Hay indicios, si se examina el terreno con mirada clara y perspicaz, de que en esta antigua Guerra Jaghut, que para los kron t’lan imass fue su decimoséptima o decimoctava, las cosas salieron muy mal. A los adeptos que acompañaban a nuestra expedición no les cabía duda alguna de que un jaghut continuaba vivo dentro del glaciar Laederon. Con heridas terribles, pero todavía en posesión de una hechicería formidable. Mucho más allá del alcance del río de hielo (un alcance que ha ido disminuyendo con el tiempo), hay restos destrozados de t’lan imass, los huesos con extrañas malformaciones y sobre ellos el sabor de Omtose Phellack, fiera y letal, permanece hasta el presente.
De las armas de piedra hechizadas de los kron, solo quedaban las que se habían roto en el conflicto, lo que nos llevó a suponer que, o bien habían pasado saqueadores por allí, o los t’lan imass supervivientes (suponiendo que hubiera alguno) se las habían llevado con ellos…
La expedición nathii de 1012
Kenemass Trybanos, cronista
—Creo —dijo Delum mientras hacían bajar a los caballos de la pasarela— que el último grupo de la partida de caza se ha dado la vuelta.
—La plaga de la cobardía no deja de extenderse —gruñó Karsa.
—Juzgaron en un principio —dijo Bairoth con voz profunda— que estábamos cruzando sus tierras. Que nuestro primer ataque no fue una simple incursión. Así que aguardarán nuestro regreso y con toda probabilidad pedirán ayuda a los guerreros de otras aldeas.
—Eso no me preocupa, Bairoth Gild.
—Ya lo sé, Karsa Orlong, pues, ¿qué parte de este viaje no has anticipado ya? Aun así, ante nosotros se abren dos valles rathyd más. Me gustaría saberlo. Habrá aldeas, ¿las rodeamos o recogemos todavía más trofeos?
—Nos habremos cargado de demasiados trofeos cuando lleguemos a las tierras bajas de Lago de Plata —comentó Delum.
Karsa se echó a reír y después lo pensó un momento.
—Bairoth Gild, nos deslizaremos por estos valles como serpientes en la noche, hasta la última aldea de todas. Me gustaría todavía atraer a los cazadores tras nosotros y meterlos en las tierras de los sunyd.
Delum había encontrado un camino que subía por el lado del valle.
Karsa miró a la perra que cojeaba tras ellos. Mordisco caminaba a su lado y se le ocurrió a Karsa que quizá la bestia de tres patas bien podría ser su compañera. Se alegró de haber tomado la decisión de no matar a la criatura herida.
Se notaba un frío en el aire que confirmaba su ascenso gradual a terrenos más elevados. El territorio sunyd ascendía más todavía y llevaba al borde oriental de la escarpa. Pahlk le había dicho a Karsa que no había más que un único paso que atravesaba la escarpa y que estaba marcado por una cascada torrencial que alimentaba el Lago de Plata. El descenso era traicionero. Pahlk lo había llamado el paso de los Huesos.
La pista empezó a serpentear sinuosa entre rocas agrietadas por el invierno y troncos caídos. Podían ver ya la cima, a seiscientos empinados pasos de distancia.
Los guerreros desmontaron. Karsa regresó sobre sus pasos y levantó en brazos a la perra de tres patas, la posó sobre el amplio lomo de Estragos y la ató. El animal no se quejó. Mordisco se colocó junto al flanco del caballo de guerra.
Los guerreros reanudaron el viaje.
El sol bañaba la ladera de una luz dorada brillante para cuando se acercaron a menos de cien pasos de la cima y alcanzaron un amplio saliente que parecía recorrer (tras un bosque ralo de robles dispersos y retorcidos por el viento) todo el lado del valle. Delum examinó el terraplén que tenía a la derecha y lanzó un gruñido antes de hablar.
—Veo una cueva. Allí —señaló—, detrás de esos árboles caídos, donde el saliente se abomba.
Bairoth asintió.
—Parece lo bastante grande para albergar a los caballos. Karsa Orlong, si vamos a empezar a cabalgar de noche…
—De acuerdo —dijo Karsa.
Delum encabezó la marcha por el terraplén. Mordisco lo adelantó con esfuerzo y frenó al acercarse a la entrada de la cueva, después se agachó y avanzó poco a poco.
Los guerreros uryd se detuvieron y esperaron para ver si al perro se le ponía el pelo de punta, señal de la presencia de un oso gris o algún otro habitante en la cueva. Después de un largo minuto, con Mordisco inmóvil y echado casi del todo ante la entrada de la cueva, la bestia al fin se levantó, lanzó una mirada al grupo y después entró trotando en la cueva.
Los árboles caídos habían creado una pantalla natural que ocultaba la cueva del valle inferior. Había habido un saliente de rocas, pero se había derrumbado, quizá bajo el peso de los árboles, y había dejado un tosco montón de escombros que bloqueaban parte de la entrada.
Bairoth empezó a despejar un camino para meter a los caballos. Delum y Karsa siguieron la ruta de Mordisco al interior de la cueva.
Tras el montón de piedras caídas y arena, el terreno se nivelaba bajo un surtido de hojas secas. La luz de la puesta de sol pintaba el muro posterior con trozos de amarillo y revelaba una masa casi sólida de glifos tallados. Un pequeño montículo de piedras apiladas se alzaba en el centro de la cámara abovedada.
No se veía por ninguna parte a Mordisco, pero las huellas del perro cruzaban el suelo y se desvanecían en una zona oscura cerca de la parte de atrás.
Delum se adelantó con los ojos clavados en un único y enorme glifo que había justo enfrente de la entrada.
—Ese signo de sangre no es ni rathyd ni sunyd —dijo.
—Pero las palabras que hay debajo son teblor —aseveró Karsa.
—El estilo es muy… —Delum frunció el ceño— recargado.
Karsa empezó a leer en voz alta.
—«Yo conduje a las familias que sobrevivieron. Bajamos de las tierras altas. Cruzamos las venas rotas que sangraron bajo el sol…» ¿Venas rotas?
—Hielo —dijo Delum.
—Que sangraron bajo el sol, sí. «Éramos tan pocos. Nuestra sangre era turbia y se haría más turbia todavía. Vi la necesidad de destrozar lo que quedaba. Pues los t’lan imass todavía estaban cerca y muy agitados, predispuestos a continuar con su matanza indiscriminada.» —Karsa frunció el ceño—. ¿T’lan imass? No conozco esas dos palabras.
—Yo tampoco —respondió Delum—. Una tribu rival, quizá. Sigue leyendo, Karsa Orlong. Tu ojo es más rápido que el mío.
—«Y así separé al marido de la esposa. Al hijo del padre. Al hermano de la hermana. Formé nuevas familias y después las mandé marchar. Cada una a un lugar diferente. Proclamé las leyes del Aislamiento, como nos las dio Icarium, al que en otro tiempo habíamos brindado refugio y cuyo corazón quedó embargado de dolor al ver lo que había sido de nosotros. Las leyes del Aislamiento serían nuestra salvación, limpiarían nuestra sangre y fortalecerían a nuestros hijos. Ante todos los que nos siguen y ante todos los que leerán estas palabras, esa es mi justificación…»
—Estas palabras me inquietan, Karsa Orlong.
Karsa se dio la vuelta y miró a Delum.
—¿Por qué? No significan nada para nosotros. Son los desvaríos de un anciano. Demasiadas palabras, tallar todas estas letras habría llevado años y solo un loco haría tal cosa. Un loco que estaba enterrado aquí, solo, expulsado por su pueblo…
La mirada de Delum se clavó en Karsa.
—¿Expulsado? Sí, creo que estás en lo cierto, caudillo. Lee más, oigamos su justificación y así juzgaremos por nosotros mismos.
Karsa se encogió de hombros y volvió a mirar el muro de piedra.
—«Para sobrevivir, debemos olvidar. Así nos habló Icarium. Todo a lo que habíamos llegado, todo lo que nos ablandaba. Debemos abandonarlo. Debemos desmantelar nuestro…» No conozco esa palabra, «… y romper en mil pedazos todas y cada una de las piedras, no dejar prueba alguna de lo que habíamos sido. Debemos quemar nuestros…». Otra palabra que no conozco, «… y no dejar más que cenizas. Debemos olvidar nuestra historia y buscar solo las más antiguas de nuestras leyendas. Leyendas que hablaban de un tiempo en el que vivíamos con sencillez. En los bosques. Cazando, cogiendo peces de los ríos, criando caballos. Cuando nuestras leyes eran las del invasor, el verdugo, cuando todo se medía por el barrido de una espada. Leyendas que hablaban de feudos, de asesinatos y violaciones. Debemos regresar a esos tiempos terribles para aislar nuestros ríos de sangre, para tejer nuevas redes, más pequeñas, de parentesco. Nuevas hebras deben nacer de la violación, pues solo con violencia continuarían siendo sucesos escasos, y aleatorios. Para limpiar nuestra sangre debemos olvidar todo lo que fuimos para encontrar, sin embargo, lo que en otro tiempo habíamos sido…».
—Aquí abajo —dijo Delum mientras se agachaba—. Más abajo. Reconozco palabras. Lee aquí, Karsa Orlong.
—Está oscuro, Delum Thord, pero lo intentaré. Ah, sí. Son… nombres. «Les he dado nombres a estas nuevas tribus, los nombres dados por mi padre a sus hijos.» Y luego una lista. «Baryd, Sanyd, Phalyd, Urad, Gelad, Manad, Rathyd y Lanyd. Estas serán, así pues, las nuevas tribus…». Está demasiado oscuro para seguir leyendo, Delum Thord y tampoco —añadió Karsa, que luchaba contra un repentino escalofrío— deseo hacerlo. Estos pensamientos son picotazos de araña. Retorcidos por la fiebre y convertidos en mentiras.
—Phalyd y Lanyd son…
Karsa se irguió entonces.
—Se acabó, Delum Thord.
—El nombre de Icarium ha continuado viviendo en nuestro…
—¡Basta! —gruñó Karsa—. ¡No hay significado alguno aquí, en estas palabras!
—Como digas, Karsa Orlong.
Mordisco salió de las tinieblas, donde una fisura más oscura se hizo patente ante los dos guerreros teblor.
Delum la señaló con un gesto.
—El cuerpo del que lo grabó yace en su interior.
—Donde sin duda se arrastró para morir —dijo Karsa con desdén—. Regresemos con Bairoth. Los caballos pueden refugiarse aquí. Nosotros dormiremos fuera.
Ambos guerreros se dieron la vuelta y regresaron a la entrada de la cueva. Tras ellos, Mordisco se quedó junto a las piedras un momento más. El sol había dejado el muro y llenado la cueva de sombras. En la oscuridad, los ojos del perro destellaron.
Dos noches después, a lomos de sus caballos, contemplaban desde la ladera el valle de los sunyd. El plan para atraer a los perseguidores rathyd había fracasado, las últimas dos aldeas que se habían encontrado habían sido abandonadas mucho tiempo atrás. Los caminos que las rodeaban habían sido invadidos por la maleza y las lluvias se habían llevado el carbón de las hogueras y dejado solo manchas negras bordeadas de rojo en la tierra.
Y, al llegar, tampoco vieron ni un solo fuego a todo lo largo y ancho del valle sunyd.
—Han huido —murmuró Bairoth.
—Pero no de nosotros —respondió Delum—, si las aldeas sunyd resultan estar igual que aquellas rathyd. Esta es una huida acontecida tiempo ha.
Bairoth lanzó un gruñido.
—¿Dónde se han ido, entonces?
Karsa se encogió de hombros.
—Hay valles sunyd al norte de este —dijo—. Una docena o más. Y también algunos al sur. Quizá haya habido un cisma. A nosotros nos importa poco, salvo que ya no reuniremos más trofeos hasta que lleguemos a Lago de Plata.
Bairoth hizo rodar los hombros.
—Caudillo, cuando lleguemos a Lago de Plata, ¿se producirá nuestro asalto bajo la rueda del sol? Con el valle que tenemos delante ya vacío, podríamos acampar de noche. Estas pistas nos son desconocidas y nos obligan a ir despacio en la oscuridad.
—Dices bien, Bairoth Gild. Nuestro ataque será de día. Bajemos, pues, al fondo del valle y busquemos un sitio para acampar.
La rueda de estrellas había recorrido una cuarta parte de su trayecto para cuando los guerreros uryd llegaron a la planicie y encontraron un buen lugar para acampar. Delum, con la ayuda de los perros, había matado media docena de liebres de roca durante el descenso, liebres que en ese momento desollaba y espetaba mientras Bairoth encendía un pequeño fuego.
Karsa se ocupó de los caballos y después se reunió con sus dos compañeros junto a la hoguera. Se sentaron y esperaron en silencio a que se cocinara la carne, el aroma dulce y el chisporroteo les resultaba extraño y desconocido después de comer tantas veces carne cruda. Karsa sintió una lasitud que le invadía los músculos y solo entonces se dio cuenta de lo cansado que se encontraba.
Las liebres estaban listas. Los tres guerreros comieron en silencio.
—Delum ha hablado —dijo Bairoth cuando terminaron— de las palabras escritas en la cueva.
Karsa le lanzó a Delum una mirada furiosa.
—Delum Thord habló cuando no debería haberlo hecho. Dentro de la cueva, delirios de un loco, nada más.
—Yo he reflexionado sobre ellas —insistió Bairoth—, y creo que hay alguna verdad oculta en esos delirios, Karsa Orlong.
—Una creencia fútil, Bairoth Gild.
—Creo que no, caudillo. Los nombres de las tribus… Estoy de acuerdo con Delum cuando dice que se hallan, entre ellos, los nombres de nuestras tribus. «Urad» se parece demasiado a uryd para ser una coincidencia, sobre todo cuando tres de los otros nombres no han cambiado. Es cierto, una de esas tribus se ha desvanecido desde entonces, pero incluso nuestras propias leyendas hablan en susurros de un tiempo en el que había más tribus de las que hay ahora. Y esas dos palabras que tú no sabías, Karsa Orlong. «Grandes aldeas» y «corteza amarilla»…
—¡Esas no eran las palabras!
—Cierto, pero eso es lo más parecido que se le ocurrió a Delum. Karsa Orlong, la mano que grabó esas palabras procedía de un lugar y un tiempo sofisticados, un lugar y un tiempo en los que el idioma teblor era, si acaso, más complejo de lo que lo es ahora.
Karsa escupió en el fuego.
—Bairoth Gild, si son verdades, como decís Delum y tú, debo preguntar aún: ¿qué valor tienen para nosotros ahora? ¿Somos un pueblo caído? No es ninguna revelación. Todas nuestras leyendas hablan de una era de gloria acaecida mucho tiempo atrás, cuando cien héroes caminaron entre los teblor, héroes que harían que hasta mi propio abuelo, Pahlk, no pareciera más que un niño entre hombres…
La cara de Delum a la luz del fuego lucía un ceño profundo cuando interrumpió a Karsa.
—Y eso es lo que me inquieta, Karsa Orlong. Esas leyendas y sus relatos de gloria, describen una época no muy diferente de la nuestra. Sí, más héroes, mayores hazañas, pero, en esencia, la misma, en el modo de vida. De hecho, con frecuencia parece que el propósito de esos relatos es instruir, dar un código de comportamiento, la forma adecuada de ser un teblor.
Bairoth asintió.
—Y ahí, en esas palabras talladas en la cueva, se nos ofrece la explicación.
—Una descripción de cómo seríamos —añadió Delum—. No, de cómo somos.
—Nada de eso importa —rezongó Karsa.
—Éramos un pueblo derrotado —continuó Delum, como si no lo hubiera oído—. Reducidos a un simple puñado roto. —Levantó la cabeza y se encontró con los ojos de Karsa al otro lado del fuego—. ¿Cuántos de nuestros hermanos y hermanas, los que se entregan a las Caras en la Roca, cuántos de ellos nacieron con algún tipo de defecto? Demasiados dedos en las manos y los pies, bocas sin paladares, rostros sin ojos. Hemos visto lo mismo entre nuestros perros y caballos, caudillo. Los defectos provienen de la endogamia. Hay verdad en eso. El anciano de la cueva sabía lo que amenazaba a nuestro pueblo así que halló un modo de separarnos, de limpiar poco a poco nuestra sangre turbia, y fue expulsado como traidor de los teblor. Fuimos testigos, en esa cueva, de un antiguo crimen…
—Somos un pueblo caído —dijo Bairoth, y después se echó a reír.
La mirada de Delum se clavó en él de pronto.
—¿Y qué es lo que te parece tan gracioso, Bairoth Gild?
—Si debo explicarlo, Delum Thord, entonces no tiene sentido.
La risa de Bairoth había dejado helado a Karsa.
—Ninguno de los dos habéis entendido el verdadero significado de todo esto…
—El significado que dijiste que no existía, Karsa Orlong —rezongó Bairoth.
—Los caídos no conocen más que un desafío —continuó Karsa—. Y ese desafío es alzarse una vez más. Los teblor fueron pocos en otro tiempo, un pueblo derrotado. Que así sea. Ya no somos pocos. Y tampoco hemos conocido derrota alguna desde esa época. ¿Quién de las tierras bajas se atreve a aventurarse en nuestros territorios? Yo digo que ha llegado el momento de enfrentarnos a ese reto. Los teblor deben alzarse una vez más.
Bairoth le contestó con desdén.
—¿Y quién nos conducirá? Me pregunto quién unirá las tribus.
—Espera —dijo Delum con voz profunda y los ojos en llamas—. Bairoth Gild, en ti oigo ahora una envidia impropia. Con lo que hemos hecho nosotros tres, con lo que nuestro caudillo ya ha logrado, dime, Bairoth Gild, ¿acaso las sombras de los antiguos héroes todavía nos devoran enteros? Yo digo que no. Karsa Orlong camina ahora entre esos héroes y nosotros caminamos con él.
Bairoth se echó hacia atrás poco a poco y estiró las piernas junto a la hoguera.
—Como bien dices, Delum Thord. —El parpadeo de la luz reveló una gran sonrisa que parecía dirigida a las llamas—: «¿Quién de las tierras bajas se atreve a aventurarse en nuestros territorios?» Karsa Orlong, viajamos por un valle vacío. Vacío de los teblor, sí. ¿Pero qué los ha expulsado de aquí? Es posible que la derrota persiga una vez más a los formidables teblor.
Se alargó el silencio y no habló ninguno de los tres; después, Delum añadió otro tronco al fuego.
—Puede ser —dijo en voz baja— que no haya héroes entre los sunyd.
Bairoth se echó a reír.
—Cierto. Entre todos los teblor, no hay más que tres héroes. ¿Será suficiente, os parece?
—Tres es mejor que dos —soltó Karsa de repente—, pero si fuera necesario, dos bastarán.
—Les ruego a los Siete, Karsa Orlong, que tu mente permanezca siempre libre de dudas.
Karsa se dio cuenta de que sus manos se habían cerrado sobre la empuñadura de la espada.
—Ah, eso es lo que piensas, entonces. El hijo de su padre. ¿Se me está acusando de la debilidad de Synyg?
Bairoth estudió a Karsa y después negó con la cabeza poco a poco.
—Tu padre no es débil, Karsa Orlong. Si hay dudas de las que hablar aquí y ahora, se refieren a Pahlk y su heroico asalto a Lago de Plata.
Karsa se había levantado y tenía la espada de palosangre en las manos.
Bairoth no se movió.
—Tú no ves lo que yo veo —dijo en voz muy baja—. Hay potencial en tu interior, Karsa Orlong, para que llegues a ser hijo de tu padre. Mentí antes cuando dije que rezaba para que permanecieras libre de dudas. Rezo justo por lo contrario, caudillo. Ruego que te invadan las dudas, que te atemperen con su sabiduría. Esos héroes de nuestras leyendas, Karsa Orlong, eran terribles, eran monstruos, pues desconocían la incertidumbre.
—Levántate del suelo, Bairoth Gild, pues no te mataré mientras tu espada permanece a tu lado.
—No haré tal cosa, Karsa Orlong. Tengo la paja a la espalda y tú no eres mi enemigo.
Delum se adelantó con las manos llenas de tierra, tierra que dejó caer en el fuego entre los otros dos hombres.
—Es tarde —murmuró— y puede ser, como sugiere Bairoth, que no estemos tan solos en este valle como creemos. Como mínimo, puede que haya observadores al otro lado. Caudillo, solo ha habido palabras esta noche. Dejemos el derramamiento de sangre para nuestros verdaderos enemigos.
Karsa continuó de pie, mirando furioso a Bairoth Gild desde su altura.
—Palabras —gruñó—. Sí, y por las palabras que ha pronunciado, Bairoth Gild debe disculparse.
—Yo, Bairoth Gild, ruego perdón por mis palabras. Y ahora, Karsa Orlong, ¿querrás apartar tu espada?
—Estás advertido —dijo Karsa—. No se me apaciguará con tanta facilidad la próxima vez.
—Estoy advertido.
Hierbas y arbolillos habían reclamado la aldea sunyd. Los senderos que entraban y salían de ella casi habían desaparecido bajo las zarzas, pero por algunos sitios, entre los cimientos de piedra de las casas circulares, se podían ver señales de fuego y violencia.
Delum desmontó y empezó a hurgar entre las ruinas. Solo tardó unos momentos en encontrar los primeros huesos.
—Un ataque —rezongó Bairoth—. Un ataque que no dejó supervivientes.
Delum se irguió con el astil astillado de una flecha en las manos.
—Habitantes de las tierras bajas. Los sunyd no tienen muchos perros; si los tuvieran, no habrían estado tan mal preparados.
—Lo que ahora asumimos nosotros —dijo Karsa— no es un ataque, es una guerra. Viajamos a Lago de Plata no como uryd, sino como teblor. Y la venganza será nuestra. —Desmontó y sacó de los fardos de la silla cuatro duras fundas de cuero que empezó a atar a las patas de Estragos para proteger al caballo de las zarzas. Los otros dos guerreros siguieron su ejemplo.
—Guíanos, caudillo —dijo Delum cuando terminó y volvió a subirse a lomos de su destrero.
Karsa cogió a la perra de tres patas y la depositó una vez más tras la cruz de Estragos. Volvió a montar y miró a Bairoth.
El fornido guerrero montó también. Tenía los ojos entornados cuando se encontró con la mirada de Karsa.
—Guíanos, caudillo.
—Cabalgaremos tan deprisa como lo permita el terreno —dijo Karsa al tiempo que se ponía a la perra de tres patas en los muslos—. Una vez que dejemos atrás este valle, nos dirigimos al norte y después al este una vez más. Para mañana por la noche estaremos cerca del paso de los Huesos, el camino del sur que nos conducirá a Lago de Plata.
—¿Y si nos encontramos con habitantes de las tierras bajas por el camino?
—Entonces, Bairoth Guiad, comenzaremos a reunir trofeos. Pero no se debe permitir a ninguno que escape, pues nuestro ataque contra la granja debe ser una sorpresa absoluta, no sea que los niños huyan.
Rodearon la aldea hasta que llegaron a una pista que los llevó al bosque. Bajo los árboles había menos maleza, lo que les permitió cabalgar a un medio galope lento. Después, la pista no tardó en empezar a trepar por la falda del valle. Al atardecer llegaron a la cima. Los caballos humeaban bajo ellos y los tres guerreros los detuvieron.
Habían alcanzado el borde de la escarpa. Al norte y al este, y todavía bañado en una luz dorada, el horizonte era una línea desigual de montañas con picos coronados de nieve y ríos de espuma que bajaban por sus flancos. Justo delante de ellos, tras una caída en picado de trescientos pasos o más, había una cuenca inmensa y llena de flores.
—No veo fuegos —dijo Delum tras examinar el valle envuelto en sombras.
—Debemos ahora rodear este borde, hacia el norte —dijo Karsa—. No hay pistas que atraviesen la ladera del risco.
—Los caballos necesitan descansar —dijo Delum—. Pero aquí somos muy visibles, caudillo.
—Continuaremos caminando, entonces —dijo Karsa, y desmontó. Cuando dejó a la perra de tres patas en el suelo, Mordisco se acercó a ella. Karsa cogió la única rienda de Estragos. Una pista para animales seguía por la cima del borde del risco otros treinta pasos más antes de bajar un poco, lo suficiente para evitar que destacaran contra el cielo.
Continuaron hasta que la rueda de estrellas hubo completado un quinto de su paso por el cielo, momento en el que encontraron un rincón sin salida y rodeado por altos muros junto a la pista donde pudieron montar el campamento. Delum empezó a preparar la comida mientras Bairoth almohazaba a los caballos.
Karsa se llevó a Mordisco y su compañera con él y salió a explorar el camino que les quedaba por delante. Hasta el momento, los únicos rastros que habían visto eran los de las cabras montesas y las ovejas salvajes. El risco había dado comienzo a un descenso lento y accidentado y supo que, en algún lugar, por allí delante, habría un río que llevaría la escorrentía de la cordillera norte de las montañas y una cascada que abriría un desfiladero en el risco de la escarpa.
Los dos perros se asustaron de repente en la oscuridad y tropezaron con las piernas de Karsa al apartarse de otro rincón sin salida que tenían a la izquierda. El guerrero bajó una mano para calmar a Mordisco y encontró a la bestia temblando. Karsa sacó la espada. Olisqueó el aire, pero no percibió nada raro, ni tampoco salía sonido alguno de aquel rincón envuelto en la negrura, y eso que Karsa estaba lo bastante cerca como para oír una respiración si hubiera habido alguien escondido dentro.
Avanzó un poco con gran sigilo.
Una losa inmensa dominaba el suelo de piedra y dejaba solo espacio para un antebrazo en los tres lados donde se alzaban las paredes de roca. La superficie de la losa carecía de adornos, pero una leve luz gris parecía emanar de la propia piedra. Karsa se acercó todavía más, después se agachó poco a poco ante la mano, solitaria e inmóvil, que sobresalía del borde más cercano de la losa. Estaba demacrada, pero entera, la piel era de un lechoso tono azul verdoso, las uñas astilladas y melladas, los dedos manchados de polvo blanco.
Todos los espacios que quedaban al alcance de la mano estaban grabados con surcos tallados en el suelo de piedra, tan profundos como podían alcanzar los dedos, con un patrón caótico y sombreado de rayas.
La mano, según vio Karsa, no era teblor ni de las tierras bajas, sino de un tamaño intermedio, con huesos prominentes y los dedos estrechos y muy largos que parecían contener demasiadas articulaciones.
Hubo algo en la presencia de Karsa (su aliento, quizá, cuando se inclinó para estudiarla) que se percibió, porque la mano sufrió un espasmo repentino y se agitó hasta yacer plana en la roca, con los dedos estirados. Karsa vio entonces los indicios inconfundibles de los animales que habían atacado a esa mano en el pasado (lobos de montaña y criaturas más fieras todavía). La habían mordido, arañado y mordisqueado, aunque, al parecer, nunca la habían roto. Inmóvil una vez más, yacía apretada contra el suelo.
Al oír pasos tras él, Karsa se levantó y se volvió. Delum y Bairoth, empuñando las armas, subían por la pista. Karsa se acercó a recibirlos.
—Tus dos perros regresaron a esconderse con nosotros —gruñó Bairoth.
—¿Qué has encontrado, caudillo? —preguntó Delum con un susurro.
—Un demonio —respondió Karsa—. Atrapado para toda la eternidad bajo esa piedra. Pero vive, todavía.
—El forkassal.
—Aun así. Parece que hay mucho de verdad en nuestras leyendas.
Bairoth pasó junto a él y se acercó a la losa. Se agachó ante la mano y la estudió durante largo tiempo en la oscuridad, después se irguió y regresó con sus compañeros.
—El forkassal. El demonio de las montañas, Aquel Que Buscaba la Paz.
—En la época de las Guerras del Espíritu, cuando nuestros antiguos dioses eran jóvenes —dijo Delum—. Karsa Orlong, ¿qué recuerdas tú de ese relato? Era tan breve, poco más que unos trozos sueltos. Los propios ancianos admitían que la mayor parte se había perdido hace ya mucho tiempo, antes de que los Siete despertaran.
—Trozos —asintió Karsa—. Las Guerras del Espíritu fueron dos, quizá tres invasiones, y tuvieron poco que ver con los teblor. Dioses y demonios extranjeros. Sus batallas agitaron las montañas y después no quedó más que una fuerza…
—En esos relatos —interpuso Delum— se encuentra la única mención de Icarium. Karsa Orlong, es posible que los t’lan imass (de los que se hablaba en la cueva de ese anciano) pertenecieran a las Guerras del Espíritu, y que ellos fueran los vencedores, que después se fueron para no regresar jamás. Es posible que fueran las Guerras del Espíritu las que destrozaron a nuestro pueblo.
La mirada de Bairoth permanecía clavada en la losa. Habló entonces.
—Se ha de liberar al demonio.
Tanto Karsa como Delum se volvieron hacia él, sorprendidos y silenciados por la declaración.
—No digáis nada —continuó Bairoth— hasta que haya terminado. Se decía que el forkassal había venido al lugar de las Guerras del Espíritu con la intención de buscar la paz entre los contendientes. Ese es uno de los trozos sueltos del relato. Pues el esfuerzo del demonio fue destruido. Ese es otro trozo. Icarium también pretendía poner fin a la guerra, pero llegó demasiado tarde y los vencedores sabían que no podían derrotarlo, así que no lo intentaron siquiera. Un tercer trozo. Delum Thord, las palabras de la cueva también hablaban de Icarium, ¿no?
—Así es, Bairoth Gild. Icarium les dio a los teblor las leyes que garantizaron nuestra supervivencia.
—Sí, si hubieran podido, los t’lan imass también habrían puesto una piedra sobre él. —Después de esas palabras, Bairoth se quedó callado.
Karsa se dio la vuelta y se acercó a la losa. Su luminiscencia era intermitente en ciertos sitios, indicio de la antigüedad de la hechicería, una disolución lenta del poder con el que se había investido. Los ancianos teblor hacían magia, pero solo en muy raras ocasiones. Desde el despertar de las Caras en la Roca, la hechicería llegaba como una visita, atrapada en los confines del sueño o el trance. Las antiguas leyendas hablaban de exhibiciones crueles de magia manifiesta, de armas pavorosas templadas con maldiciones, pero Karsa sospechaba que no eran más que elaboradas invenciones para tejer los relatos con colores atrevidos. Frunció el ceño.
—No entiendo nada de esta magia —dijo.
Bairoth y Delum se reunieron con él.
La mano permanecía plana en el suelo, inmóvil.
—Me pregunto si el demonio puede oír nuestras palabras —dijo Delum.
Bairoth lanzó un gruñido.
—Aunque pudiera, ¿por qué las iba a entender? Los habitantes de las tierras bajas hablan una lengua diferente. Los demonios también deben de tener la suya.
—Sin embargo, vino a buscar la paz…
—No puede oírnos —afirmó Karsa—. Lo único que hace es percibir la presencia de alguien… de algo.
Bairoth se encogió de hombros y se agachó junto a la losa. Estiró una mano, dudó y después apoyó la palma en la piedra.
—No está ni fría ni caliente. Su magia no es para nosotros.
—No está ahí para proteger, entonces, solo para contener —sugirió Delum.
—Los tres deberíamos ser capaz de levantarla.
Karsa estudió a Bairoth.
—¿Qué es lo que deseas despertar aquí, Bairoth Gild?
El enorme guerrero levantó la cabeza y entrecerró los ojos. Después alzó las cejas y sonrió.
—¿Un portador de paz?
—No hay valor alguno en la paz.
—Debe haber paz entre los teblor, o jamás encontrarán la unidad.
Karsa ladeó la cabeza y pensó en las palabras de Bairoth.
—Este demonio debe de haberse vuelto loco —murmuró Delum—. ¿Cuánto tiempo llevará atrapado bajo esta roca?
—Nosotros somos tres —dijo Bairoth.
—Sin embargo, este demonio es de un tiempo en el que nos habían derrotado, y si fueron esos t’lan imass los que aprisionaron a este demonio, lo hicieron porque no podían matarlo. Bairoth Gild, nosotros tres no seríamos nada para esta criatura.
—Nos habremos ganado su gratitud.
—La fiebre de la locura no conoce amigos.
Los dos guerreros miraron a Karsa.
—No podemos saber lo que piensa un demonio —dijo—. Pero sí podemos ver una cosa, y es cómo todavía intenta protegerse. Esta mano solitaria ha repelido todo tipo de bestias. En eso yo veo alguien que se aferra a un propósito.
—La paciencia de un inmortal —asintió Bairoth—. Yo veo lo mismo que tu, Karsa Orlong.
Karsa se dirigió a Delum.
—Delum Thord, ¿todavía te poseen las dudas?
—Así es, caudillo, pero les prestaré mi fuerza a vuestros esfuerzos, pues veo la decisión en vuestros ojos. Así sea.
Sin otra palabra más, los tres uryd se colocaron en un lado de la losa de piedra. Se agacharon y estiraron las manos para coger el borde.
—Con el cuarto aliento —pidió Karsa.
La piedra se levantó con un chirrido áspero y un remolino de polvo. Un empujón colectivo la mandó al suelo y se agrietó contra el muro de roca.
A la figura la habían atrapado de lado. El peso inmenso de la losa debió de dislocar huesos y aplastar músculos, pero no había sido suficiente para derrotar al demonio, ya que, a lo largo de los milenios, había conseguido abrir un hoyo tosco e irregular para la mitad de su estrecho, largo y extraño cuerpo. La mano atrapada bajo el cuerpo había ido arañando un hueco para sí misma primero y después había ido cavando surcos para la cadera y el hombro. Los dos pies, que estaban desnudos, habían logrado algo parecido. Las telarañas y el polvo de la piedra del suelo cubrían la figura como una mortaja gris y apagada, y el aire viciado que se alzaba del espacio giró de forma visible en su lánguida huida, impregnado de un hedor peculiar, como de insecto.
Los tres guerreros se quedaron mirando al demonio desde su altura.
Todavía tenía que moverse, pero incluso así vieron lo extraño que era. Miembros alargados, con articulaciones de más, la piel estirada y tensa, pálida como la luna. Una mata de pelo de color negro azulado se extendía por la cabeza, que estaba boca abajo, como finas raíces que formaban un enrejado por el suelo de piedra. El demonio estaba desnudo y era mujer.
Los miembros sufrieron un espasmo.
Bairoth se acercó un poco más y habló con tono bajo y suave.
—Eres libre, demonio. Somos teblor, del clan Uryd. Si quieres, nos gustaría ayudarte. Dinos lo que requieres.
Los miembros habían dejado de sufrir espasmos y ya solo temblaban. Poco a poco, el demonio levantó la cabeza. La mano que había conocido una eternidad de oscuridad se liberó de su hueco bajo el cuerpo y tanteó el suelo plano de piedra. Las puntas de los dedos atravesaron mechones de pelo y esos mechones cayeron convertidos en polvo. La mano se apoyó del mismo modo que su contraria. Los músculos se tensaron en los brazos, el cuello y los hombros, y el demonio se levantó poco a poco, con movimientos agitados e irregulares. Se le cayó el pelo en negras láminas de polvo hasta que quedó al aire el cráneo, blanco y liso.
Bairoth se acercó para cogerla, pero Karsa estiró la mano de repente para detenerlo.
—No, Bairoth Gild, ya ha conocido suficiente presión ajena a ella. No creo que quiera ser tocada, no durante mucho tiempo, quizá nunca más.
La mirada entornada de Bairoth se clavó en Karsa durante un buen rato, después suspiró.
—Karsa Orlong —dijo—, oigo sabiduría en tus palabras. Una y otra vez me sorprendes. No, no pretendía insultarte. Algo me arrastra hacia la admiración, olvida mis crispadas palabras.
Karsa se encogió de hombros y volvió la mirada una vez más hacia el demonio.
—Ahora ya solo podemos esperar. ¿Conoce un demonio la sed? ¿El hambre? La suya es una garganta que no ha bebido agua desde hace generaciones, un estómago que ha olvidado su propósito, unos pulmones que no han tomado un aliento completo desde que colocaron la losa. Por fortuna, también es de noche, pues el sol podría ser como fuego para sus ojos… —Se detuvo entonces, ya que el demonio, que estaba a cuatro patas, había levantado la cabeza y pudieron verle la cara por primera vez.
Piel como mármol pulido, sin una sola tacha, una frente ancha sobre unos ojos enormes del color de la medianoche que parecían secos y planos, como el ónice bajo una capa de polvo. Pómulos altos y encendidos, una boca ancha, marchita e incrustada de cristales finos.
—No hay agua en su interior —dijo Delum—. Nada en absoluto. —Se apartó un poco y después emprendió el camino de regreso al campamento.
La mujer se sentó poco a poco en cuclillas y después luchó por levantarse.
Costaba limitarse a mirar, pero los dos guerreros se contuvieron, listos para cogerla si cayera.
Pareció que la mujer lo notó y un lado de la boca dibujo una ligerísima mueca hacia arriba.
Esa única contracción transformó todo su rostro y, como respuesta, Karsa sintió un martillazo en el pecho. Se burla de su lamentable estado. Esta, su primera emoción al ser liberada. Vergüenza, pero todavía encuentra humor en la situación. Óyeme, Urugal el Entretejido, haré que los que la encerraron lamenten sus actos, si ellos o sus descendientes todavía vivieran. Estos t’lan imass, me han convertido en su enemigo. Yo, Karsa Orlong, lo juro.
Delum regresó con un cuero de agua, sus pasos se fueron refrenando al verla de pie.
Estaba chupada, su cuerpo era una colección de planos y ángulos. Tenía los pechos altos y separados, el esternón prominente entre ellos. Parecía poseer demasiadas costillas. En altura, era como un niño teblor.
Vio el cuero de agua en las manos de Delum, pero no hizo gesto alguno por alcanzarlo. En su lugar, se volvió y posó la mirada en el lugar en el que había yacido.
Karsa veía la subida y caída de su aliento, pero, aparte de eso, la mujer continuaba inmóvil.
Habló entonces Bairoth.
—¿Eres la forkassal?
La mujer lo miró y medio sonrió otra vez.
—Somos teblor —continuó Bairoth, ante lo que la sonrisa femenina se ensanchó un poco en lo que para Karsa fue un reconocimiento obvio, aunque con un extraño matiz de diversión.
—Te entiende —comentó Karsa.
Delum se acercó con el cuero de agua. La mujer lo miró y negó con la cabeza. El guerrero se detuvo.
Karsa vio entonces que parte del polvo había desaparecido de sus ojos y que tenía los labios un poco más llenos.
—Se recupera —dijo.
—La libertad era todo lo que necesitaba —dijo Bairoth.
—Del mismo modo que el liquen endurecido por el sol se ablanda por la noche —dijo Karsa—. Su sed la apaga el aire mismo…
La mujer lo miró de repente y su cuerpo se puso rígido.
—Si he dado motivos para ofender…
Antes de que Karsa pudiera coger otra bocanada de aliento, la tuvo encima. Cinco golpes en el cuerpo que lo conmocionaron y se encontró tirado de espaldas, con el duro suelo de piedra aguijoneándolo como si estuviera echado sobre un nido de hormigas de fuego. No le quedaba aire en los pulmones. La agonía lo atravesaba como un trueno. No podía moverse.
Oyó el grito de guerra de Delum, interrumpido por un gruñido estrangulado, y después el sonido de otro cuerpo golpeando el suelo.
Bairoth gritó desde un lado.
—¡Forkassal! ¡Contente! Déjalo…
Karsa levantó los ojos llenos de lágrimas con un parpadeo cuando la cara de la mujer se cernió sobre él. La mujer acercó la cara más, los ojos le brillaban como estanques negros, los ojos llenos y casi morados bajo la luz de las estrellas.
Con voz ronca le susurró en el idioma de los teblor.
—No te dejarán, ¿verdad? Estos que en otra época fueron enemigos míos. Parece que hacer pedazos sus huesos no fue suficiente. —Algo en sus ojos se ablandó un poco—. Tu especie merece algo mejor. —La cara se fue retirando poco a poco—. Creo que he de esperar. Esperar y ver lo que se hace de ti antes de decidir si voy a entregarte, guerrero, a mi paz eterna.
La voz de Bairoth sonó a una docena de pasos de distancia.
—¡Forkassal!
La mujer se irguió y se volvió con una fluidez extraordinaria.
—Habéis caído mucho para tergiversar de tal modo el nombre de mi especie, por no hablar ya del vuestro. Soy forkrul assail, joven guerrero, no un demonio. Me llamo Calma, Portadora de Paz, y te lo advierto, el deseo de entregaros a ella es muy fuerte en mí en estos momentos, así que quita la mano de esa arma.
—¡Pero te hemos liberado! —exclamó Bairoth—. ¡Y, sin embargo, tú has derribado a Karsa y Delum!
La mujer se echó a reír.
—E Icarium y esos malditos t’lan imass no se pondrán muy contentos con vosotros por haber deshecho su trabajo. Claro que es probable que Icarium no tenga ningún recuerdo de haberlo hecho y los t’lan imass están muy lejos. Bueno, no les daré una segunda oportunidad. Pero sí que conozco la gratitud, guerrero, así que te confesaré algo. El llamado Karsa ha sido elegido. Si acaso te contara aunque fuera lo poco que percibo de su propósito último, intentarías matarlo. Pero debo decirte que no serviría de nada, pues los que lo están utilizando se limitarían a elegir a otro. No. Vigila a este amigo tuyo. Protégelo. Llegará el momento en el que se encontrará en posición de cambiar el mundo. Y cuando sea el momento, yo estaré allí. Pues traigo la paz. Cuando eso llegue, deja de protegerlo. Retírate como has hecho ahora.
Karsa aspiró una bocanada vacilante de aire con los pulmones molidos. Sintió una oleada de náuseas, se giró de lado y vomitó en el suelo granuloso de piedra. Entre jadeos y toses oyó a la forkrul assail (la mujer llamada Calma) alejarse a grandes zancadas.
Un instante después, Bairoth se arrodilló junto a Karsa.
—Delum está malherido, caudillo —dijo—. Le sale líquido de una grieta en la cabeza, Karsa Orlong. Lamento haber liberado a esta… esta criatura. Delum tenía dudas. Sin embargo fue…
Karsa tosió y escupió, después, luchó contra las oleadas de dolor del pecho magullado y se puso en pie.
—No podías saberlo, Bairoth Gild —murmuró mientras se limpiaba las lágrimas de los ojos.
—Caudillo, no saqué mi arma. No intenté protegerte como hizo Delum Thord…
—Lo que deja sano a uno de nosotros —rezongó Karsa mientras se tambaleaba hasta donde Delum yacía en medio de la pista. Lo había arrojado a cierta distancia, al parecer, de un único golpe. Le cruzaban la frente, sesgadas, cuatro huellas profundas, la piel partida, un líquido amarillento que supuraba del hueso atravesado. Las puntas de los dedos de la mujer. Delum tenía los ojos muy abiertos pero nublados por la confusión. Secciones enteras de su rostro se habían quedado inertes como si ningún pensamiento subyacente pudiera hacerlas contener una expresión.
Bairoth se reunió con él.
—¿Ves?, el fluido es transparente. Es la sangre del pensamiento. Delum Thord no regresará del todo con semejante herida.
—No —murmuró Karsa—, no lo hará. Nadie que pierde sangre de pensamiento vuelve jamás.
—Es culpa mía.
—No, el error lo cometió Delum, Bairoth Gild. ¿Me han matado acaso? La forkassal optó por no darme muerte. Delum debería haber hecho como tú, nada.
Bairoth hizo una mueca.
—Te habló a ti, Karsa Orlong. La oí susurrar. ¿Qué dijo?
—Poco que yo pudiera entender, salvo que la paz que trae es la muerte.
—Nuestras leyendas se han tergiversado con el tiempo.
—Así es, Bairoth Gild. Ven, debemos vendar las heridas de Delum. La sangre de pensamiento empapará los lienzos y se secará, y así coagulará los agujeros. Quizá no se escape tanto entonces y Delum pueda regresar un poco con nosotros.
Los dos guerreros emprendieron el regreso al campamento. Cuando llegaron, encontraron a los perros acurrucados todos juntos, sobrecogidos por los escalofríos. Por el centro del claro se veían las huellas de los pies de Calma. Se dirigían al sur.
Un viento gélido aullaba por el borde de la escarpa. Karsa Orlong estaba sentado con la espalda apoyada en el muro de roca observando a Delum Thord, que se movía a gatas entre los perros. Estiraba los brazos y acercaba a las bestias para acariciarlas y arrimarles la cara. Unos canturreos suaves salían de la garganta de Delum Thord y la sonrisa nunca abandonaba la mitad de la cara que todavía le funcionaba.
Los perros eran cazadores. Sufrían los manoseos con expresiones desdichadas que de vez en cuando se hacían fieras, unos gruñidos profundos puntuados por chasquidos de advertencia de las mandíbulas, a todo lo cual Delum Thord parecía indiferente.
Mordisco, tirado a los pies de Karsa, seguía con ojos adormilados los movimientos de Delum, que se arrastraba al azar entre la jauría.
A Delum le había llevado buena parte de un día recuperar la conciencia, un viaje que había dejado atrás a la mayor parte del guerrero. Había pasado otro día mientras Karsa y Bairoth esperaban por si regresaba algo más de su compañero, lo suficiente para que hubiera un poco de luz en sus ojos, lo bastante para conceder a Delum Thord la habilidad de mirar una vez más a sus compañeros. Pero no había habido ningún cambio. Delum no los veía. Solo veía a los perros.
Bairoth se había ido poco antes a cazar, pero Karsa tenía la sensación, a medida que el día se iba alargando, de que Bairoth Gild había decidido evitar el campamento por otras razones. La liberación del demonio les había arrebatado a Delum y habían sido las palabras de Bairoth las que habían producido aquel amargo resultado. Karsa no entendía muy bien sus sentimientos, esa necesidad de autoinfligirse algún tipo de castigo. El error había sido de Delum, que había sacado la espada contra el demonio. Las costillas doloridas de Karsa daban fe de la pericia marcial de la forkrul assail, lo había atacado a una velocidad impresionante, era más rápida que nada de lo que hubiera visto Karsa jamás, por no hablar ya de nada a lo que se hubiera tenido que enfrentar. Los tres teblor eran como niños para ella. Delum debería haberlo visto al instante, debería haber contenido la mano como había hecho Bairoth.
En lugar de eso, el guerrero había sido un necio y ahora se veía arrastrándose entre los perros. Las Caras en la Roca no tenían piedad con los guerreros necios, así que, ¿por qué debería tenerla Karsa Orlong? Bairoth Gild se complacía en dejarse llevar, convertía el pesar, la lástima y la reprobación en dulces néctares que lo dejaban vagando como un borracho torturado.
A Karsa se le estaba acabando la paciencia a toda prisa. Había que reanudar el viaje. Si había algo que pudiera hacer volver en sí a Delum Thord era la batalla, la cólera fiera de la sangre que despertaría el alma con su fuego.
Pasos en el camino que subía. Mordisco giró la cabeza, pero la distracción fue solo momentánea.
Bairoth Gild apareció en el camino con el cadáver de una cabra salvaje colgado de un hombro. Hizo una pausa para estudiar a Delum Thord y después dejó caer a la cabra con un crujido y el estrépito de los cascos. Sacó su cuchillo de carnicero y se arrodilló junto al animal.
—Hemos perdido otro día —dijo Karsa.
—La caza escasea —contestó Bairoth mientras abría de un tajo el vientre de la cabra.
Los perros se colocaron en un semicírculo, a la expectativa. Delum los siguió y ocupó su lugar entre ellos. Bairoth atravesó los tejidos que los envolvían y empezó a lanzar órganos empapados en sangre a las bestias. No se movió ninguna.
Karsa le dio un toquecito a Mordisco en el costado y el animal se levantó y se adelantó, seguido por su compañera de tres patas. Mordisco olisqueó los regalos, uno por uno, y se decidió por el hígado de la cabra mientras que su compañera eligió el corazón. Los dos se alejaron trotando con sus premios. Los perros que quedaban rodearon lo que restaba lanzando mordiscos y riñendo entre ellos. Delum saltó y arrancó un pulmón de entre las mandíbulas de uno de los perros, al mismo tiempo que le enseñaba también los dientes a modo de desafío. Después se escabulló a un lado, encorvándose sobre su premio.
Karsa vio que Mordisco se levantaba y trotaba hacia Delum Thord y observó que Delum dejaba caer con un gimoteo el pulmón y después se agazapaba en el suelo con la cabeza gacha, mientras Mordisco lamía el charco de sangre que rodeaba el órgano por unos momentos y después regresaba sin ruido junto a su propia comida.
—La jauría de Mordisco cuenta con un miembro más —dijo Karsa con un gruñido. No hubo respuesta y cuando miró, descubrió a Bairoth con los ojos clavados en Delum, horrorizado—. ¿Ves cómo sonríe, Bairoth Gild? Delum Thord ha encontrado la felicidad y eso nos dice que no regresará más de él, pues, ¿por qué habría de hacerlo?
Bairoth se quedó contemplando sus manos ensangrentadas y el cuchillo de carnicero rojo que resplandecía bajo la luz moribunda.
—¿Es que no conoces el dolor, caudillo? —preguntó con un susurro.
—No. No está muerto.
—¡Mejor que lo estuviera! —soltó Bairoth de repente.
—Mátalo entonces.
Un odio puro destelló en los ojos de Bairoth.
—Karsa Orlong, ¿qué te dijo la mujer?
Karsa frunció el ceño ante la pregunta inesperada, después se encogió de hombros.
—Me maldijo por mi ignorancia. Palabras que no podían herirme pues fui indiferente a todo lo que profirió.
Bairoth entrecerró los ojos.
—¿Haces de lo que ha ocurrido una broma? Caudillo, ya no eres tú quien me guía. No protegeré tu flanco en esta maldita guerra tuya. Hemos perdido demasiado…
—Hay debilidad en ti, Bairoth Gild. Siempre lo he sabido. Durante años lo he sabido. No eres tan diferente de aquello en lo que se ha convertido Delum, y esa es la verdad que ahora te obsesiona. ¿Creías de veras que regresaríamos todos sin cicatrices de este viaje? ¿Pensabas que éramos inmunes a nuestros enemigos?
—Así que piensas…
La carcajada de Karsa fue dura.
—Eres un necio, Bairoth Gild. ¿Cómo hemos llegado tan lejos? ¿No atravesamos las tierras rathyd y sunyd? ¿No libramos varias batallas? Nuestra victoria no fue ningún don de los Siete. El éxito lo talló nuestra habilidad con la espada y mi liderazgo. Pero todo lo que veías en mí eran bravatas, como las que proferiría un joven recién llegado a los modos del guerrero. Te engañabas y eso te daba consuelo. No eres mejor que yo, Bairoth Gild, en nada.
Bairoth Gild se lo quedó mirando con los ojos muy abiertos y un temblor en las manos de color carmesí.
—Y ahora —gruñó Karsa—, si quieres sobrevivir, sobrevivir a este viaje, sobrevivirme a mí, entonces te sugiero que aprendas de nuevo lo valioso que es saber seguir. Tu vida está en las manos de tu líder. Sígueme a la victoria, Bairoth Gild, o déjate caer a un lado. En cualquier caso, yo haré el relato con palabras verdaderas. Así pues, ¿cómo te gustaría contarlo?
Las emociones revolotearon como la pólvora por el rostro ancho y repentinamente pálido de Bairoth, que aspiró media docena de bocanadas torturadas de aire.
—Yo soy el que manda en esta jauría —dijo Karsa en voz baja—, ningún otro. ¿Me desafías?
Bairoth se acomodó poco a poco en cuclillas y cambió de posición el cuchillo de carnicero, su mirada se posó, serena ya, en los ojos de Karsa.
—Hemos sido amantes durante mucho tiempo, Dayliss y yo. Tú no sabías nada mientras nosotros nos reíamos de tus torpes intentos de cortejarla. Cada día te pavoneabas entre nosotros, con la boca llena de frases audaces, siempre desafiándome, siempre intentando menospreciarme ante sus ojos. Pero por dentro nos reíamos, Dayliss y yo, y pasábamos las noches abrazados. Karsa Orlong, es posible que seas tú el único que regrese a nuestra aldea; de hecho, creo que te asegurarás de ello, así que mi vida ya casi se puede dar por terminada, pero no es algo que tema. Y cuando regreses a la aldea, caudillo, convertirás a Dayliss en tu esposa. Pero hay una verdad que permanecerá contigo hasta el final de tus días, y es la siguiente: con Dayliss, no fui yo el que siguió a nadie, sino tú. Y no hay nada que puedas hacer para cambiar eso.
Karsa hizo una mueca poco a poco y le enseñó los dientes.
—¿Dayliss? ¿Mi esposa? Creo que no. No, en lugar de eso la denunciaré ante la tribu. Por haber yacido con un hombre que no es su marido. Le raparán el pelo y después la reclamaré… como mi esclava…
Bairoth se abalanzó sobre Karsa con el cuchillo destellando en la oscuridad. Con la espalda apoyada en el muro de piedra, Karsa solo pudo rodar de lado y no le dio tiempo a ponerse de pie antes de tener a Bairoth encima rodeándole el cuello con un brazo y arqueándole la espalda, la hoja dura del cuchillo le hacía pequeños cortes en el pecho y la punta le buscaba la garganta.
Entonces se encontraron con los perros encima, impactos atronadores que les sacudieron los huesos, gruñidos, el choque de los caninos, los dientes perforando el cuero.
Bairoth chilló, se apartó y soltó a Karsa.
Karsa rodó de espaldas y vio al otro guerrero tropezando, con perros colgados de los dos brazos por las mandíbulas; Mordisco había hundido los dientes en la cadera de Bairoth y otras bestias se lanzaban sobre él en busca de algún lugar al que aferrarse. Tropezaban y volvían a caer al suelo.
—¡Fuera! —bramó Karsa.
Los perros se encogieron, se apartaron a toda velocidad y se alejaron un poco sin dejar de enseñar los dientes. A un lado, vio Karsa mientras se levantaba con cierto esfuerzo, se agazapaba Delum con el rostro crispado en una sonrisa salvaje y los ojos brillantes, las manos colgando hasta el suelo e intentando coger la nada con gestos espasmódicos. Después, la mirada de Karsa se posó más allá de Delum y el guerrero se quedó rígido. Siseó y los perros se callaron por completo.
Bairoth rodó hasta quedarse a gatas y levantó la cabeza.
Karsa hizo un gesto y después señaló.
En la pista, más adelante, se veía el parpadeo de unas teas. Todavía a cien pasos o más de distancia, pero acercándose poco a poco. Dado el modo en el que el sonido quedaba atrapado en el rincón sin salida, no era muy probable que hubieran oído la pelea.
Karsa hizo caso omiso de Bairoth, sacó la espada y se dirigió a la pista. Si eran sunyd, entonces los que se acercaban estaban haciendo gala de una falta de cuidado que el uryd estaba decidido a que les resultara fatal. Era más probable que fueran habitantes de las tierras bajas. Vio entonces, al ir bordeando la pista de sombra en sombra, que había al menos media docena de teas, un grupo considerable, entonces. Oyó entonces voces, la fétida lengua de los habitantes de las tierras bajas.
Bairoth se acercó a su lado. También había sacado la espada. Estaba sangrando por las heridas punzantes que tenía en los brazos y le chorreaba por la cadera. Karsa lo miró con el ceño fruncido y le hizo un gesto para que volviera por donde había venido.
Bairoth hizo una mueca y se retiró.
Los habitantes de las tierras bajas habían llegado al rincón sin salida donde había estado encerrado el demonio. El juego de la luz de las teas bailaba sobre los altos muros de piedra. Las voces se alzaron, ruidosas, matizadas por un tono de alarma.
Karsa se fue deslizando en silencio hasta que se encontró justo detrás del charco de luz. Vio a nueve habitantes de las tierras bajas, se habían reunido para examinar el pozo ahora vacío que había quedado en el centro del claro. Dos vestían armaduras y cascos y acunaban pesadas ballestas, llevaban espadas largas sujetas a las caderas; se colocaron a la entrada del rincón para observar la pista. A un lado había cuatro varones vestidos con túnicas de tonos color tierra, el cabello trenzado, peinado sobre la cara y atado sobre el esternón; ninguno de ellos llevaba armas.
Los tres restantes tenían aspecto de exploradores, vestían cueros ceñidos e iban armados con arcos cortos y cuchillos de caza. Unos tatuajes que representaban clanes les cubrían la frente. Era uno de estos el que parecía estar al mando, pues fue el que habló con tono duro, como si diera órdenes. Los otros dos exploradores estaban agachados junto al pozo y estudiaban con los ojos el suelo de piedra.
Los dos guardias permanecían bajo la luz de las teas, que los dejaba casi ciegos a la oscuridad de alrededor. Ninguno de los dos parecía demasiado atento.
Karsa cogió bien la espada de palosangre y clavó la mirada en el guardia que tenía más cerca.
Después cargó.
La cabeza voló de los hombros y la sangre manó como de una fuente. El súbito ataque de Karsa lo llevó hasta donde había estado el otro guardia, pero se encontró con que el habitante de las tierras bajas ya no se hallaba allí. El teblor giró con una maldición y se abalanzó sobre los tres exploradores que ya se habían dispersado; las hojas de hierro negro sisearon al salir de las vainas.
Karsa se echó a reír. No quedaba mucho espacio fuera de su alcance en aquel rincón rodeado de muros altos y la única posibilidad de escapar implicaba pasar junto a él.
Uno de los exploradores gritó algo y después salió disparado hacia delante.
La espada de madera de Karsa dio un tajo y se llevó tendones y luego hueso. El habitante de las tierras bajas lanzó un chillido. Karsa pasó junto a la figura derrumbada y liberó su arma de un tirón.
Los dos exploradores que quedaban se habían alejado el uno del otro y en ese momento atacaban por los flancos. Karsa hizo caso omiso de uno (y sintió la hoja ancha del cuchillo de caza atravesar la armadura de cuero y rozarle las costillas), esquivó el ataque del otro y, sin dejar de reírse, aplastó el cráneo del habitante de las tierras bajas con la espada. Una cuchillada del revés entró en contacto con el otro explorador y lo mandó por los aires hasta golpearse contra el muro de piedra.
Las cuatro figuras de las túnicas aguardaban a Karsa; mostraban escaso miedo, unidos en un canturreo bajo.
El aire chispeaba de forma extraña ante ellos, después se desplegó de repente un fuego vivo que se lanzó hacia delante para envolver a Karsa.
El fuego bramó contra él, mil manos con garras que rasgaban, hurgaban y le golpeaban el cuerpo, la cara, los ojos.
Karsa, con los hombros encorvados, lo atravesó caminando.
El fuego estalló en pedazos y las llamas salieron huyendo por el aire nocturno. Karsa se desprendió de los efectos con un encogimiento de hombros y un suave gruñido y después se acercó a los habitantes de las tierras bajas.
Sus expresiones, calmas, serenas, llenas de confianza un momento antes, revelaban en aquel instante una incredulidad que enseguida se transformó en horror cuando la espada de Karsa los desgarró.
Murieron con tanta facilidad como los otros y momentos después el teblor se encontró entre los cuerpos crispados, con la sangre reluciendo oscura en la hoja de su espada. Las antorchas yacían en el suelo de piedra, aquí y allí, arrojando una luz parpadeante y llena de humo que bailaba sobre las paredes del rincón.
Bairoth Gild apareció entonces.
—El segundo guardia escapó pista arriba, caudillo —dijo—. Los perros le dan caza.
Karsa lanzó un gruñido.
—Karsa Orlong, has matado al primer grupo de niños. Los trofeos son tuyos.
Karsa bajó la mano y cerró los dedos de una mano sobre las túnicas de uno de los cuerpos que tenía a sus pies. Se irguió, levantó el cadáver y estudió los frágiles miembros, la cabeza pequeña con las peculiares trenzas. Una cara arrugada, como lo estaría la de un teblor después de siglos y siglos de vida; sin embargo, el rostro que se había quedado mirando tenía la misma escala que el de un recién nacido teblor.
—Chillaron como bebés —dijo Bairoth Gild—. Los relatos son ciertos, entonces. Estos habitantes de las tierras bajas son en verdad como niños.
—Y sin embargo no lo son —dijo Karsa mientras estudiaba el rostro envejecido, caído en la muerte.
—Murieron con facilidad.
—Sí, así es. —Karsa tiró el cuerpo a un lado—. Bairoth Gild, estos son nuestros enemigos. ¿Sigues a tu líder?
—Para esta guerra, lo seguiré —respondió Bairoth—. Karsa Orlong, no hablaremos más de nuestra… aldea. Lo que hay entre nosotros debe aguardar a nuestro eventual regreso.
—De acuerdo.
Dos de los perros de la jauría no regresaron, y no había nada del pavoneo de la victoria en el paso de Mordisco y los demás cuando regresaron sin ruido al campamento al amanecer. Por sorprendente que fuera, el único guardia que quedaba había conseguido escapar. Delum Thord, rodeando con los brazos a la compañera de Mordisco (como había hecho durante toda la noche), gimió al ver regresar a la jauría.
Bairoth sacó las provisiones de su caballo de guerra y el de Karsa y las puso en el de Delum, estaba claro que este había perdido todo conocimiento del arte de la equitación. Correría con los perros.
—Puede ser que el guardia viniera de Lago de Plata —dijo Bairoth mientras se preparaban para salir—. Que les lleve la advertencia de que nos acercamos.
—Lo encontraremos —gruñó Karsa desde donde se había agachado para entrelazar el último de sus trofeos a un cordón de cuero—. Solo pudo eludir a los perros trepando, así que su huida no será muy veloz. Buscaremos señales de su paso. Si ha continuado durante toda la noche, estará cansado. Si no, estará cerca. —Karsa se irguió y sostuvo la cuerda de orejas y lenguas cortadas ante él, estudió aquellos objetos pequeños y mutilados durante un momento más y después se colgó del cuello la colección de trofeos.
Se subió a lomos de Estragos y cogió la única rienda.
La jauría de Mordisco se adelantó a explorar la pista, con Delum entre ellos y la perra de tres patas entre sus brazos.
Emprendieron entonces la marcha.
Poco antes del mediodía, encontraron señales del último habitante de las tierras bajas, treinta pasos más allá de los cadáveres de los dos perros desaparecidos, un cuadrillo de ballesta enterrado en cada uno. Un rastro de armadura de hierro, correas y arreos. El guardia se había desprendido de peso extra.
—El niño es listo —comentó Bairoth Gild—. Nos oirá antes de que podamos verlo y preparará una emboscada. —Los ojos entornados del guerrero se posaron por un instante en Delum—. Morirán más perros.
Karsa sacudió la cabeza al oír las palabras de Bairoth.
—No nos tenderá una emboscada, pues eso sería su muerte y lo sabe. Si lo alcanzáramos, intentará esconderse. La evasión es su única esperanza, subirá por el risco y entonces lo habremos adelantado, así que no conseguirá llegar a Lago de Plata antes que nosotros.
—¿No le damos caza? —preguntó Bairoth, sorprendido.
—No. Nos dirigimos al paso de los Huesos.
—Entonces nos seguirá él. Caudillo, un enemigo suelto a nuestra espalda…
—Un niño. Esos cuadrillos bien pueden matar a un perro, pero para los teblor son simples ramitas. Ya solo la armadura absorberá buena parte de esas pequeñas púas…
—Tiene que tener buena vista, Karsa Orlong, para matar a dos perros en la oscuridad. Apuntará a los sitios donde la armadura no nos cubre.
Karsa se encogió de hombros.
—Entonces debemos dejarlo atrás más allá del paso.
Los guerreros continuaron. La pista se ensanchó al subir, la escarpa entera iba ascendiendo hacia el extremo del norte. Cabalgando a un trote rápido, cubrieron legua tras legua hasta que, a últimas horas de la tarde, entraron en unas nubes de bruma y oyeron un rugido profundo justo delante.
El sendero cayó de repente.
Karsa tiró de las riendas entre los perros arremolinados y desmontó.
El borde era escarpado. Más allá y a la izquierda, un río había abierto una muesca de mil pasos de profundidad (o incluso una cifra aún mayor) en un lado del risco, hasta lo que debía de haber sido un saliente de algún tipo, que se hundía después otros mil pasos hasta un valle envuelto en brumas. En torno a una docena de cascadas, finas como hebras, sobresalían a ambos lados de la muesca, brotando de fisuras en la roca. La escena entera, comprendió Karsa tras un momento, no tenía ninguna lógica. Habían llegado a la parte más alta de la cumbre de la escarpa. Un río que abriese una ruta natural hasta las tierras bajas no tenía nada que hacer en aquel lugar. Y lo que era más extraño todavía, las cataratas que lo flanqueaban brotaban de grietas rajadas, ni una sola al mismo nivel que las otras, como si las montañas de ambos lados estuvieran llenas de agua.
—¡Karsa Orlong! —Bairoth tuvo que gritar para hacerse oír por encima del rugido que se alzaba del fondo—. Alguien, un dios antiguo quizá, ha roto la montaña en dos. Esa muesca no la talló el agua. No, tiene todo el aspecto de haber sido abierta por un hacha gigante. Y la herida… sangra.
Sin responder a las palabras de Bairoth, Karsa se dio la vuelta. Justo a su derecha, un sendero serpenteante y rocoso bajaba por su lado del risco, un camino escarpado de esquisto y pedregales que resplandecía por la humedad.
—¿Esta es nuestra bajada? —Bairoth adelantó a Karsa y después se giró y miró con gesto incrédulo al caudillo—. ¡No podemos! ¡Se desvanecerá bajo nuestros pies! ¡Bajo los cascos de los caballos! ¡Descenderemos como piedras por un acantilado, sin duda!
Karsa se agachó y arrancó una roca del suelo. La tiró por la pista. Allí donde la piedra golpeó el suelo, el esquisto se movió, tembló y después se deslizó en una ola creciente que siguió a toda prisa a la roca que rebotaba y se desvanecía entre la bruma.
Y reveló unos escalones toscos y amplios.
Hechos por completo de hueso.
—Es como Pahlk dijo —murmuró Karsa antes de volverse hacia Bairoth—. Ven, nuestro sendero nos aguarda.
Bairoth había entornado los ojos.
—En verdad así es, Karsa Orlong. Bajo nuestros pies habrá una verdad.
Karsa frunció el ceño.
—Esta es la pista que nos llevará a descender de las montañas. Nada más, Bairoth Gild.
El guerrero se encogió de hombros.
—Como digas, caudillo.
Con Karsa en cabeza comenzaron el descenso.
Los huesos eran de habitantes de las tierras bajas en tamaño, pero más pesados y gruesos, endurecidos y convertidos en piedra. Por algunos sitios se veían astas y colmillos, así como cascos de hueso tallados con pericia y procedentes de bestias más grandes. Un ejército había sido asesinado y los huesos después dispuestos para formar aquellos intrincados y lúgubres escalones. Las brumas no habían tardado en tender una capa de agua, pero cada escalón era sólido, ancho y con una ligera inclinación hacia atrás; la pendiente reducía el riesgo de resbalar. El paso de los teblor solo lo ralentizaba el descenso cauteloso de los destreros.
Parecía que el deslizamiento de rocas que había provocado Karsa había despejado el camino hasta el inmenso saliente de piedra en el que se remansaba el río antes de hundirse en el valle inferior. Con la caída rugiente de agua cada vez más cerca, a su izquierda, y las rocas puras y accidentadas a la derecha, los guerreros fueron bajando más de mil pasos, y con cada paso la oscuridad se incrementaba a su alrededor.
Una luz pálida y fantasmal, rota por jirones de brumas más oscuras y opacas, dominaba el saliente que se extendía a ese lado de la catarata. Los huesos formaban una especie de suelo plano que lindaba con el muro de roca de la derecha y que parecía continuar bajo el río que en ese momento rugía, inmenso y monstruoso, a menos de veinte pasos de distancia a su izquierda.
Los caballos necesitaban descansar. Karsa observó a Bairoth dirigirse al río y después miró a Delum, que se había acurrucado entre la jauría de Mordisco, mojado y tembloroso. El fulgor leve que emanaba de los huesos parecía transmitir un aliento frío antinatural. Por todas partes la escena carecía de color, estaba extrañamente muerta. Hasta el inmenso poder del río parecía carecer de vida.
Bairoth se aproximó a él.
—Caudillo, estos huesos que pisamos continúan bajo el río hasta el otro lado. Son profundos, casi de mi altura por donde pude ver. Decenas de miles han muerto para hacer esto. Decenas de decenas. Todo este saliente…
—Bairoth Gild, ya hemos descansado suficiente. Hay piedras que bajan de la cima. O bien es el guardia que desciende o habrá otra avalancha para enterrar lo que hemos revelado. Debe de haber muchas de tales avalanchas, pues los habitantes de las tierras bajas usaron esto para subir y eso no pudo haber sido hace más que unos cuantos días. Sin embargo, al llegar nosotros lo encontramos enterrado una vez más.
Una inquietud repentina atravesó la expresión de Bairoth y le echó un vistazo a las piedrecitas de esquisto que llegaban rebotando desde el camino de arriba. Había más de las que había habido un momento antes.
Reunieron los caballos de nuevo y se acercaron al borde del saliente. El descenso que tenían por delante era demasiado escarpado para contener una avalancha, los escalones subían y bajaban hasta donde a los teblor les alcanzaba la vista. Los caballos se resistieron al verlo.
—Karsa Orlong, seremos muy vulnerables en ese camino.
—Lo hemos sido todo el tiempo, Bairoth Gild. Ese habitante de las tierras bajas que tenemos detrás ya ha perdido su mejor oportunidad. Por eso creo que lo hemos dejado muy atrás y que las piedras que vemos cayendo de arriba presagian otro corrimiento y nada más.
Y con eso, Karsa convenció a Estragos para que bajara al primer escalón.
Treinta pasos más abajo oyeron un leve rugido arriba, un sonido de timbre más profundo que el del río. Un granizo de piedras pasó sobre ellos, pero a cierta distancia del muro del risco. Una lluvia embarrada lo siguió durante un rato después.
Los guerreros continuaron hasta que el cansancio inundó sus miembros. Las brumas quizá se hubieran aligerado durante un tiempo o simplemente era que sus ojos estaban acostumbrándose a la oscuridad. Las ruedas del sol y las estrellas pasaban invisibles y sin verlas sobre sus cabezas. El único modo de medir el tiempo era a través del hambre y el agotamiento. No habría paradas hasta haber completado el descenso. Karsa había perdido la cuenta de las subidas y bajadas, lo que él había imaginado que eran mil pasos estaban resultando ser muchos más. Junto a ellos, el río continuaba su caída, nada más que brumas ya, un diluvio gélido de siseos que se extendía para cegarlos hasta el valle que tenían debajo y a los cielos que tenían encima. Su mundo se había reducido al sinfín de huesos que pisaban sus mocasines y el muro escarpado del risco.
Llegaron a otro saliente y los huesos desaparecieron, enterrados bajo el cieno empapado en el que chapoteaban y las matas enmarañadas de hierbas de un vívido color verde. Ramas caídas de los árboles, envueltas en musgo, salpicaban toda la zona. Las brumas ocultaban todo lo demás.
Los caballos agitaron las cabezas cuando los guiaron, al fin, a tierra firme. Delum y los perros se acomodaron en un montón de pelo y piel mojados. Bairoth se acercó a Karsa con un tambaleo.
—Caudillo, estoy alterado.
Karsa frunció el ceño. Le vacilaban las piernas y no podía detener el temblor de sus músculos.
—¿Por qué, Bairoth Gild? Hemos acabado. Hemos descendido el paso de los Huesos.
—Sí —tosió Bairoth, y después dijo—: Y antes de que pase mucho tiempo regresaremos a este lugar… para treparlo.
Karsa asintió poco a poco.
—Lo he estado pensando, Bairoth Gild. Las tierras bajas rodean nuestra meseta. Hay otros pasos, justo al sur de nuestras tierras uryd; tiene que haberlos, de otro modo los habitantes de las tierras bajas jamás habrían aparecido entre nosotros. Nuestro viaje de regreso nos llevará por el borde, hacia el oeste, y encontraremos esos pasos ocultos.
—¡Por territorios de las tierras bajas todo el camino! ¡No somos más que dos, Karsa Orlong! ¡Un ataque a la granja de Lago de Plata es una cosa, pero librar una guerra contra una tribu entera es una locura! ¡Nos perseguirán y darán caza todo el camino, no se puede hacer!
—¿Darnos caza y perseguirnos? —se rio Karsa—. ¿Y qué tiene eso de nuevo? Vamos, Bairoth Gild, tenemos que encontrar un sitio seco, lejos de este río. Veo copas de árboles, allí a la izquierda. Encenderemos una hoguera y redescubriremos lo que es estar caliente y con la barriga llena.
La suave ladera del saliente los condujo por pedregal cubierto en su mayor parte por musgo, liquen y un suelo oscuro y fértil, tras el que esperaba un bosque de secoyas antiguas y cedros. El cielo revelaba un trozo azul y de vez en cuando se veían haces de luz. Una vez en el bosque, las brumas se reducían a una humedad cerrada que olía a troncos caídos y podridos. Los guerreros continuaron otros cincuenta pasos hasta que encontraron un trozo iluminado por el sol, donde un cedro enfermo se había derrumbado algún tiempo atrás. Las mariposas bailaban en el aire dorado y el crujido suave de la carcoma era una cadencia constante por todas partes. Las enormes raíces erguidas del cedro habían dejado un trozo desnudo de roca allí donde se había alzado el árbol en otro tiempo. La roca estaba seca y bañada por el sol.
Karsa empezó a desatar las provisiones mientras Bairoth partía en busca de leña del cedro caído. Delum encontró un trozo cubierto de musgo calentado por el sol, se acurrucó y se quedó dormido. Karsa se planteó quitarle la ropa empapada, pero luego, al ver que el resto de la jauría se reunía alrededor de él, se limitó a encogerse de hombros y continuó descargando los caballos.
Poco después, con las ropas colgadas de las raíces más cercanas al fuego, los dos guerreros se sentaron desnudos en la roca mientras el frío iba abandonando poco a poco músculos y huesos.
—Al otro lado de este valle —dijo Karsa— el río se ensancha y forma un remanso antes de alcanzar el lago. El lado en el que estamos ahora se convierte en el lado sur del río. Habrá una roca de espato cerca de la desembocadura que nos tapará la vista a la derecha. Justo detrás, en la costa sudoeste del lago, se encuentra la granja de los habitantes de las tierras bajas. Ya casi hemos llegado, Bairoth Gild.
El guerrero del otro lado del fuego hizo rodar los hombros.
—Dime que atacaremos a la luz del día, caudillo. De repente siento un odio profundo por la oscuridad. El paso de los Huesos me ha encogido el corazón.
—A la luz del día será, Bairoth Gild —respondió Karsa, que optó por hacer caso omiso de la última confesión de Bairoth, pues sus palabras habían hecho temblar algo en su interior y le habían dejado un regusto amargo en la boca—. Los niños estarán trabajando en los campos y no podrán llegar al fuerte de la granja a tiempo. Nos verán bajar a la carga y caer sobre ellos y sabrán lo que es el terror y la desesperación.
—Eso me complace, caudillo.
El bosque de secoyas y cedros cubría el valle entero sin muestra alguna de que se abrieran claros o lugares de tala. No había mucha caza bajo el grueso dosel y pasaron días en una oscuridad difusa, aliviada solo por algún que otro árbol caído. Las provisiones de comida de los teblor se fueron reduciendo a toda prisa, los caballos cada vez estaban más delgados, sometidos a una dieta de madreselva, musgo cullan y parras amargas, a los perros les dio por comer madera podrida, moras y escarabajos.
A mitad del cuarto día, el valle se estrechó y los obligó a acercarse más al río. Mientras viajaban por las profundidades del bosque, lejos de la pista solitaria que corría junto al río, los teblor se habían asegurado de que no los descubrieran, pero al fin se acercaban ya a Lago de Plata.
Llegaron a la desembocadura del río al atardecer, la rueda de estrellas despertaba en el cielo sobre ellos. La pista que flanqueaba la orilla sembrada de cantos rodados del río había visto el paso reciente de alguien que se dirigía al noroeste, pero no había indicios de que hubiera regresado. El aire era vivificante sobre la corriente de agua. Una amplia extensión de arena y grava formaba una isla plagada de ramas allí donde el río se abría al lago. Las brumas flotaban sobre el agua y envolvían en calima las orillas norte y este del río. Las montañas bajaban sobre esas lejanas orillas y se arrodillaban ante las olas rizadas por la brisa.
Karsa y Bairoth desmontaron y empezaron a preparar el campamento, aunque esa noche no encenderían ningún fuego para cocinar.
—Esos rastros —dijo Bairoth tras un rato— pertenecen a los habitantes de las tierras bajas que mataste. Me pregunto qué pretendían hacer en el lugar donde estaba prisionero el demonio.
El encogimiento de hombros de Karsa fue desdeñoso.
—Quizá planeaban liberarla.
—Creo que no, Karsa Orlong. La hechicería que utilizaron para asaltarte estaba orientada a un dios. Creo que fueron para venerarla, o quizás el alma del demonio se podía sacar del cuerpo, de igual modo que las Caras en la Roca. Es posible que para los habitantes de las tierras bajas, fuera el hogar de un oráculo, o incluso donde moraba su dios.
Karsa estudió a su compañero durante largo rato antes de hablar.
—Bairoth Gild, hay veneno en tus palabras. Ese demonio no era ningún dios. Era prisionero de la piedra. Las Caras en la Roca son dioses auténticos. No hay comparación posible.
Bairoth alzó las gruesas cejas.
—Karsa Orlong, no hago comparaciones. Los habitantes de las tierras bajas son criaturas necias mientras que los teblor no lo son. Los habitantes de las tierras bajas son niños y por tanto susceptibles al autoengaño. ¿Por qué no habrían de venerar a ese demonio? Dime, ¿percibiste una presencia viva en la hechicería cuando te golpeó?
Karsa lo pensó un momento.
—Había… algo. Algo que arañaba, siseaba y escupía. Lo aparté de un tirón y entonces huyó. Así que no era el poder del demonio.
—No, no lo era porque ya se había ido. Quizá veneraban la piedra que la había mantenido presa. En ella también había magia.
—Pero no magia viva, Bairoth Gild. No comprendo por dónde van tus pensamientos y me canso ya de tantas palabras sin sentido.
—Creo —insistió Bairoth— que los esqueletos del paso de los Huesos pertenecen a las personas que hicieron prisionero al demonio. Y eso es lo que me inquieta, Karsa Orlong, pues esos huesos se parecen mucho a los de los habitantes de las tierras bajas; son más gruesos, sí, pero infantiles todavía. De hecho, es posible que los habitantes de las tierras bajas sean parientes de ese antiguo pueblo.
—¿Y eso qué? —Karsa se levantó—. No quiero oír nada más. Ahora mismo nuestra única tarea es descansar, después levantarnos con el alba y preparar nuestras armas. Mañana, matamos niños. —Se acercó sin prisas adonde los caballos aguardaban bajo los árboles. Delum se había sentado cerca, entre los perros, con la compañera de tres patas de Mordisco acunada en los brazos. Una mano acariciaba la cabeza de la bestia en una repetición inconsciente. Karsa se quedó mirando a Delum un momento más y después se dio la vuelta para preparar su lecho.
El rumor del río era el único sonido que se oía a medida que la rueda de estrellas iba cruzando poco a poco el cielo. En algún momento de la noche cambió la brisa y llevó con ella el olor a humo y ganado y, una vez, el ladrido apagado de un perro. Despierto en su lecho de musgo, Karsa le rezó a Urugal para que el viento no cambiase con la salida del sol. Siempre había perros en las granjas de las tierras bajas, los tenían por las mismas razones que los teblor tenían perros. Oídos aguzados y olfatos perspicaces, rápidos a la hora de anunciar la presencia de extraños. Pero serían razas de las tierras bajas, más pequeñas que las de los teblor. Mordisco y su jauría terminarían con ellos en un santiamén. Y no habría advertencia… siempre que el viento no cambiase.
Escuchó a Bairoth levantarse y dirigirse hacia donde dormía la jauría.
Karsa echó un vistazo y vio que Bairoth se agachaba junto a Delum. Los perros habían levantado la cabeza con gesto interrogante y observaban a Bairoth, que acariciaba la cara alzada de Delum.
A Karsa le costó un momento comprender lo que estaba presenciando. Bairoth estaba pintando la cara de Delum con la máscara de batalla, negra, gris y blanca, los tonos de los uryd. La máscara de batalla estaba reservada para los guerreros que, a sabiendas, iban en busca de la muerte; era un acto que anunciaba que la espada nunca volvería a su vaina. Pero era un ritual que pertenecía, por tradición, a los guerreros envejecidos que habían decidido embarcarse en un último asalto y evitar así morir con la paja en la espalda. Karsa se levantó.
Si Bairoth lo oyó acercarse, no lo dio a entender. Las lágrimas corrían por la cara grande y roma del guerrero, mientras que Delum, echado y muy quieto, lo miraba con los ojos muy abiertos y sin parpadear.
—Él no lo entiende —gruñó Karsa—, pero yo sí. Bairoth Gild, deshonras a todos los guerreros uryd que han lucido la máscara de batalla.
—¿Los deshonro, Karsa Orlong? Esos guerreros envejecidos parten para una última batalla, no hay nada glorioso en su hazaña, nada glorioso en su máscara de batalla. Estás ciego si crees otra cosa. La pintura no oculta nada, la desesperación se manifiesta en sus ojos. Llegan al final de su vida y se encuentran con que sus vidas carecían de significado. Es esa certidumbre lo que los saca de la aldea, lo que los empuja a buscar una muerte rápida. —Bairoth terminó con la pintura negra y comenzó entonces con la blanca, que extendió con tres dedos por la amplia frente de Delum—. Mira a los ojos de nuestro amigo, Karsa Orlong. Mira con atención.
—No veo nada —murmuró Karsa, conmocionado por las palabras de Bairoth.
—Delum ve lo mismo, caudillo. Se queda mirando a… nada. Pero al contrario que tú, él no le da la espalda a esa realidad. En su lugar, ve con una comprensión absoluta. Lo ve, y está aterrorizado.
—Dices tonterías, Bairoth Gild.
—No es cierto. Tú y yo somos teblor. Somos guerreros. No podemos ofrecerle a Delum consuelo alguno, así que se aferra a esa perra, la bestia con la desdicha en los ojos. Pues consuelo es lo que busca ahora. Es, en realidad, lo único que busca. ¿Por qué le concedo la máscara de batalla? Morirá en este día, Karsa Orlong, y quizás eso será consuelo suficiente para Delum Thord. Le ruego a Urugal que así sea.
Karsa miró al cielo.
—La rueda ya casi ha puesto fin a su viaje. Debemos prepararnos.
—Ya casi he terminado, caudillo.
Los caballos se removieron cuando Karsa frotó aceite de sangre en el filo de madera de su espada. Los perros ya se habían levantado y se paseaban inquietos. Bairoth terminó de pintar la cara de Delum y se alejó para ocuparse de sus propias armas. La perra de tres patas se debatía entre los brazos de Delum, pero este se limitaba a sujetar a la bestia con más fuerza, hasta que un suave gruñido de Mordisco hizo que el guerrero la soltase con un gimoteo.
Karsa ató la armadura de cuero hervido al pecho, el cuello y las patas de Estragos. Cuando terminó, se volvió y se encontró con que Bairoth ya se encontraba a lomos de su caballo. El caballo de batalla de Delum también lucía su armadura, pero se alzaba sin riendas. Los animales estaban temblando.
—Caudillo, las descripciones de tu abuelo han sido precisas hasta ahora. Háblame de la disposición de la granja.
—Una casa de troncos del tamaño de dos casas uryd, con un piso superior bajo un tejado escarpado. Contraventanas pesadas con ranuras para flechas, una puerta gruesa que se atranca con rapidez tanto al frente como por detrás. Hay tres cobertizos; el que está más cerca de la casa y comparte un muro con ella alberga el ganado. Otro es una forja, mientras que el último está hecho de terrones y con toda probabilidad fue el primer hogar, antes de que se construyera la casa de troncos. Hay también un embarcadero en la orilla del lago y postes para amarrar las barcas. Habrá un corral para los pequeños caballos de las tierras bajas.
Bairoth estaba frunciendo el ceño.
—Caudillo, ¿cuántas generaciones de habitantes de las tierras bajas han pasado desde el ataque de Pahlk?
Karsa se subió a lomos de Estragos. Se encogió de hombros para responder a la pregunta de Bairoth.
—Suficientes. ¿Estás listo, Bairoth Gild?
—Guíame, caudillo.
Karsa llevó a Estragos a la pista que había junto al río. Tenía la desembocadura a la izquierda. A la derecha se alzaba una masa alta y tosca de roca con árboles encima que se inclinaban hacia la orilla del lago. Un amplio trozo de playa de cantos rodados serpenteaba entre la cima y el lago.
El viento no había cambiado. El aire olía a humo y estiércol. Los perros de la granja permanecían callados.
Karsa sacó la espada y acercó la hoja reluciente a los ollares de Estragos. El destrero levantó la cabeza. El trote pasó a medio galope. Se metió en la playa de guijarros, el lago a la izquierda, el muro de roca deslizándose a la derecha. Tras él, oyó al caballo de Bairoth, los cascos estrellándose contra las piedras y, más atrás, los perros, Delum y su caballo, este último rezagándose para permanecer junto al que había sido su amo.
Una vez fuera de la cima, virarían a la derecha y en unos momentos caerían sobre los confiados niños de la granja.
El medio galope se transformó en galope.
El muro de roca se desvaneció, campos planos y cultivados.
El galope se convirtió en carga.
La granja, ruinas ennegrecidas por el humo apenas visibles entre los altos tallos de maíz, y justo detrás, extendido por toda la orilla del lago y terrenos adyacentes hasta llegar al pie de una montaña, un pueblo.
Edificios altos de piedra, embarcaderos de piedra y muelles con planchas de madera, con barcos que atestaban el borde del lago. Un muro de roca encerraba la mayoría de las estructuras en tierra firme, con una altura quizá de un habitante adulto de las tierras bajas. Un camino principal, una verja flanqueada por torres achaparradas y planas por arriba. El humo flotando en una capa sobre los tejados de pizarra.
Figuras en esas torres.
Más habitantes de las tierras bajas (más de los que se podían contar) empezaron a escabullirse por todas partes cuando empezó a sonar una campana. Salían de los campos de maíz y corrían a la verja tras tirar los aperos de labranza.
Bairoth bramaba algo tras Karsa. No era un grito de guerra. Una voz agudizada con un matiz de alarma. Karsa no le hizo caso, ya se abalanzaba sobre el primero de los agricultores. Se llevaría a unos cuantos de pasada, pero no frenaría. Dejaría a esos niños a la jauría. Él quería a los que estaban en el pueblo, encogidos tras la verja que ya se cerraba, tras los frágiles muros.
La espada destelló y arrancó la nuca de la cabeza de un agricultor. Estragos atropelló a otra, pisoteó a la mujer y ahogó sus chillidos con los cascos.
La verja se cerró con un estruendo.
Karsa hizo virar a Estragos a la izquierda, con los ojos clavados en el muro e inclinado hacia delante. Un pernillo de una ballesta pasó volando a su lado y se estrelló contra el suelo rugoso a diez pasos a su derecha. Otro silbó sobre su cabeza.
No había caballo en las tierras bajas que pudiera saltar ese muro, pero Estragos medía veintiséis palmos (casi el doble en altura y masa que las razas de las tierras bajas) y con los músculos tensos y las patas recogidas, el enorme caballo de batalla dio un salto y voló sobre el muro sin mayor esfuerzo.
Y se estrelló, con los cascos delanteros primero, contra el tejado ladeado de una choza. Las tejas de pizarra estallaron, las vigas de madera se partieron. La pequeña estructura se derrumbó bajo ellos, los pollos se dispersaron cuando Estragos se tambaleó un momento y buscó con las patas un sitio donde apoyarse y después se abalanzó sobre los surcos embarrados de las carretas que había en la calle, detrás.
Otro edificio, este de paredes de piedra, se alzó ante ellos. Estragos torció a la derecha. De repente apareció una figura en la entrada del edificio, una cara redonda, los ojos muy abiertos. El tajo de Karsa partió el cráneo de aquel habitante de las tierras bajas allí mismo, en el umbral de la casa, haciéndolo girar antes de que las piernas cedieran bajo su peso.
Con los cascos retumbando en el suelo, Karsa, a lomos de Estragos, bajó barriendo la calle hacia la puerta del pueblo. Podía oír la masacre en los campos y el camino del exterior, la mayor parte de los trabajadores habían quedado atrapados fuera del pueblo, al parecer. Una docena de guardias había conseguido colocar una barra y habían empezado a desplegarse para tomar posiciones defensivas cuando el caudillo irrumpió entre ellos.
El casco de hierro crujió, el movimiento lo arrancó de la cabeza del niño moribundo como si quisiera morder la hoja al desprenderla de la carne. Una cuchillada del revés separó del cuerpo el brazo y el hombro de otro niño. Tras pisotear a un tercer guardia, Estragos giró y lanzó los cuartos traseros para golpear a un cuarto niño y enviarlo por los aires hasta chocar contra la puerta del pueblo con la espada girando en dirección contraria.
Una espada larga, la hoja tan endeble como la de un cuchillo largo a los ojos de Karsa, le golpeó la armadura de cuero del muslo y atravesó dos, quizá tres de las capas endurecidas antes de salir rebotando. Karsa hundió el pomo de su espada en la cara del habitante de las tierras bajas y sintió el hueso crujir. Una patada envió al niño tambaleándose hacia atrás. Las figuras se dispersaban, aterradas, apartándose de su camino. Con una carcajada, Karsa azuzó a Estragos.
Derribó a otro guardia mientras los demás bajaban disparados por la calle.
Algo golpeó la espalda del teblor y después, un dolor breve y punzante. Karsa estiró el brazo, se arrancó el cuadrillo de un tirón y lo arrojó al suelo. Se bajó del caballo con los ojos clavados en la puerta bloqueada. Habían trabado la barra con unos cerrojos de metal para sujetar el grueso tablón.
Karsa dio tres zancadas, bajó un hombro y cargó.
Los clavos de hierro que sujetaban los goznes entre los bloques de piedra recubiertos de argamasa se soltaron de golpe con el impacto y la puerta entera se vino abajo hacia fuera. La torre que tenía Karsa a la derecha gimió y se encorvó de repente. Unas voces gritaron en su interior. El muro de piedra empezó a plegarse.
Con una maldición, el teblor regresó como pudo hacia la calle cuando la torre entera se derrumbó con una explosión de polvo.
Entre el torbellino de nube blanca entró Bairoth a caballo, hilos de sangre y tripas colgaban de la espada de palosangre, su montura salvaba de un salto los escombros. Los perros lo seguían y con ellos, Delum y su caballo. La sangre manchaba la boca de Delum Thord y Karsa se dio cuenta, con una leve oleada de conmoción, de que el guerrero le había arrancado la garganta a algún granjero con sus propios dientes, como haría un perro.
Con los cascos salpicándolo todo de barro, Bairoth tiró de las riendas para detener al caballo.
Karsa volvió a montar a Estragos e hizo girar en redondo al destrero para enfrentarse a la calle.
Una escuadra de piqueros se acercaba al trote, los largos astiles de sus armas oscilaban y las hojas de hierro destellaban bajo la luz de la mañana. Todavía estaban a treinta pasos de distancia.
Un cuadrillo rozó la grupa del caballo de Bairoth, procedente de la ventana del piso alto de un edificio cercano.
Fuera del muro se oyó el galope de unos caballos.
—Dificultarán nuestra retirada, caudillo —gruñó Bairoth.
—¿Retirada? —se rio Karsa. Señaló con la barbilla a los piqueros que avanzaban hacia ellos—. No puede haber más de treinta, y unos niños con lanzas largas siguen siendo niños, Bairoth Gild. ¡Ven, vamos a dispersarlos!
Con una maldición, Bairoth se descolgó las bolas que había hecho con el cráneo de oso.
—Precédeme, entonces, Karsa Orlong, para ocultar mis preparativos.
Karsa esbozó una sonrisa salvaje de placer fiero y azuzó a Estragos. Los perros se desplegaron por ambos lados. Delum se colocó en el extremo derecho del caudillo.
Por delante, las picas fueron bajando poco a poco, se cernían a la altura del pecho cuando la escuadra se detuvo para plantar las armas.
Las ventanas del piso superior que daban a la calle se abrieron y aparecieron unas caras que se pusieron a observar lo que iba a acontecer.
—¡Urugal! —bramó Karsa al llevar a Estragos a la carga—. ¡Sé testigo de mis actos! —Tras él oyó a Bairoth cabalgar con la misma fuerza y, entre el choque de sonidos, se escuchó el zumbido del cráneo de oso gris que giraba y giraba, una y otra vez.
A diez pasos de las picas listas, Bairoth rugió. Karsa se agachó e hizo girar a Estragos a la izquierda, al mismo tiempo que frenaba la carga salvaje de la bestia.
Algo inmenso pasó como un rayo junto a él con un siseo, Karsa se volvió para ver las inmensas bolas que golpeaban a la escuadra de soldados.
Un caos letal. Tres de las cinco filas en el suelo. Chillidos penetrantes.
Y entonces los perros cayeron sobre ellos, seguidos por el caballo de Delum.
Tras hacer girar al destrero una vez más, Karsa se precipitó hacia la plaza destrozada y llegó a tiempo para entrar junto a Bairoth cuando los dos teblor se metieron entre la multitud. Apartaron de un golpe alguna que otra pica que se debatía y en menos de veinte latidos masacraron a los niños que los perros no habían derribado.
—¡Caudillo!
Karsa arrancó la espada de palosangre de la última víctima y se dio la vuelta al oír el bramido de Bairoth.
Otra escuadra de soldados, esta vez flanqueada por ballesteros. Cincuenta, quizá sesenta en total, al otro extremo de la calle.
Karsa frunció el ceño y se volvió para mirar a la puerta del pueblo. Veinte niños montados y con pesadas armaduras de láminas y cotas de malla surgían poco a poco entre el polvo; había más a pie, algunos armados con arcos cortos y otros con hachas ambidiestras, espadas o jabalinas.
—¡Guíame, caudillo!
Karsa miró a Bairoth.
—¡Y eso haré, Bairoth Gild! —Hizo girar a Estragos en redondo—. Por este pasaje lateral, bajamos a la orilla… rodearemos a nuestros perseguidores. Dime, Bairoth Gild, ¿hemos asesinado a suficientes niños para ti?
—Sí, Karsa Orlong.
—Entonces, sígueme.
El pasaje lateral era una calle casi tan ancha como la principal y llevaba directamente al lago. Moradas, establecimientos de comerciantes y almacenes la flanqueaban. Vieron figuras en sombras en las ventanas, en las puertas y en los callejones cuando los asaltantes teblor pasaron como un trueno. La calle terminaba veinte pasos antes de llegar a la orilla del lago. El espacio intermedio, por el que una ancha pasarela de carga, elaborada con tablones de madera, bajaba hasta los muelles y embarcaderos, estaba lleno de fardos de desechos, entre los que dominaba una enorme pila de huesos descoloridos desde los que se alzaban unas estacas sobre cuyas puntas habían colocado unas calaveras.
Calaveras teblor.
En medio de esa extensión llena de basura, llenaban cada espacio vacío chozas escuálidas y tiendas de campaña; de ellas habían salido decenas de niños erizados de armas con ropas toscas engalanadas con amuletos y cueros cabelludos teblor, sus ojos duros observaban aproximarse a los guerreros mientras empezaban a preparar las hachas de mangos largos, los mandobles, las alabardas de astiles gruesos; otros armaban arcos fuertes y curvados y ensartaban unas largas flechas con púas, flechas que empezaron a cargar y a apuntar con rapidez.
El rugido de Bairoth fue en parte horror, en parte cólera cuando cargó con su destrero contra aquellos silenciosos y letales niños.
Las flechas destellaron.
El caballo de Bairoth chilló, tropezó y después se estrelló contra el suelo. Bairoth se tambaleó, su espada salió volando por el aire cuando él chocó y después atravesó una choza de pequeños troncos.
Volaron más flechas.
Karsa hizo virar a Estragos de golpe, vio una flecha que le pasaba junto al muslo con un siseo y después se encontró entre los primeros habitantes de las tierras bajas. La espada de palosangre chocó contra el mango recubierto de bronce de un hacha, el impacto arrancó el arma de las manos del hombre. La mano izquierda de Karsa se disparó para interceptar otra hacha que se precipitaba hacia la cabeza de Estragos. Karsa se la arrancó al hombre y la mandó por los aires, después se abalanzó con la misma mano para coger al habitante de las tierras bajas por el cuello y levantarlo del suelo sin parar su avance. Un único apretón, que hizo crujir los huesos, dejó la cabeza colgando y el cuerpo retorciéndose y derramando orina. Karsa tiró a un lado el cadáver.
La embestida de Estragos se detuvo de repente. El caballo de batalla lanzó un chillido y giró hacia un lado. La sangre le chorreaba de la boca y los ollares, y arrastraba una pesada pica cuya punta de hierro se le había hundido en el pecho.
La bestia tropezó y después, con un tambaleo de borracho, empezó a derrumbarse.
Karsa chilló de furia y se bajó de un salto del caballo moribundo. La punta de una espada se levantó para recibirlo, pero Karsa la apartó de un golpe. Aterrizó sobre al menos tres cuerpos, que cayeron, y oyó los huesos que se partían bajo él mientras se alejaba rodando.
Y después estaba de nuevo en pie, con la espada de palosangre atravesando la cara de un habitante de las tierras bajas y arrancándole del cráneo la mandíbula cubierta por una barba negra. Un arma afilada le provocó una herida profunda en la espalda. Karsa se giró en redondo y metió la espada bajo los brazos estirados del atacante, lanzó un tajo profundo entre las costillas y tropezó con el esternón.
Dio unos cuantos fieros tirones, arrancó la espada y el cuerpo del hombre moribundo cayó rodando a su lado.
Lo rodearon unas armas pesadas, muchas de ellas lucían fetiches teblor anudados, todas con la pretensión de beber sangre uryd. Se interponían unas en el camino de las otras con demasiada frecuencia, pero a Karsa le estaba costando bloquearlas para abrirse camino luchando. Mató a dos de sus atacantes en el proceso.
En ese instante oyó otra lucha, no muy lejos, por donde Bairoth se había estrellado contra la choza, y por varios sitios más se oían los mordiscos y gruñidos de los perros.
Sus atacantes se habían mantenido en silencio hasta un momento antes, pero ya estaban gritando en su lengua incomprensible con el rostro lleno de alarma cuando Karsa giró en redondo una vez más y, al ver a más de una docena ante él, atacó. Los habitantes de las tierras bajas se diseminaron y revelaron una medialuna de hombres con arcos y ballestas.
Las cuerdas zumbaron.
Un dolor abrasador atravesó el cuello de Karsa, dos golpes en el pecho, otro en el muslo derecho. El caudillo no hizo caso de ninguno y cargó contra la medialuna.
Más gritos, la persecución repentina de los que se habían escabullido, pero ya era demasiado tarde. La espada de Karsa era un contorno borroso que se internó entre los arqueros. Las figuras se volvieron y echaron a correr. Morían, giraban en redondo entre una riada de sangre. Los cráneos se partían en mil pedazos. Karsa se abrió camino a cuchilladas y dejó un rastro de ocho figuras, algunas que se retorcían y otras quietas, todas habían quedado atrás para cuando lo alcanzaron los primeros atacantes. El teblor se giró para recibirlos y se rio al ver la alarma en sus rostros diminutos, arrugados y manchados de tierra, después se abalanzó sobre ellos una vez más.
Se dispersaron. Tiraron las armas, tropezaban y volvían a levantarse, aterrados. Karsa los mató uno tras otro hasta que ya no quedó ninguno al alcance de su espada de palosangre. Solo entonces se irguió.
Donde Bairoth había estado luchando yacían los cuerpos de siete habitantes de las tierras bajas en un tosco círculo, pero del guerrero teblor no había señal alguna. Los chillidos de un perro continuaban calle arriba y Karsa echó a correr guiado por el sonido.
Pasó junto a los cadáveres tachonados de cuadrillos del resto de la jauría, pero no vio a Mordisco entre ellos. Los animales habían matado a un buen número de habitantes de las tierras bajas antes de caer al fin. Al levantar la cabeza vio, treinta pasos calle abajo, a Delum Thord; cerca de él estaba su caballo caído y a quince pasos más de distancia, un grupo de aldeanos.
Delum estaba chillando. Lo había alcanzado una docena o más de cuadrillos y flechas y una jabalina le había atravesado el torso, justo por encima de la cadera izquierda. Había dejado un reguero serpenteante de sangre tras él, pero seguía arrastrándose hacia donde los aldeanos rodeaban a la perra de tres patas, a la que estaban dando una paliza de muerte con bastones, azadas y palas.
Delum gimoteaba y continuaba gateando, la jabalina arañaba el suelo a su lado y la sangre corría por el astil.
Cuando Karsa se precipitó hacia él, una figura salió corriendo de un callejón y se acercó a Delum por la espalda, a corta distancia, con una pala de mango largo en las manos. Una pala que levantó por el aire.
Karsa gritó una advertencia.
Delum ni siquiera se giró, tenía los ojos clavados en la perra de tres patas, ya muerta, cuando la pala lo golpeó en la nuca.
Se oyó un crujido estrepitoso. La pala se apartó y reveló un trozo plano de hueso destrozado y pelo retorcido.
Delum se derrumbó en el suelo y no se movió.
Su asesino giró al oír la carga de Karsa. Era un hombre viejo cuya boca desdentada se abrió en una mueca de terror repentino.
El tajo que le lanzó Karsa partió al hombre en dos hasta las caderas.
El caudillo sacó de un tirón la espada de palosangre y siguió avanzando hacia la docena aproximada de aldeanos todavía reunidos alrededor del cadáver, reducido a pulpa, de la perra de tres patas. Los aldeanos lo vieron y se desperdigaron.
Diez pasos más allá yacía Mordisco, que dejaba su propio rastro de sangre, arrastraba las patas traseras y continuaba intentando llegar junto al cuerpo de su compañera. Levantó la cabeza al ver a Karsa. Unos ojos suplicantes se clavaron en los del caudillo.
Karsa lanzó un bramido, derribó a dos de los aldeanos y dejó sus cuerpos tirados entre espasmos en la calle embarrada. Vio otro armado con un azadón lleno de marcas de óxido que salía disparado entre dos casas. El teblor dudó, pero luego, con una maldición, dio la vuelta y un momento después estaba agachado junto a Mordisco.
Una cadera rota.
Karsa miró calle arriba y vio a los soldados de las picas acercándose al trote. Tres jinetes cabalgaban tras ellos gritando órdenes. Una mirada rápida hacia el lago reveló que se iban reuniendo más jinetes que giraban las cabezas en su dirección.
El caudillo levantó a Mordisco del suelo y se metió a la bestia bajo el brazo izquierdo.
Después se lanzó en persecución del aldeano que empuñaba el azadón.
Las verduras podridas atestaban el estrecho pasaje que dejaban las dos casas y, al otro extremo, se abría a un par de corrales vallados. Cuando salió al camino que había entre las dos vallas, Karsa vio al hombre que todavía corría a veinte pasos de él. Tras los corrales había una zanja poco profunda que llevaba desechos hasta el lago. El niño la había cruzado y se precipitaba hacia una maraña de alisos jóvenes, más allá se distinguían varios edificios, ya fueran graneros o almacenes.
Karsa salió corriendo tras él y saltó la zanja con el perro de caza todavía bajo el brazo. Las sacudidas le estaban provocando al animal grandes dolores, el teblor era consciente de ello, y se planteó rebanarle la garganta.
El niño entró en un granero sin soltar el azadón.
Karsa lo siguió, tuvo que agacharse para meterse por la puerta lateral. Oscuridad repentina. No había bestias en los establos; la paja, todavía apilada, parecía vieja y húmeda. Un gran bote de pesca, volcado y colocado sobre unos caballetes de madera, dominaba el amplio pasillo central. Unas puertas correderas dobles a la izquierda, una de ellas un poco retirada, las cuerdas de la manilla se mecían con suavidad de un lado a otro.
Karsa encontró el último establo, el más oscuro, y posó a Mordisco en la paja.
—Regresaré a por ti, amigo mío —susurró—. En caso contrario, busca un modo de sanar y luego regresa a casa. A tu casa, entre los uryd. —El teblor cortó una tira de cuero de las correas de su armadura. Se arrancó de la bolsa del cinturón un puñado de sigilos de bronce con los signos de la tribu y después pasó la tira por ellos. Ninguno quedaba suelto, así que no harían ruido. Ató el collar improvisado alrededor del grueso y musculoso cuello de Mordisco, después puso una mano con suavidad sobre la cadera destrozada del perro y cerró los ojos—. Le concedo a esta bestia el alma de los teblor, el corazón de los uryd. Urugal, óyeme. Sana a este gran luchador. Y después envíalo a casa. Por ahora, audaz Urugal, ocúltalo.
Quitó la mano y abrió los ojos. La bestia alzó los ojos y lo contempló con calma.
—Haz fiera tu larga vida, Mordisco. Nos encontraremos de nuevo, eso te lo juro por la sangre de todos los niños que he asesinado en este día.
Karsa se cambió la espada de palosangre de mano, se dio la vuelta y salió del establo sin mirar atrás.
Se acercó sin ruido a la puerta corredera y miró fuera.
Enfrente tenía un almacén de techos altos con un pajar de carga bajo el tejado de pizarra. En el interior del edificio se oían los sonidos de cerrojos y barras cayendo. Karsa salió disparado con una sonrisa y cruzó hacia donde las cadenas de carga colgaban de las poleas, los ojos clavados en la plataforma sin puertas del pajar que tenía encima.
Cuando se preparaba para colgarse la espada de un hombro, vio, con un sobresalto, que tenía el cuerpo festoneado de flechas y cuadrillos y se dio cuenta, por primera vez, que buena parte de la sangre que le cubría el cuerpo era suya. Frunció el ceño y se quitó los dardos a tirones. Había más sangre, sobre todo del muslo derecho y de las dos heridas del pecho. Una larga flecha en la espalda había enterrado la punta repleta de púas en el músculo. Karsa intentó arrancarse la flecha, pero el dolor resultante estuvo a punto de hacer que se desmayara. Se conformó con partir el astil justo por detrás de la punta de hierro, solo ese esfuerzo lo dejó empapado en un sudor frío.
Unos gritos lejanos lo alertaron de que se acercaba un cordón de soldados y civiles, todos en su busca. Karsa rodeó las cadenas con las manos y empezó a trepar. Cada vez que levantaba el brazo izquierdo, sentía un destello de agonía en la espalda. Pero había sido la parte plana de la hoja de un azadón lo que había derribado a Mordisco, un golpe a dos manos por la espalda, el ataque de un cobarde. Y nada más importaba.
Se plantó con un ágil movimiento en las tablas polvorientas del suelo de la plataforma y se apartó sin ruido de la abertura, mientras volvía a sacar la espada.
Podía oír la respiración, dura e irregular, más abajo. Gimoteos bajos entre jadeo y jadeo, una voz que rezaba a los dioses que venerara el niño.
Karsa se dirigió al agujero abierto en el centro de la plataforma, cuidándose mucho de evitar arrastrar los mocasines, no fuera que el serrín se colara entre las tablas del suelo. Se acercó al borde y miró abajo.
Tenía al necio justo debajo de él, agachado y temblando, con el azadón listo mientras miraba las puertas trabadas. Se había ensuciado de puro terror.
Karsa le dio la vuelta con cuidado a la espada, la sostuvo con la punta hacia abajo y después se dejó caer por el borde.
La punta de la espada entró por la coronilla del hombre y la hoja se hundió en el hueso y el cerebro. Cuando todo el peso de Karsa impactó contra el suelo del almacén, se oyó un crujido inmenso y tanto teblor como víctima se hundieron en las tablas y cayeron a un sótano. Las maderas partidas se estrellaron a su alrededor. El sótano era profundo, casi de la altura de Karsa y, aunque hedía a pescado salado, estaba vacío.
Atontado por la caída, Karsa tanteó con gesto débil en busca de su espada, pero no la encontró. Consiguió levantar un poco la cabeza y vio que le sobresalía algo del pecho, un fragmento rojo de madera astillada. Así que estaba empalado, comprendió con aire divertido. Continuó buscando la espada con la mano, aunque, de otro modo, no podía moverse, pero solo encontró madera y escamas de pescado, estas últimas estaban grasientas por la sal y se le pegaban a los dedos.
Oyó en el piso superior el sonido de unas botas. Karsa parpadeó y se quedó mirando al techo, un círculo de caras con cascos apareció poco a poco a la vista. Después surgió la cara de otro niño, esta sin casco, con la frente marcada por un tatuaje tribal y, debajo, la expresión extrañamente comprensiva. Se habló mucho en esos instantes, conversaciones coléricas, hasta que el niño tatuado hizo un gesto y todo el mundo se calló.
—Si murieras ahí abajo, guerrero, al menos te conservarás en buen estado durante un tiempo —dijo el hombre en el dialecto sunyd de los teblor.
Karsa intentó levantarse una vez más, pero el astil de madera lo sujetaba con fuerza. Enseñó los dientes en una mueca fiera.
—¿Cómo te llamas, teblor? —preguntó el niño.
—Soy Karsa Orlong, nieto de Pahlk…
—¿Pahlk? ¿El uryd que nos visitó hace siglos?
—Para matar decenas y decenas de niños…
El hombre asintió con seriedad cuando lo interrumpió.
—Niños, sí, tiene sentido que los de tu raza nos llaméis así. Pero Pahlk no mató a nadie, al principio no. Bajó del paso, medio muerto de hambre y enfebrecido. Los primeros granjeros que se habían asentado aquí lo acogieron y lo cuidaron hasta que recobró la salud. Fue solo entonces cuando los asesinó a todos y huyó. Bueno, a todos no. Escapó una chica que regresó por la orilla sur del lago hasta Orbes y le contó al destacamento de allí… bueno, les contó todo lo que necesitaban saber sobre los teblor. Desde esa época, por supuesto, los esclavos sunyd nos han contado incluso más. Tú eres uryd. No hemos llegado hasta tu tribu y vosotros no os habéis topado todavía con ningún cazarrecompensas, pero lo haréis. Dentro de un siglo, me atrevería a decir, no habrá más teblor en la espesura del altiplano Laederon. Los únicos teblor serán los que estarán marcados a fuego y encadenados. Los que manejarán las redes de las barcas de pesca, como hacen los sunyd ahora. Dime, Karsa, ¿me reconoces?
—Eres el que escapó de nosotros en el paso. El que llegó demasiado tarde para advertir a los otros niños. El que, ahora lo sé, está lleno de mentiras. Tu vocecita es un insulto para la lengua teblor. Me duelen los oídos.
El hombre sonrió.
—Una pena. Pero deberías pensarlo bien, en cualquier caso, guerrero. Pues soy, para ti, lo único que se interpone entre la vida y la muerte. Suponiendo que no mueras antes de tus heridas. Claro que los teblor sois de una dureza extraordinaria, como acaban de recordar mis compañeros, para su desesperación. No veo sangre que haga espuma en tus labios, siempre buena señal, y bastante asombrosa, dado que vosotros tenéis cuatro pulmones mientras que nosotros tenemos dos.
Había aparecido otra figura que en ese momento se dirigió al hombre tatuado con tono estentóreo, a lo que el primero se limitó a encogerse de hombros.
—Karsa Orlong, de los uryd —lo llamó—, están a punto de bajar unos soldados para atarte unas cuerdas a brazos y piernas para poder levantarte y sacarte de ahí. Al parecer estás echado encima de lo que queda del comisionado del pueblo, lo que ha mitigado un tanto la ira de los de aquí arriba, pues no era un hombre muy querido. Te sugeriría, si quieres vivir, que no te resistas a los, bueno, a los nerviosos voluntarios del caudillo.
Karsa observó que iban bajando poco a poco a cuatro soldados con unas cuerdas. No hizo esfuerzo alguno por resistirse cuando le ataron con malos modos las muñecas, los tobillos y la parte superior de los brazos, porque lo cierto era que no habría sido capaz.
Izaron a los soldados a toda velocidad y después tensaron las cuerdas que rodeaban a Karsa y lo fueron levantando poco a poco. El teblor observó el astil de madera astillada que iba saliendo poco a poco de su pecho. Había entrado a gran altura, justo por encima del omóplato derecho, había atravesado los músculos y reaparecido justo a la derecha de la clavícula de ese lado. Cuando lo liberaron, el dolor lo embargó por entero.
Una mano le dio entonces unos bofetones para despertarlo. Karsa abrió los ojos. Estaba echado en el suelo del almacén y las caras lo rodeaban por todas partes. Todo el mundo parecía estar hablándole a la vez en su lengua delicada y enfermiza y, aunque no entendía las palabras, un odio puro impregnaba el tono. Karsa supo que lo estaban maldiciendo en el nombre de decenas de dioses de las tierras bajas, de sus espíritus y sus podridos ancestros. El pensamiento lo complació y sonrió.
Los soldados se encogieron como uno solo.
El habitante de las tierras bajas de los tatuajes, cuya mano lo había despertado, se había agachado junto a Karsa.
—Por el aliento del Embozado —murmuró—. ¿Todos los uryd son como tú? ¿O eres tú aquel del que hablaban los sacerdotes? ¿El que acechaba en sus sueños como el propio caballero del Embozado? Ah, bueno, supongo que da igual; al parecer, sus miedos carecían de fundamento. Mírate. Medio muerto, con un pueblo entero impaciente por verte a ti y a tu compañero desollados vivos. No hay familia por aquí que no esté de luto gracias a ti. ¿Coger al mundo por la garganta? No lo creo, necesitarás toda la suerte de Oponn para sobrevivir una hora siquiera.
El astil roto de la flecha se había hundido todavía más en la espalda de Karsa con la caída y se había clavado en el hueso de la clavícula. La sangre se extendía por las tablas del suelo bajo él.
Se produjo una conmoción cuando llegó un nuevo habitante de las tierras bajas; bastante alto para su especie, delgado y con un rostro severo y curtido por el clima. Iba vestido con ropas que rielaban, de un color azul profundo y ribeteadas con un hilo dorado bordado con intrincados dibujos. El guardia habló con él largo y tendido, aunque el hombre en sí no dijo nada ni cambió tampoco de expresión. Cuando el guardia terminó, el recién llegado asintió, después hizo un gesto con una mano y se dio la vuelta.
El guardia volvió a bajar la cabeza y miró a Karsa.
—Ese era maese Silgar, el hombre para el que trabajo la mayor parte del tiempo. Cree que sobrevivirás a tus heridas, Karsa Orlong, así que te ha preparado una especie de… lección.
El hombre se irguió y les dijo algo a los soldados. Se produjo una breve discusión que concluyó con un encogimiento de hombros indiferente de uno de los soldados.
Levantaron los miembros de Karsa una vez más, dos habitantes de las tierras bajas para cada uno, los hombres tenían que esforzarse para sujetarlo mientras lo llevaban a las puertas del almacén.
La sangre que manaba de las heridas se iba deteniendo y el dolor se retiraba, sustituido por una lasitud apagada en la mente del teblor. Se quedó mirando el cielo azul mientras los soldados lo llevaban al centro de la calle, con los sonidos de una multitud por todas partes. Lo apoyaron contra una rueda de carro y Karsa vio ante él a Bairoth Gild.
Lo habían atado a una rueda mucho más grande, con varios radios, que a su vez descansaba contra unos soportes. El enorme guerrero era una masa de heridas. Le habían clavado una lanza en la boca que le salía justo por debajo de la oreja izquierda y dejaba la mandíbula inferior destrozada, el hueso resplandecía con un vivo color rojo entre la carne desgarrada. Los cabos de los cuadrillos hundidos en la carne le atestaban el torso.
Pero en sus ojos había una mirada viva cuando se encontraron con los de Karsa.
Los aldeanos llenaban la calle, contenidos por un cordón de soldados. Los gritos de cólera y las maldiciones llenaban el aire, interrumpidos de vez en cuando por gemidos de dolor.
El guardia se colocó entre Karsa y Bairoth con una expresión burlona y pensativa a la vez. Después se volvió hacia Karsa.
—Aquí tu camarada no quiere decirnos nada de los uryd. Nos gustaría saber el número de guerreros, la cantidad y ubicación de las aldeas. Nos gustaría saber más también de los phalyd, de los que se dice que pueden rivalizar con vosotros en ferocidad. Pero no dice nada.
Karsa le enseñó los dientes con una mueca.
—Yo, Karsa Orlong, te invito a que envíes a mil de tus guerreros a librar una guerra contra los uryd. No regresará ninguno, pero los trofeos permanecerán entre nosotros. Envía dos mil. Importa poco.
El guardia sonrió.
—¿Tú contestarás a nuestras preguntas, entonces, Karsa Orlong?
—Lo haré, pues tales palabras no te servirán de nada…
—Excelente. —El guardia hizo un gesto con una mano. Un habitante de las tierras bajas se acercó a Bairoth Gild y sacó su espada.
Bairoth le sonrió con desdén a Karsa. Después gruñó, el sonido fue un rugido mutilado que Karsa entendió de todos modos.
—¡Guíame, caudillo!
La espada lanzó un tajo. Atravesó el cuello de Bairoth Gild. La sangre lo salpicó todo, la cabeza del enorme guerrero saltó hacia atrás y después rodó por un hombro y aterrizó con un golpe seco en el suelo.
Un rugido salvaje y lleno de júbilo estalló entre los aldeanos.
El guardia se acercó a Karsa.
—Es un placer saber que quieres cooperar. Al hacerlo salvas la vida. Maese Silgar te añadirá a su rebaño de esclavos una vez que nos hayas contado todo lo que sabes. No creo que te vayas a unir a los sunyd del lago, sin embargo. Me temo que no te tocará a ti levantar redes, Karsa Orlong. —El guardia se giró cuando apareció un soldado con una pesada armadura—. Ah, aquí está el capitán malazano. Mala suerte, Karsa Orlong, que hayas tenido que hacer coincidir tu ataque con la llegada de una compañía malazana que va de camino a Bettrys. Bueno, y suponiendo que el capitán no ponga objeciones, ¿te parece que demos comienzo al interrogatorio?
Las dos trincheras de los pozos de esclavos estaban enclavadas bajo el suelo de un gran almacén cerca del lago, al que se accedía por una trampilla y una escalera manchada de moho. Un lado albergaba, de momento, solo media docena de habitantes de las tierras bajas encadenados al tronco que recorría toda la trinchera, pero había más grilletes que aguardaban el regreso de los levantadores de redes sunyd. En la otra trinchera estaban los enfermos y los moribundos. Unas formas demacradas, habitantes de las tierras bajas, se acurrucaban entre su propia suciedad; algunos gemían, otros permanecían en silencio e inmóviles.
Cuando terminó de describir a los uryd y sus tierras, arrastraron a Karsa al almacén y lo encadenaron en la segunda trinchera. Los lados estaban en pendiente y repletos de arcilla húmeda. El tronco del centro recorría el fondo estrecho y plano, medio sumergido en inmundicia empapada de sangre. Llevaron a Karsa al extremo más alejado, lejos del alcance de los otros esclavos, y le pusieron unos grilletes en las dos muñecas y los dos tobillos, mientras que, según vio, con todos los demás un solo grillete bastaba.
Después lo dejaron solo.
Las moscas se arremolinaron sobre él y descendieron sobre su piel fría. Yacía de lado, apoyado en una de las pendientes. La herida en la que permanecía la punta de flecha amenazaba con cerrarse y eso no lo podía permitir. Cerró los ojos y empezó a concentrarse hasta que pudo sentir cada músculo cortado, desgarrado y supurante, que se ceñía con fuerza alrededor de la punta de hierro. Entonces empezó a trabajarlos, contracciones muy leves para comprobar la posición de la punta de flecha, luchando contra las punzadas de dolor que irradiaban con cada flexión. Después de unos momentos se detuvo, dejó relajarse el cuerpo y respiró hondo hasta que se recuperó de sus esfuerzos. Tenía la hoja de hierro rebordeada apoyada por el lado plano en el omóplato. La punta había abierto una muesca en el hueso. También había púas, dobladas y retorcidas.
Dejar un objeto así en la carne le inmovilizaría el brazo izquierdo. Tenía que sacarlo de algún modo.
Empezó a concentrarse una vez más. Músculos y tejidos desgarrados, un camino interior de carne partida y rebanada.
Lo cubrió una capa de sudor cuando continuó concentrándose, preparándose; la respiración se le ralentizó y él se tranquilizó.
Contrajo los músculos. Se le escapó un grito desgarrado. Otro mar de sangre entre un dolor incesante. Los músculos sufrieron un espasmo, una oleada en cadena. Algo chocó contra la pendiente de arcilla y se deslizó a la alcantarilla.
Karsa, jadeando, temblando, se quedó echado, inmóvil, durante un largo rato. La sangre que le caía por la espalda se ralentizó y después dejó de manar.
¡Guíame, caudillo!
Bairoth Gild había hecho de esas palabras una maldición, de un modo y desde una forma de pensar que Karsa no entendía. Y después, Bairoth Gild había muerto de modo absurdo. Nada que los habitantes de las tierras bajas pudieran hacer representaba una amenaza para los uryd, pues los uryd no eran como los sunyd. Bairoth había renunciado a su oportunidad de vengarse, un gesto incomprensible que había dejado perplejo a Karsa.
Un fulgor brutal, astuto, en los ojos de Bairoth, clavados solo en Karsa, incluso cuando la espada destelló hacia su cuello. No quiso decirles nada a los habitantes de las tierras bajas, pero fue un desafío sin significado… pero no, sí que significaba algo… pues Bairoth decidió abandonarme.
Lo invadió un escalofrío repentino. ¿Urugal, me han traicionado mis hermanos? La huida de Delum Thord, la muerte de Bairoth Gild, ¿he de conocer el abandono una y otra vez? ¿Qué hay de los uryd que aguardan mi regreso? ¿No me seguirán cuando proclame la guerra contra los habitantes de las tierras bajas?
Quizá no al principio. No, comprendió, habría discusiones, y opiniones, y sentados alrededor de las hogueras del campamento, los ancianos hurgarían en el fuego con palos quemados y sacudirían las cabezas.
Hasta que se corriera la voz de que se acercaban los ejércitos de las tierras bajas.
Y entonces no tendrán alternativa. ¿Querrían huir al regazo de los phalyd? No. No habrá más elección que luchar, y entonces recurrirán a mí, Karsa Orlong, para que guíe a los uryd.
Ese pensamiento lo tranquilizó.
Se dio la vuelta poco a poco y parpadeó en la oscuridad, las moscas se dispersaron alrededor de su cara.
Le llevó unos momentos de tanteo en el fango, pero encontró la punta de flecha y el fragmento astillado y achaparrado de astil. Después se agachó junto al tronco central para examinar los herrajes que sujetaban las cadenas.
Había dos juegos de cadenas, uno para los brazos y otro para las piernas, cada uno sujeto a una larga barra de hierro que habían introducido en el tronco, después habían aplastado el otro extremo. Los eslabones eran grandes y sólidos, forjados con la fuerza de los teblor en mente. Pero la madera del lado inferior había empezado a pudrirse.
Usó la punta de flecha para empezar a hurgar y excavar la madera reblandecida por los desechos que rodeaban la pestaña.
Bairoth lo había traicionado, había traicionado a los uryd. No había habido coraje alguno en su último desafío. De hecho, había sido justo lo contrario. Habían hallado enemigos de los teblor. Cazadores que recogían trofeos teblor. Esas eran verdades que los guerreros de todas las tribus necesitaban oír, y contar esas verdades se había convertido en la única tarea de Karsa.
Él no era ningún sunyd, como estaban a punto de descubrir los habitantes de las tierras bajas.
La podredumbre había salido por el agujero. Karsa extrajo toda masa empapada y pulposa que le permitió alcanzar la punta de flecha. Después empezó con el segundo herraje. La barra de hierro que sujetaba las cadenas de la pierna sería lo primero que probaría.
No había forma de saber si fuera era de día o de noche. De vez en cuando unas botas pesadas cruzaban el suelo de tablones que tenía encima, demasiado al azar como para indicar un paso concreto del tiempo. Karsa trabajó sin descanso mientras escuchaba las toses y los gemidos de los habitantes de las tierras bajas encadenados en el mismo tronco, más allá. No podía imaginar qué habían hecho esos tristes niños para merecerse tal castigo de sus semejantes. El destierro era la penitencia más dura que infligían los teblor en aquellos de la tribu cuyas acciones habían puesto en peligro, de forma deliberada, la supervivencia de la tribu, acciones que iban desde la negligencia al asesinato. El destierro conllevaba, por lo general, la muerte, pero a causa de la inanición del espíritu del castigado. La tortura no era una costumbre teblor, ni tampoco el encarcelamiento prolongado.
Claro que, pensó mejor, quizás esos habitantes de las tierras bajas estaban enfermos porque se estaban muriendo sus espíritus. Entre las leyendas había fragmentos que susurraban que los teblor, en otro tiempo, habían tenido esclavos; la palabra, el concepto, le resultaba conocido. La posesión de la vida de otra persona, para hacer con ella lo que se desease. El espíritu de un esclavo no podía hacer más que morirse de hambre.
Karsa no tenía ninguna intención de morirse de hambre. La sombra de Urugal protegía su espíritu.
Se metió la punta de flecha en el cinturón. Apoyó la espalda en la pendiente, plantó los pies contra el tronco, uno a cada lado de los herrajes, y después estiró poco a poco las piernas. La cadena se tensó. En el lado inferior del tronco, la pestaña se fue introduciendo en la madera con un chirrido agudo.
Los grilletes se le clavaron en los tobillos envueltos en pieles.
Empezó a empujar con más fuerza. Se oyó un crujido sólido y después la pestaña ya no entró más. Karsa se relajó poco a poco. Una patada liberó la barra con un golpe seco al otro lado. Descansó unos momentos y después comenzó el proceso otra vez.
Después de una docena de intentos, se las había arreglado para levantar la barra tres dedos enteros de donde había estado al comienzo. Los bordes de la pestaña estaban doblados, abollados por sus asaltos contra la madera. El esfuerzo había hecho que se rasgasen sus ceñidos pantalones y que la sangre resplandeciese en los grilletes.
Karsa apoyó la cabeza en la arcilla húmeda de la pendiente, le temblaban las piernas.
Más botas produjeron un ruido sordo encima de su cabeza y después se levantó la trampilla. El fulgor de la luz de la tea bajó los escalones y Karsa vio al guardia sin nombre.
—Uryd —lo llamó—. ¿Sigues respirando?
—Acércate más —lo retó Karsa en voz baja— y te demostraré hasta qué punto me he recuperado.
El habitante de las tierras bajas se echó a reír.
—Maese Silgar acertó, al parecer. Sospecho que hará falta cierto esfuerzo para quebrantar tu espíritu. —El guardia continuaba de pie a medio bajar los escalones—. Tus parientes sunyd regresarán en un día o dos.
—No tengo parientes que acepten una vida como esclavos.
—Qué raro; está claro que tú lo has hecho, de otro modo, a estas alturas ya habrías ideado algo para quitarte la vida.
—¿Crees que soy un esclavo porque estoy encadenado? Acércate más, entonces, niño.
—«Niño», sí. Persiste tu extraña afectación, aunque somos los «niños» los que te tenemos a nuestra merced. Bueno, da igual. Las cadenas no son más que el comienzo, Karsa Orlong. Te quebrantaremos, desde luego, y si te hubieran capturado los cazarrecompensas en lo alto de la meseta, para cuando te hubieran entregado en este pueblo, no te habría quedado nada del orgullo teblor, y mucho menos ganas de desafiar a nadie. Los sunyd te venerarán, Karsa Orlong, por matar a un campamento entero de cazarrecompensas.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Karsa.
—¿Por qué?
El guerrero uryd sonrió en la oscuridad.
—A pesar de todas tus palabras, todavía me temes.
—No creas.
Pero Karsa oyó la tensión en el tono del guardia y su sonrisa se ensanchó.
—Entonces, dime tu nombre.
—Damisk. Me llamo Damisk. Fui rastreador en el ejército de los perrosgrises durante la conquista malazana.
—Conquista. Perdisteis, entonces. ¿Cuál de nuestros espíritus se quebrantó, Damisk Perrogrís? Cuando ataqué a tu grupo en el risco, tú huiste. Dejaste a los que te habían contratado a merced de su destino. Huiste, como haría un cobarde, un hombre roto. Y por eso estás aquí ahora. Porque yo estoy encadenado y tú estás fuera de mi alcance. Vienes, no para contarme cosas, sino porque no puedes evitarlo. Buscas el placer de la complacencia, pero te devoras por dentro y eres incapaz de sentir una verdadera satisfacción. Sí, los dos lo sabemos, volverás otra vez. Y otra.
—Le aconsejaré a mi señor —dijo Damisk con voz ronca— que te entregue a los cazarrecompensas supervivientes, para que hagan contigo lo que les plazca. Y yo estaré mirando…
—Pues claro que sí, Damisk Perrogrís.
El hombre se fue por las escaleras, la luz del farol se agitaba, frenética.
Karsa se echó a reír.
Un momento después la trampilla se cerró de un portazo una vez más y todo quedó sumido en la oscuridad.
El guerrero teblor se quedó callado y después volvió a plantar los pies en el tronco.
Una voz débil al otro lado de la trinchera lo detuvo.
—Gigante.
La lengua era sunyd, la voz, la de un niño.
—No tengo palabras para ti, habitante de las tierras bajas —gruñó Karsa.
—No te pido palabras. Sé que estás trabajando en este árbol del maldito Embozado, lo noto. ¿Conseguirás lo que sea que te propones?
—No estoy haciendo nada.
—De acuerdo, entonces. Debe de ser mi imaginación. Nos estamos muriendo aquí, los demás. De un modo terrible e indigno.
—Debéis de haber hecho un gran mal…
La carcajada con la que le respondieron terminó con una tos áspera.
—Oh, desde luego, gigante. Desde luego. Somos los que no quisimos aceptar el gobierno malazano, así que conservamos nuestras armas y nos ocultamos en las colinas y bosques. Atacamos, organizamos emboscadas, nos convertimos en una molestia. Fue divertido. Hasta que los muy malnacidos nos atraparon.
—Qué descuido.
—¡Tres de los tuyos y un puñado de tus puñeteros perros atacando un pueblo entero! ¿Y me llamas a mí descuidado? Bueno, supongo que los dos lo fuimos, ya que estamos aquí.
Karsa hizo una mueca, lo que el otro decía era verdad.
—¿Qué es lo que quieres, habitante de las tierras bajas?
—Tu fuerza, gigante. Aquí somos cuatro los que seguimos vivos, aunque solo yo continúo consciente… y casi cuerdo. Lo bastante cuerdo, es decir, para comprender lo vil de mi destino.
—Hablas demasiado.
—Durante no mucho más, te lo aseguro. ¿Puedes levantar este tronco, gigante? ¿O hacerlo girar unas cuantas veces?
Karsa se quedó callado un buen rato.
—¿Qué lograría con eso?
—Acortaría las cadenas.
—No tengo deseo alguno de acortar las cadenas.
—De forma temporal.
—¿Por qué?
—Dale vueltas al puñetero tronco, gigante. Para que nuestras cadenas lo envuelvan una y otra vez. Así, con un último giro, nos mandas al fondo a los pobres necios de este extremo. Y nos ahogamos.
—¿Queréis que os mate?
—Aplaudo tu rapidez de comprensión, gigante. Más almas para atestar tu sombra, teblor; así es como lo ven los tuyos, ¿no? Mátame y caminaré con honor bajo tu sombra.
—No me interesa la misericordia, habitante de las tierras bajas.
—¿Qué hay de los trofeos?
—No puedo alcanzaros para recoger trofeos.
—¿Hasta qué punto puedes ver en esta oscuridad? He oído que los teblor…
—Puedo ver. Lo suficiente para saber que tienes el puño derecho apretado. ¿Qué se oculta en su interior?
—Un diente. Se me acaba de caer. El tercero desde que me encadenaron aquí abajo.
—Tíramelo.
—Lo intentaré. Me temo que estoy un tanto… alicaído. ¿Estás listo?
—Tíralo.
El brazo del hombre vaciló cuando lo levantó.
El diente voló por los aires en un amplio arco, pero Karsa levantó el brazo de golpe, la cadena se tensó tras él, y cogió el diente en pleno vuelo. Bajó el brazo para mirarlo más de cerca y después lanzó un gruñido.
—Está podrido.
—Supongo que por eso se cayó. ¿Y bien? Plantéate también lo siguiente. También conseguirás meter agua por el palo, lo que debería ablandar las cosas todavía más. Y no es que hayas estado haciendo nada por ahí abajo.
Karsa asintió poco a poco.
—Me caes bien, habitante de las tierras bajas.
—Bien. Ahora ahógame.
—Lo haré.
Karsa se deslizó al fondo hasta quedar hundido hasta las rodillas en el maloliente fango, las heridas recientes que tenía en los tobillos le escocieron al tocarlo.
—Los vi cuando te bajaron, gigante —dijo el hombre—. Ninguno de los sunyd es tan grande como tú.
—Los sunyd son los más pequeños entre los teblor.
—Debe de ser la sangre de algún habitante de las tierras bajas que hay entre sus ancestros, me imagino.
—Se han rebajado mucho, desde luego. —Karsa bajó los dos brazos y arrastró las cadenas hasta que puso las manos en la parte inferior del tronco.
—Te lo agradezco, teblor.
Karsa levantó el tronco, lo giró y después lo posó en el suelo una vez más con un jadeo.
—Esto no será rápido, habitante de las tierras bajas, y por ello te pido disculpas.
—Lo entiendo. Tómate tu tiempo. Biltar se acaba de hundir, en cualquier caso, y da la impresión de que Alrute será el siguiente. Lo estás haciendo bien.
Karsa levantó el tronco una vez más y lo hizo girar otra media vuelta. Se oyeron chapoteos y borboteos al otro extremo.
Después un jadeo.
—Ya casi estamos, teblor. Soy el último. Una más… Me meteré debajo para que me atrape.
—Entonces mueres aplastado, no ahogado.
—¿En este fango? No te preocupes, teblor. Sentiré el peso, es cierto, pero no me dolerá demasiado.
—Mientes.
—¿Y qué? No son los medios, es el fin lo que importa.
—Todo importa —dijo Karsa mientras se preparaba una vez más—. Esta vez lo giraré del todo, habitante de las tierras bajas. Será más fácil ahora que mis cadenas son más cortas. ¿Estás listo?
—Un momento, por favor —balbuceó el hombre.
Karsa levantó el tronco y gruñó bajo el inmenso peso que le aplastaba los brazos.
—He cambiado de opinión…
—Yo no. —Karsa hizo girar el tronco. Después lo dejó caer.
Algo se agitó como loco al otro extremo, unas cadenas serraron el aire y después unas toses frenéticas.
Sorprendido, Karsa levantó la cabeza. Una figura manchada de marrón sacudía los brazos y las piernas, escupía y daba patadas.
Karsa se echó hacia atrás, poco a poco, a la espera de que el hombre se recuperara. Durante un rato no se oyó más que profundos jadeos al otro lado del tronco.
—Te las arreglaste para darte la vuelta otra vez, y después pasar por debajo y salir. Estoy impresionado, habitante de las tierras bajas. Parece que no eres ningún cobarde, después de todo. Nunca creí que hubiera gente como tú entre los niños.
—Puro valor —dijo el hombre con voz ronca—. Ese soy yo.
—¿De quién era el diente?
—De Alrute. Ahora no le des más vueltas al tronco, si tienes la bondad.
—Lo siento, habitante de las tierras bajas, pero ahora debo darle vueltas en sentido contrario, hasta que el tronco esté como estaba antes de empezar.
—Maldigo tu cruda lógica, teblor.
—¿Cómo te llamas?
—Torvald Nom, aunque mis enemigos malazanos me conocen como Nudillos.
—¿Y cómo es que aprendiste la lengua sunyd?
—En realidad es el antiguo idioma de los mercaderes. Antes de que hubiera cazarrecompensas, había mercaderes nathii. Un comercio de beneficio mutuo entre ellos y los sunyd. La verdad es que tu idioma se parece mucho al nathii.
—Los soldados hablaban un galimatías.
—Como es natural, son soldados. —El hombre hizo una pausa—. De acuerdo, el sentido del humor no es lo tuyo. Como sea. Es probable que esos soldados fueran malazanos.
—He decidido que los malazanos son mis enemigos.
—Algo que compartimos, entonces, teblor.
—No compartimos nada más que este tronco, habitante de las tierras bajas.
—Si lo prefieres. Aunque me siento obligado a corregirte en una cosa. Por odiosos que sean los malazanos, en estos tiempos los nathii no son mejores. No tienes aliados entre los habitantes de las tierras bajas, teblor, puedes estar seguro de eso.
—¿Eres nathii?
—No, soy daru. De una ciudad del sur, lejos de aquí. La Casa Nom es inmensa y ciertas familias de ella son casi ricas. De hecho, tenemos a un Nom en el Consejo, en Darujhistan. Jamás lo he visto. En fin, las propiedades de mi familia son, bueno, más modestas. De ahí mis extensos viajes y nefarias profesiones…
—Hablas demasiado, Torvald Nom. Estoy listo para hacer girar este tronco una vez más.
—Maldita sea, esperaba que lo hubieras olvidado.
El extremo de la barra de hierro había atravesado más de la mitad del tronco y la pestaña era un trozo de metal romo e informe. Karsa no podía contener el dolor y los temblores de las piernas, a pesar de que los periodos de descanso entre esfuerzo y esfuerzo se alargaban cada vez más. Las heridas más grandes del pecho y la espalda, provocadas por la astilla de madera, se habían reabierto, sangraban sin parar y se mezclaban con el sudor que le empapaba la ropa. Tenía la piel y la carne de los tobillos hechas trizas.
Torvald había sucumbido a su propio agotamiento, poco después de que el tronco hubiera regresado a su posición original, y gemía en sueños mientras Karsa continuaba esforzándose.
De momento, mientras el guerrero uryd descansaba apoyado en la pendiente de arcilla, los únicos sonidos que se oían eran sus propios jadeos roncos, subrayados por la respiración más suave y superficial del otro lado del tronco.
El sonido de unas botas cruzó por encima de su cabeza, primero en una dirección, después volvieron y desaparecieron.
Karsa se incorporó una vez más, la cabeza le daba vueltas.
—Descansa un poco más, teblor.
—No hay tiempo para eso, Torvald Nom…
—Oh, sí que lo hay. Ese mercader de esclavos que es tu dueño ahora se quedará a esperar por aquí un tiempo más, para que él y su séquito puedan viajar en compañía de los soldados malazanos. Al menos hasta Puente Maly. Ha habido mucha actividad en el bosque de los Necios y en Marca Amarilla, de la que admito enorgullecerme de forma personal, puesto que fui yo el que unió a ese variopinto grupo de salteadores y matones. Y ya habrían venido a rescatarme si no fuera por los malazanos.
—Mataré a ese mercader de esclavos —dijo Karsa.
—Cuidado con ese, gigante. Silgar no es un hombre agradable, y está acostumbrado a tratar con guerreros como tú…
—Soy uryd, no sunyd.
—Eso dices siempre, y no me cabe duda de que eres más mezquino; desde luego eres más grande. Lo único que te digo es que tengas cuidado con Silgar.
Karsa se colocó sobre el tronco.
—Hay tiempo de sobra, teblor. No tiene sentido que te sueltes si después no puedes irte. No es la primera vez que estoy encadenado y te hablo por experiencia. Espera el momento, surgirá una oportunidad, si no te marchitas y mueres antes.
—O te ahogas.
—Sin duda, y sí, comprendí lo que querías decir cuando hablaste de valor. Admito haber sentido un momento de desesperación.
—¿Sabes cuánto tiempo llevas encadenado aquí?
—Bueno, había nieve en el suelo y el hielo del lago acababa de romperse.
Karsa miró poco a poco a la figura escuálida y apenas visible del otro lado.
—Torvald Nom, ni siquiera un habitante de las tierras bajas debería sufrir este destino.
La carcajada del hombre fue un estertor.
—Y tú nos llamas niños a nosotros. Los teblor aniquiláis a la gente como si fuerais verdugos, pero entre los de mi raza, la ejecución es un acto de misericordia. Para el cabrón condenado corriente, la tortura prolongada es mucho más probable. Los nathii han hecho de la imposición de sufrimiento un arte, deben de ser los inviernos tan fríos o algo así. En cualquier caso, si no fuera porque Silgar te ha reclamado, y porque los soldados malazanos están en la ciudad, los nativos ya te estarían desollando vivo, tira a tira. Después te encerrarían en una caja para dejarte sanar. Saben que tu especie es inmune a las infecciones, lo que significa que pueden hacerte sufrir mucho, mucho tiempo. Hay un montón de ciudadanos frustrados ahí fuera ahora mismo, me imagino.
Karsa empezó a tirar de la barra una vez más.
Lo interrumpieron unas voces encima de él, después unos golpes secos y pesados, los de una docena o más de recién llegados descalzos; a ese sonido se unieron entonces las cadenas que se deslizaban por el suelo del almacén.
Karsa se acomodó contra la pendiente de la trinchera contraria.
Se abrió la trampilla. Un niño delante con un farol en la mano y luego unos sunyd, desnudos salvo por unas faldas cortas y toscas, que bajaban poco a poco; tenían en los tobillos izquierdos un grillete con una cadena que los enlazaba a todos. El habitante de las tierras bajas del farol descendió por la pasarela que había entre las dos trincheras. Los sunyd, once en total, seis hombres y cinco mujeres, lo siguieron.
Llevaban las cabezas gachas, ninguno quiso encontrarse con la mirada firme y fría de Karsa.
A un gesto del niño, que se había detenido a cuatro largos pasos de la posición de Karsa, los sunyd se giraron y se deslizaron por la pendiente de su trinchera. Habían aparecido tres habitantes más de las tierras bajas y los habían seguido para sujetar los grilletes fijos a los otros tobillos de los teblor. No hubo resistencia alguna entre los sunyd.
Momentos después, los habitantes de las tierras bajas habían vuelto a la pasarela y subían las escaleras. La trampilla rechinó sobre sus goznes y se cerró con un golpe seco que reverberó e hizo volar el polvo en la oscuridad.
—Es cierto entonces. Un uryd. —La voz era un susurro.
Karsa lanzó una risita desdeñosa.
—¿Era esa la voz de un teblor? No, no puede serlo. Los teblor no se convierten en esclavos. Los teblor preferirían morir antes que arrodillarse ante un habitante de las tierras bajas.
—Un uryd… encadenado. Como lo estamos los demás.
—¿Como los sunyd? ¿Quién dejó que esos viles niños se acercaran y pusieran grilletes en sus piernas? No. Soy un prisionero, pero no hay ataduras que me vayan a contener durante mucho tiempo. A los sunyd hay que recordarles lo que significa ser teblor.
Una nueva voz habló entre los sunyd, una mujer.
—Vimos a los muertos, alineados en el suelo ante el campamento de los cazadores. Vimos las carretas, llenas con los muertos malazanos. La gente del pueblo estaba gimiendo. Sin embargo, se dice que no erais más que tres…
—Dos, no tres. Nuestro compañero, Delum Thord, estaba herido en la cabeza y su mente se había desmoronado. Corría con los perros. Si su mente hubiera estado entera y su espada de palosangre en sus manos…
Hubo un repentino murmullo entre los sunyd, la expresión «espada de palosangre» se pronunciaba en tono admirativo.
Karsa frunció el ceño.
—¿Qué es esta locura? ¿Es que los sunyd han perdido todas las viejas costumbres de los teblor?
La mujer suspiró.
—¿Perdido? Sí, hace mucho tiempo. Nuestros hijos se escapaban por la noche para vagar hacia el sur, a las tierras bajas, impacientes por tocar las malditas monedas de sus habitantes, esos trozos de metal alrededor de los que parece girar la vida misma. Los manipularon, a nuestros hijos; algunos incluso regresaron a nuestros valles como exploradores de los cazadores. Quemaron los sotos secretos de palosangre, asesinaron a nuestros caballos. Que nos traicionaran nuestros propios hijos, uryd, eso fue lo que acabó con los sunyd.
—Habríais debido perseguir a vuestros hijos —dijo Karsa—. Los corazones de vuestros guerreros eran demasiado blandos. Los parientes carnales se expulsan cuando cometen traición. Esos hijos dejaron de ser sunyd. Los mataré yo por vosotros.
—Tendrías problemas para encontrarlos, uryd. Se han dispersado, muchos han caído, otros han sido vendidos y sometidos a la servidumbre para saldar sus deudas. Y algunos han recorrido grandes distancias, hasta las grandes ciudades de Nathilog y Genabaris. Nuestra tribu ya no existe.
—Además, uryd —añadió el primer sunyd que había hablado—, estás encadenado. Ahora eres propiedad de maese Silgar, de quien ningún esclavo ha escapado jamás. No matarás a nadie, nunca más. Y como a nosotros, te obligarán a arrodillarte. Tus palabras están vacías.
Karsa se puso a horcajadas sobre el tronco una vez más. Cogió las cadenas y se envolvió con ellas las muñecas tantas veces como pudo. Después se echó hacia atrás. Con los músculos tensos, las piernas empujando el tronco y la espalda erguida. Un crujido estrepitoso, repentino, un chirrido de astillas partidas.
Karsa cayó de espaldas sobre la pendiente de arcilla y las cadenas chasquearon a su alrededor. Parpadeó para quitarse el sudor de los ojos y se quedó mirando el tronco.
La madera se había partido en toda su longitud.
Se oyó un siseo profundo al otro extremo, el crujido de unas cadenas al soltarse.
—Que el Embozado me lleve, Karsa Orlong —susurró Torvald—. No te tomas los insultos muy bien, ¿verdad?
Aunque ya no estaba sujeto al tronco, las muñecas y los tobillos de Karsa seguían encadenados a los barrotes de hierro. El guerrero se desenredó las cadenas de los antebrazos magullados y sangrantes, después cogió una de las barras. Apoyó la cadena del tobillo en el tronco y metió el extremo sin pestaña de la barra por uno de los eslabones. Después empezó a hacer girar la barra con las dos manos.
—¿Qué ha pasado? —preguntó un sunyd—. ¿Qué fue ese ruido?
—La columna del uryd se ha partido —respondió el primero que había hablado con marcado acento.
La carcajada de Torvald fue una risita fría.
—El Señor clama por ti, Ganal, me temo.
—¿Qué quieres decir, Nom?
El eslabón se partió y mandó un trozo saltando por la trinchera hasta estrellarse con un golpe seco contra el muro de tierra.
Karsa se quitó la cadena de los grilletes de los tobillos y después se puso a partir la que le sujetaba las muñecas.
Otro estallido seco y el uryd se liberó los brazos.
—¿Qué está pasando?
Un tercer crujido cuando Karsa arrancó la cadena de la barra de hierro que había estado usando, que era la no dañada, tenía la pestaña intacta, con el borde afilado y dentado. Karsa salió arrastrándose de la zanja.
—¿Dónde está ese tal Ganal? —gruñó.
Todos salvo uno de los sunyd que había tirados en la trinchera de enfrente se encogieron al oírlo.
—Yo soy Ganal —dijo el único guerrero que no se había movido—. Así que no se te partió la columna, después de todo. Bueno, guerrero, pues mátame por el escepticismo de mis palabras.
—Lo haré. —Karsa bajó sin prisas por la pasarela y levantó la barra de hierro.
—Si lo haces —dijo Torvald a toda prisa—, lo más seguro es que los otros alcen la voz en protesta.
Karsa dudó un momento.
Ganal levantó la cabeza y le sonrió.
—Si me perdonas la vida, no habrá alarma alguna, uryd. Es de noche, todavía falta una campanada o más para el amanecer. Podrás huir sin problemas…
—Y por vuestro silencio, todos seréis castigados —dijo Karsa.
—No. Estábamos todos durmiendo.
La mujer habló entonces.
—Trae a los uryd, cuantos seáis. Cuando hayáis asesinado a todos en este pueblo, entonces podréis juzgarnos a los sunyd, como será vuestro derecho.
Karsa dudó, después asintió.
—Ganal, te doy más tiempo de tu miserable vida. Pero volveré, y te recordaré.
—No me cabe duda, uryd —respondió Ganal—. Ya no.
—Karsa —dijo Torvald—, puede que sea un habitante de las tierras bajas y todo eso…
—Te dejaré libre, niño —respondió el uryd al mismo tiempo que le daba la espalda a la trinchera sunyd—. Has mostrado gran valor. —Se deslizó junto al hombre—. Estás demasiado flaco para caminar —comentó—. No puedes correr. ¿Todavía deseas que te libere?
—¿Flaco? No he perdido más de tres kilos, Karsa Orlong. Puedo correr.
—Antes parecías enfermo…
—Cuestión de empatía.
—¿Buscabas la empatía de un uryd?
Los hombros huesudos del hombre se alzaron en un encogimiento de hombros avergonzado.
—Merecía la pena intentarlo.
Karsa arrancó la cadena de un tirón.
Torvald se liberó los brazos.
—Que Beru te bendiga, muchacho.
—Guárdate para ti tus dioses de las tierras bajas.
—Por supuesto. Mis disculpas. Lo que tú digas.
Torvald subió arrastrándose por la pendiente. En la pasarela hizo una pausa.
—¿Qué hay de la trampilla, Karsa Orlong?
—¿Qué pasa con ella? —gruñó el guerrero, que subió a la madera y adelantó al habitante de las tierras bajas.
Torvald se inclinó cuando Karsa pasó junto a él, un brazo escuálido barrió el espacio con gesto elegante.
—Guíame tú, por supuesto.
Karsa se detuvo en el primer escalón y miró al niño.
—Soy un caudillo de guerra —dijo con voz profunda—. ¿Quieres que te guíe yo, habitante de las tierras bajas?
Ganal se dirigió a Torvald desde la otra trinchera.
—Cuidado con tu respuesta, daru. No hay palabras vacías entre los teblor.
—Bueno, esto no era más que una invitación. Para precederme por esas escaleras…
Karsa reanudó la subida.
Justo bajo la trampilla se detuvo a examinar los bordes. Recordó que había un cerrojo de hierro que se bajaba cuando lo pasaban, haciendo que se confundiera con las tablas circundantes. Karsa introdujo la barra de hierro, el extremo por donde se acoplaban las cadenas, en la juntura que quedaba entre el cerrojo y el suelo. Metió la barra cuanto pudo y después empezó a hacer palanca, poniendo todo el peso en incrementos graduales.
Un chasquido agudo y la trampilla dio un pequeño salto. Karsa apoyó los hombros y la levantó.
Los goznes chirriaron.
El guerrero se quedó inmóvil, esperó y después continuó, más despacio esa vez.
Cuando sacó la cabeza por la trampilla, vio el leve fulgor de un farol al otro extremo del almacén y descubrió, sentados alrededor de una pequeña mesa redonda, a tres habitantes de las tierras bajas. No eran soldados, Karsa los había visto antes en compañía del mercader de esclavos, Silgar. Se oía el estrépito apagado de unos huesos en la mesa.
Que no hubieran oído los goznes de la trampilla era, en opinión de Karsa, un acontecimiento extraordinario. Entonces sus oídos captaron un nuevo sonido, un coro de crujidos y gemidos y, fuera, el aullido del viento. Había llegado una tormenta del lago y la lluvia había empezado a salpicar la pared norte del almacén.
—Urugal —dijo Karsa por lo bajo—, te lo agradezco. Y ahora sé testigo de mis actos…
Con una mano, el guerrero sujetó la trampilla sobre él y se fue deslizando poco a poco hasta el suelo. Se apartó lo suficiente para permitir la salida, igual de silenciosa, de Torvald, y después bajó sin prisas el cerrojo hasta que se acomodó en su sitio. Con un gesto le dijo a Torvald que se quedara donde estaba, y el hombre indicó con un asentimiento ferviente que lo había comprendido. Karsa cambió con cuidado la barra de hierro de la mano izquierda a la derecha y después empezó a avanzar.
Solo uno de los tres guardias podría haberlo visto por el rabillo del ojo, pero estaba muy concentrado en los huesos que resbalaban por la mesa que tenía delante. Los otros dos le daban la espalda a la habitación.
Karsa siguió arrastrándose por el suelo hasta que estuvo a menos de tres pasos de distancia, después, sin ruido, se quedó en cuclillas.
Se abalanzó sobre los hombres y lanzó la barra en un movimiento horizontal que golpeó primero una cabeza sin casco y después una segunda. El tercer guardia se lo quedó mirando con la boca abierta. El movimiento de Karsa terminó con la mano izquierda cogiendo el extremo manchado de rojo de la barra, que después hundió de lado en la garganta del habitante de las tierras bajas. El hombre cayó hacia atrás por encima de la silla, chocó contra las puertas del almacén y se derrumbó hecho un guiñapo.
Karsa dejó la barra en la mesa, se agachó junto a una de las víctimas y empezó a quitarle el cinturón de la espada.
Torvald se acercó a él.
—La pesadilla del Embozado —murmuró—, eso es lo que eres, uryd.
—Coge tú también un arma —le ordenó Karsa al tiempo que se dirigía al siguiente cadáver.
—Claro. Bueno, ¿y hacia dónde huimos, Karsa? Esperarán que sea hacia el noroeste, por donde llegaste tú. Se dirigirán al galope a los pies del paso. Tengo amigos…
—No tengo intención de huir —gruñó el caudillo mientras se colgaba los dos cinturones de un hombro, las espadas largas envainadas parecían minúsculas apoyadas en su espalda. Después recogió la barra doblada una vez más. Se volvió y se encontró a Torvald mirándolo—. Corre con tus amigos, habitante de las tierras bajas. Esta noche los distraeré lo suficiente para que puedas escapar sin problemas. Esta noche, Bairoth Gild y Delum Thord serán vengados.
—Pues no esperes que yo acuda a vengar tu muerte, Karsa. Es una locura… Ya has hecho lo imposible. Te aconsejo que des gracias a la Señora por su empujón y te largues mientras puedas. Por si se te había olvidado, este pueblo está lleno de soldados.
—Ponte en camino ya, niño.
Torvald dudó y después levantó las manos al aire.
—Que así sea. Por mi vida, Karsa Orlong, te doy las gracias. La familia Nom pronunciará tu nombre en sus plegarias.
—Esperaré cincuenta latidos.
Sin otra palabra más, Torvald se dirigió a las puertas correderas del almacén. No habían colocado la barra principal en sus ranuras y un cerrojo más pequeño y suelto era lo único que sujetaba la puerta al marco. El daru lo abrió de un papirotazo, empujó la puerta a un lado, lo suficiente solo para sacar la cabeza y echar un rápido vistazo. Después la abrió un poco más de un empujón y se deslizó al exterior.
Karsa escuchó sus pasos, el chapoteo de los pies desnudos en el barro, alejándose a toda prisa a la izquierda. Decidió que no esperaría cincuenta latidos. Incluso con la tormenta aferrándose a la oscuridad con fuerza, no faltaba mucho para el amanecer.
El teblor abrió la puerta todavía más y salió. Una pista más estrecha que la calle principal, los edificios de madera de enfrente indistinguibles tras una cortina sesgada de fuerte lluvia. A la derecha y a veinte pasos de distancia, la luz que salía de una única y mugrienta ventana del piso superior de una casa que había junto a un callejón.
Karsa quería su espada de palosangre, pero no tenía ni idea de dónde podría estar. A falta de eso, cualquier arma teblor bastaría. Y sabía dónde podría encontrar alguna.
Karsa cerró la puerta a su espalda. Tiró a la derecha, rodeó el borde de la calle y se dirigió a la orilla del lago.
Con el viento, la lluvia le golpeaba la cara e iba lavando las costras de sangre y suciedad. Los cueros hechos jirones de su camisa aleteaban con furia mientras corría hacia el claro, donde se encontraba el campamento de cazarrecompensas.
Había habido supervivientes. Una negligencia por parte de Karsa, un descuido que corregiría en ese momento. Y además, en las chozas de aquellos niños de ojos fríos habría trofeos teblor. Armas. Armaduras.
Las chozas y cabañas de los caídos ya habían sido despojadas de todo, las puertas colgaban abiertas y había basura por todos lados. La mirada de Karsa se posó en una choza de juncos cercana, era obvio que todavía estaba ocupada. Se acercó sin ruido a ella.
El guerrero hizo caso omiso de la pequeña puerta y lanzó al hombre contra una pared. El panel de juncos cayó al interior y Karsa se precipitó adentro. Se oyó un gruñido en un catre que tenía a la izquierda, una forma vaga que se sentó de golpe. La barra de hierro cayó sobre ella. La sangre y los trozos de hueso salpicaron las paredes. La figura volvió a hundirse.
La única habitación de la choza, muy pequeña, estaba atestada de objetos sunyd, la mayor parte inútiles: amuletos, cinturones y baratijas. Pero también encontró un par de cuchillos de caza sunyd, envainados en piel de ciervo recubierta de cuentas sobre madera. Un altar bajo llamó la atención de Karsa. Un dios de las tierras bajas, representado por una pequeña estatuilla de arcilla: un jabalí levantado sobre las patas de atrás.
El teblor lo tiró al suelo de tierra y lo hizo pedazos con un único taconazo.
Regresó al exterior y se acercó a la siguiente choza habitada.
El viento aullaba procedente del lago, olas de espuma blanca que se estrellaban en la playa de guijarros. El cielo seguía negro y cubierto de nubes, la lluvia era incesante.
Había siete chozas en total y en la sexta (tras matar a los dos hombres, entrelazados en el catre bajo la piel de un oso gris) encontró una vieja espada sunyd de palosangre y una armadura casi completa que, aunque de un estilo que Karsa no había visto jamás, era obviamente de origen teblor, dado su tamaño y los sigilos grabados a fuego en las placas de madera. Fue solo al empezar a ponérsela cuando se dio cuenta de que la madera cenicienta y curtida por los elementos era palosangre, decolorada por siglos de abandono.
En la séptima cabaña encontró un tarro pequeño de aceite de sangre y se tomó un momento para quitarse la armadura y frotar la acre pomada en la madera privada de sustento. Usó lo poco que quedó para aliviar la sed de la espada.
Después besó la hoja resplandeciente y saboreó el aceite amargo.
El efecto fue instantáneo. El corazón empezó a golpearle el pecho, el fuego le atravesó los músculos, la lujuria y la rabia llenaron su mente.
Se encontró de nuevo fuera y se quedó mirando el pueblo que tenía delante a través de una calima roja. El aire estaba viciado por el hedor de los habitantes de las tierras bajas. Echó a andar, aunque ya no sentía las piernas, con la mirada clavada en la puerta adornada con tiras de bronce de una casa grande de madera.
Puerta que de repente voló al interior, Karsa estaba entrando en el vestíbulo de techos bajos que había tras el umbral. Alguien chillaba arriba.
Se encontró en el rellano, cara a cara, con un niño calvo de hombros anchos. Tras él se encogía una mujer de pelo veteado de gris y tras ella (y ya huyendo), media docena de sirvientes.
El niño calvo acababa de descolgar de la pared una espada larga todavía metida en su vaina tachonada de joyas. Le resplandecían los ojos de puro terror, la expresión de incredulidad se le quedó helada en los rasgos cuando la cabeza saltó rebotando de los hombros.
Y después Karsa se encontró en la última habitación del piso superior, agachado para evitar el techo, cuando pasó por encima del último de los sirvientes, la casa silenciosa tras él. Ante este, escondida detrás de una cama con dosel, una joven habitante de las tierras bajas.
El teblor dejó caer la espada. Un momento después la sujetaba delante de él, la mujer intentaba patearle las rodillas. Karsa le sujetó la nuca con la mano derecha y le enterró la cara en el peto manchado de aceite de su armadura.
La mujer se debatió, de repente echó la cabeza hacia atrás y en sus ojos se dibujó una expresión salvaje.
Karsa se echó a reír y la arrojó sobre la cama.
Unos sonidos animales surgían de la boca de la mujer, sus manos de dedos largos intentaban golpearlo cuando se movió sobre ella.
La mujer lo arañaba, arqueaba la espalda con una necesidad desesperada.
Estaba inconsciente antes de que él hubiera terminado con ella y cuando se apartó, había sangre entre los dos. Karsa sabía que la mujer viviría. El aceite de sangre era impaciente con los desgarros.
Se encontró fuera, bajo la lluvia, una vez más, con la espada en las manos. Las nubes comenzaban a iluminarse por el este.
Karsa se dirigió a la siguiente casa.
La conciencia se alejó de él entonces, durante un rato, y cuando la recuperó se encontró en un ático con una ventana al otro extremo por la que entraba la luz brillante del sol. Estaba a gatas, bañado en sangre, y a un lado yacía el cuerpo de un niño, gordo y con unas túnicas rasgadas, los ojos mirando sin ver.
Lo invadieron unos estremecimientos, respiraba con jadeos ásperos que resonaban con tono apagado en el ático cerrado y polvoriento. Oyó gritos fuera y gateó hasta la ventana redonda de gruesos cristales que había al otro extremo.
Debajo tenía la calle principal y se dio cuenta de que estaba cerca de la puerta occidental del pueblo. Unas figuras distorsionadas por el cristal y a lomos de unos caballos inquietos comenzaban a reunirse: soldados malazanos. Mientras miraba y para su gran asombro, los jinetes partieron de repente rumbo a la puerta de las murallas. El tronar de los cascos de los caballos se desvaneció a toda prisa cuando el grupo puso rumbo al oeste.
El guerrero se echó hacia atrás poco a poco. No se oía nada justo debajo de él y supo que no quedaba nadie vivo en la casa. Sabía también que había pasado por al menos una docena de casas parecidas, a veces por la puerta principal, pero con más frecuencia por puertas laterales y traseras escondidas. Y que esos lugares estaban en esos momentos tan silenciosos como la casa en la que se encontraba en ese instante.
Han descubierto la huida. Pero ¿qué hay de los cazarrecompensas? ¿Qué hay de la gente del pueblo que todavía tiene que salir a la calle aunque ya haya transcurrido medio día? ¿A cuántos he matado en realidad?
Abajo se oyeron unas pisadas suaves, cinco, seis juegos, que se dispersaban por la habitación que tenía debajo. Karsa, con los sentidos todavía agudizados por encima de lo normal por el aceite de sangre, olisqueó el aire, pero su aroma todavía tenía que llegar a él. Pero lo sabía de todos modos, eran cazadores, no soldados. Respiró hondo y contuvo el aliento por un momento, después asintió para sí. Sí, los guerreros del mercader de esclavos. Se consideran más listos que los malazanos y todavía me quieren para su amo.
Karsa no se movió, cualquier cambio de postura se oiría, bien lo sabía. Giró la cabeza poco a poco y miró la trampilla del ático. Estaba cerrada, él no recordaba haberlo hecho, así que seguramente había sido el propio peso de la trampilla lo que la había cerrado. ¿Pero cuánto tiempo había pasado? Posó los ojos de repente en el cuerpo del niño. La sangre que brotaba de las heridas abiertas era espesa y lenta. Entonces había pasado algún tiempo.
Oyó hablar a alguien y le costó un momento darse cuenta de que podía entender el idioma.
—Una campanada, señor, quizá más.
—Entonces —preguntó otro—, ¿dónde está el mercader Balantis? Aquí están su mujer, sus dos hijos… cuatro sirvientes, ¿tenía alguno más?
Hubo más movimiento.
—Comprobad los desvanes…
—¿Dónde dormían los sirvientes? Dudo que el gordo y viejo Balantis pudiera haber trepado por esa escalera.
—¡Aquí! —exclamó otra voz desde el interior—. ¡Las escaleras del ático están bajadas!
—De acuerdo, así que el terror del mercader le dio alas. Sube y confirma los lúgubres detalles, Astabb, y hazlo rápido. Tenemos que comprobar la siguiente casa.
—Por el aliento del Embozado, Borrug, estuve a punto de echar el desayuno en el último sitio. Por aquí está todo tranquilo, ¿no podemos dejarlo así? Quién sabe, el muy cabrón podría estar haciendo pedazos a la siguiente familia ahora mismo.
Se hizo el silencio, y después:
—De acuerdo, vamos. Esta vez creo que Silgar se equivoca por completo. El camino de muerte de ese uryd va directamente hacia la puerta del oeste, yo apostaría la columna de un año a que ahora mismo se está dirigiendo al paso T’lan.
—Entonces los malazanos acabarán con él.
—Sí, seguro. Vamos.
Karsa se quedó escuchando cuando los cazadores se reunieron en la puerta principal y después volvieron a salir. El teblor permaneció inmóvil otra docena de latidos. Los hombres de Silgar no encontrarían más masacres en esa calle, al oeste, como pensaban. Eso solo los haría regresar. Cruzó sin ruido el espacio que lo separaba de la trampilla, la levantó y bajó por los escalones de madera manchados de sangre. Había cadáveres tirados por todo el pasillo, el aire viciado con el hedor de la muerte.
Se dirigió a toda prisa a la puerta trasera. El patio exterior era cieno removido y charcos, un montón de losas a un lado que esperaban la llegada de los trabajadores. Más allá había un muro de piedra bajo, recién construido, con un arco en el centro. El cielo estaba cubierto de nubes que un viento rápido empujaba. Las sombras y los trozos de luz se repartían por toda la escena. No había nadie a la vista.
Karsa cruzó el patio a la carrera. Se agachó en el arco. Enfrente de él corría una pista estrecha llena de surcos, paralela a la calle principal y tras ella, una fila de montones irregulares de broza recortada entre altas hierbas amarillas. Las paredes traseras de unas casas se alzaban tras los montones.
Estaba en el lado occidental del pueblo y allí había cazadores. De lo que se deducía, por tanto, que estaría más seguro en la parte oriental. Al mismo tiempo, los soldados malazanos parecían estar acuartelados allí… aunque él había visto al menos a treinta de ellos salir por la puerta del oeste. Lo que dejaba ¿a cuántos?
Karsa había declarado enemigos a los malazanos.
El guerrero se deslizó por la pista y se dirigió al este. Agazapado, corrió a toda velocidad mientras sus ojos examinaban el terreno que tenía por delante en busca de refugio, esperando en cualquier momento el grito que anunciaría que lo habían descubierto.
Se metió entre las sombras de una gran casa que se inclinaba un poco sobre el callejón. En cinco zancadas más, llegaría a la calle ancha que llevaba a la orilla del lago. Cruzarla sin que nadie lo viera seguramente resultaría todo un desafío. Los cazadores de Silgar continuaban en el pueblo, así como un número desconocido de malazanos. ¿Suficientes para causarle problemas? No había forma de saberlo.
Cinco cautas zancadas y se encontró al borde de la calle. Había una pequeña multitud al otro extremo, junto al lago. Estaban sacando unos cuerpos envueltos de una casa, mientras dos hombres luchaban con una mujer joven y desnuda, toda manchada de sangre. La mujer siseaba e intentaba arrancarles los ojos. Karsa tardó un momento en recordarla. El aceite de sangre todavía ardía en su interior y la multitud se había apartado con gestos de alarma; la atención de todos y cada uno estaba concentrada en la forma femenina que se debatía.
Un vistazo a la derecha. Nadie.
Karsa salió disparado por la calle. No estaba más que a una zancada del callejón de enfrente cuando oyó un grito ronco y después un coro de exclamaciones. El guerrero resbaló por el barro empapado, levantó la espada y posó la mirada de repente en la lejana multitud.
Y vio solo sus espaldas, huían como ciervos aterrados y dejaban los cadáveres envueltos tirados a su paso. La joven, liberada de repente, cayó en el barro chillando, estiró de golpe una mano para aferrarse al tobillo de uno de sus captores. El hombre la arrastró por el barro un cuerpo entero antes de que consiguiera obstruirle el paso y cayera despatarrado. Después se subió encima de él con un gruñido.
Karsa se metió sin ruido en el callejón.
Una campana empezó a tañer con frenesí.
El guerrero continuó hacia el este, paralelo a la calle principal. El otro extremo, a unos treinta pasos o más, parecía dar a un edificio largo de paredes de piedra y un solo nivel, las ventanas visibles lucían unas contraventanas pesadas. Cuando corrió hacia allí, Karsa vio a tres soldados malazanos que cruzaban a toda velocidad su campo de visión, todos con cascos y las viseras bajadas, y ninguno giró la cabeza.
Karsa fue frenando al acercarse al extremo del callejón. Podía ver algo más del edificio que tenía delante. Parecía por alguna razón diferente de los otros del pueblo, tenía un estilo más severo, pragmático, un estilo que el teblor podía admirar.
Se detuvo a la entrada del callejón. Una mirada a la derecha reveló que el edificio que tenía delante daba a la calle principal, tras la cual había un claro que encajaba con el de la puerta oeste. El borde de la muralla del pueblo era visible justo detrás. A la izquierda del guerrero, y algo más cerca, el edificio terminaba en un corral de madera flanqueado por establos y otras dependencias. Karsa volvió a mirar a la derecha y se asomó un poco más todavía.
No se veía por ninguna parte a los tres soldados malazanos.
La campana seguía sonando a su espalda, sin embargo, el pueblo parecía extrañamente desierto.
Karsa echó una carrera hacia el corral. Llegó sin que sonara ninguna alarma, pasó por encima de la verja y se dirigió por la pared del edificio hacia la puerta.
La habían dejado abierta. La antecámara del interior albergaba ganchos, rejillas y estantes para armas, pero se las habían llevado todas. El aire polvoriento y cerrado guardaba el recuerdo del miedo. Karsa entró despacio. Enfrente había otra puerta, esa cerrada.
Una única patada la mandó al suelo.
Tras ella, una gran habitación con una fila de catres a ambos lados. Vacíos.
Los ecos de la puerta destrozada se fueron desvaneciendo y Karsa agachó la cabeza, se metió por el vano de la puerta y se irguió, miró a su alrededor y olisqueó el aire. El aposento hedía a tensión. Sintió algo parecido a una presencia que todavía estaba allí, pero que de algún modo se las arreglaba para permanecer invisible. El guerrero avanzó un paso con cautela. Escuchó por si se oía respirar a alguien, no oyó nada y dio otro paso.
La soga cayó del techo, le pasó por la cabeza y los hombros. Después un grito salvaje y la cuerda se cerró alrededor de su cuello.
Cuando Karsa levantó la espada para atravesar la cuerda de cáñamo, cuatro figuras descendieron tras él, la cuerda dio un tirón salvaje y levantó al teblor del suelo.
Se oyó un crujido repentino arriba, seguido por una maldición banal, y después la viga se partió y la cuerda se aflojó, aunque el nudo corredizo permaneció tenso alrededor de la garganta de Karsa. Incapaz de coger aire, el guerrero giró en redondo, la espada barrió el aire en un tajo horizontal… que atravesó solo espacio vacío. Los soldados malazanos, según vio, ya se habían dejado caer al suelo y se apartaban rodando.
Karsa se quitó la cuerda del cuello y después avanzó sobre el soldado más cercano que intentaba levantarse.
Una hechicería lo golpeó por detrás, una oleada frenética que envolvió al teblor, que se tambaleó y se desprendió de ella con un rugido.
Balanceó la espada. El malazano que tenía delante dio un salto atrás, pero la punta de la espada lo alcanzó en la rodilla derecha y destrozó el hueso. El hombre lanzó un chillido al caer.
Una red de fuego descendió sobre Karsa, una telaraña de dolor de un peso imposible que lo hizo caer de rodillas. Intentó acuchillarla, pero las hebras intermitentes entorpecieron el avance de su arma. La red comenzó a constreñirle como si tuviera vida propia.
El guerrero se debatió en el interior de aquella red, cada vez más apretada, y en unos momentos quedó indefenso.
Los gritos del soldado herido continuaron hasta que una voz dura lanzó una orden con tono profundo y una luz inquietante destelló en la habitación. Los chillidos se detuvieron de golpe.
Varias figuras rodearon a Karsa y una se agachó junto a su cabeza. Una cara de piel oscura y llena de cicatrices bajo un cráneo calvo y apuntalado con tatuajes. La sonrisa del hombre era una fila de oro brillante.
—Entiendes nathii, supongo. Me alegro. Acabas de hacer que la pierna mala de Cojo se ponga todavía peor, cosa que no le va a hacer mucha gracia. Con todo, que nos cayeras en los brazos seguro que compensa más que de sobra el arresto domiciliario al que nos tienen sometidos en estos momentos…
—Matémosle, sargento…
—Ya está bien, Casco. Campana, ve a buscar al mercader de esclavos. Dile que tenemos su trofeo. Se lo entregaremos, pero no gratis. Ah, y que no te oigan, no quiero al pueblo entero ahí fuera con antorchas y horcas. —El sargento levantó la cabeza cuando llegó otro soldado—. Buen trabajo, Ebron.
—Casi me meo en los puñeteros pantalones, Cordón —contestó el hombre llamado Ebron—, cuando deshizo sin más lo peor que pude lanzarle.
—Eso para que veas, ¿no? —murmuró Casco.
—¿Para que vea qué? —preguntó Ebron.
—Bueno, solo que el cerebro le gana siempre a lo peor, eso es todo.
El sargento Cordón lanzó un gruñido antes de volver a hablar.
—Ebron, a ver qué puedes hacer por Cojo antes de que recupere el sentido y empiece a chillar otra vez.
—De acuerdo. Para ser un enano, menudos pulmones tiene, no fastidies.
Cordón bajó el brazo y deslizó con cuidado la mano entre las hebras ardiendo para dar unos golpecitos a la espada de palosangre.
—Así que aquí tenemos una de esas famosas espadas de madera. Tan dura que rompe el acero de Aren.
—Mira ese filo —dijo Casco—. Es esa resina que usan lo que hace el filo…
—Y endurece la propia madera, sí. Ebron, esta telaraña tuya, ¿le duele?
La respuesta del hechicero llegó desde más allá del campo de visión de Karsa.
—Si fueras tú el que estuviera ahí dentro, Cordón, estarías aullando hasta hacer morir de vergüenza a los propios mastines. Durante un momento o dos; después estarías muerto y chisporroteando como grasa en una cocina.
Cordón frunció el ceño y miró a Karsa, después sacudió la cabeza poco a poco.
—Pues este ni siquiera está temblando. El Embozado sabrá lo que podríamos hacer con cinco mil de estos cabrones en nuestras filas.
—Quizá hasta consiguiéramos limpiar de una vez el bosque de Mott, ¿eh, sargento?
—Pues igual. —Cordón se levantó y se apartó—. ¿Y por qué tarda tanto Campana?
—Pues porque no podrá encontrar a nadie —respondió Casco—. Jamás he visto a un pueblo entero salir disparado así.
Resonaron unas botas en la antecámara y Karsa escuchó la entrada de, al menos, media docena de recién llegados.
—Gracias, sargento, por recuperar mi propiedad… —dijo una voz suave.
—Ya no es su propiedad —respondió Cordón—. Ahora es un prisionero del Imperio de Malaz. Mató a soldados malazanos, por no hablar de los daños a una propiedad imperial al derribar de una patada esa puerta de ahí.
—No hablará en serio.
—Yo siempre hablo en serio, Silgar —dijo Cordón arrastrando las palabras y sin alzar la voz—. Me imagino lo que tiene en mente para este gigante. Castración, cortarle la lengua, dejarlo cojo. Le pondrá una correa y lo paseará por todos los pueblos del sur para reclutar sustitutos para sus cazarrecompensas. Pero la posición del puño con respecto a sus actividades y esclavos es bien conocida. Ahora esto es territorio ocupado, forma parte del Imperio de Malaz, le guste o no, y nosotros no estamos en guerra con estos supuestos teblor. Oh, lo admito, no nos hace gracia que unos renegados bajen aquí y ataquen y maten a súbditos imperiales y demás. Que es por lo que este cabrón está ahora mismo arrestado, y lo más probable es que lo sentencien al castigo habitual: las minas de otataralita de mi querida tierra natal. —Cordón fue a acomodarse junto a Karsa una vez más—. Lo que significa que nos veremos mucho, ya que nuestro destacamento vuelve a casa. Hay rumores de rebelión y tal, aunque dudo que al final sea para tanto.
El mercader de esclavos habló tras él.
—Sargento, el dominio que tienen los malazanos sobre sus conquistas de este continente es bastante precario en este momento, ahora que su ejército principal está empantanado ante las murallas de Pale. ¿De veras desea tener un incidente aquí? Burlarse de un modo tan flagrante de nuestras costumbres locales…
—¿Costumbres? —Sin dejar de mirar a Karsa, Cordón hizo una mueca y enseñó los dientes—. La costumbre nathii ha sido correr a esconderse cuando los teblor atacan. Su calculada y deliberada corrupción de los sunyd es única en el mundo, Silgar. La destrucción de esa tribu fue una aventura empresarial por su parte. Y un puñetero éxito, además. La única burla que hay aquí es la suya, se burla usted de la ley malazana. —Levantó la cabeza y se ensanchó su sonrisa—. En el nombre del Embozado, ¿qué cree que está haciendo aquí nuestra compañía, maldito trozo de mierda perfumado?
En un momento la tensión llenó el aire y las manos se posaron en las empuñaduras de las espadas.
—No se precipite, se lo aconsejo —dijo Ebron desde un lado—. Sé que es sacerdote de Mael, Silgar, y que está justo al borde de su senda ahora mismo, pero pienso convertirlo en un charco lleno de bultos si mueve un solo dedo para entrar en ella.
—Haga que se retiren sus matones —dijo Cordón— o este teblor tendrá compañía de camino a las minas.
—No se atrevería.
—¿Ah, no?
—Su capitán se pondría…
—No, no se pondría.
—Ya veo. Muy bien; Damisk, llévate a los hombres fuera por un momento.
Karsa oyó unos pasos que salían.
—Muy bien, sargento —continuó Silgar después de un momento—, ¿cuánto?
—Bueno, admito que me estaba planteando algún tipo de intercambio, pero entonces las campanas del pueblo se detuvieron. Lo que me indica que se le ha acabado el tiempo. Vaya. El capitán ha vuelto; mire, el ruido de caballos que se acercan a toda velocidad. Lo que significa que ya es oficial, Silgar. Claro que quizá he estado embaucándolo todo el tiempo hasta que al fin le ha dado por ofrecerme un soborno. Cosa que, como sabe, es un delito.
La tropa malazana había llegado al corral, como pudo oír Karsa. Unos cuantos gritos, el estampido de unos cascos en el suelo, un breve intercambio de palabras con Damisk y los demás guardias que había fuera, y después unas botas pesadas en los tablones.
Cordón se volvió.
—Capitán…
Una voz profunda lo interrumpió.
—Creí que los había dejado bajo arresto domiciliario; Ebron, no recuerdo haberle dado permiso para volver a armar a estos gamberros borrachos… —Después, el capitán empezó a perder el hilo.
Karsa notó una sonrisa en la cara de Cordón cuando habló.
—El teblor intentó asaltar nuestras posiciones, señor…
—Cosa que sin duda los despejó al instante.
—Desde luego, señor. En consecuencia, aquí nuestro inteligente hechicero decidió devolvernos las armas para que pudiéramos efectuar la captura de este salvaje de tamaño desmedido. Y bueno, capitán, el tema desde entonces se ha complicado un poco más.
El siguiente en hablar fue Silgar.
—Capitán Tierno, vine aquí para solicitar que me devuelvan a mi esclavo y me encontré con una hostilidad patente y las amenazas de aquí el pelotón. Confío en que tan pobre ejemplo no sea indicativo de la sima en la que ha caído todo el ejército malazano…
—Desde luego que no, maese —respondió el capitán Tierno.
—Excelente. Y ahora, si pudiéramos…
—Intentó sobornarme, señor —dijo Cordón con tono inquieto y angustiado.
Se produjo un silencio y después habló el capitán.
—¿Ebron? ¿Es eso verdad?
—Me temo que sí, capitán.
Se oyó una satisfacción fría en la voz de Tierno cuando contestó.
—Qué inoportuno. El soborno es un delito, después de todo…
—Eso mismo estaba diciendo yo, señor —apuntó Cordón.
—¡Se me invitó a hacer una oferta! —siseó Silgar.
—No, de eso nada —respondió Ebron.
—Teniente Poros —dijo el capitán Tierno—, arreste al mercader de esclavos y a sus cazadores. Destaque dos pelotones para que supervisen su encarcelamiento en los calabozos del pueblo. Póngalos en otra celda, separados de ese líder bandido que capturamos al volver, es probable que el infame Nudillos tenga unos cuantos amigos por aquí. Además de esos que ahorcamos junto al camino al este de aquí, claro. Ah, y traiga a un sanador para Cojo, Ebron parece haber provocado algún tipo de desastre en sus esfuerzos por ayudar al desventurado.
—Bueno —soltó Ebron de repente—, yo no soy Denul, ¿sabe?
—Cuidado con ese tono, mago —le advirtió el capitán con calma.
—Perdón, señor.
—Admito sentir cierta curiosidad, Ebron —continuó Tierno—. ¿Cuál es la naturaleza del hechizo que le ha lanzado al guerrero?
—Oh, un modo de dar forma a Ruse…
—Sí, sé cuál es su senda, Ebron.
—Sí, señor. Bueno, se utiliza para atrapar y aturdir dhenrabis en los mares…
—¿Dhenrabis? ¿Esos gusanos marinos gigantes?
—Sí, señor.
—Bueno, y en el nombre del Embozado, ¿por qué no está muerto este teblor?
—Buena pregunta, capitán. Es un tipo duro, el tío este, vaya que sí.
—Que Beru nos proteja a todos.
—Sí, señor.
—Sargento Cordón.
—¿Señor?
—He decidido retirar los cargos que hay contra usted y su pelotón por ebriedad. El dolor por los compañeros perdidos. Una reacción comprensible, dadas las circunstancias. Por esta vez. La próxima taberna con la que se tropiecen, sin embargo, no se la tomarán como una invitación para permitirse un comportamiento licencioso. ¿Me he expresado con claridad?
—Meridiana, señor.
—Bien. Ebron, informe a los pelotones que dejamos este pintoresco pueblo. En cuanto sea posible. Sargento Cordón, su pelotón se ocupará de cargar las provisiones. Eso es todo, soldados.
—¿Y qué hay de este guerrero? —preguntó Ebron.
—¿Cuánto durará esa red de hechicería?
—Todo el tiempo que guste, señor. Pero el dolor…
—Parece estar soportándolo bien. Déjelo como está, y entretanto, piense en un modo de cargarlo en una carreta.
—Sí, señor. Necesitaremos unas varas largas…
—Lo que sea —murmuró el capitán Tierno mientras se alejaba a grandes zancadas.
Karsa notó que el hechicero se lo había quedado mirando. El dolor ya hacía rato que se había desvanecido, dijera lo que dijera Ebron; de hecho, la tensión y el aflojamiento lento y firme de los músculos del teblor habían empezado a mitigarse.
Ya no falta mucho…