Capítulo VIII

Ellen llegó puntual a la cita. Aunque iba sencillamente vestida, con un pantalón de deporte y un chandal, estaba muy atractiva. Llevaba unas enormes gafas que acentuaban aún más el perfecto óvalo de su rostro. Su feminidad sorprendía aún más por el hecho de que era inteligente y delicada. Mientras yo servía el aperitivo, se acercó a la biblioteca.

—Me parece que tienes unos gustos un tanto especiales —me dijo cuando le acerqué la copa de ginebra—. Veo una cierta relación entre Huxley, san Juan de la Cruz y obras sobre magia, pero con franqueza, ¿qué pintan aquí todos esos libros de política?

—Si quieres clasificar mi biblioteca en categorías, tendrás que hacerlo de otra manera. Lo misterioso me fascina, pero los libros que tratan de ocultismo constituyen un sector claramente diferenciado de los demás en esta biblioteca. Estoy interesado en la influencia que las sociedades secretas ejercen en la evolución del pensamiento político, y por eso colecciono todas las obras sobre el tema.

—Pensaba que la masonería era un simple movimiento de ayuda mutua —me interrumpió—. Creía que se trataba de un pasatiempo con un ritual seudorreligioso, o, más sencillo todavía, un medio para mantener o adquirir un cierto rango social.

—En efecto, ha ido convirtiéndose poco a poco en eso. Pero no hay que olvidar que la masonería sólo es uno entre otros muchos grupos que han existido en todas las épocas. La masonería, por otro lado, ha desempeñado un papel importante en la historia. Por ejemplo, podemos decir que la Logia de las Nueve Hermanas tuvo una influencia decisiva en la Revolución Francesa. El filósofo Helvetius fue el primer historiador de esta logia, y entre sus miembros, figuran el astrónomo Lalande, Benjamín Franklin, el general Lafayette, Voltaire y el enciclopedista D’Alembert.

»No afirmaré, como Barruel o Robinson, que la logia fue la responsable de la Revolución Francesa, pero sí que su influencia fue incuestionable. Los masones influyeron decisivamente en la aparición de los nuevos valores éticos y sociales de la época.

Para llegar al tema que nos interesaba, proseguí:

—Pero no has venido aquí para que te dé lecciones de historia. Aquí tienes la carta del amigo de quien te hablé ayer.

La apartó de su mano y me dijo:

—Preferiría que me la leyeras.

—¿Por qué?

—Me gusta escuchar la voz de un hombre. Me ayudará a conocerte mejor. Si no soy sensible al timbre de tu voz, o incluso a tu dicción, entonces ya sé que no puede haber nada entre nosotros. Así evitaremos los dos la pérdida de tiempo y las complicaciones terribles y dolorosas que siempre origina una relación sin pasión.

—Buen razonamiento —le comenté.

Poco a poco me iba dejando envolver por sus razonamiento tranquilos y sutiles.

Sencillamente, me estaba enamorando de ella.

Una vez que se hubo instalado cómodamente en el diván empecé a leerla:

«Querido Coppens,

»Le agradezco profundamente la recopilación de panfletos contra Mussolini, las Songs for Italy de Aleister Crowley. La he recibido esta mañana. Me ha gustado mucho el epígrafe: Parturiunt montes / mascitur ridiculus mus Solini, que encuentro especialmente original y espiritual. Sin embargo, temo no poder aceptar el Aequinox, de Crowley, que me ofrece con tanta amabilidad».

—¿Quién es ese Crowley, y qué quiere decir esa palabra latina? —interrumpió Ellen.

—Cada cosa a su tiempo —contesté enfadado—. Primero deja que termine de leerla.

«Ocurre que Joan y yo no podemos permitirnos gastar doscientos mil francos en este momento. De hecho, estamos incluso obligados a contar el último céntimo para vivir, y es posible que tenga que venderle a usted la biblioteca por poco dinero. Este deterioro súbito de mi situación financiera se debe fundamentalmente a mis desavenencias con nuestro amigo Butin. Ciertamente, reconozco haber cometido un grave error al confiar mis escritos a un solo editor, pero, como siempre habíamos mantenido unas relaciones muy cordiales, nunca había pensado en ponerme en contacto con otras editoriales.

»Yo le mandaba los manuscritos y él me enviaba el dinero a vuelta de correo. Así de sencillo. Por cierto, le envió adjunto algunas páginas que relatan los distintos episodios de mis relaciones con Butin. He pensado que quizá pudieran interesarle para su revista».

Ellen volvió a interrumpirme.

—¿Qué revista publicas?

—Es una publicación que habla de distintos aspectos de la sexualidad y de los varios problemas que engendra —le respondí con bastante sequedad—. Ahora silencio, y déjame seguir.

«Este artículo puede dar tal vez a sus lectores una idea sobre las intrigas a menudo increíbles que acompañan a la producción de obras eróticas. Deseo, por supuesto, que cambie los nombres; no quisiera perjudicar a Butin bajo ningún concepto, ya que siempre se ha mostrado correcto conmigo. Si el artículo le interesa, envíeme, por favor, lo que tiene por costumbre pagar por un artículo semejante. Lo aceptaré con gusto. Nos violenta, tanto a Joan como a mí, echar mano de usted en estas circunstancias, que esperamos no vuelvan a repetirse.

»Suyo afectísimo, Dumast».

—Esta carta no me ha aclarado nada sobre Butin —dijo Ellen.

—No, lo interesante está en el artículo que adjunta a la carta —le repliqué—. Respecto a este, te diré que todos los personajes citados son reales. Lo he comprobado personalmente.

—¿De verdad?

—Sí. Y aun después de haber cambiado los nombres de las personas y lugares, temía que este texto perjudicara la reputación de Butin. Entonces enseñé a Butin el manuscrito y me confirmó la autenticidad del mismo.

—¿Cómo reaccionó? ¿Se enfadó con Dumast?

—Todo lo contrario. Estaba realmente afectado por la situación de Dumast e incluso añadió una pequeña cantidad al dinero que envié a Dumast. Y no puso ninguna objeción a la publicación del artículo. Creo que, en el fondo, se sentía secretamente orgulloso de habérselo inspirado.

Doblé la carta y empecé a leer el artículo:

«Un día, Butin me dijo: “Usted es un escritor, un intelectual. Por lo tanto tiene que saber cuántos tipos de perversiones sexuales hay”.

»El día anterior, Butin me había llamado por teléfono para concertar una cita. Decía que quería hacerme algunas preguntas. Sabía que tenía un negocio de caballitos y de autos de choque. Entonces pensé que quería renovar el catálogo publicitario y que había pensado en mí para escribir el texto. Esta fue la razón por la que, cuando empezó a hablarme del tema, me cogió por sorpresa.

»“Nunca me había puesto a pensar en serio sobre el tema”, le contesté de forma prudente. Y añadí: “Quiero decir que no se trata de un campo que haya explorado de forma particular”.

»“No es eso lo que le pido”, insistió Butin. “Usted, un intelectual, seguro que está al corriente de todas esas cosas. Dígame, ¿cuántas perversiones sexuales hay? Piénselo bien”.

»“Me imagino que habrá una cantidad considerable. Vamos a ver: está el sadismo, el masoquismo, la homosexualidad, el fetichismo, la zoofilia…”.

»Me atajó:

»“¿Qué es la zoofilia? ¡Precise!”.

»“Antaño…”.

»“Eso no me interesa, lo que quiero saber es su significado actual”.

»“Son las relaciones sexuales entre seres humanos y animales”.

»“¡Qué horror!, siga. Estoy seguro de que tiene que haber otras”.

»“Bueno, vamos a ver. Está el voyeurisme, el travestismo, la zoofilia…”.

»“Ese ya lo ha dicho. Se está repitiendo”.

»“Lo siento” le dije estrujándome el cerebro para encontrar otra. “Está claro que el narcisismo es sin duda una perversión, y tampoco hay que olvidar la flagelación”.

»“Y la masturbación”, soltó Butin con voz de triunfo.

»“No, no se puede incluir”, le repliqué. “Según Kinsey, más del noventa por ciento de los hombres y las mujeres consultados se masturban. Es una práctica demasiado común como para que figure en una lista”.

»“¿Quién es ese Kinsey?”.

»“Un sexólogo norteamericano muy conocido”.

»“¿Conocido por quién?”.

»“Por lo demás sexólogos, me imagino”.

»“Muy bien. Supongo que sabrá lo que dice. Descartemos entonces la masturbación. Veamos cuántas tenemos ya”. Butin contó rápidamente con los dedos de la mano. “Nueve. Sólo nueve. No es mucho, ¿no?”.

»“Pero lo suficiente para tener ocupado a todo el cuerpo médico”.

»“Eso sin duda. ¿Se le ocurren otras?”.

»Me puse a observarle con detenimiento. Tendría unos cuarenta años y se le empezaba a caer el pelo. Siempre iba de punta en blanco; era bajo, pero corpulento, con unas manitas cuidadosamente arregladas. Le faltaba naturalidad en los gestos. Tenía una voz pausada, pero no podía parar quieto y no dejaba de alisarse un bigote cuidadosamente cortado. Francamente, no tenía aspecto de feriante en absoluto.

»“Haga un esfuerzo”, dijo de forma maliciosa. “Tiene que haber otras”.

»Hice un esfuerzo.

»“Podemos distinguir entre hombres homosexuales y mujeres homosexuales, que se llaman lesbianas”, dije rápidamente. “Por otro lado, hay homosexuales que sólo se interesan por muchachos. Son los pederastas. Y luego están los heterosexuales y homosexuales gerontófilos”.

»“¿Qué quiere decir gerontófilos?”.

»“Son los que sienten placer únicamente con ancianos”.

»“¡Increíble!”. El hombre no salía de su asombro. “Esto me hace pensar en los necrófilos”, proseguí; “a los necrófilos les gusta fornicar con los cadáveres, preferentemente en el ataúd”.

»Butin me hizo señas con la mano para que me detuviera.

»“¿Sabe que a mí no me desagradan los cementerios?”, me dijo muy seriamente. “¿No seré un necrófilo de manera inconsciente?”.

»Volví a mirar con detenimiento a aquel hombrecillo cuidadosamente vestido.

»“No lo creo”, le contesté. “Teniendo en cuenta cómo viste, se ve que le gusta demasiado la vida como para caer en semejante perversión”.

»Pareció aliviado de un gran peso.

»“Para acabar”, dije, “existen todas las variantes del fetichismo. Unos están obsesionados con las botas, otros con las medias. En Estados Unidos, en este momento, existe una gran pasión por todos los objetos de plástico”.

»“Estarnos en el buen camino”, intervino Butin visiblemente satisfecho. “¿Cree que conseguirá encontrar y hablar de unas veinte perversiones sexuales?”.

»Ahora parecía esperar mi respuesta con una cierta impaciencia.

»“Creo que sí”, le dije sin comprometerme demasiado. “Pero…”.

»Volvió a interrumpirme.

»“Bien, escríbame entonces veinte novelas cortas. Cada una de ellas tratará sobre una de las perversiones. Le daré ciento cincuenta mil francos por novela. Quiero la primera dentro de dos semanas, la segunda quince días después, y así sucesivamente. Ya me encargaré yo de publicarlas. ¿De acuerdo?”.

»Asentí. Sacó la cartera y me dio setenta mil francos.

»“Esto es un adelanto. De algo tendrá que vivir durante todo este tiempo”. Me miró con detenimiento. “¿Está seguro de que no habrá una vigésima primera perversión?”.

»“Sí”, me apresuré en contestarle, “el fetichismo del culo”.

»“¿En qué consiste eso?”.

»“Es un gusto exagerado por esa parte del cuerpo. Está tan extendido como la masturbación, pero los psiquiatras siguen considerándolo todavía como una perversión sexual”.

»“Dígame”, preguntó Buttin, de nuevo inquieto, “¿usted diría que un hombre a quien le gusta tocar las nalgas de sus secretarias es un obseso?”.

»“En absoluto. Sólo es un maleducado. Pero ¿por qué me pregunta eso, Butin? ¿Acaso le gusta a usted eso?”.

»Parece que dio importancia a la pregunta, y se lo pensó mucho antes de contestarme.

»“Es difícil de decir. Sólo es un gesto mecánico del que ni siquiera me daría cuenta si las chicas no reaccionaran. Y, además, no me parece que les moleste demasiado. Al fin y al cabo, se les paga bien”.

»“En ese caso, no puedo contestarle inmediatamente. Le sugiero que se abstenga al menos durante un mes. Si realmente no consigue mantener las manos en los bolsillos, entonces tendrá la certeza de que es un obseso sexual. A no ser, está claro, que tenga una inclinación oculta por la sodomía”.

»“¿La qué?”.

»“La fornicación anal, si lo prefiere”, le expliqué.

»“Nunca lo he probado”, confesó.

»“¿Le desagrada la idea?”.

»“En absoluto”.

»“Entonces, ¿le pica la curiosidad?”.

»“No. Lo único que ocurre es que soy curioso por naturaleza, pero no siento la necesidad”. Me observó un momento y luego siguió: “Me gusta la franqueza, Dumast. Me alegra haberle conocido. Tenemos que comer juntos cuando me entregue la primera novela. Si es buena, será una ocasión para celebrar el acontecimiento. Si no, será la última comida que hagamos juntos. Nunca insisto. Adiós”.

»Butin se fue, y en aquel momento me di cuenta de que acababa de entrar en el mundo de la literatura pornográfica.

»Para Butin, esta nueva actividad no era más que una ocupación secundaria, y paralela al negocio de atracciones de feria. Precisamente por ello, había montado para los libros sólo una sencilla red de venta por correo. La demanda de mis libros fue en aumento y el negocio cobraba cada vez mayor importancia. Butin llegó incluso a no mencionar el nombre de la empresa cuando contestaba al teléfono. Se limitaba a contestar diciendo el número de teléfono al que habían llamado, ya que no podía saber si el interlocutor le pediría unos caballitos o un libro erótico.

»Durante las primeras semanas no tuve problemas a la hora de escribir. Pero, después del sexto libro, estaba ya harto de describir las inclinaciones enfermizas de los hombres. Era tal el universo poblado de personajes anormales y lamentables con los que me codeaba día tras día que, poco a poco, me estaba volviendo loco. Pensé que debía tomar una decisión. Al darme cuenta de que no podía continuar, llamé a Butin para comunicárselo.

»“¡Hombre! ¡Hola, Dumast!”, me dijo sin darme tiempo a decir ni una sola palabra. “¿Ya ha terminado la novela sobre el fetichismo de la ropa interior? ¡Es usted increíble!”.

»“¡No! Y lo que es más, no tengo intención de terminarla”.

»No reaccionó. Sólo me dijo:

»“Venga a verme esta tarde al despacho”.

»“No merece la pena”, contesté tratando de oponerme. “No pienso cambiar mi decisión”.

»“Esto es absurdo”, dijo rebatiendo todas mis objeciones. “Todos los artistas pasan días malos. Así que no se preocupe. Me ocuparé de todo”. Y colgó.

»Tres horas después me hallaba sentado en su despacho contándole mis problemas. Butin no me interrumpió ni una sola vez. Luego, cuando terminé, me dijo tranquilamente.

»“Dumast, usted está bloqueado y, hablándole con franqueza, no me sorprende en absoluto. Ya lo había previsto e incluso me he preparado. ¿Le gustaría saber cómo tuve la intuición?”. Ante mi silencio, prosiguió: “Lo sospeché ya en nuestra primera entrevista. Usted daba muestras de una gran sensibilidad. Las personas sensibles ponen siempre demasiado de sí mismas en lo que hacen. No es un defecto, sino todo lo contrario. Y a la mayoría le permite conseguir lo que se proponen, y mucho mejor que a los que se distancian. Pero también supone una seria desventaja. Efectivamente, cuando su trabajo ya no le apasiona, se desinteresa por completo y se aburre hasta el punto de resultarle insufrible, lo que puede traer desagradables consecuencias. Usted, por ejemplo, ha hecho su trabajo a la perfección. Le había encargado unos relatos en los que aparecieran continuamente las mismas intrigas carentes de originalidad, destinadas a lectores de una edad mental de catorce años. Todos los días tiene que sumergirse en un mundo lleno de personajes con anomalías sexuales y tiene que darles vida sin concederles un mínimo encanto ni calor. En estos libros, los desequilibrados no deben tener interés ni encanto algunos. No puede ser de otra manera. El lector se agarra a esta mediocridad, le da seguridad, y si usted creara unos personajes atractivos, acabaría rompiendo el hechizo en los lectores. Para hacer este trabajo hay que ser un maníaco o más frío que un témpano de hielo”.

»“Menudo consuelo”, refunfuñé.

»“Escuche, Dumast, ahora no podemos tirar todo por la borda. Para sustituirle he descubierto un mirlo blanco: una maníaca. Puede relevarle y comercializar sus ideas. Dirá las tonterías en su lugar”.

»“Pero ¿cuándo la ha encontrado?”, le pregunté estupefacto.

»“Hace dos meses, más o menos. Le hablé de mis actividades y de los temores que tenía con respecto a usted. Le pedí que le sustituyera cuando llegara el momento. Ella sabía que no tendría que esperar mucho tiempo. En resumen, aceptó al instante mi proposición. Sí, y voy a llamarla enseguida para asegurarme de que sigue estando de acuerdo. En esta vida, toda precaución es poca”, concluyó a la vez que descolgaba el teléfono.

»Estuvo hablando durante más o menos diez minutos con la sustituta y luego colgó. Me miró con simpatía.

»“Ya está hecho, todo está solucionado. Es estupendo”, me dijo frotándose las manos con cara de satisfacción. “Bien, y, ahora, ¿qué tal si hablamos de dinero?”, prosiguió. “Todavía quedan quince novelas por escribir, ¿no es cierto?”.

»“Catorce”, rectifiqué.

»“No, quince. ¿Acaso ha olvidado el fetichismo del ano?”, exclamó. “Le daré treinta mil francos por cada una de sus ideas. ¿De acuerdo?”.

»Estaba tan aturdido que me quedé boquiabierto; no podía pronunciar una sola palabra. Al final logré articular:

»“Es un detalle por su parte, Monsieur Butin”.

»“Soy generoso por naturaleza, Dumast”, dijo con una sonrisita. “También tengo que decirle que no soy partidario de la emancipación de las mujeres, y que he bajado un poco el salario de Monique, la sustituía. Pero eso es algo que a usted no le importa. ¿Quiere que le busque un trabajo?”.

»“¿Por qué no?”, le contesté.

»“Entonces, tómese unas vacaciones. Váyase con su mujer adonde quiera y descanse. Si al volver quiere seguir trabajando para mí, pégueme un telefonazo. Tengo en proyecto una colección de folletos y libros sobre educación sexual. En principio había pensado buscar a un médico, pero luego pensé confiárselo a usted. Al final de cada folleto incluiré un cuestionario relacionado con el contenido. Tendrán que devolverme las respuestas, y si son satisfactorias, el cliente recibirá de forma gratuita el segundo folleto. ¿No es una buena idea? Va a dar mucho que hablar. Cuento con la pasión que la gente tiene por los concursos, y ello, añadido al atractivo que ejerce la sexualidad…, lo convierte en un éxito seguro, ¿no le parece?”. Inagotable, siguió con su discurso: “Tengo la intención de animar a los lectores a que nos escriban. Para que el proyecto tenga éxito, todas las cartas tendrán que leerse con detenimiento y recibir una respuesta adecuada. Como ambos somos unas personas sensibles, creo que será una ocasión única para hacer una labor útil. Evidentemente, le pagaré menos que antes, ya que es un trabajo mucho más sencillo, pero…”.

»“Pero, a la larga, las cartas me plantearán los mismos problemas que las novelas”, le dije socarronamente.

»Se quedó un momento pensativo.

»“Sí, puede que tenga razón. Podría ocurrir. Usted se ocupará de los folletos y yo de la correspondencia, ¿qué le parece? ¿Está de acuerdo con cien mil francos al mes?”.

»Seguí los consejos de Butin y mi mujer y yo nos fuimos de vacaciones. Tres meses después, le llamé.

»“¡Ha tardado lo suyo!”, gritó. “Acérquese esta noche a mi nueva casa. Hay novedades”.

»Nada más llegar a su casa, me di cuenta de que efectivamente había ocurrido algo importante durante mi ausencia. Butin vivía ahora en una lujosa villa que había mandado construir sobre una colina artificial que dominaba todos los alrededores y eclipsaba las elegantes mansiones de sus vecinos.

»“¿No se lo puede creer, eh, Dumast?”, me dijo a la vez que me hacía el típico recorrido de cortesía por la casa. “Muy sencillo. El dinero atrae dinero. He heredado ciento cincuenta millones de francos”. Así que era eso. Había utilizado parte de su herencia en construir una casa y luego se había buscado una nueva mujer. “Estaba sinceramente enamorado de mi primera mujer”, me confesó. “Por desgracia, desentonaba en este nuevo ambiente. No era nada sofisticada. De hecho, llamó tremendamente la atención cuando subió por primera vez en el nuevo Alfa-Romeo. Se me encogió el corazón al verla tan fea en un coche con tanta clase. Tuve que enfrentarme con la realidad; no podíamos continuar así. El mayor favor que podía hacerme era marcharse. Pero no quería divorciarse. Por suerte, yo tenía guardadas unas fotos en las que aparecía completamente desnuda. Entonces le hice comprender que, si no se mostraba más razonable, me vería en la triste obligación de utilizar aquellas fotos en las invitaciones que enviaba a los clientes. No fue necesario insistir más: se fue”.

»A continuación Butin me enseñó un montón de fotos de desnudos que había comprado recientemente. Tenía la intención de utilizarlas como tarjetas de visita profesionales. Me explicó que las había conseguido poniendo un anuncio en una revista de fotografía. Se le había ocurrido organizar un concurso permanente de desnudos de ambos sexos, dotado con un premio de treinta mil francos, otorgado dos veces al año.

»“Está claro”, añadió, “que no dispongo de los medios suficientes para convertirme en un filántropo. De hecho, enseguida me di cuenta de que este concurso significaba para los candidatos una especie de remedio contra su desequilibrio, y que cualquier psiquiatra les resultaría mucho más caro. La mayoría de las fotos no tenían ningún interés. Además, siempre he otorgado el premio a uno de mis empleados y así me han devuelto la mitad”. Butin debió de darse cuenta de mi enfado, ya que prosiguió sin pausa: “No sea idiota, Dumast. Todas esas personas son exhibicionistas. Piense por un momento en el servicio que les hago dándoles la ocasión de abandonarse a su inclinación, con toda impunidad. Y como figuran, a partir del momento en que nos envían su foto, en los ficheros que hemos hecho, recibirán automáticamente el folleto. Así, se darán cuenta de que no están aislados. Descubrirán que existen miles de personas como ellos que pueden expresarse libremente en una revista hecha seriamente. Gracias a mí y a mis folletos, estos proscritos se convertirán en ciudadanos responsables y perfectamente integrados en nuestra sociedad”.

»El discurso pretencioso de Butin no había hecho sino aumentar mi enfado. Pero este desapareció en cuanto me puse a mirar más detenidamente aquellas famosas fotos: eran horribles. Se veían mujeres de mediana edad, con el pecho fláccido y caído, los muslos ajados, lavando los platos. También mujeres maduras demacradas que posaban desnudas en su saloncito, y en el fondo, borrosa, una reproducción de la Cena de Leonardo da Vinci.

»Sin embargo, la fortuna no había resuelto todos los problemas de Butin. Me dijo que su nueva esposa le había prohibido las fotos de desnudos, tanto de ella como de modelos. Aquella seductora mujer, una anciana acróbata de circo, había prohibido a su marido incluso que hiciera esas fotos en un estudio.

»“Es un grave problema” suspiró. “Ni siquiera puedo hacer un álbum con las que recibo para el concurso. Mire, cuanto más lo pienso más me convenzo de que moralmente tengo derecho a utilizar las fotos de mi primera mujer desnuda”.

»“Yo creía que se las había devuelto a su mujer a cambio de su libertad”, exclamé.

»“Sí, eso hice. Pero puedo arreglarlo: hace unos años vendí un lote de esas fotografías a un negociante sudamericano que quería una modelo rubia. No creo que me pida mucho dinero si le propongo que me las venda de nuevo”.

»En aquel momento, Butin se acordó de que hablaba bien el español y nos pasamos toda la noche redactando una carta a aquel negociante argentino. El fin de semana siguiente, volví a ver a Butin para hablar sobre la colección de folletos. Aquella fue la primera vez que vi a Helen. Era, al menos, diez años más joven que él, y parecía terriblemente sexy. Pero también tengo que decir que era la persona más cabezota que he conocido en mi vida. A Butin le tenía fascinado el físico de su mujer, pero creo que era completamente insensible a sus encantos. De hecho, tampoco ella parecía ser muy consciente de ello y decía continuamente que la “cosa” le horrorizaba. Deduje, al igual que todos los empleados varones de Butin, que Helen era un claro ejemplo de persona narcisista que sólo tenía una vida sexual en su imaginación. Todos estábamos de acuerdo en que, si alguna vez llegaba a tener un orgasmo, sería un orgasmo clitórico. Tenía una mesa en el despacho de Butin, pero sólo la ocupaba para controlar descaradamente a su marido. Sólo salía a veces de su reserva cuando alguien traía un manuscrito o un artículo. Se ruboriza antes de echarle una hojeada, y luego cogía un lápiz dispuesta a corregir el texto. Que nosotros sepamos, nunca llegó a tocar una palabra. Sin embargo, se pasaba horas enteras balanceándose en la silla, buscando un párrafo particularmente picante. Todo en ella, desde el rostro maquillado hasta el cuerpo sobresaltado, indicaba claramente que le interesaban mucho aquellos textos.

»Monique, mi sustituía, pensaba que Helen tenía un orgasmo incluso antes de que su marido tuviera tiempo de firmar el cheque que hacía efectiva la compra del manuscrito. Sin embargo, Butin nunca se dio cuenta de nada, ya que estaba completamente fascinado por la suprema sofistificación de su mujer. La vida sexual de Butin tampoco carecía de problemas. Se había encaprichado de Monique, que seguía produciendo best-sellers con regularidad. Iba todos los meses al despacho para entregar las doscientas cuarenta páginas mecanografiadas de una novela que desarrollaba una de “mis” ideas. Me tenía impresionado que, en cada nueva entrega, pudiera renovarse y mantener en suspense al lector entre un libro y el siguiente. Ante aquella imaginación extraordinariamente fértil, habíamos llegado a pensar que Monique no creaba perversiones sexuales, sino que describía sus propias experiencias. Y Butin ya sólo pensaba en ella. Le había subido el sueldo y su único sueño era poder acostarse con ella un día. Es más, estaba seguro de que hubiera conseguido su propósito de no haber aparecido Marina, la amiga de Monique. Marina era una chica de diecinueve años, muy seductora, que realizaba las cubiertas de los libros editados por Butin e ilustraba las obras de Monique. Butin estaba convencido de que era un poco sádica, pues todos sus dibujos estaban llenos de látigos, cadenas y sangre. Nunca se le ocurrió pensar que lo único que hacía era seguir sus instrucciones.

»“Sólo existe un inconveniente para acostarme con Monique, y es que ahora tengo ganas de acostarme con ella y con Marina a la vez”, me confesó un día. “Para conseguirlo, tengo que actuar con precaución y ser a la vez decidido. No sé si Marina aceptará, pero algún día lo lograré”.

»Tal era la obsesión de Butin, y hablaba sin cesar de ello. Los empleados no tardaron mucho en darse cuenta. Un día en que fui a verle al despacho para entregarle el texto del último folleto, me dijo convencido que su proyecto empezaba a tomar forma y que dentro de poco podría pasar a la acción.

»“Monique sabe ya perfectamente lo que me pasa por la cabeza. Estoy seguro de ello, Dumast. ¿Ha leído su último libro? Es la historia de un hombre que se acuesta a la vez con dos chicas”.

»“Fantástico”, le dije. “Sin duda, será un éxito”.

»“¡Imbécil! Eso es lo que menos me importa”, me gritó Butin. “Lo que me interesa es que el protagonista del libro es un editor, y una de las chicas, una artista. ¿Capta la alusión?”.

»“Sí”, le aseguré, “y ahora quiere usted al hierro candente batir de repente”.

»“No se preocupe usted de eso. Tengo una cita con ellas esta noche. ¡En casa de Monique!”. Echó una ojeada furtiva hacia su mujer, que corregía mi folleto. “¡Qué pena que mi mujer no pueda venir para sacar una fotos!”, murmuró. “Pero no se puede tener todo en la vida”.

»Le deseé buena suerte y me fui. Por desgracia, la suerte no estuvo de su lado. Cuando le vi, unas semanas después, estaba aún rabioso.

»“¡Dios mío! ¡Esta Monique! La había convertido en mi mejor autor. Estaba convencido de que lo sabía todo sobre la sexualidad. Sinceramente, le quería mucho. Y Marina… He criado a dos víboras bajo mi propio techo. ¡Qué decepción! ¡Es horrible! ¡Qué imbécil he sido! Y, sin embargo, hablaba de ello en su libro… De un editor que hace el amor a la vez con dos chicas…”.

»“Pero ¿qué pasó?”, le pregunté intrigado a Butin, que había dejado de gritar para recobrar aliento. “¿Le echaron de la casa?”.

»Lentamente, lo negó con un gesto de la cabeza.

»“Lo hubiera preferido. Hubiese sido mejor cualquier otra cosa. Hubiera sido una decepción menor. Son lesbianas, Dumast, las dos. ¡Lesbianas!”.

»“¿De veras?”.

»“Sí. Viven juntas en el apartamento de Monique, como marido y mujer. Son la vergüenza de la editorial”. Y me contó toda la historia. “Monique y Marina creían que íbamos a hablar de negocios. Así que habían hecho lo posible para crear un ambiente favorable a la conversación”.

»Para Butin, claro está, todos aquellos detalles eran una prueba más de las buenas intenciones de ellas. Agradecido, había llevado una botella de Drambuie, comprada especialmente para la ocasión, sabiendo que era la bebida favorita de Monique. Al poco rato estaban los tres completamente borrachos.

»Monique y Marina empezaron a acariciarse y a darse abrazos, y acabaron haciendo el amor en las narices de Butin, paralizado sobre una silla, a pocos pasos de ellas.

»“Creo que, de haberlo querido, podría haberme unido a ellas”, suspiró. “Pero tampoco sabía lo que esperaban de mí, así que me contenté con quedarme allí tal como estaba, enganchado a mi silla. Cuando reaccioné, quise participar de sus retozos, pero era como si yo no existiera. No tardé mucho en darme cuenta de que estaba de más”.

»“Y, entonces, ¿qué hizo?”, le pregunté, impaciente por saber la continuación.

»“Exigí una explicación y así me enteré de la verdad. Se adoraban; vivían juntas desde hacía tres años y ninguna de las dos había estado nunca con un hombre. ¿Se da cuenta? Todos los libros que han escrito e ilustrado no tienen ningún valor. ¡Fruslerías! ¡Aire! Ni una sola palabra de verdad. Me repugnó tanto aquella traición que me limité a coger la puerta y dejarlas con sus sórdidos jueguecitos”.

»Tuve que reconocer que la historia era algo increíble. En cualquier caso, la obsesión de Butin no desapareció, sino que tomó una nueva orientación. Le vi unos meses después. Estaba completamente hundido y quedé muy sorprendido de ver que aquella historia le afectara tanto.

»“Estoy pasando un mal momento, Dumast”, me confesó.

»“No me lo puedo creer”, le dije, “y menos de usted”.

»“Sin embargo, es verdad. Pero usted me ayudará a salir”. No le contesté, a la espera de una explicación. “Desde entonces estoy obsesionado con los amores de las lesbianas”, confesó. “Ya ni siquiera puedo trabajar”.

»“Pero ¡si siempre está trabajando!”, exclamé.

»“Dumast, voy a serle franco. Desde luego, sigo haciendo el trabajo rutinario de la oficina, aunque me reviente. Pero, en cuanto tengo que pensar en algo, ya está, se acabó. No puedo concentrarme en nada. En lo único en que puedo pensar es en lesbianas. Es como si estuviera hipnotizado”.

»“Pero ¿por qué?”.

»“Soy profundamente creyente. Soy teósofo desde hace mucho tiempo. Toda mi actitud hacia la humanidad, pongamos como ejemplo, nuestros libros, los folletos y el concurso de fotografía, se basa en la teosofía cuyas enseñanzas me dan fuerza para continuar por este camino. De hecho, esta doctrina influye en mí más de lo que pensaba. La teoría de la fraternidad universal y del amor a todos los seres humanos se ha convertido para mí en una segunda naturaleza. Incluso ha llegado a formar parte de mi vida sexual. No creo en la fornicación en tanto que acto de procreación o de lujuria. Para mí, sólo tiene valor si conlleva la comunión de almas y llena el vacío que separa a los seres, pues precisamente ese vacío es el obstáculo para conseguir la fraternidad universal”. Se levantó de la silla del despacho y añadió: “¿Y quiere saber a dónde me ha llevado todo esto, Dumast? Se lo diré. Lo único que deseo ahora es ver cómo dos enfermeras lesbianas de uniforme hacen el amor y también quiero, disfrazado de enfermero, compartir su placer. Y aun más, sueño con que sean hermanas de verdad, a poder ser mis propias hermanas. Por suerte, no tengo ninguna. Se lo ruego, Dumast, haga lo que sea antes de que me vuelva completamente loco”.

»Lo único que me provocó aquella confesión fue una risa floja.

»“No le veo la gracia”, dijo con resentimiento.

»“Lo siento. No puedo hacer otra cosa. Se empieza a parecer a los personajes de sus libros. Cada cual recoge lo que siembra… Supongo que la única manera de remediarlo sería publicando una novela que le librara de su obsesión y le devolviera el equilibrio. ¿Por qué no se la encarga a Monique?”.

»Un tanto cansado y agobiado, Butin me contestó:

»“No se burle de mí, Dumast. Ya sé que busca la ocasión de vengarse, y eso no puedo reprochárselo. Pero el asunto es que la empresa tiene que seguir funcionando y es imprescindible que encuentre un medio para poder volver a trabajar. Dispondrá de todo el dinero y el tiempo que necesite para conseguirlo. Se lo ruego, Dumast, no deje que se hunda este buen samaritano”.

»No hay duda de que sentía lo que decía. Había en sus palabras una curiosa mezcla de engaño y de generosidad, de fanatismo y de candor. En realidad, él tenía que dar rienda suelta a su imaginación, ya que esta era la expresión del orgasmo universal. Estaba claro que me sería imposible dar con dos hermanas lesbianas dispuestas, además, a hacer el amor delante de Butin. Me di cuenta de que tendría que organizar todo un montaje y ejecutarlo hasta el más mínimo detalle. Un fallo y sería mi ruina. Hablé largo y tendido con mi mujer sobre el asunto y me sugirió que se lo comentara a Gertrude. Según ella, era la única que podría satisfacer a Butin.

»Gertrude era una prostituta profesional. La trataba desde hacía mucho tiempo. La conocí en un bar un día en que intentaba en vano hacer callar a su marido que, completamente borracho, se empeñaba en contar sus aventuras de cuando era de las SS y luchaba en el frente ruso.

»“Por suerte”, exclamaba él con una voz aguda “siempre llevaba encima el fusil. Pegué un tiro a aquel imbécil y… adivine lo que pasó”.

»“Sonó el despertador y se encontró en la cama al lado de su dulce esposa”, bromeó alguien en el local.

»Esto no hizo ni pizca de gracia al marido de Gertrude, que se puso a imitar el ruido de una ametralladora y los alaridos de los rusos que caían. Acabó cansando a todo el mundo.

»“No le hagan ni caso. Nunca estuvo allí”.

»“¿Estuvo de verdad en las SS?”, le pregunté a Gertrude.

»“Pues claro que sí. Trabajaba de mecanógrafo en la oficina de reclutamiento que había justo al lado de donde vivíamos. Todas las mañanas yo le preparaba el bocadillo y volvía a las seis de la tarde. ¡Lástima que se acabara la guerra! Fue el único puesto de trabajo del que no le echaron”.

»“¿Qué hace ahora?”, le pregunté.

»“¡Ah!”, dijo Gertrude con tono de desprecio. “Es un artista fracasado, pero lleva una brillante carrera de alcohólico. Se dedica a pintar, aunque a nadie le gustan sus cuadros; creo que ni a él. Se pasa el día acuchillando y descuartizando los cuadros. Si le gustaran, no haría eso, ¿no?”.

»“Desde luego”, asentí.

»Mi respuesta animó a Gertrude a seguir contándome sus problemas conyugales. Era otra de esas increíbles historias de pareja.

»“Refunfuña sin cesar”, se lamentó. “Una vez, salimos de este mismo bar a punto ya de que cerraran; eran más o menos las dos de la mañana. En el camino de vuelta, no paró de buscar bronca: decía que yo le hacía desgraciado. ¿Por qué no le dejaba en paz? ¿Por qué no quería devolverle la libertad? Bruscamente, me puse furiosa, me explotaron los nervios. Cuando llegamos al canal, cerca del teatro municipal, le dije que quería acabar de una vez. Ya no podía soportarlo más.

»“‘Muy bien, adelante. Si quieres mátate, no te lo voy a impedir’, fue lo único que se le ocurrió decir a aquel imbécil. ‘¡Adelante! ¡A qué esperas! ¡Lánzate, si no te da demasiado miedo!’ ¡Ah! ¿Miedo yo? Ahora vería. En aquel momento le odiaba tanto que hubiera hecho cualquier cosa por deshacerme de él. Así que saqué fuerzas de flaqueza, corrí y salté justo al centro del canal. ¿Sabe lo que pasó?”.

»Hice un gesto de negación con la cabeza, esperando con impaciencia la continuación.

»“En aquel lugar se hacía pie. Aquello era increíble. Estaba en medio de la oscuridad, muerta de frío y rodeada de malos olores, con el agua hasta las rodillas. De repente me di cuenta de que no tenía ningunas ganas de morir. Pero no me podía mover. Probablemente había caído en el único punto poco profundo de aquel maldito canal. Había tenido suerte”.

»“¿Y, a todo esto, qué hacía su marido?”, le pregunté.

»“¿Él? Se echó a reír y me dijo que volviera a casa sin más tardar. Luego se fue, dejándome enmollecer durante un cuarto de hora en medio de aquel agua negra y helada, hasta que una persona que pasaba por allí me ayudó a salir”.

»“¡Qué aventura más horrible!”, le dije compasivo.

»“Ya lo puede decir. Pero no se preocupe, conseguí vengarme. Y no tardé ni dos días. En aquella época vivíamos en una buhardilla, en lo alto de un edificio en el que únicamente había dos despachos. Sólo se podía subir allí por una escalera recta y estrecha. Había una manguera de incendios completamente enrollada, colocada a lo largo de la pared. Aquella noche, volvió borracho como una cuba y buscando descaradamente jaleo. Me dio un ataque de rabia. Y ¿sabe lo que hice? Desenrollé el tubo, lo acoplé al grifo del lavabo y lo abrí a tope apuntando el chorro hacia la jeta de aquel imbécil, que bajó rodando por las escaleras. Se rompió una pierna. Creo que le sirvió de escarmiento. Al salir del hospital se mantuvo a raya durante dos semanas. Llegué incluso a pensar que quería reformarse. Decía que me amaba y que quería hacerme olvidar todos los malos ratos que me había hecho pasar. Hasta se levantaba en medio de la noche para ir a matar patos con un tirachinas al canal. Comimos pato durante días. Se puso a pintar en serio. Pero la buhardilla era más bien oscura y sólo podía pintar de día. Así que abrió un tragaluz en la pared. Por mucho que le dijera que seguramente aquello no le gustaría demasiado al propietario, era como si hablara con la pared. Al principio, colgaba un cuadrito para tapar el agujero. Pero el boquete se hacía cada vez más grande. Al poco tiempo ya no había un cuadro lo bastante grande para taparlo. Entonces empezó a pintar un fresco gigantesco y, justo cuando lo estaba acabando, se derrumbó toda la pared. Las personas que pasaban por la acera resultaron heridas y a la mañana siguiente nos pusieron de patitas en la calle. Y así es como acabó nuestra maravillosa reconciliación”.

»Al poco tiempo de hablar conmigo, Gertrude y su marido se divorciaron. Yo seguí viéndola de vez en cuando. Como no estaba preparada para ningún trabajo, sólo podía vivir de sus encantos. Gertrude se echó a la calle. Para ella era el trabajo ideal. A su manera, Gertrude era una maníaca sexual; se esmeraba a la hora de satisfacer a sus clientes y, en cuanto podía, empezaba a contarle a uno hasta los más mínimos detalles.

»“Me encantan estas maravillosas noches de verano”, decía extasiada. “Soy una amante de la naturaleza, Dumast. A mi pesar, durante el verano, no me puedo quedar esperando en la ventana, bajo esa lámpara roja, cuando las noches son tan calurosas y la luna está tan alta en el firmamento. Sueño con grandes espacios, odio la ciudad y esa habitación asfixiante. Necesito moverme y salir a respirar”.

»“Y, entonces, ¿qué hace?”, le pregunté.

»“¡Está claro! Me voy a retozar al parque. No se puede imaginar la cantidad de hombres solos que, durante las noches de verano, recorren las avenidas con la esperanza de encontrarme. Todo lo que hace falta en un parque, en una pesada noche de verano, son dos o tres chicas como yo, y todo arreglado. ¿Conoce la estatua que hay justo en medio del parque?”.

»Le dije que sí.

»“Pues precisamente ese es mi lugar de trabajo”, dijo con evidente satisfacción. “Voy a buscar a los clientes a las avenidas, les llevo a la estatua y allí les hago pasar momentos inolvidables. ¿Sabe lo que me ocurrió hace unos días? Me fijé en un señor mayor que estaba sentado tranquilamente en un banco, abandonado a sus pensamientos. Sabía que me estaba esperando. Créame, tengo un olfato infalible para este tipo de cosas. Así que me fui directo hacia él. Estuvimos hablando un rato. Me preguntó cómo me llamaba. Le dije que me llamaba Gertrude y, poco después, nos acercamos a la estatua. Hice un trabajo tan bueno que casi pierde la razón. ¿Sabe lo que hizo? Justo cuando iba a tener el orgasmo se puso a cantar a voz en grito: ‘¡G-e-r-t-r-u-d-e! ¡Oh, G-e-r-t-r-u-d-e!’”.

»“Toda la gente que estaba en el parque debió de enterarse de lo que ocurría. Allí todo el mundo conocía a la vieja Gertrude, tan servicial. Era maravilloso”.

»Durante un momento, se quedó callada, pensativa, y luego añadió: “Parecía un reclamo publicitario, exclusivamente para mí, ¿se da cuenta?”.

»Así que, cuando mi mujer nombró a Gertrude para tratar de resolver los problemas de Butin, tuve la certeza de que había sido un gran acierto. De modo que fui rápidamente a buscarla. Cuando llegué al lugar en que ella trabajaba, vi que las cortinas de la ventana estaban cerradas. Estaba ocupada. Unos minutos después, salieron dos hombres y Gertrude abrió las cortinas.

»“¡Dumast!”, exclamó. “¡Qué sorpresa! Ahora mismo estoy ocupada, pero si quiere puede esperarme en la habitación que está al entrar, a mano derecha; le recibiré más o menos dentro de un cuarto de hora”.

»Seguí sus indicaciones y entré en una enorme habitación donde unas doce prostitutas estaban viendo un programa de televisión infantil. Aparentemente, o no estaban de servicio, o esperaban sustituir a alguna chica que acabara la jornada. Cogí una silla y me puse también a ver la televisión. Entonces, una de ellas se levantó y se acercó a un armario. Abrió la puerta y al instante, un enorme mono le saltó a la cabeza, que lucía un peinado muy sofisticado. En el acto, todas se pusieron a gritar y a correr por la habitación. La televisión cayó al suelo. Era el pánico general. El mono, que en todo momento se negó a soltar la peluca rubia de la chica, se escapó rápidamente con la presa. Entonces vimos aparecer a una vaporosa pelirroja que trataba en vano de recuperar su pertenencia. El mono seguía con la peluca en su poder y fue a colocarse de un salto en lo alto del armario. Desde allí, se lanzó para coger al vuelo un columpio sobre el que se balanceó, destrozando los vestidos de las chicas al pasar y mordiéndoles los hombros. Los chillidos continuaban, el mono les imitaba y la televisión emitía un pitido agudo. Los vasos, jarrones, ceniceros y demás adornos se tambaleaban y se venían al suelo con estrépito. Gertrude apareció en medio de aquel follón.

»“Una nueva gracia de Georges” me dijo después, sentados en un café. “El mono es suyo. Desde luego, este Georges es un bromista nato”.

»Georges era, al parecer, el chulo y el amante de muchas de aquellas chicas y, efectivamente, un bromista. Gertrude me explicó que una vez llevó al cine unas enormes mariposas nocturnas que soltó en mitad de la película. Las mariposas fueron directas al haz de luz que procedía de la cabina. Proyectaban sobre la pantalla unas sombras gigantescas e impedían al público ver la película. Cuando encendían las luces de la sala, desaparecían como por arte de magia; en cuanto volvían a poner la película, aparecían de nuevo y las inmensas alas tapaban por completo la pantalla.

»“El director tuvo que ir a la farmacia a comprar un insecticida que vaporizó por toda la sala”, prosiguió Gertrude. “El producto finalmente hizo su efecto, pero todos los espectadores tosían y estornudaban y dos mujeres se desmayaron. Al final, se suspendió la sesión. Georges habló de ello durante semanas. Creo que hace estas cosas para darse importancia o algo por el estilo”.

»Pedirnos otro café y, cuando me disponía a exponerle el problema de Butin, miró la hora y me dijo:

»“Lo siento, Dumast. Tengo que volver allí dentro de media hora. Me vienen los clientes del martes por la tarde, padre e hijo. No les gustan las otras chicas; sólo les gusto yo”.

»“¿Se puede saber qué hace con el padre y el hijo?”, le pregunté.

»“Creo que se trata de una especie de terapia. En realidad es una triste historia. El chico sólo tiene diecisiete años y…”.

»“¿Diecisiete años?”, le interrumpí incrédulo.

»“Sí, diecisiete años y es homosexual. Su padre trata de curarle trayéndomelo todos los martes”.

»“¿El chico se acuesta con vosotros?”.

»“Por supuesto, pero no le gusta en absoluto. Antes de que empecemos, el padre se sienta al lado de la cama y dirige a su hijo unas palabras de ánimo. Si no surte efecto, entonces amenaza al chico con cortarle los suministros, y eso siempre funciona”.

»“Y a continuación le toca al padre, supongo”, le dije.

»Gertrude se quedó un tanto sorprendida.

»“En absoluto. Le gusta que lo hagamos los tres juntos. Quiere que su chico sea perfectamente heterosexual. Como le decía, se trata de una terapia”.

»“Muy bien, doctor Gertrude”, proseguí. “Entonces, quizá pueda hacer algo por mí”.

»Le expliqué lo que quería Butin y le pregunté si no conocía por casualidad a unas enfermeras lesbianas. Su respuesta negativa no me sorprendió en absoluto.

»“Pero eso no es problema. Una de las chicas y yo podríamos hacer perfectamente el trabajo. No hace ni una semana, tuvimos un cliente que quería que le diera latigazos una menor mientras que yo me ocupaba de él. Evidentemente, no tenemos menores en la casa. Ya se imaginará que ello nos podría crear grandes problemas con la policía. Así que una de las chicas, que tiene treinta y dos años, se puso un vestido de adolescente y se hizo unas trenzas. Tenía realmente aspecto de cría y nuestro hombre se fue tan contento. No, no hay ningún problema. Podemos disfrazarnos y hacer el amor, si eso es lo que le gusta a su amigo. Llámeme el martes que viene. Le diré cuándo, dónde y cuánto, ¿de acuerdo?”. Luego, echándome una mirada sospechosa, me preguntó:

»“¿Sigue como siempre sin un cuarto?”.

»Saqué el dinero que me había dado Butin y se lo di, explicándole de dónde provenía.

»“O está muy desesperado, o es muy generoso”, comentó mirando el fajo de billetes, que se metió en el bolso.

»“Las dos cosas”, le contesté.

»“Muy bien. Entonces, recibirá un trato especial”.

»Dichas estas palabras, Gertrude me dejó para ir a la sesión de terapia semanal.

»Poco después llamé a Butin. Antes de que me diera tiempo a contarle las novedades me dijo:

»“Agárrese, Dumast. Ya sé de dónde viene mi obsesión”.

»En su excitación, gritaba tanto que tuve que apartar el auricular de mi oído para poder seguirle.

»“Creo que ya le he hablado de los teósofos, ¿se acuerda?”.

»“En efecto”.

»“Bueno, pues, decidí ir a verles para pedirles consejo. Tienen el cuartel general en la costa y ya sabe usted lo que pasa cuando se hacen trayectos largos, que uno acaba atontado con el ruido del motor. Y en ese estado de somnolencia atravesé una región de dunas y una serie de episodios olvidados se despertaron en mi memoria. Me apercibí de que el paisaje se parecía extrañamente a aquel en que, cuando era niño, pasé las vacaciones de verano en casa de mis tíos. Ellos también vivían cerca la costa. A medida que iba recordando esa época, me vi tumbado en la arena, masturbándome y contemplando las nubes, que me parecían unas nalgas bien torneadas (me imagino que la costumbre de dar palmadas en el culo a las secretarias viene de ahí), y rápidamente entendí de dónde provenía mi obsesión por las lesbianas. De repente todo se aclaró.

»”Me acuerdo del día en que, dando un paseo, me crucé por casualidad con dos enfermeras que debían de trabajar en el hospital psiquiátrico vecino. Estaban enfrascadas en sus retozos y ni siquiera me vieron. Así que me escondí detrás de unos matorrales para observar la escena. Estaba tan excitado por lo lascivo de sus abrazos que no me di cuenta de que me estaba masturbando hasta que no alcancé un orgasmo. Debí de manifestar de forma muy escandalosa ni entusiasmo, o debí de gritar de placer, pues levantaron la cabeza y se dieron cuenta de mi presencia.

»”En resumen, digamos que aquel día descubrí los misterios de la vida sexual. ¡Qué coincidencia más extraordinaria! Descubrí el acto sexual sólo a unos cinco kilómetros del lugar en que más tarde descubriría el misterio de mi vida. En cualquier caso, aquello debió de marcarme terriblemente; de otra manera no hubiera interiorizado aquel recuerdo en lo más profundo del inconsciente. ¿Qué opina usted de todo esto?”.

»“Es posible. Está ya libre de la obsesión que ha destrozado su vida durante estos seis últimos meses”.

»“De eso nada, sino todo lo contrario. Ya ni siquiera soy capaz de hacer el trabajo más sencillo de oficina. Necesito a las enfermeras”.

»“¿Sigue siendo necesario que sean hermanas?”, le pregunté.

»“Creo que sí”, dijo Butin con entusiasmo. “Me han dicho que tengo que considerar a todas las mujeres teósofas como mis propias hermanas, y sigo creyendo que cualquier mujer debería ser vista bajo este ángulo. Pero, bueno, ¿ha encontrado enfermeras?”.

»“Sí”, le respondí.

»“¿Qué?”.

»“Me ha oído bien. Tengo que llamarles el martes que viene. Están muy ocupadas esta semana y he pensado que estaría bien…”.

»“Por favor, Dumast. Dígame, ¿cree que estarán dispuestas a hacer el amor en las dunas?”.

»“¿En esta época del año? ¡Está loco!”.

»“Pero si acaba de empezar el otoño…”, suplicó.

»“Bueno, puedo preguntárselo. Pero no me diga que va a tener que ser en el mismo lugar”.

»“¿Por qué no?”, preguntó con ansiedad.

»“Por la sencilla razón de que hace veinticinco años que se han arreglado y cultivado esas dunas, y las pocas que quedan son el lugar preferido para pasear de los internos del hospital psiquiátrico… No podrían hacer gran cosa si les pillaran a los tres en flagrante delito”.

»“Su comentario es superfluo y está completamente fuera de lugar”, dijo secamente Butin.

»“No he caído en eso, pero hay que reconocer que está usted delirando ¿Acaso no se da cuenta de lo que me pide?”.

»“No pido nada extraordinario. Usted es artista y confiaba en que comprendiera mi preocupación por la perfección. Ahora dígame, ¿son hermanas?”.

»“Sí”, le mentí.

»“Maravilloso, Dumast, es usted genial. De hecho, eso es lo que le decía a mi mujer hace unos días. De todos modos, sea bueno, trate de arreglarlo para que sea en las dunas. Y lo más pronto posible. Me muero de impaciencia”.

»“Haré lo que pueda; le tendré al corriente. Adiós”.

»Cuando me puse de nuevo en contacto con Gertrude, su amiga y ella ya habían alquilado los uniformes de enfermera pero, tal como era de esperar, se negaron rotundamente a lo de las dunas.

»“El fin y al cabo”, protestó Gertrude, “somos unas profesionales y tenemos que cuidar nuestra salud. ¿Qué pasaría si nos cogemos un catarro? Nadie quiere acostarse con una chica que tiene la nariz roja y no deja de estornudar. Lo siento, Dumast, pero las sesiones al aire libre ya no se pueden hacer en esta época del año”.

»Cuando le conté a Butin que estaba solucionado todo salvo la historia de las dunas, se quedó muy decepcionado. Comprendí que tenía que actuar con tacto y darle una excusa válida.

»“Mire, esas chicas tienen un gran sentido de la profesionalidad y no pueden, dada la falta de personal sanitario, arriesgarse a coger un catarro que les impida trabajar”.

»Butin se consoló en el acto.

»“Ahora ya sé que son enfermeras de verdad. Ninguna otra mujer hubiera pensado en ello. Seguro que son delicadas y desenvueltas, Dumast”.

»“¿Acaso dudaba de mi palabra?”, le pregunté.

»“No tanto como eso”, me aseguró, “pero las personas hacen cosas tan extrañas para agradar a sus amigos… En cualquier caso, la razón que han dado hace que confíe definitivamente en usted. Estoy seguro de que por fin conoceré la verdadera felicidad”.

»Satisfecho, le informé de los detalles de la cita y luego colgué.

»Esperé un tiempo y luego, al cabo de dos semanas, deseoso de saber cómo había ido, llamé a Butin al despacho. Enseguida vi que no había obtenido el placer que buscaba.

»“No eran enfermeras de verdad y usted lo sabía”, dijo furioso. “Tengo que reconocer que hicieron muy bien el papel y que, al principio, su comedia me gustó mucho. Después de cenar, se desvistieron y empezaron a acariciarse y abrazarse. Luego hicieron el amor, y entonces me sentí el hombre más feliz del mundo. Casi me desmayo al ver sus ropas extendidas por el suelo. Acabé uniéndome a sus retozos. Tumbado de espaldas, en una posición que no voy a describirle, vi de repente en la pared un paisaje de dunas. Casi me muero de placer”.

»“La idea del decorado era mía”, le adelanté prudentemente.

»“Como podrá imaginar, ya lo pensé en aquel momento. En cualquier caso, después de aquel momento de éxtasis, me di cuenta de que las quería tanto que teníamos que volver a vernos sin falta. Empecé a hablarles. Está claro que una de las reglas de oro de la vida, si se quiere impresionar a alguien favorablemente, es dejarle expresar sus ideas sobre los temas que le interesan, hacerle preguntas sobre su trabajo y sus aficiones”.

»Imaginándome la continuación, le adelanté tímidamente:

»“Supongo que les empezó a hacer preguntas sobre su profesión”.

»“Exactamente” dijo Butin con resentimiento. “Y da la casualidad de que sé algo sobre la tensión arterial, narcóticos y su relación con el reumatismo de las articulaciones”.

»“¿Cómo reaccionaron?”, le pregunté.

»“Al principio mantuvieron una postura de prudente reserva. Y luego empezaron a reírse como dos idiotas. ¡Eso es lo que hicieron! ¡Menuda pareja de sinvergüenzas! Confesaron que no eran enfermeras ni hermanas, sino simplemente unas putas, y ni siquiera lesbianas; unas vulgares putas, eso es lo que eran”.

»“Creo que exagera”, protesté.

»“En absoluto, sé lo que me digo. Y lo más sórdido de la historia es que el alquiler de los uniformes no estaba incluido en el dinero que usted les había dado y me reclamaron un suplemento”.

»“¿Y les pagó?”.

»“¡Ni soñarlo!”, gritó Butin. “Ya que no eran enfermeras, no necesitaban para nada un uniforme”.

»Y me colgó el teléfono.

»Butin me despidió después de este desagradable asunto. Así que me sorprendió mucho cuando, dos meses después, vino a mi casa para decirme que por fin había dado con dos enfermeras.

»“Y esta vez”, añadió, “enfermeras de verdad. Una trabaja en una maternidad y la otra en un centro para la tercera edad”.

»“¿Son lesbianas?”, le pregunté.

»“Por supuesto. Y, además, hermanas”, me dijo con aire de triunfo.

»“¿Quiere decir que son hijas del mismo padre y de la misma madre?”.

»“Sí, Dumast”, Butin asintió con una sonrisa radiante. “Hermanas de sangre; con la cual sus amores son también incestuosos. ¡Dios mío, nunca hubiera pensado que aquello llegaría a excitarme tanto! Evidentemente, no soy su hermano, y eso estropea un poco mi placer; pero supongo que sería pedir demasiado. Sea como fuere, he empezado a estudiar enfermería”».

Ahí terminaba el artículo de Dumast. Ahora esperaba los comentarios de Ellen. Por fin habló:

—Sigo sin entender la simpatía que sientes por Butin. Aquella noche no me gustó, y después de oír esto, mucho menos. Estoy de acuerdo contigo en que no llega a ser demasiado desagradable, pero en general, es un rastrero y más frío que un témpano. Sus continuos lloriqueos son desesperantes.

—Sí, desde luego —le contesté—. Pero no puedo dejar de admirar su perpetua preocupación por la perfección.

—Pero ¿por qué admiras eso de él?

—Porque muy pocas personas muestran tanta constancia a la hora de perseguir un ideal.

—Es cierto. Pero su suficiencia y su infantilismo me exasperan. No entiendo cómo puedes ser tan paciente e indulgente con esos tarados. Estás perdiendo el tiempo, a no ser, claro, que te compense en cierta manera. ¿Son todos como él?

—En absoluto. Pero la verdad es que me viene de maravilla; así descanso de las personas anodinas y carentes de interés con que uno se encuentra habitualmente —fue mi contestación.

Llegados a este punto, la velada amenazaba con terminar mal, y hubiera sido una pena. Así que decidimos dejarlo como estaba. Cuando Ellen se fue, me serví otra copa. No podía entender por qué no compartía mi interés por ese tipo de personas. Quizá tuviera razón, igual era una pérdida de tiempo. Sin embargo, su forma de vivir me fascinaba.

«Las mujeres», me dije, «no entienden las debilidades de los hombres. Sólo les gustan los héroes. Por lo menos, mis maníacos son más interesantes y divertidos que el hombre normal y corriente de la calle». Para acabar, no pude contener la risa al pensar en la impresión que le causarían a Ellen otros personajes que conozco.