peor: la redención.
Y, después de tanto tiempo, él comprendía que todos los caminos, al final, de forma inevitable, se reducían a una única línea de pasos. Unos pasos que llevaban hasta el mismo borde. Y luego… adiós. Así pues, solo se estaba enfrentando a lo que todo mortal se enfrentaba. La soledad de la muerte y el regalo final del olvido que era la indiferencia.
Los dioses podían si querían disputarse su alma, reñir y pelearse por el ínfimo festín. Y si los mortales lloraban por él, era solo porque al morir les había quitado la ilusión de unidad que consuela en el viaje de la vida. Uno menos en el camino.
Un arañazo en la solapa de entrada, después alguien apartó la piel y entró.
—¿Quieres hacer de tu casa una pira, Manos Fantasmales? —La voz era la de L’oric.
Las palabras del mago supremo sobresaltaron a Heboric, que de repente se dio cuenta del sudor que le corría por la cara y de las ráfagas de calor fiero que surgían de lo que se había convertido en un fuego violento. Sin darse cuenta había alimentado las llamas con trozo tras trozo de estiércol.
—Vi el brillo, difícil no verlo, viejo. Mejor será dejarlo ya, que vaya muriendo solo.
—¿Qué quieres, L’oric?
—Admito tu reticencia a hablar de lo que sabes. No sirve de nada, después de todo, regalarles a Bidithal y Febryl los detalles. Y por tanto no te exigiré que expliques lo que has percibido respecto a ese señor de la Baraja. En lugar de eso, te propongo un intercambio, y todo lo que digamos quedará entre los dos. Nadie más sabrá nada.
—¿Por qué habría de confiar en ti? Te ocultas, incluso de Sha’ik. No das razón alguna de por qué estás aquí. En su cuadro, en esta guerra.
—Solo por eso ya deberías saber que no soy como los otros —le respondió L’oric.
Heboric emitió un gruñido burlón.
—Con eso te granjeas mi confianza menos de lo que creerías. No puede haber intercambio porque no hay nada que puedas contarme que a mí me interese oír. ¿Los ardides de Febryl? Ese hombre es un necio. ¿Las perversiones de Bidithal? Algún día una niña le clavará un cuchillo entre las costillas. ¿Korbolo Dom y Kamist Reloe? Luchan contra un Imperio que está muy lejos de estar muerto. Y tampoco los tratarán con honor cuando al fin los lleven ante la emperatriz. No, son criminales y por eso sus almas se quemarán para toda la eternidad. ¿El Torbellino? Esa diosa tiene todo mi desdén y ese desdén no hace más que crecer. Así pues, ¿qué podrías contarme tú, L’oric, que pudiera tener valor para mí?
—Solo lo único que quizá te interese, Heboric Toque de Luz. Igual que este señor de la Baraja me interesa a mí. No te engañaría con el intercambio. No, te contaría todo lo que sé de la Mano de Jade, la que se alza de las arenas de otataralita, la Mano que tú has tocado y que ahora plaga tus sueños.
—¿Cómo has podido saber tú…? —Se quedó callado. El sudor que le bañaba la frente se había quedado frío.
—¿Y cómo —replicó L’oric— puedes tú percibir tanto en una simple descripción de la carta del señor de la Baraja? No cuestionemos las cosas o nos veremos atrapados en una conversación que durará más que el propio Raraku. Bueno, Heboric, ¿empiezo yo?
—No. Ahora no. Estoy demasiado fatigado. Mañana, L’oric.
—Un retraso podría resultar… desastroso. —Después de un momento, el mago supremo suspiró—. Muy bien. Ya veo que estás agotado. Permíteme, al menos, hacerte el té.
Aquel gesto de amabilidad fue inesperado y Heboric bajó la cabeza.
—L’oric, prométeme una cosa, que cuando le llegue el último día, tú estarás muy lejos de aquí.
—Una promesa difícil. Permíteme pensarlo. Bueno, ¿dónde está el hen’bara?
—Colgado de una bolsa sobre la cazuela.
—Ah, por supuesto.
Heboric escuchó los sonidos de los preparativos, el crujido de las flores al sacarlas de la bolsa, el chapoteo del agua cuando L’oric llenó la cazuela.
—¿Sabías —murmuró el mago supremo mientras trabajaba— que algunos de los tratados eruditos sobre las sendas hablan de un triunvirato? Rashan, Thyr y Meanas.
Como si las tres tuvieran una relación muy estrecha. Y después, a su vez, se intentara vincularlas a las correspondientes sendas ancestrales.
Heboric lanzó un gruñido y después asintió.
—¿Que todas saben a lo mismo? Diría que estoy de acuerdo. Sendas tiste. Kurald esto y Kurald aquello. Las versiones humanas no pueden evitar superponerse unas a otras, confundirse entre sí. No soy ningún experto, L’oric, y creo que tú sabes más sobre el tema que yo.
—Bueno, desde luego parece que hay una insinuación mutua de temas entre Oscuridad y Sombra y, es de suponer, Luz. Una confusión entre las tres, sí. El propio Anomander Rake ha hecho valer una reclamación de propiedad sobre el trono de Sombra, después de todo…
El olor del té a medio hacer dio un tirón en la mente de Heboric.
—¿Ah, sí? —murmuró con un interés muy vago.
—Bueno, en cierto modo. Ha puesto a sus parientes a protegerlo, se supone que de los tiste edur. A los mortales nos resulta muy difícil encontrarles sentido a las historias tiste, son un pueblo muy longevo. Como bien sabes, la historia humana siempre está marcada por ciertas personalidades, que se alzan gracias a alguna cualidad o defecto para hacer pedazos el statu quo. Por suerte para nosotros, esos hombres y mujeres son muy contados y con el tiempo mueren o desaparecen. Pero entre los tiste… bueno, esas personalidades nunca se van, o eso parece. Actúan y actúan una vez más. Persisten. Escoge el peor tirano que puedas encontrar en tu conocimiento de la historia humana, Heboric, y luego imagina a esa persona como alguien prácticamente inmortal. Imagina que ese tirano vuelve una y otra vez. Con eso, ¿cómo crees que habría sido nuestra historia?
—Mucho más violenta que la de los tiste, L’oric. Los humanos no son tiste. De hecho, nunca he oído hablar de un tirano tiste…
—Quizá no haya usado el término adecuado. Me refería solo, en un contexto humano, a una personalidad de un poder, o potencial, devastador. Mira este Imperio de Malaz, nacido de la mente de Kellanved, un solo hombre. ¿Y si hubiera sido eterno?
Algo en las reflexiones de L’oric había reanimado a Heboric.
—¿Eterno? —Lanzó una carcajada seca—. Pues quizá lo sea. Hay un detalle que podrías tener en cuenta, quizá más relevante que cualquier otra cosa que se haya dicho aquí. Y es que los tiste ya no son los únicos en sus maquinaciones. Ya hay humanos metidos en sus juegos, humanos que no tienen la paciencia de los tiste ni su legendario distanciamiento. Las sendas de Kurald Galain y Kurald Emurlahn ya no son puras, ya las ha corrompido la presencia humana. ¿Meanas y Rashan? Quizás estén resultando ser las puertas que llevan a Oscuridad y Sombra. O quizás el asunto sea bastante más complicado incluso, ¿cómo podemos pretender de verdad separar los temas de Oscuridad y Luz de Sombra? Son lo que decían esos eruditos, un triunvirato interdependiente. Madre, padre e hijo, una familia que siempre riñe… solo que ahora los parientes políticos y los nietos se están metiendo también.
Heboric esperó la respuesta de L’oric, curioso por saber cómo se habían recibido sus comentarios, pero no se produjo. El exsacerdote levantó la cabeza y se esforzó por concentrarse en el mago supremo…
…Que estaba sentado, inmóvil, con una taza en una mano y el mango de la cazuela del té en la otra. Inmóvil y con los ojos clavados en Heboric.
—¿L’oric? Perdona, pero no puedo discernir tu expresión…
—Me alegro —dijo el mago supremo con voz ronca—. Aquí venía yo, a intentar dar la alarma sobre los tiste que se meten en asuntos humanos y solo para que tú des la alarma en dirección contraria. Como si no fuéramos nosotros los que tenemos que preocuparnos, sino los propios tiste.
Heboric no dijo nada. Una sospecha extraña, un simple susurro, aleteó por su interior por un momento, como si le hubiera dado vida con un cosquilleo algo que había en la voz de L’oric. Después de un momento, lo desechó. Demasiado atroz, demasiado absurdo para planteárselo siquiera.
L’oric sirvió el té.
Heboric suspiró.
—Parece que se me ha de negar siempre el solaz de ese té. Háblame, pues, del gigante de jade.
—Ah, ¿y a cambio tú hablarás del señor de la Baraja?
—Sobre algunas cosas se me prohíbe elaborar…
—¿Porque se refieren al pasado secreto de Sha’ik?
—¡Por los colmillos de Fener, L’oric! ¿Quién podría estar escuchando ahora mismo nuestra conversación en este nido de ratas? Es una locura hablar…
—No hay nadie escuchando, Heboric. Me he asegurado de eso. Siempre tengo mucho cuidado con los secretos. Sé buena parte de tu historia reciente desde el comienzo…
—¿Cómo?
—Acordamos no comentar las fuentes. El caso es que nadie más sabe que eres malazano, o que eres un fugitivo de las minas de otataralita. Salvo Sha’ik, por supuesto. Puesto que ella se escapó contigo. Así pues, valoro mucho la privacidad (la de mis conocimientos y la de mis pensamientos) y siempre estoy alerta. Oh, ha habido sondeos, indagaciones con hechicería, una colección completa de hechizos que usan habitantes varios para intentar seguir el rastro de los rivales. Como ocurre cada noche.
—Entonces tu ausencia será detectada…
—Duermo tranquilo en mi tienda, Heboric, en lo que a esas indagaciones se refiere. Al igual que tú en tu tienda. Los dos solos. Inofensivos.
—Entonces estás más que a la altura de sus hechicerías. Lo que te convierte en más poderoso que cualquiera de ellos. —Oyó tanto como vio el encogimiento de hombros de L’oric y tras un momento, el exsacerdote suspiró—. Si deseas detalles sobre Sha’ik y este nuevo señor de la Baraja, entonces debemos reunirnos los tres. Y para que eso ocurra, tendrás que revelarle a la elegida más de tu persona de lo que quizá desees.
—Dime una cosa, al menos. Este nuevo señor, ¿lo crearon tras el desastre malazano en Genabackis? ¿O acaso lo niegas? Ese puente sobre el que se encuentra, revela que era un abrasapuentes, o está relacionado de algún modo con ellos. Y esos guardianes fantasmales son todo lo que queda de los Abrasapuentes, pues los aniquilaron en el Dominio Painita.
—No puedo estar seguro de nada de eso —respondió Heboric—, pero lo que sugieres parece probable.
—Así pues, la influencia malazana no hace más que crecer, no solo en nuestro mundo mundano sino también en las sendas y ahora en la baraja de los Dragones.
—Cometes el error de tantos de los enemigos del Imperio, L’oric. Asumes que todo lo que es malazano está por fuerza unificado, en intenciones y objetivos. Las cosas son mucho más complicadas de lo que imaginas. No creo que este señor de la Baraja sea un simple sirviente de la emperatriz. De hecho, no se arrodilla ante nadie.
—Entonces, ¿para qué los guardianes Abrasapuentes?
Heboric presintió que la pregunta era capciosa, pero decidió seguirle el juego.
—Algunas lealtades desafían al propio Embozado…
—Ah, lo que significa que fue soldado en tan ilustre compañía. Bueno, las cosas están empezando a cobrar sentido.
—¿Ah, sí?
—Dime, ¿has oído hablar de un caminante espiritual llamado Kimloc?
—El nombre me resulta vagamente conocido. Pero no de por aquí. ¿Karakarang? ¿Rutu Jelba?
—Ahora reside en Ehrlitan. Su historia no viene al caso, pero por alguna razón debe de haber entrado hace poco en contacto con un abrasapuentes. No hay otra explicación para lo que ha hecho. Les ha dado una canción, Heboric. Una canción tanno y, ya ves qué curioso, empieza aquí. En Raraku. Raraku, amigo mío, es el lugar de nacimiento de los Abrasapuentes. ¿Sabes la trascendencia que tiene una canción así?
Heboric se dio la vuelta, miró el fuego y su calor seco y no dijo nada.
—Por supuesto —continuó L’oric después de un momento—, esa trascendencia ha disminuido ahora un tanto, ya que los Abrasapuentes ya no existen. No puede haber santificación…
—No, supongo que no —murmuró Heboric.
—Para que la canción se santifique, un abrasapuentes tendría que regresar a Raraku, al lugar donde nació la compañía. Y eso ahora no parece muy probable, ¿verdad?
—¿Por qué es necesario que un abrasapuentes regrese a Raraku?
—La hechicería tanno es… elíptica. La canción tiene que ser como una serpiente que se muerde la cola. La canción de Kimloc sobre los Abrasapuentes ahora mismo no tiene final. Pero se ha cantado, y por tanto vive. —L’oric se encogió de hombros—. Es como un hechizo que continúa activo y aguarda una resolución.
—Háblame del gigante de jade.
El mago supremo asintió. Sirvió el té y puso la taza delante de Heboric.
—El primero se encontró en las profundidades de las minas de otataralita…
—¡El primero!
—Sí. Y el contacto resultó, para aquellos mineros que se aventuraron a acercarse demasiado, fatal. O más bien, los hizo desaparecer. Sin dejar rastro. Se han descubierto secciones de otros dos gigantes, las tres vetas están ahora selladas. Estos gigantes son… intrusos en nuestro mundo. Procedentes de algún otro reino.
—Llegan aquí —murmuró Heboric— y solo para que los envuelvan en cadenas de otataralita.
—Ah, tú tampoco careces de conocimientos, entonces. Así es, parece que su llegada, cada vez, se ha anticipado de algún modo. Alguien, o algo, se está asegurando de que la amenaza que suponen estos gigantes quede anulada…
Pero Heboric negó con la cabeza al oír eso.
—No, creo que te equivocas, L’oric. Es el mismo pasaje, el portal por el que viene cada gigante, el que crea la otataralita.
—¿Estás seguro?
—Por supuesto que no. Son demasiados los misterios que rodean la naturaleza de la otataralita para tener la certeza de algo. Hubo una erudita, se me ha olvidado el nombre, que sugirió una vez que la otataralita la crea la aniquilación de todo lo que es necesario para que funcione la hechicería. Como la escoria cuando se quema todo el mineral. Lo llamó el drenado absoluto de energía, la energía que existe por derecho en todas las cosas, ya sean animadas o no.
—¿Y tenía esa mujer una teoría sobre cómo podía ocurrir?
—Quizá la magnitud de la hechicería desatada, un conjuro que consume toda la energía de la que se alimenta.
—Pero ni siquiera los dioses podrían blandir semejante magia.
—Cierto, pero creo que es posible… a través de un ritual como el que un cuadro o ejército de hechiceros mortales podría lograr.
—Al modo del ritual de Tellann —asintió L’oric—. Sí.
—O bien —dijo Heboric en voz baja mientras cogía la taza— la invocación del dios Tullido… L’oric se quedó inmóvil y clavó los ojos en el exsacerdote tatuado. No dijo nada durante un buen rato mientras Heboric se tomaba el té de hen’bara. Al fin habló. —Muy bien, hay una última información que te voy a dar; comprendo ahora que es necesario, que es muy necesario que te la dé, aunque… revelará mucho de mi persona.
Heboric se quedó sentado y escuchó, y mientras L’oric continuaba hablando, los confines de su escuálida choza se redujeron a la insignificancia, el calor de la hoguera dejó de envolverlo hasta que la única sensación que le quedaba procedía de las manos fantasmales. Juntas, allí, al final de las muñecas, se convirtieron en el peso del mundo.
El sol naciente lavaba todos los tonos del cielo oriental. Karsa comprobó sus provisiones una última vez, los alimentos y las botas de agua, los objetos adicionales y los avíos necesarios para sobrevivir en una tierra calurosa y árida. Un equipo muy diferente del que había llevado buena parte de su vida. Hasta la espada era diferente, el árbol de hierro era más pesado que la madera de palosangre, el borde más tosco aunque casi igual de duro (pero no tanto). No hendía el aire con la facilidad de su espada de palosangre engrasada. Sin embargo, le había servido bastante bien. Miró al cielo; los colores del amanecer ya casi habían desaparecido y el azul que tenía justo encima se desvanecía tras el polvo suspendido.
Allí, en el corazón de Raraku, la diosa del Torbellino le había robado el color al fuego del sol y había dejado el paisaje pálido y mortal. ¿Sin color, Karsa Orlong? La voz fantasmal de Bairoth Gild estaba impregnada de un humor irónico. No tanto. Es plateado, amigo mío. Y el plateado es el color del olvido. Del caos. De color plateado es cuando las últimas gotas de sangre se lavan de la hoja…
—Se acabaron las palabras —gruñó Karsa.
Leoman habló muy cerca.
—Puesto que acabo de llegar, toblakai, todavía he de hablar. ¿No deseas que me despida?
Karsa se irguió poco a poco y se echó la bolsa al hombro.
—No hace falta decir las palabras en voz alta, amigo mío, para que sean inoportunas. No hacía más que responder a mis propios pensamientos. Que estés aquí me complace. Cuando empecé mi primer viaje, hace mucho tiempo, nadie vino a presenciarlo.
—Le pregunté a Sha’ik —respondió Leoman desde donde se encontraba, a diez pasos de distancia, tras haber atravesado el hueco que dejaba el camino en el muro bajo y medio derruido; Karsa vio que los ladrillos de barro estaban, por el lado en sombra, cubiertos de rhizanos que se aferraban a ellos con las alas plegadas, los colores moteados los hacían casi idénticos al color ocre de los ladrillos—. Pero dijo que no se uniría a mí esta mañana. Y lo que es más extraño, parecía como si ya supiera de tus intenciones y no estuviera más que aguardando mi visita.
Karsa se encogió de hombros y miró a Leoman.
—Con que sea testigo uno basta. Podemos pronunciar ya nuestras palabras de despedida. No te ocultes demasiado tiempo en tu pozo, amigo mío. Y cuando salgas a caballo con tus guerreros, atente a las órdenes de la elegida, demasiados pinchazos del cuchillo pequeño pueden despertar al oso por muy profundo que sea su sueño.
—Es un oso joven y débil esta vez, toblakai.
Karsa negó con la cabeza.
—He llegado a respetar a los malazanos y temo que los despiertes y vuelvan en sí.
—Tendré en cuenta tus palabras —respondió Leoman—. Y ahora te pido que tengas en cuenta las mías. Cuidado con tus dioses, amigo mío. Si tienes que arrodillarte ante algún poder, primero contémplalo con los ojos despejados. Dime, ¿qué te dirían los tuyos para despedirte?
—«Que puedas matar a mil niños.»
Leoman se quedó pálido.
—Que tengas buen viaje, toblakai.
—Lo tendré.
Karsa sabía que Leoman no podía ver ni sentir a quienes lo flanqueaban en la brecha del muro. Delum Thord a la izquierda, Bairoth Gild a la derecha. Guerreros teblor, pintados con aceite de sangre en tonos carmesíes que ni siquiera el torbellino podía erradicar y que se adelantaron cuando el teblor giró para enfrentarse al camino del oeste.
—Guíanos. Guía a tus muertos, caudillo.
La carcajada burlona de Bairoth chasqueaba y crujía como los trozos de arcilla que se rompían bajo los mocasines de Karsa Orlong. El teblor hizo una mueca. Habría que pagar, al parecer, un precio muy alto por el honor.
No obstante, comprendió tras un momento que si tenía que haber fantasmas, era mejor encabezarlos que sufrir su persecución.
—Si es así como quieres verlo, Karsa Orlong.
A lo lejos se alzaba el muro giratorio del torbellino. Estaría bien, consideró el teblor, ver otra vez el mundo que había detrás después de tantos meses. Emprendió la marcha hacia el este al tiempo que nacía el día.
—Se ha ido —dijo Kamist Reloe cuando se acomodó en los cojines.
Korbolo Dom miró al mago, su expresión vacía no traicionaba el desdén que sentía por aquel hombre. El sitio de los hechiceros no era la guerra. Y él lo había demostrado cuando había destruido la cadena de perros. Con todo, había necesidades que plantearse y Reloe era la menor de ellas.
—Eso deja solo a Leoman —afirmó con voz profunda desde donde se encontraba, echado sobre los almohadones y cojines.
—Que parte con sus ratas dentro de unos días.
—¿Hará avanzar Febryl ahora sus planes?
El mago se encogió de hombros.
—Es difícil decirlo, pero esta mañana hay una avidez inconfundible en su mirada.
Avidez. Vaya. Otro mago supremo, otro chiflado que enarbola poderes que es mejor dejar sin explotar.
—Queda uno que quizá nos suponga la mayor amenaza de los tres: Manos Fantasmales.
Kamist Reloe lanzó un gruñido burlón.
—Un necio ciego y chocho. ¿Sabe siquiera que el té de hen’bara es la fuente de la fina tela que separa su mundo y todo aquello de lo que quisiera huir? Antes de que pase mucho tiempo, su mente se desvanecerá por completo en el interior de las pesadillas y no tendremos que preocuparnos más por él.
—Ella tiene secretos —murmuró Korbolo Dom y se inclinó hacia delante para coger un cuenco de higos—. Muchos más de los que le concedió el torbellino. Febryl continúa su camino sin mirar, sin ser consciente de su propia ignorancia. Cuando al fin se entable batalla con el ejército de la consejera, el éxito o el fracaso lo decidirán los Mataperros, mi ejército. La otataralita de Tavore derrotará al torbellino, estoy convencido. Lo único que os pido a ti, a Febryl y a Bidithal es que no me obstaculicéis cuando me ponga al mando de las fuerzas, cuando dé forma a esa batalla.
—Los dos somos conscientes —gruñó Kamist— de que esta lucha va mucho más allá del torbellino.
—Sí, así es. Más allá de Siete Ciudades, mago. No pierdas de vista nuestro objetivo final, el trono que nos pertenecerá un día.
Kamist Reloe se encogió de hombros.
—Ese es nuestro secreto, amigo mío. Solo tenemos que proceder con cautela y todos los obstáculos muy probablemente se desvanecerán ante nuestros propios ojos. Febryl mata a Sha’ik, Tavore mata a Febryl y nosotros destruimos a Tavore y a su ejército.
—Y entonces nos convertimos en los salvadores de Laseen cuando aplastemos esta rebelión por completo. Dioses, juro que veré toda esta tierra vacía de vida si es necesario. Un regreso triunfal a Unta, una audiencia con la emperatriz, después el cuchillo lleno de impulso. ¿Y quién nos va a detener? Los espolones están listos para acabar con las Garras. Whiskeyjack y los Abrasapuentes ya no existen y Dujek continúa a un continente de distancia. ¿Cómo le va al sacerdote de Jhistal?
—Mallick viaja sin oposición, siempre hacia el sur. Es un hombre listo, un hombre sabio, e interpretará su papel a la perfección.
Korbolo Dom no respondió. Despreciaba a Mallick Rel, pero no podía negar su utilidad. Con todo, no se podía confiar en él… cosa de la que el puño supremo Pormqual podría dar fe si el muy necio siguiera vivo.
—Envía a buscar a Fayelle. Quiero disfrutar de la compañía de una mujer. Déjame, Kamist Reloe.
El mago supremo dudó y Korbolo frunció el ceño.
—Está el asunto de L’oric —susurró Kamist.
—¡Entonces ocúpate de él! —le soltó Korbolo con tono brusco—. ¡Vete ya!
El mago supremo inclinó la cabeza y salió de espaldas de la tienda.
¡Hechiceros! Si pudiera encontrar un modo de destruir la magia, el napaniano no dudaría. La extinción de los poderes que podían masacrar a mil soldados en un instante les devolvería el destino de los mortales a los propios mortales y eso no podía más que ser bueno. La muerte de las sendas, la disolución de los dioses a medida que su recuerdo y el recuerdo de sus intromisiones se fueran desvaneciendo poco a poco, la atrofia de toda la magia… El mundo entonces pertenecería a hombres como el propio Korbolo. Y el imperio al que él daría forma no permitiría ambigüedad ni ambivalencia.
Sin oposición a su voluntad, el napaniano podría terminar, de una vez por todas, con el estruendo disonante que plagaba a la humanidad, en ese momento y a lo largo de toda la historia.
Traeré el orden. Y con esa unidad, conseguiremos que el mundo se deshaga de todas las demás razas, de todos los demás pueblos, derrotaremos y aplastaremos todas las visiones discordantes, pues al final solo puede haber un único camino, un único modo de vivir, de gobernar este reino. Y ese modo me pertenece a mí.
Un buen soldado sabía que el éxito estaba en la planificación cuidadosa, en los pasos graduales.
La oposición tenía una manera especial de apartarse sin que nadie se lo dijera. Ahora estás a los pies del Embozado, Whiskeyjack. Donde siempre he querido tenerte. Tú y tu maldita compañía, alimentando a los gusanos en una tierra extraña. Ya no queda nadie para detenerme…