La literatura surrealista y del período anterior a la guerra, así como los libros que tratan sobre temas de ocultismo y erotismo, figuran a veces en los catálogos de los libreros bajo la rúbrica general de «Rarezas del género humano». La verdad es que los clientes que compran este tipo de obras son a menudo bastante singulares.
Me acuerdo del día en que un hombre, al que nunca había visto, irrumpió en mi tienda con una gran bolsa en la mano. Me dijo que el cuarto libro empezando por la derecha de la segunda estantería de mi armario —que estaba cerrado— era The Magus, de Francis Barret, y que necesitaba leerlo urgentemente. Me explicó que le hubiera gustado venir a comprarlo antes, pero que tuvo que esperar el momento propicio para poder llevar a cabo los preparativos. Ahora estaba preparado y deseaba comprarlo, pero sólo con una condición: tenía que darle autorización para que echara el mal de mi tienda, y exorcizara a los demonios que se encontraban allí. Como es de suponer, yo no entendía demasiado bien lo que quería decir, pero el Magus costaba cuarenta y cinco libras y me dije que, por ese precio, merecía la pena ceder a los caprichos del cliente. Así, pues, di mi aprobación. Con un tono apremiante, me ordenó que me encerrara en mi despacho y que no me moviera de allí. Pasara lo que pasara, no debía intervenir bajo ningún pretexto, ya que ello podría resultar peligroso. La situación empezaba a tomar un cariz apasionante y decidí observar todos los actos y gestos de mi cliente. Dejé la puerta del despacho entreabierta para poder verle a mis anchas. El hombre, a pesar de la solemnidad con que actuaba, no dejó de parecerme un maníaco.
Sacó todo lo que tenía en la bolsa, se puso un traje de terciopelo de color violeta, y se encasquetó un extraño gorro adornado con símbolos astrológicos. A continuación se pintó unas cruces gamadas de color ocre en el rostro y la frente, echó un puñado de piedrecitas blancas por las cuatro esquinas de la habitación y, con unas tizas de colores vivos, trazó dos estrellas de cinco puntas en el estropeado suelo de madera de roble. En el centro de la estrella que estaba más cerca de mí, depositó una bola de cristal llena de un líquido rojo. Mientras efectuaba estas operaciones, mascullaba entre dientes:
—Verde envenenado para Aristo, escarlata para Oriens. Sangre, sangre de ratas horribles y voraces, sacrificadas a la hora propicia. —Luego, con un gesto de horror, finalizó el conjuro con los ojos brillantes de placer—. Y ahora un poco de jugo de araña.
Finalmente colocó una espada y una cuerda de seda roja al lado de una de las estrellas y, justo en medio de cada uno de los montoncitos de piedras, un minúsculo perfumador, que encendió. Al poco rato un asqueroso olor a azufre invadió la habitación.
Entonces empezó a murmurar en tono agresivo:
—Esto para que se enteren de que les espero.
Luego se acercó a la otra estrella y depositó en su interior una copa con un líquido transparente, un cetro y un libro.
Lo que estaba viendo me tenía completamente fascinado e impresionado; no podía apartar la vista de aquel cliente, que ahora se disponía a marcar una línea de separación entre las dos estrellas de cinco puntas colocando cinco velas en el suelo. Al mismo tiempo que me extrañaba de que alguien fuera capaz de hacer semejante pantomima, me invadió una extraña sensación.
Nada más encender las velas, el hombre cogió un gran incensario y situó dentro de la estrella que tenía la bola roja. Empezó a dar vueltas lentamente, llamando cada vez más fuerte, medio invocando, medio provocando:
—¡Buriol, Rmison, Sarisel! ¡Venid, pero venid ya! ¡Galak, Pellipis, Raderaf, acercaos, venid todos!
Giraba cada vez más deprisa. El tono de aquella invocación iba haciéndose cada vez más agudo. Al acelerarse el movimiento de rotación, su silueta se hizo borrosa hasta parecer una auténtica peonza. Su voz se agudizó tanto que terminó pareciéndose al pitido de una máquina de vapor.
Entonces se produjo el fenómeno. De repente, venidas como de la nada, aparecieron unas nubes en la habitación. Poco a poco tomaron una forma vaga y de repente se transformaron en seres que se pusieron a bailar y remolinear, y se precipitaron de golpe contra el hombre de modo que me resultaba casi imposible verle. Él no dejaba de gritar aquella letanía, y recuerdo que luego me quedé mucho tiempo obsesionado con sus terribles gritos de:
—¡Sarisel! ¡Galak! ¡Venid de una vez!
Bruscamente, cogió la espada y la cuerda de seda, y empezó a darse golpes como un loco. Sus movimientos eran increíblemente rápidos; se golpeaba y pegaba puñetazos a la vez que vociferaba fórmulas mágicas y maldiciones. No sé por qué razón, ni en qué momento preciso, me di cuenta de que algo había cambiado, pero, en cualquier caso, aquellas formas se disiparon y desaparecieron. Cuando ya no quedó ninguna, el cliente cogió la bola de cristal y la tiró al suelo. La sangre se extendió por toda la tienda. Entonces soltó un grito agudo que me dejó impresionado, saltó por encima de la línea trazada por las velas encendidas, se arrodilló dentro de la segunda estrella, vació la copa, besó el libro y empezó a trazar círculos con el cetro. El temblor de las llamas cesó y las velas empezaron a arder de nuevo dando gran cantidad de luz. La calma y la serenidad retornaron. Una suave claridad irradiaba del fondo de la copa.
Sigo sin entender por qué no interrumpí la sesión. La sangre hubiera podido salpicar y manchar mis valiosas obras. Pienso, y quizá sea la hipótesis más plausible, que debí de quedarme extrañamente pegado al suelo bajo el efecto de algún encanto hipnótico o del poder narcótico del incienso. Quizá por ambas cosas.
La sesión había terminado. Pasaron unos minutos y el mago vino a buscarme a mi despacho. Tenía un aspecto cansado, pero se le veía satisfecho.
—Ya he limpiado la tienda —me anunció, poniendo mucho énfasis.
—No la veo muy limpia —le contesté paseando una mirada consternada sobre el desastre que había dejado tras de sí.
En la habitación reinaba un desorden increíble y, por otro lado, había un penetrante olor a mierda.
—¡Oh!, esto no es nada comparado con lo que acabo de quitar. Bueno, ahora quisiera pagar el libro —dijo.
Aún hoy me pregunto cómo podía saber que el cuarto libro empezando por la derecha de la segunda balda de la estantería era el Magus.
No hace mucho, me acerqué a Cannes atendiendo a la solicitud de un cliente que deseaba vender su colección de obras eróticas. Vivía en una maravillosa casa en las afueras de la ciudad. Me quedé muy satisfecho con la compra y, una vez concluidas las negociaciones, con satisfacción por parte de ambos, me dispuse a irme. Mientras me acompañaba hacia la puerta, el cliente me preguntó de repente si tenía intención de quedarme en Cannes. Le contesté que sí, pues deseaba descansar uno o dos días antes de volver a París. Entonces me invitó a cenar con unos amigos, a quienes recibía aquella noche. Acepté encantado. Siempre me ha gustado conocer a gente nueva.
—Tengo incluso un maestro de ceremonias —me dijo.
Aquel comentario me dejó francamente intrigado, y me preguntaba qué utilidad podía tener un maestro de ceremonias en una cena.
Aquella misma noche, cuando llegué a la casa de mi cliente, habían llegado ya muchos invitados; eran de todas las edades y conversaban animadamente. Aunque no me agrade demasiado la cocina mediterránea, la cena y los vinos me parecieron excelentes, el servicio era discreto y eficaz, y las conversaciones agradables. Es posible que esa fuera la cena más lograda y refinada de las que he asistido en toda mi vida.
Nada más acabar la cena, noté un cambio en la gente. Todos parecían esperar algo. Entonces apareció el maestro de ceremonias: nos presentaron a Jean-Jacques e inmediatamente dio la señal del comienzo de la velada más demencial de mi vida. Las damas y caballeros de una cierta edad que, sólo hacía un momento, llamaban la atención por su agradable conversación, se comportaron como unos auténticos locos. En cuanto a los jóvenes, todo eran correrías por las escaleras que conducían a las habitaciones.
En menos de media hora, la elegante cena se había convertido en una auténtica orgía. Jean-Jacques que, claramente, gozaba de una extraordinaria reputación, fue conducido por nuestro anfitrión a una especie de trono desde donde dirigía los retozos, inventando y aconsejando nuevas y atinadas variaciones sexuales. Concienzudamente, cumplían sus funciones con toda seriedad. Formaba grupos de tres o cuatro hombres y mujeres, a quienes explicaba con todo detalle lo que tenían que hacer. Un grupo que se negaba a desnudarse, se vio obligado a hacerlo rápidamente. Sus ideas eran tan extraordinarias que, sin duda alguna, era el alma de la fiesta.
Ya pasadas las doce de la noche, nuestro anfitrión interrumpió los juegos y tomó la palabra:
—Queridos amigos —empezó, con una copa de coñac en la mano mientras con el otro brazo abrazaba a una chica—, estoy seguro de que todos estarán de acuerdo conmigo en que le debemos mucho a nuestro amigo Jean-Jacques. El éxito de esta pequeña reunión se debe exclusivamente a él. Muchos de nosotros conocemos los impresionantes recursos físicos de este joven: para muchos han sido a menudo una fuente de alegría. Pero también sabemos que le gusta el dinero. Es más, estoy convencido de que le gusta el dinero más que a cualquiera de nosotros.
En aquel momento, se abrió una de las puertas y uno de los criados trajo un cerdito. El animal había sido cepillado, empolvado y perfumado, y llevaba un impresionante lazo rojo alrededor del cuello. Lo colocaron en una mesa de cara a los invitados y nuestro anfitrión puso dos mil francos nuevos junto al animal. Entonces hizo una señal a Jean-Jacques que, nada más ver el dinero, abandonó el trono y se acercó a la mesa.
—¿Le gustaría ganarse este dinero de la forma más sencilla del mundo, Jean-Jacques?
—Mucho. ¿Qué tengo que hacer?
—Quiero que se lo haga con este cochinillo —dijo el anfitrión sonriendo—. En nuestra presencia, claro está; si lo hace, el dinero será suyo.
—¿Dos mil francos? —preguntó Jean-Jacques sin podérselo ni creer.
—Así es.
—¿Sólo por tirarse un cerdo?
—Exactamente.
La mirada de Jean-Jacques iba del animal, que pegaba unos gritos agudos, grotesco con su enorme lazo rojo, a los billetes nuevos extendidos sobre la mesa.
—Dos mil francos…, es una bonita suma —dijo nuestro anfitrión con una voz embaucadora—, y son suyos si se lo tira delante de nosotros.
Jean-Jacques permanecía callado. Miró de nuevo al cerdo perfumado y luego el dinero. Al parecer, estudiaba la proposición con mucha seriedad. Finalmente, inclinó la cabeza.
—No, guárdese el dinero.
—Pero ¿por qué?, no hay nada de horrible en ello, sólo es un cochinillo.
—Nunca me ha gustado el cerdo —contestó Jean-Jacques decididamente.
Todo el mundo se echó a reír y a nadie le pareció mal. Se llevaron el cerdo y el dinero, y continuó la velada.
A la mañana siguiente, temprano, cuando ya me iba, me encontré con Jean-Jacques en la entrada. Le pregunté por qué había rechazado la oferta que le habían hecho.
—Mire —me dijo—, me lo pensé muy bien. Era mucho dinero, y tirarse a un cerdo tampoco es tan terrible. Pero vi claramente que no sería capaz. —Le miré extrañado—. Sé que le parecerá ridículo, pero en los cuentos y leyendas populares siempre se habla de criaturas que son mitad hombre mitad animal. Quizá no sea cierto, pero quién sabe. No hubiera soportado la idea de engendrar semejante ser. Creo que un hombre tiene que tener de alguna manera cierto sentido de la responsabilidad. Y, además, no olvide que soy judío y, para nosotros, el cerdo es el animal más impuro de todos.
Nunca hubiera imaginado que iba a encontrar tantos escrúpulos y aún menos en un joven depravado como Jean-Jacques.