A. y yo nos quedamos dormidos para el almuerzo, y seguimos durmiendo una parte indeterminada de la tarde; la dueña de la casa había regresado a su instituto. No había nadie en el pabellón, en el que ya se dejaba sentir el calor del verano. El canto de las cigarras cubría el bullicio de fondo de la ciudad. La vegetación del jardín ahogaba el ruido de la calle cercana.
Primero me despertaron unas voces desde la planta baja, japoneses; después también unos sonidos suizos, objetos de metal entrechocándose, el zumbido de los cables al enrollarse; la técnica ponía orden. Unos pasos que denotaban molestia retumbaron en la terraza de madera, luego hicieron crujir la grava al pasar por el sendero; las puertas del Transporter se cerraron de golpe, el motor se encendió y, tras la primera, ya fue perceptible.
Lo siguiente que oí fue la cristalina melodía de cierre del cercano zoo, con la que se invitaba a los visitantes a abandonar el parque. Para mí esa breve melodía estaba asociada a una enorme sensación de abandono. Cuántas veces la había escuchado cuando esperaba a A. y ella no venía. Ahora su espesa cabellera yacía a mi lado, sobre la almohada. Sin embargo, la melodía sonaba exactamente igual, como si yo siguiera esperando.
El zoo cerraba a las cinco. ¡Qué tarde se había hecho!
A. tenía hambre cuando se despertó. El sushi-bar en el que solía reunirse el equipo de la película lo encontramos vacío. Al cabo de media hora llegó N. Había aprovechado la tarde libre para curiosear por librerías de viejo, donde estuvo hojeando centenarios libros de estampas con escenas de uniones carnales, las llamadas «estampas de primavera». Le habían contado que esos libros se ponían debajo de la almohada de las futuras novias para que se hicieran una idea de lo que les esperaba, y le pareció divertido. Los hombres de esos libritos no realizaban el acto precisamente con moderación; antes bien, exhibían una herramienta enjaezada con toda suerte de correas, convertida en un verdadero coloso. Así penetraban taladrando el no menos plástico órgano femenino, sin por ello provocarle a la correspondiente mujer otra cosa que molestias de índole gimnástica. En efecto, las «estampas de primavera» parecían sacadas de algún extraño manual de lucha deportiva en la que las piernas y los brazos debían enroscarse hasta quedar irreconocibles, mientras que arriba el punto en que las cabezas empujaban una contra la otra se mantenía oculto.
—Quizá por eso no quiso quitarse el jersey —dice N., riendo—. Deberíamos haber empezado por la otra punta.
—¿Has comprado el librito? —quiere saber A.
—¿Yo? —dice N—. ¿Para qué?
Enfadado consigo mismo por esa objeción a su masculinidad, añade:
—Sorprenderme, yo ya me he sorprendido. ¿Sabéis una cosa? Después de lo que ha ocurrido hoy me gustaría ver la vida nocturna de este lugar. ¿O es que no la hay?
A. no lo sabía. El Kyoto en que ella creció no abarca toda la ciudad. A las casas de té y a las atendidas por geishas, las que enseñan sus paredes rojo cinabrio sin ventanas a las callejuelas junto al Gion, se accede sólo con invitación. Pero el conductor del taxi que detuvimos en la calle debía de conocer otros lugares.
El taxista nos llevó desde la parte oeste hasta el sur de la ciudad, detrás de la estación central, y se detuvo en una calle lateral delante de un edificio no especialmente llamativo. Un letrero de neón indicaba que allí se ofrecía algo. La falta de carteles en inglés hacía pensar que no contaban con la llegada de clientela extranjera. Sin embargo, nosotros, los dos gaijin, el viejo y el joven, acompañados de su guía local, no llamamos la atención en la caja. Sólo nos sorprendimos al ver cuán grandes eran los billetes que teníamos que dejar en el mostrador en comparación con lo escaso del cambio.
Por un estrecho vestíbulo se pasaba a una sala increíblemente amplia. Una pasarela elevada llevaba, a través del centro del teatro, al escenario abierto y dividía en dos la sala de espectadores, que ya estaba bastante llena. Hombres vestidos con gran formalidad y unas pocas mujeres se sentaban en grupos alrededor de las mesas, atendidas por personal en top-less. No nos fue fácil encontrar unas sillas libres en la parte trasera. Unas estructuras en forma de grúa a derecha e izquierda del escenario no parecían servir para la iluminación, pues estaban dotadas de unas atalayas sobre las que se alzaba una jaula de hierro. La música que salía de los altavoces proporcionaba la diversión, una música lánguida, monótona, acompasada por la batería, a manera de obertura del espectáculo central, y salpicada por los suspiros ocasionales de una voz femenina. Una camarera con los pechos cubiertos de purpurina tomó nota de nuestros pedidos y se embolsó de inmediato, por tres botellas de cerveza, los respectivos billetes de mil.
En el escenario y en la pasarela del teatro semiiluminado había unas plataformas circulares empotradas, ojos de pescado que, iluminados desde abajo, difundían una débil luz de acuario. Un hombre vestido de negro se situó en el cono luminoso en el centro del escenario para dar la bienvenida a los clientes con una voz atronadora. Apenas se retiró, el teatro quedó a oscuras, sólo las plataformas resplandecían con mayor claridad. La voz femenina, que hasta entonces sólo había suspirado, pasó a emitir unos sonidos inequívocamente seductores y, al hacerlo, parecía obligada a respirar cada vez con más fuerza al tiempo que dejaba escapar prolongados quejidos o descontrolados gritos de placer. Dos siluetas de mujer se deslizaron por el escenario y no adquirieron forma hasta situarse bajo sendos conos de luz. Calzadas con botitas —vestida de azul una, de blanco la otra—, aparecieron como encarnaciones de la voz a cuyo ritmo se balanceaban. Con la cara empolvada y pelucas de rubio platino, sonreían, mirando sin ver un punto fijo más allá del público; haciendo girar las caderas sacaron un muslo por la abertura del vestido y después vibraron en un estremecimiento simultáneo próximo al paroxismo, dejando un hombro al descubierto por debajo de la seda que al parecer sostenían, algo asustadas, sobre sus pechos. Y mientras, como ausentes, acariciaban la seda, abrieron los labios y sacaron la lengua, moviéndola sin cesar de un lado a otro. Entregadas a la voz que salía de los altavoces, comenzaron a liberarse de sus respectivas envolturas y cruzaron rápidas miradas de sincronización.
Pronto sólo les quedó por quitarse un liguero al cual ajustaban unas medias negras. Pero en vano tiraron de las ligas: la voz femenina, ahogada por la lujuria, les absorbía toda la fuerza de los dedos ablandándoles también los muslos, de manera que lo único que podían hacer era desistir, caer, esforzarse inútilmente por reafirmarse. De un modo espontáneo se separaron, como si las tablas del escenario hubieran aprisionado a las vencidas, y de nada les sirvió ocultar la desnudez con una mano.
Pues ni uno solo de los morritos se apartaba aún de la otra boca, de la verdadera, cuyo contorno se destacaba en la oscuridad detrás de la mano protectora. Los dedos no alcanzaban a ocultarla sin tocarla, y no podían tocarla sin despertarla. Lo que los dedos disponían podía verse con claridad en el espejo en que se había convertido la plataforma iluminada. Vanamente se movían las mujeres de un lado para otro como si hubiera una manera de escapar de la brutal floración que asomaba entre sus muslos; el espejo empezaba a girar, y lo que antes se había sustraído a las miradas ahora se revelaba, desde atrás, tanto más triunfante. La voz se aproximaba, jadeante, a su irresistible punto culminante, y, cuando estalló —en un inglés maltratado, como si para todo lo auténtico del mundo sólo hubiera un idioma—, con una sola sacudida dejaron las mujeres fluir la última aspiración del pubis. Levantaron una pierna bien alto y abrieron la otra hacia un lado. Apoyadas en los brazos, ofrecieron su sexo a la observación del público. Y allí, ante los ojos de todo el mundo, giró el icono, enmarcado como una almendra por el liguero negro, la raja marronrosácea sobre el claro fondo ebúrneo, un preparado despejado de hasta el último vello, cuya desbordante sencillez tenía a la vez algo de indefenso y conmovedor. La persona en cuestión también giraba con él, como la ganadora que puede ofrecer la versión original del más notable trofeo volante, como la muchacha que en los espectáculos de variedades anuncia el próximo número y enseña una cifra muda de la que nadie piensa otra cosa que no sea precisamente «eso». Cuando una de las figuras giraba, regresaba la otra como en una cajita de música y las cabezas del público iban de un lado a otro. Ambas mujeres recogieron bruscamente la pierna que habían estirado y sonrieron, agotadas, mirándose el regazo como quien contempla una obra concluida. De tanto en tanto abrían y cerraban los muslos, como alas de mariposas fatigadas. Sin embargo, la voz que salía de los altavoces y que hasta ahora había acompañado el redoble de los instrumentos rítmicos con débiles jadeos, tomó otra vez aliento para someterse a nuevas torturas del deseo, que le exigía sonar más y más fuerte; ya se adelantaba a la provocativa música para después dejarse intensificar tanto más tiempo por esta. La bailarina más baja y robusta posiblemente ya no se contentaba con ofrecer su sexo inmóvil, y se puso a brincar, a agacharse y a enderezarse de golpe, señalándolo una y otra vez con el dedo con un gesto que parecía acusatorio. Después, mientras la voz proseguía implacable, intentó con todos los dedos sujetar su órgano, que a cada vuelta de la plataforma se comportaba a todas luces de una manera más salvaje.
La rubia platino más alta seguía todavía cubierta con un velito rosado, pero cuando con más ímpetu lo hacía bailar sobre su pubis, menos se merecía el trocito de seda ese nombre; de repente no soportó más a ese aguafiestas, lo sujetó con fuerza y moviendo el bajo vientre como una trituradora empezó a absorberlo hasta que el trapito se sacudió entre los voraces labios como un botín a punto de perderse en el fondo del mar. La bailarina giró hasta quedar de espaldas al público y cayó de rodillas; abrió desde atrás, con la punta de los dedos, la fabulosa boca, sin saciar por ello su apetito: en su cavidad también esos dedos se convertían en golosinas que deseaban ser primero lamidas, tragadas después, antes de que pudieran asir la banderita rosada por un extremo y sacarla de las desdentadas fauces en un parto elegante que el altavoz acompañó con terribles gemidos.
En la otra plataforma, el trasero, que ahora hacía su ronda, también tenía un espectáculo que ofrecer, pues se le obligaba a mostrarse al completo. Dos manos habían agarrado con fuerza las nalgas y dos dedos estiraban hacia ambos lados primero los labios externos, después los labios internos de la vulva, separándolos tanto que se veían palpitar allí las profundidades de la vida sangrienta, la herida de la naturaleza.
Las artistas ya no perdían el tiempo simulando estar poseídas por un deseo desenfrenado. Lo que ofrecían era la más pura muestra de enseñanza objetiva. El público seguía callado en la sala en penumbra, como una clase obediente que no quiere perderse nada. Algunos hombres incluso se habían inclinado hacia adelante, mientras las damas tendían a hacerlo hacia detrás, aunque sin el mínimo asomo de bochorno.
El trasero, que habían girado y levantado, se convirtió otra vez en bajo vientre, y al público se le enseñó cómo hay que tratarlo para llegar al orgasmo a fuerza de toquecitos, masajes y meneos. Las mujeres ni pestañeaban. Su sonrisa no trabajaba. Sólo tenían un rostro que ofrecer a examen. Acariciaron la mimada boca hasta que se transformó en un ojo parpadeante en el cual apareció una auténtica lágrima. El fenómeno se produjo primero en el más robusto de los dos cuerpos, y el trocito de seda le vino de perillas a la bailarina para enjugarse los rastros de la íntima emoción. En el cuerpo más pequeño el fenómeno seguía sin producirse, y las dislocaciones rozaban ya la desesperación. Pero al final lo tan ansiado se escapó de esa boca, en forma de chorro bien visible. Un caballero vestido de librea acercó un trozo de seda para que la actriz pudiera limpiarse de su derroche, lo cual hizo prestamente y sin mayores ceremonias. La música se había aplacado hasta convertirse en una tenue cortina de fondo; las mujeres se irguieron, sonrieron con gracia, inclinaron la cabeza, saludaron haciendo una reverencia y, a la vez que se dejaba oír un débil aplauso, se escabulleron tras los bastidores.
Nosotros, aturdidos frente a unos vasos vacíos, no nos miramos. N. había alzado los hombros una vez y resoplado como un caballo al que se le llena de avena la nariz. A. no sonreía, pero no por eso parecía afectada, nerviosa sí, tal vez, como si estuviéramos en un examen. Pero… ¿qué se examinaba allí?
El público lo formaban en su mayoría respetables señores asalariados; sin embargo, habíamos dejado atrás la ciudad de la gente decente: aquí empieza el distrito de los yakuza, había observado A. en el taxi, cuando pasamos por delante de la estación. Si entendí bien, la denominación «crimen organizado» era demasiado tosca para definir las actividades de ese grupo humano. Los yakuza eran la gente para lo grosero, para lo obsceno, la que se ocupaba de organizar una realidad no apropiada para la exhibición. Juegos de azar, apuestas, pasiones y deseos prohibidos, ya que existen, también deben ordenarse. ¿Quién le quita de encima a un propietario al inquilino de una vivienda en la que quiere hacer reformas cuando la ley tiene demasiados miramientos? ¿Quién derriba cuando lo conveniente es reformar? ¿Quién conduce camiones y pilota aviones pasándose por alto todo el derecho laboral y los convenios colectivos? ¿Quién consigue cuadrillas de trabajadores a destajo procedentes de países con salarios miserables y tiene a la vez los medios necesarios para que la policía de extranjeros haga la vista gorda? A los yakuza les está prohibido pisar el escenario, pero son imprescindibles a la hora de subir y bajar el telón. Una úlcera que asume funciones orgánicas no es operable. Los yakuza son responsables del bajo vientre de Japón, un bajo vientre del cual la gente sólo se avergüenza cuando se hace perceptible. Son la sombra que la misma sociedad organizada proyecta; para que esta brille a una luz favorable, esa sombra puede caer en cualquier parte, menos bajo la luz pública.
En este teatro, el bajo vientre no es ninguna metáfora. Aquí la sombra se presenta como cuerpo. Aquí viene gente respetable a palparlo con los ojos, a penetrarlo con deseos. Para eso han pagado, para no tener que avergonzarse.
Aquí se exhibe el orificio por el que una vez te expulsaron al mundo. Ya no es tu madre la que abre las piernas para ti, tampoco tu mujer. ¡Eso sí que estaría bien! Aunque tú sabes perfectamente que no estaría tan bien; lo primero sería atroz, lo segundo, meramente legal. Lo que en este teatro tiene el bajo vientre para ofrecerte es su anonimato plástico, la indiferencia de la persona que lo enseña. Es la excitante forma del cuerpo que se abre ahora para ti, pero sólo con las condiciones impuestas por los yakuza. El mundo de arriba pone cada día nuevas cortapisas para que esas condiciones no entren en vigor. Hay que ir al otro lado de la estación para poder experimentar esa fuerza sin que nadie te moleste.
Para eso los yakuza han erigido al bajo vientre este teatro.
La mirada fugaz, con la que de niño te dabas por satisfecho en el balneario: aquí se fija en el objetivo. No se te escapa; tú tampoco necesitas escapar. El diagrama en el libro de anatomía, que, aunque insuficiente, sólo podía mirarse deprisa y en secreto: aquí esos «cuadros» se hacen carne. Aquí, mientras pagues, puedes mirar todo lo que te dé la gana. «Mi coño es demasiado grande», le oíste susurrar a tu primera amiguita; una frase que nunca olvidarías, una frase que te hizo pensar por primera vez en aquello en que no podías pensar. Y ahora, aquí lo tienes, delante de ti, y, mira por dónde, no te has engañado. Tan grande era su coño cuando la besabas en la boca el tiempo que hiciera falta, y siempre con bastante desesperación, antes de que cediera y te entregara la lengua. Aquello que pensaste en tus fantasías más repugnantes: mira, era correcto.
Naturalmente, apenas terminada, la lección nunca ha tenido lugar. ¿Ocurrió algo?, será lo único que dirás si alguna vez vuelves a pensar en ello. No ocurrió nada, y mucho menos nada nuevo. En el mejor de los casos recordarás esta noche como un espectáculo exótico y añadirás que no valió la pena…, cada palabra será verdad. Y con cada palabra lo único que harás será decir que el mundo de arriba te ha recuperado. Ese mundo tiene palabras para lo que en realidad no valía la pena, pero ninguna para lo que a ti te ocurrió. Para expresar eso sólo existe la lengua del submundo, y esa lengua no se articula en lenguaje.
El público, nuestros vecinos con traje y corbata, siguió el espectáculo con gran atención. Sin embargo, no parecía especialmente excitado. Antes bien, una solemne tensión era lo que se extendía sobre las mesas. Ni una palabra más alta que la otra, ni un chiste, ni una carcajada, nada con lo que el mundo de arriba pudiera delatarse como tal. Los señores ocultaban la cara. No enseñaban ningún estado de excepción de los sentimientos. A lo que ese espacio tenía para ofrecerles, le añadía una especie de difusa indiferencia; ese espacio no dejaba que estallara la tensión de la doble vida y debilitaba la excitación que en Occidente hace esos lugares ruidosos, atractivos, sórdidos. Era un espacio sans pointe, y mucho menos la de la violación de fronteras. Tuve la impresión de que el público se dejaba impartir el cursillo, número tras número, con todo respeto, y de que en última instancia sólo de esa manera apática le gustaba.
El intervalo se prolongó y A. le contó a N. la historia de los casetes con ruidos del aeropuerto. Los ejecutivos se los ponían a sus mujeres por teléfono para hacerles creer que se marchaban de viaje de negocios a Hong Kong. De ese modo se sentían más tranquilos cuando pasaban el fin de semana con la amante de tumo. Otros se despedían para ir a jugar al golf en las Filipinas, sólo que depositaban el equipo —un estorbo para lo que en realidad tenían previsto hacer en las Filipinas— en una consigna instalada especialmente a tal efecto, y recogían los palos minutos antes de volver a reunirse con la familia.
—¿Y la mujer no sabe nada? —preguntó N.
—¡Así ella también tiene mayor libertad! —exclamó A. con una insolencia nerviosa.
Yo me acordé de la historia del «trasto», nombre que dan las mujeres a los maridos cuando estos, jubilados antes de tiempo, se apoltronan en casa en el sofá, delante del televisor, y vegetan con toda tranquilidad hasta convertirse en casos perdidos. Entonces llega la hora de rescindirle al «trasto» en cuestión el contrato al amparo de cuya ilusión se ha sentido seguro todos los años en que de forma inconsciente pudo aprovecharlo. Apenas tuvo tiempo de engendrar los hijos que su mujer ha criado prácticamente sola. Pero ahora basta. La mujer, ya no tan joven, se permite divorciarse de su compañero de habitación, que se ha vuelto un desconocido y un aburrido, para emprender, por fin, algo por cuenta propia. ¡Que se busque ahora quién le lave y le planche! A. no parecía indignada por la despiadada historia de los casetes. Observé, divertido, la incredulidad en la cara de N., pero me pregunté qué, en realidad, me daba derecho a tener esa sensación en caso de que A. y yo siguiéramos juntos. Por lo menos en mi profesión la jubilación anticipada estaba descartada.
Terminada la cara cerveza, ya podíamos irnos, e incluso amagamos con hacerlo; en ese momento la música volvió a subir de volumen. Esta vez es la voz de una mujer negra llamando a su baby, aunque, a juzgar por el tono, sólo puede tratarse del más cachas, de todos los hombres.
Contoneándose en sus botitas, sale de nuevo a escena la rubia platino más alta y se deja atrapar por el cono de luz que la sigue por el escenario. Salvo el liguero, viene tan desnuda como cuando se fue, si bien el sudor ya no le hace brillar piel. Ante su sexo sostiene con los largos dedos un retazo de seda roja y, con cada movimiento de las caderas, lo hace bailar como un torero coqueto la muleta. Después lo agita acercándolo a las cabezas del público, entre las cuales avanza, por la pasarela, hasta la primera plataforma, que empieza a iluminarse mientras ella se agacha dispuesta a retomar la lección en el punto exacto en que se interrumpió antes del intervalo. Sin ningún cumplido, la rubia se abre de piernas delante de la cabeza del hombre que tiene más cerca, lo hostiga con la seda, se la pasa por el pubis y después se la pasa a él por la cara. Lo agarra por la muñeca, de modo que él se ve obligado a dejar el vaso; a cambio, ella le da el trapito, le aprieta la mano contra su vulva, trapito incluido, se lo quita después de la desconcertada mano y se cubre con él las vergüenzas para que así, escondidas, se exciten más. Le da una palmada al hombre en la mano, sin moverse de su sitio; ahora es ella la que debe, apretando la mano sobre toda su cosa, defenderse de los ataques a su integridad. De golpe retira la tela con el mismo gesto con que se descubre un monumento el día de la inauguración; en efecto, la mano del hombre se ha animado y hojea espontáneamente en la carne abierta.
En la mesa a la que sigue sentado el hombre el ambiente se ha caldeado. El grupo clava la vista en un hombre mayor serio —apoderado o jefe de personal—, hasta que este les da la señal. Entonces los jóvenes saltan de sus sillas, con los brazos aporrean un staccato y se ponen a ladrar una cantinela que suena a «pito pito colorito» y que termina en un fortísimo ¡hurra! Entre todos alzan en volandas, por encima de la barandilla de la pasarela, a un joven con gafas y grueso copete. Hay que verlo al pobre, muerto de vergüenza delante de la bailarina, que ha abandonado al primer participante y se echa hacia atrás para recibir al recién llegado con los brazos abiertos, DO IT BABY COMO ON SOCK IT TO ME.
Pero la cosa no funciona tan rápido. El joven tironea del cinturón, vacila, la mujer tiene que volver a enderezarse para ayudarlo mientras él se apoya en ella en busca de protección. Los pantalones se le caen solos un poquito más, después hay que seguir bajándoselos, hasta las corvas. Él está inclinado, siempre con la chaqueta puesta, mientras la corbata le bambolea alrededor de los calzoncillos azul claro. La mujer le pasa los dedos por los calzoncillos, como si tuviera que examinar la tela, antes de quitárselos de un tirón. Al hacerlo oculta el cuerpo del hombre, que ha quedado súbitamente desnudo, se aprieta contra él, sentada, mientras desde abajo le alcanzan una bandeja negra con un condón. Ella lo coloca en el miembro masculino que sostiene en la mano y masajea con disimulo; atrayendo al hombre hacia sí se echa para atrás y endereza el cuerpo de él sobre el suyo; con el otro brazo apuntala en el suelo el doble peso. Entretanto, y sin que el público lo note, la mujer ha introducido la cosa del hombre en la suya. Sea como fuere, él comienza a empujar mientras ella le sostiene la camisa sobre el trasero desnudo, le pasa el brazo libre sobre el hombro y con el otro amortigua sus avances. El plexiglás puede ser un lecho no precisamente blando. El hombre se mueve con cuidado mientras la voz femenina lo conjura a dejarse ir: YOU’RE SO GOOD COME ON DO IT HARDER.
El joven con gafas trabaja con dignidad y ni se inmuta mientras la mujer sonríe mirando al techo. El acto dura medio minuto. Después, el joven saca la cabeza como una tortuga, flexiona las rodillas, se sacude algo y parpadea por encima de las gafas; parece desahogado. Arrodillado, se cubre el miembro con la mano, pero aún tiene que esperar a que la mujer le quite el condón y lo deje caer en la bandeja con el aplomo de una enfermera en el quirófano. El hombre quiere quitarle la toallita húmeda que le han alcanzado, pero no: también tiene que aprender a secarse correctamente. Ella lo hace con rapidez, sin ponerlo en ridículo. Él ya está de pie, con sus calzoncillos celestes, se sube los pantalones y, encorvado como está, hace una reverencia. En cuanto vuelve a mezclarse con sus amigotes, todos levantan otra vez los brazos y se sortean con otro «pito pito colorito». Y el siguiente se prepara.
Sin embargo, todavía no puede dar el salto, pues en el establecimiento impera el caos más absoluto.
Ya hace rato que la voz que sale de los altavoces no gime en solitario. Una segunda le ha respondido, también femenina, con los mismos gorgoritos; los gorjeos del placer son exactamente iguales a los que veníamos oyendo desde que entramos, iguales hasta en el golpe de glotis, el último interruptor de la garganta. Debe de ser, aunque retrasada un par de compases, la misma voz, que ahora se mezcla con las dos primeras como una tercera, después como una cuarta. El inconfundible crescendo se repite, pero ya lo hemos escuchado y pronto volveremos a oírlo.
Mientras tanto, y con gran follón, también se han multiplicado los cuerpos femeninos en el escenario. Cuatro, cinco mujeres con mechones de pelo de todos los colores entran saltando con sus botitas, pisando los círculos luminosos que se encienden y se apagan como en una máquina del millón. Ha estallado un griterío que no se sosiega hasta que las mujeres, cada una en su escenario giratorio, se sientan a masajearse entre los muslos con el mismo gesto extasiado. También las grúas a ambos lados del escenario se han iluminado. Las plataformas transparentes, ocupada cada una de ellas por una mujer claramente concentrada en su trabajo, descienden por encima de las cabezas del público y se detienen en la pasarela con las puertas de las jaulas abiertas de par en par.
La oferta es tan impresionante que ya no es necesario echarlo a suertes. Sigue teniendo preferencia, no obstante, el enclenque jovencito que ya había sido sorteado: vacila, avanza por la pasarela hasta la jaula de la rubia platino, que se ha movido un poco hacia atrás, con gesto infantil, sin levantar el trasero. Él ya la conoce; lo ha hecho sin mayores problemas con su colega. También a este, que se encuentra casi al alcance de nuestra mano, le bajan enseguida los pantalones. Cubren su frente gotitas de sudor, pero el miedo a salir a escena no le ha impedido tener una erección; ahora sólo le queda soportar que le coloquen la goma antes de poder desaparecer en la ya dispuesta raja. El hombre se afana con tanto ímpetu que los hombros de la mujer apenas le sirven de apoyo. Sin embargo, aun estando tan oprimida, ella no renuncia a pasarle el brazo libre por encima del hombro de la americana, relajada, como si se movieran al compás de un lento vals. La vista la deja vagar por el techo, de todo lo demás se ocupan los grititos que salen de los altavoces. Así y todo, hace rato que ya no se ven más parejas en la sala. Porque, ¡vaya la que se ha armado en el escenario!
Los hombres, desmadrados, se lanzan al ataque como visitantes que en una feria quisieran asegurarse una cesta en la noria. También las plataformas se llenan tumultuosamente de pasajeros. Dos señores que han chocado delante de la misma jaula se quedan un segundo perplejos antes de que uno de ellos, viendo que el otro ya se ha bajado los pantalones, se decida a hacer una reverencia y regresar a su mesa. El falso coro femenino anima a los hombres sentados a las mesas a montarse en los vehículos y a las conductoras. Allí les ponen en forma los instrumentos que luego introducen para entregarse todos a la misma actividad. Claro que esta, una vez que han elevado las plataformas, puede verse, gracias al suelo transparente, desde una perspectiva desacostumbrada; los que echados en el suelo giran despacio en círculo parecen, desde todos los ángulos, auténticos deportistas.
La imagen de un entrenamiento es casi perfecta. Muchos hombres se apoyan sobre las manos, como si hicieran flexiones, para no sobrecargar abusivamente a su compañera. Es evidente que el sentimiento de grupo destruye las inhibiciones y relaja el ambiente. La escena, que se ha oscurecido de repente, cae bajo el látigo luminoso del estroboscopio: fragmentación del movimiento, congelación de las parejas durante una fracción de segundo. Después, el granizo se evapora y los impulsos luminosos coinciden con el ritmo de la música. Los pesados golpes laten con tanta indolencia que la cascada de gritos que emiten las voces femeninas hace pensar en un ataque de histeria. Tampoco los hombres, que se han multiplicado por todos los rincones, siguen el compás. Si bien se mueven al unísono, cada uno trabaja para sí, como patosos, aunque esforzados, alumnos de una escuela de baile. En la multiplicación del acto se volatiliza su realidad. Aun cuando uno sabe lo que está viendo, la imagen que recibe es cada vez más débil, una absurda sucesión de escenas que sólo continúa porque un operador distraído se ha olvidado de apagar el proyector. La empresa prevé, por lo visto, la participación general del público. ¿Es este el examen que puso tan nerviosa a A.? Para los extranjeros apenas se aplican las reglas del juego; pagan sólo para hacer de voyeurs.
A medida que va aplacándose la excitación aumenta la irritación, surge una sospecha: que hayamos recalado no en la vida nocturna, sino en una representación totalmente distinta, puesta al servicio de la fabricación de parejas humanas con la finalidad de dejarlas inutilizables. Estamos sentados en medio del estrépito de una nave industrial, donde unos robots, camuflados de mujeres desnudas, arman y desarman, montan y desmontan y al final desactivan miembros masculinos en un proceso completamente automático, tras lo cual las piezas saltan otra vez de la mesa de montaje a sus cajitas. N. se ha inclinado hacia adelante, yo sólo entiendo el karaoke, pero al parecer a A. karaoke le suena a fin del mundo y hace una mueca espantosa. Aparte de los partidos de golf, no hay nada que odie tanto como el karaoke, esa juerga algo alcohólica que unos hombres estúpidos y unas tontorronas presumidas aprovechan para hacer de Frank o de Nancy Sinatra acompañados por una big band en CD con efectos estereofónicos, mientras pavonean sus rostros insignificantes en una pantalla de gran tamaño. En el guión no estaba previsto que la acción, apenas llegado el equipo al Japón, aterrizara en un local de karaoke, pero por una vez B. fue totalmente insensible. El ingenuo acto de fingida importancia pudo con él. Pero ¿cómo comparar la imitación de una voz ajena con la arbitraria reproducción de la sexualidad utilizando el material original? La voz incorpórea que manda a los hombres al trabajo es la falsificación acústicamente perfecta del placer femenino; y el trozo de carne que sobresale del cuerpo se utiliza para crear la ilusión de que sus dueños son hombres de pelo en pecho.
Y, sin embargo, de vez en cuando se produce un movimiento que hace trastabillar a esa máquina de ilusiones. El cuidado que se descubre de pasada en la soltura con que la rubia platino libera del condón al miembro masculino, que después seca como la boquita de un niño en un picnic familiar. A decir verdad, la escena no necesita modificarse para que de repente parezca distinta. Unos chavalines en sus molestos trajes domingueros corren hacia sus madres para que, recostados en su pecho, envueltos en pañales, amamantados, los ayuden a sentarse en la bacinilla; para que les limpien la boca, o el culete, o les quiten un granito de arena del ojo. Las madres se declaran impotentes ante tanta energía, o furiosas, cuando las fastidian demasiado. Todos esos hombrecitos vienen corriendo sólo en busca de ayuda, y a la mayoría incluso hay que ayudarles a bajarse los pantalones. Claro, después empiezan a aparearse, se lo muestran a sus madres —que Dios proteja—, las destrozan.
Las cestas se balancean de un lado para otro, aterrizan para recibir nueva tripulación; hay algo de concurso en todo esto. Se trata de no dejar en paz la jaula el máximo de tiempo posible, de prolongar sin interrupción el ejercicio hasta que la otra cesta se vea obligada a descender antes que la propia. Quien demuestra mayor resistencia es recibido con hurras por sus colegas.
El ambiente está cada vez más desmadrado; los señores, sin ningún tipo de pudor, toman uno tras otro posesión de las mujeres, que, por su parte, actúan ahora con más negligencia, también en lo referente a la ocultación de la desnudez masculina. Si quieren que los vean, que se muestren. Algunos jóvenes se quitan la chaqueta antes de subir a la jaula, sólo los más educados se la dejan puesta hasta que se les empieza a caer por detrás. Un grupo estalla en aplausos cuando uno de sus miembros anuncia que está dispuesto a lanzarse al cuadrilátero por segunda vez. Pronto lo suben en la jaula con la rubia platino por encima de nuestras cabezas, y él ejecuta su tarea con una perseverancia tan monótona que, transcurrido un plazo conveniente sin haber logrado su propósito, vuelven a dejarlo en la pasarela para que exhiba allí su arma invicta. ¡No ha nacido aún la mujer que pueda con él!
N. bosteza cada vez más seguido, A. mira al vacío. Yo contemplo el espectáculo como alguien que observa a la gente entrar y salir de una sala de espera. Mirándolo bien, aquí también se garantiza la separación de sexos. Los hombres actúan para sí mismos y para sus iguales. No se relacionan, en realidad, con las mujeres a las que se montan. Su potencia la han tomado prestada del grupo y sólo les interesa devolvérsela íntegra. La virilidad tiene una misión que cumplir. Si durante el proceso mostrara algún punto flaco, no sería solamente de la virilidad; eso la haría tanto más imperdonable. Pero en ese caso la vergüenza no sería la que se siente ante una mujer, y no se instalaría en el lugar donde se la ve erguida. Aquí se demuestra la hombría ante los ojos de los demás hombres.
El rendimiento del grupo masculino no tiene importancia alguna para las mujeres. Ellas se prestan a realizar un servicio que las mantiene ocupadas sin que las afecte. Allí, donde ofrecen sus vergüenzas, no sienten ellas ninguna, las mujeres aún menos que los hombres. El teatro de la desvergüenza, del que reciben su salario, vela por la discreción.
Que los hombres no tengan que preocuparse por eso parece redundar en beneficio de su potencia sexual. De lo contrario, seguiría siendo un enigma para los visitantes del Lejano Occidente, cuyas fantasías amorosas son inseparables de las exigencias de intimidad. Nos han enseñado a asociar la proximidad física con un mínimo de receptividad, algo así como una corresponsabilidad por las emociones del otro sexo.
Por eso en este teatro hombres y mujeres se exigen tan poco. Lo hacen, pero lo que los impulsa a hacerlo no queda en privado. No quieren nada el uno del otro. Eso parece tranquilizar a los hombres. Qué ridículos están, con los pantalones bajados; en cuanto hombres adultos, no podrían parecerse más a críos de dos años en pañales. Pero no les da miedo la risa de las mujeres; en calidad de grupo se permiten una regresión común a la infancia y confían en que no necesitarán mirar a las mujeres que les toquen en suerte, tan poco como estas a ellos.
Las mujeres ya se ocupan sólitas de que su cuerpo permanezca intacto. A través del suelo de vidrio es imposible no ver el control con que cada mujer se apodera del miembro masculino una vez que lo ha ayudado a introducirse en su cuerpo y comprueba que, tras los primeros empujones, la goma sigue en su sitio. Llegado el caso, la mujer se incorpora y, con un movimiento inconfundible, obliga al pene a batirse en retirada para poner otra vez la cosa en orden, operación a la cual el cliente se somete sin rechistar.
Por una vez pude ser testigo de una pequeña violación de frontera. La rubia platino ha recibido un nuevo cargamento, un empleado flacucho, con gafas como casi todos, en cuyo rostro se refleja anticipadamente la preocupación. Es fácil imaginar que hasta hoy nunca ha estado delante de una mujer desnuda. Ella quiere meterse la cosa con la energía habitual, pero esta no quiere soltarse de la mano y, al parecer, tras algunas fricciones estimulantes, sólo ha conseguido aflojarse más.
El contratiempo disipa una rígida sonrisa tallada en las facciones del muchacho, para el que ya sería hora de que empezara a mover el culo. Y lo hace. Sin embargo, las cosas no funcionan como es debido. El músculo que la mano de la mujer aprieta amenaza incluso con escurrirse del condón. Con el rostro blanco como la cal, ella empieza a mover el bajo vientre mientras sostiene de forma tan discreta el trocito de carne enfundado en el condón, que el cliente puede realizar el acto perfectamente para la galería. Anulada la señal con que le ha indicado al maquinista que baje la grúa, constata que la virilidad del hombre se ha vuelto auténtica en su mano y la pone en buen camino. Ahora puede, haciendo el gesto propio de una señora, rodearle los hombros con su brazo libre. Cuando la pareja se estira en el suelo, intercepto una sonrisa fugaz de la muchacha; por primera vez parece avergonzada.