Capítulo 1

Los hijos de una casa oscura escogen senderos en sombras.

Dicho popular nathii

El perro había destrozado a una mujer, un anciano y un niño antes de que los guerreros lo empujaran a un horno abandonado al borde de la aldea. La bestia jamás había mostrado hasta entonces vacilación alguna en su lealtad. Había protegido las tierras uryd con un celo fiero, uno solo con sus parientes en sus duras, pero justas, obligaciones. No tenía heridas en el cuerpo que pudieran haberse enconado y permitido así que el espíritu de la locura entrara en sus venas. Ni estaba el perro poseído por la enfermedad que hacía espuma. Nadie había desafiado su posición en la manada de la aldea. De hecho, no había nada, nada en absoluto, que diera motivos para aquel repentino giro.

Los guerreros utilizaron lanzas para sujetar al animal contra el muro redondo posterior del horno de arcilla y apuñalar a la bestia, que mordía y chillaba sin descanso, hasta que estuvo muerta. Cuando sacaron las lanzas, vieron los astiles mordidos y resbaladizos de saliva y sangre; vieron el hierro lleno de muescas y marcas.

La locura, bien sabían, podía permanecer escondida, enterrada muy lejos de la superficie, un sabor sutil que convertía la sangre en algo amargo. Los chamanes examinaron a las tres víctimas, dos ya habían muerto de sus heridas, pero el niño seguía aferrándose a la vida.

En solemne procesión lo llevó su padre a las Caras en la Roca, lo posó en el claro ante los siete dioses de los teblor y lo dejó allí.

El niño murió poco después. Solo en su dolor ante los duros rostros tallados en la cara del acantilado.

No era un destino inesperado. El niño, después de todo, era demasiado pequeño para rezar.

Todo esto, por supuesto, ocurrió siglos ha.

Mucho antes de que los siete dioses abrieran los ojos.

Año de Urugal el Entretejido

1159 del Sueño de Ascua

Eran relatos gloriosos. Granjas en llamas, niños arrastrados por caballos durante leguas enteras. Los trofeos de ese día, acaecido tanto tiempo atrás, atestaban las paredes bajas de la larga casa de su abuelo. Cráneos llenos de marcas, mandíbulas de aspecto frágil. Fragmentos extraños de ropa hecha de un material desconocido, ennegrecida por el humo y hecha jirones. Orejas pequeñas clavadas a cada poste de madera que se alzaba hasta el tejado de paja.

Pruebas de que Lago de Plata era real, que existía de verdad más allá de las montañas cubiertas de bosques, bajando por pasos ocultos, a una semana (quizá dos) de las tierras del clan Uryd. El camino era peligroso, pasaba por territorios propiedad de los clanes Sunyd y Rathyd, un viaje que constituía un relato de proporciones legendarias. Había que moverse en silencio e invisiblemente a través de los campamentos enemigos, cambiar las piedras de las hogueras para que la injuria fuera más grave, eludir a los cazadores y rastreadores, noche y día, hasta que se alcanzaban las fronteras y luego se cruzaban. Desconocido el panorama que quedaba por delante, sus riquezas ni siquiera soñadas todavía.

Karsa Orlong vivía y respiraba los relatos de su abuelo. Se alzaban como una legión, desafiantes y fieros, ante el legado pálido y vacío de Synyg (hijo de Pahlk y padre de Karsa). Synyg, que no había hecho nada en su vida, que cuidaba caballos en su valle y ni una sola vez se había aventurado por tierras hostiles. Synyg, que era al mismo tiempo la mayor vergüenza tanto de su padre como de su hijo.

Cierto, Synyg había defendido más de una vez a su manada de caballos de asaltantes de otros clanes, y la había defendido bien, con ferocidad, honor y una habilidad admirable. Pero eso solo era lo que se esperaba de alguien por cuyas venas corría sangre uryd. Urugal el Entretejido era la Cara en la Roca del clan y Urugal se contaba entre los más fieros de los siete dioses. Los otros clanes tenían buenas razones para temer a los uryd.

Y Synyg tampoco había mostrado ser menos que magistral a la hora de adiestrar a su hijo en las danzas de guerra. La habilidad de Karsa con la hoja de palosangre era muy superior a lo esperable para sus años. Se le contaba entre los mejores guerreros del clan. Si bien los uryd desdeñaban el uso del arco, sobresalían con la lanza y el átlatl, con el disco dentado y el cabo alquitranado, y Synyg también le había enseñado a su hijo una eficiencia impresionante con esas armas.

No obstante, tal adiestramiento solo era de esperar en cualquier padre del clan Uryd. Karsa no encontraba razón alguna para enorgullecerse de eso. Las danzas de guerra no eran más que una preparación, después de todo. La gloria se hallaba en lo que venía a continuación, en los concursos, las incursiones, la perpetuación cruel de los feudos.

Karsa no haría lo que había hecho su padre. No haría… nada. No, él seguiría el camino de su abuelo. Un camino más parecido de lo que nadie podría imaginarse. Buena parte, demasiada, de la reputación del clan vivía solo en el pasado. Los uryd se habían dormido en los laureles de su posición de preeminencia entre los teblor.

Pahlk había murmurado la verdad más de una vez, las noches en las que los huesos le dolían por las antiguas heridas y la vergüenza que era su hijo ardía con más fuerza.

Un regreso a los antiguos modos. Y yo, Karsa Orlong, me pondré en cabeza. Delum Thord está conmigo. Al igual que Bairoth Gild. Todos en nuestro primer año de las cicatrices. Hemos relatado éxitos. Hemos asesinado enemigos. Robado caballos. Cambiado las piedras de las hogueras de los kellyd y los buryd.

Y ahora, con la luna nueva y en el año de tu nombre, Urugal, tejeremos nuestro camino hasta Lago de Plata. Para asesinar a los niños que moran allí.

Permaneció de rodillas en el claro, con la cabeza inclinada bajo las Caras en la Roca, sabiendo que el rostro de Urugal, en lo alto de la cara del acantilado, reflejaba su propio deseo salvaje y que los otros dioses, todos con sus propios clanes, salvo 'Siballe, que era la No Hallada, miraban furiosos a Karsa, con odio y envidia. Ninguno de sus hijos se arrodillaba ante ellos, después de todo, para pronunciar votos tan atrevidos.

La complacencia era una plaga en todos los clanes teblor, sospechaba Karsa. El mundo que había tras las montañas no se atrevía a traspasar sus límites, ni lo había intentado en décadas enteras. No había visitantes que se aventuraran en las tierras de los teblor. Ni tampoco los propios teblor habían mirado más allá de las fronteras con un ansia oscura, como habían hecho con frecuencia generaciones atrás. El último hombre que había encabezado una incursión a territorios foráneos había sido su abuelo. A las orillas de Lago de Plata, donde las granjas crecían como champiñones podridos y los niños corrían como ratones. Por aquel entonces había dos granjas, media docena de cobertizos. Tras tanto tiempo, Karsa creía que habría más. Tres, incluso cuatro granjas. Hasta el día de matanza de Pahlk palidecería ante lo que harían Karsa, Delum y Bairoth.

A eso me comprometo, amado Urugal. Y vendré a ofrecerte un festín de trofeos cuyo igual jamás ha ensombrecido el suelo de este claro. Suficiente, quizá, para liberarte de la propia piedra, para que una vez más camines entre nosotros y repartas la muerte entre todos nuestros enemigos.

Yo, Karsa Orlong, nieto de Pahlk Orlong, te lo juro. Y si dudases, Urugal, has de saber que partimos esta misma noche. El viaje comienza con el descenso de este mismo sol. Y, al igual que el sol de cada día da origen al sol del día siguiente, así contemplará a los tres guerreros del clan Uryd que guiarán a sus destreros por los pasos y descenderán sobre tierras desconocidas. Y Lago de Plata, después de más de cuatro siglos, temblará una vez más ante la llegada de los teblor.

Karsa levantó poco a poco la cabeza y recorrió con los ojos la maltratada cara del acantilado hasta que encontró el rostro duro y bestial de Urugal, allí, entre los suyos. El semblante lleno de marcas parecía clavado en él y Karsa creyó ver un placer ávido en aquellos estanques oscuros. De hecho, estaba convencido y se lo describiría como cierto a Delum y Bairoth, y a Dayliss, para que ella pronunciara su bendición, pues Karsa deseaba tanto su bendición, sus palabras frías… «Yo, Dayliss, que todavía he de hallar un apellido, te bendigo, Karsa Orlong, en tu funesta incursión. Que asesines a una legión de niños. Que sus gritos alimenten tus sueños. Que su sangre te dé sed de más. Que las llamas acosen el sendero de tu vida. Que regreses a mí, con mil muertes sobre tu alma, y me tomes como esposa.»

Quizá lo bendijera así de verdad. Una primera pero innegable expresión del interés que sentía por él. No por Bairoth (Dayliss no hacía más que jugar con Bairoth como podría hacerlo cualquier joven no casada, para divertirse). El Cuchillo de la Noche de la joven permanecía envainado, por supuesto, pues Bairoth carecía de ambición fría, un defecto que él quizá negase, pero la verdad era obvia, Bairoth nunca guiaba, solo seguía, y Dayliss no se conformaría con eso.

No, Dayliss sería suya, de Karsa, a su regreso, la culminación del triunfo que era la incursión contra Lago de Plata. Para él, y solo para él, Dayliss desenfundaría su Cuchillo de la Noche.

«Que asesines a una legión de niños. Que las llamas acosen el sendero de tu vida.»

Karsa se irguió. No había viento que agitara las hojas de los abedules que rodeaban el claro. El aire era pesado, un aire de tierras bajas que había trepado y se había abierto camino por las montañas, tras el rastro de la marcha del sol, y al desvanecerse la luz se había quedado atrapado en el claro, ante las Caras en la Roca. Como un aliento de los dioses que pronto se filtraría por el suelo medio podrido.

A Karsa no le cabía ninguna duda de que Urugal estaba presente, tan cerca tras la piel de piedra de su cara como siempre. Atraído por el poder del juramento de Karsa, por la promesa de un regreso a la gloria. También rondaban allí los otros dioses. Beroke Voz Suave, Kahlb el Cazador Silencioso, Thenik el Quebrado, Halad el Portador de Ruina, Imroth el Cruel y 'Siballe la No Hallada, todos despiertos una vez más y ansiosos de sangre.

Y yo no he hecho más que ponerme en camino. Recién llegado a mi octogésimo año de vida, al fin un guerrero de verdad. He oído las palabras más antiguas, los susurros, del Único, que unirá a los teblor, que ligará a todos y cada uno de los clanes y los llevará a las tierras bajas, y así comenzará la Guerra de los Pueblos. Estos susurros, son la voz de la promesa, y esa voz es mía.

Unos pájaros ocultos anunciaron la llegada del atardecer. Era hora de irse. Delum y Bairoth lo aguardaban en la aldea. Y Dayliss, silenciosa pero aferrándose a las palabras que le diría a él.

Bairoth se pondrá furioso.

La bolsa de aire cálido del claro tardó en desaparecer tras la partida de Karsa Orlong. El suelo blando y pantanoso tardó en borrar la huella de sus rodillas, de sus pies envueltos en mocasines, el fulgor profundizado del sol continuó pintando los rasgos duros de los dioses aunque las sombras comenzaran a llenar el claro en sí.

Siete figuras se alzaron del suelo, con la piel arrugada y manchada de marrón oscuro sobre unos músculos marchitos y unos huesos pesados, el cabello rojo como el ocre y chorreando un agua negra y estancada. A algunos les faltaban miembros, otros se apoyaban en piernas partidas, hechas pedazos o mutiladas. A uno le faltaba la mandíbula inferior, mientras que el pómulo y la frente de otro estaban aplastados y ocupaban el espacio de la cuenca del ojo. Cada uno de los siete roto de algún modo. Imperfectos. Defectuosos.

Tras el muro de roca, en algún lugar, había una cueva sellada que había sido su tumba durante siglos, un encarcelamiento que resultó ser breve. Nadie había esperado su resurrección. Demasiado destrozados para permanecer con los suyos, los habían dejado atrás, como era costumbre entre los de su raza. La condena por el fracaso era el abandono, una eternidad de inmovilidad. Cuando el fracaso era con honor, sus restos sensibles se colocaban bajo el cielo, abiertos a los paisajes y el mundo exterior, para que encontraran paz en la contemplación del paso de los eones. Pero para aquellos siete el fracaso no había sido con honor. Así pues, la oscuridad de una tumba había sido su condena. No habían sentido amargura al saberlo.

Ese regalo oscuro llegó después, no de su prisión sin luz, sino del exterior, y con él, la oportunidad.

Lo único que hacía falta era el incumplimiento de un voto y jurar lealtad a otro. La recompensa: renacimiento y libertad.

Los suyos habían marcado su lugar de enterramiento con caras talladas, cada una con un retrato que se burlaba de las vistas con ojos ciegos y vacíos. Habían pronunciado sus nombres para cerrar el ritual de vinculación, nombres que persistían en aquel lugar con poder suficiente como para retorcer las mentes de los chamanes del pueblo que había encontrado refugio en esas montañas y en la meseta que ostentaba el antiguo nombre de Laederon.

Los Siete guardaban silencio y permanecían inmóviles en el claro bajo el atardecer que iba cayendo. Seis esperaban a que uno hablara, pero ese uno no tenía prisa. La libertad era un júbilo puro y, aunque limitada como estaba a ese claro, la emoción subsistía todavía. Ya no faltaba mucho para que esa libertad se librara de las últimas cadenas, el truncado campo visual de las cuencas talladas en la roca. El servicio al nuevo amo prometía viajes, un mundo entero que volver a descubrir y un sinfín de muertes que provocar.

Urual, cuyo nombre significaba Hueso Musgoso y al que conocían entre los teblor con el nombre de Urugal, habló al fin.

—Él bastará.

Sin’b’alle (Liquen para Musgo), que era 'Siballe la No Hallada, no ocultó el escepticismo de su voz.

—Pones demasiada fe en estos teblor caídos. Teblor. No saben nada, ni siquiera su verdadero nombre.

—Alégrate de que no lo sepan —dijo Ber’ok, su voz era un chirrido áspero que salía de una garganta aplastada. Con el cuello torcido y la cabeza inclinada hacia un lado, se veía obligado a girar el cuerpo entero para mirar la cara de roca—. En cualquier caso, tú tienes tus propios hijos, Sin’b’alle, que son los portadores de la verdad. Para los otros, para nuestros fines, es mejor que la historia perdida continúe perdida. Su ignorancia es nuestra mejor arma.

—Fresno Muerto está en lo cierto —dijo Urual—. No podríamos haber retorcido así su fe si fueran conocedores de su legado.

Sin’b’alle se encogió de hombros con gesto desdeñoso.

—El llamado Pahlk también… bastaba. En tu opinión, Urual. Un candidato digno para guiar a mis hijos, parecía. Y sin embargo, fracasó.

—Culpa nuestra, no suya —gruñó Haran’alle—. Fuimos impacientes, confiamos demasiado en nuestra eficacia. La ruptura del voto nos arrebató buena parte de nuestro poder.

—¿Pero qué nos ha dado nuestro nuevo amo que fuera de él, Asta del Verano? —preguntó Thek Ist—. Nada, salvo unas simples gotas.

—¿Y qué esperabas? —inquirió Urual en tono tranquilo—. Se recupera de su ordalía como nosotros de la nuestra.

Emroth habló entonces, la voz de mujer era sedosa.

—Así que crees, Hueso Musgoso, que este nieto de Pahlk tallará para nosotros el sendero a la libertad.

—Así lo creo.

—¿Y si nos decepcionan de nuevo?

—Entonces comenzaremos de nuevo. El hijo de Bairoth crece en el vientre de Dayliss.

Emroth siseó.

—¡Otro siglo de espera! ¡Malditos sean estos longevos teblor!

—Un siglo no es nada…

—¡No es nada, pero lo es todo, Hueso Musgoso! Y sabes muy bien a qué me refiero.

Urual estudió a la mujer, a la que le habían dado el acertado nombre de Esqueleto con Colmillos, y recordó su tendencia hacia lo soletaken y el ansia que había llevado con tanta claridad al fracaso de todos tanto tiempo atrás.

—El año de mi nombre ha regresado —dijo—. Entre todos nosotros, ¿quién ha hecho avanzar más que yo por nuestro camino a un clan de los teblor? ¿Tú, Esqueleto con Colmillos? ¿Liquen para Musgo? ¿Pierna de Lanza?

Nadie dijo nada.

Después, al fin, Fresno Muerto emitió un sonido que podría haber sido una carcajada suave.

—Como Musgo Rojo, callamos todos. El camino se abrirá. Así lo ha prometido nuestro nuevo amo, que encuentra su poder. El guerrero escogido de Urual ya posee una veintena de almas en su rastro asesino. Y son, además, almas teblor. Recordad también que Pahlk viajó solo, pero Karsa tendrá a dos guerreros formidables a su lado. Si muriera, siempre quedan Bairoth o Delum.

—Bairoth es demasiado listo —gruñó Emroth—. Se parece al hijo de Pahlk, su tío. Y lo que es peor, su ambición no aspira a nada externo. Finge seguir a Karsa, pero ya ha puesto la mano en la espalda de Karsa.

—Y yo tengo la mía en la suya —murmuró Urual—. Ya casi se nos ha echado encima la noche. Debemos regresar a nuestra tumba. —El antiguo guerrero se giró—. Esqueleto con Colmillos, no te alejes mucho del niño que habita el vientre de Dayliss.

—Ya la estoy alimentando de mi pecho —afirmó Emroth.

—¿Una niña?

—Solo de cuerpo. Lo que hago en su interior no es niña ni cría humana.

—Bien.

Las siete figuras regresaron a la tierra cuando las primeras estrellas de la noche despertaron con un parpadeo en el cielo. Despertaron con un parpadeo y contemplaron desde su altura un claro donde no moraba dios alguno. Donde jamás había morado ningún dios.

La aldea estaba situada en la orilla pedregosa del río Laderii, un torrente alimentado por las montañas de agua gélida que abrían un valle en el bosque de coníferas, de camino a algún mar remoto. Las casas estaban construidas con cimientos de cantos rodados y muros de cedro mal cortado, los tejados eran marañas espesas, abombados y plagados de musgo. A lo largo de la orilla se levantaban marcos enrejados repletos de tiras de pescado puestas a secar. En los bordes de los bosques habían talado algunas zonas para proporcionarles pastos a los caballos.

La luz brumosa de las hogueras parpadeaba entre los árboles cuando Karsa llegó a la casa de su padre tras pasar junto a la docena de caballos que permanecían quietos y silenciosos en el claro. La única amenaza eran posibles asaltantes, ya que esas bestias eran asesinos natos y los lobos de montaña ya habían aprendido mucho tiempo atrás a evitar a aquellos enormes animales. De vez en cuando, un oso de cuello de color óxido se aventuraba a bajar de su guarida en las montañas, pero por lo general eso coincidía con la temporada de los salmones y las criaturas no mostraban demasiado interés en desafiar a los caballos, los perros de la aldea o sus audaces guerreros.

Synyg estaba en el corral de adiestramiento, almohazando a Estragos, su preciado caballo de guerra. Karsa podía sentir el calor del animal al acercarse, aunque era poco más que una masa negra en la oscuridad.

—Ojo Rojo sigue vagando suelto —gruñó Karsa—. ¿Es que no harás nada por tu hijo?

Su padre continuó almohazando a Estragos.

—Ojo Rojo es demasiado joven para un viaje así, como ya he dicho antes…

—Pero es mío, y por tanto lo montaré.

—No. Carece de independencia y no ha cabalgado todavía con las monturas de Bairoth y Delum. Alojarás una espina en sus nervios.

—¿He de caminar, entonces?

—Te daré a Estragos, hijo mío. Lo han montado sin cansarlo esta noche y todavía lleva puesta la brida. Ve a recoger tu equipo, antes de que se enfríe demasiado.

Karsa no dijo nada. Se había quedado asombrado. Se dio la vuelta y se dirigió a la casa. Su padre había colgado su alforja de un caballete cerca de la puerta para que no se mojara. Su espada de palosangre colgaba de su arnés a su lado, recién lubricada, con el escudo de guerra de los uryd recién pintado en la ancha hoja. Karsa bajó el arma y se ató el arnés, la empuñadura ambidiestra de la espada, envuelta en cuero, le sobresalía sobre el hombro izquierdo. La alforja la llevaría a lomos de Estragos, acoplada a los cordajes del estribo, aunque las rodillas de Karsa soportarían buena parte del peso.

Los arreos de los teblor no incluían silla de montar, un guerrero cabalgaba directamente sobre el lomo de su montura, con los estribos altos y la mayor parte del peso justo detrás de los hombros del animal. Los trofeos de las tierras bajas incluían sillas que revelaban, cuando se colocaban sobre los caballos más pequeños de los habitantes de las tierras bajas, un cambio claro en el peso, que se desplazaba hacia la espalda. Pero un auténtico destrero necesitaba los cuartos traseros libres de cualquier peso extra para garantizar la rapidez de las coces. Y aún más, un guerrero debe proteger el cuello y la cabeza de su montura con la espada y, si es necesario, con los brazales de los antebrazos.

Karsa regresó adonde esperaban su padre y Estragos.

—Bairoth y Delum te aguardan en el vado —dijo Synyg.

—¿Dayliss?

Karsa no pudo ver la expresión de su padre cuando este le respondió con tono inexpresivo.

—Dayliss le dio su bendición a Bairoth después de que partieras rumbo a las Caras en la Roca.

—¿Bendijo a Bairoth?

—Así es.

—Al parecer, la he juzgado mal —dijo Karsa mientras luchaba contra una contracción poco conocida para él, que le tensaba la voz.

—Cosa fácil, pues es una mujer.

—¿Y tú, padre? ¿Me darás tu bendición?

Synyg le dio a Karsa la única rienda y después se dio la vuelta.

—Pahlk ya lo ha hecho. Date por satisfecho con eso.

—¡Pahlk no es mi padre!

Synyg hizo una pausa en la oscuridad, pareció pensarlo un momento y después contestó.

—No, no lo es.

—¿Entonces, me vas a bendecir tú?

—¿Qué quieres que bendiga, hijo? ¿Los siete dioses, que son una mentira? ¿La gloria, que está vacía? ¿Me complacerá que asesines a niños? ¿Los trofeos que te atarás al cinturón? Mi padre, Pahlk, abrillantaría su propia juventud, pues tiene esa edad. ¿Con qué palabras te bendijo, Karsa? ¿Que superes sus logros? Me imagino que no. Piensa con atención en sus palabras y creo que averiguarás que le servían a él más que a ti.

—«Pahlk, descubridor del sendero que tú vas a seguir, bendice tu viaje.» Tales fueron sus palabras.

Synyg se quedó callado un momento y cuando habló, su hijo pudo oír la sonrisa triste de su boca, aunque no la viera.

—Como he dicho yo.

—Madre me habría bendecido —soltó Karsa de repente.

—Como debe hacer una madre. Pero el corazón le habría pesado. Ve ya, hijo. Tus compañeros te aguardan.

Con un gruñido, Karsa se subió al amplio lomo del caballo de guerra. Estragos agitó la cabeza al sentir un jinete con el que no estaba familiarizado y después resopló.

Synyg habló en medio de la penumbra.

—Le desagrada llevar ira sobre su lomo. Has de calmarte, hijo.

—Un destrero que teme a la ira no sirve de casi nada. Estragos tendrá que aprender quién lo monta ahora. —Y tras eso, Karsa echó una pierna hacia atrás y con un papirotazo de la única rienda hizo dar la vuelta al caballo de repente. Un tirón con la rienda envió al caballo por el camino.

Cuatro postes de sangre, cada uno de los que conmemoraban a los hermanos sacrificados de Karsa, flanqueaban el sendero que llevaba a la aldea. Al contrario que otros, Synyg había dejado los postes tallados sin adornos; solo se había limitado a labrar los glifos que daban nombre a los tres hijos y la hija entregados a las Caras en la Roca, seguidos por una salpicadura de sangre de familia que no había durado mucho más allá de las primeras lluvias. En lugar de trenzas que trepasen por los postes de la altura de un hombre hasta un tocado de plumas y tripas anudadas en la cumbre, solo unas parras entrelazaban la madera, curtida por los elementos, y la cumbre roma estaba manchada de excrementos de pájaros.

Karsa sabía que la memoria de sus hermanos merecía algo más y resolvió llevar sus nombres cerca de sus labios en el momento del ataque, para poder asesinar con los gritos de sus hermanos hendiendo el aire. Su voz sería la voz de sus hermanos cuando llegara el momento. Ya habían sufrido el descuido de su padre demasiado tiempo.

El sendero se ampliaba, flanqueado por antiguos tocones y enebros bajos. Por delante, el fulgor chillón de los fuegos entre las casas cónicas, oscuras y achaparradas brillaba con luz trémula entre la calima del humo. Cerca de una de esas hogueras esperaban dos figuras montadas. Una tercera forma, a pie, permanecía a un lado, envuelta en pieles. Dayliss. Bendijo a Bairoth Gild y ahora viene a despedirlo.

Karsa se acercó a ellos, contenía a Estragos para que no pasara de un ritmo largo y perezoso. El líder era él y pensaba dejarlo bien patente. Bairoth y Delum lo esperaban a él, después de todo, ¿y cuál de los tres había ido a las Caras en la Roca? Dayliss había bendecido a un seguidor. ¿Quizá Karsa se había mantenido demasiado distante? Pero tal era la carga de los que ostentaban el mando. La chica debería haberlo entendido. No tenía ningún sentido.

Karsa detuvo el caballo ante ellos y no dijo nada.

Bairoth era un hombre más pesado, aunque no tan alto como Karsa o, de hecho, Delum. Poseía aire osuno que ya había admitido mucho tiempo atrás y que incluso había terminado por fingir de forma un tanto tímida. Cuando vio a Karsa hizo rodar los hombros, como si los relajara para el viaje, y sonrió.

—Un comienzo atrevido, hermano —bramó—, el robo del caballo de tu padre.

—No lo he robado, Bairoth. Synyg me dio tanto a Estragos como su bendición.

—Una noche llena de milagros, al parecer. ¿Y Urugal también salió de la roca para besarte la frente, Karsa Orlong?

Dayliss bufó al oír eso.

Si se hubiera adentrado en suelo mortal, no habría encontrado más que a uno de los tres ante él. Karsa no contestó a la pulla de Bairoth, se limitó a dirigir la mirada con lentitud a Dayliss.

—¿Has bendecido a Bairoth?

El encogimiento de hombros de la chica fue desdeñoso.

—Lamento mucho —dijo Karsa— que hayas perdido el coraje.

Los ojos femeninos se clavaron en los suyos con una furia repentina.

Con una sonrisa, Karsa se volvió hacia Bairoth y Delum.

—«Las estrellas giran. Cabalguemos.»

Pero Bairoth hizo caso omiso de las palabras y en lugar de pronunciar la respuesta ritual, gruñó otra cosa.

—Una mala elección, desatar tu orgullo herido sobre ella. Dayliss será mi esposa cuando regresemos. Atacarla a ella es atacarme a mí.

Karsa se quedó inmóvil.

—Pero Bairoth —dijo en voz baja y suave—, yo ataco donde quiero. La falta de coraje puede extenderse como una enfermedad, ¿se ha posado su bendición sobre ti como una maldición? Soy caudillo de guerra. Te invito a que me desafíes ahora, antes de abandonar nuestro hogar.

Bairoth encorvó los hombros y se inclinó poco a poco hacia delante.

—No es falta de coraje —dijo entre dientes— lo que detiene mi mano, Karsa Orlong.

—Me complace oírlo. «Las estrellas giran. Cabalguemos.»

Bairoth frunció el ceño ante la interrupción y quiso decir algo más, pero se detuvo. Sonrió y se relajó de nuevo. Miró a Dayliss y asintió, como si reafirmara en silencio un secreto, después entonó:

—«Las estrellas giran. Condúcenos, caudillo, a la gloria.»

Delum, que lo había observado todo en silencio, con el rostro vacío de expresión, habló a su vez.

—«Condúcenos, caudillo, a la gloria.»

Con Karsa por delante, los tres guerreros recorrieron toda la anchura de la aldea. Los ancianos de la tribu se habían pronunciado contra el viaje, así que no salió nadie a verlos partir. Pero Karsa sabía que nadie podría evitar oírlos pasar y sabía también que, algún día, llegarían a lamentar no haber sido testigos de nada más que de los pasos pesados y ahogados de los cascos de los caballos. No obstante, deseó con todas sus fuerzas algún otro testigo que no fuera Dayliss. Ni siquiera Pahlk había aparecido.

Y sin embargo, yo tengo la sensación de que nos están observando en realidad. Quizá sean los Siete. Urugal, ascendido a la altura de las estrellas, a lomos de la corriente de la rueda de estrellas, nos contempla ahora desde su altura. ¡Óyeme, Urugal! ¡Yo, Karsa Orlong, asesinaré por ti a un millar de niños! ¡Un millar de almas que posar a tus pies!

No muy lejos, un perro gimió en un sueño inquieto, pero no despertó.

En el lado norte del valle que se asomaba a la aldea, al borde mismo de los árboles, veintitrés testigos silenciosos presenciaban la partida de Karsa Orlong, Bairoth Gild y Delum Thord. Fantasmales en la oscuridad que cubría los huecos entre los árboles de hoja ancha, esperaron, inmóviles, hasta mucho tiempo después de que los tres guerreros se perdieran de vista por el camino oriental.

Nacidos uryd. Sacrificados uryd, eran parientes carnales de Karsa, Bairoth y Delum. En su cuarto mes de vida, a cada uno de ellos los habían entregado a las Caras en la Roca, posados por sus madres en el claro al atardecer. Ofrecidos al abrazo de los Siete, se habían desvanecido antes de la salida del sol. Entregados, todos y cada uno, a una nueva madre.

Hijos de 'Siballe, por siempre. 'Siballe, la No Hallada, la única diosa entre los Siete que no tenía tribu propia. Y así la diosa había creado la suya, una tribu secreta entresacada de las otras seis, les había enseñado cuáles eran sus vínculos carnales individuales, para unirlos a sus parientes no sacrificados. Les había enseñado, también, sobre su propósito concreto y especial, el destino que les pertenecía a ellos y a nadie más.

Los llamaba sus Hallados y ese era el nombre por el que se hacían llamar, el nombre de su tribu oculta. Moraban invisibles entre sus parientes, una existencia nunca imaginada por nadie de las seis tribus. Había algunos a los que conocían que quizá sospecharan, pero sospechas eran lo único que tenían. Hombres como Synyg, el padre de Karsa, que trataba los memoriales de palosangre con indiferencia si no desdén. Tales hombres, por lo general, no suponían ninguna amenaza real, aunque en ocasiones resultaban necesarias medidas más extremas cuando se percibía un riesgo auténtico. Como había ocurrido con la madre de Karsa.

Los veintitrés Hallados que presenciaron el comienzo del viaje de los guerreros, ocultos entre los árboles del costado del valle, eran hermanos y hermanas carnales de Karsa, Bairoth y Delum, pero también eran extraños, aunque en ese momento ese detalle no parecía importar demasiado.

—Uno lo logrará. —Lo dijo el hermano mayor de Bairoth.

La hermana gemela de Delum se encogió de hombros a modo de respuesta antes de hablar.

—Estaremos allí, entonces, cuando regrese ese uno.

—Allí estaremos.

Había otro rasgo que compartían todos los Hallados. 'Siballe había marcado a sus hijos con una cicatriz salvaje, un desgarro de carne y músculo en el lado izquierdo (desde la sien hasta la mandíbula) de cada cara, y con esa destrucción había quedado muy mermada la capacidad de expresar. Los rasgos de la izquierda se habían trabado en una mueca deteriorada, como en permanente consternación. De alguna extraña manera, las lesiones físicas también habían despojado de inflexión a la voz, o quizá la voz apagada de 'Siballe había resultado ser una influencia abrumadora.

Pero, faltas de entonación, las palabras de esperanza tenían un modo propio de sonar falsas a sus oídos, suficiente para silenciar a los que habían hablado.

Uno lo lograría.

Quizá.

Synyg siguió revolviendo el guiso en el fuego cuando se abrió la puerta tras él. Un resuello suave, un pie arrastrado, el estrépito de un bastón contra el marco de la puerta. Y después una pregunta dura y acusatoria.

—¿Bendijiste a tu hijo?

—Le di a Estragos, padre.

De alguna manera, Pahlk consiguió llenar una sola pregunta de desdén, asco y suspicacia, todo a la vez.

—¿Por qué?

Synyg no se volvió mientras escuchaba a su padre acercarse con pasos torturados a la silla que había más cerca del hogar.

—Estragos merecía una última batalla, una batalla que yo sabía que nunca podría darle. Por eso.

—Por eso, como pensaba. —Pahlk se acomodó en la silla con un gemido de dolor—. Por tu caballo, pero no por tu hijo.

—¿Tienes hambre? —preguntó Synyg.

—No te negaré el gesto.

Synyg se permitió una sonrisa débil y amarga y después estiró la mano para coger un segundo cuenco que puso junto al suyo.

—Tu hijo sería capaz de derribar a golpes una montaña —rezongó Pahlk— por verte mover de tus pajas.

—Lo que hace no es por mí, padre, es por ti.

—Percibe que solo la gloria más fiera posible logrará lo que se necesita: la inundación de la vergüenza que eres tú, Synyg. Eres el arbusto desgreñado entre dos árboles encumbrados, hijo de uno y progenitor de otro. Por eso me tendió la mano a mí, me tendió la mano; ¿te preocupas e impacientas ahí, en las sombras, entre Karsa y yo? Una pena, la elección siempre fue tuya.

Synyg llenó los dos cuencos y se irguió para pasarle uno a su padre.

—La cicatriz que rodea una vieja herida no siente nada —dijo.

—No sentir nada no es una virtud.

Synyg se sentó en la otra silla con una sonrisa.

—Cuéntame un cuento, padre, como hiciste una vez. Esos días que siguieron a tu triunfo. Háblame otra vez de los niños que mataste. De las mujeres que derribaste. Háblame de las granjas ardiendo, los gritos del ganado y las ovejas atrapadas en las llamas. Me gustaría ver esos fuegos una vez más, reavivados en tus ojos. Revuelve las cenizas, padre.

—Cuando hablas de esos días, hijo, lo único que yo oigo es a esa maldita mujer.

—Come, padre, no vaya a ser que me insultes a mí y a mi hogar.

—Eso haré.

—Siempre fuiste un invitado considerado.

—Cierto.

No se intercambiaron más palabras hasta que los dos hombres terminaron de comer. Entonces, Synyg posó el cuenco, se levantó y recogió también el cuenco de Pahlk y después, se giró y lo tiró al fuego.

Su padre abrió mucho los ojos.

Synyg se lo quedó mirando desde su altura.

—Ninguno de los dos vivirá para ver el regreso de Karsa. Se han llevado el puente que había entre tú y yo. Vuelve ante mi puerta, padre, y te mato. —Estiró las dos manos, levantó a Pahlk y arrastró al balbuciente anciano hasta la puerta; después, sin más ceremonias, lo echó fuera. Lo siguió el bastón.

Viajaron por el antiguo camino que corría paralelo a la columna de las montañas. Viejos deslizamientos de rocas ocultaban el sendero de vez en cuando y arrastraban abetos y cedros hacia el valle inferior; en esos lugares los arbustos y los árboles de hoja ancha habían encontrado un asidero y dificultaban el paso. Dos días y tres noches más allá se hallaban las tierras de los rathyd y de todas las demás tribus teblor, eran los rathyd con los que los uryd tenían los peores feudos. Ataques y crueles asesinatos entrelazaban a las dos tribus en una madeja de odio que se remontaba a varios siglos atrás.

Pasar desapercibido por los territorios de los rathyd no era lo que Karsa tenía en mente. Pretendía abrirse un camino de sangre por insultos reales e imaginados con una espada vengadora y, en el proceso, sumar una veintena o más de almas teblor a su nombre. Los dos guerreros que cabalgaban tras él, bien lo sabía Karsa, creían que el viaje que les esperaba sería de sigilo y subterfugios. Después de todo, no eran más que tres.

Pero Urugal se halla con nosotros esta estación. Y nos anunciaremos en su nombre, y con sangre. Despertaremos de un golpe a los avispones de su nido y los rathyd llegarán a saber, y temer, el nombre de Karsa Orlong. Al igual que los sunyd, en su momento.

Los destreros se movían con cautela por el pedregal suelto de un deslizamiento reciente. Había nevado mucho el invierno anterior, más de lo que Karsa recordaba en toda su vida. Mucho antes de que las Caras en la Roca despertaran para proclamar ante los ancianos, en sueños y trances, que habían derrotado a los antiguos espíritus teblor y exigían obediencia; mucho antes de que tomar almas enemigas se convirtiera en la principal de las aspiraciones teblor, los espíritus que habían gobernado la tierra y su pueblo eran los huesos de roca, la carne de tierra, el cabello y el pelo del bosque y la cañada, y su aliento era el viento de cada estación. El invierno llegaba y partía con tormentas violentas en lo alto de las montañas, los esfuerzos salvajes de los espíritus en su guerra eterna y mutua. El verano y el invierno eran iguales: inmóviles y secos, pero el primero revelaba agotamiento mientras que el segundo mostraba una paz gélida y frágil. Por consiguiente, los teblor veían los veranos con simpatía para los espíritus cansados de la batalla, mientras que detestaban los inviernos por la debilidad de los combatientes ascendidos, pues la ilusión de paz no tenía valor alguno.

Menos de una veintena de días quedaban en aquella estación de primavera. Las tormentas de las alturas disminuían ya, tanto en frecuencia como en furia. Aunque las Caras en la Roca habían destruido mucho tiempo atrás a los antiguos espíritus y eran, al parecer, indiferentes al paso de las estaciones, Karsa se veía en secreto, a él y a sus dos compañeros, como heraldos de una última tormenta. Sus espadas de palosangre resonarían con cóleras antiguas entre los confiados rathyd y sunyd.

Dejaron atrás el deslizamiento reciente. El sendero que tenían por delante descendía serpenteando a un valle poco profundo con una pradera alta abierta a la luz brillante del sol vespertino.

Bairoth habló detrás de Karsa.

—Deberíamos acampar al otro lado de este valle, caudillo. Los caballos necesitan descansar.

—Quizá tu caballo necesite descansar, Bairoth —respondió Karsa—. Llevas demasiadas noches de festín en tus huesos. Confío en que este viaje haga un guerrero de ti una vez más. Tu espalda ha conocido demasiada paja en los últimos tiempos. —Con Dayliss montándote, además.

Bairoth se echó a reír, pero no respondió nada.

—Mi caballo también necesita descanso, caudillo —aseguró Delum entonces—. En el claro que tenemos delante deberíamos poder hacer un buen campamento. Hay huellas de conejos por aquí y podría poner mi trampa.

Karsa se encogió de hombros.

—Dos cadenas pesadas me rodean, entonces. Los gritos de guerra de vuestros estómagos me ensordecen. Así sea. Acamparemos.

No podían hacer fuego, por lo que se comieron crudos los conejos que Delum había cogido. En otro tiempo tal alimento habría sido peligroso, pues los conejos trasmitían con frecuencia enfermedades que solo podían matarse cocinándolos, enfermedades que en su mayoría eran letales para los teblor. Pero desde la llegada de las Caras en la Roca, las enfermedades se habían desvanecido entre las tribus. La locura, cierto era, todavía plagaba sus filas, pero eso no tenía nada que ver con lo que se comía o bebía. A veces, les habían explicado los ancianos, las cargas que posaban los Siete sobre un hombre resultaban demasiado potentes. La mente ha de ser fuerte y la fuerza se encontraba en la fe. Para el hombre débil, aquel que conocía la duda, las reglas y los ritos podían convertirse en una jaula y la prisión llevaba a la locura.

Se sentaron alrededor de un pequeño hoyo que Delum había cavado para los huesos del conejo y no hablaron mucho durante la comida. Sobre ellos, el cielo iba perdiendo poco a poco su color y las estrellas dieron comienzo al giro de su rueda. En la oscuridad creciente, Karsa escuchó a Bairoth sorbiendo un cráneo de conejo. Siempre era el último en terminar pues nunca dejaba nada e incluso roía, al día siguiente, la fina capa de grasa que quedaba bajo la piel. Al fin, Bairoth tiró el cráneo vacío al hoyo y se echó hacia atrás, lamiéndose los dedos.

—He estado pensando —dijo Delum— en el viaje que tenemos por delante. Pasaremos por tierras rathyd y sunyd. No deberíamos tomar caminos que nos hagan destacar sobre el cielo o incluso la roca desnuda. Así pues, hemos de tomar los senderos más bajos. Sin embargo, esos son los senderos que nos acercarán más a los campamentos. Debemos pues, creo, cambiar de táctica y viajar de noche.

—Mejor, entonces —asintió Bairoth—, para relatar después nuestras hazañas. Para girar las piedras del fuego y robar plumas. Quizás unos cuantos guerreros solitarios puedan darnos sus almas.

Karsa habló entonces.

—Si nos ocultamos de día, apenas veremos el humo que nos diga dónde están los campamentos. Por la noche el viento provoca remolinos, así que no nos ayudará a encontrar los fuegos. Ni los rathyd ni los sunyd son tontos. No harán fuego bajo los salientes o contra las rocas, no encontraremos reflejos de luz en la piedra para recibirnos. Además, nuestros caballos ven mejor de día y pisan con más seguridad. Cabalgaremos de día —concluyó.

Ni Bairoth ni Delum dijeron nada durante un momento.

Después, Bairoth se aclaró la garganta.

—Nos encontraremos en una guerra, Karsa.

—Seremos como una flecha de los lanyd en su vuelo por un bosque, cambiando de dirección con cada hoja, cada rama y cada tronco. Reuniremos almas, Bairoth, en medio de una tormenta rugiente. ¿Guerra? Sí. ¿Temes a la guerra, Bairoth Gild?

—Somos tres, caudillo —dijo Delum.

—Sí, somos Karsa Orlong, Bairoth Gild y Delum Thord. Yo me he enfrentado a veinticuatro guerreros y los he asesinado a todos. Bailo sin igual, ¿seríais capaces de negarlo? Hasta los ancianos lo han dicho, asombrados. Y tú, Delum, veo dieciocho lenguas enganchadas en la correa de tu cadera. Sabes leer el rastro de un fantasma y puedes escuchar el rodar de un guijarro a veinte pasos de distancia. Y Bairoth, en los días en los que este guerrero todo lo que llevaba era músculo, tú, Bairoth, ¿acaso no le rompiste la espalda a un buryd solo con las manos? ¿No derribaste a un caballo de guerra? Esa ferocidad no hace más que dormir en tu interior y este viaje la despertará una vez más. Otros tres cualquiera… sí, se deslizan por los caminos oscuros y serpenteantes, hacen girar piedras de hogueras, arrancan plumas y aplastan unas cuantas tráqueas entre enemigos dormidos. Una gloria lo bastante digna para otros tres guerreros cualesquiera. ¿Para nosotros? No. Vuestro caudillo ha hablado.

Bairoth sonrió a Delum.

—Alcemos la mirada y presenciemos la rueda de estrellas, Delum Thord, pues pocas visiones así nos quedan ya.

Karsa se levantó poco a poco.

—Sigues a tu caudillo, Bairoth Gild. No lo cuestionas. Tu vacilante coraje amenaza con envenenarnos a todos. Cree en la victoria, guerrero, o vuelve ya por donde has venido.

Bairoth se encogió de hombros, se echó hacia atrás y estiró las piernas cubiertas por cueros.

—Eres un gran caudillo, Karsa Orlong, pero, por desgracia, ciego a las bromas. Tengo fe en que llegarás a encontrar la gloria que buscas y que Delum y yo brillaremos como lunas menores, aunque brillaremos de todos modos. Para nosotros, es suficiente. Puedes dejar de cuestionarlo, caudillo. Estamos aquí, contigo…

—¡Desafiando mi sabiduría!

—La sabiduría no es un tema que hayamos discutido todavía —respondió Bairoth—. Somos guerreros, como has dicho, Karsa. Y somos jóvenes. La sabiduría es patrimonio de los viejos.

—Sí, los ancianos —soltó Karsa de repente—. ¡Que no quisieron bendecir nuestro viaje!

Bairoth se echó a reír.

—Esa es nuestra verdad y debemos llevarla con nosotros, inmutable y amarga en nuestros corazones. Pero a nuestro regreso, caudillo, veremos que la verdad ha cambiado en nuestra ausencia. La bendición se habrá concedido, después de todo. Espera y verás.

Karsa abrió mucho los ojos.

—¿Los ancianos mentirán?

—Pues claro que mentirán. Y esperarán que nosotros aceptemos sus nuevas verdades y eso haremos… No, debemos hacerlo, Karsa Orlong. La gloria de nuestro éxito debe servir para unir al pueblo, guardárnoslo no es solo egoísta, sino quizás incluso letal. Piénsalo, caudillo. Regresaremos a la aldea con nuestros propios relatos. Sí, sin duda con unos cuantos trofeos que den fe de nuestra historia, pero si no compartimos esa gloria, entonces los ancianos se ocuparán de que nuestros relatos conozcan el veneno de la incredulidad.

—¿Incredulidad?

—Sí. Creerán, pero solo si pueden participar en nuestra gloria. Nos creerán, pero solo si nosotros, por nuestra parte, los creemos a ellos, su remodelación del pasado, la bendición que no se concedió, ahora concedida, todos los aldeanos que salieron a despedirnos. Estaban todos allí, o eso te dirán y, al final, ellos también terminarán por creérselo y harán que se labren las escenas en su mente. ¿Todavía te confunde la situación, Karsa? Si es así, entonces será mejor que no hablemos de sabiduría.

—Los teblor no practican juegos de engaño —rezongó Karsa.

Bairoth lo estudió un momento y después asintió.

—Cierto, no lo hacen.

Delum empujó tierra y varias piedras al hoyo.

—Es hora de dormir —dijo, y se levantó para comprobar una vez más el estado de los caballos atados.

Karsa miró a Bairoth. Su mente es como una flecha lanyd en el bosque, pero ¿le ayudará eso en algo cuando saquemos las espadas de palosangre y resuenen por todas partes los gritos de guerra? Eso es lo que ocurre cuando el músculo se convierte en grasa y la paja se te pega a la espalda. Los duelos con palabras no te granjearán nada, Bairoth Gild, salvo, quizá, que la lengua no se te seque tan pronto colgada del cinturón de un guerrero rathyd.

—Al menos ocho —murmuró Delum—. Con quizás un joven. Hay, de hecho, dos hogueras. Han cazado el oso gris que mora en las cuevas y llevan un trofeo con ellos.

—Lo que significa que los embarga la arrogancia —asintió Bairoth—. Eso es bueno.

Karsa frunció el ceño y miró a Bairoth.

—¿Por qué?

—La perspectiva de la mente del enemigo, caudillo. Se sentirán invencibles, y eso los hará descuidados. ¿Tienen caballos, Delum?

—No. Los osos grises conocen demasiado bien el sonido de los cascos. Si trajeron perros a la cacería, ninguno sobrevivió para el viaje de regreso.

—Mejor todavía.

Habían desmontado y estaban agazapados cerca del borde de la línea de árboles. Delum se había deslizado por delante para reconocer el terreno del campamento rathyd. Su paso por las hierbas altas, los tocones que llegaban a la altura de las rodillas y los arbustos de la ladera que había tras los árboles no había agitado ni una sola brizna de hierba, ni una hoja.

El sol estaba en lo alto y el aire seco y cálido no se movía.

—Ocho —dijo Bairoth. Después le sonrió a Karsa—. Y un joven. Habría que tomarlo el primero.

Para que los supervivientes conozcan la vergüenza. Espera que perdamos.

—Dejádmelo a mí —dijo Karsa—. Mi carga será fiera y me llevará al otro lado del campamento. Los guerreros que continúen en pie se volverán para enfrentarse a mí, todos y cada uno. Será entonces cuando cargaréis vosotros dos.

Delum parpadeó.

—¿Quieres que ataquemos por detrás?

—Para igualar los números, sí. Después, cada uno nos encargaremos de nuestros duelos.

—¿Esquivarás y te agacharás en tu pasada? —preguntó Bairoth con los ojos brillantes.

—No, golpearé.

—Te cercarán entonces, caudillo, y no lograrás llegar al otro lado.

—No me cercarán, Bairoth Gild.

—Son nueve.

—Entonces observa cómo bailo.

—¿Por qué no usamos los caballos, caudillo? —preguntó Delum.

—Estoy harto de hablar. Seguidme, pero a paso más lento.

Bairoth y Delum compartieron una mirada ilegible; después, Bairoth se encogió de hombros.

—Seremos tus testigos, entonces.

Karsa se descolgó la espada de palosangre y rodeó con ambas manos la empuñadura envuelta en cuero. La madera de la hoja era de un rojo profundo, casi negro, y el barniz espejado hacía que el blasón de guerra pintado pareciera flotar a un dedo de la superficie. El filo del arma era casi translúcido, donde el aceite de sangre que se había frotado en el grano se había endurecido y había llegado a sustituir a la madera. No había muescas ni mellas por el filo, solo una ligera ondulación de la línea donde el daño se había reparado solo, pues el aceite de sangre se aferraba a su propio recuerdo y no toleraba muescas ni cicatrices. Karsa alzó el arma y después avanzó deslizándose por las hierbas altas y aceleró el ritmo para convertirlo en un baile.

Al llegar a la pista de jabalíes que llevaba al bosque que Delum había señalado, Karsa se agachó todavía más y se deslizó por el camino prensado y aplastado sin perder el paso. La punta de la espada, ancha y ahusada, parecía empujarlo como si abriera ella también su propio camino, silencioso e infalible, entre las sombras y los haces de luz. Karsa aceleró un poco más.

En el centro del campamento rathyd, tres de los ocho guerreros adultos estaban agachados alrededor de un trozo de carne de oso que acababan de sacar de un envoltorio de piel de ciervo. Otros dos estaban sentados cerca con las armas en los muslos, frotando las hojas con el espeso aceite de sangre. Los tres restantes estaban de pie, charlando entre ellos a menos de tres pasos de la entrada de la pista de jabalíes. El joven estaba al otro extremo.

La carrera de Karsa había alcanzado su punto culminante cuando llegó al claro. En distancias de setenta pasos o menos, un teblor podía correr junto a un caballo de guerra al galope. Su llegada fue explosiva. En un momento dado, ocho guerreros y un joven descansaban en un claro, al siguiente, las coronillas de dos de los guerreros que estaban de pie quedaron rebanadas con un único golpe horizontal. Cuero cabelludo y hueso salieron volando, salpicaduras de sangre y sesos, que se estrellaron en la cara del tercer rathyd. Este se echó hacia atrás con un tambaleo y giró a la izquierda para ver el movimiento de regreso de la espada de Karsa, que le barrió por debajo de la barbilla y después se perdió de vista. Los ojos, todavía muy abiertos, observaron la escena inclinarse de golpe antes de que floreciera la oscuridad.

Todavía moviéndose, Karsa saltó por los aires para evitar la cabeza del guerrero cuando cayó con un golpe seco y rodó por el suelo.

Los rathyd que habían estado engrasando sus espadas ya se habían erguido y preparado las armas. Se separaron unos de otros y salieron disparados para enfrentarse a Karsa por ambos lados.

El uryd se echó a reír y giró en redondo para abalanzarse entre los tres guerreros cuyas manos ensangrentadas no sujetaban más que cuchillos de carnicero. Karsa colocó de golpe la espada en posición de guardia y se agachó. Tres pequeñas hojas encontraron su objetivo y rebanaron cuero, piel y luego músculo. El impulso propulsó a Karsa entre la multitud y se llevó los cuchillos con él, giró para atravesar con la espada un par de brazos y luego la levantó para meterla en una axila y desgarrar el hombro, cuya escápula salió con él, una placa curva de hueso morado entrelazada de venas sujetas por una maraña de ligamentos a un brazo que se crispaba en su vuelo por alcanzar el cielo.

Un cuerpo se hundió en el suelo con un gruñido para envolver con unos brazos fornidos las piernas de Karsa. Todavía riéndose, el caudillo uryd lanzó un golpe bajo con la espada y el pomo aplastó la coronilla del guerrero. Los brazos sufrieron un espasmo y cayeron.

Una espada siseó hacia su cuello por la derecha. Todavía en posición de guardia, Karsa giró para apartar la espada con la suya y el impacto hizo resonar ambas armas con un sonoro repique.

Oyó los pasos de los rathyd que se acercaban por su espalda, sintió el aire que se partía ante la hoja que caía sobre su hombro izquierdo y se lanzó al instante al suelo, a la derecha. Hizo rodar la espada y extendió los brazos al caer. El filo barrió el aire sobre su cabeza y pasó junto al salvaje golpe bajo del guerrero para rebanar un par de gruesas muñecas, después atravesó el abdomen por el ombligo y siguió subiendo, entre las costillas y la cadera, antes de volver a salir.

Sin dejar de girar mientras caía, Karsa renovó el movimiento que había hecho tambalear el hueso y la carne, giró los hombros para seguir la hoja cuando pasó bajo él y después la rodeó hacia el otro lado. La cuchillada salvó el suelo a un nivel que se llevó la pierna izquierda del último rathyd a la altura del tobillo. Después, el suelo chocó contra el hombro izquierdo de Karsa. Se apartó rodando, su espada lo siguió en transversal por su propio cuerpo y consiguió desviar, aunque no derrotar del todo, un golpe bajo (el fuego le desgarró la cadera derecha), al poco había quedado fuera del alcance del guerrero y el hombre chillaba y se retiraba tambaleándose con torpeza.

Karsa rodó por el suelo y con el mismo movimiento se irguió una vez más y se quedó agachado, aquella acción hizo que sangrara la pierna derecha, le envió agudas punzadas también al lado izquierdo, a la espalda bajo el omóplato derecho y al muslo derecho, donde todavía tenía clavados los cuchillos.

Y entonces se encontró delante del joven.

De no más de cuarenta años, todavía no había alcanzado toda su altura, de miembros flacos como solían ser los no preparados. Los ojos llenos de terror.

Karsa guiñó un ojo y después se giró en redondo para abalanzarse sobre el guerrero con un solo pie.

Los chillidos del mutilado se habían hecho frenéticos y Karsa vio que Bairoth y Delum habían llegado hasta él y se habían unido al juego: con las espadas le quitaron el otro pie y las dos manos. El rathyd estaba en el suelo entre los dos, agitaba brazos y piernas y la sangre brotaba a chorros por la hierba pisoteada.

Karsa miró atrás y vio que el joven huía hacia los bosques. El caudillo sonrió.

Bairoth y Delum empezaron a perseguir al guerrero rathyd que se debatía por el suelo y a partirle trozos de los miembros que agitaba.

Karsa sabía que estaban enfadados. No les había dejado nada.

Hizo caso omiso de sus dos compañeros y sus brutales torturas y se arrancó el cuchillo de carnicero del muslo. La sangre se agolpó pero no brotó, lo que le indicó que no había tocado ninguna arteria o vena importante. El cuchillo del lado izquierdo había rozado las costillas y yacía con la hoja plana incrustada bajo la piel y unas cuantas capas de músculo. Karsa sacó el arma y la tiró. El último cuchillo, hundido en la profundidad de la espalda, fue más difícil de alcanzar y le costaron unos cuantos intentos antes de arreglárselas para asir con fuerza el mango manchado y sacarlo. Una hoja más larga le habría llegado al corazón, pero esa solo sería seguramente la más irritante de las tres heridas menores. La cuchillada de la cadera que le atravesaba parte de una nalga era un poco más grave. Habría que coserla con cuidado y durante un tiempo le resultaría doloroso montar a caballo y caminar.

La pérdida de sangre o un golpe letal habían silenciado al desmembrado rathyd y Karsa oyó acercarse los pasos pesados de Bairoth. Otro chillido anunció el examen que hacía Delum de los otros caídos.

—Caudillo. —La cólera tensaba la voz.

Karsa se dio la vuelta sin prisas.

—Bairoth Gild.

La cara del fornido guerrero era lúgubre.

—Dejaste escapar al joven. Debemos darle caza, ya, y no será fácil pues estas son sus tierras, no las nuestras.

—La intención es que se escape —respondió Karsa.

Bairoth frunció el ceño.

—El listo eres tú —señaló Karsa—, ¿por qué habría de dejarte tan perplejo?

—Llega a su aldea.

—Sí.

—Y cuenta el ataque. Tres guerreros uryd. Hay cólera y preparativos frenéticos. —Bairoth se permitió un pequeño asentimiento cuando continuó—. Se emprende una partida de caza que busca a tres guerreros uryd que van a pie. El joven está seguro de eso. Si los uryd hubieran tenido caballos, los habrían usado, por supuesto. Tres contra ocho, hacer otra cosa es una locura. Así que la cacería nace ya limitada en lo que busca, en su concepción, en todo. Tres guerreros uryd, a pie.

Delum se había unido a ellos y en ese momento miraba a Karsa sin expresión.

—Delum Thord quisiera hablar —dijo Karsa.

—Me gustaría, caudillo. El joven, has colocado una imagen en su mente. Una imagen que se endurecerá, cuyos colores no se desvanecerán sino que se avivarán. El eco de los chillidos resonará con más fuerza en su cráneo. Rostros conocidos, congelados por toda la eternidad en expresiones de dolor. Este joven, Karsa Orlong, se convertirá en adulto. Y no se conformará con seguir, se pondrá en cabeza. Debe ponerse en cabeza, y nadie desafiará su fiereza, la madera resplandeciente de su voluntad, el aceite de su deseo. Karsa Orlong, has creado un enemigo de los uryd, un enemigo que hará palidecer a todos los que hemos conocido hasta ahora.

—Un día —dijo Karsa—, ese caudillo rathyd se arrodillará ante mí. Hago solemne promesa de ello aquí, sobre la sangre de los suyos, lo juro.

El aire se hizo gélido de repente. El silencio se extendió por el claro salvo por el zumbido apagado de las moscas.

Delum había abierto mucho los ojos, en su expresión había miedo.

Bairoth se dio la vuelta.

—Ese voto te destruirá, Karsa Orlong. Ningún rathyd se arrodilla ante un uryd. A menos que apoyes su cadáver inerte en un tocón. Buscas lo imposible y ese es un sendero que conduce a la locura.

—Un voto entre muchos que he hecho —dijo Karsa—. Y serán mantenidos todos y cada uno. Sé testigo de ello, si te atreves.

Bairoth hizo una pausa mientras estudiaba la piel del oso gris y el cráneo despellejado (los trofeos rathyd) y después se volvió para mirar a Karsa.

—¿Acaso tenemos alternativa?

—Si sigues respirando, entonces la respuesta es no, Bairoth Gild.

—Recuérdame que te lo cuente un día, Karsa Orlong.

—¿Contarme qué?

—Cómo es la vida para aquellos que estamos a tu sombra.

Delum se acercó a Karsa.

—Tienes heridas que necesitan atención, caudillo.

—Sí, pero por ahora, solo la cuchillada de la espada. Debemos regresar con los caballos y volver a montar.

—Como una flecha lanyd.

—Sí, eso es, Delum Thord.

—Karsa Orlong —exclamó Bairoth—, recogeré tus trofeos por ti.

—Gracias, Bairoth Gild. También nos llevaremos esa piel y ese cráneo. Delum y tú podéis quedaros con ellos.

Delum se volvió para mirar a Bairoth.

—Cógelos, hermano. El oso gris te sienta mejor a ti que a mí.

Bairoth se lo agradeció con un asentimiento y después señaló al guerrero desmembrado.

—Las orejas y la lengua son tuyas, Delum Thord.

—Así sea, pues.

Entre los teblor, los rathyd eran los que menos caballos criaban; a pesar de eso, había pistas anchas de sobra entre claro y claro por las que Karsa y sus compañeros podían cabalgar. En uno de ellos se habían encontrado con un adulto y dos jóvenes que estaban atendiendo a seis caballos de batalla. Los habían derribado con un destello de las hojas y se habían detenido solo para recoger los trofeos y reunir a los caballos, cada uno cogió a dos por las riendas. Una hora antes de que cayera la oscuridad, llegaron a una bifurcación en el camino, recorrieron treinta pasos por el inferior, después soltaron las riendas y dejaron libres a los caballos rathyd. Los tres guerreros uryd deslizaron a continuación una única cuerda corta por los cuellos de sus propias monturas, justo por encima de los omóplatos y, con unos tirones suaves y alternantes, los hicieron caminar hacia atrás hasta que alcanzaron la bifurcación otra vez, por donde procedieron a tomar el camino más alto. Cincuenta pasos después, Delum desmontó y volvió sobre sus pasos para ocultar el rastro.

Con la rueda tomando forma en el cielo, se apartaron del camino rocoso, encontraron un pequeño claro y montaron allí el campamento. Bairoth cortó unas rebanadas de carne de oso y comieron. Delum se levantó entonces para ocuparse de los caballos y usó musgo húmedo para limpiarlos. Las bestias estaban cansadas y las dejaron desatadas para que pudieran pasear por el claro y estirar el cuello.

Al examinarse las heridas, Karsa notó que ya habían empezado a cerrarse. Así era siempre entre los teblor. Satisfecho, buscó su frasco de aceite de sangre y se puso a reparar su arma. Delum se reunió con ellos y tanto él como Bairoth siguieron su ejemplo.

—Mañana —dijo Karsa— dejamos esta pista.

—¿Bajamos por las más anchas y fáciles del valle? —preguntó Bairoth.

—Si somos rápidos —dijo Delum—, podemos atravesar la tierra rathyd en un solo día.

—No, llevamos los caballos más arriba, a los caminos de cabras y ovejas —respondió Karsa—. Y regresamos en sentido inverso mientras dure la mañana. Después volvemos a descender sobre el valle. Bairoth Gild, con la partida de caza fuera, ¿quién quedará en la aldea?

El hombretón extendió su nuevo manto de oso y se envolvió con él antes de responder.

—Jóvenes. Mujeres. Los ancianos y los impedidos.

—¿Perros?

—No, la partida de caza se los habrá llevado. Así pues, caudillo, atacamos la aldea.

—Sí. Y luego buscamos el rastro de la cacería.

Delum respiró hondo y tardó un momento en expulsar el aire.

—Karsa Orlong, la aldea de nuestras víctimas a estas alturas no es la única aldea. Solo en el primer valle ya hay al menos tres más. Se correrá la voz. Todos los guerreros tendrán preparadas las espadas. Soltarán a todos los perros y los enviarán al bosque. Los guerreros puede que no nos encuentren, pero los perros sí.

—Y luego —gruñó Bairoth—, hay tres valles más que cruzar.

—Valles pequeños —señaló Karsa—. Y los cruzamos por el extremo sur, un día o poco más de galope al salir de las entradas del norte y el corazón de las tierras rathyd.

—Nos perseguirá tal impulso de ira, caudillo —dijo Delum—, que nos seguirán hasta los valles de los sunyd.

Karsa le dio la vuelta a la espada sobre los muslos para empezar a trabajar en el otro lado.

—Eso espero, Delum Thord. Respóndeme a esto, ¿cuándo fue la última vez que los sunyd vieron a un uryd?

—Con tu abuelo —dijo Bairoth.

Karsa asintió.

—Y conocemos bien el grito de guerra rathyd, ¿no es cierto?

—¿Quieres hacer estallar una guerra entre los rathyd y los sunyd?

—Sí, Bairoth.

El guerrero sacudió la cabeza poco a poco.

—No hemos terminado todavía con los rathyd, Karsa Orlong. Haces planes con demasiada antelación, caudillo.

—Darás fe de lo que acontezca, Bairoth Gild.

Bairoth cogió el cráneo del oso. La mandíbula inferior todavía colgaba de una única tira de cartílago. La partió y la tiró a un lado. Después sacó un fajo de sobra de correas de cuero y empezó a envolver con tiras apretadas los pómulos y a dejar largos extremos colgando.

Karsa observó esos esfuerzos con curiosidad. El cráneo era demasiado pesado para que ni siquiera Bairoth lo usara como casco. Es más, tendría que partir el hueso por el lado inferior, por donde era más grueso, alrededor del agujero de la médula espinal.

Delum se levantó.

—Yo me voy a dormir —anunció al alejarse.

—Karsa Orlong —dijo Bairoth—, ¿te sobra alguna correa?

—Puedes usarlas como te plazca —respondió Karsa, que también se levantaba—. Asegúrate de dormir esta noche, Bairoth Gild.

—Lo haré.

Durante la primera hora de luz oyeron perros al fondo del valle boscoso. Ruidos que se desvanecieron cuando volvieron sobre sus pasos por el alto sendero del acantilado. Cuando tuvieron el sol justo encima, Delum encontró un camino serpenteante que bajaba y empezaron el descenso.

A media tarde se toparon con claros repletos de tocones y olieron el humo de la aldea. Delum desmontó y se deslizó por delante.

Regresó unos minutos después.

—Como supusiste, caudillo. Vi once ancianos, el triple de mujeres y trece jóvenes, todos muy jóvenes, me imagino que los mayores están con la partida de caza. No hay caballos, ni perros. —El guerrero volvió a montar.

Los tres guerreros uryd prepararon las espadas. Después, cada uno sacó los frascos de aceite de sangre y roció con unas gotas los ollares de sus destreros. Las cabezas se echaron hacia atrás, los músculos se tensaron.

—Yo tomo el flanco derecho —dijo Bairoth.

—Y yo el centro —anunció Karsa.

—Y por tanto, yo el izquierdo —dijo Delum, después frunció el ceño—. Se dispersarán alejándose de ti, caudillo.

—Hoy me siento generoso, Delum Thord. Esta aldea será tu gloria y la de Bairoth. Asegúrate de que ninguno escapa por el otro lado.

—Ninguno escapará.

—Y si alguna mujer intenta prender fuego a una casa para hacer volver la partida de caza, asesínala.

—No serían tan necias —dijo Bairoth—. Si no se resisten, se quedarán con nuestra semilla, pero vivirán.

Los tres quitaron las riendas de los caballos y se las ataron alrededor de la cintura. Se acoplaron más por los hombros de sus monturas y levantaron las rodillas.

Karsa deslizó la muñeca por la correa de la espada y giró una vez el arma en el aire para apretarla. Los otros hicieron lo mismo. Bajo él, Estragos temblaba.

—Guíanos, caudillo —dijo Delum.

Una ligera presión hizo lanzarse a Estragos hacia delante, tres zancadas y a medio galope, lento y casi perezoso cuando cruzaron el claro repleto de tocones. Un leve giro a la izquierda los llevó hacia el camino principal. Al llegar, Karsa levantó la espada y la metió en el campo visual del caballo de batalla. La bestia emprendió el galope.

Con siete largas zancadas estaban en la aldea. Los compañeros de Karsa ya se habían separado hacia los lados para aparecer por detrás de las casas y le habían dejado a él la arteria principal. Karsa vio allí figuras, justo delante, cabezas que se volvían. Resonó un chillido en el aire. Los niños se dispersaron.

Las espadas comenzaron a repartir golpes, partían con facilidad los huesos jóvenes. Karsa miró a su derecha y Estragos cambió de dirección, los cascos se extendieron para dar unas coces y atrapar y después pisotear a un anciano. Caballo y jinete se abalanzaron sobre sus víctimas, persiguiendo y masacrando. Al otro extremo de las casas, más allá de las zanjas de desperdicios, resonaron más gritos.

Karsa llegó al otro extremo. Vio a un único joven que había salido disparado hacia los árboles y se lanzó en su persecución. El muchacho llevaba una espada de prácticas. Al oír los golpes secos y pesados de la carga de Estragos que se acercaban a toda prisa (y con la seguridad del bosque todavía demasiado lejos), el chico dio media vuelta.

El golpe de Karsa atravesó la espada de prácticas y después el cuello. Un cabezazo de Estragos envió el cuerpo decapitado del joven al suelo.

Yo perdí un primo de igual manera. Derribado por un rathyd. Se llevaron orejas y lengua. El cuerpo quedó colgado por un pie de una rama. La cabeza apoyada debajo, manchada de excrementos. A ese acto se ha respondido. Respondido.

Estragos fue frenando y después giró en redondo.

Karsa volvió la vista y contempló la aldea. Bairoth y Delum habían hecho su masacre y ya estaban conduciendo a las mujeres hacia el claro que rodeaba la hoguera de la aldea.

Estragos lo volvió a llevar a la aldea al trote.

—Las mujeres del jefe me pertenecen —anunció Karsa.

Bairoth y Delum asintieron y Karsa vio el júbilo de sus espíritus en la facilidad con la que habían renunciado al privilegio. Bairoth miró a las mujeres y señaló con la espada. Una atractiva mujer de mediana edad se adelantó seguida por una versión más joven, una muchacha quizá de la misma edad que Dayliss. Las dos estudiaron a Karsa con tanta atención como él las estudió a ellas.

—Bairoth Gild y Delum Thord, tomad a vuestras primeras entre las otras. Yo vigilaré.

Los dos guerreros sonrieron, desmontaron y se abalanzaron entre las mujeres para elegir una cada uno. Después se desvanecieron en casas separadas llevando a sus premios de la mano.

Karsa observó con las cejas alzadas.

La mujer del jefe bufó.

—Tus guerreros no fueron ciegos a la impaciencia de esas dos —dijo.

—Sus guerreros, ya sean padre o compañero, no estarán complacidos con tanta impaciencia —comentó Karsa. Las mujeres uryd jamás

—Nunca lo sabrán, caudillo —respondió la mujer del jefe—, a menos que tú se lo digas, ¿y qué probabilidad hay de eso? No te darán tiempo para pullas antes de matarte. Ah, ya casi lo veo —añadió la mujer al tiempo que se acercaba para mirarlo a la cara—. Querías creer que las mujeres uryd son diferentes, y ahora te das cuenta de que no es así. Todos los hombres son unos necios, pero ahora tú quizá lo seas un poco menos cuando la verdad se introduzca sigilosa en tu corazón. ¿Cómo te llamas, caudillo?

—Hablas demasiado —gruñó Karsa, después se irguió un poco más—. Soy Karsa Orlong, nieto de Pahlk…

—¿Pahlk?

—Sí —sonrió Karsa—. Veo que lo recuerdas.

—Yo era una niña, pero sí, es bien conocido entre nosotros.

—Vive todavía y duerme tranquilo a pesar de las maldiciones que habéis depositado sobre su nombre.

La mujer se rio.

—¿Maldiciones? No hay ninguna. Pahlk inclinó la cabeza al rogarnos que le permitiéramos pasar por nuestras tierras…

—¡Mientes!

La mujer lo estudió y después se encogió de hombros.

—Como tú digas.

Una de las mujeres gritó desde una de las casas, un grito más de placer que de dolor.

La mujer del jefe volvió la cabeza.

—¿En cuántas de nosotras depositaréis vuestra semilla, caudillo?

Karsa se acomodó en el caballo.

—Todas vosotras. Once cada uno.

—¿Y cuántos días llevará eso? ¿Quieres que cocinemos también para vosotros?

—¿Días? Piensas como una anciana. Somos jóvenes. Y si fuera necesario, tenemos aceite de sangre.

La mujer abrió mucho los ojos. Tras ella, las otras empezaron a murmurar y susurrar. La mujer del jefe se dio la vuelta y las hizo callar con una sola mirada, después se enfrentó a Karsa una vez más.

—Jamás has usado aceite de sangre de este modo, ¿verdad? Es cierto, sentirás fuego en las ingles. Notarás la dureza durante días enteros. Pero, caudillo, no sabes lo que nos hará a cada una de nosotras. Yo lo sé, pues yo también fui joven y necia en otro tiempo. Ni siquiera la fuerza de mi marido pudo impedir que le hundiera los dientes en la garganta y todavía conserva las cicatrices. Hay más. Lo que para vosotros durará menos de una semana, a nosotras nos perseguirá durante meses.

—Así pues —respondió Karsa—, si no matamos nosotros a vuestros maridos, lo haréis vosotras a su regreso. Me complace.

—Vosotros tres no sobreviviréis a esta noche.

—Será interesante, ¿no te parece? —sonrió Karsa—, ver quién entre Bairoth, Delum y yo lo va a necesitar primero. —Se dirigió a todas las mujeres—. Os sugiero a todas y cada una que os mostréis impacientes, para no ser las primeras en fallarnos.

Bairoth apareció y le hizo un gesto a Karsa.

La mujer del jefe suspiró e hizo adelantarse a su hija con la mano.

—No —dijo Karsa.

La mujer se detuvo, confusa de repente.

—Pero… ¿no querrás engendrar un hijo? Tu primera es la que llevará más semilla…

—Sí, así es. ¿Acaso ya has dejado atrás la edad de concebir?

Después de un largo instante, la mujer negó con la cabeza.

—Karsa Orlong —susurró—, buscas que mi marido te maldiga, quemará sangre en los labios de piedra de la propia Imroth.

—Sí, es probable. —Karsa desmontó y se acercó a ella—. Y ahora, llévame a tu casa.

La mujer se echó hacia atrás.

—¿La casa de mi marido? Caudillo… no, por favor, escojamos cualquier otra.

—La casa de tu marido —gruñó Karsa—. Yo ya he terminado con la charla, y tú también.

Una hora antes del atardecer, Karsa llevó a la última de sus premios, la hija del jefe, hacia la casa. Bairoth, Delum y él no habían necesitado el aceite de sangre, lo que daba fe, afirmaba Bairoth, de la capacidad uryd, aunque Karsa sospechaba que el verdadero mérito pertenecía al celo y la desesperada creatividad de las mujeres rathyd e incluso así, los últimos para cada uno de los guerreros habían sido precipitados.

Tras llevar a la joven al interior de la oscura casa con su fuego moribundo, Karsa cerró la puerta de golpe y dejó caer el pestillo. La chica se volvió para mirarlo con una inclinación curiosa de la barbilla.

—Madre dijo que eras sorprendentemente dulce.

Karsa la miró. Es como Dayliss, pero no lo es. No hay veta oscura en esta. Es… diferente.

—Quítate la ropa.

La muchacha se desprendió a toda prisa de la túnica de piel de una sola pieza.

—Si hubiera sido la primera, Karsa Orlong, habría hecho un hogar para tu semilla. Tal es el día de mi rueda del tiempo.

—¿Habrías estado orgullosa?

La joven hizo una pausa para lanzarle una mirada sorprendida, después sacudió la cabeza.

—Habéis asesinado a todos los niños, a todos los ancianos. Pasarán siglos antes de que nuestra aldea se recupere y es muy posible que no lo haga, pues la cólera de los guerreros puede que los vuelva contra sus iguales y contra nosotras, mujeres, si acaso escaparais.

—¿Escapar? Échate, ahí, donde lo hizo tu madre. A Karsa Orlong no le interesa la huida. —Se adelantó para detenerse sobre ella—. Vuestros guerreros no regresarán. La vida de esta aldea ha terminado, y en el interior de muchas de vosotras yace ya la semilla de los uryd. Id allí, todas vosotras, para vivir entre mi pueblo. Y tú y tu madre, id a la aldea donde yo nací. Aguardadme en ella. Criad a vuestros hijos, mis hijos, como uryd.

—Eres audaz en tus afirmaciones, Karsa Orlong.

El guerrero empezó a quitarse los cueros.

—Más que afirmaciones, ya veo —comentó la joven—. No hay necesidad, entonces, para el aceite de sangre.

—Dejaremos el aceite de sangre, tú y yo, para mi regreso.

La chica abrió mucho los ojos y se echó hacia atrás cuando él descendió sobre ella.

—¿No deseas saber mi nombre? —preguntó con una vocecita.

—No —gruñó él—. Te llamaré Dayliss.

Karsa no vio la vergüenza que embargó aquel rostro joven y hermoso. Ni tampoco percibió la oscuridad que sus palabras clavaron en el alma de aquella mujer.

En su interior, como en el de su madre, la semilla de Karsa Orlong halló su hogar.

Una tormenta tardía había descendido de las montañas y devorado las estrellas. Las copas de los árboles se agitaban a merced de un viento que no hacía esfuerzo alguno por bajar más y creaba un rugido de sonidos en el cielo y una extraña calma entre los troncos. Los rayos parpadeaban, pero la voz del trueno tardaba en llegar.

Atravesaron con los caballos una hora de oscuridad y después encontraron cerca del camino un viejo campamento que había dejado la partida de caza. Los guerreros rathyd habían sido descuidados en su furia y habían dejado demasiados rastros de su paso. Delum juzgó que había doce adultos y cuatro jóvenes a caballo en ese grupo concreto, quizás un tercio de todas las fuerzas de la aldea. Ya habían soltado a los perros para que se repartieran en jaurías propias y ninguna acompañaba al grupo que perseguían los uryd.

Karsa estaba complacido. Los avispones habían salido del nido, pero volaban a ciegas.

Comieron otra vez la envejecida carne del oso y después Bairoth de nuevo desenvolvió el cráneo del oso y reanudó la tarea de envolver las tiras, esa vez alrededor del morro para después tensarlas con fuerza entre los dientes. Los cabos que quedaban colgando eran largos, de un brazo y medio de longitud. Karsa comprendió entonces lo que estaba elaborando Bairoth. Con frecuencia se empleaban dos o tres cráneos de lobo para esa arma concreta, solo un hombre de la fuerza y el peso de Bairoth podía conseguir lo mismo con el cráneo de un oso gris.

—Bairoth Gild, lo que creas dejará un hilo brillante en la leyenda que estamos tejiendo.

El hombre lanzó un gruñido.

—A mí me dan igual las leyendas, caudillo. Pero pronto nos estaremos enfrentando a rathyd en caballos de batalla.

Karsa sonrió en la oscuridad, pero no dijo nada.

Un viento suave bajó por la ladera.

Delum levantó la cabeza de repente y se levantó en silencio.

—Huelo a pelo mojado —dijo.

Todavía no había llovido.

Karsa se quitó el arnés de la espada y dejó el arma en el suelo.

—Bairoth —susurró—, quédate aquí. Delum, llévate contigo tu juego de cuchillos, deja aquí la espada. —Se levantó e hizo un gesto—. Ve delante.

—Caudillo —murmuró Delum—. Es una manada que la tormenta ha hecho bajar de las tierras altas. No han captado nuestro rastro todavía, pero tienen el oído muy fino.

—¿No te parece —preguntó Karsa— que se habrían puesto a aullar si nos hubieran oído?

Bairoth lanzó un bufido.

—Delum, con tanto estruendo no han oído nada.

Pero Delum sacudió la cabeza.

—Hay sonidos altos y hay sonidos bajos, Bairoth Gild, y cada uno viaja por su propia corriente. —Se giró y miró a Karsa—. Respondo a tu pregunta, caudillo: quizá no, si no están seguros de si somos uryd o rathyd.

Karsa esbozó una gran sonrisa.

—Todavía mejor. Llévame con ellos, Delum Thord. He pensado mucho en este asunto de los perros rathyd, las jaurías sueltas. Llévame con ellos y mantén tus cuchillos de lanzamiento a mano.

Estragos y los otros dos caballos de batalla habían flanqueado sin ruido a los guerreros durante la conversación y en ese momento todos se encaraban hacia la ladera con las orejas aguzadas.

Después de dudarlo un momento, Delum se encogió de hombros, se agachó y se internó en el bosque con Karsa detrás.

La ladera se hacía más escarpada tras una veintena de pasos. No había sendero y los troncos de los árboles caídos hacían que la travesía fuera difícil y lenta, aunque las gruesas ringleras de musgo húmedo favorecían que el paso de los guerreros teblor fuera prácticamente silencioso. Llegaron a un saliente más plano, de unos quince pasos de anchura y diez de profundidad; enfrente, un risco alto desgarrado por las grietas. Unos cuantos árboles se apoyaban en la roca, grises y muertos. Delum examinó el risco y se dispuso a acercarse a una hendidura estrecha y llena de tierra, cerca del extremo izquierdo del risco que servía de camino para los animales, pero Karsa lo contuvo con la mano y se inclinó sobre él.

—¿A qué distancia están?

—Cincuenta latidos. Todavía tenemos tiempo para trepar por aquí…

—No. Nos colocamos aquí. Ponte en ese saliente de la derecha y prepara los cuchillos.

Con una expresión perpleja, Delum hizo lo que le mandaban. El saliente estaba a medio camino risco arriba. En unos momentos estaba en posición.

Karsa se acercó a la pista de los animales. Un pino muerto había caído desde la ladera y había cogido el mismo camino en su descenso hasta detenerse a medio paso a la izquierda del sendero. Karsa llegó hasta él y le dio al tronco un pequeño empujón. La madera todavía era sólida. Trepó por ella a toda prisa y después, con los pies en las ramas, se giró hasta que quedó mirando la extensión plana del saliente, con la pista de animales casi al alcance de la mano a su izquierda y el tronco y el risco a su espalda.

Después esperó. No podía ver a Delum desde su ubicación, a no ser que se inclinara hacia delante, cosa que bien podría arrancar al árbol del risco y llevárselo a él en una caída estruendosa y quizá dañina. Tendría que confiar, por tanto, en que Delum entendiese cuáles eran sus intenciones y actuara en consecuencia cuando llegara el momento.

Unas piedras resbalaron por la pista.

Los perros habían comenzado el descenso.

Karsa aspiró una bocanada lenta de aire y lo contuvo en los pulmones.

El líder de la jauría no sería el primero. Con toda probabilidad el segundo, a un latido seguro o dos del explorador.

El primer perro pasó gateando junto a la posición de Karsa, entre un revuelo de piedras, ramas y tierra; el impulso lo llevó a adentrarse media docena de pasos en el saliente plano, donde se detuvo, y levantó la nariz para husmear el aire. Se le pusieron los pelos de punta y se movió con cautela hacia el borde del saliente.

Otro perro bajaba por la pista, una bestia más grande que levantaba más desechos a su paso que el primero. Cuando apareció la cabeza llena de marcas y los hombros, Karsa supo que había encontrado al líder de la jauría.

El animal llegó al saliente.

Justo cuando el explorador empezó a volver la cabeza.

Karsa saltó.

Las manos se le dispararon para coger al líder por el cuello y derribarlo, volvió a la bestia de espaldas y le cerró la mano izquierda sobre la garganta, mientras con la derecha le sujetaba las dos patas delanteras que se agitaban y pateaban justo por encima de las garras.

El perro se puso frenético bajo él, pero Karsa se mantuvo firme.

Más perros bajaron precipitándose por la pista y después se desplegaron, alarmados y confundidos de repente.

Los gruñidos del líder se habían convertido en gañidos.

Unos dientes salvajes habían desgarrado la muñeca de Karsa hasta que el guerrero consiguió subir la presa por debajo de la mandíbula del perro y empezar a ahogarlo. El animal se retorcía, pero ya había perdido y los dos lo sabían.

Igual que el resto de la jauría.

Karsa levantó al fin la mirada para estudiar a los perros que lo rodeaban. Cuando el guerrero levantó la cabeza, todos los animales dieron un paso atrás, todos salvo uno. Un macho joven y fornido que se agachó y avanzó con sigilo.

Dos de los cuchillos de Delum se hundieron con un ruido sordo en el animal, uno en la garganta y otro detrás del hombro derecho. El perro cayó al suelo con un gruñido estrangulado y después se quedó muy quieto. Los otros miembros de la jauría retrocedieron todavía más.

El líder se había quedado inmóvil bajo Karsa. El guerrero le enseñó los dientes y fue bajando poco a poco hasta que puso la mejilla junto a la mandíbula del perro. Después le habló al perro al oído.

—¿Has oído ese grito de muerte, amigo? Ese era tu contrincante. Eso debería complacerte, ¿no? Ahora, tu jauría y tú me pertenecéis a mí. —Mientras hablaba con tono suave y tranquilizador iba soltando poco a poco la garganta del perro. Un momento después, Karsa se echó hacia atrás, cambió el peso de lado y retiró el brazo del todo para después soltar las patas delanteras del perro.

La bestia se puso en pie con cierto esfuerzo.

Karsa se irguió, se acercó más al perro y sonrió al ver que bajaba la cola.

Delum abandonó el saliente.

—Caudillo —dijo al acercarse—. Doy fe de lo ocurrido. —Después recuperó sus cuchillos.

—Delum Thord, eres a la vez testigo y participante, pues yo vi tus cuchillos y fueron muy oportunos.

—El rival del líder vio su momento.

—Y tú lo comprendiste.

—Ahora tenemos una jauría que luchará por nosotros.

—Sí, Delum Thord.

—Iré por delante de ti de regreso con Bairoth, entonces. Hará falta calmar a los caballos.

—Te daremos unos momentos.

Al borde del saliente, Delum hizo una pausa y se volvió para mirar a Karsa.

—Ya no temo a los rathyd, Karsa Orlong. Ni a los sunyd. Ahora creo que Urugal camina en verdad contigo en este viaje.

—Entonces has de saber algo, Delum Thord. No me conformo con ser paladín entre los uryd. Un día, todos los teblor se arrodillarán ante mí. Este, nuestro viaje a otras tierras, no es más que una exploración del enemigo al que un día nos enfrentaremos. Nuestro pueblo ha dormido durante demasiado tiempo.

—Karsa Orlong, no dudo de ti.

La sonrisa con la que le respondió Karsa fue fría.

—Y, sin embargo, en otro tiempo lo hiciste.

Ante eso, Delum solo se encogió de hombros, después se dio la vuelta y emprendió la marcha ladera abajo.

Karsa se examinó el mordisco de la muñeca, bajó la cabeza para mirar al perro y se echó a reír.

—Tienes el sabor de mi sangre en la boca, bestia. Urugal se precipita ahora a aferrarse a tu corazón; así pues, tú y yo estamos unidos. Ven, camina a mi lado. Te llamo Mordisco.

Había once perros adultos en la jauría y tres no del todo crecidos. Se pusieron detrás de Karsa y Mordisco, y dejaron a su pariente caído y solo, gobernante sin rival del saliente que había bajo el risco. Hasta que llegaron las moscas.

Hacia mediodía, los tres guerreros uryd y su jauría descendieron al centro de los tres pequeños valles en su travesía al sudeste por tierras rathyd. Era obvio que la partida de caza que rastreaban comenzaba a caer en la desesperación tras haber viajado tanto en su busca. Era también evidente que los guerreros que los precedían habían evitado el contacto con otras aldeas de la zona. Su prolongado fracaso se había convertido en una vergüenza que los perseguía.

A Karsa eso le decepcionaba un poco, pero se consoló pensando que el relato de sus hazañas viajaría de todos modos, lo suficiente para hacer de su viaje de regreso por territorio rathyd una tarea más letal e interesante.

Delum juzgó que la partida de caza estaba a apenas un tercio de día por delante de ellos. Habían ralentizado el paso y habían enviado exploradores hacia ambos lados en busca de un rastro que no existía todavía. Sin embargo, Karsa no se permitió por ello ni un momento de regocijo, después de todo, había otros dos grupos que habían salido de esa misma aldea rathyd, grupos que seguramente irían a pie, se moverían con cautela y dejarían pocos rastros de su sigiloso paso. En cualquier momento podrán cruzar el rastro uryd.

La jauría de perros no se alejaba del lado por donde soplaba el viento y avanzaban a zancadas, sin esfuerzo, junto al trote de los caballos. Bairoth se había limitado a sacudir la cabeza al oír el relato de Delum de las hazañas de Karsa, aunque de las ambiciones de Karsa, Delum, por curioso que fuera, no dijo nada.

Llegaron al fondo del valle, un lugar de piedras caídas entre abedules, píceas negras, álamos temblones y alisos. Los restos de un río se filtraban por el musgo y los tocones podridos y formaban charcos negros que no daban indicación alguna de su profundidad. Muchos de esos agujeros estaban ocultos entre los cantos rodados y los árboles caídos. Frenaron el paso y fueron adentrándose con cautela en el bosque.

Muy poco después llegaron a la primera de las pasarelas elevadas de madera y cieno prensado que los rathyd de ese valle habían construido hace mucho tiempo, y que todavía mantenían aunque sin mucho entusiasmo. Las largas hierbas que llenaban las junturas daban fe de la falta de uso de esa en concreto, pero su dirección convenía a los guerreros uryd, así que desmontaron y condujeron a los caballos hasta el camino elevado.

Este crujía y se mecía bajo el peso combinado de caballos, teblor y perros.

—Será mejor que nos repartamos y sigamos a pie —dijo Bairoth.

Karsa se agachó y estudió los troncos mal talados.

—La madera sigue siendo sólida —comentó.

—Pero los pilares están clavados en el barro, caudillo.

—No es barro, Bairoth Gild. Es turba.

—Karsa Orlong tiene razón —dijo Delum mientras volvía a subirse a su destrero—. El camino puede que cabecee, pero los puntales cruzados que hay debajo evitarán que se ladee. Bajamos por el centro en una sola fila.

—No tiene mucho sentido —le dijo Karsa a Bairoth— tomar este sendero si después nos arrastramos por él como caracoles.

—El riesgo, caudillo, es que nos hacemos mucho más visibles.

—Mejor entonces que nos movamos deprisa.

Bairoth hizo una mueca.

—Como digas, Karsa Orlong.

Con Delum por delante, cabalgaron a trote lento por el centro de la pasarela. La jauría los seguía. A ambos lados, los únicos árboles que llegaban al nivel de los ojos de los guerreros montados eran abedules muertos cuyas ramas, negras y sin hojas, estaban envueltas en la telaraña de los nidos de las orugas. Los árboles vivos (álamos temblones, alisos y olmos) no les llegaban más allá del pecho con su palpitante dosel de polvorientas hojas verdes. A lo lejos se veían píceas negras más altas. En su mayor parte, parecían muertas o moribundas.

—El antiguo río está regresando —comentó Delum—. Este bosque se ahoga poco a poco.

Karsa lanzó un gruñido antes de hablar.

—Este valle se mete en otros y todos llevan al norte, hasta la fisura de los buryd. Pahlk estaba entre los ancianos teblor que se reunieron allí hace sesenta años. El río de hielo que llenaba la fisura había muerto, de repente, y había empezado a fundirse.

Tras Karsa cabalgaba Bairoth, que habló entonces.

—Nunca supimos lo que los ancianos de todas las tribus descubrieron allí arriba, ni si habían encontrado lo que fuera que estuviesen buscando.

—No sabía que estaban buscando algo en concreto —murmuró Delum—. La muerte del río de hielo se oyó en cien valles, incluyendo el nuestro. ¿Es que no viajaron hasta la fisura solo para descubrir lo que había pasado?

Karsa se encogió de hombros.

—Pahlk me habló de una multitud de bestias que habían estado congeladas en el hielo durante innumerables siglos y que quedaron a la vista entre los bloques destrozados. El pelo y la carne se descongelaron, el suelo y el cielo cobraron vida con cuervos y buitres de montaña. Había marfil, pero la mayor parte estaba demasiado aplastado como para que pudiera ser de alguna utilidad. El río tenía un corazón negro, o eso reveló su muerte, y lo que yaciera en el interior de ese corazón había desaparecido o quedado destruido. Incluso así, había signos de una antigua batalla acaecida en ese lugar. Huesos de niños. Armas de piedra, todas rotas.

—Eso es más de lo que yo nunca… —empezó a decir Bairoth, después se detuvo.

La pasarela, que había estado reverberando bajo su paso, había adquirido de repente un bramido más profundo y sincopado. Por delante, la pasarela dibujaba una curva que tenían a cuarenta pasos de distancia, a la izquierda, y desaparecía tras los árboles.

La jauría de perros empezó a hacer chascar las mandíbulas en una advertencia sorda. Karsa se giró y vio a unos doscientos pasos por detrás, en la pasarela, a una docena de guerreros rathyd a pie. Se alzaron armas en una promesa silenciosa.

Y sin embargo el sonido de los cascos… Karsa se volvió de nuevo hacia delante y vio a seis jinetes doblar la curva. Los gritos de guerra resonaron en el aire.

—¡Despejad un trozo! —bramó Bairoth mientras conducía su caballo junto a Karsa y luego Delum. El cráneo de oso saltó por los aires y chasqueó al alcanzar el extremo de las correas. Bairoth empezó a hacer girar el cráneo, atado e inmenso, por encima de su cabeza y la del caballo, usando las dos manos y con las rodillas encima de los hombros del destrero. El cráneo emitía al girar un zumbido profundo. La montura avanzaba a grandes zancadas.

Los jinetes rathyd cargaban a toda velocidad. Cabalgaban en columna de a dos, el borde de la pasarela les quedaba a menos de medio brazo de distancia por ambos lados.

Se habían acercado a escasos veinte pasos de Bairoth cuando el guerrero soltó el cráneo de oso.

Cuando se utilizaban dos o tres cráneos de lobo de este modo, era para atar o romper piernas. Pero el objetivo de Bairoth estaba más alto. El cráneo golpeó al caballo de guerra de la izquierda con una fuerza que hizo pedazos el pecho del animal. La sangre brotó de la nariz y la boca del caballo. Al derrumbarse, se interpuso en el camino de la bestia que iba a su lado, no más que el simple choque de un casco contra el hombro, pero suficiente para hacerlo girar como loco y lanzarse de la pasarela. Las patas se partieron y el guerrero rathyd salió volando por encima de la cabeza de su cabalgadura.

El jinete del primer caballo aterrizó en la pasarela bajo los cascos del animal de Bairoth con un impacto capaz de romper varios huesos. Los cascos del caballo de guerra aporrearon la cabeza del hombre en tan rápida sucesión que la dejaron destrozada.

La carga perdió fuerza. Cayó otro caballo que tropezó con un chillido con las patas salvajes de la bestia que bloqueaba la pasarela.

Bairoth emitió el grito de guerra uryd y azuzó a su caballo. Con el impulso de un salto salvaron al primer caballo derribado. El guerrero rathyd del otro caballo caído empezaba a subir gateando y tuvo tiempo de levantar la cabeza y ver el filo de la espada de Bairoth que le caía sobre el puente de la nariz.

De repente Delum estaba detrás de su camarada. Dos cuchillos salieron disparados por el aire y pasaron por la derecha de Bairoth. Se oyó un estallido agudo cuando una pesada espada rathyd cortó el aire para bloquear uno de los cuchillos, después un jadeo húmedo cuando el segundo cuchillo encontró la garganta del hombre.

Quedaban dos de los enemigos, uno para Delum y otro para Bairoth, y así los duelos podían empezar.

Karsa, tras ver el efecto del ataque inicial de Bairoth, había hecho girar su montura en redondo. La espada en las manos, la hoja destellando en el campo de visión de Estragos, y los dos bajaron cargando por la pasarela contra la banda que los perseguía.

La jauría de perros se hizo a los lados para esquivar el trueno de los cascos y después salieron como rayos tras jinete y caballo.

Por delante, ocho adultos y cuatro jóvenes.

Una orden ladrada envió a los jóvenes a ambos lados de la pasarela y después al suelo. Los adultos querían espacio y al ver su obvia confianza cuando formaron una uve invertida que ocupaba toda la pasarela, con las armas listas, Karsa se echó a reír.

Los guerreros querían que bajara por el centro de esa uve invertida, una táctica que, si bien mantenía la fiera velocidad de Estragos, también exponía a caballo y jinete a los ataques por los flancos. Las expectativas de los rathyd encajaban bien con la intención del atacante… si el atacante no hubiera sido Karsa Orlong.

—¡Urugal! —bramó al tiempo que se alzaba sobre los hombros de Estragos—. ¡Sé mi testigo! —Levantó la espada, con la punta adelantada, por encima de la cabeza de su destrero y fijó la mirada en el guerrero rathyd del extremo de la izquierda de la uve.

Estragos percibió el cambio de atención y orientó su carga justo momentos antes del contacto, con los cascos aporreando el borde mismo de la pasarela.

El rathyd que tenían justo delante se las arregló para dar un único paso atrás al tiempo que lanzaba un tajo con las dos manos por encima de la cabeza contra el morro de Estragos al pasar.

Karsa cogió esa espada con la suya, giró y echó la pierna derecha hacia delante y la izquierda hacia atrás. Estragos viró bajo él y se lanzó hacia el centro de la pasarela.

La uve se había derrumbado y todos los guerreros rathyd estaban a la izquierda de Karsa.

Estragos cruzó con él la pasarela en diagonal. Con un relincho de felicidad, Karsa lanzó cuchilladas y tajos repetidos, su hoja encontró carne y hueso con tanta frecuencia como encontró arma. Estragos giró en redondo repentinamente antes de llegar al extremo opuesto y lanzó varias coces con las patas traseras. Al menos una acertó y lanzó un cuerpo destrozado por el puente.

Llegó entonces la jauría. Los cuerpos se lanzaron con un gruñido sobre los guerreros rathyd, la mayor parte de los cuales se habían girado al entablar combate con Karsa y por tanto presentaban las espaldas expuestas a los perros enloquecidos. Los chillidos llenaron el aire.

Karsa hizo virar a Estragos y volvieron a abalanzarse sobre la multitud salvaje. Dos de los rathyd se las habían arreglado para abrirse camino entre los perros, la sangre les chorreaba de las espadas cuando empezaron a retirarse por la pasarela.

Karsa bramó un desafío y salió disparado hacia ellos.

Y le escandalizó ver que los dos se tiraban de la pasarela.

—¡Cobardes sin sangre en las venas! ¡Soy testigo de vuestros actos! ¡Vuestros jóvenes son testigos de vuestros actos! ¡Estos malditos perros son testigos de vuestros actos!

Los vio reaparecer, ya sin las armas, arrastrándose y tropezando por el pantano.

Llegaron Delum y Bairoth, que desmontaron para añadir sus espadas al frenesí maníaco de los perros supervivientes, que desgarraban sin cesar a los rathyd caídos.

Karsa apartó a Estragos de allí, con los ojos todavía en los guerreros que huían y a los que se habían unido en ese momento los cuatro jóvenes.

—¡Soy testigo de vuestros actos! ¡Urugal es testigo de vuestros actos!

Mordisco, con el pelo negro y gris apenas visible bajo las salpicaduras de sangre y carne, se acercó jadeando y se colocó junto a Estragos con los músculos palpitando, pero sin ninguna herida a la vista. Karsa echó la vista atrás y comprobó que quedaban cuatro perros más, mientras que un quinto había perdido una pata delantera y cojeaba dibujando un círculo rojo a un lado.

—Delum, venda la pata esa, la cauterizaremos luego.

—¿De qué sirve un perro de caza con tres patas, caudillo? —preguntó Bairoth, que respiraba con dificultad.

—Hasta un perro de tres patas tiene orejas y una nariz, Bairoth Gild. Un día, esa perra se tenderá con el morro gris y bien gorda ante mi fuego, eso lo juro. Y ahora, ¿estáis alguno herido?

—Arañazos. —Bairoth se encogió de hombros y se dio la vuelta.

—Yo he perdido un dedo —dijo Delum mientras sacaba una correa de cuero y se acercaba a la perra herida—, pero no de los importantes.

Karsa miró una vez más a los rathyd que se retiraban. Ya casi habían llegado a un bosquecillo de píceas negras. El caudillo les lanzó una última mirada de desdén y después posó una mano en la frente de Estragos.

—Mi padre estaba en lo cierto, Estragos. Jamás he montado un caballo como tú.

Una oreja se ladeó al oír sus palabras. Karsa se inclinó hacia delante y posó los labios en la frente de la bestia.

—Nos convertiremos, tú y yo —le susurró al animal— en leyenda. Leyenda, Estragos. —Se irguió, estudió el montón de cadáveres tirados en la pasarela y sonrió—. Es la hora de los trofeos, hermanos míos. Bairoth, ¿ha sobrevivido tu cráneo de oso?

—Creo que sí, caudillo.

—Tu hazaña fue nuestra victoria, Bairoth Gild.

El hombretón se volvió y estudió a Karsa con los ojos entrecerrados.

—Siempre me sorprendes, Karsa Orlong.

—Como a mí me sorprende tu fuerza, Bairoth Gild.

El hombre dudó y después asintió.

—Me conformo con seguirte, caudillo.

Siempre te conformaste, Bairoth Gild, y esa es la diferencia que hay entre nosotros.