Desnudarse era lo único que ella no quería.
¿Sabía realmente a quién estaba abrazando?
Si hubiera nacido diez mil kilómetros más al oeste, en Recklinghausen o en la sagrada Tréveris, se habría desmayado. Pero no: habría vivido para ese instante. Habría aprendido a dominar la sensación de impotencia, las palpitaciones, el mareo, con tal de parecer, en los brazos de MMW, tan tranquila como Él, para estar de verdad desnuda y dar al mismo tiempo la imagen perfecta. Aquí, un poco más de perfil, allí, un poco más de cabello, de vello…
¿Púbico? En Japón de ninguna manera. Tendría instrucciones. La depilación no le importaría, aun cuando al principio se sintiera rara: desnuda como un bebé, o como antes de que la operasen de apendicitis.
Enseñar, tranquila, la cicatriz. Has compartido una naranja con ese joven. Casi no lo conoces. Por primera vez lo observas con atención. Ahora se arrodilla delante de ti y en sus ojos ves tu alma desnuda. ¡Es el instante de la Creación! Para ese momento vuelves a crearte, una decisión importante. Tu cuerpo sale de las ropas como en un parto. Hombre y mujer vuelven a encontrarse como Un Solo Ser. La antigua ilusión, pero en este momento os hace realidad. Y vosotros la hacéis realidad. Olvida tu técnica y aprovéchala entera. Tu desnudez surgirá espontánea. Eres actriz, y en esta escena demuestras por qué. Ahora eres tan grande como siempre quisiste ser…
Si ella hubiera sido de Recklinghausen, un director que se daba semejantes aires apenas le habría dado lástima. Como si ella no tuviera ni idea de lo que aquí se cuece ni de lo que tiene que hacer. En un plato con MMW y ahora esta toma: una locura. Hay chicas en la entrada con una pancarta desplegada sobre los pechos: PLEASE MARIUS FUCK ME! Y ahora a ella le toca interpretar que él lo hace. Una locura.
Pero la muchacha era japonesa (del campo, pensaba A.), y B., el director, ya no se daba aires. Incluso si, haciendo de tripas corazón, la hubiera convencido: ¿qué se habría reflejado en la traducción? En esta lengua extraña que parecía creada sólo para conjeturas, ambigüedades, rodeos.
Lo que la muchacha oyó fue sólo:
—Deshima, toma veinticinco. Sonido. Cámara. Acción.
Pero no ocurrió nada. La actriz en el papel de Yoko miraba al vacío.
—Póngale las manos otra vez en las mejillas, igual que antes. Por favor, señora Y., dígaselo. Como si ella fuera incapaz de ponerle las manos en las mejillas. Que después quite las manos despacio, muy despacio, y que sujete el jersey con fuerza. Así, en la cintura, atrás. Y que se lo quite de una vez por la cabeza. Pero que en ese momento se detenga, la cara que le quede tapada, el busto desnudo. Marius le pone las manos en los pechos, los cubre y apoya la frente en las manos. Dígaselo, señora Y.
La muchacha acercó otra vez las manos al rostro del desconocido, lo tomó por las mandíbulas como si fueran de cristal, como una vasija que uno no se atreve a levantar. Después, inhibida, apartó las manos y se las llevó primero al regazo, luego a la rodilla, alisando la tela.
—Corten —dijo el director.
El cámara estiró las piernas; MMW siguió arrodillado delante de su compañera, a la que, como por cortesía, aún sostenía por las caderas; después, él también se puso de pie y relajó los hombros.
Ya se habían besado. MMW había juntado los labios para tocar los de ella mientras la actriz apretaba la barbilla contra el pecho. Un beso de niños después de la escuela dominical, Tom Sawyer y Betty Thatcher.
B., el director tranquilo, no gruñó.
—Repetimos esta escena una vez más —dijo a la intérprete—. Ni siquiera tiene que vérsele la cara.
—¿Pero se le ven los pechos? —preguntó la señora Y.
—Sí —dijo B., seco—, se tienen que ver, pero no mucho tiempo. Después Marius los cubre con la cabeza.
La señora Y. se puso otra vez a tratar de convencer a la muchacha arrodillada en su cojín en medio de los tatamis, en cierto modo sola en aquel plato demasiado amplio, graciosamente empecinada. Había bajado la vista, apenas movía la cabeza mientras la agitada señora Y. la aleccionaba, con más detalle, al parecer, que lo requerido por la ocasión.
El autor del guión, que, en calidad de espectador, se mantenía al fondo de la escena, se permitió sospechar que allí se hablaba tanto sólo porque la dirección admitía excusas y explicaciones. Sobre el jersey con pequeños dibujos habría que hablar, el jersey que la actriz había escogido para su gran escena de amor. La escena en sí no tenía por qué ser objeto de negociación. Si se hubiera leído el guión, sabría que en esa escena tenía en sus manos la clave de toda la película. Y ahora estaba ahí, sentada, como si no supiera de qué se trataba. Tal vez quisiera actuar con la mayor de las reservas, pero, como mínimo, tenía que poder actuar. Sin embargo, su presunta inocencia sólo parecía tener que ver con la cuestión de lo que realmente se le había perdido allí. Y el discurso de la señora Y. ya no sonaba tanto como si quisiera recordarle a la actriz la necesidad de comprender su papel, sino tan sólo la pesada realidad de su obligación. Sea como fuere, en su juvenil semblante la desgana adquiría cada vez más los rasgos de un fastidio difícil de superar.
Había por lo menos veinte personas, sentadas o de pie, en el viejo pabellón en medio de un jardín, que una importante dama del Instituto Goethe alquilaba y habitaba con todo el amor que se merecía. Lo había desocupado para el rodaje, por simpatía con el proyecto suizo-japonés, y también para complacer al autor del guión, que en el pasado había sido su huésped cuando venía a Kyoto, primero a leer en público pasajes de sus obras, después a ver de nuevo a A., a quien amaba.
En esa casa él había conocido a A., siete años antes, durante una recepción que la señora del Goethe había organizado en su honor. A ella le gustaba compartir su casa, cuando tenía esa suerte, con viajeros de distintos países que llegaban a Japón movidos por algún interés cultural, y, además de organizar conciertos íntimos y tertulias, acogía a un pequeño círculo de lectura germano-japonés. Entre los libros que se habían comentado estaba la primera novela del autor, una novela sobre Japón que incluía una determinada historia de amor. A su paso por la isla, A. lo había interrogado a fondo sobre esa historia, porque a ella, la japonesa, le resultaba abusiva la imagen que daba de la mujer de su país, encamada en el personaje de la tal Yoko. Por entonces A. todavía estaba casada con un alemán que soportaba resignado los estallidos de su temperamento. A. se declaraba alérgica a todo tipo de «japonismo», reacia a cualquier revelación reverente como a cualquier glorificación fuera de lugar. Esa noche había corrido bastante el alcohol. Al autor no le quedó claro qué le había hecho merecer la súbita, casi íntima, ira de A. En su diario de viaje la registró como «la atolondrada».
Cuando años más tarde volvieron a encontrarse en Kyoto, el atolondramiento —sin prisa, pero sin pausa— se adueñó del autor. Tras vencer las considerables resistencias impuestas por dos historias diferentes, acabaron siendo una pareja, y casi como tal seguían esta vez, entre bastidores, el rodaje. A. solía mantenerse algo apartada de los objetos que merecían su atención, por eso ahora se situaba a la misma distancia de la escena que de su autor. Decidió que no tenía nada que ver con el filme y recalcó expresamente que no quería para ella ninguno de los papeles del reparto. Antes bien, insistió en no querer saber nada de cualquier parecido de los personajes con personas reales.
En un principio, B., el director, debía haber rodado para la televisión un retrato del autor. A la vista de que el tema «Japón» pasó a ocupar una y otra vez el primer plano, y como la historia de Yoko, tratada por el autor en su primera novela, escrita hacía ya veinte años, le atraía bastante más que el trabajo que le habían encargado, el proyecto adquirió la ambiciosa silueta de un largometraje. B. no conocía Japón, y el autor, unido a este país por una pasión recurrente, debía, según creía su A., seguir conociéndolo. Que director y autor abordaran el asunto con presupuestos distintos fue para ambos una bienvenida prueba de resistencia.
Así fue como el autor escribió un nuevo guión, para un filme que debía llamarse Deshima, por el islote artificial que se alza frente al puerto de Nagasaki, la única abertura en el cuerpo de un país cerrado durante más de doscientos años. Algo impulsó al autor a reescribir la historia de amor de Yoko. Es cierto que, en su día, el libro lo había hecho dichoso en el mercado editorial, si bien no ante su propia conciencia, y aún menos a los ojos de A., que le había encomendado una dicha totalmente distinta. Por eso, lo que le interesaba era demostrarle a ella la libertad que aún respiraba su antiguo tema, y darle a este una continuidad que lo justificara.
El autor creó el personaje de un director lo más distinto posible de B., el director «real» de la película. El que fuera una vez un hombre famoso, ahora tenía que haber envejecido, estar enfermo, ser un cascarrabias. El autor, haciéndole huir del bisturí de un cirujano que ya no le daba esperanzas, lo hacía viajar a Japón, donde una vez, también él, había estado a merced de una mujer. Para la que sería definitivamente su última película había juntado a toda prisa a un trasnochado grupo de seres dispersos por el mundo: dos desocupados que alguna vez habían trabajado para él de técnico de sonido y de cámara, y un joven actor que había intentado en vano abrirse las venas. A los tres les prometió el viejo una nueva vida en su película. Además —la promesa suena casi a amenaza— había de ser una película de amor, aunque para eso todavía no tuviera nada en firme. Su protagonista, el suicida frustrado, debe conocer Japón como si fuera su propia vida, y se le brindará si allí encuentra a la mujer de su sueños.
La fabulación es una construcción con la que uno puede romperse la crisma. El puente levadizo no sabe hacia dónde desciende, no sabe si hay otra orilla llamada Japón. Los fugitivos de la muerte tienen que aprender a construir con sus propios pies el suelo que pisan. Pero la pequeña estrella, el lejano ídolo que los guía, debía llamarse otra vez, como en la novela del autor primerizo, Yoko. Pues también esta pregunta exigía que se repitiese: si acaso alguien a quien sólo el amor puede salvar, aún puede salvarse.
Y pensar que la actriz en el papel de Yoko no se quitaba el jersey.
Cuando el autor se reunió con ella por primera vez, se dijo: ¿por qué no? Una joven con un rostro amplio como una hoja en blanco, el cuerpo perfecto para el uniforme azul de colegiala que llevaba en el primer encuentro con MMW, el actor que interpretaba al suicida frustrado.
El director B. la había encontrado a través de una agencia, junto con las otras cuatro mujeres japonesas que, de acuerdo con el guión, necesitaba para la película. Durante el rodaje en Japón, a diferencia del director ficticio, el de carne y hueso debía preocuparse por no dejar nada, o lo menos posible, al azar. Y eso ya era bastante tratándose de una película «de bajo presupuesto». B. había viajado a Japón y, siguiendo las indicaciones del autor, visitó los lugares de rodaje, lo que le permitió hacerse una idea de lo impracticable de la isla para una modesta película suiza. Sin las clases particulares de la señora Y., difícilmente habría puesto pie en tierra firme.
La señora Y. era el hada madrina del proyecto, una japonesa que no sólo chapurreaba y entendía un poco el alemán, sino que lo hablaba, un alemán exquisito, inspirado en los grandes maestros. Había estudiado literatura en Frankfurt, donde más tarde se doctoró. Allí también había tenido ocasión de contribuir en una medida no despreciable a la organización de una exposición sobre historia del cine japonés. Había conocido en persona a importantes figuras del cine de su país, entre otras a Nagisha Oshima (El imperio de los sentidos). La cinematografía japonesa carecía de secretos para ella y estaba dispuesta a compartir sus conocimientos con B. Tenía en su agenda direcciones imprescindibles y lo puso en contacto con agencias y estudios que él necesitaba para la parte del filme que transcurría en Japón. Se declaró dispuesta a hacerle de productora asociada, jefa de personal, asistenta de dirección, intérprete, troubleshooter; por supuesto, también había traducido el guión al japonés. La película se convirtió en su película, pues a ella se debían los hechos con los que B. se encontró gracias a su intervención. De ese modo, Y. se convirtió en una realidad por derecho propio y en el más insalvable de los obstáculos que únicamente ella podría haber salvado. Los técnicos japoneses se negaron a seguir trabajando con ella ya al tercer día de rodaje. Según explicó la misma señora Y., les molestaba su competencia. ¿Cómo transmitirle precisamente a ella la obvia sospecha de que esos hombres no se sentían a gusto mandados por una mujer? En todos los lugares del rodaje ella dominaba el idioma original del filme, y lo que organizaba redundaba siempre en provecho de este.
Cuando el autor la conoció, casi lo asustaron sus desmedidos elogios. Después se dio cuenta: esa era su manera de transmitirle el guión en la forma que él habría debido darle. Por suerte Y. había desmentido entretanto, con todos los medios a su alcance, la incompetencia del guionista.
Ahora bien, ese guión, enmendado y remendado por Y., ya no era su criatura, pese a que A. quiso incitarlo a no ser tan tolerante. Un autor debe saber qué puede hacer todavía con un producto que ha dejado en manos de otros: menos que nada. Si se inmiscuye, sólo puede debilitar la autoridad que se espera del director, sin salvar nada de la suya propia. Por otra parte, B. no «filmaba» un guión, lo usaba sólo como base de su inspiración. Sin embargo, tampoco él quedó a salvo de la escena central. Quería mostrar a Yoko desnuda, y para eso la actriz tenía que desnudarse. La joven del rostro impenetrable, sola en esa habitación demasiado espaciosa, habría sido, después del arrebato de pasión, una imagen convincente. Sin ese arrebato, la imagen no valía nada.
Con pasión sólo se movía la señora Y., dando ánimos a la muchacha. En sus murmullos podía oírse la voz de la desesperación contenida. MMW buscaba ahora una posición relajada para sus piernas, doloridas después de tanto rato arrodillado. Los ojos azules en su delgada cara de póquer no revelaban la menor señal de impaciencia. Tal vez así de vacío deba de ser un rostro en el que ha de reflejarse toda una generación de jóvenes. MMW, sin duda un hombre vulnerable, no se permitía desplantes impropios de un profesional. Del compromiso que había contraído con B. no retiraba nada, salvo las piernas, demasiado largas. La película trataba de un malentendido entre un hombre y una mujer de dos culturas diferentes; por lo tanto, no le molestaba toparse realmente con ese malentendido en la persona de una principiante. MMW no solía autoengañarse sólo porque a las adolescentes les pareciese súper, estupendo, genial, e insistía en que no le importaba hacer lo que fuera, siempre que no se tratara de algo estúpido o cínico.
Esta escena, sin embargo, era extraña.
El plato se había quedado en silencio. De pronto, Y. se puso de pie y, sin mirar a nadie, salió de la sala. La anfitriona alemana, hoy huésped en su propia casa, familiarizada con este tipo de incidentes, pasó entre los presentes una bandeja con vasos, pero casi nadie probó su renombrado vino del Mosela.
El señor L., el actor que interpretaba al director, aprovechó el profundo silencio para nombrar al conocido ángel. Sin dejarse alterar por la falta de repercusión que tuvo su comentario, se puso a hablar de unos ángeles totalmente distintos, unos que habían tenido lo que hay que tener y dado algunos dolores de cabeza a Hollywood. Cerca estaba el Ángel Azul —¡oh, la divina Marlene!—. Pero también con Marilyn se había podido experimentar todo lo que Dios ha prohibido. Excepto el gran papel de su vida, el viejo inmigrante vienés ya había vivido muchas cosas parecidas en Hollywood. Sin duda, la escenita de marras le resultaba más que conocida.
El señor L. se tenía por el espíritu protector de la producción. Incluso las exigencias de este trabajo volvían a sorprenderlo cada día. Le divertía muchísimo trabajar con gente joven, y que eso fuera causa de problemas le parecía de lo más natural. Lo contrario le habría sorprendido. Sin crisis —y esto podía decirlo por experiencia propia— no se hacía ninguna gran película, como tampoco ningún buen matrimonio. Además, la película era para él la mejor manera de conocer Japón, y Japón era un enigma que ño se resolvía en un día.
El autor había conocido al señor L. en Los Ángeles, cuando ocupaba allí la plaza de Writer in Residence de una universidad privada que se preciaba de tener una famosa escuela de cine. Su anfitrión investigaba a Fritz Lang y el Hollywood de la emigración judía alemana, conocía personalmente a muchas de las grandes figuras de entonces y le sugirió al autor que tal vez entre ellas se encontrara el actor apropiado para su protagonista.
El autor conoció a un agente que aún seguía siendo poderoso y se emocionó cuando este comenzó a hablar de Billy Wilder. Por desgracia, más tarde comprobó que la oferta se había basado en un malentendido. La suma que él había indicado no se refería al cachet de un solo artista, sino al presupuesto de todo el filme. El corpulento agente se enfrió de golpe y remitió al autor a una agencia especializada en talentos jóvenes.
Pero el autor necesitaba a un hombre mayor. Víctima de un frenesí de búsqueda, siguió la cacería por su cuenta. Se presentó en casa de Gottfried Reinhardt, el hijo, ya canoso, de un dios de la escena, y así llegó hasta John Henreid, al que admiraba por su interpretación del marido de Ingrid Bergman. Fue, sin embargo, una encantadora pareja de ancianos quienes lo agasajaron con té y pasteles en una terraza con vista al Pacífico. Nadie habría reconocido al bien conservado caballero de Casablanca, donde su vida se salvó en aras de la revolución internacional. No, no le habría molestado interpretar a algún príncipe forzado a abdicar. ¿Pero una ballena blanca que se sumerge para encallar frente a las costas de Japón? Así y todo se mostró tan entusiasmado por el papel que el autor se vio obligado ya entonces a hablar de un elegante alojamiento en Kyoto. Confuso y avergonzado, logró, poniendo como excusa otras entrevistas, salvarse con una retirada indigna.
Durante sus últimos días en la Costa Oeste conoció al señor L. sentado a una mesita de formica de un coffee-shop, y casi por despecho fijó en él la imagen de su director. El hombre, con esos hoyuelos de sibarita, parecía hecho a medida para el papel. Y que el papel también estaba escrito para él lo supo el señor L. de forma instintiva, sin tener siquiera que estudiárselo. No tardaron en ponerse de acuerdo, pues esa vez tampoco fue necesario hablar de mucho dinero.
Ahora el señor L. estaba en Japón y, según lo convenido, hacía todo lo mejor que podía, dejando que la cámara se ocupara de su cara, rebosante de buenas intenciones, de manera que, al menos desde un determinado ángulo, recordara a la de Billy Wilder.
Si el señor L. era el tío de América, el autor también había aportado al filme un sobrino de Estados Unidos en la figura del joven C., de Basilea, que vivía en Santa Mónica bastante mejor instalado y que se había ofrecido como producer. C. también escribía guiones, es más, había escrito un manual preceptivo sobre la manera correcta de redactarlos, a semejanza de una poética aristotélica, con cuya ayuda se suponía que era imposible fracasar en Hollywood. Al autor de Deshima la obra le había impresionado como documento de buena fe, ya que prometía un muy sólido contacto del arte con la realidad. C. tenía un olfato especial para la comedia televisiva, aunque también le entusiasmaban otros escenarios que no se ajustaban en nada a sus recetas. Por lo tanto, se comprometió a acompañar a Deshima al interior de Japón y se convirtió en su tercer productor, aquel con la vista puesta en Norteamérica; pues, además de la japonesa Y., para el conjunto de la organización naturalmente había también un primer productor, que era suizo y se mantenía todo el tiempo en segundo plano.
Se había llegado a un punto en que ninguno de los tres productores podía hacer nada por la película. Estaba resquebrajada, y si todavía hubiera quedado algo por filmar, habría sido esa resquebrajadura. La coproducción de distintas culturas hizo agua en la experiencia concreta de su diferencia, encarnada en la resistencia de una muchacha, una joven actriz que se negaba a meterse en la cama que le había preparado un guión occidental. Lo que estaba claro era que la película no tenía que ser un drama didáctico, sino una historia de amor. El juego del fracaso no podía fracasar. Era ya demasiado el lastre que arrastraba como un cargamento clandestino.
En ese punto muerto —el experimentado señor L. acaba de representarlo, lamentablemente con más gracia que otra cosa— en Hollywood se habría esperado un estallido del director, el rugido del león herido. ¿Acaso era uno Robert Aldrich o John Huston para despilfarrar un solo segundo del carísimo tiempo de rodaje por un capricho? El que no mueva el culo, que se dé por despedido. El señor L. había visto con sus propios ojos lo que un shock como ese es capaz de provocar. De golpe la chica se pone a actuar de puro miedo, a actuar como nunca lo ha hecho antes: una llamarada de pasión. ¡Un rugido en el momento oportuno funciona como una bomba de oxígeno! Claro que el señor L. ya conoce también la sospechosa manera en que se puede ayudar a una mujer bloqueada a quitarse la ropa, y en el acto. El director se convierte entonces en exhibicionista. Hace de rufián, de amante, de voyeur, todo de un tirón, respirando a partir de ese momento con mayor dificultad: YES BABY DO IT FOR ME DO IT AGAIN GIVE ME MORE LET ME HAVE IT OH YEAH… Y el Señor L., falso libertino, se dobla con todo el cuerpo sobre la mirilla imaginaria, el objetivo. Le tiemblan las regordetas mejillas y, como es natural, sabe que la escena será inservible porque, con tantos aspavientos, la criatura en algún momento soltará una carcajada. Después los dos podrán troncharse de risa, ella y él, pero sabe que ahora ha despertado a la actriz que lleva dentro. Y también se ha deshecho el nudo que la tenía bloqueada. A partir de entonces la chica actúa como si estuviera en la gloria, puro pecado. Lo mismo lo vivió el señor L. de forma muy personal con Marilyn. La Monroe sí que era difícil, y sin embargo… Esas eran exactamente las escenas que, aunque no la salvaron a ella, sí a sus películas. La pobrecilla tenía que poder quitarse el jersey; después vendría el cuerpo, solito. De lo contrario, la escena estaba muerta, ¡y bien muerta!
Cuando el señor L. entonaba la cantinela de sus experiencias, revivía de una manera en que ni siquiera este filme, este filme tan exigente, le permitía hacerlo. La actriz en el papel de Yoko se había estremecido brevemente cuando él empezó a gruñir; lo miraba como si hubiera perdido el juicio. Al ver que él se ponía otra vez a reír pareció tranquilizarse. Por lo tanto, no tenía que significar nada, en todo caso nada que ella necesitara comprender. Después de todo, tampoco era el señor L. quien llevaba la voz cantante; pero B., el director, no se movió. Parecía estar esperando una respuesta a su silencio, y cuando este se volvía tan denso que casi se podía cortar, él se limitaba a seguir esperando.
B., en medio de la ensalada de cables, parecía esperar bajo los reflectores aún encendidos que la envoltura del cuerpo de la muchacha se abriera sola, igual que los sépalos de un capullo en el momento de la floración. El técnico de sonido y el cámara enredaban en sus aparatos, como si el defecto se encontrara allí. C., que acababa de bajar una vez más la claqueta —¡Deshima, toma veinticinco!—, aún no la había retirado del todo y allí, con el brazo extendido —un monumento a la buena voluntad—, parecía más bien hallarse en el bosque de la Bella Durmiente, sobre el cual, tras la última intervención del señor L., se había hecho el silencio.
Los dos hombres que, acompañando al viejo, tenían que interpretar al técnico de sonido y al cámara, estaban sentados cerca del autor; eran sus amigos y se sentían tan poco facultados como él para intervenir. El autor se los había recomendado al director para esos dos pequeños papeles, por no decir que se los había colado.
K., su compinche en la infancia, había sido fotógrafo durante un tiempo. También había probado suerte como actor, sin lograr abrirse camino. No es que no tuviera talento, pero su terquedad lo hacía invendible. Ahora, desvalorizado, se veía obligado a hacer trabajos temporales y alimentaba a duras penas a una familia numerosa con lo que había quedado de la quiebra de un estudio de arquitectura. Procedía, igual que el autor, de una familia de profesores, era también hijo único de una viuda, y le había considerado su líder durante los restantes años de la infancia. La inconfundible voz de K. podría haberlo llevado muy lejos si él mismo hubiera prestado más atención a su eco; sin embargo, caía una y otra vez en un obstinado aislamiento y, puesto que el autor comenzó a moverse como un hombre de éxito, sus caminos se habían separado. Cuando K. se dejó reclutar para Deshima, se parecía más, con su calva, a un monje japonés que al técnico occidental que tenía que interpretar. Aunque con la conciencia no del todo limpia, pero sí con una secreta alegría, el autor había sacado otra vez del pozo al viejo amigo perdido de vista, y si bien no lo había sacado a la luz, por lo menos lo había puesto bajo los reflectores. Quién sabe, a lo mejor estando juntos volvía a ocurrirles algo especial.
En cuanto a N., el amigo más joven, los motivos para una encubierta reunión familiar no eran tan precarios. A N., que hablaba el dialecto común como el autor lo había oído de boca de su padre, lo había conocido a raíz del envío de un manuscrito, cuya supuesta publicación fue culpa de un malentendido. Es cierto que N. sacó más tarde un libro de poemas, pero después de la presentación a bordo de una barca en el Rin —ocasión en la que tuvo que hacer de joven poeta e incluso tocar la guitarra— le dio de inmediato la espalda a la vida literaria. Él, que era el polo opuesto de un minusválido, dedicó su atención, libre de toda sospecha, precisamente a los minusválidos. Como maestro también descubrió que tenía más que aprender de los niños afectados por alguna enfermedad mortal que del normal ajetreo de una escuela pública. Cierta curiosidad por Japón, o simpatía por el autor, fue también lo que le hizo aceptar el pequeño papel de cámara de Deshima; él conocía mejor que nadie el texto que el guión silenciaba.
N., sin hablar al principio una sola palabra de japonés, había contactado enseguida con los japoneses que trabajaban en la película; incluso con las actrices, a quienes todavía lo aproximaba la edad. Con su barba y sus magníficos rizos les recordaba a un timonel inglés del siglo XVI que en una serie mundialmente conocida (Shõgun) había ido a parar a la remota isla extranjera. Hasta la actriz que interpretaba a Yoko le había enseñado a N. algo de su rostro en las pausas del rodaje; tanto, que se lo tenía que tapar con la mano cada vez que soltaba una risita.
Ahora, una escena de amor que debía representar ante la cámara había hecho su rostro de nuevo inaccesible. N., que no debía intervenir, guardaba silencio.
En cambio, A., que no era responsable de la película, se había alejado unos pasos en el jardín.
En tanto que cómplice del filme, al autor no le estaba permitido seguirla. Para él, también la secuencia, que ya no quería arreglarse, estaba muerta hacía tiempo. En lo que a él se refería, la puesta en escena ya no tenía nada que ver con el olvidado original, al que sólo le unían las posteriores complicaciones de su historia, el regreso de los motivos encamados en esos dos personajes. En ese guión había plasmado y cifrado sus experiencias según las reglas de su arte, aun cuando no fueran las de C., el productor de Norteamérica. La película era ahora propiedad de B. ¡Qué fracasara alguna vez otro con ese tema!
A B. no se lo veía más agobiado que de costumbre. No era él hombre que «filmara» un argumento, decía, y usaba la palabra igual que un arquitecto habla de construir, un notario de escriturar. ¿Acaso pensaba ya en los medios y maneras de mostrar a su actriz desnuda sin hacerle quitar el jersey por la cabeza? Al parecer ni siquiera le importaba que la señora Y. no estuviera a la vista. ¿Estaba llamando por teléfono a Oshima o a Dios Padre? ¿Estaba quejándose a la agencia o tal vez a la mismísima madre de la fierecilla? B. parecía saber que ahora sólo podía confiar en sus propias habilidades como traductor. Debía de haber una solución, todo dependía de dejarse encontrar por ella.
Era eso precisamente lo que unía a B. con MMW. También el actor se había apoyado en la pared, los brazos cruzados. Ninguno de los dos buscaba afanosamente efectos fáciles ni se esforzaba por encontrar una salida inesperada. Tampoco querían oír hablar de «pisar el acelerador». Siempre tenían algo en reserva, quizá por la tenaz desconfianza que les inspiraba su arte, pues sabían que esa desconfianza sólo se atenuaba alimentándola. Cuando únicamente una agudeza puede ayudar, ya se ha perdido mucho. De sus cualidades hablaban siempre con cierto desdén; se empeñaban en no dejar que ni un golpe de suerte ni una contrariedad hicieran mella en la deportividad de su autocrítica. ¿… O había alcanzado B., por su parte, el punto en el que se distanciaba de cualquier asunto que no estuviera hecho para él? ¿Le devolvía la escena al autor por irrepresentable? ¿Por eso no lo miraba?
—Apaguen los reflectores —dijo B—. Es todo por hoy.
De repente el jardín iluminó el interior de la casa, era la imagen de una primavera radiante. Las azaleas y las camelias florecían sin ostentación. El puente de piedra, al final del cual se había sentado A., los brazos enroscados en las rodillas, atravesaba un estanque sin agua: cantos rodados festoneados de musgo. Los pinos alzaban sus ramas con conciencia estética. Para eso los habían podado durante tres días los jardineros, subidos a unas altas escaleras. Cuando A. visitó al autor en la planta alta del pabellón, donde se había armado la cama, escucharon los dos durante horas el sonido de las tijeras, cuyo manejo exigía tanta precisión como un instrumento quirúrgico. Eran, al fin y al cabo, las técnicas de la poda las que hacían parecer tan espacioso ese jardín. En nada imperaba el derroche, nada en lo que se fijara la vista resultaba superfluo. Cada penacho de agujas de pino, cada vuelo de pájaro, dibujaban la huella exacta de una nada casi absoluta elevándose a una altura sin límites. Así podría haber sido la película.
De repente reapareció la señora Y.; sus ojos delataban que había llorado.
No podía esperarse de la actriz que se desnudara, dijo, una chica tan joven.
La hemos contratado como actriz, no como chica joven. ¿O no se había leído el guión?
¿Y qué pasaba con el contrato? Había un contrato con la agencia, ¿no?
Era el productor suizo el que hablaba así, alguien tenía que hacerlo.
Un desnudo y una debutante eran dos cosas que no se llevaban muy bien juntas. Eso era algo para una actriz con experiencia. Y para otra clase de actriz.
—Una actriz de esa clase no nos la habríamos podido permitir —observó el productor, secamente.
Pero tampoco a él se le ocurrió recordarle a la alterada señora Y. su responsabilidad en ese contratiempo. Cuando se contrata a una actriz para un determinado papel, en todas partes se espera que sea capaz de interpretarlo. En Japón podía ser diferente. ¿Cómo reprenderle a la señora Y. el hecho de que ella sola tuviera que erigirse en defensora de la realidad japonesa frente a veinte extranjeros desprevenidos? ¿Quién puede calificar de opacos unos hechos sólo porque, en su calidad de extranjero, no sabe calar en ellos, o tal vez ni siquiera los ve?
La actriz en el papel de Yoko seguía sentada, inmóvil, en su alfombra. En el suave crepúsculo que había inundado el pabellón después de que se apagaran los reflectores, había vuelto a enseñar su más pura carita de ángel.
Hasta ese momento, Deshima había sido una película con decorados japoneses; quizás ahora, que la dejamos en un punto muerto, se convierta, por primera vez, para bien o para mal, en una película japonesa.