Nunca había conseguido quedarme satisfecha del todo físicamente hasta el día en que empecé a masturbarme (tarde, relativamente tarde, a los diecinueve años, en una calurosa tarde de julio, un mes que odio, pero todo fue por pura casualidad).
Era como si hasta entonces hubiera estado escindida entre la percepción instintiva de un cuerpo, el mío, que podía llegar por sí mismo al placer, y la oscuridad, la nada, la ignorancia más absoluta, el fingimiento. No sabía a quién pedir consejo: los hombres, los jóvenes, se sienten más libres para hablar de la masturbación, para comparar sus atributos, para sincerarse, a veces con solemnidad, seriedad, y otras representando una torpe parodia; ellos pueden hacerlo; nosotras, en cambio, quizá no sepamos encontrar las palabras.
Hasta entonces había pensado que mi satisfacción dependía exclusivamente de la penetración, que los movimientos del pene (más bruscos, más suaves, a veces más lentos y circulares) o de cualquier otra cosa que me metiera dentro eran los que me producían el orgasmo. Por eso, las pocas veces que, torpemente, había tratado de masturbarme me había introducido primero un dedo, después dos, tres, y había simulado los movimientos del hombre, pero no había conseguido nada, todo lo más un pequeño escalofrío, un estremecimiento causado por el recuerdo de algún coito anterior, pero nada físico, nada que se produjera por sí solo.
Probé con una vela pensando que mis dedos no serían lo suficientemente largos, que era un problema de dimensiones. Una noche, mientras mi madre y mi hermano dormían, entré en la despensa y, sin hacer ruido, busqué una de las velas amarillas que mi madre tenía guardadas para cuando se iba la luz.
Volví a mi habitación, me quité el camisón (un camisón blanco bordado con rositas, un camisón de niña), abrí las piernas y me metí la vela.
No sentí nada, aparte del gusto por lo prohibido y la excitación por aquella postura insólita y un poco obscena con las piernas abiertas y la vela metida hasta la mitad.
Tenía relaciones fugaces con chicos inexpertos y con hombres más experimentados, pero seguía insatisfecha: junto a aquellos hombres, en las cálidas camas que olían a esperma, me preguntaba si existirían otros caminos.
Así pues, una tarde, una calurosa tarde de julio, como ya he dicho antes, me tumbé en la cama completamente desnuda para huir del bochorno y pensé en el primer recuerdo que tenía del placer.
Era un recuerdo un poco borroso, anterior a la primera relación sexual, anterior al ciclo menstrual, quizás anterior a todo.
Me vi en el gimnasio del colegio, trepando y después dejándome deslizar por la pértiga con las piernas apretadas; el frotamiento me producía calor, un calor embriagador, una sensación desconocida que entonces llamé «efecto pértiga» y que, seguramente, como pensé aquella calurosa tarde de julio, no tuviera nada que ver con la penetración, sino con el frotamiento.
Comencé a acariciarme, sentía que mi instinto podía guiarme, sólo debía dejarlo emerger, me rocé los pezones con la palma de la mano (se hincharon al instante), y el vientre blanco (una blancura sólo interrumpida por alguna que otra estría), después la mano empezó a descender, me acaricié tímidamente el vello púbico (espeso, un poco áspero, rizado) y la parte interior de los muslos, y entonces mi dedo, el tercer dedo de la mano derecha, comenzó a demorarse en tomo a los labios menores y encontró una parte del cuerpo desconocida: la notaba endurecerse progresivamente, me sentía turbada por la sorpresa, mis movimientos se hicieron más rápidos y convulsivos, imaginé que, sentado junto a mí, había un hombre mirándome, el placer aumentaba, un placer parecido a un mareo, a una espiral de aire caliente que me envolvía y me alzaba.
No pude contener un grito, los latidos de mi corazón se hicieron más breves y acelerados, y sentí entre las piernas el reguero de un líquido espeso.
Como un hombre, por fin, sin un hombre.
Antes de subir al tren busco en el bolso el perfume que estoy segura de haberme traído, lo reconozco al tacto: es un frasco grande con un tapón de plástico. Lo compré en un «Todo a cien» de París (la última vez que estuve allí me compré cuatro, las cajas son muy bonitas, son todas de colores y con una reproducción plateada de la torre Eiffel), en uno de esos grandes bazares donde se puede encontrar de todo a diez francos: bragas, figuritas de cerámica, juguetes, calcetines y mercancía varia colocada en desorden sobre las repisas y dentro de los cestos (a menudo he rebuscado dentro de ellos un poco apurada intentando conseguir alguna ganga, he rebuscado entre las bragas junto a jóvenes asiáticas y gruesas mujeres de color que me arrebataban las cosas de las manos, me he entretenido en esos lugares que se encuentran en los barrios periféricos, en la Rue de Ménilmontant, en Barbes).
Se llama Parfum de la Ville de Paris y tiene un fuerte e intenso olor a vainilla, como el de algunos aftershaves, pero se va enseguida. Me echo varias gotas detrás de las orejas y en las muñecas.
El tren sale a las ocho menos veinte, hay un tren que va Módena cada hora, siempre a menos veinte, los intercity salen con más frecuencia, pero hay que pagar un suplemento, mientras que los que salen a menos veinte son trenes de cercanías que parten siempre, o casi siempre, del andén dos del sector oeste, y no hay que pagar ningún suplemento.
Todas las noches me encuentro con la misma gente y, aunque el viaje es muy corto, con algunos hablo un poco.
Sé que estamos llegando a Módena porque justo antes aparece el cartel verde del centro comercial I Portali. Una voz, siempre la misma, anuncia: «Módena, estación de Módena, transbordo para Carpi, Suzzara y Mantua». En el andén tres hay un reloj que parece marcar las nueve y dos minutos, pero no estoy muy segura porque las señales de los minutos están parcialmente ocultas por la aguja, estoy ansiosa, temo llegar tarde, puedo llegar a la hora que quiera, pero pregunto al hombre sentado a mi lado para tranquilizarme. Es un viejo a quien me parece haber visto antes, mastica un mondadientes y se rasca.
—Son las nueve, señorita.
—Gracias.
Veo a muchas mujeres negras vestidas con colores chillones esperando en pequeños grupos a lo largo del andén o sentadas en los escalones del paso subterráneo, hablan en voz alta en sus incomprensibles idiomas y ríen. Nunca había visto a tantas juntas, están por todas partes; visten minifaldas y mallas muy ceñidas, jerseys escotados, velos y bisutería, mucha bisutería, pendientes largos, brazaletes tintineantes y anillos.
Recuerdo un estudio realizado sobre la «prostitución móvil» de las mujeres que no pertenecen a la Comunidad Europea y que se trasladan en tren de una ciudad a otra, e inevitablemente comparo mis viajes con los suyos: Bolonia-Módena/Módena-Bolonia.
Trabajo en una línea de teléfono erótico y, como ellas, soy una profesional del sexo, pero me dedico a una forma de sexo virtual que mis amigos franceses llaman masturbation sophistiquée.
La sede del teléfono está muy cerca de la estación, enfrente de una gasolinera.
—Son sesenta mil liras por veinticinco minutos de conversación.
—Caray —dicen algunos—, por ese precio puedo buscarme una puta y hacer el amor de verdad.
Otros, en cambio, sienten curiosidad por la novedad, les gusta esa sensación que sólo una voz especial y ciertas palabras o fantasías pueden hacerles experimentar.
Llamo al segundo timbre de la segunda fila del interfono, el único donde no hay escrito nada (me divierte esta reserva) y digo que soy Lorena, es el nombre que he elegido para responder al teléfono (todas utilizamos nombres falsos, es como llevar una doble vida, a veces es divertido, pero otras puede ser una equivocación).
En la casa hay un pasillo con las paredes un poco desconchadas (al principio había colgado un viejo mapa de Italia en el que señalábamos las regiones desde donde llamaban más a menudo) y una centralita insonorizada con hueveras de cartón, donde las telefonistas responden por turno a uno de los cinco teléfonos que suenan sin parar y explican el funcionamiento y las formas de pago. Además hay un cuarto de baño con un teléfono (es una de las «habitaciones» para las conversaciones); una cocinita sucia llena de paquetes de azúcar y de café, también con un teléfono; un cuartito, que utilizamos cuando el cuarto de baño y la cocina están ocupados, y el despacho de Alessio, el jefe, o, mejor dicho, el titular, como le llaman todas con una especie de deferencia.
Lo conocí hace unos meses después de haber visto el anuncio en el Secondamano: «Necesitamos chicas desenvueltas para conversaciones especiales».
Quedamos en el bar de la estación de Módena: quería verme antes de enseñarme la sede del teléfono. Me invitó al café y empezó a hablar; yo le observaba divertida mientras él miraba hacia otro lado y se esforzaba por emplear circunloquios para no tener que decir «teléfono erótico» o bien «hacer el amor por teléfono» o «los que llaman deben correrse». Utilizaba extraños eufemismos que resultaban un poco ridículos, repetía a menudo «yo busco chicas serias y de confianza», me resultó simpático y decidí empezar.
Jessica fue la que me enseñó (se hacía llamar Jessica cuando contestaba al 144, y Morgana, como el hada, cuando contestaba al teléfono erótico, eran dos cosas muy diferentes, ya que en el 144 no hablábamos de sexo, sólo hacíamos confidencias y manteníamos conversaciones sobre distintos temas), trabajaba en el teléfono desde hacía casi un año, era morena, delgada y amable, y había dejado de estudiar, pero le hubiera gustado ser veterinaria y no hacía nada más que hablar de ello.
—Tienes que contestar desde la centralita y convencerles de que hagan la llamada erótica y dejen sus datos; trata de ser dulce pero firme, y no te dejes engañar si te piden: «Ofréceme una degustación, venga, dime algo», porque, si no, se divierten y después cuelgan. Si te dejan sus datos, les vuelves a llamar y les grabas la voz diciendo: «Me comprometo a pagar el cheque»; nos sirve de prueba en el caso de que no paguen. Después les dices que te vuelvan a llamar al cuarto de baño o a la cocina. Acuérdate de que, para ellos, que son unos pervertidos, estás desnuda en un dormitorio.
—¿Y qué tienen que hacer para pagar?
—Antes de empezar la conversación erótica les das los datos del apartado de Correos y les dices que, en el plazo de una semana, deben enviar el cheque al apartado STP, se lo haces escribir lentamente y después se lo haces repetir, porque a veces dicen que no han pagado porque se han equivocado, puedes incluso deletreárselo: S de Savana, T de Tunn y P de Palermo, aunque yo me encontré con uno que escribió enteros los nombres de las tres ciudades, un auténtico cretino, así pues, STP, apartado de Correos 120, Módena centro, especifica Módena centro, porque, si no, los cheques tardan mucho en llegar y Alessio se enfada.
—De acuerdo.
Durante un tiempo estuve observando a Jessica, que respondía con una gran profesionalidad y sabía ser persuasiva y sensual, pero también firme. Como no parecía complicado, empecé.
—Chúpame los pies, déjame que te chupe los tuyos.
El fetichista es puntual, como todas las noches: por una parte me inquieta y por otra me hace reír.
—Dime quién eres.
—Vamos, chúpame los pies.
—¿Sólo quieres eso?
—¿Llevas las uñas pintadas de rojo?
—Por supuesto.
—Entonces quiero lamerte los dedos lentamente, uno a uno…
En su perversión hay algo repetitivo, obsesivo, pero quizá la repetición sea un elemento necesario.
Enfrente de mí está Mónica, una nueva; yo he sido quien le he enseñado, lo cual quiere decir que ya ha pasado un poco de tiempo, marcado por dos trenes al día, por las largas esperas en el bar de la estación de Módena, por la mañana un café y por la noche un Campari con soda o un amaro, el camarero ahora me conoce y me sonríe, sobre todo a las cinco de la mañana, cuando he terminado el turno de noche y comparto una adormecida languidez con los viajeros que están a punto de empezar su jornada.
Mónica es de Carpi y ha estudiado contabilidad; tiene veintiún años, el pelo muy rubio y la piel algo tostada por los rayos ultravioleta. Pronuncia mal la ese y, cuando sonríe, no le importa enseñar sus dientes torcidos. Le gusta hablar de sí misma, yo la escucho mientras contesto al teléfono.
—Trabajo promocionando productos en los supermercados tres veces a la semana, y por las noches vengo aquí para reunir un sueldo decente. No hace falta decir que no soy ninguna derrochona. ¿Te gusta este bolso?
—Mucho, es muy bonito.
—Parece de Chanel, pero es una imitación, me lo he comprado en una tienda cerca de Suzzara que me enseñó una amiga, además de bolsos tienen zapatos y cinturones. Si quieres, un día vamos juntas. Es todo baratísimo.
—A lo mejor, ya veremos.
—Esta noche saldré un poco antes para ir a una discoteca, espero que no te importe quedarte sola.
—No, no.
No me importa en absoluto, es más, espero con ansia el momento en que empiece a maquillarse antes de marcharse, a darse toneladas de polvos en la piel ya bronceada dejando tras de sí un olor a laca y a perfume demasiado empalagoso.
Alessio se va hacia medianoche.
—Adiós, chicas. Entonces, Lorena, ¿haces tú el turno de noche?
—Sí, claro, como siempre.
—Si no llaman mucho y quieres dormir un poco, puedes echarte en el sillón verde.
—De acuerdo, gracias.
La veinteañera está aún respondiendo al teléfono, fuma sin parar y me molesta. En la habitación insonorizada con las hueveras el ambiente está muy cargado: me levanto a abrir la ventana.
Es una noche de septiembre, pero parece invierno, cae una lluvia ligera y hace mucho viento. Miro la casa de enfrente: es un gran edificio de color ladrillo con muchos balcones, una casa popular. Entra un viento frío, pero es mejor que el olor dulzón ya característico de este lugar y de estas noches: olor a tabaco mezclado con el olor a perfume, los cigarrillos dejados a medias en el cenicero porque en ese momento llaman por teléfono, el aroma del café que llega de la cocina…
Cuando Mónica por fin se va, cierro la ventana, le deseo que se divierta y trato de disimular el placer que me produce la idea de quedarme sola. Hay un extraño silencio interrumpido tan solo por los teléfonos, que suenan por turno, ordenadamente. Voy a la cocina a prepararme el último café de la noche, el que me mantendrá despierta hasta mañana por la mañana. Sé que unos hombres desconocidos me esperan, que escucharé sus voces y hablaré con ellos. Me siento como en una especie de escenario, como en un altar, como cuando era pequeña y era la única niña monaguillo de la diócesis de Bolonia.
Estoy junto a don M., un poco intimidada, y le sostengo el libro de los Salmos. Me sé toda la misa de memoria (a veces juego con mis primos a que yo soy el cura y preparo altarcitos), y cuando a don M. se le olvida alguna palabra porque ha bebido demasiado (a las once, un poco antes de la misa, porque si no se quedaba sin fuerzas, se tomaba una tortilla que le preparaba la hija del sacristán y mucho vino tinto que le regalaba un campesino de la zona), se la sugiero: «El Señor reciba de tus manos este sacrificio, en alabanza y gloria suya, por nuestro bien y el de toda su Santa Iglesia…», o bien: «hazla perfecta en tu amor junto con nuestro Papa…».
Con la taza de café en la mano (está amargo, Jessica se ha olvidado de comprar azúcar), respondo a dos teléfonos al mismo tiempo, pero no tardo en colgar uno de ellos, porque el hombre no hace más que decirme vulgaridades.
Me interesa muy poco tener muchas conversaciones, aunque nos llevemos un porcentaje de diez mil liras por cada llamada que recibamos. Me interesan más esos desconocidos que llaman a la centralita, me gusta desorientarlos.
—Hola, Lorena, soy Luigi.
—¿Luigi el poeta?
—Sí, ¿te acuerdas de mí?
—Pues claro, cómo no voy a acordarme de ti, ¿quieres tener una conversación erótica?
—No, no puedo, mi mujer está en el cuarto de al lado, pero, si tienes tiempo, me gustaría hablar un poco contigo, no he hecho otra cosa que pensar en ti.
—Sí, Luigi, podemos hablar hasta que suenen los otros teléfonos.
—Lorena, te he escrito otra poesía. (Es de Mestre, trabaja en Correos y es poeta por hobby).
—¿De verdad? Me siento halagada.
—Escucha: «Lorena, tu voz es mi pena / Has ocupado mi mente / mi amor es ardiente».
—Es perfecta, Luigi, muchas gracias, están sonando los otros teléfonos, tengo que despedirme. ¿Qué tal tiempo hace en Mestre?
—Hace mucho frío, como siempre. ¿Y ahí?
—Mucha niebla, como siempre, adiós.
—Adiós, perdona si te he molestado.
En realidad esta noche no hay niebla, pero cuando me preguntan por el tiempo que hace aquí, siempre describo estas zonas, Bolonia, Módena, como zonas llenas de niebla: me devuelve íntegro y puro el sabor de los días invernales que preceden a la Navidad, me gusta que los clientes me asocien con la niebla, me gusta ser la niebla de su deseo.
Luigi llama dos o tres veces todas las noches.
Dice que su mujer está durmiendo en la habitación contigua, pero yo dudo de que exista, porque todos cuentan trolas, a veces increíbles.
Cada noche me dedica una poesía y me dice que mi voz le hace soñar.
A veces me agrada, me divierte y me halaga, pero por lo general me irrita y me da un poco de pena.
Mientras espero las llamadas en la centralita, un extraño abismo de voces que a veces reconozco y a veces no, que a veces se parecen y casi nunca me ofenden, experimento una sensación de poder que hace que se me quite el sueño: me resulta fácil pasar la noche en este lugar un poco enajenante, en una ciudad que no es la mía y de la que sólo algunos pequeños detalles me resultan familiares, la estación, el teléfono, el restaurante Fini.
Es un famoso restaurante de Emilia, muy elegante, silencioso y lleno de luz, en el que no hay sillas, sino pequeños sofás de piel rosa y moqueta por todas partes: casi me ruborizaba cuando entraba al comedor con mis zapatos de tacón, apoyando primero el tacón y después la punta, o al contrario, no me acuerdo.
Solía ir con mi familia antes de que papá se marchara de casa, y también después, durante todo el tiempo en que quiso mantener una relación formal. Fue quizá la peor época, él vivía en otra casa, una casa misteriosa, una casa en la colina, fuera de porta D’Azeglio, una casa que yo no conocía pero que tenía una gran terraza y muchos geranios, muchos tiestos con geranios, me lo había dicho mi madre, «Sabes, a ella le gustan mucho los geranios», y había hecho un gesto de disgusto bajando los ojos y las comisuras de los labios.
Íbamos los sábados. El restaurante Fini era el marco ideal porque conocían mucho a mi padre; durante toda la comida nos sentíamos envueltos en una sensación de bienestar, pero era un bienestar fugaz, pues yo sabía que papá volvería a aquella casa, era un pensamiento que atravesaba el aperitivo, acompañaba el primer plato y después del segundo se convertía en un espasmo, en un dolor; no puede volver a esa casa, me decía para mis adentros, no puede, pero en lugar de eso nos acompañaba a casa y se despedía de nosotros sin subir; me ahogaba, sólo podía hacer eso, oponer mi pequeña asfixia al apego nervioso que sentía hacia él, hacia su cuerpo, su ropa, su olor… Esa ropa que olía a él volvería a los armarios y a las consolas de aquella casa, y, sin embargo, no muchos años antes, en la fiesta del Partido Comunista me había hecho una promesa: «Yo y tu madre no nos separaremos nunca», y yo le había creído.
Un hombre decide tener una conversación, le digo que me vuelva a llamar a una de las «habitaciones» y descuelgo los demás teléfonos (no deben pensar nunca que no hay nadie).
Es un pequeño empresario de Padua que se llama Paolo y tiene treinta y ocho años.
—Paolo, ¿quieres que te diga cómo soy físicamente?
—De acuerdo.
—Tengo veintiocho años, soy pelirroja, tengo los ojos verdes y el cutis pecoso y blanco. Mido un metro setenta, visto sólo de negro y uso la talla ciento cinco de sujetador.
—Caray.
—Sí, y como me gusta que se me note llevo los jerseys muy ceñidos, a veces transparentes y escotados.
—¿Sabes lo que me gustaría hacerte?
—Dime, amor.
—Me gustaría tocarte las tetas, chuparte los pezones y meterte la polla en medio.
—Ah, eso me enloquece, y después yo empezaría a chupártela…
—Dime cómo, venga… estoy a punto de correrme.
Por lo general, en esta fase se corren siempre, así no debo imaginar otras situaciones. Me limito a describirles cómo les chuparía la polla con todo tipo de detalles y algunas metáforas (incluidas las más previsibles: «Te la chuparía por los lados con la lengua como si fuera un helado de cucurucho»).
Si dudan, les digo: «Vamos, hazme sentir cómo te corres, por favor, venga, quiero sentir cómo te corres, quiero sentir el calor de tu esperma en mi pecho».
Ahora el pequeño empresario de Padua gime y suspira, y con un tono de agradecimiento me dice:
—Me he corrido.
—Por favor, no te olvides de enviar el cheque, espero volver a oír tu voz, adiós.
Vuelvo a la centralita, el olor a tabaco ha desaparecido, hay un silencio irreal. En la pared de la izquierda, sobre las hueveras de cartón, hay una foto de un cantante de moda sacada de Eva express y sujeta de mala manera con cinta adhesiva; encima de la consola, cajetillas de tabaco vacías, papeles de plata de chocolatinas, que proyectan sobre el techo extraños juegos de luces, arabescos y medias lunas; y cerca de la mesa, una gran bolsa negra de basura llena hasta los topes.
Nada más colgar los teléfonos, vuelve a llamar Luigi, el poeta.
—Estabas hablando, ¿verdad, Lorena?
—Sí, he estado hablando durante unos veinte minutos.
—¿Qué tal te ha ido? ¿Ha sido bonito?
—Como de costumbre, pero, Luigi, ¿tú no duermes nunca?
—Estoy a punto de irme a la cama, sólo quería darte las buenas noches.
—Buenas noches, Luigi.
—Buenas noches, Lorena.
Después de Luigi, llama el habitual de Pisa de cuyo nombre nunca me acuerdo porque tiene la voz igual que la de Carlo Milano (da igual, porque todos utilizan nombres falsos).
Es concejal y empieza siempre hablando de política, pero enseguida cambia de tema de conversación.
—Me gustaría acariciarte la cara y desabrocharte lentamente el sujetador…
Nos quedamos en la centralita, no le dejo pagar la llamada porque es educado y agradable, su voz me gusta y lo que me dice me excita.
Quiere que sea yo la que me corra, y yo me abandono en el sillón verde con los pies apoyados en la mesita de enfrente. Me dice cómo y dónde debo tocarme y yo me toco muy despacio, dejándome guiar por su voz suave. Con la mano derecha me exploro el clítoris, y él consigue hacerme creer que se trata de su lengua.
En esos momentos pienso que podría prescindir del sexo verdadero para siempre y refugiarme sólo en la masturbation sophistiquée: la satisfacción es extraordinaria, no hay ningún riesgo de Sida, hay más pudor, la fantasía es la que trabaja, se evita esa pena infinita que suele acompañar al emparejamiento sexual de dos cuerpos, la piel sudada, las erecciones insuficientes, las palabras equivocadas y los movimientos vulgares.
El de Pisa quiere conocerme, me lo pide siempre después de haberme hecho correr en medio de la noche con un gemido sordo. Yo siempre consigo decirle que no.
—Si me dices que sí, tomo el coche y voy.
—No lo hagas. Dentro de poco saldrá mi tren, vuelvo a casa.
—¿Por qué no quieres que nos conozcamos?
—Porque no tiene ningún sentido.
Salgo a las cinco menos cuarto, pero antes enciendo el contestador automático que dice: «Chicas disponibles os esperan para satisfacer todas vuestras fantasías, llamad enseguida al 059-2… Y si queréis escuchar nuestras confesiones más secretas, nuestros relatos más íntimos, llamad al 144-118… ¡Os esperamos!».
Algunos llaman también a estas horas: un mundo nocturno de insomnes agitados y descontentos.
Apago la luz, tiro el cuaderno donde he anotado algunos números de teléfono que me han dado y que después he comprobado que eran falsos, voy al baño a lavarme la cara y salgo.
Mientras me dirijo a la estación observo la pálida claridad, como suspendida. Hay un tren parado en el primer andén y la voz de siempre: K. para Carpi, Suzzara, Mantua…
Podría haber dicho al pisano que viniera, lo habría esperado en la entrada de la estación: por un momento trato de imaginar su rostro, su aspecto.
Deseo hundirme en la insensatez de este erotismo, confundido con la realidad y dar al orgasmo, a ese placer que consigue producirse como por arte de magia, siempre de forma asombrosa, su único y sorprendente valor.
Durante mucho tiempo, cuando los hombres me preguntaban si me había corrido, les respondía que sí (me lo preguntaban con la misma convicción con la que se pregunta a un conocido «¿Cómo estás?», me lo preguntaban colorados y sudorosos, con el cigarrillo en la mano, después de haber estado durante mucho tiempo encima de mí, cuando el esperma derramado sobre mis muslos casi se había secado: qué extraño e incómodo les resulta el placer de las mujeres, lo mejor es codificarlo —establecer modalidades fijas de comportamiento, algunos gritos, algún que otro arañazo, movimientos a ser posible obscenos y arrebatados—, codificar la presunta obscenidad del placer de las mujeres), les garantizaba que mis reacciones eran auténticas, pero fingía. En parte me gustaba aquel fingimiento (sólo en parte): fingir que gozaba, fingir que llegaba al orgasmo, fingir que me sentía dominada por una sensación inaudita, verme como en un escenario.
Me gustaba complacerles, enfatizar: seguramente pensaba que yo no tenía ningún derecho a gozar.
Es sábado, vamos a comer fuera, me pasan a recoger pronto, a las doce y cuarto, porque han decidido ir a Módena.
Siempre que, justo antes de llegar al restaurante Fini, giramos a la izquierda, papá dice que allí, justo en ese lugar, en la época en que su padre trabajaba en Módena, veían pasar la carrera de las Mil Millas: algunas veces incluso para el coche y se baja, yo lo sigo, él sigue un recuerdo.
—Era una fiesta ver a los corredores, a los periodistas y al público esperando. Entonces las Mil Millas era un acontecimiento —dice.
—Por Bolonia también pasaban los corredores y yo iba a verlos con el tío Gianni, porque su hermano solía participar —añade mi madre.
Sentada en el asiento de atrás, escucho sus recuerdos pertenecientes a un tiempo detenido: sus recuerdos comunes.
—Me acuerdo incluso de quién fue el que ganó el año en que nos conocimos. (Hace casi treinta años, en Castiglione del Pepoli, sus familias se conocían de toda la vida, ellos se conocieron por casualidad, ella era muy joven y muy guapa, pero papá no debería haber desenterrado ahora ese recuerdo, la hace sufrir, la hiere, si a él no le preocupa, a mí sí).
No saben que trabajo en el teléfono desde hace un mes, me gustaría contárselo a los dos, me gustaría escandalizarles, hacerles testigos de mi transgresión, pero no es el momento apropiado: se han vuelto tan poco habituales estas comidas juntos…; hace años eran mucho más frecuentes y yo no me daba cuenta de lo mucho que me importaban; es una unión un poco hipócrita, forzada, pero estamos todos juntos, puedo ver la nuca de mi padre mientras conduce, los cabellos ralos sobre su frente y más espesos a los lados, su sonrisa, su sonrisa que a veces desaparece, se vuelve distraída, mamá está incómoda y yo me doy cuenta de que lo está, trata de disimularlo pero se le nota, es una incomodidad mezclada con un sentimiento de pena.
No tengo muchos recuerdos del periodo anterior a la separación, del momento en el que comenzó este dolor sordo, esta letanía mortal que no me abandona.
Guardo fragmentos de recuerdos que sólo consigo encajar, volver menos borrosos, cuando los relaciono entre sí, cuando los comparo con las sensaciones que me suscitan viejas fotografías en blanco y negro. En una de ellas, mi madre sonríe con una sonrisa estúpida, serena, satisfecha, típica de las mujeres embarazadas. Yo juego con mis primos en el jardín de la casa de Castiglione del Pepoli, la casa donde pasábamos las vacaciones (ahora la han vendido y demolido, ya no existe, ¿me produce dolor su desaparición? ¿Me produce dolor la muerte de esa casa?). Mi madre sonríe a los hermanos de mi padre, pasea por el jardín con un gracioso vestido premamá junto a la tía Maria Grazia, el otro tío se acerca a jugar con nosotros. Yo me alejo, voy hacia una zarzamora, pienso en el libro que he leído en el colegio, El gnomo de la zarzamora, y espero que de un momento a otro aparezca el gnomo con su nariz en forma de mora, me tome de la mano y me acompañe a un bosque encantado…, pero en lugar de eso encuentro unas mariquitas y las sostengo en las yemas de los dedos hasta que se echan a volar. Oigo a mi padre hablando con la abuela en la cocina, el eco de su voz basta para tranquilizarme. A través de la ventana veo cómo se levanta y empieza a subir las escaleras. «Va a ducharse al cuarto de baño que está en el segundo piso», pienso. Entro corriendo en la casa, le sigo a distancia. Consigo verlo de espaldas mientras se quita el albornoz y se mete en la ducha, una vieja ducha con cortinas de plástico. Me gusta esa parte tan secreta de su cuerpo, la primera desnudez masculina… Veo correr los regueros de agua sobre su cuerpo cálido, perfumado…
¿Por qué sólo veo su nuca en raras ocasiones y no me sale hacerle una caricia? (Una caricia en la nuca, o bien un beso).
Entramos en el restaurante Fini, el recuerdo se traslada al mar, a Cesenatico, al año en el que besé por primera vez a un chico, un chico rubio de Florencia al que veía pasear por la playa o jugar al billar en un local. Era guapísimo y, un día que iba con él en un patinete, me besó de pronto metiéndome la lengua en la boca. Durante varios días conservé la sensación de aquellos labios húmedos, de aquella lengua explorándome, y cuando me miraba al espejo no me reconocía. («Yo soy la chica a la que Marco ha besado»).
Aún conservaba en mí ese beso la noche en la que mamá pronunció débilmente aquella terrible frase: «Durante un tiempo papá no vivirá con nosotros, pero seguirá queriéndonos». Yo estoy tomando sopa y lloro, mis lágrimas caen sobre el plato, alzo en la cuchara una sopa llena de lágrimas, los aritos sumergidos en las lágrimas, desagradables, amargos, mamá no añade ni una sola palabra más y da de comer a mi hermano, que está sentado en su sillita, mi abuela mira hacia otro lado, parece increíblemente vieja y llena de arrugas, cuánto dolor, por qué todo este dolor, papá tiene la cabeza baja, pero adónde se va, por qué, a lo mejor le he hecho algo, mi hermano no puede haberle hecho nada, es demasiado pequeño, siento un odio inmenso hacia ese pequeño ser que ha nacido en el momento equivocado y que tiene los ojos tan achinados que para tomarle el pelo le digo que le han recogido de un campamento de prófugos, por qué será tan pequeño ese condenado, si hubiera sido mayor habríamos compartido la culpa, en cambio así la culpa sólo es mía, estoy segura.
El camarero nos señala una mesa apartada y tranquila, todo está en silencio. Papá se sienta y sonríe:
—¿Qué vais a tomar? ¿Empezamos con un buen vino o, mejor dicho, con un buen champán?
—De acuerdo —responde mamá. Después sonríe bajando los ojos, como si se protegiera: toda esa riqueza, ese lujo…
—¿Qué preferís tomar, carne o pescado? Aquí sirven un pescado muy bueno, ¿tomamos un centollo de aperitivo?
—Yo no tomo primero. (Mamá nunca toma primer plato: ella y yo tenemos nuestros pequeños ritos que nos sirven para no perder el control). Esta noche estaré de nuevo en el teléfono. El hecho de saber que consumaré mi inaudita transgresión es un poco como castigarlo.
—¿Sabes que me ha llamado?
—¿Quién?
—Paolo, el veterinario del que te hablé el jueves.
Es extraño hablar de amor mientras se responde al teléfono, mientras se satisfacen las fantasías de hombres desconocidos identificados por un prefijo, pero incluso eso conseguimos hacerla.
—Ah, sí, ahora me acuerdo, perdóname.
Jessica está enamorada, me lo contó el jueves pasado y se me había olvidado. Es imperdonable.
Me habla de él y de su relación con una gran convicción. Casi la envidio.
—Es tan guapo, perdí la cabeza nada más verlo.
—¿Pero estáis juntos?
—Ya no. Él es bisexual y ha decidido estar con Luca, su amigo. Confío en que un día volverá, lo espero, en el fondo todo lo que hago lo hago por él, para cuando, en un futuro, vivamos juntos. Trabajo en el teléfono diez horas al día, domingos incluidos, para poder pagar las obras de restauración de una casa en el campo que me ha dejado un tío mío. Cuando esté acabada, abriré un criadero de perros, es el sueño de Paolo, y entonces estoy segura de que volverá conmigo.
La miro mientras se dirige a una de las «habitaciones» para tener una conversación.
Mientras espera a su amor bisexual, sus días transcurren aquí, llega a las diez de la mañana y hace la limpieza, no demasiado bien porque las habitaciones siempre están sucias, pero al menos vacía las papeleras, abre las ventanas, quita el polvo y limpia los teléfonos con un desinfectante (es necesario hacerlo, porque, de tanto usarlos se ponen pringosos y huelen mal), y responde durante un buen rato al 144, porque por la mañana llaman muy pocos clientes al teléfono erótico, espera a sus compañeras y se prepara el primer café del día sintiéndose, con evidente agrado, la mano derecha de Alessio.
Se queda hasta las ocho de la noche y sólo hace una pequeña pausa para comer: va al bar de enfrente a tomarse un bocadillo y una cerveza y vuelve a los veinte minutos.
Es una chica muy guapa y, aunque no es demasiado alta, tiene un cuerpo muy proporcionado, de vez en cuando trabaja como modelo para las firmas de ropa interior o para los centros de estética.
Suele traernos fotos en las que aparece muy maquillada y vestida con una ropa muy especial o totalmente desnuda: nos las enseña con ingenua alegría. Una de ellas, en la que se la ve de espaldas con unas braguitas y un liguero, la ha utilizado Alessio para hacer publicidad del teléfono en el Secondamano, en el Bo, en el Fo, en la Pulee y en La Citta. Sobre ella está escrito: «Chicas anhelantes te esperan para llamadas ardientes», o bien «Ama de casa desea que la exciten por teléfono».
Alessio siente debilidad por Jessica, porque es la más solicitada por los clientes fijos. Si hay que cubrir un turno y faltan chicas, ella siempre está disponible, incluso de noche: por eso tiene un sueldo fijo al mes y no trabaja a porcentaje. En el fondo es una especie de empleada seria y fiable y se conoce unos trucos muy buenos.
—¿Sabes lo que tienes que hacer cuando te pidan que les hagas sentir que te estás tocando?
—No, no lo sé.
—Debes pasarte el auricular por los cabellos o por encima del jersey, si es de lana. Mientras que si te piden que les hagas sentir que llevas tacones de punta debes golpear la escoba en el suelo. Los más pervertidos quieren cosas desagradables tipo lluvia dorada, ya sabes a qué me refiero, entonces debes abrir el grifo, pero no del todo, sólo un poco, pero eso sólo puedes hacerla si hablas desde el teléfono del baño o desde el de la cocina.
—Efectos especiales —comenta Tania.
Cuando Jessica se va, llega Marilyn.
Nadie sabe su verdadero nombre y, por otra parte, ella nunca cuenta nada de su vida, fuera del teléfono su vida no existe, si le haces alguna pregunta personal se limita a responder con una sonrisa. Me gusta su capacidad para no mostrarse, para sustraerse: tiene algo de seductor. De vez en cuando me pide que interrumpa mi trabajo y vaya a hacerle un café, ella no se levanta nunca de su silla, no quiere perderse ni una sola llamada: no es sólo una cuestión de dinero, es una cuestión de fidelidad a su papel, creo.
Una vez la vi llorar, sé que hablaba con Andrea di Varese, un cliente fijo suyo que llama todas las noches y sólo quiere hablar con ella. Si respondo yo, me llama Bobbit.
Una noche Marilyn no estaba y fui yo quien habló con él por teléfono, me dijo que tenía veinticinco años, que no salía nunca excepto para ir a trabajar, que no tenía amigos y que nunca había hecho el amor con una chica.
—Mi madre dice que soy demasiado feo para poder salir con una chica, que debo resignarme a estar siempre con ella. Y por eso llamo a los 144 y a los teléfonos eróticos de toda Italia, nadie me puede prohibir que disfrute con vuestras voces.
—Debes impedir que tu madre tenga tanta influencia sobre ti. ¿Por qué no te vas a vivir solo? (Ya sé que son los típicos consejos que dan en los consultorios de la radio, pero no puedo hacer otra cosa).
—Mi padre se fue de casa hace mucho tiempo, así que sólo me tiene a mí, me adora, yo también la quiero, no puedo dejarla sola. Es una mujer intrépida y valiente, de joven era guapísima, pero ahora me necesita, siempre me está diciendo: «Tú eres mi pequeño donjuán, sólo mío, de ninguna más».
A la noche siguiente volvió a llamar y preguntó enseguida por Marilyn.
—Lo siento, pero no está.
—No es posible, ella siempre está los jueves.
—Sí, pero ha llamado diciendo que ha tenido un contratiempo.
—No es posible.
—Lo único que puedo decirte es que aquí no está.
—Entonces dame el número de teléfono de su casa, tengo que hablar con ella.
—No lo sé, ni siquiera conozco su verdadero nombre.
También él tenía su necesidad urgente, irrenunciable.
En el teléfono la vida cotidiana está llena de necesidades urgentes y yo las observo como una espectadora: Andrea debe hablar con Marilyn, Jessica debe volver a conseguir a Paolo, Alessio debe exigir el cheque a algunos clientes que no han pagado porque necesita dinero líquido.
Yo nunca tengo necesidades absolutas, sólo alguna que otra necesidad relativa y muy breve unida a momentos y a situaciones concretas. Siempre me ha parecido que todo es perfectamente sustituible.
«Felices los invitados a la mesa del Señor: este es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo».
Cuando don M. alzaba la hostia pronunciando lenta y cadenciosamente estas palabras, yo sabía que dentro de poco me tocaría a mí.
Sacaba la patena de su estuche violeta y esperaba a los fieles junto a don M.: era una procesión de bocas, bocas pequeñas, bocas con un gesto melancólico, bocas entreabiertas, bocas sensuales. Yo sostenía la patena porque no podía desperdiciarse ni un solo trocito del cuerpo de Cristo, debía recogerlo todo. Los veía acercarse a la hostia, algunos desenvueltos, otros llenos de sentimiento y con los ojos idos en su místico recogimiento, sentía curiosidad por aquellos fieles, acercaba la patena a su pecho con un gesto íntimo y profundo.
—Hola, soy Giorgio.
—Hola, soy Lorena.
—Lorena, me gusta tu erre gangosa.
—Gracias, Giorgio, ¿quieres tener una conversación erótica conmigo?
—Con mucho gusto, he llamado para eso.
—Son sesenta mil liras que debes pagar por giro postal cuando hayamos acabado de hablar, tienes una semana para hacerla, pero antes tienes que darme tus datos.
—Sí, pero yo busco una mujer dominadora.
—Entonces lo siento, no es mi especialidad, te paso a mi compañera.
—No quiero a tu compañera, te quiero a ti, tu forma de pronunciar la erre me gusta mucho, siempre he tenido debilidad por las mujeres que hablan con la erre gangosa. ¿Por qué no te gusta hacer de dominadora?
—Yo nunca invento nada durante las llamadas, cuento experiencias que he tenido o que tendría, ¿comprendes? No tengo fantasías de dominio, como mucho las tengo de sumisión.
—¿Te gusta que te maltraten? ¿Eres masoquista?
—No es que me guste que me maltraten, o por lo menos no a ese nivel, pero me gusta que me den órdenes durante la relación sexual y después que me llamen puta.
—Te comprendo, a mí también me gusta. Entonces cuéntame algo que te haya pasado de verdad.
—Te contaré una cosa que me sucedió este verano. Hacía mucho calor e iba dentro de un coche con un hombre al que había conocido por casualidad. La situación ya era excitante de por sí, especial, tal vez un poco peligrosa…
—¿Y qué pasó?
—Buscó un lugar apartado en las colinas de la ciudad. Yo iba sentada junto a él y no decía nada, estaba excitada pero también intimidada, dejaba que decidiera él, quería sufrir. Recuerdo que por un momento pensé «Si me mata ahora, me encontrarán dentro de una semana en un avanzado estado de descomposición», pero eso también formaba parte del juego.
—Sigue.
—Paró en un descampado cerca de la carretera y me dijo: «Enséñame el pecho». Aquel sitio estaba iluminado por un farol, así que la gente que pasaba podía vernos. Me levanté el jersey y él me subió el sujetador, no me lo desabrochó, sólo me lo subió.
—¿Cómo era el sujetador que llevabas?
—De encaje negro y muy escotado. Empezó a morderme los pezones, a apretármelos y a mordérmelos tan fuerte que me entraban ganas de gritar, pero al mismo tiempo me gustaba. Después me dijo: «Desabróchame los pantalones y chúpamela». Me incliné sobre él y le obedecí, estaba excitadísima, aquella orden tan concreta era de puta, me sentía inerme.
—¿Y después?
—Cuando ya estaba inclinada sobre él y mamándosela, me detuvo y me dijo: «Ahora métete en la boca los huevos y chúpalos bien».
—¿Y tú lo hiciste?
—Claro que sí, y mientras tanto él me decía: «Muy bien, lo estás haciendo muy bien, ahora ve bajando con la lengua, sólo con la punta de la lengua, y sigue chupando delicadamente».
—Es muy excitante.
—Para mí también lo es, lo recuerdo a menudo y a veces me toco. Para acabar volví a chupársela y él me empujaba la cabeza y me tiraba del pelo y yo sentía su polla golpeándome contra el paladar hasta que me dijo «Voy a correrme, puta».
—¿Nada más?
—No.
—¿Nunca has pedido que te estrujaran los pezones con unas pinzas? ¿Nunca te han dejado frustrada? A mí me sucedió una vez, te lo voy a contar…
—No, te paso a mi compañera, no me interesa.
A Marilyn le gusta hacer el papel de dominadora, al fin y al cabo es una llamada más con la que llevarse el tanto por ciento. Siempre anotamos en un registro el día, la hora de la llamada, el número del teléfono del cliente, sus datos y la duración de la llamada. Después Alessio lo supervisa ayudado por su mujer, que es una corpulenta contable de Luca, y al final de mes nos dan nuestro tanto por ciento.
Después de haber hecho de dominadora para Giorgio, Marilyn vuelve a la centralita: lo ha maltratado y ofendido y le ha contado cómo le azotaría con la cadena de su perro. Me dice que no es difícil. A lo mejor algún día lo intento.
Las tardes de los domingos, mamá, la abuela y yo paseábamos a pie por las colinas o hacíamos excursiones en coche.
Yo iba porque me obligaban, pero hubiera preferido quedarme en casa o ir al cine con mis arrugas.
Me parecía insensato y triste: ya no está papá, sólo quedamos nosotras, somos una familia, iremos a dar un paseo el domingo por la tarde.
La veinteañera ya no trabaja en el teléfono, Alessio la ha despedido.
—La he visto anotar en su agenda el número de un cliente, y todas sabéis muy bien que eso está prohibido. Imaginaros que ese hombre fuera un poli, cerrarían el teléfono y a mí me acusarían de proxeneta.
Yo también la había visto escribir los números de algunos clientes, lo hacía a menudo.
Uno de ellos era un abogado de Lucca que la llamaba todas las noches para tratar de engatusarla:
—Si me llamas por teléfono y después nos vemos, te contrato de secretaria en mi despacho.
Yo le decía:
—¿Y tu le crees? No seas ingenua. ¿Cómo quieres que piense que encontrará una secretaria entre nosotras?
—¿Por qué no? —me contestaba encogiéndose de hombros.
Le creía o quería creerle, por una parte porque tenía ganas de conocer a gente nueva y, por otra, porque necesitaba tener un trabajo estable y seguro.
Después de haber trabajado durante algunos meses promocionando productos en los supermercados (una vez la había visto en Bolonia, en el nuevo supermercado Pianeta, que está en la zona industrial Roveri: trataba de vender una margarina a una señora que decía «No la quiero, yo sólo uso mantequilla y además siempre de la misma marca, no insista, por favor»), se había puesto a vender una especie de tarjeta descuento para ciertas tiendas fantasmas. Se había aprendido de memoria una fórmula de presentación a la americana y me la repetía a menudo intentando no equivocarse. Le habían tomado el pelo a base de bien. Todo había empezado con un anuncio que me había leído: «¿Quieres hacerte rico sin necesidad de tener que hacer ninguna inversión, dedicando todo tu tiempo libre a vender algo revolucionario? Con esta tarjeta solucionarás todos tus problemas. Llama hoy mismo al 06-484…».
—Conozco a un chico que se ha hecho riquísimo vendiendo esta tarjeta, hazme caso, prueba tú también.
Se lo había creído, o también esa vez había querido creérselo.
—¿Era realmente necesario que la despidieras? —le pregunto a Alessio, más por curiosidad que por auténtica solidaridad.
—Por supuesto, no tenía otra opción. Está prohibido contactar con los clientes, está prohibido y no hay nada más que hablar. Podemos meternos todos en problemas.
Sé que está prohibido. Pero sé que yo también podría hacerla.
Vuelvo a casa al amanecer, pero por la mañana no consigo dormir, porque el edificio en el que vivo está muy cerca del hospital y se oyen continuamente las sirenas de las ambulancias. Enfrente, al lado de la Coop, hay una farmacia y una tienda de comida preparada china: en fin, hay mucho ruido, el ruido de las tiendas. Durante un tiempo me gustaba saber que tenía todo al alcance de la mano, pero ahora sueño con vivir en el campo, en una casa que reformaría como la de Jessica.
Permanezco dentro de una burbuja de sueño hasta las primeras horas de la tarde, eso cuando consigo tumbarme en la cama y dormir durante algunas horas. Por las persianas se cuela la luz y todo me parece raro, ahora mi verdadera vida es la vida nocturna, el abismo de voces, Módena. Algunas veces ni siquiera me duermo después de comer, tengo la sensación de que está a punto de sucederme algo, vuelvo a pensar en alguna llamada y me toco, ahora lo consigo siempre, ya no tengo las obsesiones de cuando era una adolescente.
Tengo un deseo de fluidez y tibieza que siento sólo en los trenes, en el teléfono, perdiéndome.
Me llama mi abuela. Trato de fingir una normalidad que no tiene nada que ver conmigo: sí, estoy bien, he hecho la compra, sí, tengo trabajo, muchas traducciones, hoy hace frío.
Cuando mi abuela me llama por teléfono, me llega un olor a manzanas asadas. Me la imagino en la cocina preparándolas, como cuando yo era pequeña e iba a verla. Las metía en el horno con un gesto seco y, mientras esperaba a que el azúcar se acaramelase formando una exquisita gelatina, me contaba alguna historia, casi siempre de su familia. Trataba de revivir el pasado incluso a través de los gestos (exagerados, con los ojos brillantes): me hablaba de la tía Ildegarde, que era una pianista famosa y le gustaban los pendientes caros, largos y vistosos, es decir, dignos de ella, se los regalaban sus admiradores porque era muy guapa, realmente guapa (y yo trataba de ponerle un rostro a aquella tía de mirada maliciosa y con unos ojos tan duros como su nombre).
—Abuela, ¿tienes todavía esos pendientes?
—A lo mejor todavía me queda un par.
—¿Me los enseñas?
—Sí.
La acompañaba al dormitorio, en el que, después de la muerte del abuelo, todo había permanecido igual: aún seguía su ropa en el armario y el pijama cuidadosamente doblado bajo la almohada (yo casi no recordaba al abuelo, sólo me acordaba un poco de su cara, de su amable sonrisa, del olor de su tabaco). La abuela abría el cajón en el que guardaba sus joyas, sus figuritas y sus recuerdos, y me daba los pendientes de la tía Ildegarde: nunca había visto nada tan bonito. Yo era una niña y no entendía nada de joyas, pero me parecían realmente preciosos, debían de llegarle hasta los hombros, los perfectos para una diva como ella, llenos de piedras de colores en forma de gota, de piedras brillantes y luminosas con nombres desconocidos.
En la casa de la abuela olía a cerrado, era como si temiera que al abrir las ventanas, el viento le robara algo.
Es por la tarde. Ayer Alessio me preguntó si podía hacer también el turno de las primeras horas de la tarde, porque Tania ha ido al hospital para que le hagan una pequeña operación: le dije que sí, pero ahora me arrepiento de haberlo hecho. Detesto tener que seguir las fantasías de los clientes a la luz del día, de noche es más fácil, no sé por qué.
Jessica está hablando de un perro que se ha encontrado en la calle, estaba sucio y lleno de sangre y lo ha llevado al veterinario, al final ha decidido quedárselo.
Las demás participan sinceramente, hablar de animales es como hablar de astrología: son temas populares que gustan.
Yo estoy triste, inquieta, no consigo que me interese la suerte del perro (alguien, no recuerdo quién, cuando le preguntaron si le gustaban los animales, contestó: «No me gustan las personas a quienes les gustan los animales») y hablo por teléfono de mala gana.
Estoy hablando con Luca, un joven abogado de Brescia con la voz tímida y un poco dubitativa, que, ante mi insistencia, me dice:
—Está bien, te daré mis datos, pero no quiero tener una conversación erótica, sólo charlar un poco.
—De acuerdo.
Compruebo los datos marcando el 1412 de la Compañía de Teléfonos y la voz grabada me da la dirección del bufete donde trabaja Luca. Vuelvo a llamarle, le grabo diciendo que acepta pagar las sesenta mil liras y después le pido que me vuelva a llamar a la «habitación», que esta vez es la cocina (en el baño está Marilyn).
—¿De qué quieres hablar, Luca?
—No lo sé, háblame tú, tienes una voz muy triste.
—Sí, hoy estoy bastante baja de moral, siento que se me note. (Alessio nos lo dice siempre: «Cuando estéis tristes o no estéis en forma es preferible que no vengáis, porque al otro lado del teléfono se nota todo»).
—¿Cómo me has dicho que te llamas?
—No te lo he dicho. Me llamo Lorena.
—Me imagino que ese no es tu verdadero nombre.
—No, no lo es, lo he elegido porque es el nombre de una región de Francia.
—¿Te gusta Francia?
—Sí. (Ni siquiera me apetece hablar de Francia, es extraño, porque, por lo general, cuando me preguntan si me gusta Francia empiezo a hablar sin parar de París, de Marsella y de Saint-Paul de Vence: ahora me encantaría estar allí, no hablar de ella).
—Oye, yo escribo cuentos por hobby, si quieres te cuento uno.
—Con mucho gusto, ¿pero me mandarás después el cheque de sesenta mil liras?
—Por supuesto, no te preocupes. Lorena, ¿conoces las rosas del desierto?
—Tengo una en casa de mi madre. La tengo desde que era pequeña. Está un poco estropeada, porque se me cayó y se rompió por una esquina, pero es muy bonita. Tiene un olor especial.
—¿Dónde la compraste?
—Me la trajo mi padre de un viaje.
—Si te gustan, te mando una, yo hago colección y tengo muchas, incluso en el bufete, las tengo colocadas en un estante y de vez en cuando las miro.
—No, Luca, no te molestes, me gusta la mía porque es un regalo de mi padre, cuéntame el cuento.
Con la voz un poco temblorosa, tosiendo, me cuenta un cuento precioso. Trata de un rey un poco cruel que tenía escondido un tesoro, un tesoro de preciosas rosas del desierto de arena de oro. Las guardaba dentro de una espesa niebla con el fin de protegerlas de todo aquel que quisiera acercarse a ellas. Después de muchos intentos, un valiente caballero consiguió desvanecer la niebla y apoderarse de las rosas.
Hoy cualquier cosa me impresiona.
—¿Qué te pasa, Lorena, estás llorando?
—Sí, Luca, perdona, tu cuento me ha hecho pensar, es un cuento precioso.
—Voy a decirte una frase de un escritor japonés que quizá te ayude, ahora no me acuerdo de su nombre, pero la frase es esta: «Un hombre calculador es un cobarde. Digo esto porque los cálculos están directamente relacionados con la ganancia y la pérdida. Morir es una pérdida y vivir una ganancia: el cobarde decide no morir». ¿Te gusta?
—¿Me la puedes dictar, Luca?
—Con mucho gusto.
Me la dicta muy despacio y la escribo a lápiz en el Panel en el que anotamos las llamadas, muy cerca de donde he apuntado la dirección del apartado de Correos para el cheque. No finjo: necesito realmente su sabiduría en píldoras.
—Gracias, Luca, estoy segura de que me ayudará.
—Me alegro.
—¿De verdad que no quieres tener una conversación erótica?
—No, no… He llamado sólo por curiosidad y porque a veces, para no sentirme solo en casa, me quedo en el despacho hasta tarde, pero no siempre tengo trabajo.
—¿Y qué haces?
—Unas veces leo y otras me quedo en silencio y pensando con la luz apagada, miro las sombras en la pared y hablo con las rosas del desierto, pero hoy quería hablar con una persona y por eso he llamado.
—Has hecho bien, ha sido un placer hablar contigo. Por la voz debes de ser muy atractivo. ¿No quieres que te diga lo que me gustaría hacerte si estuviera ahí contigo?
—No, de verdad, piensa en la frase, adiós.
—Adiós.
Cuelgo y me reúno con mis compañeras. Todavía hay luz; si no fuera por las hueveras de la pared, podríamos parecer un grupo de amigas: Tania come patatas fritas, Jessica hace un solitario con las cartas y Marilyn, como siempre, toma un café.
—Hoy están llamando muy poco —me dice.
Es la pesadilla de siempre, el miedo a estar perdiendo el tiempo, a no ganar lo suficiente para llegar a final de mes. El único teléfono que suena sin parar es el 144, el de las «historias auténticas y picantes», se le da mucha publicidad, casi siempre en los periódicos nacionales. Las historias, que contamos como si fueran confidencias reales, las he escrito yo: todas son encuentros fugaces en el autobús, en la discoteca, en el supermercado, que acaban con un coito arrollador. Jessica las ha grabado en una cinta, con la voz vibrante y sensual: lo único que desentona es su forma de pronunciar la zeta, típicamente emiliana.
Hablar con Luca me ha tranquilizado en parte, pero me ha dejado una cierta inquietud, un vago malestar que trato de quitarme comiendo algo.
Hay una voz que espero todas las noches, una voz susurrante.
—Soy Gabriele.
—Hola, Gabriele, ¿desde dónde me llamas?
—Desde Bolonia.
—Yo también estoy en Bolonia.
Siempre llama después de la una de la mañana, cuando estoy sola. Habla pronunciando lentamente las palabras y con una sintaxis cuidada y precisa. Me hace muchas preguntas, pero no me cuenta nada de él, o casi nada.
—¿Cómo es que trabajas ahí?
Le cuento, trato de explicarle algo que en realidad no sé.
—¿A qué te dedicabas antes?
—Trabajaba a tiempo parcial en una editorial y acababa mis estudios, me licencié en filosofía y letras el año pasado. ¿Y tú en qué trabajas?
—Soy licenciado en derecho, trabajo en los ayuntamientos de la región de Emilia Romagna.
—¿Siempre estás entre un ayuntamiento y otro?
—Sí, en equilibrio, como un acróbata.
La habitación está en penumbra, descuelgo los demás teléfonos para que no me molesten.
—Estoy tumbado en la cama, desnudo, tengo la polla dura desde que he empezado a hablar contigo. (Tiene un ligero acento boloñés, tierno, familiar, y la voz a veces un poco nasal).
Me dejo llevar, esto no tiene nada que ver con las otras conversaciones, rutinarias y sabidas: lo intuyo enseguida un poco asustada.
—Me gustaría estar junto a ti, Gabriele, arrodillarme y meterme tu polla en la boca…
En el tiempo detenido de una noche insólita, sentimos, casi al mismo tiempo, un extraño e inesperado placer. Nuestra respiración se ha vuelto anhelante y las frases más cortas, interrumpidas por profundos silencios.
—Qué bonito, Lorena.
Continuamos, le pido que no cuelgue y, tambaleándome, voy a beber un vaso de agua a la cocina. En ella todo está como siempre: el café esparcido sobre la mesa y las tazas y las cucharillas manchadas de azúcar, y, sin embargo, me parece un lugar distinto, extraño.
Vuelvo al teléfono. Gabriele, cosa rara, empieza a hablar de sí mismo, como si el orgasmo le hubiera transformado, como si el placer que hemos gritado juntos al teléfono hubiera hecho fluir sus pensamientos al mismo tiempo que su esperma (es extraño oír a un hombre correrse por teléfono, imaginar la tensión del pene que precede al orgasmo, los chorros más espesos, menos espesos, imaginar el olor con tal intensidad que incluso puedo llegar a sentirlo).
Me cuenta que su padre se ha arruinado con los juegos de azar y que ha intentado suicidarse dos veces. La última vez fue él quien le encontró y le salvó. Hablamos del amargo y a menudo embarazoso dolor que nos causan las personas a las que amamos; no es extraño hablar de muerte y de dolor después de tener un orgasmo por teléfono, porque ha sido un placer tan doloroso que todavía me hace daño.
—Sigue hablando, Gabriele.
—No, ahora no, tengo que colgar.
—Me gustaría conocerte.
—Tal vez algún día podamos conocernos.
Vuelvo a casa en el tren de siempre, la voz de Gabriele me acompaña hasta Bolonia. El tren, vacío y sucio —el típico tren de cercanías con los asientos colocados uno enfrente del otro y las mesitas en medio—, se convierte en un ambiente neutro, me apoyo en el respaldo y revivo (trato de revivir) ese placer: estoy emocionada.
Siento todavía el eco de su voz antes de quedarme dormida y me despierto jadeante e incrédula.
A la noche siguiente llama puntual, estoy esperándole: de nuevo el abismo telefónico, el placer, los sentidos estimulados por las voces y las manos, una oleada oscura en el mar nocturno, el color de la laguna, del agua gris y turbia, de los edificios oblicuos que hacen perder el equilibrio, estoy perdiendo el equilibrio y tal vez incluso la razón («Eres extraña, me has subyugado, me gustan las personas como tú»), por favor, los pies apoyados en la mesita, cerca de los teléfonos, la penumbra, una penumbra densa y agobiante, un poco lúgubre, Módena, los trenes que de vez en cuando oigo pasar como flechas a lo lejos, el placer, el dolor sorprendente y la sombra de una revelación, fragmentos de recuerdos y de emociones que creía reducidas a un desencolado relampagueo de la memoria.
—Lorena, me gustaría que estuvieras aquí. Qué extravagante es el deseo, tal vez esté hecho de nada.
Es un placer extraño, compartido con una voz pero no con un cuerpo, por lo tanto es un placer autoreferencial, sofisticado, primitivo, sobre el que se proyecta la sombra de las paredes del despacho, la sombra de la inquietud que me ha hecho trabajar en este teléfono, no sabía por qué, pero ahora sé que estoy aquí para escuchar su voz, que sólo por él, por oír por casualidad sus palabras, respondí al anuncio, conocí a Alessio aquel lunes y, quizás, incluso exista.
—Háblame de ti. Lo primero que se te venga a la cabeza.
—De pequeña ayudaba en misa.
—¿Hacías de monaguillo?
—Sí, seguramente fui la primera monaguillo mujer. Me gustaba mucho y no dejaba de ir ni un solo domingo, me daba una sensación de poder. Don M., el párroco, después de la misa nos dejaba ir a la sacristía a comer las hostias desconsagradas, me metía cinco o seis en la boca y me las comía, pero algunos restos se me quedaban pegados al paladar y se mezclaban con los restos de la comida, con las lasañas, con los pasteles de crema…
Poco a poco revivo mi infancia y mi adolescencia para Gabriele, él me escucha y a veces se ríe.
—Lorena, tengo que conocerte.
Siempre que voy a visitar a mi madre paso por delante de la iglesia de don M., es una iglesia moderna que fue muy criticada cuando la construyeron, un gran paralelepípedo rojo oscuro sin ni siquiera un campanario ni nada que se le parezca.
«Qué escándalo, una iglesia sin campanario», decía la gente del barrio.
Y, sin embargo, recuerdo que había campanas, pues muchas veces acompañaba a don M. a tocarlas a una especie de granero al que se accedía por una escalera de caracol.
Todos los monaguillos queríamos ir al granero y nos contábamos extrañas historias sobre aquel lugar: unos decían que estaba lleno de murciélagos y otros que don M. tenía escondido allí a un familiar suyo que había perdido la razón y se había retirado del mundo.
Don M. siempre me pedía a mí que le acompañara, quizá porque yo era la única niña; y yo le seguía con el corazón palpitante, orgullosa de ser su preferida, precozmente consciente de mi atractivo femenino.
Las campanas existían realmente («No es verdad, señora Tina, las campanas existen, yo las he visto, ¡usted no sabe nada!», «¡Por qué será que el párroco te lleva siempre ahí arriba!»): eran dos campanas enormes y plateadas, pero don M. sólo tocaba una tirando de ella con una cuerda muy gruesa.
Por toda la estancia había cestas llenas de salchichones, jamones, botellas de vino tinto y paquetes de pasta. Cada vez que subíamos, don M. contemplaba su tesoro y, acariciando alguno de los jamones con las yemas de los dedos, como si fuera un recién nacido, me decía sonriendo: «Aquí se mantiene todo mejor».
Nunca he sabido si eran regalos de los parroquianos, comida para los pobres o simplemente sus provisiones.
Yo no decía nada a los demás de lo que había visto en el granero. A sus insistentes preguntas («Entonces ¿qué es lo que hay ahí arriba?») contestaba con una sonrisa y me iba a mi casa.
Dentro de poco veré a Gabriele, estará esperándome en el andén al que llega el tren, normalmente el andén dos del sector oeste, pero algunas veces cambia y llega al andén siete o al ocho. Espero que sepa dónde esperarme, espero que mire la hora de llegada en el panel del vestíbulo. Sé que es paradójico este frenesí por encontrarme con un desconocido, con un hombre que por la noche llama a un teléfono erótico, que se pasa las horas hablando con una telefonista y que a las cinco de la mañana va a esperarla a un andén secundario del sector oeste, que está cerca del quiosco de periódicos, de los servicios, de los bancos verdes que parecen los de un jardín público y desentonan en la estación, a la derecha está también el bar restaurante y la tienda de recuerdos; espero que Gabriele sepa dónde esperarme porque de lo contrario me llevaría una desilusión, sé que le encontrare, juego a imaginármelo, trato de asociar su voz a un rostro, esa voz que me resulta tan familiar. Sería realmente una desilusión no encontrarlo, comprendo que es absurdo, que en cualquier caso volvería a llegar en el tren, que en todo caso bajaría al andén, al andén dos del sector oeste o al ocho del sector central, y que tomaría un taxi para ir a casa; todo es igual que siempre, pero ahora puedo jugar yo también con mi necesidad, pensaba que para mí no había nada necesario y, sin embargo, no es así, no es así.
Descuelgo los teléfonos y voy al baño, tengo la cara cansada, estoy aquí desde las primeras horas de la tarde, tal vez debería llamar a Gabriele y decirle que es mejor que nos veamos en otra ocasión, pero no puedo: me apetece, necesito verlo. (Me ha dicho: «Estuve en la estación el jueves pasado confiando en que te vería». «¿Pero qué hubieras hecho para reconocerme?». «Lo importante no era reconocerte, lo importante era que estuvieras allí, saber que estabas en la estación, dentro de ese tren»).
Encuentro una muestra de perfume dentro de mi bolso. Me pongo un poco de maquillaje y un poco de colorete: no quiero exagerar, al fin y al cabo son las cuatro de la mañana.
Los teléfonos del despacho están descolgados y hay un silencio que casi me da miedo. Yo misma los he descolgado hace un momento porque no conseguía concentrarme en otras voces, en otras palabras.
Falta media hora para que salga el tren, pero decido salir un poco antes y esperar en la estación, estoy demasiado nerviosa.
Casi todos los que llaman me han pedido alguna vez que quedara con ellos y yo siempre he dicho que no, no y basta, sin arrepentimientos, pero en la voz de Gabriele hay algo que me ha seducido y no me abandona, quizás una obsesión.
El día de Navidad me pedían siempre que recitara una pequeña poesía delante del pesebre, era un rito obligado. Estoy de pie, rodeada por mi familia, la mesa, los olores…, empiezo emocionada: «Oh mi querido niñito / has vuelto a venir aquí abajo…».
Muevo ligeramente los hombros, me toco el pelo, miro las figuritas y a mamá y a la abuela Licia, que, tan brusca como siempre, me dice: «Estate quieta». Hay mucha gente de la familia a la que no veo desde hace mucho tiempo, y papá toma a mamá por los hombros, yo creo en este rito, y papá también, a él le gustan las tradiciones, es muy «navideño», todos los años me lleva al mercado de Santa Lucía a comprar figuritas nuevas y adornos para el árbol, «Papá, ¿compraremos un árbol de verdad este año?», «Por supuesto», es un privilegio, casi un privilegio social tener un árbol de verdad, a los padres de algunos de mis amigos no les importa nada la Navidad, la pasan como pueden, no tienen árbol, es terrible no tener árbol, si a papá le gusta, a mí también, todas las navidades serán como esta, siempre las pasaremos en casa de la abuela con un árbol de verdad. «Oh, querido niñito…», nunca cambiará nada, me lo ha dicho papá, y todo lo que él dice es verdad, y, sin embargo, cambiará, y, sin embargo, lloraremos en Cesenatico durante la cena de Navidad, y ahora ya no creo en Dios, pero eso es lo de menos, papá se ha ido, no ha cumplido la promesa que me hizo en la fiesta del Partido Comunista, mi salvación diaria es sentir gozar a los hombres por teléfono, imaginar su esperma derramado, masturbarme con ellos en las «habitaciones», esperar a Gabriele, esta es mi salvación.
El tren entra lentamente en la estación central de Bolonia.
No he conseguido pensar en nada durante los veinticinco minutos de viaje, cada vez que me concentraba en un pensamiento se desvanecía, salía corriendo por la ventanilla, como las imágenes oscuras tan sólo interrumpidas por alguna que otra luz (incluso estaba apagado el cartel del centro comercial I Portali, he echado de menos ese cartel verde chillón que anuncia Módena).
Me levanto y voy a los servicios a mirarme en el espejo por última vez, están sucios, al buscar afanosamente el resto de la muestra de perfume, se me cae un libro en un charco de agua, la muestra está llena hasta la mitad y me la echo directamente en el pelo, después me pongo un poco más de colorete, pero sin exagerar, y me retoco la raya con el lápiz de ojos, muy años cincuenta, no está mal, lo único la ojera (ligera, nunca tengo ojeras demasiado exageradas) debajo del ojo derecho, y el cansancio, no tengo corrector de ojeras.
Me ha dicho que llevará una gabardina, así que, a pesar de mi miopía (por supuesto no me pondré las gafas), estaré atenta a encontrar una mancha de color beige; le he dicho que yo voy vestida siempre de negro, por lo tanto nos buscaremos atentos a los colores extremos del espectro.
Cuando el tren llega al andén siete del sector central (ha habido un cambio en el último momento), veo que sólo hay una mujer, dos ferroviarios y él, no puede ser más que él, lleva una gabardina y la descripción corresponde, pero no puedo estar del todo segura hasta que bajo lentamente mirando a mi alrededor, me tropiezo en un escalón, y él viene a mi encuentro:
—Lorena, por fin. —Sonríe, me besa en la mejilla, me roza con la mano, tiemblo, el apuro me impide mirarle a la cara, no lo reconozco, no podría, pero sí reconozco su voz, la voz que me ha embrujado, me toma de la mano y nos encaminamos hacia el paso subterráneo, sólo entonces alzo los ojos.
Han vuelto a pavimentar el paso subterráneo de la estación; los baldosines nuevos hacen que parezca una piscina, un larguísimo paso subterráneo-piscina desierto y silencioso; caminamos lentamente, él me lleva de la mano y yo de vez en cuando le miro y sonrío, es alto, muy alto, tiene el pelo rubio y los ojos grandes con una arruga melancólica hacia abajo, lleva gafas redondas, son las cinco de la mañana y voy de la mano de este desconocido por el conducto subterráneo-piscina donde sólo se oyen nuestros pasos y quizá nuestra respiración. No hablamos, no siento la necesidad de hablar, pienso, me siento arrollada por un polvillo de reflexiones, de reflexiones nebulosas, larvadas, qué pensará de mí, adónde vamos, camino tratando de no pisar las rayas de las baldosas, da suerte, lo hacía de pequeña, una vez reproduje en un cuaderno la pavimentación de ciertas calles de Bolonia para poder estudiarla mejor, para inventar nuevos recorridos.
Salimos de la estación, él sigue sin decir nada, hay una luz blanca, perlada, Bolonia parece una ciudad extranjera. Me señala su coche.
Es un coche oscuro, no sé de qué marca, no entiendo de coches, ni siquiera tengo el carnet de conducir, sólo me gustan los coches oscuros y el de Gabriele es negro o quizás azul marino, esa luz tan especial me impide distinguirlo bien, por dentro está lleno de polvo y de periódicos viejos.
Me subo, podría raptarme, es más, me gustaría que pusiera en marcha el coche negro-azul y que partiéramos para siempre. Antes de arrancar me mira y me dirige una sonrisa dulce, encantadora, sonríe con la boca, pero no con los ojos.
—¿Vienes a mi casa?
—Sí.
Su casa es fría y está cerca del paso elevado de la carretera de circunvalación de San Vitale, no muy lejos de la mía, tiene las paredes blancas y algún que otro cuadro (reconozco en la librería los viejos libros de Marx, Engels y Lenin de los Editori Riuniti), no enciende la luz y me besa nada más entrar, siento su lengua dentro de mi boca, me gustaría que me besara durante una hora seguida, pero en lugar de eso se quita la chaqueta, empieza a desnudarse y me dice:
—Venga, arrodíllate y chúpame la polla.
Por teléfono le había dicho que esa era mi fantasía erótica más frecuente, que me gustaba hacerlo o bien imaginarme en una situación de ese tipo, pero en este momento me siento tratada como una puta: no importa, me pide un servicio y no me niego, me humillo, podría humillarme todavía más y hacer cualquier cosa, me arrodillo y se la chupo.
Ya no pienso en nada: arrodillada delante del sofá (¿amarillo?, ¿marrón?) se la chupo lentamente, su pene dentro de mi boca, su sabor. De vez en cuando me acaricia el pelo y me besa.
Siento un doloroso desgarro cuando se separa de mí.
—¿Quieres beber algo? —me pregunta. No me pagará, es amable.
—¿Tienes vino?
—¿Vino? Pero si ni siquiera son las seis de la mañana, te daré un zumo.
Le observo sin moverme del sofá, le observo en la penumbra blanca y fría de su cocina y la sensación es la misma que en la estación, la misma que en el paso subterráneo-piscina; entre nosotros no ha habido una intimidad que me permita dejar de verlo como un desconocido: es un desconocido que me ha tratado como a una puta y del que ya no quiero separarme.
Mientras me tomo el zumo de pera (detesto los zumos de pera, su sabor dulzón se me mezcla en la boca con el sabor de su esperma), me dice:
—Dentro de poco tengo que irme a trabajar, debes marcharte.
Me bebo el zumo a toda prisa, el sabor de la pera me da náuseas, pero me da igual.
—Nos veremos en el próximo tren —añade.
Y yo, que no me resigno a dejarlo con una promesa tan vaga, le digo:
—Me gustaría volver a verte pronto.
—Ya veremos.
Entonces salgo de la casa y bajo las escaleras, es extraño cómo en ciertos momentos, bajo el influjo de indescifrables embrujamientos, incluso las personas inteligentes pueden comportarse como imbéciles; podría haberle dicho: «¿Pero qué respuesta es esa?», pero no se lo he dicho, y mientras recorro el trecho (un trecho muy corto, pues vivimos cerquísima) que hay entre su horrible casa y la mía, siento un dolor en el estómago y una confusión que me hace tambalearme, es un dolor ya conocido, el dolor por la separación, por la falta, por la condena de amar siempre y solamente a quien me humilla.
«Soy Balabú
príncipe de sangre azul
de la tierra de los Bantú
en la orilla del río azul».
Es una poesía que aprendí en la escuela (unas cuantas aulas viejas con las paredes desconchadas y un patio de arena estrecho y sin árboles), debo recitar esta retahíla acabada en «u», estoy disfrazada de brujo indio. Papá también ha venido a verme, está en la sala, no esperaba que viniera, lo reconozco enseguida entre la gente, papá siempre me quiere cuando actúo, cuando saco buenas notas, cuando sobresalgo en algo, yo también me siento orgullosa de él, muy orgullosa, él defiende como abogado a los «jóvenes de la autonomía», no sé muy bien quiénes son, pero siento que hace algo justo, no hay duda de que es justo. Al lado de él está mamá intentando ocultar su desasosiego de siempre, su desasosiego de siempre mezclado con la pena, la maestra nos hace una señal para que empecemos (era una mujer bajita y muy religiosa que nos hacía siempre rezar las oraciones, yo rezaba las oraciones y por la noche iba con papá a la fiesta del Partido Comunista, en Bolonia siempre hay fiestas del Partido Comunista, la nacional, la provincial y las de los pueblos, por el día rezaba las oraciones con la maestra bajita y religiosa, por las noches iba a la fiesta del Partido Comunista y los domingos a la iglesia de don M., me desenvolvía bien entre los extremos, entre las contradicciones: chocaban entre sí como las bolas de billar).
La representación va a empezar en breves instantes, estoy un poco emocionada, tengo miedo, la maestra me pinta las últimas rayas azules en las mejillas y me pone una peluca verde, me observo en el espejo, me río, la tensión desaparece, papá está en la sala y yo interpreto el papel principal. Michela ha tenido que contentarse con un papel menos importante; yo soy casi la protagonista y, aunque ella trate de disimularlo, por su forma de mirarme me doy perfecta cuenta de que está furiosa.
«… de la tierra de los Bantú…».
El ritmo de mis días no ha cambiado, largas noches, algunas tardes, los trenes, pero algo ha cambiado en mi interior.
Gabriele me ha llamado. Le he dicho:
—Ha sido tan subyugante que estoy asustada.
—También lo ha sido para mí. He pensado mucho en ello, precisamente por eso es difícil que se repita.
—¿Por qué?
—Tú no eres una persona banal, no me hagas darte explicaciones banales.
—De acuerdo.
—¿Puedo mandarte un beso?
—Sí, cuídate.
—Tú también.
No volveré a verlo.
No consigo resignarme, echo de menos esa sensación de humillación y de pérdida, de placer y de dolor, contenta, casi agradecida —¿de qué?— de que me tratara con desprecio, de que me considerara una puta.
Salgo del teléfono a las cinco de la mañana y todo me parece falto de vida…, incluso el amanecer sobre la pequeña estación (al principio me gustaba ver cómo los trenes parados iban iluminándose poco a poco, cómo la luz los iba desvelando, descubriendo), incluso el camarero que me sirve el café sin que se lo pida, sin que le haga un gesto siquiera porque ya me conoce, y su compañera desmesuradamente alta con esa papada que le hace parecer un pájaro, todo me parece desolador, lo mismo que mi soledad y el punzante dolor del abandono. Me quedo en la estación todo el tiempo que puedo, tanto en la de Módena como en la de Bolonia, nadie me espera en el andén, pienso siempre en ver su gabardina, su rostro, me siento en un banco y observo a los pasajeros apresurados, echo de menos el olor de sus cabellos, las señales y los moratones que me ha dejado en el cuello, mi sumisión, su voz.
En un paso subterráneo pavimentado como una piscina he conocido, ha nacido en mí, una necesidad, una necesidad extraña, insensata, que en una mañana en la que Bolonia parecía una ciudad extranjera me ha ilusionado y herido.
—¿Dígame?
—Buenas noches, soy Daniele, ¿puedo hablar con Livio?
—¿Quiere tomarme el pelo?
—¿Cómo dice?
—¿Realmente no sabe adónde ha llamado?
—No, no lo sé, ¿adónde?
—Esto es… un teléfono erótico.
—¿Sí? Qué extraño, porque he llamado muchas veces a Livio y, hasta hoy, nunca me había equivocado de número…
—A veces pasa.
—Ya que estoy… me gustaría…
—¿Quiere tener una conversación erótica?
—No, no…, es que…, no quisiera abusar de su paciencia, señorita, pero me gustaría hacerle algunas preguntas… ¿Me lo permite?
—Depende. ¿Qué tipo de preguntas?
—Oh, nada especial. Tengo curiosidad. Nunca he llamado a teléfonos como el suyo…
—De acuerdo, pero no tengo mucho tiempo.
—Se lo agradezco. ¿Está sola o con otras chicas?
—En este momento estoy sola, las noches casi siempre las hago sola (qué extraño me resulta decir las noches, ni que fuera una enfermera, aunque tal vez lo sea un poco). Por el día somos más chicas.
—¿Dónde está? ¿En una casa o en una oficina?
—En una oficina, o, mejor dicho, en un apartamento de Módena acondicionado como oficina. Yo soy de Bolonia y vengo siempre en tren, porque no tengo carnet de conducir. (Me siento orgullosa de mi ir y venir en tren).
—¿Cómo se llama?
—Lorena.
—Me imagino que no es su verdadero nombre.
—No, no lo es. ¿Quién es Livio? ¿Un amigo suyo?
—Es mi mejor amigo, nos conocemos desde el Liceo, nos sentábamos en el mismo banco, compartimos las mismas aficiones, los mismos amigos y a veces incluso las mismas mujeres.
—¿Desde dónde llama?
—Desde Turín.
—Pensaba que estaba más cerca, le oigo perfectamente.
—Hábleme de su trabajo en el teléfono, ¿le gusta?
—Es una pregunta difícil. No tengo intención de quedarme mucho tiempo, soy licenciada en filología, trabajé durante una época en una editorial… ¿y usted en qué trabaja?
—Soy licenciado en ciencias de la información, ahora trabajo en una agencia de publicidad.
—Confiéselo: usted no quería hablar con Livio, usted quería llamar a un teléfono erótico y contactar con una operadora de una forma distinta a la habitual.
—La dejaré en la duda. No está bien que le desvele el truco, considéreme un jugador de juegos de azar que no desea revelar si ha hecho trampas o no.
—De acuerdo, me quedaré en la duda. ¿Cuántos años tiene?
—Treinta y cinco, ¿y usted?
—Veintiocho.
—¿Me puede decir cómo es físicamente y cómo va vestida?
—Por supuesto. Soy pelirroja, tengo los ojos verdes, la piel blanca y los labios finos. Soy bastante alta, tengo el pecho grande y las caderas redondeadas y voy vestida siempre de negro. Me gusta darme bastante maquillaje y lápiz de ojos, me recuerda a la Francia de los años cincuenta, a Jeanne Moreau, a los existencialistas. (La descripción de siempre, ya no sé si es real o no, me he distanciado de la imagen que doy de mí).
—Me está mintiendo, quiere hacerme perder la cabeza.
—No he dicho una sola palabra que no sea verdad, se lo juro.
—Estupendo, ¿y cómo va vestida ahora?
—Llevo un vestido negro muy corto con las mangas de encaje, y debajo unas medias negras con la costura detrás y un body de seda.
—Estoy extasiado, me he quedado sin palabras.
—Hábleme de Livio, ¿cómo es?
—Livio es un hombre sin raíces que suele vivir la vida tal y como se le presenta. Como sabe que gusta a las mujeres, trata de conocerlas y seducirlas, o, mejor dicho, se deja seducir por ellas, pues piensa que toda mujer puede ser, a su modo, una artista de la seducción. Se deja cautivar por ellas y siempre le sorprenden, pero él no se enamora nunca.
—¿Y usted es como Livio?
—No, por desgracia yo me enamoro y sufro, no sé vivir con ligereza. Me disgusta hacer sufrir a las personas a las que quiero y eso me trae muchísimos problemas. ¿Y usted? ¿Usted se enamora?
—Pensaba que no, nunca me había pasado hasta ahora… Estoy inmersa en una relación infeliz.
—Lo siento.
—Yo también, he perdido la cabeza, nunca había sentido nada parecido.
—En cualquier caso merece la pena.
—Tal vez.
—Volvamos a sus medias, ¿ha dicho que son negras?
—Intente imaginar por un momento que estoy sentado delante de usted, mejor dicho, arrodillado, y que se y que se las bajo lentamente, primero una y después otra, acariciándole las pantorrillas y llevando su pie derecho a mi boca.
—¿Por qué el derecho?
—Después le tocará al izquierdo.
—Llevo las uñas de los pies pintadas con una laca roja brillante.
—Magnífico, será todavía más excitante chuparle cada uno de los dedos y después chuparle una y otra vez el dedo gordo, tanto el derecho como el izquierdo.
—Sí, continúe…
—¿Siente cómo mis manos suben por sus piernas? Le acaricio primero las pantorrillas y después los muslos… ¿Lo siente?
—Sí, lo siento, pero dígame, ¿Livio hubiera llegado a tanto si estuviera en su lugar?
—¿Le parezco atrevido?
—Atrevido y amable. ¿Quiere que nos tuteemos para tenernos más confianza?
—No, sigamos llamándonos de usted, me gusta.
—Dígame cómo es, descríbase.
—Tiene que rogármelo.
—Se lo ruego, descríbase.
—Tengo los ojos verdes y el pelo corto y rubio. Llevo gafas. Soy muy delgado y voy vestido con una camisa azul marino y unos pantalones beige. Ahora dígame algo bonito…
—Mi mano se apoya en la cremallera de sus pantalones, se la baja poco a poco y después se cuela a través de ella y explora ejerciendo una leve presión.
—Llévese a la boca el dedo índice de su mano derecha y empiece a chupárselo, ¿lo está haciendo?
—Sí, lo estoy haciendo.
—Chúpeselo hasta el final, aspírelo con los labios, chúpeselo por los lados, hágame sentir que lo está haciendo, no la creo.
—Debe creerme…
Silencio, suspiros.
—Ahora baje la mano y utilice el mismo dedo para desabrocharse el body. ¿Ha dicho que es de seda negra?
—Sí, es de seda negra, me lo he comprado en unas rebajas. Estaba dentro de una cesta junto a otras prendas íntimas y había un grupo de mujeres rebuscando en ella para encontrar la talla adecuada. Temía que alguna de ellas pudiera quitármelo, pero por suerte no lo hicieron. Me gusta tanto…, me encanta llevarlo, me excita…
—¿Se lo ha desabrochado? ¡Dígame que se lo ha desabrochado!
—Sí.
—Deje la mano ahí y empiece a tocarse, lenta, suavemente, yo estoy a su lado y la miro, usted se toca tumbada en la cama y está con el body desabrochado, se toca inmersa en sus fantasías, yo ni siquiera la rozo, la miro, sólo rozo por un momento la seda de su body, usted sigue tocándose y yo tomo las medias que ha dejado encima de la silla y las huelo, acaricio y huelo sus medias mientras usted sigue tocándose…
Ahora me dejo llevar sólo por el placer, una espiral de placer que me transporta muy lejos. Agradezco a Daniele haberme hecho olvidar por un momento a Gabriele jugando con un equívoco que me ha divertido.
Me corro.
Se oyen los ruidos de la calle, una ambulancia.
—¿Y Livio?
—Le llamaré mañana, esta noche ya es tarde.
—Si volviera a equivocarse de número…
—Puede dado por seguro, soy bastante distraído.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
La separación legal tuvo lugar mucho tiempo después de la separación de hecho.
—Entonces, mamá, ¿cómo ha ido la cosa?
—Me he reunido con papá directamente en el juzgado, en un ala nueva que acaban de restaurar. Es un edificio frío o quizá me lo haya parecido a mí porque no me sentía bien, estaba triste, ni siquiera conseguía ver los frescos y las columnas. Papá ha llegado tan puntual y tan elegante como siempre, llevaba una bufanda nueva azul, de una lana muy suave, que probablemente se ha comprado para la ocasión, la bufanda de la separación; me señalaba con el dedo las cosas que debía mirar, «¿Has visto los techos?, ¿no te parecen muy bonitos? Han tardado dos años en restaurarlos», pero yo sólo le miraba a él y me producía pena y ternura. Después de un cuarto de hora ha llegado Z., mi abogado, también él estaba elegante y sonriente: parecía que iba a una fiesta en lugar de a mi separación. Mientras que por papá sentía pena, por él sentía rabia; estos sentimientos tan extremos de rabia y de pena me han acompañado durante toda la mañana. Mientras nos dirigíamos hacia la sala, Z, y papá reían y bromeaban entre sí, se daban palmadas en la espalda y decían: «¿Sabes lo del procurador tal? ¿Te has enterado de que al juez X le ha dado un infarto?, pobrecillo». Yo iba detrás y sólo parecían fijarse en mí cuando llegábamos a alguna puerta de cristal: esa ala del juzgado está llena de puertas de cristal. Cada vez que llegaban a una de ellas se acordaban de mí y me la abrían con mucha galantería, yo pasaba intimidad a oyendo tan sólo el ruido de mis pasos en el suelo, después me adelantaban de nuevo y seguían hablando entre sí hasta llegar a la puerta siguiente. Así hasta que llegamos a la sala, en la que había muy poca gente, Al entrar, papá me señaló de nuevo el techo y yo me detuve a observarlo, pero en realidad miraba las imágenes de mi vida, que pasaban sobre aquel techo como si fueran una película, estaba asombrada y divertida, y después de un tiempo indefinido (¿diez minutos?, ¿una hora?) alguien me dio unos papeles para que los firmara. Ya iba a buscar una pluma dentro de mi bolso, cuando Z. me pasó su estilográfica de oro ya abierta y firmé casi con temor a estropearla. Había muchísimas firmas. Esperé a que terminara la audiencia y me fui de allí. Creo que me he comportado con dignidad.
—Has estado perfecta, mamá.
Una noche cualquiera, en Módena.
—Me gustaría que me hablaras de una mujer que hace el amor con dos hombres al mismo tiempo, no sé si te habrás visto en esa situación alguna vez. Si es así, cuéntame tu experiencia, y, si no, invéntatela.
Estoy en el teléfono del cuarto de baño, no he cerrado la puerta porque estoy sola.
Esta petición me ha hecho recordar un episodio que me sucedió no hace mucho tiempo, se lo cuento con gusto, dice que se llama Massimo da Monza.
—Estoy en el barrio latino de París y hago cola delante de una cabina telefónica para llamar. Junto a mí hay un chico alto y elegante con el pelo largo y los rasgos sudamericanos.
»—¿Tiene que llamar por teléfono usted también? —le pregunto.
»—No, estoy esperando a mi amigo, —y señala al chico de pelo oscuro y rizado que está dentro de la cabina.
»Mientras su amigo habla por teléfono cruzamos algunas palabras. Me pregunta si soy italiana, y cuando le respondo que sí, me dice un cumplido: “Una italiana guapa”. Mientras seguimos hablando un poco de todo, yo miro la Place Saint-Michel: junto a la fuente hay muchos jóvenes bebiendo cerveza y riendo.
Massimo me interrumpe:
—Me gusta que me cuentes todos los detalles, pero si seguimos así estaremos más de veinticinco minutos hablando.
—No importa, estoy sola, puedo estar todo el tiempo que sea necesario.
Deseo recordar, contar, no quiero apresurarme: le regalo este fragmento de mi pasado, lo mínimo que puede hacer es escucharme.
—El amigo acaba de hablar por teléfono y yo entro en la cabina. Mientras marco el número, mi sudamericano golpea con los nudillos en los cristales y me pregunta si me apetece ir a tomar algo con ellos luego. Hago un gesto afirmativo con la cabeza. La tarjeta se me acaba a toda velocidad y poco después me reúno con ellos.
»—Yo soy Daniel y él es Ives —me dice tomándome de la mano—. ¿Conoces algún sitio agradable en esta zona?
»—En la Rue Saint-André des Arts hay una pequeña brasserie que me gusta mucho.
»—Entonces vamos —interviene Yves, que hasta entonces no había dicho esta boca es mía.
»Mientras cruzamos la plaza, Daniel sigue tomándome de la mano: no opongo resistencia porque es francamente guapo. Entramos en la brasserie y pedimos un vino. Ives sigue sin decir nada, pero de vez en cuando me acaricia: empiezo a comprender cómo seguirá la noche, estoy muy excitada, es una situación insólita.
»—¿En qué trabajáis? —pregunto.
»—Yo soy piloto de Air France —dice Daniel—, él está terminando el doctorado.
»El vino es fresco y agradablemente embriagador: pedimos otro. El piloto está junto a mí, me concentro en su boca: tiene los labios oscuros y finos, incitantes. Deseo besarlo cuanto antes.
»—¿Salimos? —le digo de improviso.
»—Yves vive en Montparnasse, me apetece ir a su casa a tomar algo
»—De acuerdo.
»Antes de subir al coche, Daniel me besa empujándome contra la puerta: siento su pene hinchado y duro contra mí, su lengua húmeda. Me siento delante, junto a Yves, que antes de arrancar me besa a su vez: su boca tiene sabor a tabaco, decididamente es menos atractivo que el piloto, pero también me gusta, me gusta la situación.
»La casa está en el último piso de un bonito edificio y es pequeña, como casi todas las casas francesas. Mientras Yves prepara dos Martinis, el piloto me besa de nuevo, pero esta vez con más violencia. Después empieza a chuparme los labios y la cara.
»—¿Prefieres hacerlo con los dos a la vez o primero con uno y luego con otro? —me pregunta.
»—Quiero que me miréis primero uno y después el otro. Luego lo haremos todos juntos —le contesto con decisión.
»Yves se sienta en el sillón, yo me desvisto y me quedo sólo con las medias.
»—Túmbate en el sofá y tócate —me ordena Daniel.
»Yo me tumbo y empiezo a masturbarme delante de ellos: me abro los labios mayores para que puedan verme bien. Yves está en el sillón y también se toca. Daniel se queda inmóvil durante un momento, después se acerca y con un gesto brusco me mete la polla en la boca mientras yo sigo tocándome. Cuanto más empuja, más mojada siento la vulva: noto una contracción casi dolorosa. Yves por fin se levanta, está excitadísimo, pienso que quiere penetrarme, pero en lugar de eso aleja a Daniel y me ofrece su pene: comienzo a chupárselo por los lados, desciendo con la lengua hasta los huevos, me los meto en la boca, se los chupo mientras él murmura frases que no comprendo y gime de placer. Quiero que Daniel me penetre: “Por favor, te deseo”, le digo. Entonces se levanta, me abre las piernas y entra dentro de mí poco a poco. Yo sigo chupándole los huevos a Yves…
Massime me interrumpe:
—Maravilloso, con eso es suficiente, ya me he corrido. Es una historia fantástica, parecía de verdad.
—Acuérdate de enviar el cheque.
—¿Puedo volver a llamarte? Nunca había oído un relato así, las otras telefonistas lo cuentan todo con muchos menos detalles…
—Vuelve a llamar si quieres, yo estoy por las noches.
Cuelga. Me quedo inmóvil, sentada en el cuarto de baño en penumbra. París, un recuerdo: ya ni siquiera sé si es verdadero o falso.
Paseo a menudo, durante mucho tiempo, pasear me ayuda a atenuar la dolorosa fuerza obsesiva de este pensamiento que no me abandona (no me abandona ni siquiera mientras duermo, porque sueño casi siempre con él, con Gabriele, y después lo veo desaparecer en el sueño como si se desvaneciese). Todas las certezas que creía tener me parecen haberse desgastado y crujir en el viento, mis pensamientos son desordenados: trato de recordar el sabor de aquel beso, de su lengua (la única reciprocidad que me ha concedido), como si fuera una fórmula química que está ahí, en alguna parte, que puedo llegar a recuperar.
Cuando estoy en Bolonia suelo ir a comer a un Burger o a un McDonald’s, lo mismo me da, porque en lo único que se diferencian es en el pan de las hamburguesas y en la forma de freír las patatas, el ambiente es el mismo. Los dos son un lugar de paso, un poco como el self-service de la estación, al que va la gente que no sabe adónde ir, que no tiene otra alternativa, y cuando me siento a una de esas mesitas siempre mojadas a tomar una cerveza y unas patatas fritas con mayonesa, tengo la sensación de que tampoco yo tengo ninguna alternativa, pero no me resulta desagradable, al contrario, me tranquiliza ser una persona sin ninguna alternativa, una persona que una a una ha tirado sus alternativas, consciente, meticulosamente; en esos momentos trato de pensar en mí misma de una forma neutra, trato de mirarme con la misma mirada que reservo para el skinhead que toma una Coca-cola o para la señora corpulenta que muerde su hamburguesa tirándose la salsa encima del vestido, pruebo a hacer una definición de mí misma basándome en el trabajo que hago: soy una telefonista erótica, trabajo en una línea erótica y hago disfrutar a la gente, a la gente que está sola, a los que tienen miedo a la vida y a los que no, les hago gozar por teléfono, tranquilizo y estimulo sus voces excitadas y jadeantes, para mí es fácil, para ellos es un poco caro pero les resulta cómodo, no necesitan moverse de sus casas o de sus oficinas, tienen la polla en la mano y los pantalones bajados pero nadie los ve y yo los consuelo.
De vez en cuando hay llamadas que me asustan.
Dice que se llama Marco y que quiere tener una conversación, es brusco, rápido.
Voy a la cocina.
—Entonces, Marco, ¿qué te gustaría que te contase?
—Nada, puta, no quiero nada de una puta como tú. —La voz es cada vez más dura, metálica, falsa.
—Perdona, ¿qué has dicho?
—No he llamado para tener una conversación erótica.
—¿Entonces para qué has llamado?
—Para decirte que eres una puta y que el Señor te castigará.
—Estás bromeando.
—No, no estoy bromeando en absoluto, sé dónde está la sede del teléfono, vuestro nido de putas, e iré a castigaros.
—No te creo, nadie sabe dónde estamos, estás mintiendo.
—Estáis cerca de la estación.
Enmudezco presa del terror: por un momento desaparece el juego transgresor, la diversión que me ha traído aquí, me arrepiento de haber comenzado, tengo miedo.
—No nos conoces, no puedes hacemos nada.
—Eso lo dirás tú, ten cuidado, mira detrás de ti cuando vuelvas a casa, puta, y díselo también a las putas de tus compañeras, porque estaré apostado en la sombra dispuesto a daros una paliza.
Cuelga, me quedo inmóvil durante algunos segundos.
Me reúno con mis compañeras en la otra habitación y les explico lo que ha pasado.
—No te preocupes. Te ha dicho que estamos en la estación porque al otro lado del teléfono se oyen los trenes a lo lejos, eso es todo —me dice Jessica.
—¿Estás segura?
—Pues claro, ese tipo de llamadas están a la orden del día, pero nunca ha pasado nada. Mienten, juegan, y, cuanto más te asustas, más se divierten. No pienses más en ello.
Trato de no hacerlo, pero cuando salgo miro detrás de mí.
Mi único y verdadero deseo es el de que mi padre me ame continuamente, sin parar. Es verdad que todos deseamos que nos amen continuamente, pero en mi deseo hay una voracidad que muy pocos tienen, la posibilidad nunca expresada de amar sin reservas, de exponerme, consciente o inconscientemente, al dolor.
¿Será por eso por lo que estoy ahora en la casa de los geranios?
Puede ser.
—Tienes que venir a ver donde vivo, ya no quiero ser el padre que sale de la nada y vuelve a la nada.
Quería atenuar la densa niebla entre los dos. La casa de los geranios tiene una gran terraza, creo que ya lo he dicho. Desde ella se ve toda Bolonia, que, a sus pies, parece un pueblo, un pueblo de Umbría colgado en una colina (al fin y al cabo Bolonia es un pueblo).
Es domingo, la hora de comer. Hasta aquí llega el olor de algunas de las fábricas de papel de la periferia, la luz es opaca, relajante, a la mesa no le falta un solo detalle: los mejores cubiertos, los mejores vasos, el mantel blanco con algunos adornos de encaje, aperitivo de verdura, carne y otra vez verdura… Odio la verdura, pero por supuesto no puedo decirlo, no comprendo mi estado de ánimo, pero evito profundizar en él, todos hacemos un esfuerzo, por supuesto sin exteriorizado, para tratar de que nos interese lo que dicen los demás.
Mi padre abre una botella de champán y ella trae unas copas de cristal, nos lo bebemos en la terraza, yo estoy sentada en un poyete con las piernas cruzadas: tengo la sensación de ser una invitada, pero hago todo lo posible para que no se me note.
—Ya podemos pasar a la mesa.
Trae las bandejas contoneándose ligeramente, mi padre y yo nos sentamos, ella me sirve champán, la incomodidad y una especie de sopor claustrofóbico me despiertan el deseo de beber mucho, me sirvo más champán y empiezo a sentirme más eufórica, menos incómoda, ella se sienta y me sonríe, hay una indulgencia en su sonrisa, una indulgencia que no consigo descifrar, una indulgencia que rechazo.
Esta casa me atrae y me disgusta; quisiera, sin que me nadie me viera, tocar las paredes, las sábanas, me gustaría desnudarme, tumbarme bajo las sábanas y dormirme para ver qué efecto me produce esta casa al despertarme, qué efecto me producen los cuadros, todos muy claros, los carteles de las exposiciones de arte y las lámparas de cristal (¿quién las ha elegido?, ¿dónde?).
El cielo se oscurece, está a punto de llover: la casa me gusta más así, menos luminosa y soleada, menos clara y perfecta en su blancura.
Me sirvo otro vino, me entran ganas de reír.
Tengo que tomar el último tren para Módena. Sale a las nueve menos veinte, como de costumbre, pero llego a la estación casi una hora antes. Hace frío, pero, cosa rara, no hay niebla.
Controlo el andén (que es siempre el andén dos del sector oeste, sólo cambió la noche del encuentro con Gabriele para no permitirme que lo olvidara) y voy a comer al self-service, al mismo self-service al que mi madre me llevaba a cenar todas las noches después de la separación. Yo tenía doce años y ella me decía: «Vamos a ver a la gente que parte, nos sentará bien». Siempre tomaba una sopa de cuyo sabor todavía me acuerdo: un sabor fuerte, demasiado salado, que busco siempre, incluso ahora. Mi madre bebía mucho, pedía dos botellas de vino de un cuarto de litro y se las tomaba ella sola («Dejemos que la gente piense que tú también bebes»); cuando acabábamos de comer me mandaba a pedir una tercera botella y me dejaba escoger: blanco o tinto. Más tarde se levantaba ella a buscar la cuarta (éramos las que más tiempo nos quedábamos en el local) y, mientras se la bebía, se le soltaba la lengua: se le ponían los ojos alegres y risueños y empezaba a hablar sin parar, me contaba cosas de cuando era joven, de la forma en que se había enamorado de papá, de mi nacimiento y del viaje que habían hecho a Lisboa.
Me siento ante un plato de pasta con crema de leche y de un cuarto de litro de vino tinto. Junto a mí hay gente con grandes maletas. Yo, como siempre, no llevo equipaje, tan sólo una bolsa de plástico con una botella de vino y pastelitos: los he comprado en la Coop, son de los baratos, de esos que van envueltos en papel celofán. Voy a hacer una fiesta de despedida con las chicas y, además, dentro de muy poco es mi cumpleaños; le había prometido a Alessio que lo celebraría con todos ellos, pero para entonces ya estaré en París, porque voy a trabajar durante algunos meses en una editorial de allí.
Paseo un poco llevando mis pastelillos: todavía es pronto.
Me siento en uno de los bancos verdes que están cerca del quiosco, de los servicios, del restaurante y del sector oeste. Sigo teniendo una gran nostalgia de aquella mañana de octubre, de la mañana del encuentro con Gabriele, me es difícil incluso tratar de olvidar. Pienso en cuando me dijo: «He estado en la estación confiando en verte». («¿Pero qué hubieras hecho para reconocerme?», «Lo importante no era reconocerte, lo importante era que estuvieras allí, dentro de aquel tren»).
Están anunciando la salida del tren para Módena con mucha antelación, como siempre, pero de todas formas me doy prisa: me da terror perderlo. Corro apretando en la mano la bolsita con los pastelillos de la Coop, siento una lánguida tristeza que me agrada vagamente, me agrada por la situación, me agrada por los recuerdos infantiles que afloran en mí, me agrada en el fondo por Gabriele (he sido capaz de amar a un hombre que vino a buscarme al tren una mañana y me dijo: «Arrodíllate y chúpame la polla», un hombre que me ha dejado dentro el sabor de la humillación, de la falta de intimidad, de su esperma, de su gélida y dolorosa frialdad).
Llego sin aliento al sector oeste y recuerdo como en una secuencia el paso subterráneo y la primera vez que vi a Alessio y, por supuesto, a Gabriele.
Me subo al tren, no puedo alejarme de la obscena y cruel imagen de mi boca tomando su pene, de su intolerable prepotencia, de aquel placer intolerable unido a un dolor que me produce tanta nostalgia, subo al tren excitada (una excitación existencial producida por las sorpresas y los inconvenientes de la existencia, por las cosas inesperadas y nunca previsibles que te atrapan con la violencia de un tomado), nostalgia de sus palabras («Arrodíllate» y «Voy a correrme encima de ti»: quería correrse en mi pecho, en mi cuerpo, y yo le dije: «No, en la boca», insistí en que se corriera dentro de mí para compartir al menos esa intimidad, aquel sabor), un ferroviario me mira con descaro el escote, es una excitación melancólica, el sentimiento del final de una experiencia (¿absurda?, ¿útil?, ¿especial?).
Después de un tiempo que se me ha hecho cortísimo, veo por la ventanilla el cartel verde del centro comercial I Portali: «Módena, estación de Módena, transbordo para Carpi, Suzzara y Mantua».
Estoy con mi abuela en la iglesia de los carmelitas descalzos (antes aún de que fuéramos a la iglesia de don M.): me confieso, me arrodillo en el duro banco de madera y rezo el acto de contrición.
Aquel dolor en las rodillas mientras expreso mi contrición es también el primer recuerdo de una voluptuosidad que me invadió y conservé en mí durante varios días.
Tengo ocho años.
Me he despedido de todos por teléfono. Pero antes de irme a París debo hacer todavía una cosa. Es una especie de rito propiciatorio.
Me dirijo a las colinas con la esperanza de no encontrarme con nadie. Con las manos un poco temblorosas, abro la puerta de la casa de los geranios: papá y S. se han marchado a la montaña y me han dejado las llaves para que les riegue las plantas.
Todo está a oscuras, entro.
Las ventanas están cerradas y algunos muebles están cubiertos con telas blancas (ella lo ha dejado todo muy ordenado), el olor sigue siendo el mismo.
Camino por la casa silenciosa. Voy a la cocina y abro el frigorífico, después rebusco en la despensa donde están alineados los tarros de mermelada, las latas y las botellas de vino: tomo un tarro de mermelada de ciruela y me lo meto en el bolso; voy al baño y abro su armarito, el de los cosméticos y perfumes: tiene muchísimos perfumes, algunos de ellos nuevos, intactos, los huelo, son todos dulzones, algunos de marcas buenísimas, me meto dos en el bolso.
Ahora le toca el turno al dormitorio: mi padre duerme aquí, duerme en esta cama desde hace casi quince años. Sobre la mesilla de noche hay cuatro libros, tres ensayos y, por supuesto, uno de Joyce. Carteles de exposiciones de los impresionistas, olor a naftalina… Abro los armarios, el de mi padre no es especialmente interesante, el suyo sí: casi toda su ropa interior es negra, suave, de seda. Tomo una enagua muy bonita, casi de mi talla, y me la guardo en el bolso, junto a la mermelada de ciruelas y el perfume.
Me siento en el sofá y marco un número de teléfono: 00561…
—Bienvenidos a nuestro teléfono party.
Me tumbo en el sofá. En el mullido silencio de la casa de mi padre, rodeada de muebles cubiertos de sábanas, busco a alguien que, como en Módena, me haga gozar en la noche. Masturbarme sobre este sofá, acariciando de vez en cuando el tejido de su enagua, es mi forma de resarcirme y, sin duda, de sentir un placer sublime, es el origen de todos los placeres. El sofá es de flores y el teléfono de color rojo, tomo un poco de vino y me toco suavemente, otro abismo nocturno, otro…
El tren que va a París sale un poco después de las nueve de la noche, esta vez del andén dos. Hay poca gente y hace una noche muy fría.
Siempre voy en tren a París, en parte porque el avión me asusta y en parte porque durante el trayecto puedo imaginármela, puedo observar a los aduaneros durante la parada en la ciudad fronteriza (Domodossola), cenar en el vagón restaurante y pedir al encargado de las literas que me prepare el primer café de la mañana, un café largo, amargo y carísimo que me hace sentir como si estuviera a punto de llegar.
Son casi las siete de la mañana. Me tomo el café sin apartar los ojos de la ventanilla: imágenes del campo francés, casas con los tejados en punta, estaciones blancas con los letreros en azul. Con la cucharita de plástico me pongo un poco de mermelada en el croissant, ya estoy en Francia, mejor dicho, no estoy en ningún sitio, estoy en un tren, en el vagón restaurante de un tren, me pongo más mermelada, el café está ardiendo, en la estación me tomaré otro, por las mañanas necesito tomarme al menos tres cafés. Llueve, son chubascos repentinos que duran muy poco y después, durante unos instantes, aparece un pálido sol. Junto a mí hay una señora muy elegante que escribe algo en un cuadernito. De nuevo voy en un tren, en un tren de verdad, con un verdadero destino, y de nuevo observo a mis ocasionales compañeros de viaje. En el compartimento no he hablado con nadie, iba con una señora mayor que quería apagar la luz y con dos chicas chinas de ojos risueños que están dando la vuelta a Europa.
En la Gare de Lyon subo a un taxi para ir a mi pequeño apartamento, lo que aquí llaman un estudio. Está en la Rue Boyer, en el arrondissement veintiuno. Tiene una cocinita, un cuarto de baño y una única habitación en la que hay una librería negra, unos sofás blancos, una lámpara alógena negra y unos cortinones de flores. En las paredes hay manifiestos surrealistas de colores vivos y viejas fotos en blanco y negro de Edith Piaf y de Yves Montand, de los existencialistas y del París de los años cuarenta. En la pared de enfrente de la ventana hay un enorme espejo Liberty que hace que la habitación parezca más grande.
Me gusta esta casita tan acogedora, he soñado que venía aquí con Gabriele.
Pocos meses después de haberse ido a vivir a la casa de porta D’Azeglio, mi padre decidió volver con nosotros: estaba lleno de remordimientos y mi madre lo recibió con cierta frialdad, pero ilusionada.
Abrió la puerta empujándola con la maleta, la maleta más grande, la que solíamos utilizar cuando íbamos al mar (antes de que se fuera habían hablado mucho de esa maleta: «Voy a hacer la maleta, he decidido irme», «Sí, llévate todas tus cosas, yo misma te haré la maleta»).
Entró primero ella, la maleta grande y pesada (dentro traía alguna ropa, zapatos y varios libros, lo demás estaba todavía en el armario), y después él, ligeramente apurado. Nos sentamos en la cocina, mamá le preguntó si había cenado, él dijo que no, ella empezó a cocinar algo, estábamos sentados alrededor de la mesa redonda, otra vez juntos, papá abrió una botella de vino, sirvió una copa y se la dio a mamá haciéndole una caricia, ella estaba dolida, en su rostro había una oscura y sombría tristeza.
—¿Me haces jamón con vinagre? —le pidió papá.
Era su comida preferida, en esa época a mí también me gustaba mucho (se cocía el jamón en una sartén y después se le echaba vinagre), pero después no he podido volver a tomarlo, no es como la sopa del self-service, que todavía me tranquiliza.
Mamá le dijo que no, que iba a cocinar otra cosa.
A la noche siguiente comenzó a sonar el teléfono, sonaba continuamente. Papá permanecía sentado con la mirada triste; cuando mamá contestaba, colgaban; era un sonido continuo, terrible. Al final mamá se puso a llorar y a gritar.
—¡Ve tú y contesta de una vez!
Él se levanta y responde, habla durante un momento y después cuelga.
Se dirige a su habitación sin decir nada y vuelve a hacer la maleta, la misma de la noche anterior, la levanta del suelo y sale en silencio.
Café Le Cavalier Bleu, enfrente del centro Pompidou.
Desde el ventanal se ve la placita: un mimo ha atraído a un grupo de personas, tiene la cara pintada de blanco y permanece inmóvil; cerca de él hay un chico pintando una caricatura y unos sudamericanos tocando.
El café es grande, tiene un extraño techo de cristal de colores y posters de Kandinski, cuadros abstractos y fotografías en blanco y negro colgados en las paredes.
Las mesas son redondas, de mármol gris, y las lámparas de cristal. En el fondo de la segunda sala hay un gran espejo con el marco morado que refleja a la gente que está sentada, así cada uno puede reconocer fragmentos iridiscentes de su doble.
Desde mi rincón observo a las personas que pasan apresuradas por la Rue Rambuteau.
El ambiente me permite no pensar, dejarme vivir; pero, si me detengo en el recuerdo, siento un espasmo, un dolor físico. Junto a Gabriele conseguiría disfrutar mejor de cada uno de los lugares que me ofrece París, y esta certeza hace que se me contraiga el estómago.
De pronto salgo del café y compro un papel y un sobre: tengo que escribirle.
«… No sé por qué, no sé de qué depende, pero eres mi primer pensamiento al despertarme y el último antes de dormirme. Quisiera volver a verte, al menos una vez, para comprender…».
Releo la carta: toda una serie de lugares comunes. Se la mando antes de cambiar de idea. En el reverso del sobre escribo mi dirección de París y mi número de teléfono.
Ahora me encuentro mejor. Voy a ver una exposición al museo Picasso.
El metro de París tiene un olor único en el mundo: a sudor, polvo y barniz. Estoy dentro de un vagón lleno de gente, un hombre de color me empuja, me echa su aliento en el cuello, en las orejas, sus piernas ejercitan una ligera presión sobre las mías, siento su sexo hinchado, pero no me muevo, permanezco inmóvil. El tren dobla una curva y se detiene en una estación: las luces, el sudor, los empujones de los que suben y de los que bajan y siempre esa respiración ahora casi jadeante en mi oreja… Todo esto es real, no es el sexo virtual al que me había acostumbrado durante mis noches en Módena. Me había olvidado de lo brutal y seductora que es la realidad sexual de los individuos: me fascina que este hombre desconocido se apriete obstinadamente contra mí en el vagón lleno, me excita, me siento agradecida a él, una gratitud que conservo incluso después de bajarme del vagón.
Belleville.
Belleville es un suburbio de París situado un poco más allá de la Rue de Ménilmontant, en cuyos cafés sórdidos y de mala fama Edith Piaf empezó su carrera.
Nada más entrar en el bulevar se oye hablar a la gente en idiomas orientales y se ven mujeres con velos en las calles luminosas, llenas de colorido: parece un zoco árabe. Hay puestos por todos sitios, algunos más surtidos y otros improvisados con tres o cuatro cosas: dos pares de zapatos, latas de carne y flores artificiales. Belleville está llena de pastelerías con las vitrinas cubiertas de polvo y con unos pasteles que parecen de plástico: los hay en forma de rombo con un glaseado verde, redondos y amarillos, cuadrados y rosas.
Me gusta Belleville por sus olores y colores. Me agrada perderme en ella sintiendo todavía en el cuerpo el deseo del hombre del metro.
En unos grandes almacenes Prisunic diviso una caja negra con adornos dorados: la abro y sale una bailarina danzando al son de una melodía. Me la compro.
Con la caja de música en la mano me dirijo hacia el metro. Dos mujeres negras han colocado un hornillo cerca de la entrada y asan mazorcas de maíz que después venden con un poco de mantequilla y sal. Una de ellas grita con voz de barítono «Maíz, maíz», la otra lleva un niño colgado a la espalda. Me compro una mazorca y decido continuar a pie comiéndola lentamente. Entro en la brasserie Meteor, que está cerca de mi casa, y pido un kir.
A París venía mucho con mamá después de su separación.
Ella estaba emocionada, nerviosa: me gustaba aquel nerviosismo suyo tan puro, tan de adolescente. Me sentía orgullosa de ella, de su ánimo, de su escandalosa inclinación a la supervivencia.
Tomábamos ostras y champán en los restaurantes chic del Boulevard Saint-Germain, desayunábamos en el Flore e íbamos de compras a las Galeries Lafayette, es decir, nos dábamos la gran vida: sabíamos que nos la merecíamos. París nos acogía, sus luces y sus colores nos resarcían de todo.
Es la una de la mañana, he dejado abiertas las persianas porque quiero despertarme con el sol: mañana no tengo que levantarme pronto para ir a la editorial, me quedaré remoloneando en la cama inundada de luz.
Dejo el libro en el suelo, coloco bien las almohadas y me doy la vuelta en la cama.
Suena el teléfono.
Al levantarme para contestar, arrastro conmigo la manta y me tropiezo con el libro.
—Soy Gabriele. —Me agacho en el suelo apretando el auricular—. ¿Cómo estás? He recibido tu carta, me ha encantado.
Se me salta una lágrima, me la seco con el dorso de la mano, ¿cómo describir una sensación, una felicidad tan absoluta e inesperada, pero siempre, invariablemente, teñida de dolor?
—Yo también me he acordado de ti, me he detenido debajo de las ventanas de…
—¿Por qué no me llamaste por teléfono?
—Había perdido el número. ¿Cómo estás?
—Estupendamente.
Seguía teniendo aquella lágrima.
—Gabriele, quiero verte.
—Ya lo sé.
—Tengo que volver a verte.
—¿Eres feliz?
—Me siento feliz de oírte. Quiero verte…, no puedo expresar nada más, estoy confusa…, quiero verte.
—¿Cuándo vuelves?
—Dentro de un mes y medio. Debes prometerme que nos veremos cuando vuelva.
Silencio.
—Debes prometérmelo.
—Te lo prometo, cuando vuelvas nos veremos.
—Voy a colgar, Gabriele. Me siento confusa, estoy mal.
Cuelgo el auricular con una suavidad insólita, como si fuera de cristal.
Me levanto para regresar a la cama, vuelven a llamar.
—Por favor, sigamos hablando, ¿cómo es París?
—Fantástica. —Se lo digo llorando: ya no es una lágrima aislada, sino un llanto verdadero; me fascina oír su voz, esa voz que tenía siempre dentro de mi cabeza, nasal, susurrada, con un poco de acento boloñés, me hace feliz, no puedo prescindir de esta felicidad, no puedo.
—Vuelve a escribirme. Ahora sé dónde estás, volveremos a hablar.
—De acuerdo.
—¿Puedo mandarte un beso?
—Claro.
Paseo por la ciudad, trabajo, y, en cuanto puedo, me siento en un bistrot y le escribo largas cartas en las que le hablo de mí, de París: son cartas sinceras, infantiles, rebosantes de una necesidad absoluta de amor.
No me llama.
Dejo pasar un día, cinco, diez, quince, y al final, a la una de la mañana de un domingo, le llamo yo.
—Se ha equivocado de número —me dice.
La diferencia entre una obsesión y un pensamiento recurrente es que la obsesión no puedes quitártela de la cabeza, se te queda en la cabeza y en el corazón y te hace daño, te hace daño cada vez que piensas en ella, es decir, todos los días. En cuanto la mente se te queda vacía, la obsesión se te cuela dentro y te presenta justificaciones improbables.
Le vuelvo a llamar desde una cabina de la Place de la République, hablo nerviosa, a toda velocidad:
—Por favor, no me digas que me he equivocado de número, te estoy llamando desde muy lejos.
—Ya lo sé que estás llamando desde muy lejos, esta vez no te has equivocado de número, la otra vez sí, estaba acompañado.
Su voz vuelve a ser fría, sin matices. Su cocina, el zumo de pera, las paredes blancas, la penumbra… «Arrodíllate y chúpamela», la humillación, toda la humillación ante mí.
—He recibido tus cartas, me han desconcertado.
—Vuelvo antes de lo previsto, dentro de diez días estaré en Bolonia. Debo verte.
—Ya lo sé, y eso me da mucho miedo.
—¿Por qué?
—Ningún encuentro podrá estar nunca a la altura de tus expectativas.
—Déjame decidirlo a mí.
—Adiós.
—Adiós.
Me dejo seducir por un hombre en el café Flore, es elegante, se llama Caria y es de origen italiano. Me habla de su vida, tiene pinta de distraído, me invita a su casa sin rodeos. Voy.
Me ofrece cocaína, le digo que no, él la esnifa, después me trae un vino y me lo bebo («¿Tienes vino?», «Pero si ni siquiera son las seis de la mañana, te daré un zumo»), él también bebe, le pido que me sirva más, me lleva a una habitación.
Le sigo, todo va bien, basta con no pensar en Gabriele.
En la habitación hay una cámara de vídeo: Carlo quiere filmarlo todo.
—De acuerdo —le digo. No me importa en absoluto.
Pone en funcionamiento el vídeo, me desnudo, me toca sin producirme ningún placer, no me pide nada, entonces yo, espontáneamente, le chupo la polla, pero no me arrodillo. Me gustaría sentir su sabor, pero no siento nada, no experimento nada, ni gusto ni disgusto, tampoco humillación: casi me entran ganas de reír. Me aparta de su pene y me penetra dulcemente: la cámara continúa grabando.
—¿Estás segura de que no quieres un poco de cocaína?
—No, gracias.
Qué estúpida soy: no se dice «No, gracias» cuando alguien te ofrece cocaína, sino simplemente «No», pero da igual. Lentamente, con una lentitud exasperante, se mueve dentro de mí y me besa dejándome un sabor a tabaco y sal.
Dentro de una semana estaré en Bolonia.
—¿Vamos a la fiesta del Partido Comunista, papá?
A pesar de haber faltado a su promesa, la fiesta del Partido Comunista había seguido siendo nuestro punto de encuentro.
Veíamos las exposiciones en los grandes pabellones protegidos por toldos blancos y era muy bonito comentadas juntos. Nos deteníamos en la librería (en las fiestas nacionales es grandísima, pero también está muy bien provista en las provinciales) y él siempre me aconsejaba el mismo libro: «¿Has leído el Ulises de Joyce? Tienes que leerlo». Estaba obsesionado con ese libro, yo también lo he leído varias veces, la primera cuando tenía quince años. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Escuchábamos los mítines, me dejaba elegir el restaurante en el que comeríamos, yo hablaba, le contaba cosas: un desbordante río de palabras, le decía todo lo que tenía que decirle, todo lo que había quedado en suspenso, le hablaba de mí, le sonreía, asentía («¿Has visto a ese hombre? Es un compañero mío, un imbécil», «¿De verdad, papá? ¿Quieres más tarta?», «Sí, ¿te sirvo más vino?»), y en esos momentos la vida era ligera, el pasado se desvanecía y el agrado que leía en sus ojos me hacía sentirme viva, deseable.
Después también empezó a venir ella («Vendrá también S., ¿te importa?», «No, por supuesto que no»).
Los tres paseábamos por las avenidas del parque Norte viendo los pabellones. Yo le sonreía de vez en cuando, y con esa sonrisa quería decirle: no he olvidado el día de la maleta ni todas aquellas llamadas de teléfono, basta, que deje de llamar ya, no lo soporto, grita mamá, él no va a contestar y ella llama de nuevo, tirad ese teléfono, tiradlo.
Estoy viajando. Vuelvo a casa.
Acabamos de pasar por la estación de Módena: por un momento he sentido la tentación de bajar.
Llega el enésimo revisor a pedirme el billete. Cuando me lo devuelve me apoyo en el respaldo y cierro los ojos: esta noche he dormido mal en la litera, me despertaba una y otra vez. Sólo hacia el amanecer he tenido un sueño.
Es de noche, estoy en casa de mi madre, en mi cama. Me despierto sobresaltada y voy a abrir el gran armario empotrado que hay en el pasillo. Sólo yo sé que detrás de ese armario hay una sorpresa, que detrás de él hay una puerta que da a un cuarto de jugar enorme, luminoso, lleno de cosas, no entiendo por qué nadie se ha dado cuenta de que existe, mejor, porque así es sólo mío. Entro. Me acerco a una casa de muñecas que lo tiene todo: los muebles, el ascensor e incluso los platos, los vasos, las sábanas y los manteles. Por todas partes hay trenes eléctricos, cochecitos y muñecos de peluche: me tiro sobre el león, es suave. Más arriba está la sección de los dulces, es fantástico: hay tartas, pastitas, algodón de azúcar, chocolate y caramelos. De pronto me da miedo que alguien me descubra, así que me lleno los bolsillos de dulces y busco la puerta para volver a mi cuarto, pero ya no la encuentro, este cuarto es muy bonito, pero no quiero quedarme en él para siempre, quiero volver a mi habitación. A mi casa, dónde estará la puerta, dónde estará…
Voy a ver a Gabriele a su casa. Por la noche, naturalmente.
Tomo el catorce, me bajo.
Cruzo la calle y me acerco al portal.
Le he avisado, pero podría no estar en casa o no abrirme.
Llamo por el interfono. Pasa un momento.
—¿Sí?
—Soy yo.
Emocionada y temblorosa empujo la puerta y subo las escaleras. La puerta está entreabierta: por fin le veo.
Entro, él sonríe y cierra la puerta. La casa sigue estando en penumbra, aún más oscura si cabe. Me atrae hacia él y me besa: de nuevo su lengua, su carne, sus labios, lo deseo, es un deseo que me aniquila, no sabía, no podía imaginar que se pudiera desear a alguien de una forma tan dolorosa.
De pronto se separa de mí, enciende una lamparita y me hace tumbarme en el sofá, igual que entonces. Se sienta junto a mí. Otra vez su frialdad.
—No puedes quedarte.
—¿Por qué?
—No puedes.
Le miro: veo su desoladora belleza y el miedo que le aleja. Le acaricio la cara.
—¿Por qué? —No consigo decir nada más, me he quedado pálida, bloqueada.
—Yo amo…
No quiero oírlo. Le interrumpo:
—¿Por qué me llamaste a París?
Silencio.
—Sólo esta noche… —se lo suplico.
Me besa y después se aparta bruscamente, se le salta una lágrima, la veo nítida en la penumbra de la casa.
—Te he dicho que no puedo. Por favor, vete.
Me levanto, le observo aún durante un instante sentado en el sofá y después me voy.
—He pensado mucho en ti durante estos meses —me dice mientras cierro la puerta.
Otra vez el dolor, un dolor sordo mezclado con un sentimiento de resignación. Me tambaleo en la acera, quisiera caerme y perder el conocimiento, ¿quién soy yo?, ¿dónde está el cuarto de jugar?
He contestado a un anuncio de periódico:
«Cuando te sientas oprimida por una irresistible desazón, sólo entonces, esclava reina que me amas, podrás decirme: “Aquí me tienes, mi Señor, soy igual a ti”.
»Ch. Baudelaire
»Si eres guapa, misteriosa, salvaje, un poco masoquista y enemiga de la banalidad, yo te estoy buscando. Soy un domador de ángeles, quisiera capturarte y enseñarte con dulzura y prepotencia a ser mía. Soy alto, atractivo y apasionado, y me gusta reír. Apartado de Correos…».
Es un hombre guapo, un profesional liberal con una sexualidad vital entreverada de sadismo, pero busca sobre todo la diversión.
Me llama por teléfono y me pide que me reúna con él para satisfacerlo, en su casa, en la oficina, en los lugares públicos.
Le gusta sodomizarme, pero nunca me ha pedido: «Arrodíllate y chúpame la polla».
Sólo lo hago cuando me apetece, y no con mucha frecuencia.