Capítulo 3

Entre las familias fundadoras de Darujhistan está la de Nom.

Las nobles Casas de Darujhistan

Misdry

—Te he echado de menos, Karsa Orlong.

La cara de Torvald Nom estaba moteada de azul y negro y tenía el ojo derecho cerrado por la hinchazón. Lo habían encadenado a la pared delantera de la carreta y estaba encorvado entre paja medio podrida, observando a los soldados malazanos que colocaban al teblor en la carreta usando árboles jóvenes desnudos que habían insertado bajo los miembros del enorme guerrero envuelto en la red. La carreta se movió y gruñó cuando el peso de Karsa se apoyó en ella.

—Lo siento por los puñeteros bueyes —dijo Casco mientras sacaba uno de los palos, le costaba respirar y tenía la cara roja por el esfuerzo.

Una segunda carreta esperaba cerca, justo en el campo de visión de Karsa, que yacía inmóvil en los tablones curtidos por el tiempo. En la parte de atrás se sentaban Silgar, Damisk y otros tres nathii de las tierras bajas. La cara del mercader de esclavos estaba blanca y llena de marcas, el ribete azul y dorado de sus costosas ropas manchado y arrugado. Al verlo, Karsa se echó a reír.

Silgar volvió la cabeza de golpe y sus ojos oscuros se clavaron como cuchillos en el guerrero uryd.

—¡Traficante de esclavos! —se burló Karsa.

El soldado malazano, Casco, trepó por el costado de la carreta y se inclinó para estudiar a Karsa por un momento, después sacudió la cabeza.

—¡Ebron! —exclamó—. Ven a ver. Esta telaraña no es lo que era.

El hechicero trepó a su lado y entrecerró los ojos.

—Que el Embozado lo lleve —murmuró—. Tráenos unas cadenas, Casco. De las pesadas, y montones de ellas. Díselo también al capitán, y date prisa.

El soldado se dejó caer y se perdió de vista.

Ebron miró a Karsa con el ceño fruncido.

—¿Es que tienes otataralita en las venas? Bien sabe Nerruse que ese hechizo debería de haberte matado hace un buen rato. ¿Cuánto ha pasado, tres días ya? Aparte de eso, el dolor tendría que haberte vuelto loco. Pero no estás más loco de lo que lo estabas hace una semana, ¿verdad? —El ceño se profundizó—. Hay algo en ti… algo…

De repente había soldados trepando a la carreta por todas partes, algunos arrastraban cadenas mientras que otros se mantenían a corta distancia con las ballestas a punto.

—¿Podemos tocar esto? —preguntó uno, que vacilaba sobre Karsa.

—Ahora sí —respondió Ebron, después escupió.

Karsa puso a prueba las restricciones mágicas con una única oleada coordinada que le arrancó un bramido de la garganta. Hubo hebras que se partieron.

Respondieron gritos. Un pánico salvaje.

Cuando el uryd empezó a liberarse con la espada todavía en la mano derecha, le estrellaron algo duro contra un lado de la cabeza.

La negrura lo envolvió.

Despertó tirado de espaldas, con las piernas y los brazos extendidos en el fondo de la carreta, que se mecía y daba sacudidas bajo él. Tenía los brazos y piernas envueltos en pesadas cadenas que habían clavado a las tablas. Otras le cruzaban el pecho y el estómago. La sangre seca formaba una costra en el lado izquierdo de la cara y le sellaba el párpado de ese ojo. Pudo oler el polvo que subía flotando entre las tablas, así como su propia bilis.

Torvald habló desde alguna parte más allá de la cabeza de Karsa.

—Así que estás vivo, después de todo. A pesar de lo que decían los soldados, a mí me parecías bastante muerto. Y a eso es a lo que hueles, la verdad. Bueno, casi. Por si te lo estabas preguntando, amigo mío, han pasado seis días. Ese sargento de los dientes de oro te dio duro. Rompió el mango de la pala.

Karsa sintió un dolor agudo y palpitante en la cabeza en cuanto intentó levantarla de las malolientes tablas. Hizo una mueca y se echó una vez más.

—Demasiadas palabras, habitante de las tierras bajas. Guarda silencio.

—El silencio no está en mi naturaleza, por cierto. Por supuesto, no tienes que escucharme. Claro que puede que no pienses lo mismo, pero deberíamos celebrar nuestra buena fortuna. Somos prisioneros de los malazanos; siempre mejor, por lo menos comparado con ser esclavos de Silgar. Cierto, es posible que terminen ejecutándome como a un delincuente común y corriente, que es, por supuesto, justo lo que soy, pero es más probable que nos manden a los dos a trabajar en las minas imperiales de Siete Ciudades. Nunca he estado allí pero, incluso así, es un viaje muy largo, por tierra y mar. Podría haber piratas. Tormentas. ¿Quién sabe? Es posible incluso que las minas no estén tan mal como dice la gente. ¿Qué tiene de malo excavar un poco? Estoy deseando que llegue el momento de que te pongan un pico en las manos; ah, ¿no me digas que no te vas a divertir un poco? El futuro promete, ¿no crees?

—Muchas cosas, incluyendo que te corten la lengua.

—¿Sentido del humor? Que el Embozado me lleve, creía que tú no tenías, Karsa Orlong. ¿Algo más que quieras decir? No te reprimas.

—Tengo hambre.

—Esta noche habremos llegado al cruce Culvern, el ritmo ha sido una lenta tortura, gracias a ti, por cierto, porque parece que pesas más de lo que deberías, más incluso que Silgar y sus cuatro matones. Ebron dice que la tuya no es carne normal (igual que los sunyd, por supuesto), pero contigo todavía más. Sangre más pura, supongo. Sangre más mezquina, eso seguro. Recuerdo una vez, en Darujhistan, yo no era más que un chaval, llegaron unos titiriteros con un oso gris, todo encadenado. Lo tenían en una tienda de campaña justo a las afueras de Ciudad Miserias, cobraban una astilla por verlo. El primer día yo ya estaba allí. La multitud era considerable. Todo el mundo creía que los osos grises se habían extinguido siglos antes…

—Entonces sois todos tontos —gruñó Karsa.

—Y lo éramos, porque allí estaba. Con un collar, cadenas, y una mirada de rabia. La multitud entró corriendo, y yo con ella, y ese maldito animal se volvió loco. Se soltó como si esas cadenas estuvieran hechas de hierba trenzada. No te creerías los ataques de pánico. A mí me pisotearon, aunque me las arreglé para salir a gatas de debajo de la tienda con mi escuálido, pero precioso cuerpecito casi intacto. Ese oso… los cuerpos volaban de su camino. Salió zumbando directamente hacia las colinas Gadrobi y jamás se le volvió a ver. Claro, sigue habiendo rumores que dicen que ese cabronazo sigue por ahí, comiéndose a algún que otro pastor… y rebaño. En cualquier caso, me recuerdas a ese oso gris, uryd. La misma mirada en los ojos. Una mirada que dice: «Las cadenas no me contendrán». Y por eso estoy tan impaciente por ver lo que va a pasar a continuación.

—Yo no voy a ocultarme en las colinas, Torvald Nom.

—Ya, no me lo parecía, tampoco. ¿Sabes cómo te van a meter en el barco prisión? Me lo contó Casco. Quitarán las ruedas de esta carreta. Eso es todo. Vas a viajar en este puto trasto hasta Siete Ciudades.

Las ruedas de la carreta se metieron por unos surcos profundos y rocosos, las sacudidas produjeron oleadas de dolor en la cabeza de Karsa.

—¿Sigues ahí? —preguntó Torvald después de un momento.

Karsa guardó silencio.

—Oh, bueno —suspiró el daru.

Guíame, caudillo.

Guíame.

Ese no era el mundo que se esperaba. Los habitantes de las tierras bajas eran débiles y fuertes a la vez, de modos que a él le costaba bastante entender. Había visto chozas construidas unas sobre otras, había visto embarcaciones del tamaño de casas teblor.

Esperaban una granja y se habían encontrado un pueblo. Habían anticipado la masacre de cobardes que huían y en su lugar se habían topado con oponentes fieros que no cedían terreno.

Y esclavos sunyd. El descubrimiento más aterrador de todos. Teblor con los espíritus quebrados. Jamás había pensado que algo así fuera posible.

Partiré las cadenas que atan a los sunyd. Eso lo juro ante los Siete. Les daré a los sunyd esclavos de las tierras bajas a su vez… No. Sería hacer lo mismo que lo que los habitantes de las tierras bajas han hecho con los sunyd, lo que han hecho, en realidad, con los suyos también. No, la recolección que hacía su espada de almas era una liberación mucho más limpia y pura.

Se preguntó qué pasaba con aquellos malazanos. Eran, eso estaba claro, una tribu muy diferente de los nathii. Conquistadores, al parecer, provenientes de una tierra lejana. Se atenían a leyes estrictas. Sus cautivos no eran esclavos, sino prisioneros, aunque parecía entender que la distinción era de nombre nada más. Lo iban a poner a trabajar.

Pero él no tenía deseo alguno de trabajar. Así pues, era un castigo, se proponían doblegar su espíritu guerrero para (con el tiempo) quebrantarlo. Un destino que podía compararse al de los sunyd.

Pero eso no ocurrirá porque yo soy uryd, no sunyd. Tendrán que matarme, una vez que comprendan que no pueden controlarme. Así pues, tengo la verdad ante mí. Si me apresurara en esa certeza, jamás me veré libre de esta carreta.

Torvald Nom habló de paciencia, el código del prisionero. Urugal, perdóname, pues ahora debo someterme a ese código. Debe parecer que me ablando.

Pero mientras lo pensaba sabía que no funcionaría. Esos malazanos eran demasiado listos. Serían idiotas si confiaran en una pasividad repentina, inexplicable. No, tenía que dar forma a un tipo diferente de ilusión.

Delum Thord. Tú serás mi guía. Tu pérdida es ahora mi regalo. Recorriste el sendero antes que yo y me mostraste los pasos. Despertaré una vez más, pero no será con el espíritu quebrantado, sino con la mente vencida.

En realidad, el sargento malazano lo había golpeado con fuerza. Los músculos del cuello se le habían agarrotado y cerrado firmemente alrededor de la columna. Hasta respirar desencadenaba lanzadas de dolor. Intentó ralentizarlo y alejar sus pensamientos del rugido profundo de sus nervios.

Los teblor habían vivido ciegos durante siglos, sin ser conscientes del número creciente (y la amenaza creciente) de los habitantes de las tierras bajas. Habían abandonado por alguna razón las fronteras, en otro tiempo defendidas con una determinación fiera, y habían quedado abiertas a las influencias venenosas procedentes del sur. Era importante, comprendió Karsa, descubrir la causa de esa debilidad moral. Los sunyd jamás habían estado entre las más fuertes de las tribus, pero eran teblor de todos modos, y lo que les acaecía a ellos podía, con el tiempo, acaecerles a todos los demás. Era una verdad difícil, pero cerrar los ojos a esa verdad sería volver a recorrer el mismo camino otra vez.

A algunos defectos había que enfrentarse. Pahlk, su propio abuelo, no había sido ni mucho menos el guerrero de hazañas gloriosas que fingía ser. Si Pahlk hubiera vuelto a la tribu con relatos reales, entonces las advertencias de esos relatos se habrían escuchado. Una invasión lenta, pero inexorable estaba en marcha, paso a paso. Una guerra contra los teblor que asaltaba su espíritu tanto como sus tierras. Quizás esas advertencias habrían sido suficientes para unir a las tribus.

Lo pensó un momento y la oscuridad se posó sobre sus pensamientos. No. El fallo de Pahlk había sido más profundo; no eran sus mentiras el mayor delito, era su falta de valor, pues había demostrado ser incapaz de desprenderse de las constricciones que impedían el progreso de los teblor. Las normas de conducta de su pueblo, los confines estrechos y elaborados de las expectativas (su conservadurismo innato que aplastaba la disconformidad con la amenaza del aislamiento mortal), eso era lo que había derrotado el valor de su abuelo.

Pero no, quizás, el de mi padre.

La carreta se sacudió, una vez más, bajo él.

Vi tu desconfianza como debilidad. Tu desgana a la hora de participar en los juegos de nuestra tribu, juegos letales e interminables de orgullo y castigo, lo vi como cobardía. Aun así, ¿qué has hecho tú para desafiar nuestras costumbres? Nada. Tu única respuesta fue ocultarte, y menospreciar todo lo que yo hacía, burlarte de mi celo

Prepararme para este momento.

Muy bien, padre. Ahora puedo ver el brillo de satisfacción en tus ojos. Pero te voy a decir una cosa, no provocaste nada más que heridas a tu hijo. Y ya estoy harto de heridas.

Urugal estaba con él. Todos los Siete estaban con él. Su poder lo haría inmune a todo lo que asediara su espíritu teblor. Un día regresaría con su pueblo y haría pedazos sus reglas. Uniría a los teblor y marcharían juntos tras él… rumbo a las tierras bajas.

Hasta ese momento, todo lo que ocurriera antes (todo lo que le estaba afligiendo en esos momentos) no era más que una preparación. Él sería el arma que castigase las tierras bajas, y era el propio enemigo el que la estaba afilando.

La ceguera maldice ambos bandos, al parecer. Así pues, se demostrará la verdad de mis palabras.

Esos fueron sus últimos pensamientos antes de que la conciencia se desvaneciera una vez más.

Unas voces emocionadas lo despertaron. Caía la tarde y el aire estaba impregnado por el olor a caballo, el polvo y las comidas picantes. La carreta estaba inmóvil bajo él y Karsa pudo oír, mezclados con las voces, los sonidos de muchas personas y una multitud de actividades, subrayadas por la corriente de un río.

—Ah, despierto una vez más —dijo Torvald Nom.

Karsa abrió los ojos, pero, aparte de eso, no se movió.

—Estamos en el cruce Culvern —continuó el daru—, una tormenta que estalla con las últimas noticias provenientes del sur. De acuerdo, es una tormenta pequeña, dado el tamaño de esta letrina de pueblo. La escoria de los nathii, que ya es decir mucho. Pero la compañía malazana está bastante emocionada. Pale acaba de caer, ¿sabes? Una gran batalla, montones de hechicería y Engendro de Luna se ha retirado, lo más probable es que se dirija a Darujhistan, de hecho. Que Beru me lleve, ojalá estuviera allí ahora mismo, viéndolo cruzar el lago, ¡qué visión! La compañía, por supuesto, piensa que ojalá hubiera estado allí para la batalla. Idiotas, pero ya sabes cómo son los soldados…

—¿Y por qué no? —soltó de repente la voz de Casco, la carreta se meció un poco y apareció el tipo—. El regimiento Ashok se merece algo mejor que estar aquí empantanado, cazando bandidos y negreros.

—El regimiento Ashok sois vosotros, he de suponer —dijo Torvald.

—Sí. Y puñeteros veteranos que somos, todos y cada uno.

—¿Entonces por qué no estáis en el sur, cabo?

Casco hizo una mueca y después se volvió con los ojos entrecerrados.

—Esa no confía en nosotros, por eso —murmuró—. Somos de Siete Ciudades y la muy zorra no confía en nosotros.

—Disculpa —dijo Torvald Nom—, pero si esa (y con «esa» supongo que te refieres a tu emperatriz) no confía en vosotros, ¿por qué os envía a casa? ¿No se supone que Siete Ciudades está al borde de la rebelión? Si hay alguna posibilidad de que os convirtáis en renegados, ¿no preferiría teneros aquí, en Genabackis?

Casco se quedó mirando a Torvald Nom.

—¿Por qué estoy hablando contigo, ladrón? Bien podrías ser uno de sus putos espías. Una garra, por ejemplo.

—Si lo soy, cabo, no me habéis estado tratando muy bien. Un detalle que me aseguraré de poner en mi informe, ese secreto, es decir, el que estoy escribiendo en secreto. Casco, ¿verdad? Como un trozo de vasija roto, ¿no? Y has llamado «zorra» a la emperatriz…

—Cállate de una vez —gruñó el malazano.

—Solo estoy constatando un punto bastante obvio, cabo.

—Eso es lo que tú te crees —se burló Casco al tiempo que se bajaba del lado de la carreta y se perdía de vista.

Torvald Nom no dijo nada durante un largo minuto, después se dirigió al uryd.

—Karsa Orlong, ¿tienes alguna idea de a qué se refería ese hombre con esa última afirmación?

Karsa habló en voz muy baja.

—Torvald Nom, escúchame bien. Un guerrero que me seguía, Delum Thord, sufrió un golpe en la cabeza. Se le quebró el cráneo y perdió sangre de pensamientos. Su mente no pudo regresar de ese camino. Quedó indefenso, inofensivo. A mí también me han golpeado en la cabeza. Tengo el cráneo quebrado y he perdido sangre de pensamientos…

—En realidad eran babas…

—Calla y escucha. Y responde, cuando quieras, con un susurro. He despertado ya, dos veces, y has observado…

Torvald lo interrumpió con un murmullo quedo.

—Que tu mente se ha perdido por el camino o algo así. ¿Es eso lo que he observado? Balbuceas palabras sin sentido, cantas canciones infantiles y cosas parecidas. De acuerdo, está bien. Te seguiré el juego con una condición.

—¿Qué condición?

—Que cuando consigas escapar, me liberes a mí también. Una tontería, podrías pensar, pero te aseguro…

—Muy bien. Yo, Karsa Orlong de los uryd, te doy mi palabra.

—Bien. Me gusta la formalidad de esa promesa. Parece hasta real.

—Lo es. No te burles de mí o te mataré una vez que te libere.

—Ah, ahora veo la cláusula escondida. Vaya, entonces debo arrancarte otro juramento…

El teblor gruñó de impaciencia, después se rindió.

—Yo, Karsa Orlong, no te mataré una vez que te libere a menos que se me den motivos.

—Explica la naturaleza de esos motivos…

—¿Son todos los daru como tú?

—No tiene que ser una lista exhaustiva. Siendo «motivo», digamos, intento de asesinato, traición y burlas, por supuesto. ¿Se te ocurre algún otro?

—Hablar demasiado.

—Bueno, con ese nos estamos metiendo en terreno gris y pantanoso, ¿no te parece? Es una cuestión de distinciones culturales…

—Creo que Darujhistan será la primera ciudad que conquiste…

—Tengo la sensación de que los malazanos llegarán antes, me temo. Claro que mi amada ciudad jamás ha sido conquistada, a pesar de ser demasiado tacaña para contratar un ejército permanente. Los dioses no solo miran a Darujhistan con ojos protectores, seguramente también beben en sus tabernas. En cualquier caso, oh, chitón, viene alguien.

Se acercaban unas botas y luego, mientras Karsa miraba con los ojos entrecerrados, el sargento Cordón trepó a la carreta y se quedó mirando con furia durante un momento a Torvald Nom.

—Desde luego no tienes pinta de ser una garra… —dijo al fin—. Pero quizá de eso se trate.

—Quizá.

La cabeza de Cordón empezó a girar hacia Karsa y el teblor cerró los ojos por completo.

—¿Ya ha recuperado el sentido?

—Dos veces. No hace más que babear y soltar ruidos de animal. Creo que le habéis dañado el cerebro, suponiendo que lo tenga.

Cordón lanzó un gruñido.

—Quizá sea lo mejor, siempre que no se nos muera en las manos. Bueno, ¿por dónde iba?

—Torvald Nom, la garra.

—Eso. Vale. Aun así, vamos a tratarte como si fueras un bandido, hasta que nos demuestres que eres otra cosa, así que te vas a las minas de otataralita con todos los demás. Es decir, si eres una garra, será mejor que lo anuncies antes de dejar Genabaris.

—Suponiendo, por supuesto —sonrió Torvald—, que mi misión no requiera que me disfrace de prisionero en las minas de otataralita.

Cordón frunció el ceño, siseó una maldición y se dejó caer por el costado de la carreta.

Después lo oyeron gritar.

—¡Meted esta maldita carreta en esa embarcación! ¡Ya!

Las ruedas crujieron con un movimiento repentino y los bueyes mugieron.

Torvald Nom suspiró, apoyó la cabeza en la pared y cerró los ojos.

—Juegas a un juego mortal —murmuró Karsa.

El daru abrió un ojo.

—¿Un juego, teblor? Desde luego, pero quizá no el juego que tú piensas.

Karsa gruñó, indignado.

—No desprecies con tanta rapidez…

—Pues lo haré —respondió el guerrero mientras los bueyes arrastraban la carreta por una rampa de tablones de madera—. Mis motivos serán: intento de asesinato, traición, burlas y ser una de esas garras.

—¿Y hablar demasiado?

—Al parecer tendré que sufrir esa maldición.

Torvald ladeó poco a poco la cabeza y después sonrió.

—Acepto.

De un extraño modo, la disciplina de mantener la ilusión de locura resultó ser el mayor aliado de Karsa para permanecer cuerdo. Días y luego semanas de permanecer echado, abierto de brazos y piernas y encadenado al fondo de una carreta era una tortura que no se parecía a nada de lo que los teblor pudieran haber imaginado posible. Los bichos le trepaban por el cuerpo y lo cubrían de picotazos que le escocían de forma incesante. Sabía de animales grandes de las profundidades del bosque a los que habían vuelto locos los jejenes y los mosquitos, y al fin comprendía el suplicio.

Lo lavaban con cubos de agua helada al final de cada día y lo alimentaba el boyero que guiaba la carreta, un nathii viejo y maloliente que se agachaba junto a su cabeza con una olla de hierro ennegrecida por el humo y llena de una especie de guiso espeso y repleto de semillas. Usaba un cucharón largo de madera para verter el cereal hirviendo con sabor a malta y la carne llena de nervios en la boca de Karsa; el teblor tenía los labios, la lengua y el interior de las mejillas llenos de ampollas, la comida llegaba con demasiada frecuencia como para permitir que se le curaran.

Las comidas se convirtieron en una tortura, que solo se alivió cuando Torvald Nom convenció al boyero para que le permitiera a él encargarse de esa tarea, y la realizaba tras asegurarse de que el guiso se había enfriado lo suficiente para verterlo en la boca de Karsa. Las ampollas desaparecieron en unos pocos días.

El teblor procuraba mantener los músculos en forma a través de sesiones de flexiones, ya de madrugada, pero las articulaciones le dolían a consecuencia de la inmovilidad y contra eso no podía hacer nada.

A veces la disciplina vacilaba y sus pensamientos regresaban con el demonio que habían liberado sus compañeros y él. Esa mujer, la forkassal, se había pasado un periodo de tiempo inimaginable atrapada bajo aquella piedra inmensa. Se las había arreglado para lograr moverse un poco y sin duda se había aferrado a algún sentido prolongado de progreso a medida que arañaba y escarbaba en la piedra. Con todo, Karsa era incapaz de comprender su habilidad para soportar la locura y la muerte final que era su conclusión.

Al pensar en ella recibía una cura de humildad, su espíritu se debilitaba al pensar en su propia y creciente debilidad sometido a aquellas cadenas, tirado en los tablones toscos del fondo de la carreta que le habían dejado la piel en carne viva, con la vergüenza de ensuciarse la ropa constantemente y el simple e insoportable tormento de los piojos y las pulgas.

Torvald cogió la costumbre de hablar con él como lo haría con un niño o una mascota. Palabras tranquilizadoras, tono relajante y la maldición de hablar demasiado se convirtió en algo a lo que Karsa podía agarrarse, cada vez más desesperado por no soltarse.

Las palabras lo alimentaban, evitaban que su espíritu se muriera de hambre. Medían el ciclo de los días y las noches que pasaban, le enseñaban el idioma de los malazanos, le hacían un relato de los lugares que atravesaban. Después del cruce Culvern, llegaron a un pueblo más grande, Foso Ninsano, donde multitudes de chiquillos habían trepado a la carreta y lo habían pinchado y empujado hasta que había llegado Casco para espantarlos. Allí habían cruzado otro río. Continuaron hasta Puente Maly, un pueblo de proporciones parecidas a Foso Ninsano, y después, diecisiete días más tarde, Karsa contempló el arco de piedra de una ciudad (Tanys) que pasaba sobre él y a ambos lados, mientras la carreta bajaba meciéndose por una calle empedrada, edificios enormes de tres o cuatro pisos. Y a su alrededor, por todas partes, los sonidos de personas, más habitantes de las tierras bajas de los que Karsa habría creído posible.

Tanys era un puerto que descansaba sobre unos riscos en gradiente que se alzaban en la costa oriental del mar Malyn, donde el agua era salobre (por la sal, como la que se encontraba en varios manantiales cerca de las fronteras rathyd). Pero el mar Malyn no era un estanque diminuto y rimbombante, era enorme y el viaje para cruzarlo hasta una ciudad llamada Malyntaeas llevó cuatro días y tres noches.

Para trasladarlo al barco tuvieron que erguir a Karsa (incluso el fondo de la carreta, ya sin ruedas) por primera vez, lo que provocó un nuevo tipo de tortura cuando las cadenas tuvieron que soportar todo su peso. Sus articulaciones chillaron en su interior y le dieron nueva voz cuando los gritos de Karsa llenaron el aire y continuaron sin cesar hasta que alguien le vertió un líquido fuerte y abrasador por la garganta, lo suficiente para llenarle el estómago, después de lo cual, su mente se hundió en las profundidades.

Cuando despertó, se encontró con que la plataforma que lo contenía continuaba erguida, atada a lo que Torvald llamaba «el palo mayor». Al daru lo habían encadenado cerca, tras haber asumido la responsabilidad del cuidado de Karsa.

El sanador del barco había frotado con pomadas las articulaciones hinchadas de Karsa y había aliviado el dolor. Pero había llegado una nueva agonía que le bramaba tras los ojos.

—¿Te duele? —murmuró Torvald Nom—. Eso se llama resaca, amigo mío. Te vertieron por la boca una vejiga entera de ron, cabrón con suerte. Vomitaste la mitad, por supuesto, pero en el intervalo se había deteriorado lo suficiente como para hacer que me contuviera y no lamiera la cubierta, lo que dejó mi dignidad intacta. Ahora los dos vamos a necesitar un poco de sombra o vamos a terminar enfebrecidos y delirando, y créeme, tú ya has delirado bastante por los dos. Por fortuna en tu lengua teblor, que entienden muy pocos de los que se hallan a bordo. Sí, de momento nos hemos separado del capitán Tierno y sus soldados. Ellos están cruzando en otro barco. Por cierto, ¿quién es Dayliss? No, no me lo digas. Has hecho toda una lista de cosas bastante horribles que tienes planeadas para Dayliss, sea quien sea esa persona. En cualquier caso, para cuando atraquemos en Malyntaeas ya deberías haberte acostumbrado al mar, lo que debería prepararte un tanto para los horrores del océano Meningalle, espero.

—¿Tienes hambre?

La tripulación, en su mayor parte malazanos, evitaban pasar junto a Karsa. A los otros prisioneros los habían encerrado abajo, pero el fondo de la carreta había resultado ser demasiado grande para la escotilla de carga y el capitán Tierno había sido muy firme en sus instrucciones: no debían liberar a Karsa bajo ninguna circunstancia, a pesar de su aparente debilidad mental. No era señal de escepticismo, le había explicado Torvald con un susurro, solo la legendaria precaución del capitán, que a decir de todos era extrema, incluso para un soldado. La ilusión parecía haber tenido éxito: a Karsa lo habían convertido de golpe en un buey inofensivo, desprovisto de cualquier destello de inteligencia en sus ojos apagados y su funesta sonrisa interminable que insinuaba una incomprensión permanente. Un gigante, en otro tiempo guerrero, ahora menos que un niño, consolado solo por el bandido encadenado, Torvald Nom, y su incesante parloteo.

—Al final tendrán que desencadenarte de ese fondo de carreta —murmuró el daru en la oscuridad, mientras el barco se iba meciendo rumbo a Malyntaeas—. Pero quizá no hasta que lleguemos a las minas. Tendrás que aguantar, Karsa Orlong, suponiendo que sigas fingiendo que has perdido el juicio y en los últimos tiempos admito que me has convencido hasta a mí. Sigues cuerdo, ¿verdad?

Karsa emitió un gruñido bajo, aunque a veces tampoco él estaba muy seguro. Algunos días se habían perdido por completo, simples trozos en blanco en su memoria, una sensación más aterradora que cualquier otra cosa que todavía tuviera que experimentar. ¿Aguantar? No sabía si podría.

La ciudad de Malyntaeas tenía todo el aspecto de haber sido tres ciudades distintas en algún momento. Era mediodía cuando el barco entró en el puerto y, desde su posición contra el palo mayor, la vista que se abría ante Karsa carecía casi de obstáculos. Tres enormes fortificaciones de piedra dominaban tres elevaciones distintas del paisaje, el centro de una más apartada de la costa que las otras dos. Cada una poseía su propio y peculiar estilo arquitectónico. El torreón de la izquierda era achaparrado, robusto y poco imaginativo, construido con una piedra caliza dorada, casi naranja, que parecía defectuosa y manchada a la luz del sol. La fortificación del centro, envuelta en calima por el humo que se alzaba del laberinto de calles y casas que llenaban las gradas inferiores que quedaban entre las colinas, parecía más antigua, más decrépita y la habían pintado (muros, cúpulas y torres) con una capa de color rojo desvaído. La fortificación de la derecha estaba levantada justo al borde del acantilado, el mar se agitaba debajo entre rocas caídas y peñascos, el acantilado en sí podrido, repleto de agujeros y marcado por las batallas. Los proyectiles lanzados por los barcos habían azotado los muros inclinados del torreón en algún momento del pasado; unas grietas profundas irradiaban de las heridas y una de las torres cuadradas se había hundido y movido y en esos momentos se inclinaba de forma precaria hacia fuera. Con todo, había una fila de estandartes aleteando tras el muro.

Alrededor de cada torreón, ladera abajo y en los trozos inferiores y planos, los edificios atestaban cada espacio disponible, imitando el estilo concreto de la fortificación en cuestión. Las fronteras las marcaban unas calles anchas que serpenteaban hacia el interior, donde un estilo se enfrentaba al otro en toda su retorcida extensión.

Tres tribus se habían instalado allí, dedujo Karsa cuando el barco se fue metiendo entre la multitud de barcos de pesca y los barcos de los mercaderes que flotaban en la bahía.

Torvald Nom se levantó entre un murmullo de cadenas y se rascó con vigor la enmarañada barba. Los ojos le brillaron al mirar la ciudad.

—Malyntaeas —suspiró—. Nathii, genabarii y korhivi, unos al lado de los otros. ¿Y qué evita que se tiren a la yugular? Nada, salvo el jefe supremo malazano y tres compañías del regimiento Ashok. ¿Ves ese torreón medio en ruinas de ahí, Karsa? Quedó así tras la guerra entre los nathii y los korhivi. Toda la flota nathii llenó esta bahía y se dedicó a tirar piedras contra los muros, y estaban tan ocupados intentando matarse entre sí que ni siquiera se enteraron cuando llegaron las fuerzas malazanas. Dujek Unbrazo, tres legiones del Segundo, los Abrasapuentes, y dos magos supremos. Eso era todo lo que Dujek tenía, y al final del día la flota nathii estaba en el fondo turbio de la bahía, el linaje real genabarii que se había encerrado en su castillo rojo como la sangre había muerto, todos sus miembros, y el torreón korhivi había capitulado.

El barco se estaba acercando al amarradero de un amplio muelle de piedra y los marineros iban corriendo de un sitio a otro.

Torvald estaba sonriendo.

—Todo santo y bueno, estarás pensando. La imposición por la fuerza de la paz y esas cosas. Solo que el puño de la ciudad está a punto de perder dos de sus tres compañías. Cierto, se supone que viene de camino el reemplazo. ¿Pero cuándo? ¿De dónde vienen? ¿Cuántos son? ¿Ves lo que pasa, mi querido teblor, cuando tu tribu se hace demasiado grande? De repente, las cosas más sencillas se hacen torpes, difíciles de controlar. La confusión se filtra como una niebla y todo el mundo anda tanteando, ciego y sordo.

Una voz cacareó a la izquierda de Karsa, un poco por detrás. Apareció un oficial calvo, de piernas estevadas y con los ojos clavados en el amarradero que se acercaba, una sonrisa amarga le crispaba la boca. Se dirigió a ellos en nathii.

—El jefe de los bandidos pontifica sobre política, y habla por propia experiencia, sin duda; claro, como ha tenido que manejar a una docena de salteadores revoltosos… ¿Y por qué se lo cuentas a este necio descerebrado, eh? Ah, claro, un público cautivo que no se queja nunca.

—Bueno, siempre está eso —admitió Torvald—. ¿Es usted el primer oficial? Me preguntaba, señor, ¿más o menos cuánto tiempo nos vamos a quedar aquí, en Malyntaeas?

—Así que te lo preguntabas. Muy bien, permíteme explicarte el curso de los acontecimientos durante el próximo día o los próximos dos. Uno, ningún prisionero abandona este barco. Dos, recogemos a seis pelotones de la compañía segunda. Tres, partimos rumbo a Genabaris. Después os bajan a todos del barco y yo me deshago de vosotros.

—Percibo cierta inquietud en su persona, señor —dijo Torvald—. ¿Le preocupa acaso la seguridad en la bella Malyntaeas?

El hombre giró la cabeza poco a poco y miró al daru durante un momento antes de responder con un gruñido.

—Tú eres el que podría ser una garra. Bueno, si lo eres, añade lo siguiente a tu puñetero informe. Hay guardias carmesíes en Malyntaeas y andan soliviantando a los korhivi. Las sombras no son seguras, y las cosas se están poniendo tan mal que las patrullas ya no van a ninguna parte a menos que haya dos pelotones como mínimo. Y ahora mandan a casa a dos tercios de los soldados. La situación de Malyntaeas está a punto de hacerse muy inestable.

—Sin ninguna duda la emperatriz haría muy mal en desoír la opinión de sus oficiales —respondió Torvald.

El primer oficial entrecerró los ojos.

—Haría mal, sin duda.

Después continuó su camino gritando a un pequeño grupo de marineros que se habían quedado sin nada que hacer.

Torvald se tiró de la barba, miró a Karsa y le guiñó un ojo.

—La Guardia Carmesí. Inquietante desde luego. Es decir, para los malazanos.

Los días desaparecieron. Cuando Karsa recuperó la conciencia una vez más, el fondo de la carreta cabeceaba descontrolada bajo él. Le ardían las articulaciones cuando el peso cambiaba de sitio y las cadenas restallaban y le sacudían brazos y piernas. Lo estaban haciendo girar por el aire, suspendido de una polea bajo un armazón crujiente de vigas de madera. Las maromas lo golpeaban todo y unas voces gritaban desde abajo. En el cielo, las gaviotas se deslizaban sobre los mástiles y las jarcias. Unas figuras se aferraban a esos aparejos y clavaban los ojos en el teblor.

La polea chirrió y Karsa vio que los marineros se iban empequeñeciendo. Unas manos sujetaron los lados del fondo de la carreta para estabilizarlo. El extremo que tenía más cerca de los pies cayó algo más y lo fue irguiendo poco a poco.

Vio ante él la cubierta media y la de proa de un barco enorme, sobre ellas se arremolinaban transportistas y estibadores, marineros y soldados. Estaban apilando provisiones, los fardos se iban metiendo bajo las cubiertas a través de escotillas abiertas.

El borde inferior de los tablones de Karsa arañó la cubierta. Gritos, un torbellino de actividad y el teblor sintió que las tablas se alzaban un poco, se mecían libres una vez más y después lo volvían a bajar, y esa vez Karsa oyó y sintió que el borde superior tropezaba con el palo mayor. Pasaron maromas por las cadenas para sujetar la plataforma en su sitio. Los trabajadores se apartaron y después se quedaron mirando a Karsa, que sonrió.

La voz de Torvald se oyó a un lado.

—Sí, es una sonrisa espeluznante, pero es inofensivo, os lo aseguro. No es necesario preocuparse, a menos, por supuesto, que seáis una panda de supersticiosos…

Se oyó un crujido sólido y el cuerpo de Torvald Nom cayó despatarrado delante de Karsa. Estaba sangrando por la nariz destrozada. El daru parpadeó con gesto estúpido, pero no intentó levantarse. Una figura grande se acercó y se colocó encima de Torvald. No era alto pero sí ancho y tenía la piel de un tono azul oscuro. Se quedó mirando desde su altura al jefe de los bandidos y después estudió el círculo de silenciosos marineros que lo miraban.

—Se llama clavar el cuchillo y retorcer —gruñó en malazano—. Y os lo ha hecho a todos y cada uno de vosotros. —Se volvió y estudió a Torvald Nom una vez más—. Otra puñalada como esa, prisionero, y haré que te corten la lengua y la claven al palo mayor. Y si tú o aquí este gigante me causáis algún problema más, te encadenaré a su lado y tiraré el trasto entero por la borda. Asiente si me entiendes.

Torvald Nom se limpió la sangre de la cara y agitó la cabeza para asentir.

El hombre de la piel azul volvió la dura mirada hacia Karsa.

—Bórrate esa sonrisa de la cara o habrá un cuchillo que te dé un beso —dijo—. Para comer no necesitas labios y a los otros mineros les dará igual una cosa que otra.

La sonrisa vacía de Karsa no vaciló.

La cara del hombre se ensombreció.

—Ya me has oído…

Torvald levantó una mano vacilante.

—Capitán, señor, si me lo permite. No lo entiende, tiene el cerebro huero.

—¡Contramaestre!

—Señor.

—Amordace al cabrón.

—Sí, capitán.

De inmediato rodearon la parte inferior de la cara de Karsa con un trapo incrustado de sal que hizo que le costara respirar.

—Pero no lo asfixiéis, idiotas.

—Sí, señor.

Los nudos se aflojaron y bajaron la tela hasta por debajo de la nariz.

El capitán se dio media vuelta.

—Y ahora, en el nombre de Mael, ¿qué estáis haciendo todos ahí parados?

Cuando los trabajadores se escabulleron y el capitán se alejó con pasos pesados, Torvald se levantó poco a poco.

—Lo siento, Karsa —murmuró con los labios partidos—. Te quitaré eso, te lo prometo. Aunque puede que me lleve un poco de tiempo. Y cuando lo haga, amigo mío, por favor, no sonrías…

«¿Por qué has acudido a mí, Karsa Orlong, hijo de Synyg, nieto de Pahlk?»

Una presencia, y seis. Caras que podrían haber sido talladas en roca, apenas visibles entre un remolino de calima. Uno y seis.

—Estoy ante ti, Urugal —dijo Karsa, una verdad que lo dejaba confuso.

«No lo estás. Solo tu mente, Karsa Orlong. Ha huido de tu prisión mortal.»

—Entonces te he fallado, Urugal.

«Fallado. Sí. Nos has abandonado así que nosotros, del mismo modo, debemos abandonarte a ti. Debemos buscar a otro, alguien con mayor fuerza. Alguien que no acepte la rendición. Alguien que no huya. Nos equivocamos, Karsa Orlong, al depositar nuestra fe en ti.»

La calima se espesó y unos colores apagados destellaron en ella. Se encontró de pie sobre una colina que se movía y crujía bajo él. De sus muñecas salían unas cadenas que bajaban por las laderas de ambos lados. Cientos de cadenas que se adentraban en las brumas del arcoíris y en los extremos invisibles de cada una había movimiento. Karsa miró hacia abajo y vio huesos bajo sus pies. Teblor. Habitantes de las tierras bajas. La colina entera no era más que huesos.

Las cadenas se aflojaron de repente.

Un movimiento entre las brumas que se fue acercando desde todas direcciones.

El terror invadió a Karsa.

Cadáveres, muchos de ellos sin cabeza, aparecieron tambaleándose. Las cadenas que ataban a las horrendas criaturas a Karsa se introducían en sus torsos a través de agujeros abiertos. Unas manos marchitas de uñas largas se estiraban hacia él. Las apariciones comenzaron a trepar por las laderas, tropezando.

Karsa se debatió e intentó huir, pero estaba rodeado. Los propios huesos que tenía a sus pies lo sujetaban, se aferraban a sus tobillos entre ruidos y tintineos.

Un siseo, un susurro de voz que salía de gargantas podridas. «Guíanos, caudillo.»

Karsa lanzó un chillido.

«Guíanos, caudillo.»

Se acercaron trepando, con los brazos estirados y las uñas arañando el aire…

Una mano se cerró alrededor del tobillo del guerrero.

Karsa echó hacia atrás la cabeza de golpe y chocó contra la madera con un crujido estrepitoso. Tomó una bocanada de aire que se deslizó como arena por su garganta y lo asfixió. Abrió los ojos y vio ante él, mecidas por el suave balanceo de las cubiertas del barco, las figuras que permanecían inmóviles con los ojos clavados en él.

Tosió detrás de la mordaza, cada convulsión era una llamarada de fuego en los pulmones. Sentía la garganta desgarrada y se dio cuenta de que había estado gritando. Lo suficiente para provocarle un espasmo en los músculos, que se le quedaron agarrotados e impidieron el paso del aire por las vías respiratorias.

Se estaba muriendo.

El susurro de una voz en lo más profundo de su cabeza: «Quizá no te abandonemos todavía. Respira, Karsa Orlong. A menos, por supuesto, que desees encontrarte una vez más con tus muertos.»

«Respira.»

Alguien le quitó de un tirón la mordaza de la boca. El aire fresco le inundó los pulmones.

Con los ojos llenos de lágrimas, Karsa se quedó mirando a Torvald Nom. El daru estaba casi irreconocible, tan oscura tenía la piel y la barba tan crecida y enmarañada. Había usado las cadenas que sujetaban a Karsa para trepar hasta alcanzar la mordaza y en ese momento estaba gritando palabras ininteligibles que el teblor apenas oía, palabras que les lanzaba a los aterrados malazanos, que se habían quedado atónitos.

Los ojos de Karsa por fin tomaron nota del cielo que se alzaba tras la proa del barco. Había colores allí, entre nubes que corrían por el cielo, destellos y brotes, torbellinos que se desangraban de lo que parecían enormes heridas abiertas. La tormenta, si eso era aquello, dominaba el cielo entero que tenían delante. Y después vio las cadenas, cadenas que bajaban chasqueando entre las nubes para estrellarse como truenos sobre el horizonte. Cientos de cadenas, de un tamaño enorme, imposible, negras, fustigando el aire con explosiones de polvo rojo, cruzando el cielo mil veces. El horror le llenó el alma.

No había viento. Las velas colgaban inertes. El barco se mecía en unos mares perezosos e inflados. Y tenían la tormenta encima.

Se acercó un marinero con una taza de hojalata llena de agua, se la tendió a Torvald, que la cogió y la llevó a los labios llenos de costras de Karsa. El líquido salobre le entró en la boca y lo quemó como si fuera ácido. Apartó la cabeza de la taza.

Torvald le hablaba en voz baja, palabras que poco a poco se hicieron comprensibles para Karsa.

—Te dábamos por perdido hace tiempo. Solo los latidos del corazón y el pecho, que se alzaba y caía, nos decían que seguías vivo. Han pasado semanas y semanas, amigo mío. Apenas has conseguido conservar nada dentro. Ya casi no queda nada de ti, se te notan huesos donde no debería haber hueso alguno.

»Y luego esta maldita calma chicha. Día tras día. Ni una sola nube en el cielo… hasta hace tres campanadas. Tres campanadas, cuando te revolviste, Karsa Orlong. Cuando echaste la cabeza hacia atrás y empezaste a gritar tras la mordaza. Toma, más agua, tienes que beber.

»Karsa, dicen que has sido tú el que ha invocado la tormenta. ¿Lo entiendes? Quieren que lo arregles, harán lo que sea, te quitarán las cadenas, te dejarán libre. Lo que sea, amigo mío, cualquier cosa, solo haz que se aleje esa tremenda tormenta. ¿Lo entiendes?

Allí delante, como pudo ver, los mares estaban explotando con cada latigazo de las negras y monstruosas cadenas; se levantaban chorros de agua por los aires cada vez que las cadenas volvían a retirarse hacia el cielo. Las nubes palpitaban, ondeaban, parecían inclinarse sobre el océano y cerrarse sobre ellos.

Karsa vio que el capitán malazano descendía desde la cubierta delantera, la piel azul de su rostro tenía un matiz grisáceo enfermizo.

—Esto no es ninguna tempestad bendecida por Mael, daru; es decir, que no pertenece a este sitio. —Señaló de repente, con una sacudida de un dedo tembloroso, a Karsa—. Dile que se está quedando sin tiempo. Dile que la haga irse. Una vez que lo cumpla, podremos negociar. ¡Díselo, maldito seas!

—¡Se lo he estado diciendo, capitán! —replicó Torvald—. Pero, en el nombre del Embozado, ¿cómo espera que diga que se aleje nada cuando ni siquiera estoy seguro de que sepa dónde está? Y lo que es peor, ¡ni siquiera sabemos con certeza si es el responsable!

—Comprobémoslo, entonces, ¿te parece? —El capitán giró en redondo e hizo un gesto. Una veintena de tripulantes llegó corriendo con hachas en la mano.

Bajaron a Torvald a tirones y lo arrojaron sobre la cubierta.

Las hachas partieron las gruesas maromas que ataban la plataforma al mástil. Después se adelantaron más tripulantes. Montaron una rampa que colocaron en ángulo con la regala de estribor. Colocaron unos rodillos de madera bajo la plataforma y la bajaron a tirones.

—¡Espere! —exclamó Torvald—. No puede…

—Podemos —gruñó el capitán.

—¡Al menos desencadénelo!

—De eso nada, Torvald. —El capitán agarró por el brazo a un marinero que pasaba—. Busca todo lo que poseía este gigante, todo lo que le confiscaron al mercader de esclavos. Se va todo con él. ¡Y date prisa, joder!

Las cadenas desgarraban los mares por todas partes, lo bastante cerca como para bañar de espuma el barco, cada detonación hacía que el casco, los mástiles y las jarcias temblaran.

Karsa se quedó mirando las nubes de tormenta que se desplomaban mientras arrastraban la plataforma por los rodillos y la subían por la rampa.

—¡Esas cadenas lo hundirán! —dijo Torvald.

—Quizá, o quizá no.

—¿Y si aterriza cabeza abajo?

—Entonces se ahoga y Mael puede quedarse con él.

—¡Karsa! ¡Maldito seas! ¡Deja ese juego de hacerte el loco! ¡Di algo!

El guerrero graznó dos sílabas, pero el ruido que le salió de los labios fue ininteligible hasta para él.

—¿Qué ha dicho? —preguntó el capitán.

—No lo sé —chilló Torvald—. ¡Karsa, hay que joderse, prueba otra vez!

Lo hizo, y solo consiguió emitir el mismo ruido gutural. Empezó a repetir las mismas dos sílabas una y otra vez, mientras los marineros empujaban y tiraban de la plataforma para subirla a la regala, hasta que quedó en precario equilibrio, la mitad sobre la cubierta y la otra mitad sobre el mar.

Justo sobre ellos, cuando pronunció las dos sílabas una vez más, Karsa observó el último trozo de cielo despejado que se desvanecía, como si se cerrara la boca de un túnel. Una repentina caída a la oscuridad y Karsa supo que era demasiado tarde aunque, entre el repentino silencio provocado por el miedo, la palabra surgió alta, clara y audible.

—Vete.

En los cielos, las cadenas bajaron con un chasquido, se precipitaron directamente, o eso parecía, hacia el pecho de Karsa.

Un destello cegador, una detonación, el crujido agudo de los mástiles al caerse, las vergas y las jarcias que se desplomaban. El barco entero se estaba deshaciendo bajo Karsa, bajo la plataforma en sí, que se deslizaba a toda velocidad por la regala antes de chocar contra la barandilla de la cubierta delantera, girar y después hundirse en las aguas.

El guerrero se quedó mirando la superficie verde enfermiza, palpitante, del agua.

La plataforma se estremeció completamente en su caída cuando el casco del barco de carga subió y le golpeó el borde.

Karsa le echó un vistazo al revés al barco; la cubierta desgarrada por el impacto de las enormes cadenas, los tres mástiles desaparecidos, las formas retorcidas de los marineros visibles entre los restos, y después estaba mirando al cielo, una herida inmensa y virulenta que tenía justo encima.

Un impacto feroz y después la oscuridad.

Abrió los ojos a una penumbra suave, el romper esporádico de las olas, las tablas empapadas bajo él, que crujían cada vez que la plataforma se mecía al ritmo de los movimientos de alguien. Golpes sordos, murmullos bajos, jadeantes.

El teblor gimió. Tenía la sensación de que las articulaciones de cada miembro se le habían desgarrado por dentro.

—¿Karsa? —Torvald Nom apareció arrastrándose.

—¿Qué… qué ha pasado?

Los grilletes permanecían en las muñecas del daru, las cadenas sujetas por el otro lado a unos fragmentos rotos de la cubierta, largos como brazos.

—Qué fácil para ti, ¿no? Tú has dormido durante todo el follón —rezongó Torvald mientras se sentaba y se rodeaba las rodillas con los brazos—. Este mar es mucho más frío de lo que crees y estas cadenas tampoco ayudaron mucho. He estado a punto de ahogarme una docena de veces, pero te alegrará saber que ahora tenemos tres barriles de agua y un fardo de algo que podría ser comida, todavía tengo que quitar las ataduras. Ah, y tu espada y tu armadura, que resulta que flotan las dos, por supuesto.

El cielo tenía un aspecto antinatural, de un color gris luminoso entreverado por vetas de un peltre más oscuro, y el agua olía a arcilla y sedimentos.

—¿Dónde estamos?

—Esperaba que tú lo supieras. Yo tengo bastante claro que fuiste tú el que invocaste esa maldita tormenta para que cayera sobre nosotros. Es la única explicación para lo que pasó…

—Yo no invoqué nada.

—Esas cadenas de relámpagos, Karsa, ni una sola falló el blanco. No quedó en pie ni un solo malazano. El barco se deshacía y tu plataforma había aterrizado boca arriba y se alejaba flotando. Yo seguía intentando liberarme cuando Silgar y tres de sus hombres salieron trepando de la bodega, arrastrando sus cadenas con ellos. El casco se había abierto y se estaba partiendo alrededor de los malnacidos. Solo uno se había ahogado.

—Me sorprende que no nos mataran.

—Tú estabas fuera de su alcance, por lo menos al principio. A mí, a mí me tiraron por la borda. Poco después, cuando había conseguido llegar a esta plataforma, los vi en el único bote de remos superviviente. Estaban rodeando el naufragio y supe que venían a por nosotros. Y entonces, por el otro lado del barco, donde yo no podía verlos, debió de pasar algo porque no volvieron a reaparecer. Se desvanecieron, bote y todo. Después el barco se hundió, aunque hay un montón de cosas que han estado volviendo a la superficie. Así que he estado reabasteciéndonos. He ido recogiendo también cuerdas y madera, todo lo que pude arrastrar hasta aquí. Karsa, tu plataforma se está hundiendo poco a poco. Ninguno de los barriles de agua está lleno, así que eso ha añadido cierta flotabilidad. Yo iré deslizando por debajo más tablones y tablas, que también debería servir de algo. No obstante…

—Rompe mis cadenas, Torvald Nom.

El daru asintió y después se pasó una mano por el pelo enmarañado y chorreante.

—Lo he comprobado, amigo mío. Va a costar bastante.

—¿Hay tierra cerca?

Torvald miró al teblor.

—Karsa, esto no es el océano Meningalle. Estamos en otro sitio. ¿Que si hay tierra cerca? Ninguna a la vista. Oí a Silgar hablar de una senda, que es uno de esos caminos que usan los hechiceros. Dijo que creía que habíamos entrado todos en una. Puede que por aquí no haya tierra. Ninguna en absoluto. Bien sabe el Embozado que no hay viento y no parece que nos movamos en ninguna dirección, los restos del navío siguen rodeándonos. De hecho, hemos estado a punto de hundirnos con él. Además, este mar es de agua dulce, pero no, no me gustaría beberla. Está llena de sedimentos. No hay peces. Ni pájaros. No hay señales de vida por ninguna parte.

—Necesito agua. Comida.

Torvald se arrastró hasta el fardo envuelto que había recuperado.

—Agua tenemos. ¿Comida? No hay garantías. Karsa, ¿invocaste a tus dioses o algo así?

—No.

—¿Qué te hizo empezar a gritar así, entonces?

—Un sueño.

—¿Un sueño?

—Sí. ¿Hay comida?

—Eh, no estoy seguro, es sobre todo relleno… alrededor de una caja pequeña de madera.

Karsa escuchó los sonidos de algo que se rasgaba cuando Torvald arrancó el relleno.

—Hay una marca hecha a fuego. Parece… moranthiana, creo. —Abrió la tapa a la fuerza—. Más relleno y una docena de bolas de arcilla… con tapones de cera encima… Oh, Beru nos libre… —El daru se apartó del paquete—. Por la lengua chorreante del Embozado. Creo que sé lo que son. Jamás he visto ninguno, pero he oído hablar de ellos, ¿y quién no? Bueno… —Se echó a reír de repente—. Si vuelve a aparecer Silgar y viene a por nosotros, se va a llevar una buena sorpresa. Como cualquier otro que quiera crear problemas. —Se adelantó otra vez un poco y volvió a poner con cuidado el relleno antes de cerrar la tapa.

—¿Qué has encontrado?

—Municiones alquímicas. Armas de guerra. Las arrojas, a ser posible lo más lejos que puedas. La arcilla se casca y los productos químicos del interior explotan. Lo que no quieres que pase es que se te rompa uno en la mano o a los pies. Porque entonces estás muerto. Los malazanos han estado usándolos en la campaña genabackana.

—Agua, por favor.

—Bien. Hay un cucharón por aquí… en alguna parte… lo encontré.

Un momento después Torvald se cernía sobre Karsa y el teblor bebió, poco a poco, todo el agua del cucharón.

—¿Mejor?

—Sí.

—¿Más?

—Todavía no. Suéltame.

—Tengo que volver al agua primero, Karsa. Necesito meter unas tablas bajo esta balsa.

—Muy bien.

No parecía haber día ni noche en aquel extraño lugar; el cielo cambiaba de color de vez en cuando, como si lo sacudieran unos vientos altos y lejanos, las vetas de peltre se retorcían y estiraban, pero, aparte de eso, no había cambio alguno. El aire que rodeaba la balsa permanecía inmóvil, húmedo y frío y de un espesor extraño.

Los rebordes que anclaban las cadenas de Karsa estaban por debajo y lo sujetaban de igual modo a como lo encadenaban en la trinchera de esclavos de Lago de Plata. Los mismos grilletes habían sido soldados para cerrarlos. El único recurso de Torvald era intentar agrandar los agujeros de los tablones por donde pasaban las cadenas usando una hebilla de hierro para hurgar en la madera.

Meses de encarcelamiento lo habían debilitado, obligándolo a tomarse descansos frecuentes, y la hebilla le dejaba un desastre sanguinolento en las manos, pero una vez que empezaba, el daru no se rendía. Karsa medía el paso del tiempo por los crujidos y arañazos rítmicos y observaba que cada pausa para descansar se alargaba más, hasta que la respiración de Torvald le dijo que el daru había caído en un sueño exhausto. Entonces, la única compañía del teblor fue el quebrar hosco del agua que pasaba de un lado a otro por la plataforma.

A pesar de toda la madera que Torvald había colocado debajo, la balsa seguía hundiéndose y Karsa sabía que el daru no podría liberarlo a tiempo.

Hasta entonces jamás había temido a la muerte, pero en ese momento supo que Urugal y las otras Caras en la Roca abandonarían su alma, se la dejarían a la venganza hambrienta de aquellos miles de cadáveres espeluznantes. Supo que su sueño le había revelado un destino que era real, e inevitable. E inexplicable. ¿Quién había lanzado a esas horribles criaturas contra él? Teblor no muertos, habitantes de las tierras bajas también no muertos, guerreros y niños, un ejército de cadáveres, todos encadenados a él. ¿Por qué?

«Guíanos, líder.»

¿Adónde?

Y resultaba que se iba a ahogar. Allí, en ese lugar desconocido, muy lejos de su aldea. Sus reivindicaciones de gloria, sus votos, todo se burlaba de él con un susurro, un coro de crujidos sordos, gemidos suaves…

—Torvald.

—Eh… ¿qué? ¿Qué pasa?

—Oigo otros sonidos…

El daru se sentó de golpe y parpadeó para quitarse la costra de cieno de los ojos. Miró a su alrededor.

—¡Beru nos libre!

—¿Qué ves?

El daru había clavado los ojos en algo que había detrás de la cabeza de Karsa.

—Bueno, al parecer aquí hay corrientes, después de todo, aunque ¿quién se ha movido? Barcos, Karsa, una veintena o más, todos inmóviles en el agua, como nosotros. Naufragios flotantes. No se aprecia nada encima… que yo vea de momento. Da la impresión de que hubo una batalla. Con hechicería de sobra disparada de un lado a otro…

Un movimiento imposible de discernir puso la fantasmal flotilla a la vista de Karsa, una imagen que quedó de lado a su derecha. Había dos estilos distintos de navíos. Unos veinte eran bajos y de líneas puras, la madera pintada sobre todo de negro, aunque allí donde se habían producido impactos, colisiones y daños, se veía el rojo natural del cedro como heridas abiertas. Muchos de esos barcos estaban muy bajos en el agua, unos cuantos con las cubiertas inundadas. Tenían un solo mástil y las velas cuadradas, las velas rasgadas y hechas jirones eran también negras y relucían bajo la luz diáfana. Los seis barcos restantes eran más grandes, de cubiertas altas y con tres mástiles. Los habían construido con una madera que era negra de verdad (no pintada) como lo demostraban los tajos y los tablones partidos que estropeaban los cascos anchos de vientre grueso. Ni uno solo de estos últimos barcos estaba nivelado sobre el agua, todos se inclinaban hacia un lado u otro y dos de ellos con ángulos muy marcados.

—Deberíamos subir a unos cuantos —dijo Torvald—. Habrá herramientas, quizás incluso armas. Podría acercarme nadando… ahí, a ese corsario. Todavía no está inundado y veo muchos restos.

Karsa notó la vacilación del daru.

—¿Qué pasa? Ponte a nadar.

—Eh, estoy un poco preocupado, amigo mío. Me parece que no me quedan muchas fuerzas y estas cadenas que llevo encima…

El teblor no dijo nada durante un momento, después gruñó.

—Así sea. No se te puede pedir más, Torvald Nom.

El daru se volvió poco a poco y miró a Karsa.

—¿Compasión, Karsa Orlong? ¿Es la indefensión lo que te ha llevado a eso?

—Demasiadas de tus palabras vacías, habitante de las tierras bajas. —El teblor suspiró—. No hay dones que se puedan sacar de ser…

Resonó un suave chapoteo y después alguien que escupía y se debatía, antes de que quien escupía se echara a reír. Torvald, que ya estaba junto a la balsa, se movió para quedar a la vista de Karsa.

—¡Ahora ya sabemos por qué esos barcos están ladeados así! —Y el teblor vio que Torvald estaba de pie y el agua le lamía el cuerpo a la altura del pecho—. Ahora puedo arrastrarnos hasta allí. Esto también nos dice que éramos nosotros los que flotábamos. Y hay otra cosa.

—¿Qué?

El daru había empezado a tirar de la balsa usando las cadenas de Karsa.

—Todos estos barcos quedaron varados durante la batalla, creo que buena parte de los combates cuerpo a cuerpo fueron en realidad entre los barcos, con el agua al pecho.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque me rodean cuerpos por todas partes, Karsa Orlong. Los tengo contra las espinillas, rodando por las arenas… Es una sensación muy desagradable, que lo sepas.

—Levanta uno. Veamos a esos combatientes.

—Todo en su momento, teblor. Ya casi hemos llegado. Además, estos cuerpos, están, bueno, más bien blandos. Quizás encontremos algo más reconocible si hay alguno en el barco en sí. Ya está —hubo un topetazo—, aquí al lado. Un momento mientras trepo a bordo.

Karsa escuchó los gruñidos y jadeos del daru, los pies desnudos que resbalaban y revolvían, el crujido de las cadenas, seguido al fin por un golpe ahogado y seco.

Y luego silencio.

—¿Torvald Nom?

Nada.

El extremo de la balsa que tenía Karsa detrás tropezó con el casco del corsario y después empezó a flotar junto a él. El agua fresca bañó las maderas y Karsa se encogió al sentir el contacto, pero no pudo hacer gran cosa, aunque notó que se filtraba por debajo.

—¡Torvald Nom!

Su voz produjo un extraño eco.

No hubo respuesta.

Una carcajada profunda brotó de la garganta de Karsa, un sonido extrañamente desconectado de la voluntad del teblor. En un agua que, si hubiera podido levantarse, seguro que no le cubría más allá de las caderas, él iba a ahogarse. Suponiendo que hubiera tiempo para eso. Quizá habían asesinado a Torvald Nom (sería una batalla muy extraña si no había habido supervivientes) e incluso en ese momento, sin que él lo viera, alguien estaba observando al teblor y su destino pendía de un hilo.

La balsa se acercó a la proa del barco.

Algo que arrastraba los pies y después:

—¿Pero dónde? Ah.

—¿Torvald Nom?

Pisadas que se alejaban a tropezones de la cubierta del barco.

—Perdona, amigo. Creo que debo de haberme desmayado. ¿Te estabas riendo hace un momento?

—Pues sí. ¿Qué has encontrado?

—No mucho. Todavía. Manchas de sangre, secas. Rastros que las atraviesan. Este barco lo han limpiado a conciencia. Por el Embozado del infierno… ¡te estás hundiendo!

—Y no creo que tú vayas a poder hacer nada, habitante de las tierras bajas. Déjame a mi destino. Coge el agua y mis armas…

Pero Torvald había reaparecido maroma en mano, se había deslizado por la regala junto a la alta proa y había vuelto al agua. Le costaba respirar y estuvo tanteando con la cuerda por un momento antes de conseguir deslizarla bajo las cadenas. Después la estiró y repitió el esfuerzo en el otro lado de la balsa. Una tercera vez junto al pie izquierdo de Karsa y una cuarta vuelta en el lado contrario.

El teblor podía sentir la pesada cuerda mojada que se iba arrastrando por las cadenas.

—¿Qué estás haciendo?

Torvald no respondió. Con la cuerda todavía a rastras, volvió a trepar al barco. Se produjo otro largo silencio y después Karsa oyó movimientos una vez más y la cuerda se fue tensando poco a poco.

Aparecieron entonces la cabeza y los hombros de Torvald. El habitante de las tierras bajas estaba pálido como un muerto.

—Lo mejor que he podido hacer, amigo mío. Puede que la madera se hunda algo otra vez, pero, con un poco de suerte, no mucho. Vendré a echarte otro vistazo en un ratito. No te preocupes. No dejaré que te ahogues. Ahora voy a explorar un poco, esos cabrones no pueden habérselo llevado todo.

Después desapareció del campo visual de Karsa.

El teblor esperó sacudido por los temblores, el mar iba abrazándolo poco a poco. El agua ya le había alcanzado las orejas y había ahogado todos los sonidos salvo el torbellino inflado del agua. Vio que los cuatro trozos de cuerda se iban tensando poco a poco sobre él.

Le costaba recordar algún momento en el que sus miembros hubieran disfrutado de libertad, de movimientos sin constricción alguna, algún momento en el que sus muñecas, en carne viva y supurantes, no hubieran conocido la presa implacable del hierro de los grilletes, algún momento en el que no hubiera sentido (en lo más profundo de su cuerpo atrofiado) una debilidad inmensa, tanta fragilidad, la sangre que fluía tenue como el agua. Cerró los ojos y sintió que su mente iba desapareciendo.

Alejándose…

Urugal, me encuentro ante ti una vez más. Ante estas Caras en la Roca, ante mis dioses. Urugal

«Yo no veo ningún teblor de pie ante mí. No veo ningún guerrero abriéndose camino entre sus enemigos, cosechando almas. No veo a los muertos apilados en el suelo, tan numerosos como un rebaño de bhederin arrojados por un acantilado. ¿Dónde están mis regalos? ¿Quién es este que afirma servirme?»

Urugal, eres un dios sediento de sangre

«¡Una verdad de la que siempre disfruta un guerrero teblor!»

Como yo disfruté una vez. Pero ahora, Urugal, ya no estoy tan seguro.

«¿Quién se presenta ante nosotros? ¡No es un guerrero teblor! ¡No es un sirviente mío!»

Urugal, ¿qué son esos «bhederin» de los que hablabas? ¿Qué son esos rebaños? ¿Dónde entre las tierras de los teblor…?

—¡Karsa!

Se estremeció y abrió los ojos.

Torvald Nom, con un saco de arpillera al hombro, volvía a bajar trepando. Pisó la balsa y la hundió unos milímetros más. El agua hizo escocer los rabillos de los ojos de Karsa.

El saco resonaba con unos ruidos metálicos cuando el daru lo posó en la balsa y metió la mano dentro.

—¡Herramientas, Karsa! ¡Las herramientas de un carpintero naval! —Sacó un escoplo y un mazo recubierto de hierro.

El teblor sintió que el corazón empezaba a latirle más fuerte en el pecho.

Torvald apoyó el escoplo contra un eslabón de la cadena y después empezó a golpearlo.

Una docena de porrazos, los impactos resonaban con estrépito en el aire quieto y turbio, y la cadena se partió. Su propio peso la arrastró de inmediato por el aro de hierro del grillete que sujetaba la muñeca derecha de Karsa. Después, con un susurro bajo, desapareció bajo la superficie del mar. Un dolor punzante le asaeteó el brazo cuando intentó moverlo. El teblor gruñó y perdió la conciencia.

Despertó con los sonidos de nuevos martillazos junto a su pie derecho y unas oleadas atronadoras de dolor, dolor en medio del que oyó, muy lejos, la voz de Torvald.

—Pesa mucho, Karsa. Tendrás que hacer lo imposible. Tendrás que trepar. Lo que significa darte la vuelta y ponerte a gatas. Ponerte de pie. Caminar… Oh, por el Embozado, llevas razón, voy a tener que pensar en otra cosa. En este maldito barco no hay comida por ninguna parte. —Se oyó un gran crujido y después el siseo de una cadena que se caía—. Ya está, eres libre. No te preocupes, he vuelto a atar las cuerdas a la plataforma en sí, no te vas a hundir. Libre. ¿Qué se siente? Da igual, ya te preguntaré en unos días. Con todo, eres libre, Karsa. Te lo prometí, ¿no? Que no se diga que Torvald Nom no cumple su… Bueno, eh, que no se diga que Torvald Nom no tiene miedo de nuevos comienzos.

—Muchas palabras —murmuró Karsa.

—Sí, demasiadas. Intenta moverte, por lo menos.

—Lo estoy intentando.

—Dobla el brazo derecho.

—Eso intento.

—¿Quieres que lo haga por ti?

—Poco a poco. Si perdiera el sentido, no te pares. Y hazme lo mismo en los restantes miembros.

Sintió que las manos del habitante de las tierras bajas le cogían el brazo derecho, por la muñeca y por encima del codo y después, una vez más, y por suerte, se lo tragó la oscuridad.

Cuando volvió en sí de nuevo, le habían puesto bajo la cabeza unos fardos de ropa empapada y estaba echado de lado, con los miembros encogidos. Sentía un dolor sordo en cada músculo, en cada articulación, pero al mismo tiempo parecía extraño y lejano. Levantó la cabeza lentamente.

Seguía en la plataforma. Las cuerdas que la sujetaban a la proa del barco habían evitado que se hundiera más. A Torvald Nom no se lo veía por ninguna parte.

—Apelo a la sangre de los teblor —susurró Karsa—. Todo lo que hay en mi interior debe usarse ahora para curar, para concederme fuerza. Soy ya libre. No me rendí. El guerrero permanece en mí. Permanece… —Intentó mover los brazos. Punzadas de dolor, agudas pero soportables. Cambió las piernas de postura, ahogó un grito al sentir un fuego agónico en las caderas. Un mareo que amenazó con sumirlo en el olvido una vez más… y que luego pasó.

Intentó ponerse a gatas. Cada movimiento de cada músculo fue una tortura, pero se negó a rendirse. El dolor le bañaba los miembros. Lo invadieron unas oleadas de temblores. Cerró los ojos con fuerza y siguió luchando.

No tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado, pero se encontró entonces con que estaba sentado y sintió una conmoción al darse cuenta. Estaba sentado, tenía todo el peso apoyado en las posaderas y el dolor se iba desvaneciendo. Levantó los brazos, sorprendido y un poco asustado por lo flácidos que los tenía, horrorizado por su delgadez.

Mientras descansaba, miró a su alrededor. Los barcos destrozados seguían allí, los detritos se agolpaban en balsas improvisadas entre ellos. Unas velas hechas jirones colgaban en largos sudarios de los pocos mástiles que quedaban. La proa que se cernía junto a él tenía paneles atestados de tallas: figuras enzarzadas en una batalla. Las figuras tenían los miembros largos y se encontraban sobre versiones de los barcos que se parecían mucho a los corsarios de ambos lados. Sin embargo, los enemigos de aquellos relieves no eran, al parecer, los mismos a los que se habían enfrentado los propietarios del barco, pues la nave en la que viajaban era, si acaso, más pequeña y más baja que la de los corsarios. Los guerreros se parecían mucho a los teblor, de miembros gruesos y grandes músculos, aunque en estatura eran más bajos que sus enemigos.

Un movimiento en el agua, una joroba negra resplandeciente, aletas puntiagudas que se alzaban sobre el agua y luego volvían a desaparecer. Aparecieron más de inmediato y, enseguida, la superficie del agua que quedaba entre los barcos se convirtió en un torbellino. Así que, después de todo, había vida en aquel mar, y acababa de llegar a comer.

La plataforma se sacudió bajo Karsa y lo hizo perder el equilibrio. Estiró de golpe el brazo izquierdo para sujetarse cuando empezó a caer. Un choque fuerte, un dolor insoportable…, pero el brazo aguantó.

Vio un cuerpo hinchado que apareció rodando junto a la balsa, después una forma negra, una boca ancha y sin dientes que se abría mucho, se alzaba, rodeaba el cadáver y lo tragaba entero. Un ojo pequeño y gris detrás de unos bigotes espinosos destelló de repente al pasar el enorme pez. El ojo viró para seguir a Karsa y después la criatura desapareció.

Karsa no había visto el cadáver lo suficiente como para juzgar si podía compararse a él en tamaño o era como el daru, Torvald Nom. Pero el pez podía haberse llevado a Karsa con tanta facilidad como se había llevado el cadáver.

Tenía que ponerse de pie. Y después, trepar.

Y (mientras observaba otra gigantesca forma negra que irrumpía en la superficie junto a otro barco, una forma casi tan larga como el barco en sí) tendría que hacerlo rápido.

Oyó pasos encima de él y después vio a Torvald Nom en la regala, junto a la proa.

—Tenemos que… ¡Oh, que Beru te bendiga, Karsa! ¿Puedes levantarte? No tienes elección, esos bagres son más grandes que tiburones y seguro que igual de cabritos. Ahí hay uno, acaba de pasar detrás de ti, ¡está dibujando círculos, sabe que estás ahí! ¡Levántate, usa las cuerdas!

Karsa asintió y estiró los brazos para coger la cuerda más cercana.

Una explosión de agua tras él. La plataforma se estremeció y la madera se astilló (Torvald chilló una advertencia) y Karsa supo, sin mirar por encima del hombro, que una de las criaturas acababa de levantarse y se había tirado de golpe sobre la balsa, que se había partido en dos.

Tenía la cuerda en la mano. La sujetó con todas sus fuerzas y la superficie que chapoteaba bajo él pareció desvanecerse. Una riada de agua le envolvió las piernas y le subió hasta las caderas. Karsa rodeó la misma cuerda con la otra mano.

—¡Urugal! ¡Sé testigo de mis actos!

Sacó las piernas del agua espumosa y después, poniendo una mano sobre otra, empezó a trepar. La cuerda se desprendió de los trozos de la plataforma y lo lanzó contra el casco del barco. Gruñó al sentir el impacto, pero no se soltó.

—¡Karsa! ¡Las piernas!

El teblor miró abajo y no vio nada salvo una boca inmensa que se abría con un tamaño increíble y se alzaba bajo él.

Unas manos se cerraron sobre sus muñecas, las punzadas en los hombros y las caderas lo hicieron chillar de dolor, pero Karsa se aupó con un único impulso desesperado.

La boca se cerró de golpe entre un chorro de agua lechosa.

Sus rodillas crujieron contra la regala y Karsa se debatió, frenético, durante un momento, después consiguió pasar su peso sobre la barandilla, arrastró las piernas tras él y cayó con un golpe seco y pesado en la cubierta.

Los chillidos de Torvald continuaron arreciando y obligaron al teblor a darse la vuelta… y ver al daru luchando por aferrarse a lo que parecía una especie de arpón. Los gritos de Torvald, apenas comprensibles, parecían referirse a un sedal. Karsa echó un vistazo a su alrededor y vio que el cabo del arpón sostenía una cuerda muy fina, que llegaba hasta un montón enroscado casi al alcance del teblor. Gateó hasta allí con un gemido. Encontró el extremo y empezó a arrastrarlo hacia la proa.

Se incorporó al lado de la proa, enroscó el sedal una vez a su alrededor, y después otra y otra más. Al momento se oyó una ruidosa maldición de boca de Torvald y el rollo empezó a deshacerse. Karsa le dio una vuelta más y se las arregló para hacer una especie de medio nudo.

No esperaba que aquella fina cuerda aguantase. Se metió debajo cuando el tirón le arrancó de las manos el último trozo del rollo, que quedó tenso y vibrante.

La galera crujió, la proa se dobló de forma visible y después el barco se puso en movimiento con una sacudida y un estremecimiento cuando finalmente se desplazó por el fondo de arena.

Torvald se acercó gateando junto a Karsa.

—Por los dioses del inframundo, no pensé… ¡Esperemos que aguante! —jadeó—. ¡Si aguanta, no pasaremos hambre en mucho tiempo, no, no en mucho tiempo! —Le dio a Karsa una palmada en la espalda y luego se acercó de un tirón a la proa. Su sonrisa salvaje se desvaneció.

—Oh.

Karsa se levantó.

El extremo del arpón era visible justo delante, una uve entre las aguas picadas que se dirigía directamente a uno de los barcos más grandes de tres mástiles. El rechinamiento cesó de repente bajo el corsario y la nave se lanzó hacia delante.

—¡A popa, Karsa! ¡A popa!

Torvald hizo un breve esfuerzo por arrastrar a Karsa, después se rindió con una maldición y se fue a la carrera a la popa de la galera.

Agitándose, luchando contra oleadas de negrura, el teblor se tambaleó tras el daru.

—¿No podías haber ensartado uno más pequeño?

El impacto los mandó a los dos al suelo, despatarrados. Un crujido terrible reverberó por toda columna de la galera y de inmediato el agua lo inundó todo, subía como espuma por las escotillas, lo barría todo por los lados. Los tablones del casco de ambos lados se separaron como dedos que todo lo tantearan.

Karsa se encontró revolviéndose en un agua que le llegaba a la cintura. Bajo él quedaba algo parecido a una cubierta. Se las arregló para levantarse como pudo. Y meciéndose frenética justo delante de él estaba su espada de palosangre. La cogió de un tirón y sintió que su mano se cerraba alrededor del conocido puño. Lo invadió el júbilo y dejó escapar un grito de guerra uryd.

Torvald apareció chapoteando junto a él.

—Si con eso el diminuto corazón de ese pez no se congeló en el acto, no se congelará con nada. Vamos, tenemos que meternos en ese otro maldito barco. Hay más de esos cabrones cercándonos.

Los dos supervivientes avanzaron como pudieron.

El barco contra el que habían chocado de costado había estado inclinado en la otra dirección. La galera se había estrellado contra su casco y había abierto un agujero inmenso antes de hacerse pedazos, la proa se había partido con la cuerda del arpón y se había desvanecido en el interior de las cubiertas inferiores del barco.

Estaba claro que el enorme barco estaba bien encallado y la colisión no lo había sacado de la arena.

Cuando se acercaron al agujero abierto, oyeron unos chapoteos salvajes en el interior, en las profundidades de la bodega.

—¡Que el Embozado me lleve! —murmuró Torvald sin poder creérselo—. Ese bicho atravesó primero el casco. Bueno, por lo menos no nos estamos enfrentando a una criatura que tenga el don de la inteligencia. Yo diría que está atrapado ahí. Deberíamos ir de caza…

—Déjamelo a mí —gruñó Karsa.

—¿A ti? Pero si apenas te tienes en pie…

—Aun así, lo mataré.

—Bueno, ¿y no puedo mirar?

—Si insistes.

Había tres cubiertas en el casco del barco, que ellos pudieran ver, la inferior comprendía la bodega en sí y otras dos resultaban de un tamaño que se adaptaba a habitantes de las tierras bajas que fueran altos. La bodega había estado llena a medias de carga, que en ese momento salía rodando por el agua de la corriente creada por el impacto: fardos, balas y barriles.

Karsa se metió hasta la cintura en el agua y se dirigió a los ruidos de algo que se revolvía en las profundidades. Encontró al enorme pez debatiéndose en el segundo nivel, en un agua que resonaba llena de espuma y que al teblor apenas le cubría los tobillos. Unas lanzas de madera partida sobresalían de la enorme cabeza del pez, que estaba sangrando y manchando la espuma de rosa. La criatura había rodado de lado y revelaba un vientre liso y plateado.

Karsa se acercó gateando a la criatura y le hundió la espada en el abdomen. La enorme cola se giró y lo golpeó con la fuerza de la coz de un destrero. De repente se vio volando por los aires y después la pared curva del casco lo golpeó en la espalda.

Aturdido por el impacto, el teblor se hundió en el torbellino de agua. Parpadeó para quitarse las gotas de los ojos y después, sin moverse en la oscuridad, observó la agonía del pez.

Torvald apareció trepando por la bodega.

—Sigues siendo puñeteramente rápido, Karsa, me dejaste atrás. Pero veo que has cumplido con la hazaña. Hay comida entre estas provisiones…

Pero Karsa ya no oyó más, la inconsciencia se lo llevó otra vez.

Despertó con el hedor a carne putrefacta que impregnaba el aire quieto. Bajo la escasa luz, consiguió distinguir apenas el cuerpo del pez muerto enfrente de él, con el vientre abierto y un cadáver pálido que salía rodando. Oyó el sonido lejano de algo que se movía sobre él.

Mucho más allá del pez y a la derecha, se veían unos escalones empinados que subían a alguna parte.

Karsa luchó por evitar las náuseas, recogió la espada y empezó a gatear hacia las escaleras.

Terminó saliendo a la cubierta media. La superficie marcada por la hechicería estaba muy ladeada, lo suficiente para que atravesarla fuera difícil. Alguien había recogido las provisiones y las había apilado contra la barandilla inferior, donde unas cuerdas se arrastraban por el costado. El teblor hizo una pausa junto a la escotilla para recuperar el aliento y miró a su alrededor en busca de Torvald Nom, pero no se veía al daru por ninguna parte.

La magia había abierto surcos profundos en la cubierta. No había cuerpos visibles por ninguna parte ni indicaciones de la naturaleza de los propietarios del barco. La madera negra (que parecía emanar oscuridad) era de una especie que el teblor no reconoció y estaba desprovista de cualquier tipo de adorno, lo que evocaba una simplicidad pragmática. Karsa se sintió extrañamente reconfortado.

Torvald Nom apareció trepando por la barandilla de abajo. Se las había arreglado para quitarse las cadenas que llevaba acopladas a los grilletes y solo le quedaban las bandas de hierro en las muñecas y los tobillos. Le costaba respirar.

Karsa se incorporó y se apoyó en la punta de la espada para levantarse.

—¡Ah, mi gigantesco amigo, con nosotros una vez más!

—Debes de encontrar frustrante mi debilidad —rezongó Karsa.

—Era de esperar, dadas las circunstancias —dijo Torvald, que se movía entre las provisiones—. He encontrado comida. Ven a comer algo, Karsa, mientras te cuento lo que he descubierto.

El teblor bajó con lentitud por la cubierta inclinada.

Torvald sacó una hogaza de pan negro y cuadrada como un ladrillo.

—He encontrado un bote y remos, además de una vela, así que no seguiremos siendo víctimas de esta calma interminable. Tenemos agua para una semana y media si la racionamos y no pasaremos hambre, da igual lo rápido que recuperes el apetito…

Karsa cogió el pan que le ofrecía el daru y empezó a arrancar pequeños trozos. Tenía la sensación de que tenía los dientes un poco sueltos y prefería no intentar nada más allá de unos suaves mordiscos. El pan era suculento y esponjoso, relleno con trocitos de fruta dulce que sabía a miel. El primer bocado lo dejó luchando por no vomitarlo otra vez. Torvald le pasó una bota llena de agua y después reanudó su monólogo.

—El bote tiene bancos suficientes para unas veinte personas, es espacioso para los habitantes de las tierras bajas, pero tendremos que sacar uno para que tengas sitio para las piernas. Si miras por la regala puedes verlo por ti mismo. He estado muy ocupado cargando lo que vamos a necesitar. Podríamos explorar algunos de los otros barcos, si quieres, aunque tenemos más que suficiente…

—No hace falta —dijo Karsa—. Dejemos este sitio lo antes posible.

Torvald entrecerró los ojos y miró al teblor un momento, después asintió.

—De acuerdo. Karsa, dices que no invocaste la tormenta. Muy bien. Tendré que creer, al menos, que no recuerdas haberlo hecho. Pero me preguntaba, ese culto tuyo, esas Siete Caras en la Roca o como se llamen, ¿reivindican alguna senda propia? ¿Un reino aparte de aquel en el que vivimos tú y yo y donde puedan existir?

Karsa tragó otro bocado de pan.

—Nunca he oído nada de esas sendas de las que hablas, Torvald Nom. Los Siete moran en la roca y en el mundo de los sueños de los teblor…

—Mundo de los sueños… —Torvald agitó una mano—. ¿Hay algo aquí que se parezca a ese mundo de los sueños, Karsa?

—No.

—¿Y si se hubiera… inundado?

Karsa frunció el ceño.

—Me recuerdas a Bairoth Gild. Tus palabras no tienen sentido. El mundo de los sueños teblor es un lugar sin colinas, donde el musgo y los líquenes se aferran a peñascos medio enterrados, donde la nieve forma dunas bajas esculpidas por vientos fríos. Donde extrañas bestias de pelo castaño corren en manadas a lo lejos…

—¿Entonces tú la has visitado?

Karsa se encogió de hombros.

—Son las descripciones que nos dieron los chamanes. —Dudó un momento y luego dijo—: El lugar que visité… —Se quedó sin palabras y después sacudió la cabeza—. Diferente. Un lugar de… de brumas de colores.

—Brumas de colores. ¿Y tus dioses estaban allí?

—No eres teblor. No tengo que contarte más. Ya he hablado demasiado.

—Muy bien. Solo estaba intentando determinar dónde nos encontramos.

—Estamos en un mar, y no hay tierra.

—Bueno, sí. ¿Pero qué mar? ¿Dónde está el sol? ¿Por qué no hay noche? ¿Ni viento? ¿Qué dirección hemos de escoger?

—La dirección da igual. Cualquier dirección. —Karsa se levantó de donde había estado sentado sobre una bala—. Ya he comido suficiente por ahora. Vamos, terminemos de cargar y después salgamos de aquí.

—Como tú digas, Karsa.

El teblor se sentía más fuerte con cada día que pasaba e iba alargando sus turnos en los remos cada vez que sustituía a Torvald Nom. El mar era poco profundo y más de una vez el bote encalló en algún bajío, aunque por fortuna eran de arena y no dañaron el casco. No habían vuelto a ver a los enormes bagres, ni ninguna otra forma de vida en el agua o en el cielo, aunque ocasionalmente pasaba junto a ellos un trozo de madera a la deriva, desprovista de corteza y hojas.

Cuando Karsa recuperó las fuerzas, las provisiones de comida menguaron a toda velocidad y, aunque ninguno hablaba de ello, la desesperación se había convertido en un pasajero invisible, una tercera presencia que acallaba al teblor y al daru, que les ponía grilletes como sus antiguos captores y cuyas fantasmales cadenas se iban haciendo más pesadas.

Al comienzo habían marcado el paso de los días basándose en el equilibrio de sueño y vigilia, pero el patrón no tardó en derrumbarse cuando Karsa se aficionó a remar durante los periodos de sueño de Torvald además de relevar al cansado daru en otros momentos también. Tampoco tardó en ser evidente que el teblor requería menos descanso mientras que Torvald parecía necesitar más y más.

Los aprovisionamientos habían quedado reducidos al último barril de agua, que contenía solo un tercio de su capacidad. Karsa estaba a los remos y tiraba de los pequeños palos haciendo unos barridos anchos, sin mayor esfuerzo, entre las turbias olas. Torvald yacía acurrucado bajo la vela, sumido en un sueño inquieto.

El dolor de hombros de Karsa ya casi había desaparecido, aunque las molestias continuaban en las caderas y las piernas. Se había sumido en un patrón repetitivo desprovisto de cualquier pensamiento, inconsciente del paso del tiempo, su única preocupación era mantener un rumbo recto, lo mejor que podía al menos, dada la falta de puntos de referencia. Para dirigirlo no tenía más que el propio rastro que dejaba el bote.

Torvald abrió los ojos, inyectados en sangre, enrojecidos. Hacía mucho tiempo que había perdido su locuacidad. Karsa sospechaba que estaba enfermo, no habían sostenido ninguna conversación desde hacía horas. El daru se sentó poco a poco.

Después se puso rígido.

—Tenemos compañía —dijo, y se le quebró la voz.

Karsa metió los remos en la barca y se giró en su asiento. Un gran barco negro de tres mástiles se cernía sobre ellos, dos bancos de remos destellaban, oscuros, sobre el agua lechosa. Más allá, al borde del horizonte, corría una línea oscura y recta. El teblor cogió su espada y después se levantó poco a poco.

—Esa es la costa más extraña que he visto jamás —murmuró Torvald—. Ojalá la hubiéramos alcanzado sin compañía.

—Es un muro —dijo Karsa—. Una muralla recta, delante de ella hay una especie de playa. —Después volvió a mirar al barco que se acercaba—. Es como los que acosaban los corsarios.

—Pues sí, solo que un poco más grande. El buque insignia, diría yo, aunque no distingo bandera ni insignia alguna.

Vieron entonces unas figuras que atestaban el alto castillo de proa. Altos, aunque no tan altos como Karsa y mucho más enjutos.

—No son humanos —murmuró Torvald—. Karsa, no creo que sean muy cordiales. No es más que una sensación, desde luego. Con todo…

—No es la primera vez que veo a uno de esos —respondió el teblor—. La mitad se cayó de la barriga del bagre.

—Esa playa se mece con las olas, Karsa. Son restos. Debe de haber como dos o tres mil pasos de restos. El naufragio de un mundo entero. Como sospechaba, este mar no es de este reino.

—Pero hay barcos.

—Sí, lo que significa que tampoco es este su sitio.

Karsa se encogió con indiferencia ante tal observación.

—¿Tienes algún arma, Torvald Nom?

—Un arpón… y un mazo. ¿No intentarás hablar antes?

Karsa no dijo nada. Las dos hileras de remos se habían levantado del agua y planeaban inmóviles sobre las olas mientras el enorme barco se deslizaba hacia ellos. Los remos se hundieron de repente en el agua, que se agitó al tiempo que el barco reducía su velocidad y después se detenía por completo.

El bote emitió un ruido seco al chocar con el casco por babor, justo detrás de la proa.

Una escala de cuerda bajó serpenteando, pero Karsa, con la espada colgada al hombro, ya estaba trepando por el casco, porque lo que no faltaban eran asideros. Llegó al castillo de proa, se alzó a pulso y saltó. Sus pies encontraron la cubierta y se irguió.

Un círculo de guerreros de piel grisácea lo miraba. Más altos que los habitantes de las tierras bajas, pero todavía una cabeza más bajos que los teblor. Llevaban unos sables curvos envainados en las caderas y buena parte de las ropas estaban hechas de algún tipo de cuero, de una piel de pelo corto, oscuro y reluciente. El largo cabello castaño iba peinado con intrincadas trenzas que les colgaban y enmarcaban unos ojos angulares de múltiples tonos. Tras ellos, más abajo, en medio del barco, había un montón de cabezas cortadas: unos cuantos habitantes de las tierras bajas, pero la mayoría de rasgos parecidos a los guerreros de piel gris, aunque con la piel de color negro.

Un escalofrío gélido trepó por la columna de Karsa cuando vio que un sinfín de ojos entre las cabezas cortadas se giraban hacia él.

Uno de los guerreros de piel cenicienta soltó algo de golpe, su expresión era tan desdeñosa como su tono.

Detrás de Karsa, Torvald llegó a la barandilla.

El que hablaba parecía estar esperando algún tipo de respuesta. Cuando el silencio se prolongó, las caras de ambos lados se transformaron en muecas de desdén. El portavoz ladró una orden y señaló la cubierta.

—Esto, quiere que nos arrodillemos, Karsa —dijo Torvald—. Creo que deberíamos…

—No me arrodillé cuando estaba encadenado —gruñó Karsa—. ¿Por qué iba a hacerlo ahora?

—Porque cuento dieciséis, y quién sabe cuántos más habrá abajo. Y se están enfadando cada vez más…

—Dieciséis o sesenta —lo interrumpió Karsa—. No saben nada de luchar contra los teblor.

—¿Cómo puedes…?

Karsa vio que dos guerreros se llevaban los guanteletes a las empuñaduras de las espadas. La espada de palosangre surgió con un destello y barrió con un tajo horizontal el semicírculo entero de guerreros de piel gris. La sangre salpicó todo. Los cuerpos se tambalearon y cayeron hacia atrás, tropezaron con la barandilla baja y se precipitaron a la cubierta media.

El castillo de proa estaba más apartado de Karsa y, un paso por detrás, Torvald Nom.

Los siete guerreros que habían estado en la cubierta media retrocedieron como uno solo y después, tras desenvainar sus armas, se adelantaron.

—Estaban a mi alcance —dijo Karsa para responder a la pregunta del daru—. Por eso sé que no saben nada de luchar contra los teblor. Y ahora, da fe mientras yo tomo este barco. —Con un bramido y un salto cayó en medio del enemigo.

A los guerreros de piel gris no les faltaba habilidad, pero no les sirvió de nada. Karsa ya sabía lo que era la pérdida de libertad, no iba someterse de nuevo. La exigencia de que se arrodillara ante aquellas criaturas demacradas y de aspecto enfermizo había disparado en él una furia feroz.

Seis de los siete guerreros estaban en el suelo; el último se había dado la vuelta gritando y corría hacia la puerta del otro extremo de la cubierta media. Se detuvo solo lo suficiente para arrancar un arpón inmenso de una rejilla cercana, girarse y lanzárselo a Karsa.

El teblor lo atrapó con la mano izquierda.

Se acercó al hombre que huía y lo derribó en el umbral de la puerta. Tras agacharse y cambiar de mano las armas (el arpón en la derecha y la espada de palosangre en la izquierda) se precipitó en la oscuridad del pasaje que había tras la puerta.

Dos escalones más abajo se encontró en una amplia cocina con una mesa de madera en el centro. Una segunda puerta en el lado contrario, un pasaje estrecho detrás, flanqueado por literas y después una puerta ornamentada que chirrió cuando Karsa la abrió de un tirón.

Cuatro atacantes, un intercambio furioso de golpes, Karsa bloqueaba con el arpón y contraatacaba con la espada de palosangre. En apenas unos momentos, cuatro cuerpos rotos agonizaban en el suelo de madera resplandeciente del camarote. Una quinta figura, sentada en una silla al otro lado de la habitación con las manos levantadas y la hechicería dibujando un torbellino en el aire.

Karsa se abalanzó con un gruñido fiero. La magia destelló, chisporroteó y después la punta del arpón se metió en el pecho de la figura, lo atravesó y se clavó en el respaldo de madera de la silla. Una mirada de incredulidad se congeló en el rostro ceniciento, los ojos se clavaron en los de Karsa una última vez, antes de que los abandonara la vida.

—¡Urugal! ¡Sé testigo de la ira de un teblor!

El silencio siguió a sus resonantes palabras y después, el lento chapoteo de la sangre que caía de la silla del hechicero a la alfombra. Algo frío invadió a Karsa, el aliento de un desconocido, sin nombre, pero lleno de cólera. El teblor se desprendió de él con un gruñido, encogiéndose de hombros, y después miró a su alrededor. De techos altos para los habitantes de las tierras bajas, el camarote del barco era de la misma madera negra. Unos faroles de aceite resplandecían en los candelabros de la pared. En la mesa había mapas y gráficos, los dibujos que había en ellos eran ilegibles para el teblor.

Un ruido en la puerta.

Karsa se volvió.

Torvald Nom entró y examinó los cadáveres tirados en el suelo, después clavó la mirada en la figura sentada con la lanza todavía empalándola.

—No tienes que preocuparte de los remeros —dijo.

—¿Son esclavos? Entonces los liberaremos.

—¿Esclavos? —Torvald se encogió de hombros—. No creo. No llevan cadenas, Karsa. Claro que tampoco tienen cabeza. Como ya te he dicho, no creo que tengamos que preocuparnos por ellos. —Se acercó sin prisas a examinar los mapas de la mesa—. Algo me dice que estos desventurados cabrones que acabas de matar estaban tan perdidos como nosotros…

—Fueron los ganadores en la batalla de los barcos.

—Para lo que les sirvió…

Karsa sacudió la sangre de la espada y respiró hondo.

—Yo no me arrodillo ante nadie.

—Yo podría haberme arrodillado dos veces y con eso quizá se hubieran dado por satisfechos. Ahora, somos tan ignorantes como antes de ver este barco. Y nosotros dos tampoco podemos manejar un barco de este tamaño.

—Nos habrían hecho a nosotros lo que hicieron con los remeros —afirmó Karsa.

—Es posible. —Miró entonces a uno de los cadáveres que tenía a los pies y se agachó lentamente—. De aspecto bárbaro, estos tipos, bueno, al menos desde el punto de vista daru. Piel de foca (auténticos marinos, entonces) y sartas de garras, dientes y conchas. ¿El de la silla del capitán era mago?

—Sí. Yo no entiendo a estos guerreros. ¿Por qué no usan espadas o lanzas? Su magia es patética, pero parecen muy seguros de ella. Y mira su expresión…

—Sorprendida, sí —murmuró Torvald. Después volvió a mirar a Karsa—. Se sienten seguros porque la hechicería suele funcionar. La mayor parte de los atacantes no sobreviven cuando los golpea la magia. Los desgarra enteros.

Karsa regresó a la puerta. Después de un momento, Torvald lo siguió.

Regresaron a la cubierta de mesana. Karsa empezó a despojar los cadáveres que había por allí tirados y cortó orejas y lenguas antes de arrojar los cadáveres desnudos por la borda.

El daru observó durante un tiempo y después se acercó a las cabezas decapitadas.

—Han estado siguiendo todo lo que haces —le dijo a Karsa— con los ojos. Es insoportable. —Quitó la piel que envolvía un fardo cercano y la dobló alrededor de la cabeza cortada más cercana, después la ató con fuerza—. La oscuridad le sentará mejor, dadas las circunstancias…

Karsa frunció el ceño.

—¿Por qué dices eso, Torvald Nom? ¿Qué preferirías tú, poder ver las cosas que te rodean o la oscuridad?

—Estos son tiste andii, aparte de unos cuantos, y esos cuantos se parecen demasiado a mí.

—¿Quiénes son esos tales tiste andii?

—Solo un pueblo. Hay algunos luchando en Genabackis, en el ejército de liberación de Caladan Brood. Un pueblo antiguo, según se dice. En cualquier caso, veneran la Oscuridad.

Karsa, cansado de repente, se sentó en los escalones que llevaban al castillo de proa.

—Oscuridad —murmuró—. Un lugar donde uno se queda ciego, extraña cosa que venerar.

—Quizás el culto más realista de todos —respondió el daru mientras envolvía otra cabeza cortada—. ¿Cuántos de nosotros nos inclinamos ante un dios con la desesperada esperanza de poder dar forma de algún modo a nuestro destino? Rezarle a esa cara conocida aleja el terror que nos inspira lo desconocido, siendo lo desconocido el futuro. Quién sabe, quizás estos tiste andii sean los únicos entre todos nosotros que ven la verdad, siendo la verdad la nada. —Sin mirarlo en ningún momento, Torvald tapó con cuidado otra cabeza de piel negra y pelo largo—. Menos mal que a estas pobres almas no les quedan gargantas con las que pronunciar sonidos, o nos encontraríamos sosteniendo un debate espeluznante.

—Dudas de tus propias palabras, entonces.

—Siempre, Karsa. En un nivel más mundano, las palabras son como dioses, un modo de mantener el terror a raya. Es muy probable que tenga pesadillas con esto hasta que mi anciano corazón al fin se rinda. Una sucesión interminable de cabezas, con ojos que todo lo ven y lo saben, a las que envolver en piel de foca. Y con cada una que ato, ¡bam!: aparece otra.

—Tus palabras no son más que tonterías.

—Oh, ¿y cuántas almas has entregado tú a la oscuridad, Karsa Orlong?

El teblor entrecerró los ojos.

—Yo no creo que fuera oscuridad lo que encontraron —respondió en voz baja.

Después de un momento apartó la vista, silenciado de golpe al darse cuenta de algo. Un año antes habría matado a alguien por decir lo que Torvald acababa de decir, si hubiera comprendido su intención de herir, cosa que ya en sí no hubiera sido muy probable. Un año antes las palabras habían sido cosas despuntadas y torpes, confinadas a un mundo simple, si bien un poco misterioso. Pero ese defecto había sido solo de Karsa, no una característica de los teblor en general, pues Bairoth Gild había lanzado contra Karsa palabras con múltiples facetas, una fuente constante de diversión para el inteligente guerrero, aunque seguramente mitigada por la ignorancia de Karsa, que jamás captaba su intención.

Las palabras incesantes de Torvald Nom (pero no, algo más que eso), todo lo que Karsa había experimentado desde que había dejado su aldea, le había servido como instrucción sobre la complejidad del mundo. La sutileza había sido una serpiente envenenada que se había deslizado invisible por toda su vida. Había hundido sus colmillos en él muchas veces, pero ni una sola Karsa había sido consciente de su origen y ni una sola había comprendido la fuente del dolor. Su veneno había recorrido todo su organismo y la única respuesta que le había dado (cuando se la daba) era la violencia, con frecuencia hacia donde no debía, un estallido en todas direcciones.

Oscuridad y ciegos vivos. Karsa volvió a mirar al daru arrodillado que envolvía las cabezas cortadas, allí en la cubierta de mesana. ¿Y quién me ha quitado a mí la venda de los ojos? ¿Quién ha despertado a Karsa Orlong, hijo de Synyg? ¿Urugal? No, Urugal no. Eso lo sabía con seguridad porque la rabia de otro mundo que había sentido en el camarote, ese aliento gélido que lo había barrido entero, eso le pertenecía a su dios. Un desagrado fiero, ante el que Karsa había sentido una extraña… indiferencia.

Las Siete Caras de la Roca nunca hablaban de libertad. Los teblor eran sus sirvientes. Sus esclavos.

—No tienes buen aspecto, Karsa —dijo Torvald, y se acercó—. Siento lo último que dije…

—No es necesario disculparse, Torvald Nom —dijo Karsa mientras se levantaba—. Deberíamos regresar a nuestro…

Se detuvo cuando lo golpearon las primeras gotas de lluvia, y después toda la cubierta. Una lluvia lechosa, cenagosa.

—¡Oh! —gruñó Torvald—. Si esta es la saliva de un dios, no cabe duda de que está enfermo.

El agua olía mal, a podrido. Cubrió de inmediato las cubiertas del barco, las jarcias y las velas raídas, con una grasa espesa y pálida.

El daru maldijo y empezó a recoger alimentos y barriles de agua para cargarlos en el bote. Karsa hizo un último circuito por las cubiertas y examinó las armas y armaduras que les había quitado a los cuerpos de piel gris. Encontró la rejilla de arpones y cogió los seis que quedaban.

El chaparrón se espesó y creó unos muros tenebrosos e impenetrables alrededor del barco. Karsa y Torvald se deslizaron por aquel cieno cada vez más profundo y reabastecieron a toda prisa el bote, después se alejaron de un empujón del casco del barco con el teblor a los remos. En unos momentos perdieron el barco de vista y a su alrededor la lluvia fue amainando. Cinco golpes de remo y la habían dejado atrás por completo, y una vez más, se encontraron en unos mares que se mecían con suavidad bajo un cielo pálido. Por delante tenían la extraña costa, que se iba acercando poco a poco.

En el castillo de proa del inmenso barco, momentos después de que el bote con sus dos pasajeros se deslizara tras la pantalla de lluvia turbia, siete figuras casi insubstanciales se levantaron del cieno. Huesos destrozados, heridas abiertas que no sangraban, las figuras zigzagueaban con paso inseguro en la oscuridad, como si apenas fueran capaces de comprender la escena en la que habían entrado.

Una de ellas siseó de cólera.

—Cada vez que intentamos apretar el nudo un poco más…

—Él lo corta —terminó otra con tono irónico y amargo.

Una tercera bajó a la cubierta de mesana y le propinó una patada poco entusiasta a una espada desechada.

—El fracaso pertenecía a los tiste edur —aseveró esta con voz ronca—. Si se ha de promulgar un castigo, tendría que ser como respuesta a su arrogancia.

—No nos corresponde a nosotros exigirlo —soltó de repente el primero en hablar—. No somos los amos y señores de esta intriga…

—¡Ni tampoco lo son los tiste edur!

—Con todo, y a cada uno nos dan unas tareas concretas. Karsa Orlong sobrevive aún, y debe ser él nuestra única preocupación…

—Comienza a dudar.

—No obstante, su viaje continúa. Recae sobre nosotros ahora, con el poco poder que podemos ejercer, dirigir su camino y que continúe adelante.

—¡Escaso éxito hemos tenido hasta ahora!

—No es cierto. La senda Hecha Pedazos se despierta una vez más. El corazón roto del Primer Imperio empieza a sangrar, menos de un hilillo de momento, pero pronto se convertirá en una riada. Solo tenemos que poner a nuestro guerrero elegido en el rumbo adecuado…

—¿Y eso está en nuestro poder, limitado como sigue?

—Averigüémoslo. Comenzad los preparativos. Ber’ok, esparce este puñado de polvo de otataralita por el camarote, la senda del hechicero tiste edur continúa abierta y, en este lugar, no tardará en convertirse en una herida… una herida creciente. No ha llegado el momento todavía de tales revelaciones.

El que hablaba levantó entonces la mutilada cabeza y pareció olisquear el aire.

—Debemos trabajar rápido —anunció tras un momento—. Creo que nos persiguen.

Los seis restantes se volvieron para mirar al que hablaba, que asintió para responder a su silenciosa pregunta.

—Sí. Hay parientes tras nuestro rastro.

El naufragio de una tierra entera se había detenido junto al inmenso muro de piedras. Árboles arrancados, troncos toscos, tablones, vigas y trozos de carros y carretas eran visibles entre los detritos. Los márgenes estaban atestados de hierbas apelmazadas y hojas podridas que formaban una amplia planicie que se retorcía, alzaba y caía sobre las olas. El muro apenas era visible en algunos sitios, tan altos llegaban los restos, y el nivel del agua por debajo.

Torvald Nom se había colocado en la proa mientras Karsa remaba.

—No sé cómo vamos a llegar a ese muro —dijo el daru—. Será mejor que saques los remos ya, amigo mío, no vaya a ser que encallemos en ese desastre; hay bagres por aquí.

Karsa frenó un poco el bote. Quedaron flotando, el casco de su barca rozaba la alfombra de restos. Después de unos momentos fue evidente que había una corriente que tiraba de su barca hacia la orilla.

—Bueno —murmuró Torvald—, pues es la primera vez en este mar. ¿Crees que es una especie de marea?

—No —respondió Karsa, su mirada rastreaba la extraña orilla en la misma dirección que la corriente—. Es una brecha en el muro.

—Oh. ¿Ves dónde?

—Sí, creo que sí.

La corriente los estaba arrastrando más rápido.

—Hay una hendidura en la orilla —continuó Karsa—, y muchos árboles y troncos atascados donde debería estar el muro, ¿no oyes el rugido?

—Sí, ahora sí. —La tensión ribeteaba las palabras del daru. Se irguió en la proa—. Ya la veo. Karsa, sería mejor que…

—Sí, será mejor que lo esquivemos. —El teblor se volvió a colocar a los remos y apartó el bote del borde. El casco tiraba con pereza bajo ellos y después empezó a torcerse. Karsa apoyaba todo el peso en cada golpe de remo mientras luchaba por recuperar el control. El agua dibujó un torbellino a su alrededor.

—¡Karsa! —gritó Torvald—. ¡Hay personas… cerca de la brecha! ¡Veo un bote naufragado!

La brecha estaba a la izquierda del teblor, que tiraba del bote para cruzar la corriente. Miró hacia donde Torvald estaba señalando y, tras un momento, enseñó los dientes.

—El mercader de esclavos y sus hombres.

—Nos están haciendo señas para que nos acerquemos.

Karsa dejó de arrastrar el agua con el remo izquierdo.

—No podemos vencer a la corriente —anunció y le dio la vuelta al bote—. Cuanto más avanzamos, más fuerte se hace.

—Creo que eso es lo que le pasó a la barca de Silgar, se las arreglaron para encallarla justo a este lado de la desembocadura y en el proceso la desfondaron. Deberíamos intentar evitar un destino parecido, Karsa, si podemos, claro.

—Entonces, vigila por si hay troncos sumergidos —recomendó el teblor mientras orientaba el bote hacia la orilla—. Dime también, ¿los habitantes de las tierras bajas están armados?

—No que yo vea —respondió Torvald después de un momento—. Parecen hallarse en, eh, bueno, bastante mal estado. Están encaramados a una pequeña isla de troncos. Silgar, Damisk y otro… Borrug, creo. Dioses, Karsa, están muertos de hambre.

—Coge un arpón —gruñó el teblor—. El hambre bien podría llevarlos a la desesperación.

—Un toque hacia la orilla, ya casi estamos.

Se oyó un suave crujido en el casco y después un movimiento seco, un temblor cuando la corriente intentó arrastrarlos por el borde. Torvald salió de la embarcación con unas cuerdas en una mano y el arpón en la otra. Más allá, vio Karsa cuando se dio la vuelta, se acurrucaban los tres nathii sin hacer nada por ayudar y, si acaso, apartándose todo lo que podían sobre la isla de marañas. El rugido de la brecha seguía siendo un trueno todavía lejano, aunque algo más cerca comenzaban a percibirse unas grietas siniestras, desgarros y ruidos de movimientos, el atasco de troncos estaba disminuyendo.

Torvald aceleró el bote con una madeja de cuerdas atadas a varias ramas y raíces. Karsa saltó a la orilla, sacó la espada de palosangre y posó los ojos en Silgar.

El mercader de esclavos intentó apartarse todavía más.

Cerca de los tres demacrados habitantes de las tierras bajas yacían los restos de un cuarto, con los huesos limpios de toda carne.

—¡Teblor! —le imploró Silgar—. ¡Debes escucharme!

Karsa avanzó poco a poco.

—¡Puedo salvarnos!

Torvald tiró del brazo de Karsa.

—Espera, amigo, oigamos al muy cabrón.

—Dirá cualquier cosa —gruñó Karsa.

—Con todo…

Habló entonces Damisk Perrogrís.

—¡Karsa Orlong, escucha! Esta isla se está desgarrando, todos necesitamos tu barca. Silgar es mago, puede abrir un portal. Pero no si se está ahogando. ¿Entiendes? ¡Puede sacarnos de este reino!

—Karsa —dijo Torvald, el daru vacilaba al moverse los troncos bajo él y se sujetaba con más fuerza al brazo del teblor.

Karsa bajó la cabeza y miró al daru que tenía al lado.

—¿Confías en Silgar?

—Por supuesto que no. Pero no tenemos alternativa, no creo que sobreviviéramos a una caída por esa brecha con el bote. Ni siquiera sabemos qué altura tiene este muro, la caída por el otro lado podría ser interminable. Karsa, nosotros estamos armados y ellos no, además, están demasiado débiles para darnos problemas, eso lo ves, ¿no?

Silgar chilló cuando una gran sección del atasco de troncos se hundió justo tras él.

Karsa frunció el ceño y envainó la espada.

—Empieza a desatar la barca, Torvald. —Les hizo una seña a los habitantes de las tierras bajas—. Venid, pues. Pero has de saber una cosa, mercader de esclavos, cualquier señal de traición por tu parte y serán tus huesos los que limpien tus amigos.

Damisk, Silgar y Borrug se adelantaron gateando a toda prisa.

La sección entera de restos se estaba apartando, se rompía por los bordes a medida que la corriente se la iba llevando. Era obvio que la brecha se estaba expandiendo, ensanchando bajo la presión de un mar entero.

Silgar entró trepando y se agazapó junto a la proa del bote.

—Abriré un portal —anunció con voz ronca—. No puedo hacerlo más que una vez…

—¿Entonces por qué no os fuisteis hace mucho tiempo? —preguntó Torvald mientras soltaba la última cuerda y volvía a trepar a bordo.

—No había sendero antes, ahí en el mar. Pero ahora, aquí… alguien ha abierto una puerta. Cerca. El tejido está… debilitado. Yo no tengo la habilidad necesaria para abrirlo, pero puedo seguirlo.

El bote se apartó arrastrándose de la isla que se desmoronaba y dibujó un giro frenético en la corriente que los llevaba. Karsa tiró y empujó con los remos para orientar la proa hacia el torrente.

—¿Seguirlo? —repitió Torvald—. ¿Adónde?

A eso Silgar se limitó a sacudir la cabeza.

Karsa abandonó los remos, se dirigió a popa y cogió el timón con las dos manos.

Recorrieron el mar revuelto y agitado del naufragio rumbo a la brecha. Allí donde el muro había cedido se veía una nube ocre de bruma tan inmensa y alta como una tormenta. Detrás, no parecía haber nada en absoluto.

Silgar estaba haciendo gestos con las dos manos, las estiraba como un ciego que buscase el cerrojo de una puerta. Después señaló con un dedo a la derecha.

—¡Allí! —chilló mientras le lanzaba una mirada salvaje a Karsa—. ¡Allí! ¡Llévanos allí!

El lugar que señalaba Silgar no parecía muy diferente de todos los demás. Justo detrás, el agua se desvanecía sin más, una línea titubeante que era la brecha en sí. Karsa se encogió de hombros y empujó el timón. Adónde fueran, a él le importaba poco. Si Silgar fallaba, se precipitarían, caerían la distancia que fuera y se estrellarían entre un torbellino de espuma que los mataría a todos.

Observó que todos salvo Silgar se agachaban, mudos de terror.

El teblor sonrió.

—¡Urugal! —bramó y se levantó a medias cuando el bote se lanzó hacia el borde.

La oscuridad se los tragó.

Y después se encontraron cayendo.

Un crujido estrepitoso, explosivo. El mango del timón se partió bajo las manos de Karsa y después la popa se estrelló contra él por detrás, lanzando al teblor hacia delante. Chocó contra el agua un momento después, el impacto lo hizo jadear (le entró en la boca un trago de agua salada) antes de precipitarse en una negrura fría.

Se debatió por subir hasta que sacó la cabeza a la superficie, pero no hubo reducción alguna de la oscuridad, como si se hubieran metido en un pozo o hubieran aparecido dentro de una cueva. Cerca, alguien tosía, indefenso, mientras que un poco más allá, otro superviviente agitaba manos y piernas.

Varios restos rozaron a Karsa. El bote se había hecho pedazos aunque el teblor estaba bastante seguro de que la caída no había sido demasiado larga, habían llegado a una altura de quizá dos guerreros adultos combinados. A menos que el barco hubiera chocado con algo, debería haber sobrevivido.

—¡Karsa!

Todavía tosiendo, Torvald Nom se acercó al teblor. El daru había encontrado el astil de uno de los remos y le había pasado los brazos por encima.

—¿Qué crees tú que ha sucedido, en el nombre del Embozado?

—Atravesamos esa puerta de hechicería —explicó Karsa—. Eso debería ser obvio, ya que estamos en otro sitio.

—No resulta tan sencillo —contestó Torvald—. La pala de este remo, aquí, mira el extremo.

El teblor se encontró con que flotaba con comodidad en aquella agua salada y no le llevó mucho nadar hasta el extremo del astil. Lo habían atravesado, como si lo hubiera golpeado un único tajo de una espada de hierro como las que usaban los habitantes de las tierras bajas. Karsa lanzó un gruñido.

Los sonidos lejanos de alguien que se agitaba se habían acercado más. Desde mucho más lejos se oyó la voz de Damisk, que los llamaba.

—¡Aquí! —le contestó Torvald con un grito.

Una forma apareció a su lado. Era Silgar, aferrado a uno de los barriles de agua.

—¿Dónde estamos? —le preguntó Karsa al mercader de esclavos.

—¿Cómo iba a saberlo yo? —le soltó el nathii—. Yo no elaboré esa puerta, me limité a hacer uso de ella, y la mayor parte se había cerrado, que es por lo que el suelo de la barca no vino con nosotros. Se partió limpiamente. No obstante, creo que estamos en un mar, bajo un cielo cubierto de nubes. Si no hubiera luz ambiental, ahora mismo no podríamos vernos unos a otros. Bueno, no oigo costa alguna, aunque hay tanta calma que quizá no haya olas que rocen la orilla.

—Lo que significa que podríamos estar a menos de una docena de brazadas y no saberlo.

—Sí. Por fortuna para nosotros, es un mar bastante cálido. Solo hemos de esperar al alba…

—Suponiendo que haya alba —dijo Torvald.

—La hay —afirmó Silgar—. Comprueba las capas del agua. Está más fría más abajo, donde tenemos los pies. Así que un sol ha contemplado este mar, estoy seguro.

Damisk apareció nadando, luchaba por sostener a Borrug, que parecía estar inconsciente. Cuando estiró el brazo para coger el barril de agua, Silgar lo empujó y después se apartó un poco más, pataleando con fuerza.

—¡Maese! —dijo Damisk con un grito ahogado.

—Este barril ya apenas es capaz de sostener mi peso —siseó Silgar—. Está casi lleno de agua potable, que es probable que vayamos a necesitar. ¿Qué le pasa a Borrug?

Torvald se movió para dejarle un sitio a Damisk en el astil del remo. El guardia tatuado intentó pasar los brazos de Borrug también por encima y Torvald se acercó de nuevo para ayudarlo.

—No sé lo que le pasa —dijo Damisk—. Puede que se haya golpeado la cabeza, aunque no encuentro ninguna herida. Al principio balbuceaba y se debatía, después se quedó inconsciente sin más y estuvo a punto de hundirse. Tuve suerte de poder alcanzarlo.

La cabeza de Borrug no hacía más que meterse bajo la superficie.

Karsa estiró un brazo y cogió las muñecas del hombre.

—Yo me ocupo de él —gruñó mientras se giraba y se pasaba los brazos del hombre por el cuello.

—¡Una luz! —gritó de repente Torvald—. He visto una luz… ¡allí!

Los otros se dieron la vuelta.

—Yo no veo nada —rezongó Silgar.

—La vi —insistió Torvald—. Era tenue. Y ya no está. Pero la vi…

—Seguramente tu imaginación crispada —dijo Silgar—. Si tuviera fuerzas, abriría mi senda…

—Sé lo que vi —dijo el daru.

—Guíanos entonces, Torvald Nom —dijo Karsa.

—¡Podríamos ir en la dirección equivocada! —siseó Silgar—. Es más seguro esperar…

—Entonces espera —respondió Karsa.

—Yo tengo el agua fresca, no tú…

—Un buen argumento. Tendré que matarte, entonces, dado que has decidido quedarte aquí. Podríamos necesitar esa agua, después de todo. Tú no porque estarás muerto.

—La lógica de los teblor —se rio Torvald— es maravillosa.

—Muy bien, os seguiré —dijo Silgar.

El daru se puso en marcha a un ritmo lento pero constante, pateaba bajo la superficie y empujaba el astil del remo. Damisk mantenía una mano en el trozo de madera al tiempo que hacía un extraño movimiento con las piernas, como una rana.

Karsa sujetó las muñecas de Borrug con una mano y se movió tras ellos. Llevaba la cabeza del habitante de las tierras bajas inconsciente apoyada en el hombro derecho y las rodillas del hombre tropezaban con los muslos del teblor.

A un lado y agitando los pies, Silgar empujaba el barril de agua. Karsa se dio cuenta de que el barril estaba mucho menos lleno de lo que había dicho el mercader de esclavos, podría haberlos soportado a todos con facilidad.

Aunque al teblor no le hacía falta. No estaba especialmente cansado y al parecer poseía una flotabilidad natural superior a la de los habitantes de las tierras bajas. Cada vez que inspiraba, los hombros, la parte superior de los brazos y la del pecho se alzaban sobre el agua. Y aparte de las rodillas de Borrug, que estorbaban de forma constante las patadas de Karsa, la presencia del habitante de las tierras bajas era insignificante…

Se dio cuenta entonces que había algo raro con esas rodillas. Se detuvo un momento y bajó la mano.

Las dos piernas estaban cortadas limpiamente justo por debajo de las rótulas y el agua estaba caliente a su alrededor.

Torvald echó la mirada atrás.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—¿Crees que hay bagres en estas aguas?

—Lo dudo —respondió el daru—. Aquella era agua dulce, después de todo.

—Bien —gruñó Karsa mientras volvía a nadar.

No se repitió la luz que había visto Torvald. Continuaron nadando en medio de la oscuridad absoluta, por aguas en perfecta calma.

—Esto es una estupidez —declaró Silgar después de un rato—. Nos estamos agotando sin propósito alguno…

—Karsa, ¿por qué preguntaste por los bagres? —exclamó Torvald.

Algo enorme y de piel áspera se alzó y aterrizó en la espalda de Karsa, un peso inmenso que lo hundió. Algo le arrancó las muñecas de Borrug de las manos, los brazos rebotaron de repente y se desvanecieron. Hundido algo más de la altura de un guerrero bajo la superficie, Karsa se viró. Uno de sus pies, al dar una patada, chocó con un cuerpo sólido que no cedía. Usó el contacto para alejarse con un impulso y volver a la superficie.

Cuando llegó (con la espada de palosangre en la mano) vio a menos de un cuerpo de distancia un enorme pez gris; la boca de dientes irregulares se cerraba alrededor de lo poco que quedaba visible de Borrug. Una cabeza lacerada, los hombros y los brazos inertes. La gran cabeza del pez se agitaba de un lado a otro, sus extraños ojos, grandes como platos, destellaban como si estuvieran iluminados por dentro.

Se oyó un chillido detrás de Karsa y este se volvió. Tanto Damisk como Silgar pateaban con todas sus fuerzas bajo el agua en un esfuerzo por escapar. Torvald estaba de espaldas, con el remo aferrado entre las manos y las piernas dando fuertes patadas bajo la superficie; él era el único que no hacía ningún ruido aunque tenía la cara crispada de miedo.

Karsa se enfrentó al pez una vez más. El animal parecía tener problemas para tragarse a Borrug, tenía uno de los brazos del hombre atascado de lado. El pez en sí estaba casi de pie en el agua y agitaba la cabeza de un lado a otro.

Karsa lanzó un gruñido y nadó hacia él.

El brazo de Borrug se soltó cuando llegó el teblor y el cadáver desapareció en el buche de la criatura. Karsa respiró hondo y dio varias patadas fuertes, después sacó medio cuerpo del agua con un impulso y su espada de palosangre dibujó un chorro curvado cuando se precipitó contra el morro del pez.

La sangre caliente salpicó los antebrazos de Karsa.

El pez pareció lanzar hacia atrás el cuerpo entero.

Karsa se abalanzó sobre él y rodeó con las piernas el cuerpo de la criatura, justo por debajo de las aletas laterales. El pez se apartó de golpe al sentir el contacto, pero no pudo liberarse de Karsa.

El teblor invirtió la espada, la hundió en las profundidades de la barriga de la bestia y desgarró la carne hacia abajo.

El agua se calentó de repente con sangre y bilis. El cuerpo del pez se convirtió en un peso muerto que arrastró a Karsa hacia el fondo. El guerrero envainó su espada y después, mientras se hundía con el pez bajo la superficie, metió los brazos en la herida abierta. Rodeó con una mano el muslo de Borrug, una masa destrozada de carne, y los dedos escarbaron un poco para rodear el hueso.

Karsa sacó al habitante de las tierras bajas entre una nube de líquido lechoso que hizo que le escocieran los ojos, después sacó el cuerpo con él y regresó a la superficie.

Torvald estaba gritando. Al volverse, Karsa vio al daru de pie con el agua a la cintura y agitando los dos brazos. Cerca de él, Silgar y Damisk estaban vadeando el agua y se dirigían a una especie de orilla.

Karsa se dirigió hacia allí arrastrando a Borrug con él. Media docena de brazadas y sus pies chocaron y rozaron un fondo arenoso. Se quedó quieto sin soltar una de las piernas de Borrug. Momentos después estaba en la playa.

Los otros estaban sentados o arrodillados en una pálida franja de arena e intentaban recuperar el aliento.

Karsa dejó caer el cuerpo en la playa y se quedó de pie; echó la cabeza hacia atrás y olisqueó el aire cálido y sofocante. Había un follaje pesado y exuberante tras la línea de la marea alta, repleta de conchas de la cala. El zumbido y quejido de los insectos, un susurro leve de algo pequeño que cruzaba algas secas.

Torvald se acercó arrastrándose.

—Karsa, ese hombre está muerto. Estaba muerto cuando se lo llevó el tiburón…

—Así que era un tiburón. Los marineros del barco malazano hablaban de tiburones.

—Karsa, cuando un tiburón se traga a alguien, no vas tras el pobre diablo. Está acabado…

—Estaba a mi cuidado —dijo Karsa con voz profunda—. El tiburón no tenía derecho alguno sobre él, ya estuviera muerto o vivo.

Silgar se había levantado a unos cuantos pasos de distancia. Al oír a Karsa se echó a reír con una carcajada aguda.

—¡Del vientre de un tiburón a las gaviotas y los cangrejos! —dijo—. ¡El patético espíritu de Borrug sin duda te lo agradece, teblor!

—He liberado al hombre de las tierras bajas —replicó Karsa— y ahora lo devuelvo a tu cuidado, mercader de esclavos. Si deseas dejárselo a las gaviotas y los cangrejos, la decisión es tuya. —Miró al mar oscuro una vez más, pero no vio señal alguna del tiburón muerto.

—Nadie me creería —murmuró Torvald.

—¿Creer qué, Torvald Nom?

—Oh, me estaba imaginando a mí mismo cuando sea anciano, dentro de muchos años, sentado en el bar de Quip, en Darujhistan, contando esta historia. Lo he visto con mis propios ojos y hasta a mí me cuesta creerlo. Sacaste medio cuerpo del agua cuando hundiste esa espada, supongo que ayuda tener cuatro pulmones. Con todo… —El daru sacudió la cabeza.

Karsa se encogió de hombros.

—Los bagres eran peores —dijo—. No me gustaban los bagres.

—Sugiero —exclamó Silgar— que durmamos un poco. Llegado el alba, descubriremos lo que haya que descubrir de este sitio. Por ahora, démosle gracias a Mael por seguir vivos.

—Perdona —dijo Torvald—, pero yo preferiría darle las gracias a un obstinado guerrero teblor antes que a cualquier dios marino.

—Entonces tu fe ha perdido por completo su lugar —dijo con desdén el mercader de esclavos antes de darse la vuelta.

Torvald se levantó poco a poco.

—Karsa —murmuró— deberías saber que la bestia marina elegida por Mael es el tiburón. No me cabe duda alguna de que Silgar estaba rezando con todas sus fuerzas mientras estábamos ahí fuera.

—No importa, en realidad —respondió Karsa. Respiró hondo una bocanada de aquel aire perfumado de la selva y la soltó con lentitud—. Estoy en tierra firme, y soy libre; y ahora recorreré esta playa y saborearé algo de esta nueva tierra.

—Te acompaño, entonces, amigo mío, pues creo que la luz que vi estaba a nuestra derecha, un poco por encima de esta playa, y me gustaría investigar.

—Como quieras, Torvald Nom.

Echaron a andar por la cala.

—Karsa, ni Silgar ni Damisk poseen un solo jirón de decencia. Yo, sin embargo, sí. Un jirón muy pequeño, cierto es, pero un jirón de todos modos. Así pues, gracias.

—Nos hemos salvado la vida el uno al otro, Torvald Nom, así que me complace llamarte amigo y pensar en ti como en un guerrero. No un guerrero teblor, por supuesto, pero un guerrero en cualquier caso.

El daru no dijo nada durante un buen rato. Se habían alejado bastante de Silgar y Damisk. El saliente de tierra que tenían a la derecha se alzaba en capas de piedra pálida, el muro esculpido por las olas estaba recubierto de enredaderas del grueso follaje que se aferraba a la roca. Una brecha en las nubes del cielo arrojó sobre ellos la luz tenue de las estrellas, que se reflejó en el agua casi inmóvil de su izquierda. La arena que pisaban iba dando paso a una piedra lisa y ondulada.

Torvald tocó el brazo de Karsa, se detuvo y señaló ladera arriba.

—Allí —susurró.

El teblor lanzó un suave gruñido. Una torre deforme y achaparrada se alzaba sobre la maraña de arbustos. Vagamente cuadrada y con un estrechamiento marcado que terminaba en un tejado plano, la torre se encorvaba sobre la playa, una masa negra llena de nudos. Por arriba, a tres cuartas partes de la pared, en el lado que daba al mar, había una ventana triangular incrustada en las profundidades de la pared. Una luz amarilla mortecina perfilaba las tablillas combadas de las contraventanas.

Se veía con cierta claridad un sendero estrecho que serpenteaba hasta la orilla del agua y cerca (cinco pasos más allá de la marca de la marea) yacían los restos derrumbados de una barca de pesca, las cuadernas sueltas del casco sobresalían por los lados envueltas en algas y recubiertas de guano.

—¿Les hacemos una visita? —preguntó Torvald.

—Sí —respondió Karsa, que se dirigía ya al sendero.

El daru se acercó a toda prisa a su compañero.

—Pero nada de trofeos, ¿de acuerdo?

El teblor se encogió de hombros.

—Eso depende de cómo nos reciban.

—Desconocidos en una playa desolada, uno de ellos un gigante con una espada que es casi tan alta como yo. En plena noche y aporreando la puerta. Si nos reciben con los brazos abiertos, Karsa, será un milagro. Y lo que es peor todavía, no hay muchas probabilidades de que compartamos un idioma común…

—Demasiadas palabras —lo interrumpió Karsa.

Habían llegado a la base de la torre. No había entrada por el lado del mar. El camino rodeaba la estructura, un sendero trillado de polvo de piedra caliza. Enormes losas de aquella roca amarilla yacían amontonadas, muchas de ellas parecían haber sido arrastradas de otros sitios y lucían marcas de cortes y de un cincel. La torre en sí estaba construida con un material idéntico, aunque el aspecto nudoso siguió siendo un misterio hasta que Karsa y Torvald se acercaron más.

El daru estiró el brazo y pasó los dedos por una de las piedras angulares.

—Esta torre está hecha solo de fósiles —murmuró.

—¿Qué son fósiles? —preguntó Karsa mientras estudiaba las extrañas formas incrustadas en la piedra.

—Vida antigua, convertida en piedra. Me imagino que los eruditos tienen una explicación para cómo se produjo tal transformación. Pero, en fin, mi educación fue esporádica y, bueno, mal recibida. Mira, este… es una concha inmensa de algún tipo. Y ahí, esos parecen vertebrados, de una especie de bestia parecida a una serpiente…

—No son más que tallas en la roca —afirmó Karsa.

Una carcajada profunda y sonora los hizo darse la vuelta de golpe. El hombre que había en la curva del camino, a diez pasos de ellos, era enorme según la perspectiva de un habitante de las tierras bajas y tenía la piel tan oscura que parecía negra. No llevaba camisa, solo un chaleco sin mangas de una pesada cota de malla agarrotada por el óxido. Tenía unos músculos gigantescos, desprovistos de grasa, que hacían que los brazos, los hombros y el torso parecieran hechos con cuerdas tensas. Vestía un taparrabos con cinturón de un material incoloro. Un gorro, que parecía elaborado con los restos arrancados de una capucha, le cubría la cabeza, pero Karsa pudo ver una barba gruesa entreverada de gris que le cubría la mitad inferior de la cara.

No había armas a la vista, ni siquiera un cuchillo. Los dientes destellaron con una sonrisa.

—Chillidos en el mar y ahora un par de fugitivos farfullando en daru en el patio de mi torre. —Levantó un poco la cabeza para mirar a Karsa por un instante—. Al principio pensé que eras fenn, pero no eres fenn, ¿verdad?

—Soy teblor…

—¡Teblor! Bueno, muchacho, estás muy lejos de casa, ¿no?

Torvald se adelantó un paso.

—Señor, su dominio del daru es impresionante, aunque estoy seguro de que detecto cierto acento malazano. Es más, por su color, yo me aventuraría a decir que es usted napaniano. ¿Estamos entonces en Quon Tali?

—¿No lo sabéis?

—Bueno, señor, me temo que no.

El hombre lanzó un gruñido y después se dio la vuelta por el camino otra vez.

—¡Tallas, ja!

Torvald miró a Karsa y después, con un encogimiento de hombros, echó a andar tras el hombre.

Karsa lo siguió.

La puerta estaba en el lado que daba al interior. El sendero se bifurcaba delante, una pista llevaba a la torre y la otra a un camino elevado que corría paralelo a la costa, tras el cual había una franja oscura de bosque.

El hombre empujó la puerta y se metió dentro agachando la cabeza.

Tanto Torvald como Karsa se había detenido sin querer en la bifurcación y se habían quedado mirando el enorme cráneo de piedra que formaba el dintel sobre el bajo umbral. Era tan largo como alto era el teblor y recorría toda la pared a lo ancho. Las filas de dientes afilados como dagas dejaban pequeños hasta los de un oso gris.

El hombre volvió a aparecer.

—Sí, impresionante, ¿verdad? Y además he recogido buena parte del cuerpo del muy cabrón; debería haber adivinado que sería más grande de lo que yo creía en un principio, pero fueron los antebrazos lo que encontré, ya sabéis, y son muy enclenques, así que yo me imaginaba una bestia que no era más alta que tú, teblor, pero con una cabeza de igual tamaño. No me extraña que se extinguieran, me dije. Claro que son errores como estos los que le enseñan a un hombre a ser humilde, y bien sabe el Embozado que este me dio una buena cura de humildad. Entrad, estoy haciendo un poco de té.

Torvald levantó la cabeza y le sonrió a Karsa.

—¿Ves lo que pasa cuando vives solo?

Los dos entraron en la torre.

Y se quedaron perplejos al ver lo que les aguardaba. La torre era hueca, con solo un endeble andamio que sobresalía de la pared que daba al mar, justo por debajo de la única ventana. El suelo era una alfombra gruesa y crujiente de piedrecillas. Unos palos curtidos por el tiempo se alzaban por todos lados, con varios ángulos, unidos por vigas por algunos sitios y festoneados de cuerdas. El armazón de madera rodeaba la mitad inferior de un esqueleto de piedra que se levantaba sobre dos patas de recios huesos que recordaban a las de un pájaro, terminadas en tres dedos y con unas garras enormes. La cola era una cadena de vértebras que subían serpenteando por una de las paredes.

El hombre estaba sentado cerca de una chimenea de ladrillos, debajo del andamio, revolviendo una de las dos ollas que descansaban sobre los carbones.

—¿Veis el problema que tengo? Levanté la torre pensando que habría sitio de sobra para reconstruir este leviatán, pero no hacía más que descubrir cada vez más de esas puñeteras costillas, maldito sea el Embozado, ni siquiera puedo acoplar los omóplatos, por no hablar ya de los antebrazos, el cuello y la cabeza. Estaba planeando desmantelar la torre al final, en cualquier caso, para poder llegar al cráneo. Pero ahora todo se ha ido al garete y voy a tener que alargar el tejado, cosa complicada. Muy complicada, joder.

Karsa se acercó al fuego y se agachó para olisquear la otra olla, donde burbujeaba un líquido espeso, parecido a una sopa.

—Yo no probaría eso —dijo el hombre—. Es lo que uso para pegar los huesos. Al secarse se endurece más que la propia piedra y soporta mi peso una vez que está curado. —Encontró unas cuantas tazas de arcilla más y sirvió el té de hierbas en ellas—. También vale para hacer loza.

Torvald apartó los ojos, no sin esfuerzo, del enorme esqueleto que se cernía sobre ellos y se acercó a coger su taza.

—Yo me llamo Torvald Nom…

—¿Nom? ¿De la Casa Nom? ¿Darujhistan? Qué raro, me había parecido que eras un bandido, antes de convertirte en esclavo, claro está.

Torvald miró a Karsa e hizo una mueca.

—Son estas putas cicatrices de los grilletes, necesitamos una muda de ropa, algo con manga larga. Y mocasines que nos lleguen por las rodillas.

—Hay muchos esclavos huidos por aquí —dijo el napaniano con un encogimiento de hombros—. Yo no me preocuparía demasiado por eso.

—¿Dónde estamos?

—Costa norte de Siete Ciudades. El mar aquel es el mar Otataral. El bosque que cubre esta península se llama A’rath. La ciudad más cercana es Ehrlitan, a unos quince días a pie al oeste de aquí.

—¿Y tú cómo te llamas, si me permites la pregunta?

—Bueno, Torvald Nom, no hay una respuesta fácil a esa pregunta. Por aquí me conocen con el nombre de Ba’ienrok, que en ehrlitano es «Guardián». Más allá, en el fiero y desagradable mundo, no se me conoce en absoluto, salvo como alguien que murió hace mucho tiempo, y así es como pienso mantenerlo. Así que, Ba’ienrok o Guardián, escoge tú.

—Guardián, entonces. ¿Qué hay en este té? Hay sabores que no reconozco y para alguien nacido y criado en Darujhistan, ya ese detalle solo es casi imposible.

—Una colección de plantas locales —respondió Guardián—. No sé cómo se llaman, no sé qué propiedades tienen, pero me gusta el sabor. Hace mucho que arranqué las que me ponían enfermo.

—Me alegro de oír eso —dijo Torvald—. Bueno, pareces saber mucho sobre ese fiero y desagradable mundo que hay ahí fuera. Daru, teblor… ¿Ese bote destrozado que se ve ahí abajo, era tuyo?

Guardián se levantó poco a poco.

—Ahora me estás poniendo nervioso, Torvald. No es buena señal que me ponga nervioso.

—Eh, bueno, no haré más preguntas, entonces.

Guardián le dio un pequeño puñetazo al hombro de Torvald, que hizo que el daru se meciera y tuviera que dar un paso atrás.

—Sabia decisión, muchacho. Creo que puedo llevarme bien con vosotros, aunque me sentiría mejor si tu silencioso amigo dijera una cosa o dos.

Torvald se frotó el hombro y se volvió hacia Karsa.

El teblor le enseñó los dientes.

—No tengo nada que decir.

—Me gustan los hombres que no tienen nada que decir —dijo Guardián.

—Por suerte para ti —gruñó Karsa—. Pues no querrías tenerme como enemigo.

Guardián se volvió a llenar la taza.

—Los he tenido peores que tú, teblor, en mis tiempos. Más feos, más grandes y peores. Claro que la mayor parte ya están muertos.

Torvald carraspeó entonces.

—Bueno, la edad nos lleva a todos al final.

—Eso es muy cierto, muchacho —dijo Guardián—. Una pena que ninguno tuviera la oportunidad de verlo por sí mismo. Bueno, supongo que tendréis hambre. Pero para comer mi comida, tenéis que hacer algo para ganárosla antes. Y eso significa ayudarme a desmantelar el tejado. No debería llevarnos más de un día o dos.

Karsa miró a su alrededor.

—No pienso trabajar para ti. Desenterrar huesos y juntarlos es una pérdida de tiempo. Es inútil.

Guardián se quedó muy quieto.

—¿Inútil? —Lo dijo sin apenas aliento.

—Es esa lamentable vena de pragmatismo teblor —se apresuró a decir Torvald—. Eso y la brusquedad propia de un guerrero, que con frecuencia se confunde sin querer con grosería…

—Demasiadas palabras —lo interrumpió Karsa—. Este hombre desperdicia su vida con tareas estúpidas. Cuando decida que tengo hambre, cogeré comida.

Aunque el teblor anticipaba una reacción violenta por parte de Guardián y aunque Karsa tenía una mano cerca de la empuñadura de la espada de palosangre, fue incapaz de evitar el puño borroso que se disparó y chocó con las costillas inferiores del lado derecho. Crujieron unos huesos. El aire de los pulmones se le escapó con un estallido. Karsa se encorvó y se tambaleó hacia atrás, incapaz de coger aire, una oleada de dolor le oscureció la visión.

Jamás lo habían golpeado con tanta fuerza en toda su vida. Ni siquiera Bairoth Gild se las había arreglado para asestarle tamaño golpe. Al tiempo que iba perdiendo el sentido, le lanzó una mirada de auténtica y perpleja admiración a Guardián. Después se derrumbó.

Cuando despertó, el sol entraba a raudales por la puerta abierta. Se encontró tirado en la gravilla. El aire estaba lleno de polvo de argamasa que descendía del techo. Con un gemido de dolor por las costillas rotas, Karsa se sentó poco a poco. Oyó unas voces que provenían de cerca del techo de la torre.

La espada de palosangre todavía le colgaba de las correas de la espalda. El teblor se apoyó en los huesos de las patas de piedra del esqueleto y se fue poniendo en pie. Levantó la cabeza y vio a Torvald y Guardián allí arriba, manteniendo el equilibrio en el armazón de madera, justo debajo del tejado, que ya había sido desmantelado en parte. El daru miró abajo.

—¡Karsa! Te invitaría a subir, pero sospecho que este andamio no soportaría tu peso. En cualquier caso, hemos avanzado mucho…

Guardián lo interrumpió.

—Soportará su peso. Yo subí con un torno la columna entera y eso pesa mucho más que un simple teblor. Sube aquí, muchacho, estamos listos para empezar con las paredes.

Karsa se tanteó la magulladura que le cubría las costillas inferiores del lado derecho con una forma que se parecía vagamente a un puño. Le dolía respirar y no estaba muy seguro de si sería capaz de trepar y mucho menos trabajar. Al mismo tiempo, era reacio a mostrar debilidad, sobre todo delante de aquel napaniano musculoso. Hizo una mueca y levantó los brazos hacia la viga más cercana.

La subida fue una agonía lenta y tortuosa. En las alturas, los dos habitantes de las tierras bajas lo contemplaban en silencio. Para cuando Karsa llegó a la pasarela que había bajo el techo y se arrastró hasta Guardián y Torvald, estaba bañado en sudor.

Guardián se lo había quedado mirando.

—Que el Embozado me lleve —murmuró—. Ya me sorprendió que consiguieras levantarte, teblor. Sé que rompí alguna costilla, maldita sea. —Levantó una mano entablillada y envuelta en vendas—. Yo también me rompí unos huesos. Es mi mal genio, ¿sabes? Siempre ha sido un problema. No me tomo muy bien los insultos. Será mejor que te sientes allí, nos las arreglaremos.

Karsa puso una mueca de desdén.

—Soy de la tribu uryd. ¿Crees que un simple golpecito de un habitante de las tierras bajas me preocupa? —Se irguió.

El techo había sido una sola losa de piedra caliza que sobresalía un poco de las paredes. Para quitarlo habían tenido que ir rompiendo con un cincel la argamasa de las junturas y después deslizar la losa hacia un lado hasta que cayó y se hizo mil pedazos a los pies de la torre. Después habían ido recortando la argamasa que rodeaba los bloques grandes y toscos hasta el borde del andamio. Karsa apoyó el hombro en un lado y empujó.

Los dos hombres cogieron de golpe las correas de la espada de palosangre cuando el teblor cayó hacia delante y una enorme sección de la pared se desvaneció ante él. En el suelo se produjo una conmoción atronadora que sacudió la torre. Hubo un momento en el que pareció que el peso de Karsa iba a arrastrarlos a los tres al vacío; después, Guardián enganchó un poste con la pierna y gruñó cuando las correas se tensaron al final de un brazo. Quedaron los tres colgados durante un segundo y después el napaniano poco a poco dobló el brazo y volvió a atraer a Karsa a la plataforma.

El teblor no pudo hacer nada para ayudar, había estado a punto de desmayarse cuando había tirado las piedras y el dolor le atravesaba el cráneo con un rugido. Cayó de rodillas poco a poco.

Torvald sacó las manos de las correas con un jadeo y se sentó en las tablas combadas con un golpe seco.

Guardián se echó a reír.

—Bueno, no fue tan difícil. Muy bien, los dos os habéis ganado el desayuno.

Torvald tosió y después se dirigió a Karsa.

—Por si te lo estabas preguntando, volví a la playa al amanecer para ir a buscar a Silgar y Damisk. Pero no estaban donde los habíamos dejado. No creo que el mercader de esclavos planeara viajar con nosotros, supongo que temía por su vida en tu compañía, Karsa, y tendrás que admitir que no le falta razón. Seguí sus huellas hasta el camino de la costa. Se habían dirigido al oeste, lo que sugiere que Silgar sabía más sobre dónde estamos de lo que dijo. Quince días hasta Ehrlitan, que es un puerto importante. Si hubieran ido al este, habrían tardado un mes o más en llegar a la ciudad más cercana.

—Hablas demasiado —dijo Karsa.

—Sí —asintió Guardián—, habla mucho. Vosotros dos habéis hecho todo un viaje, ahora sé más de lo que hubiera querido saber. Pero no hay que preocuparse, teblor. Solo me creí la mitad. Matar un tiburón, bueno, los que frecuentan esta costa son de los más grandes, lo bastante grandes para ser demasiado para los dhenrabi. Y es que a todos los pequeños se los comieron. Todavía tengo que ver uno por esta costa que no mida por lo menos el doble de tu altura, teblor. ¿Partirle a uno la cabeza con un solo golpe? ¿Con una espada de madera? ¿En aguas profundas? ¿Y cuál era la otra? ¿Unos bagres lo bastante gigantescos como para tragarse a un hombre entero? Ja, muy buena.

Torvald se quedó mirando al napaniano.

—Las dos ciertas. ¡Tan ciertas como un mundo inundado y un barco con tiste andii sin cabeza a los remos!

—Bueno, eso me lo creo, Torvald. ¿Pero el tiburón y los bagres? ¿Me tomas por tonto? Venga, vamos a bajar y a hacer algo de comer. Déjame ponerte un arnés, teblor, por si decides quedarte dormido a medio camino. Te seguimos.

Los lenguados que Guardián troceó y echó en un caldo de tubérculos llenos de féculas habían sido ahumados y salados. Para cuando Karsa terminó sus dos raciones, tenía una sed desesperada. Guardián los dirigió a un manantial natural que había cerca de la torre, donde tanto él como Torvald fueron a beber grandes tragos del agua dulce.

El daru se salpicó después la cara y se acomodó con la espalda apoyada en una palmera caída.

—He estado pensando, amigo mío —dijo.

—Deberías hacerlo más en lugar de hablar tanto, Torvald Nom.

—Es una maldición familiar. Mi padre era todavía peor. Pero por extraño que parezca, algunas ramas de la Casa Nom son justo lo contrario, no podrías sacarles una palabra ni siquiera bajo tortura. Tengo un primo, es asesino…

—Creía que habías estado pensando.

—Ah, claro. Pues sí. Ehriltan. Deberíamos ir allí.

—¿Por qué? Yo no vi nada de valor en ninguna de las ciudades por las que pasamos en Genabackis. Apestan, hay mucho ruido y los habitantes de las tierras bajas se escabullen por todas partes como ratones de risco.

—Es un puerto, Karsa. Un puerto malazano. Lo que significa que hay barcos que zarpan de allí con rumbo a Genabackis. ¿No es hora de volver a casa, amigo mío? Podríamos pagarnos el viaje trabajando. Yo, yo estoy listo para volver a los brazos de mi querida familia, el hijo perdido que ha regresado, más sabio, casi reformado. En cuanto a ti, yo diría que tu tribu estaría, bueno, encantada de tenerte de vuelta. Ahora sabes mucho, y conocimiento es lo que ellos necesitan con desesperación, a menos que quieras que lo que les pasó a los sunyd les pase a los uryd.

Karsa frunció el ceño y miró al daru un momento, después apartó la vista.

—Desde luego que regresaré con mi pueblo. Algún día. Pero Urugal sigue guiando mis pasos, lo percibo. Los secretos tienen poder siempre que sigan siendo secretos. Son palabras de Bairoth Gild, a las que no presté mucha atención en su momento. Pero ahora eso ha cambiado. Yo he cambiado, Torvald Nom. La desconfianza ha arraigado en mi alma y cuando encuentro la cara de piedra de Urugal en mi mente, cuando siento que su voluntad lucha con la mía, siento mi propia debilidad. El poder que tiene Urugal sobre mí se encuentra en lo que no sé, en los secretos, secretos que mi propio dios quiere ocultarme. He dejado de librar esta guerra en mi alma. Urugal me guía y yo lo sigo, pues este viaje es a la verdad.

Torvald estudió al teblor con los ojos entrecerrados.

—Puede que no te guste lo que encuentres, Karsa.

—Sospecho que tienes razón, Torvald Nom.

El daru se quedó mirando durante un momento más, después se puso en pie y se cepilló la arena de la túnica andrajosa.

—Guardián es de la opinión que no se está a salvo contigo. Dice que es como si arrastraras mil cadenas invisibles tras de ti y que sea lo que sea lo que hay al final de cada una, está lleno de veneno.

Karsa sintió que la sangre se le helaba en las venas.

Torvald debió de notar un cambio en la expresión del teblor porque levantó las dos manos.

—¡Espera! Solo hablaba de pasada, en realidad no era nada, amigo mío. Solo me estaba diciendo que tuviera cuidado en tu compañía, como si yo no lo supiera. Eres el imán del Embozado… para tus enemigos, claro. En cualquier caso, Karsa, te aconsejaría que no hicieras enfadar a ese hombre. Libra por libra, es el hombre más fuerte que he conocido jamás, y te incluyo a ti. Además, si bien has recuperado algo de tu antigua fuerza, tienes media docena de costillas rotas…

—Suficientes palabras, Torvald Nom. No es mi intención atacar a Guardián. Su visión me inquieta, eso es todo. Pues la he compartido, en mis sueños. Ahora comprendes por qué he de buscar la verdad.

—Muy bien. —Torvald Nom bajó las manos y después suspiró—. Con todo, yo aconsejaría Ehrlitan. Necesitamos ropa y…

—Guardián estaba en lo cierto cuando dijo que es peligroso estar a mi lado, Torvald Nom. Y es probable que el peligro aumente. Me uniré a ti en el viaje a Ehrlitan. Después, me ocuparé de que encuentres un barco para que puedas regresar con tu familia. Hecho eso, nos separaremos. Conservaré, sin embargo, la sinceridad de tu amistad conmigo.

El daru esbozó una gran sonrisa.

—No hay más que hablar, entonces. Ehrlitan. Anda, volvamos a la torre para poder agradecerle a Guardián su hospitalidad.

Comenzaron a regresar por el camino.

—Puedes descansar tranquilo —continuó Torvald— que yo también conservaré la sinceridad de tu amistad conmigo, aunque no es probable que nadie más se lo crea.

—¿Y eso por qué? —preguntó Karsa.

—Nunca se me dio muy bien hacer amigos. Conocidos, secuaces y demás… eso era fácil. Pero mi bocaza…

—Hace huir a posibles amigos. Sí, lo entiendo. Con claridad.

—Ah, ya veo. Quieres meterme en el primer barco solo para deshacerte de mí.

—Está eso —respondió Karsa.

—Según el patético estado de mi vida, tiene sentido, claro.

Después de un momento, cuando doblaron una curva y apareció la torre a la vista, Karsa frunció el ceño y le contestó.

—Tomarse las palabras a la ligera sigue siendo difícil…

—Toda esa charla sobre la amistad provocó un momento pasajero de incomodidad. Hiciste bien en no dejarte llevar.

—No, pues lo que me gustaría decir es lo siguiente. En el barco, cuando colgaba encadenado del mástil, tú eras lo único que me ataba a este mundo. Sin ti y tus incesantes palabras, Torvald Nom, la locura que había fingido se habría convertido en una locura real. Yo era un caudillo teblor. Me necesitaban, pero yo no necesitaba nada. Tenía seguidores, pero no aliados, y solo ahora comprendo la diferencia. Y es inmensa. Y con ello he llegado a comprender lo que significa lamentar algo. Bairoth Gild. Delum Thord. Incluso los rathyd, a los que he debilitado tanto. Cuando regrese a mi viejo camino y vuelva a las tierras de los teblor, hay heridas que tendré que curar. Y por tanto, cuando dices que es hora de regresar con tu familia, Torvald Nom, lo comprendo y mi corazón se alegra.

Guardián estaba sentado en un taburete de tres patas junto a la puerta de la torre. Un gran saco con unas correas para los hombros descansaba a sus pies, al lado de dos calabazas con unos tapones que resplandecían con la condensación. Tenía en la mano sana una bolsa pequeña que le tiró a Torvald cuando llegaron los dos hombres.

La bolsa tintineó cuando el daru la atrapó. Torvald levantó las cejas y preguntó:

—¿Qué…?

—Jakatas de plata, en su mayor parte —dijo Guardián—. También algo de moneda local, pero son de un valor muy alto, así que tened cuidado de no enseñarlas. Los rateros de Ehrlitan son legendarios.

—Guardián…

El napaniano agitó una mano.

—Escucha, muchacho. Cuando un hombre dispone su propia muerte, tiene que hacer planes por adelantado. Una vida anónima no resulta tan barata como podrías imaginar. Vacié la mitad del tesoro de Aren un día antes de mi trágico ahogamiento. Bueno, podríais arreglároslas para matarme e intentar encontrarlo, pero sería inútil. Así que dadme las gracias por mi generosidad y poneos ya en camino.

—Un día —dijo Karsa—, regresaré aquí y te lo devolveré.

—¿Los dineros o las costillas rotas?

El teblor se limitó a sonreír.

Guardián se echó a reír, después se levantó y se metió por la puerta. Un momento después lo oyeron trepar por el andamio.

Torvald recogió la alforja, se pasó las correas por los hombros y le dio una de las calabazas a Karsa.

Y los dos emprendieron el camino.