Capítulo 4

«¿Acaso el cuerpo de un ahogado napaniano ha resurgido jamás?»

La emperatriz Laseen al mago supremo Tayschrenn (tras las desapariciones)

Vida de la emperatriz Laseen

Abelard

Había aldeas en el camino de la costa, por lo general en el interior, como si los habitantes no quisieran saber nada del mar. Unas cuantas moradas de adobe, corrales endebles, cabras, perros y figuras de piel oscura ocultas en ropajes hasta los pies de tela decolorada por el sol. Las caras ocultas seguían al teblor y al daru desde las puertas, pero aparte de eso, no se movían.

Al cuarto día, en la quinta de tales aldeas, encontraron la carreta de un mercader detenida en la plaza del mercado casi vacía, y Torvald se las arregló para adquirir, por un puñado de plata, una espada antigua, de empuñadura pesada y una hoja curva pronunciada. El mercader también tenía rollos de tela a la venta, pero nada de ropa ya hecha. La empuñadura de la espada se cayó hecha pedazos poco después.

—Tengo que encontrar un artesano que talle madera —dijo Torvald después de una prolongada y bastante elaborada sarta de maldiciones. Bajaban una vez más por el camino y el sol caía sobre ellos con fiereza desde un cielo sin nubes. El bosque se había hecho menos denso a ambos lados, era más bajo, disperso y polvoriento, y les permitía contemplar el agua turquesa del mar Otataral a su derecha y los tonos pardos del horizonte ondulado del interior—. Y juraría que ese mercader entendía malazano, a pesar de lo mal que lo hablo. Solo que no quiso admitirlo.

Karsa se encogió de hombros.

—Los soldados malazanos de Genabaris decían que Siete Ciudades se iba a rebelar contra sus ocupantes. Por eso los teblor no hacen conquistas. Mejor que el enemigo se guarde sus tierras, para que podamos atacarlas una y otra vez.

—No es la costumbre imperial —respondió el daru mientras sacudía la cabeza—. Posesión y control son como dos apetitos insaciables para algunas personas. Oh, no cabe duda de que a los malazanos se les ha ocurrido un sinfín de modos para justificar sus guerras de expansión. Es bien sabido que Siete Ciudades era un nido de ratas plagada de feudos y guerras civiles que dejaban a la mayor parte de la población sufriendo y sumida en la miseria, muerta de hambre bajo los tacones de grasientos caudillos y reyes-sacerdotes corruptos. Y que, con la conquista malazana, los matones terminaron ensartados contra las murallas de la ciudad o huidos. Y las tribus más salvajes ya no bajan de las colinas para hacer estragos entre sus parientes más civilizados. Y la tiranía de los sacerdocios quedó hecha añicos, lo que puso fin a los sacrificios humanos y la extorsión. Y, por supuesto, los mercaderes nunca han sido más ricos ni han estado más seguros en estos caminos. Así que, mirándolo bien, esta tierra está lista para rebelarse.

Karsa se quedó mirando a Torvald durante un largo rato.

—Sí —dijo después—, entiendo lo que dices.

El daru sonrió.

—Estás aprendiendo, amigo mío.

—Las lecciones de la civilización.

—Justo. No sirve de mucho intentar encontrar razones para entender por qué la gente hace lo que hace, o siente lo que siente. El odio es una hierba mala y perniciosa, arraiga en cualquier tipo de suelo y se alimenta de sí mismo.

—Con palabras.

—Así es, con palabras. Forma una opinión, exprésala con la frecuencia suficiente y muy pronto todo el mundo te estará dando la razón a ti, y después se convertirá en una convicción, alimentada por una cólera irracional y defendida con las armas del miedo. En ese punto, las palabras se convierten en inútiles y solo te queda una lucha a muerte.

Karsa lanzó un gruñido.

—Una lucha más allá de la muerte, diría yo.

—Cierto. Generación tras generación.

—¿Son todos en Darujhistan como tú, Torvald Nom?

—Más o menos. Unos malnacidos conflictivos. Nos crecemos con las discusiones, lo que significa que nunca pasamos de usar palabras. Nos encantan las palabras, Karsa, tanto como a ti te gusta cortar cabezas y coleccionar orejas y lenguas. Baja por cualquier calle, de cualquier distrito, y todos con los que hables tendrán una opinión diferente, sea cual sea el tema. Incluso sobre la posibilidad de que los conquisten los malazanos. Estaba pensando, hace un momento, en ese tiburón que se asfixiaba con el cuerpo de Borrug. Sospecho que si Darujhistan se convirtiera alguna vez en parte del Imperio de Malaz, el Imperio será como ese tiburón, y Darujhistan como Borrug. Asfixiaremos a la bestia que nos trague.

—Ese tiburón tardó mucho en asfixiase.

—Eso es porque Borrug estaba demasiado muerto para decir nada sobre el tema.

—Una distinción interesante, Torvald Nom.

—Por supuesto. Los daru somos un pueblo sutil.

Se estaban acercando a otra aldea, que se diferenciaba de las anteriores por las que habían pasado porque tenía una muralla baja de piedra que la rodeaba. Tres grandes edificios de piedra caliza se alzaban en el centro. Cerca había un corral repleto de cabras que se quejaban con estrépito del calor.

—Se diría que deberían estar por ahí sueltas —comentó Torvald cuando se acercaron.

—A menos que estén a punto de matarlas.

—¿A todas?

Karsa olisqueó el aire.

—Huelo caballos.

—Yo no veo ninguno.

El camino se estrechaba en la muralla y salvaba una zanja antes de atravesar un arco inclinado y medio derruido. Karsa y Torvald cruzaron el puente, pasaron bajo el arco y salieron a la calle principal de la aldea.

No había nadie a la vista. No del todo inusual, ya que los aldeanos por lo general se metían en sus casas ante la llegada del teblor, aunque en este caso las puertas de las moradas estaban bien cerradas y no había ni una contraventana abierta.

Karsa sacó su espada de palosangre.

—Nos hemos metido en una emboscada —dijo.

Torvald suspiró.

—Creo que tienes razón. —Había envuelto la espiga de la espada en las correas de cuero de sobra que había sacado de la alforja, un esfuerzo temporal y no del todo eficaz para convertir el arma en algo útil. El daru sacó la cimitarra de la vaina de madera agrietada.

Al otro extremo de la calle, tras los edificios grandes, aparecieron unos jinetes. Una docena, después dos y luego tres. Iban cubiertos de la cabeza a los pies en ropajes sueltos de color azul oscuro, con las caras ocultas tras unos pañuelos. Unos arcos cortos y curvos, con las flechas preparadas, apuntaban a Karsa y Torvald.

Detrás de ellos se oyeron los cascos de unos caballos que los hicieron girarse para ver una veintena de jinetes más que pasaban bajo el arco, algunos con arcos, otros con lanzas.

Karsa frunció el ceño.

—¿Son muy eficaces esos arcos diminutos? —le preguntó al daru, que seguía a su lado.

—Lo suficiente para meter las flechas por cotas de malla —respondió Torvald mientras bajaba la espada—. Y, de todos modos, nosotros no llevamos armadura.

Un año antes Karsa habría atacado de todos modos, pero en ese momento se limitó a colgarse la espada del hombro otra vez.

Los jinetes que tenían detrás se acercaron y después desmontaron. Unos cuantos se acercaron con cadenas y grilletes.

—Beru nos libre —murmuró Torvald—, otra vez no.

Karsa se encogió de hombros.

Ninguno de los dos se resistió cuando les colocaron los grilletes en las muñecas y los tobillos. Costó un poco en el caso del teblor; cuando los grilletes se cerraron con un chasquido, los tenía tan apretados que le cortaban la circulación de las manos y los pies.

Torvald, al verlo, habló en malazano.

—Esos habrá que cambiarlos, no vaya a ser que pierda los apéndices…

—No hay ni que considerarlo —dijo una voz conocida desde la entrada de uno de los edificios más grandes. Silgar, seguido por Damisk, salió a la calle polvorienta—. Desde luego que perderás las manos y los pies, Karsa Orlong, cosa que debería poner fin de una vez por todas a la amenaza que representas. Por supuesto, eso hará disminuir mucho tu valor como esclavo, pero estoy dispuesto a aceptar la pérdida.

—¿Así nos pagas haber salvado vuestras miserables vidas? —preguntó Torvald.

—Bueno, sí, así es. Es un pago. Por la pérdida de la mayoría de mis hombres. Por el arresto de los malazanos. Por un sinfín de escarnios más que no me molestaré en apuntar, ya que estos arak, miembros de tan estimada tribu, están bastante lejos de casa y, dado que no son demasiado bienvenidos en este territorio, están impacientes por partir.

Karsa ya no podía sentir las manos ni los pies. Cuando uno de los arak lo empujó, el teblor tropezó y después cayó de rodillas. Un grueso knut lo golpeó en un lado de la cabeza. Una cólera súbita se apoderó del teblor. Disparó el brazo derecho, arrancó la cadena de las manos de un arak y la lanzó con todas sus fuerzas contra la cara de su atacante. El hombre chilló.

Los otros cayeron sobre él empuñando knuts, porras hechas de pelo negro trenzado, hasta que Karsa se derrumbó sin sentido en el suelo.

Cuando por fin recuperó la conciencia había caído la tarde. Lo habían atado a una especie de plataforma hecha con tablones, que en ese momento estaban desenganchando de una reata de caballos delgados de patas largas. La cara de Karsa era una masa de cardenales y tenía los ojos tan hinchados que casi no podía abrirlos, su lengua y el interior de la boca estaban llenos de cortes y arañazos hechos por sus propios dientes. Bajó la cabeza y se miró las manos. Las tenía azules, con las puntas de los dedos casi negras. Eran pesos muertos en los extremos de los miembros, igual que los pies.

La tribu estaba montando el campamento a corta distancia del camino de la costa. Al oeste, al borde mismo del horizonte, se percibía el fulgor amarillo y sin brillo de una ciudad.

Los arak habían encendido media docena de fuegos pequeños, casi sin humo, usando algún tipo de estiércol como combustible. Karsa vio, a veinte pasos de distancia, al mercader de esclavos y a Damisk sentados entre un grupo de nativos. La hoguera que el teblor tenía más cerca la estaban usando para cocinar unos pinchos colgados en los que habían ensartado tubérculos y carne.

Torvald estaba sentado cerca, trabajando en algo en la oscuridad. Ninguno de los arak parecía estar prestándoles atención alguna a los dos esclavos.

Karsa siseó.

El daru lo miró.

—No sé tú —susurró—, pero yo tengo un calor que me muero. Tengo que quitarme esta ropa. Estoy seguro de que tú también tienes calor. Dentro de un momento me acerco y te ayudo. —Se oyó un leve desgarro de costuras—. ¡Al fin! —murmuró Torvald mientras se arrancaba la túnica. Desnudo, empezó a acercarse poco a poco a Karsa—. No te molestes en intentar decir nada, amigo mío. Me sorprende que puedas respirar siquiera con la paliza que te han dado. En cualquier caso, necesito tu ropa.

Se acercó al teblor, echó una mirada a los arak (ninguno de los cuales lo había visto) y después levantó los brazos y empezó a tirar de la túnica de Karsa. No había más que una simple costura que ya se había estirado y rasgado por varios sitios. Mientras trabajaba, Torvald continuó susurrando.

—Hogueras pequeñas. Sin humo. Acampan en una cuenca a pesar de los insectos. Hablan en susurros, en voz muy baja. Y las palabras de Silgar, esos estúpidos alardes; si los arak lo hubieran entendido, seguramente lo habrían desollado vivo allí mismo, al muy idiota. Bueno, de su estupidez nació mi brillante idea, como pronto verás. Supongo que me costará la vida, pero te juro que me quedaré aunque sea como fantasma solo para ver lo que pasa. Ah, hecho. Y deja de temblar, así no ayudas.

Le quitó a Karsa la andrajosa túnica y se la llevó a su posición original. Después arrancó puñados de hierba del suelo hasta que tuvo dos grandes montones. Hizo un par de fardos rellenando las dos túnicas con la hierba. Le lanzó una sonrisa a Karsa y gateó hasta la hoguera más cercana arrastrando los fardos.

Los empujó contra los trozos brillantes de estiércol y después se retiró.

Karsa observó que el primero se prendía y después el otro. Las llamas estallaron en el aire y un rugido de chispas y unas briznas de hierba serpentinas se alzaron por el cielo.

Gritos de los arak, figuras que se precipitaban y cogían como podían puñados de tierra, pero no había mucha en aquella cuenca, solo guijarros y arcilla dura secada por el sol. Encontraron algunas mantas de los caballos y las tiraron sobre las vivas llamas.

El pánico que barrió después a la pequeña tribu dejó a los dos esclavos sin casi atención alguna cuando los arak se apresuraron a desmontar el campamento, guardar las provisiones y ensillar los caballos. Y lo que no dejó de oír Karsa fue una única palabra repetida numerosas veces, una palabra llena de miedo: Gral.

«Gral.»

Silgar apareció mientras los arak reunían a los caballos con el rostro encolerizado.

—Por eso, Torvald Nom, acabas de perder la vida…

—No llegarás a Ehrlitan —predijo el daru con una sonrisa dura.

Se acercaban tres nativos arak con unos cuchillos de hoja curva en las manos.

—Disfrutaré viendo cómo te rebanan la garganta —dijo Silgar.

—Los gral llevan mucho tiempo tras estos malnacidos, mercader de esclavos. ¿No te habías dado cuenta? Bueno, yo nunca había oído hablar de los gral, pero todos y cada uno de tus amigos arak se han meado en las hogueras y hasta un daru como yo sabe lo que eso significa: no esperan sobrevivir a esta noche y ni uno solo quiere soltar la vejiga cuando muera. Un tabú de Siete Ciudades, me imagino…

El primer arak llegó junto a Torvald y estiró una mano de repente para coger al daru por el pelo, echó hacia atrás la cabeza de Torvald y levantó el cuchillo.

El risco que había tras los arak se llenó de repente de figuras oscuras que caían sin ruido sobre el campamento.

El silencio de la noche quedó roto por los gritos.

El arak se agachó antes de que Torvald gruñera y atravesó la garganta del daru con el cuchillo. La sangre salpicó la arcilla dura. El nativo se irguió y se dio media vuelta para correr a por su caballo. No pudo dar ni un solo paso porque media docena de figuras salieron de la oscuridad, silenciosos como fantasmas. Se oyó un extraño latigazo y Karsa vio la cabeza del arak rodarle de los hombros. Sus dos compañeros habían caído ya.

Silgar ya había echado a correr. Cuando una figura se alzó ante él, disparó con los brazos. Una oleada de hechicería golpeó a su atacante y tiró al hombre al suelo, donde se retorció por un momento, atenazado por una magia crujiente, antes de que le explotara la carne.

Unos alaridos hendieron el aire. El mismo latigazo resonó en la negrura, por todas partes. Los caballos chillaron.

Karsa apartó la mirada de la escena de la masacre y miró el cuerpo derrumbado de Torvald. Para su asombro, el daru seguía moviéndose, los pies abrían surcos entre los guijarros y se había llevado las dos manos a la garganta.

Silgar regresó junto a Karsa, su rostro delgado brillaba de sudor. Damisk apareció tras él y el mercader de esclavos le hizo un gesto al guardia tatuado para que se adelantara.

Damisk sostenía un cuchillo en la mano y cortó de inmediato las ataduras que sujetaban a Karsa a los travesaños de madera.

—Tú no lo vas a tener tan fácil —siseó el guardia—. Nos vamos. Huimos por una senda y te llevamos con nosotros. Silgar ha decidido convertirte en su juguete. Una vida entera de tortura…

—Deja de farfullar —le soltó Silgar—. ¡Están casi todos muertos! ¡Date prisa!

Damisk cortó la última cuerda.

Karsa se echó a reír y consiguió pronunciar unas palabras.

—¿Qué quieres que haga ahora? ¿Correr?

Silgar se acercó con una mueca de desdén. Hubo una llamarada de luz azul y los tres se hundieron en un agua fétida y cálida.

Incapaz de nadar y con el peso de las cadenas arrastrándolo al fondo, Karsa se hundió en las profundidades negras. Sintió un tirón en las cadenas y después vio un segundo destello de luz chillona.

La cabeza, después la espalda, chocaron contra un empedrado duro. Aturdido, rodó de lado. Silgar y Damisk, los dos tosiendo, estaban arrodillados cerca. Se encontraban en una calle flanqueada por un lado por unos enormes almacenes y por otro, por malecones de piedra y barcos amarrados. En ese momento no había nadie más a la vista.

Silgar escupió antes de hablar.

—Damisk, quítale esos grilletes, no tiene ninguna marca a fuego que lo identifique como criminal, así que los malazanos no lo verán como un esclavo. No me van a arrestar otra vez, no después de todo esto. Este cabrón es nuestro, pero tenemos que sacarlo de la calle. Tenemos que escondernos.

Karsa vio que Damisk se arrastraba hasta su lado y manoseaba unas llaves. Observó que el nathii abría los grilletes y se los sacaba de las muñecas y después de los tobillos. Un momento después, el dolor lo golpeó cuando la sangre volvió a fluir por la carne casi muerta. El teblor gritó.

Silgar desató la magia una vez más, una oleada que descendió sobre el teblor como una manta… que él se arrancó con una facilidad impensable; sus gritos atravesaron el aire como un cuchillo, reverberaron en los edificios cercanos y resonaron por todo el atestado puerto.

—¡Eh, ahí! —Palabras en malazano, un bramido y después el estrépito metálico de unos soldados con armadura que se acercaban corriendo.

—¡Un esclavo huido, señores! —se apresuró a decir Silgar—. Acabamos de capturarlo otra vez, como pueden ver…

—¿Un esclavo huido? Veamos la marca…

Fueron las últimas palabras de las que Karsa tuvo conciencia antes de que el dolor de las manos y los pies lo hundiera otra vez en la nada.

Despertó al oír unas palabras malazanas que pronunciaban justo encima de él.

—Extraordinario. Jamás he visto una curación natural parecida. Las manos y los pies… esos grilletes los llevó puestos un largo tiempo, sargento. En un hombre normal se los estarían cortando ahora mismo.

Habló otra voz.

—¿Son todos los fenn como este?

—No que yo sepa. Suponiendo que sea fenn.

—Bueno, ¿y qué otra cosa iba a ser? Es tan alto como dos dalhonesios juntos.

—No sabría decirle, sargento. Antes de que me enviaran aquí, el único sitio que conocía bien eran seis calles llenas de recodos de Li Heng. Hasta los fenn no eran más que un nombre y una descripción vaga que afirmaba que eran gigantes. Gigantes que, además, nadie ha visto desde hace décadas. El caso es que este esclavo estaba en muy mal estado cuando lo trajeron. Le habían dado una buena paliza y alguien le propinó un puñetazo en las costillas con la fuerza suficiente como para romper algún que otro hueso. No me gustaría hacer enfadar al responsable. Con todo, la hinchazón de la cara ya le ha bajado (a pesar de lo que le acabo de hacer yo) y los cardenales casi se están desvaneciendo, los muy puñeteros, delante de nosotros.

Karsa siguió fingiendo que estaba sin sentido y oyó que el que hablaba se retiraba un poco. Después escuchó la pregunta del sargento.

—¿Así que el cabrón no corre peligro de muerte, entonces?

—No que yo vea.

—Es suficiente, sanador. Puede volver al cuartel.

—Sí, señor.

Varios movimientos, botas en las losas, el estrépito metálico de una puerta de barrotes de hierro y aún más tarde, cuando los ecos menguaron, el teblor oyó, más cerca, el sonido de una respiración.

A lo lejos brotaron gritos, vagos y apagados por los muros de piedra que los separaban, pero Karsa creyó reconocer la voz como perteneciente al mercader de esclavos, Silgar. El teblor abrió los ojos. Un techo bajo manchado de humo, no lo bastante alto como para permitirle ponerse en pie. Estaba echado en un suelo grasiento sembrado de paja. No había casi luz, aparte de un fulgor tenue que llegaba de la pasarela situada tras los barrotes de la puerta.

Le dolía la cara, un extraño escozor que le picaba en las mejillas, la frente y a lo largo de la mandíbula.

Karsa se sentó.

Había alguien más en la pequeña celda sin ventanas, acurrucado en una esquina. La figura gruñó y dijo algo en uno de los idiomas de Siete Ciudades.

A Karsa le quedaba un dolor sordo en las manos y los pies. Tenía la boca seca por dentro y le parecía que quemada, como si acabara de tragar arena caliente. Se frotó el hormigueo de la cara.

Un momento después, el hombre probó con el malazano.

—Seguramente me entenderías si fueras fenn.

—Te entiendo, pero no soy uno de esos fenn.

—Dije que da la sensación de que tu amo no está disfrutando mucho de su estancia en el cepo.

—¿Lo han arrestado?

—Por supuesto. A los malazanos les gusta arrestar a la gente. Tú no tenías ninguna marca. En ese momento. Tenerte como esclavo es, por tanto, ilegal según la ley imperial.

—Entonces deberían soltarme.

—No tendrás esa suerte. Tu amo confesó que te enviaban a las minas de otataralita. Estabas en un barco que salió de Genabaris y que tú maldijiste, dicha maldición provocó después la destrucción del barco y las muertes de la tripulación y de los infantes de marina. La guarnición local solo está convencida a medias de ese relato, pero con eso les basta; vas de camino a la isla. Igual que yo.

Karsa se levantó. El techo bajo lo obligó a mantenerse agachado, y se dirigió, cojeando, a la puerta de barrotes.

—Sí, es muy probable que puedas derribarla —dijo el desconocido—. Pero luego acabarán contigo antes de que des ni tres pasos para salir de esta cárcel. Estamos en medio del complejo de los malazanos. Además, están a punto de sacarnos fuera, en cualquier caso, para que nos unamos a la fila de prisioneros encadenados a un muro. Por la mañana nos harán marchar al malecón imperial y nos meterán en un transporte.

—¿Cuánto tiempo llevo inconsciente?

—La noche que te trajeron, el día después, la noche siguiente. Ahora es mediodía.

—¿Y el mercader de esclavos lleva en el cepo todo ese tiempo?

—Buena parte.

—Bien —gruñó Karsa—. ¿Qué hay de su compañero? ¿Lo mismo?

—Lo mismo.

—¿Y qué delito has cometido tú? —preguntó Karsa.

—Me asocio con disidentes. Por supuesto —añadió—, soy inocente.

—¿Y no puedes demostrarlo?

—¿Demostrar qué?

—Tu inocencia.

—Podría si lo fuera.

El teblor volvió la cabeza y miró a la figura agazapada en la esquina.

—¿Eres de Darujhistan, por casualidad?

—¿Darujhistan? No, ¿por qué lo preguntas?

Karsa se encogió de hombros. Pensó en la muerte de Torvald Nom. Había una frialdad que rodeaba aquel recuerdo, pero también notaba todo lo que mantenía a raya. El momento de rendirse, sin embargo, no había llegado todavía.

La puerta de barrotes estaba incrustada en un marco de hierro y el marco acoplado a los bloques de piedra por medio de grandes tornillos de hierro. El teblor le dio una sacudida. Un polvillo cayó de alrededor de los tornillos y cubrió el suelo.

—Ya veo que eres un hombre que hace caso omiso de los consejos —comentó el desconocido.

—Estos malazanos son descuidados.

—Demasiado confiados, señalaría yo. Claro que quizá no tanto. Han tenido tratos con los fenn, después los trell, los barghastianos, una multitud entera de bárbaros enormes. Son duros y más listos de lo que parecen. Le pusieron un brazalete de otataralita en el tobillo a ese mercader de esclavos; se acabó la magia para él…

Karsa se dio la vuelta.

—¿Qué es esa «otataralita» de la que habla todo el mundo?

—Un veneno para la magia.

—Y hay que extraerla de una mina.

—Sí. Por lo general es un polvo que se encuentra en capas, como la arenisca. Parece óxido.

—Nosotros arrancamos un polvo rojo de la cara de los riscos para hacer nuestro aceite de sangre —murmuró el teblor.

—¿Qué es el aceite de sangre?

—Frotamos con él las espadas y las armaduras. Para provocar la locura de batalla, lo ingerimos.

El desconocido se quedó callado un momento, aunque Karsa podía sentir los ojos del hombre clavados en él.

—¿Y la magia funciona contra vosotros?

—Los que me atacan con hechicería por lo general revelan sorpresa en el rostro… justo antes de que los mate.

—Bueno, eso sí que es interesante. Se cree que la otataralita solo se encuentra en la única isla grande que hay al este de aquí. El Imperio controla su producción. Con mano de hierro. Durante la conquista, sus magos se enteraron de los efectos por las malas, en las batallas, antes de que se implicaran los t’lan imass. Si no hubiera sido por los t’lan imass, la invasión habría fracasado. Tengo un consejo más para ti. No reveles nada de esto a los malazanos. Si descubren que hay otra fuente de otataralita, una fuente que ellos no controlan, bueno, enviarán a tu tierra natal (esté donde esté) todos los regimientos que poseen. Aplastarán a tu pueblo. Por completo.

Karsa se encogió de hombros.

—Los teblor tienen muchos enemigos.

El desconocido se incorporó poco a poco y se sentó.

—¿Teblor? ¿Así es como os llamáis? ¿Teblor? —Después de un momento, volvió a echarse y se rio sin ruido.

—¿Qué te parece tan divertido?

Una puerta exterior se abrió con un estrépito metálico y Karsa se apartó de la puerta de barrotes cuando apareció un pelotón de soldados. Los tres primeros habían desenvainado las espadas mientras que los cuatro de detrás sostenían grandes ballestas amartilladas. Uno de los espadachines se acercó a la puerta y se detuvo al ver a Karsa.

—Cuidado —les dijo a sus compañeros—, el salvaje ha despertado. —Estudió al teblor y dijo—: No hagas ninguna estupidez, fenn. A nosotros nos da igual si vives o mueres, las minas están lo bastante atestadas como para que no te echen de menos. ¿Me entiendes?

Karsa enseñó los dientes y no dijo nada.

—Eh, tú, el de la esquina, de pie. Es hora de tomar el sol.

El desconocido se levantó sin prisas. Vestía poco más que unos cuantos andrajos. Delgado y de piel oscura, sus ojos eran de un sorprendente color azul claro.

—Exijo un juicio justo, como es mi derecho bajo la ley imperial.

El guardia se echó a reír.

—Déjalo ya. Te han identificado. Sabemos quién eres. Sí, tu organización secreta no es tan impenetrable como podrías pensar. Traicionado por uno de los tuyos, ¿qué se siente? Venga, sal tú primero. Jibb, tú y Chorrogaviota no dejéis de apuntar a ese fenn con las ballestas, no me gusta su sonrisa. Sobre todo ahora —añadió.

—Eh, mira —dijo otro soldado—, has confundido al pobre buey. Apuesto a que ni siquiera sabe que su cara no es más que un gran tatuaje. Que conste que Garabato hizo un buen trabajo. El mejor que he visto en mucho tiempo.

—Ya —farfulló otro—, ¿y cuántos tatuajes de prisioneros huidos has visto tú, Jibb?

—Solo uno, y es una obra de arte.

La fuente del escozor de la cara de Karsa se reveló entonces. Levantó una mano e intentó tocar parte del dibujo, poco a poco empezó a trazar líneas de unas tiras ligeramente elevadas y húmedas de piel en carne viva. No eran contiguas. No le encontraba ningún sentido a lo que retrataba el tatuaje.

—Hecha pedazos —dijo el otro prisionero cuando se acercó a la puerta, cuyo cerrojo descorrió el primer guardia, que después abrió la puerta de un tirón—. La marca hace que parezca que te han partido la cara en mil pedazos.

Dos guardias escoltaron al hombre al exterior mientras que los otros, sin quitar la mirada nerviosa de encima a Karsa, esperaron a que regresaran. Uno de los ballesteros, cuya frente alta revelaba manchas blancas (lo que llevó al teblor a especular que era el supuesto Chorrogaviota) se apoyó contra la pared contraria.

—No sé —dijo—. Me parece que Garabato lo hizo muy grande; con lo feo que era ya, ahora tiene un aspecto aterrador, maldita sea.

—¿Y qué? —farfulló otro guardia—. Hay un montón de salvajes arrastrándose por las colinas que se destrozan la cara para asustar a canijos como tú, Chorrogaviota. Barghastianos, semk y khundryl, pero todos se estrellan contra las legiones malazanas igual que los demás.

—Bueno, pues yo no veo a ninguno saliendo en desbandada en estos tiempos, ¿no?

—Eso es solo porque el puño está encogido de miedo en su torreón y quiere que todos lo metamos en la camita cada noche. Oficiales nobles, ¿qué esperabas?

—Podría cambiar cuando lleguen los refuerzos —sugirió Chorrogaviota—. El regimiento Ashok conoce esta zona…

—Y ese es el problema —replicó el otro—. Si esta vez hay una rebelión de verdad, ¿quién dice que no se van a convertir en renegados? Podríamos terminar con una sonrisa en la garganta en nuestros propios barracones. Ya están las cosas bastante complicadas con las Espadas Rojas soliviantando las calles…

Entonces regresaron los otros guardias.

—Tú, fenn, ahora te toca a ti. Pónnoslo fácil a nosotros y tú también lo tendrás fácil. Camina. Despacio. No te acerques mucho. Y confía en mí, las minas no están tan mal, dadas las alternativas. De acuerdo, adelántate ahora.

Karsa no vio razones para darles problemas.

Salieron al complejo iluminado por el sol. Unos muros gruesos y altos rodeaban la amplia plaza de armas. Varios edificios achaparrados y de aspecto sólido sobresalían de tres de los cuatro muros, a lo largo del cuarto había una fila de prisioneros sujetos con grilletes a una gruesa cadena que recorría el muro entero y estaba clavada a las piedras angulares a intervalos regulares. Cerca de la puerta fortificada había una fila de cepos, de los que dos estaban ocupados por Silgar y Damisk. En el tobillo derecho del mercader de esclavos relucía un aro de color cobre.

Ninguno de los dos hombres levantó la cabeza cuando apareció Karsa, el teblor se planteó gritar para atraer su atención, pero en lugar de eso se limitó a enseñar los dientes al ver su lamentable estado. Cuando los guardias lo acompañaron a la fila de prisioneros encadenados, Karsa se volvió hacia el que se llamaba Jibb y le habló en malazano.

—¿Qué destino le espera al mercader de esclavos?

El casco del hombre, y su cabeza, se alzaron con una sacudida, sorprendido. Después se encogió de hombros.

—No está decidido todavía. Afirma que es muy rico en Genabackis.

Karsa esbozó una sonrisa desdeñosa.

—Entonces, con ese dinero, puede salir impune de sus crímenes.

—No bajo la ley imperial, si son delitos graves, claro. Puede ser que solo le pongan una multa. Quizá sea un mercader que trafica con carne humana, pero sigue siendo un mercader. Siempre es mejor desangrarlos por donde más les duele.

—Ya está bien de cháchara, Jibb —gruñó otro guardia.

Se acercaron al final de la fila, donde habían puesto unos grilletes más grandes. Una vez más, Karsa se encontró sujeto por hierros, aunque no eran lo bastante ceñidos como para causarle dolor. El teblor observó que estaba junto al nativo de los ojos azules.

El pelotón comprobó las cadenas y los grilletes una vez más y después se fue con paso marcial.

No había sombra, aunque se habían colocado calderos de agua potable a intervalos regulares por toda la fila. Karsa se quedó de pie un rato, pero al final optó por sentarse con la espalda apoyada en la pared, igual que la mayor parte de los otros prisioneros. No se hablaba mucho y el día iba pasando lentamente. Hacia el final de la tarde, por fin los alcanzó la sombra, aunque el alivio fue solo momentáneo porque también bajaron las moscas a picarlos.

Cuando el cielo se oscureció, el nativo de los ojos azules se movió un poco y después le habló en voz baja.

—Gigante, tengo una propuesta para ti.

—¿Qué? —gruñó Karsa.

—Se dice que los campos de las minas están llenos de corrupción, es decir, que se pueden sacar favores y hacer que la vida sea más fácil. El tipo de sitio donde compensa que alguien te guarde las espaldas. Sugiero una asociación.

Karsa lo pensó y después asintió.

—De acuerdo. Pero si intentas traicionarme, te mato.

—Para mí no habría otra respuesta para la traición —dijo el hombre.

—No tengo más que hablar —dijo Karsa.

—Bien, yo tampoco.

El teblor pensó preguntar el nombre del hombre, pero ya habría tiempo suficiente para eso. De momento se conformó con dejar que se prolongara el silencio, para darles espacio a sus pensamientos. Al parecer Urugal quería que fuera a esas minas de otataralita, después de todo. Karsa hubiera preferido un viaje más directo (y sencillo), como el que habían planeado los malazanos en un primer momento. Demasiadas digresiones ensangrentadas, Urugal. Ya basta.

Llegó la noche. Aparecieron un par de soldados con faroles y bajaron por la fila de prisioneros sin prisas para comprobar los grilletes una vez más antes de volver al cuartel. Desde donde estaba desplomado, Karsa podía ver un puñado de soldados apostados en la puerta, mientras que uno al menos patrullaba por la pasarela que recorría cada muro. Otros dos permanecían junto a los escalones del cuartel.

El teblor apoyó la cabeza en el muro de piedra y cerró los ojos.

Un rato después los volvió a abrir. Había dormido. El cielo estaba cubierto, el complejo era un patrón moteado de luz y oscuridad. Algo lo había despertado. Intentó levantarse, pero una mano se lo impidió. Giró la cabeza para mirar al nativo acurrucado e inmóvil que tenía al lado, la cabeza gacha como si todavía durmiera. La mano que sujetaba el brazo del teblor se tensó un momento y después se quitó.

Karsa frunció el ceño y volvió a acomodarse. Y entonces lo vio.

Los guardias de la puerta habían desaparecido, igual que los que había junto al cuartel. En las pasarelas de los muros… nadie.

Y entonces, junto a un edificio cercano, un movimiento, una figura que se deslizaba por las sombras en silencio, seguida por otra que caminaba sin ruido a su lado, pero con mucho menos sigilo; una mano enguantada se alzaba para sujetar la capa de vez en cuando.

Las dos figuras se dirigían directamente a Karsa.

Envuelta en tela negra, la primera figura se detuvo a pocos pasos del muro. La otra se puso a su lado y después pasó junto a la primera. Se levantaron unas manos, bajaron una capucha negra…

Torvald Nom.

Unas vendas ensangrentadas le rodeaban el cuello, la cara lucía una palidez mortal y brillante de sudor, pero el daru estaba sonriendo.

Se acercó junto a Karsa.

—Hora de irse, amigo mío —susurró mientras levantaba algo que se parecía mucho a la llave de unos grilletes.

—¿Quién está contigo? —preguntó Karsa también en susurros.

—Oh, una colección de lo más variopinta, te lo aseguro. Nativos gral de por aquí que trabajan de soplones, agentes de su socio comercial principal de aquí, de Ehrlitan… —Le brillaron los ojos—. La Casa Nom, nada menos. Oh, sí, la hebra de sangre que nos une es fina como el cabello de una virgen, pero la están honrando, de todos modos. De hecho, la honran con un vigor encantado. Y ahora, ya está bien de palabras, como sueles decir tú, no queremos despertar a nadie más…

—Demasiado tarde —murmuró el hombre encadenado junto a Karsa.

El gral que había detrás de Torvald se adelantó, pero se detuvo al ver la extraña y elaborada serie de gestos que hizo el prisionero.

Torvald lanzó un gruñido.

—Ese puñetero idioma silencioso.

—Es un trato —dijo el prisionero—. Me voy con vosotros.

—Y si no te vinieras, estarías dando la alarma.

El hombre no dijo nada.

Después de un momento Torvald se encogió de hombros.

—Está bien. Con tanta charla me sorprende que no se haya despertado la fila entera.

—Lo estarían, solo que están muertos. —El prisionero que tenía Karsa al lado se levantó poco a poco—. Nadie quiere bien a los delincuentes. Y, al parecer los gral sienten un odio especial por ellos.

Un segundo miembro de esa tribu, que había estado recorriendo la línea, llegó junto a ellos. Tenía en una mano un cuchillo grande y curvo, resbaladizo por la sangre. Más gestos con las manos y el recién llegado envainó su arma.

Torvald se puso a murmurar por lo bajo y se agachó para quitarle los grilletes a Karsa.

—A ti es tan difícil matarte como a un teblor —murmuró Karsa.

—Gracias al Embozado que los arak estaban distraídos en ese momento. Incluso así, si no hubiera sido por los gral, me habría desangrado.

—¿Por qué te salvaron?

—A los gral les gusta pedir rescate por la gente. Claro que si resulta que no valen nada, los matan. La asociación comercial con la Casa Nom tenía prioridad sobre todo eso, por supuesto.

Torvald se puso con el otro prisionero.

Karsa se levantó frotándose las muñecas.

—¿Qué clase de asociación comercial?

El daru lanzó una sonrisa.

—Gestionar los rescates.

Unos momentos después atravesaban la oscuridad hacia la puerta principal rodeando los trozos iluminados. Cerca de la garita, alguien había apoyado en el muro media docena de cuerpos. El suelo estaba negro y empapado de sangre.

Tres gral más se reunieron con ellos. Uno por uno, el grupo se deslizó por la puerta y salió a la calle. Cruzaron hasta un callejón y bajaron al otro extremo, donde se detuvieron.

Torvald apoyó una mano en el brazo de Karsa.

—Amigo mío, ¿dónde quieres ir ahora? Mi regreso a Genabackis se retrasará un poco. Mis parientes de aquí me han acogido con los brazos abiertos, una experiencia única para mí, y tengo intención de saborearla un tiempo. Bueno, los gral no quieren acogerte, eres demasiado reconocible.

—Se vendrá conmigo —dijo el nativo de los ojos azules—. A un lugar seguro.

Torvald levantó la cabeza y miró a Karsa con las cejas alzadas.

El teblor se encogió de hombros.

—Está claro que no se me puede esconder en esta ciudad; y tampoco deseo que tú o tu familia corráis más riesgos, Torvald Nom. Si al final este hombre no merece confianza, solo tengo que matarlo.

—¿Cuánto tiempo falta para el cambio de guardia del complejo? —preguntó el hombre de los ojos azules.

—Una campanada por lo menos, así que tendréis tiempo de sobra para…

Unas alarmas repentinas, provenientes de la guarnición malazana, rompieron el silencio de la noche Los gral parecieron desvanecerse ante los ojos de Karsa, tal fue la velocidad con la que se dispersaron.

—Torvald Nom, por todo lo que has hecho por mí, te doy las gracias…

El daru se escabulló hasta un montón de basura que había en el callejón. Barrió el montón a un lado y levantó la espada de palosangre de Karsa.

—Toma, amigo mío. —Tiró la espada a las manos del teblor—. Ven a Darujhistan dentro de unos años.

Un último saludo con la mano y el daru desapareció.

El hombre de los ojos azules (que le había quitado la espada a uno de los guardias muertos) le hizo un gesto.

—No te alejes. Hay formas de salir de Ehrlitan que los malazanos no conocen. Sígueme y no hagas ruido.

Se puso en marcha y Karsa se deslizó tras él.

Su ruta serpenteó por toda la parte baja de la ciudad, por un sinfín de callejones, algunos tan estrechos que el teblor debía avanzar de lado por sus retorcidos tramos. Karsa había pensado que su guía lo llevaría hacia los muelles, o quizás a las murallas exteriores que se asomaban a los yermos del sur; pero en lugar de ello treparon hacia la única e inmensa colina que existía en el corazón de Ehrlitan, y antes de darse cuenta estaban atravesando los cascotes de un sinfín de edificios que se habían derrumbado.

Llegaron a la base dañada de una torre y el nativo no dudó en meterse con la cabeza agachada por el agujero abierto y oscuro de una puerta. Karsa lo siguió y se encontró en una cámara encogida y estrecha, con el suelo desigual por las losas levantadas. Había un segundo portal apenas visible enfrente de la entrada, el hombre hizo una pausa ante el umbral.

—¡Mebra! —siseó.

Hubo un movimiento y luego:

—¿Eres tú? Dryjhna nos proteja, había oído que te habían capturado… ah, las alarmas de ahí abajo… bien hecho…

—Ya es suficiente. ¿Las provisiones siguen en los túneles?

—¡Por supuesto! Siempre. Incluyendo tu propio alijo…

—Bien. Ahora apártate. Viene alguien conmigo.

Tras el portal había una serie de toscos escalones que bajaban a una oscuridad incluso más profunda. Karsa percibió la presencia del tal Mebra al pasar sin correr y oyó la repentina inspiración del hombre.

El hombre de los ojos azules que ya estaba por debajo del teblor se paró de repente.

—Ah, y Mebra, no le digas a nadie que nos has visto, ni siquiera a tus compañeros, los otros servidores de la causa. ¿Comprendido?

—Por supuesto.

Los dos fugitivos continuaron adelante y dejaron a Mebra atrás. Las escaleras seguían bajando hasta que Karsa empezó pensar que se estaban acercando a las entrañas de la tierra. Cuando por fin se allanó el terreno, el aire estaba impregnado de humedad y olía a sal, las piedras que pisaban estaban húmedas y veteadas de cieno. En la boca del túnel había tallados varios nichos en las paredes de piedra caliza y cada uno albergaba alforjas de cuero y equipo de viaje.

Karsa observó que su compañero se dirigía a toda prisa a un nicho concreto. Después de examinarlo un momento, dejó caer la espada malazana que llevaba en la mano y sacó un par de objetos que movió entre los susurros de una cadena.

—Coge las provisiones de comida —le pidió el hombre al mismo tiempo que señalaba con la cabeza un nicho cercano—. Y encontrarás una telaba o dos, ropa, cinturones para armas, arneses… Deja los faroles, el túnel que tenemos por delante es largo, pero no tiene más ramales.

—¿Adónde lleva?

—Fuera —respondió el hombre.

Karsa se quedó callado. No le gustaba que su vida estuviera en las manos de aquel nativo hasta ese extremo, pero al parecer, y de momento, no había nada que él pudiera hacer. Siete Ciudades era un lugar más extraño todavía que las ciudades genabackianas de Malyntaeas y Genabaris. Los habitantes de las tierras bajas llenaban el mundo como alimañas, había más tribus de las que el teblor habría creído posible, y estaba claro que a ninguna le caían bien las demás. Si bien era un sentimiento que Karsa podía comprender (pues las tribus debían desagradarse entre sí), también era obvio que, entre los habitantes de las tierras bajas, no había ningún sentido de lealtad, del tipo que fuera. Karsa era uryd, pero también era teblor. Los habitantes de las tierras bajas parecían tan obsesionados con sus diferencias que no comprendían lo que los unía.

Un defecto que podría explotarse.

El ritmo impuesto por el guía de Karsa era fiero y aunque buena parte del daño causado al teblor se estaba curando ya, sus reservas de fuerza y vigor no eran lo que habían sido. Después de un tiempo, la distancia entre los dos empezó a alargarse y al final, Karsa se encontró avanzando solo por la impenetrable oscuridad, con una mano en la pared tosca de la derecha y oyendo solo los sonidos de su propio paso. El aire ya no estaba húmedo y pudo notar el sabor del polvo en la boca.

El muro se desvaneció de repente bajo su mano. Karsa tropezó y se detuvo de golpe.

—Lo has hecho bien —dijo el nativo por algún sitio a la izquierda del teblor—. Correr encorvado como has tenido que hacer tú… no es nada fácil. Levanta la cabeza.

Karsa lo hizo y después se irguió poco a poco. Había estrellas en el cielo.

—Estamos en una hondonada —continuó el hombre—. Habrá amanecido antes de que podamos salir de aquí. Después son cinco días, quizá seis, para cruzar el Pan’potsun Odhan. Los malazanos vendrán detrás de nosotros, por supuesto, así que tendremos que ir con cuidado. Descansa un rato. Bebe un poco de agua, el sol es un demonio y te quitará la vida si puede. Nuestra ruta nos llevará de un lugar con agua a otro, así que no tenemos que sufrir.

—Tú conoces esta tierra —dijo Karsa—. Yo no. —Levantó la espada—. Pero has de saber una cosa, no permitiré que me vuelvan a hacer prisionero.

—Así me gusta —respondió el habitante de las tierras bajas.

—No se trata de gustar.

El hombre se echó a reír.

—Ya lo sé. Si así lo deseas, una vez que salgamos de esta hondonada, puedes ir en la dirección que quieras. Lo que te he ofrecido es la mejor oportunidad de sobrevivir. En esta tierra hemos de preocuparnos por algo más que por que nos capturen los malazanos. Viaja conmigo y aprenderás a sobrevivir. Pero como ya te he dicho, eliges tú. Bueno, ¿nos vamos ya?

El alba llegó a los cielos del mundo antes de que los dos fugitivos alcanzaran el fin de la hondonada. Si bien podían ver el cielo azul y brillante sobre sus cabezas, ellos continuaban caminando entre sombras gélidas. La salida estaba marcada por un pedregal desprendido de unos peñascos, pues una antigua riada había minado una pared lo suficiente como para provocar un derrumbamiento.

Treparon por la pendiente y salieron a una tierra de peñas curtidas por el tiempo y abrasadas por el calor, lechos de ríos llenos de arena, cactus y espinos. El sol los cegaba desde el cielo y hacía que el aire rielara en todas direcciones. No había nadie a la vista, ni había ninguna otra señal que indicara que la zona estaba habitada por ninguna otra cosa que no fueran criaturas salvajes.

El habitante de las tierras bajas condujo a Karsa hacia el sudoeste. Su ruta era tortuosa y utilizaba todos los refugios posibles, evitaban también los riscos y las cimas de las colinas que los harían destacar contra el cielo. Ninguno habló, ahorraban aliento en medio de aquel calor enervador a medida que el día se iba alargando.

A última hora de la tarde, el habitante de las tierras bajas se detuvo de repente y se volvió. Siseó una maldición en su idioma nativo.

—Jinetes —dijo después.

Karsa giró en redondo, pero no vio a nadie en el desolado paisaje que habían dejado atrás.

—Los puedes sentir en el suelo, con los pies —murmuró el hombre—. Así que Mebra se ha pasado al otro bando. Bueno, algún día sabré responder a esa traición.

Fue entonces cuando Karsa pudo sentir a través de las plantas encallecidas de los pies desnudos el temblor de unos cascos lejanos.

—Si sospechabas de ese tal Mebra, ¿por qué no lo mataste?

—Si matara a todos de los que sospecho, tendría escasa compañía. Necesitaba pruebas, y ahora las tengo.

—A menos que se lo dijera a otra persona.

—Entonces es un traidor o un estúpido, las consecuencias son igual de letales en ambos casos. Ven, tenemos que convertir esto en un desafío para los malazanos.

Emprendieron la marcha. El habitante de las tierras bajas era infalible a la hora de elegir senderos que no dejaban huellas ni otras señales de paso. A pesar de todo, el ruido de los jinetes se iba acercando cada vez más.

—Hay un mago entre ellos —murmuró el habitante de las tierras bajas cuando cruzaron corriendo otro tramo de rocas.

—Si podemos esquivarlos hasta la caída de la noche —dijo Karsa—, entonces yo me convertiré en el cazador y ellos serán los cazados.

—Son por lo menos veinte. Será mucho mejor que utilicemos la oscuridad para aumentar la distancia entre nosotros. ¿Ves esas montañas del sudoeste? Ese es nuestro destino. Si podemos llegar a los pasos ocultos, estaremos a salvo.

—No podemos dejar atrás a los caballos —gruñó Karsa—. Cuando llegue la oscuridad, dejaré de correr.

—Entonces puedes atacar solo, porque será tu muerte.

—Solo. Me parece bien. No necesito a ningún habitante de las tierras bajas que me estorbe.

La caída de la noche fue repentina. Justo antes de que desaparecieran las últimas luces, los dos fugitivos, que se habían deslizado por una llanura repleta de enormes cantos rodados, vieron al fin a sus perseguidores. Diecisiete jinetes, tres caballos de refuerzo. Todos, salvo dos de los malazanos, vestían armaduras completas y cascos, e iban armados con lanzas o ballestas. A Karsa no le costó reconocer a los otros dos jinetes. Silgar y Damisk.

Karsa recordó de repente que, la noche que habían huido del complejo, los cepos estaban vacíos. En ese momento no le había dado mayor importancia, había supuesto que a los dos prisioneros los habían llevado dentro para pasar la noche.

Los perseguidores no habían visto a los dos fugitivos, que se refugiaron de inmediato detrás de los peñascos.

—Los he guiado hasta un antiguo campamento —susurró el habitante de las tierras bajas junto a Karsa—. Escucha. Se están instalando. Los dos que no eran soldados…

—Sí. El mercader de esclavos y su guardia.

—Deben de haberle quitado el brazalete de otataralita. Al parecer te tiene muchas ganas.

Karsa se encogió de hombros.

—Y me va a encontrar. Esta noche. Se acabó. Ninguno de esos dos verá el amanecer, lo juro por Urugal.

—No puedes atacar a dos pelotones tú solo.

—Entonces considéralo una distracción y huye de aquí, habitante de las tierras bajas. —Y con eso, el teblor se dio la vuelta y se dirigió al campamento malazano.

No le interesaba esperar a que se instalaran. Los ballesteros llevaban todo el día a caballo con las armas amartilladas. Seguramente estarían sustituyendo las cuerdas deformadas, suponiendo que siguieran la costumbre que Karsa había visto entre los pelotones del regimiento Ashok. Otros estarían quitando las sillas y atendiendo a los caballos, mientras que la mayor parte de los soldados restantes se estarían preparando para hacer la comida y levantar las tiendas. Como mucho, habría dos o tres guardias estableciendo un perímetro alrededor del campamento.

Karsa se detuvo un momento detrás de un peñasco enorme que había un poco más allá de los malazanos. Los oyó montando los puestos para pasar la noche. El teblor cogió un puñado de arena y se secó el sudor de las palmas de las manos, después empuñó la espada de palosangre con la mano derecha y avanzó.

Habían encendido tres fuegos usando estiércol y habían rodeado las hogueras con grandes piedras para disimular la luz arrojada por los parpadeos de las llamas. Los caballos estaban en un corral de cuerdas y tres soldados se movían entre ellos. Cerca se habían sentado media docena de ballesteros con las armas desmontadas en el regazo. Había dos guardias de pie frente a la llanura de peñascos, uno colocado ligeramente por detrás del otro. El soldado que Karsa tenía más cerca sostenía una espada corta desenvainada y un escudo redondo; su compañero, seis pasos por detrás, un arco corto con la flecha preparada.

Había más guardias en el perímetro de lo que Karsa hubiera preferido, uno visible en cada uno de los flancos del campamento. El arquero estaba situado de tal modo que pudiera contar con un campo de fuego para iluminar cada lado.

Agachados ante una hoguera, próxima al centro del campamento, estaban Silgar, Damisk y un oficial malazano, este último le daba la espalda a Karsa.

El teblor rodeó sin ruido el peñasco. El guardia que tenía más cerca estaba mirando a la izquierda en ese momento. Cinco pasos que podía salvar a la carga. El arquero se había vuelto en su incesante e inquieto examen hacia el guardia que se encontraba al otro extremo del campamento.

Ahora.

El casco se estaba girando de nuevo con el rostro pálido y curtido por el sol bajo el borde.

Y en un momento tuvo a Karsa a su lado. La mano izquierda salió disparada y se cerró alrededor de la garganta del hombre. El cartílago se partió con un chasquido seco.

Suficiente para hacer que el arquero se girara en redondo.

Si su atacante hubiera tenido las piernas cortas de un habitante de las tierras bajas, habría tenido la oportunidad de soltar la flecha. Pero en esas circunstancias apenas tuvo tiempo de apuntar antes de que el teblor lo alcanzara.

El hombre abrió la boca para gritar cuando se tensó para echarse hacia atrás. La espada de Karsa destelló y envió casco y cabeza por los aires. La armadura produjo un estrépito metálico tras él cuando el cadáver cayó al suelo.

Caras que se volvían. Gritos que resonaban en la noche.

En una hoguera que había justo delante del teblor se levantaron tres soldados. Las espadas cortas sisearon al salir de las vainas. Un malazano se arrojó en el camino de Karsa en un esfuerzo por darles a sus compañeros tiempo para coger los escudos. Un gesto valiente y fatal, ya que el alcance de su arma no podía igualar a la espada de palosangre. El hombre chilló cuando perdió los dos antebrazos bajo un despiadado tajo lateral.

Uno de los dos malazanos siguientes se las había arreglado para preparar el escudo redondo y lo había levantado para bloquear el golpe descendente de Karsa. La madera reforzada por franjas de bronce explotó bajo el impacto y el brazo que la sostenía se hizo pedazos bajo ella. Cuando el soldado se derrumbó, el teblor saltó sobre él y derribó a toda prisa al tercer hombre.

Una llamarada de dolor en la parte superior del muslo derecho, cuando una lanza abrió un camino de sangre antes de clavarse con una vibración en el suelo tras él. Se giró en redondo y azotó el aire con la hoja, justo a tiempo de apartar otra lanza que había estado a punto de lancearlo en el pecho.

Pisadas que se precipitaban por detrás de él y a la izquierda (uno de los guardias del perímetro), mientras que justo delante, a tres pasos de distancia, tenía a Silgar, Damisk y el oficial malazano. La cara del mercader de esclavos estaba crispada de terror, la hechicería se alzaba en una oleada que se retorcía delante de él y luego se abalanzó con un rugido hacia Karsa.

La magia lo golpeó en el preciso momento en que llegaba el guardia del perímetro. La hechicería los envolvió a los dos. El grito del malazano desgarró el aire. Karsa gruñó al sentir los zarcillos fantasmales y retorcidos que pretendían atraparlo, los atravesó con un impulso fiero y se encontró cara a cara con el mercader de esclavos.

Damisk ya había huido. El oficial se había arrojado a un lado y había esquivado con habilidad el movimiento lateral del filo de Karsa.

Silgar levantó las manos.

Karsa se las cortó.

El mercader de esclavos se echó hacia atrás, tambaleándose.

El teblor lanzó un tajo por abajo y amputó el pie derecho de Silgar justo por encima del tobillo. El hombre cayó de espaldas con las piernas hacia arriba. Un cuarto revés envió el pie izquierdo girando al suelo.

Dos soldados se abalanzaron sobre Karsa por su derecha, con un tercero detrás.

Alguien bramó una orden que resonó en la noche y el teblor (con el arma lista) se sorprendió al ver a los tres hombres que salían disparados. Según sus cuentas, había cinco más, además del oficial y Damisk. Se dio la vuelta y miró furioso, pero no había nadie, solo el sonido de las botas que se retiraban en la oscuridad. Dirigió la vista hacia el establo donde habían dejado a los caballos: los animales habían desaparecido.

Una lanza salió disparada hacia él. Karsa esbozó una sonrisa desdeñosa y la desvió con el dorso de la espada de palosangre, que la partió. Se detuvo y después se acercó sin ruido a Silgar. El mercader de esclavos se había encogido en una apretada bola. Sangraba por los cuatro muñones. Karsa lo levantó por el cinturón de seda y lo llevó otra vez hasta la llanura de peñascos.

Cuando se puso a rodear la primera de las inmensas rocas, alguien le habló en voz baja y clara entre las sombras.

—Por aquí.

—Se suponía que habías huido —gruñó el teblor.

—Se reagruparán, pero sin el mago, deberíamos poder eludirlos.

Karsa siguió a su compañero hasta las profundidades de la llanura tachonada de rocas; después, tras unos cincuenta pasos, el hombre se detuvo y se volvió hacia el teblor.

—Claro que, dado que tu presa está dejando un rastro de sangre, no les costará mucho seguirnos. Haz algo con él de una vez.

Karsa dejó caer a Silgar al suelo y le dio una patada para ponerlo boca arriba. El mercader de esclavos estaba inconsciente.

—Terminará desangrándose —dijo el habitante de las tierras bajas—. Ya te has vengado. Déjalo aquí para que se muera.

Pero en lugar de eso, el teblor empezó a cortar tiras de la telaba de Silgar y las ató con fuerza alrededor de los muñones de los brazos y las piernas.

—Seguirá sangrando un poco…

—Cosa con la que tendremos que vivir —rezongó Karsa—. No he terminado todavía con este hombre.

—¿De qué sirve la tortura sin sentido?

Karsa dudó, después suspiró.

—Este hombre esclavizó una tribu entera de teblor. El espíritu de los sunyd está deshecho. El mercader de esclavos no es un soldado, no se ha ganado una muerte rápida. Es un perro loco, al que hay que empujar a una choza y matarlo…

—Entonces mátalo.

—Lo haré… una vez que lo haya vuelto loco.

Karsa levantó a Silgar una vez más y se lo echó al hombro.

—Guíanos, habitante de las tierras bajas.

El hombre siseó por lo bajo y asintió.

Ocho días después llegaron al paso oculto que atravesaba las montañas Pan’potsun. Los malazanos habían reanudado la persecución, pero no los habían vuelto a ver en dos días, lo que indicaba que sus esfuerzos para eludirlos habían dado resultado.

Dedicaron el día entero a ascender por la pista rocosa y escarpada. Silgar seguía vivo, ardía de fiebre y solo era consciente de su estado a ratos. Lo habían amordazado para evitar que hiciera ruido. Karsa lo llevaba al hombro.

Poco antes del atardecer llegaron a la cima y se acercaron al borde del sudoeste. El camino bajaba serpenteando hasta adentrarse en una llanura en sombras. En la cumbre se sentaron para descansar.

—¿Qué hay más allá? —preguntó Karsa cuando dejó caer a Silgar al suelo—. Ahí abajo yo no veo más que un erial de arena.

—Y eso es —respondió su compañero con tono reverente—. Y en su corazón, aquella a la que sirvo. —Miró entonces a Karsa—. Creo que le interesarás… —sonrió—, teblor.

Karsa frunció el ceño.

—¿Por qué te divierte tanto el nombre de mi pueblo?

—¿Divertirme? Dirás que me horroriza. Los fenn habían dejado atrás sus glorias pasadas, pero recordaban lo suficiente para saber cuál era su antiguo nombre. Tú ni siquiera puedes decir eso. Los tuyos caminaban por esta tierra cuando los t’lan imass todavía eran de carne y hueso. De tu sangre salieron los barghastianos y los trell. Sois thelomen toblakai.

—Esos son nombres que yo no conozco —gruñó Karsa—, como tampoco sé el tuyo, habitante de las tierras bajas.

El hombre volvió a mirar las tierras oscuras que aguardaban abajo.

—Me llamo Leoman. Y aquella a la que sirvo, la elegida a la que te entregaré, es Sha’ik.

—Yo no soy sirviente de nadie —dijo Karsa—. Esa tal elegida, ¿vive en el desierto que tenemos ante nosotros?

—En su mismo corazón, toblakai. En el mismísimo corazón de Raraku.