A la mañana siguiente, Ellen y yo desayunamos juntos en la galería, ahora desierta.
—Maurice y tú —me dijo— sois tan distintos a los otros libreros que he conocido esta noche…
—Maurice no es librero, es editor —le interrumpí.
—No juegues con las palabras, Armand. El libro es vuestro centro de interés común, poco importa cómo os llaméis. Como decía, Maurice y tú sois distintos a los demás.
—No deberías emitir juicios precipitados sobre nuestra profesión. Podría citarte el nombre de al menos dos de mis compañeros de gremio que, aunque no se parecen en nada a nosotros, no por ello dejan de ser igualmente buenos en su género.
—Tú eres sólo un sucio pretencioso —explotó ella.
Me eché a reír.
—Lo admito, pero no decías lo mismo la noche pasada. En fin, dejémoslo. ¿Te dice algo el nombre de Toussaint?
—No, pedazo de granuja, pero sigue.
—Bueno, Jean-Baptiste Toussaint es uno de mis compañeros de oficio. Durante muchos años tuvo en Bruselas una librería de libros antiguos. Como se ocupaba muy poco de él, el negocio fue decayendo. Iba a verle a menudo con el pretexto de buscar libros que pudieran interesarme, pero sabía con toda certeza que nunca tenía nada bueno que ofrecerme. La simpatía que sentía por él era en realidad la única razón de mis visitas. Vivía al día y estaba siempre metido en unas historias increíbles.
»Volví a verle hace unos seis meses, y no podía dar crédito a mis ojos. Acababa de pintar la tienda. Una parte de la librería se había convertido en galería de arte y la otra en restaurante; en cuanto a las existencias de libros, eran considerables y las había renovado por completo. En medio de su nuevo dominio, Jean-Baptiste, subido en un taburete de bar, parecía soportar sobre los hombros toda la miseria del mundo. Después de saludarle, le pregunté:
»“¿Qué ha pasado? ¿Se ha casado con una rica heredera?”.
»“No”, contestó con aire abatido. “Siéntese, se lo contaré. ¿Quiere una taza de café?”.
»Se acercó a una rubia exuberante, y me la presentó, casi excusándose, como su secretaria y le pidió que nos trajera un café. La chica me lanzó una mirada que parecía prometer bastante más que una taza de café y se alejó meneando las caderas. Entonces Jean-Baptiste empezó a contarme su historia.
»Tan inestable como siempre, un día se le ocurrió ir a Montecarlo para, según sus propias palabras, “probar en propia carne las posibilidades de desenfreno que ofrecía aquel lugar”. Una vez allí, durante unos diez días no tuvo prácticamente tiempo de respirar, aunque las féminas del lugar no le impresionaron de forma particular.
»Luego, tan repentinamente como había decidido ir allí, quiso irse. Había fijado la partida a la mañana siguiente. Antes de partir, decidió pasar en el casino la última velada. Se había gastado mucho dinero durante aquellos diez días de juerga y ya no le quedaba un franco en el bolsillo. Dio con un lugar en una de las mesas y apostó al rojo toda su fortuna convertida en una ficha de veinte francos. Entonces se acordó de que había prometido llamar a una de sus conquistas. Pensó que no tardaría mucho, ya que simplemente se trataba de anular una cita que tenía para el día siguiente. Así que dejó la apuesta sobre el tapete, convencido de que estaría de vuelta antes del tradicional: “No va más, señores”. Pero incluso los mejores planes… Desde el principio de la comunicación, el tono subió. ¿Por qué se tenía que ir?, y, ¿por qué no podía verla?, entre otros muchos reproches. Mientras tanto, había salido el rojo y los veinte francos se habían duplicado.
»Como Jean-Baptiste no estaba allí para retirar la apuesta, esta seguía sobre el rojo, que volvía a salir. Así que ahora tenía ochenta francos sobre la mesa. La chica seguía insultando a Jean-Baptiste, quien trataba en vano de calmarla, y, en la sala de juego, la bola no dejaba de pararse en números rojos. La suma iba doblándose: ciento sesenta, trescientos veinte, seiscientos cuarenta, mil doscientos ochenta… La muchedumbre de jugadores vio que estaba pasando algo en aquella mesa y se acercó corriendo, fascinada, alrededor del tapete verde donde el montón de fichas aumentaba de forma desmesurada. El croupier empezaba a ponerse nervioso. Pero, por más que daba cada vez con más fuerza a la ruleta, la bola acababa siempre parándose en el rojo.
»En la cabina de teléfonos, la conversación seguía siendo agitada. En su discusión con la chica, que estaba completamente desbocada, Jean-Baptiste había llegado a olvidar la existencia de los veinte francos. La chica se había puesto a llorar mientras, a unos pocos metros de allí, un acontecimiento extraordinario acababa de producirse bajo las miradas atónitas de los jugadores fascinados: el rojo había salido catorce veces seguidas. Los veinte francos se habían convertido en trescientos veintisiete mil seiscientos ochenta. ¿Quién hubiera podido imaginárselo? Jean-Baptiste eligió aquel momento para, furioso, colgar el receptor y volver a la ruleta. Al entrar en la sala de juego, vio que algo estaba pasando en su misma mesa. En medio de un silencio de muerte, todos los ojos estaban fijos en el croupier que, nervioso y sudoroso, continuaba apilando fichas en el lugar en que Jean-Baptiste había depositado sus veinte francos. Se abrió paso entre la gente y, al comprender de golpe lo que había pasado, retiró rápidamente el montón de fichas, justo cuando el croupier se disponía a lanzar con voz desesperada un nuevo “no va más, señores”. Por poco nuestro amigo pierde todo. En efecto, esta vez la bola se detuvo en el negro.
»Y así fue como Jean-Baptiste se hizo rico en unos minutos.
»A la mañana siguiente volvió a Bruselas y empezó a gastarse el dinero descontroladamente. Renovó su vestuario, se compró una casa, un coche y dos tiendas que volvió a decorar por completo. Hizo un viaje por toda Europa en busca de libros nuevos y de cuadros para la galería. En resumen, se convirtió en un hombre de negocios, y durante los primeros meses llevó una vida de lo más agitada. Pero aquello no duró mucho, y, como había hecho un buen lanzamiento del negocio, el dinero empezó a fluir de forma regular.
»“Tendría que estar muy contento y satisfecho de mí mismo, ¿no?”, me dijo. “Sin embargo, no lo estoy. He llegado a tal punto que ya no tengo ni la más mínima libertad. Tengo que estar aquí todos los días para vigilar a los empleados. Me paso la vida sentado en una silla echando de menos aquellos viejos tiempos en que me limitaba a trabajar para asegurarme el pan de cada día. Está claro que podría contratar a un gerente, pero entonces ya no estaría tranquilo y me pasaría el día pensando en la marcha del negocio”.
»Movió la cabeza con gesto de tristeza.
»Traté de levantarle el ánimo, pero los esfuerzos fueron vanos, y me fui sin mirar siquiera sus valiosos libros. No creo que vuelva a verlo. Era demasiado triste. Pobre viejo…
—Estoy completamente de acuerdo contigo —aseguró Ellen.
—Sin embargo, muchos libreros le envidian y estoy seguro de que algunos irán el año que viene a Montecarlo con la esperanza de tener la misma suerte. Curiosamente, la mayoría de las personas encuentra esta historia de lo más divertida.
—¿Divertida? ¿Cómo es posible? —preguntó Ellen que no lo entendía.
—A veces tenemos un sentido del humor de lo más extraño. Yo hay ocasiones en que no sé pararme. Por ejemplo, me acuerdo de una broma que John Weil, un compañero, y yo gastamos hace un tiempo a un tal Villiers. Todavía me sigue dando vergüenza cada vez que me acuerdo.
—Cuenta —dijo Ellen.
—Ahí va. Hace unos años asistí en París a una reunión de la Liga Internacional de Libreros y me encontré allí con un viejo amigo llamado John Weil. Como íbamos muchas veces a París de viaje de negocios, conocíamos perfectamente todos los sitios de moda; sin embargo, esta vez decidimos emplear el tiempo libre en actividades culturales. Habíamos planeado visitar todos los museos y acudir al teatro para ver obras de vanguardia.
»Durante una reunión de trabajo, conocimos a un compañero del gremio que insistió en compartir nuestro programa. Se llamaba Villiers. Aquel hombre tímido y escuchimizado nos empezó a contar que había sido profesor durante treinta años y que le apasionaban los libros. Recientemente, en un pueblo cercano a Liège, donde había vivido toda su vida, había abierto una tienda en la que vendía desde antiguos libros clásicos a sellos y postales; había creado también una biblioteca de libros de préstamo. Era una persona de lo más sana. No bebía ni fumaba, “es malo para la salud”, repetía, y se ruborizaba cada vez que pasábamos por delante de un escaparate donde hubiera sugestivas fotos de los cabarets de strip-tease. Iba siempre pegado a nosotros. Le aterrorizaba la idea de quedarse solo en esta metrópolis del vicio. Los dos primeros días nos dio pena y le llevamos de recorrido turístico por París. También le hicimos de guía en los museos, donde sus comentarios ingenuos y pueriles sobre pintura nos hicieron pasar unos ratos muy divertidos. Pero al tercer día, la víspera de irnos, hartos ya de su presencia, decidimos deshacernos de él y pasar una buena noche.
»Entonces pensamos en dejar tirado al pobre Villiers. Conocíamos un bar que tenía una entrada de servicio que daba a una callejuela. Nada más sobrepasar la entrada principal, empezamos a correr y, cruzando la sala a toda velocidad, volvimos a salir por la puerta pequeña. Para cuando Villiers entró en el bar, nosotros ya habíamos desaparecido.
»John y yo pasamos una noche fantástica y muy poco cultural. Al amanecer, de vuelta al hotel, caímos rotos en las camas.
»Hasta que no nos despertamos, ya desayunando, no nos dimos cuenta de que Villiers no estaba allí. Entonces nos encontramos con una amiga que nos dijo que efectivamente no había vuelto en toda la noche.
»“Me apuesto lo que quieras a que ha pasado la noche con una”, me dijo John.
»Estaba seguro de que se equivocaba.
»“Hagamos una apuesta”, insistió. “A las chicas les gustan este tipo de hombres enclenques. Juraría que está con una de esas enormes putas de corazón tierno que andan por Les Halles. Seguro que alguna se lo ha subido a la habitación como si fuera un trofeo”.
»John no acababa de convencerme y, a decir verdad, nuestro buen amigo belga me tenía preocupado. Pero, mientras tomábamos un café en la terraza del hotel leyendo los periódicos, de repente vimos aparecer al final de la calle a nuestro maestrillo de escuela. Su rostro reflejaba claramente una mezcla de sentimientos de culpabilidad y de angustia. Entonces me di cuenta de que John estaba en lo cierto.
»“¿Quién tenía razón?”, gritó jubilosamente John.
»Entonces decidimos divertirnos a su costa, insistiendo en voz alta y repetidamente sobre los peligros que presentaban las putas de París. Y cuando Villiers llegó a la mesa, estábamos enfrascados en una discusión animada sobre la falta de higiene de las prostitutas de aquella ciudad.
»“Me preocupa que no seas consciente del peligro, John”, le dije lo más serio que podía. “Acuérdate de aquel artículo que contaba la historia de una puta sifilítica que había contagiado a ciento cuarenta y dos hombres, los cuales, a su vez, habían transmitido la enfermedad a sus confiadas esposas. Fue una catástrofe, un día de luto para la medicina francesa. Si mal no recuerdo, algunas mujeres murieron y bastantes maridos se volvieron locos”.
»“¡Ah! ¡Sí, ya me acuerdo!”, me contestó John igualmente serio. “Lo más triste de la historia es que generalmente suele ser un pobre tipo sin experiencia, y recién llegado de su pueblo, el que suele ser la víctima. Y ¿has leído ese artículo del Paris-Soir que cita la proporción de prostitutas con distintas enfermedades venéreas? Es tremendo. Sólo Dios sabe cuántos hombres las llevarán a sus hogares sin ni siquiera saberlo”.
»Villiers no había dicho ni una sola palabra. Se había limitado a escuchar boquiabierto. Al poco tiempo, aquel juego dejó de divertimos y cambiamos de conversación. Unas horas después, cuando nos íbamos al aeropuerto nos despedimos de Villiers. Me había olvidado de su existencia cuando, unos seis meses después, me llamó por teléfono.
»“No sé si se acordará de mí, Monsieur Coppens”, me dijo, “pero nos conocimos en París, durante el congreso de la Liga Internacional, y usted y su amigo tuvieron la amabilidad de hacerme de guías por los museos”.
»“Me acuerdo perfectamente” le contesté. “Usted es el maestrillo de escuela”.
»Este comentario me parece que no le hizo demasiada gracia. A continuación le pregunté si podía ayudarle en algo.
»“Sí, por favor. ¿Se acuerda de la conversación, el último día, con Monsieur Weil sobre las, ejem, prostitutas y sus enfermedades venéreas?”.
»Le contesté que, efectivamente, conservaba un lejano recuerdo.
»“Mire”, prosiguió, “dijo que un hombre que coge esos microbios sin saberlo tiene todas las posibilidades de transmitírselos a su mujer. ¿Se acuerda usted?”.
»Claro que me acordaba… Después de un silencio, prosiguió:
»“Desde aquella noche, en París, ya no he tenido más relaciones sexuales con mi mujer. Por precaución, simplemente. Ya se imaginará la causa. Ella lo lleva muy mal, claro. Piensa que ya no me atrae en absoluto y que me he quedado impotente. Esto ya no puede durar más. O nos divorciamos o nos volveremos locos. ¿Cree que ahora será prudente volverme a acostar con ella?”.
»Me entraron unas ganas locas de reír. Sin embargo, seguí conservando la serenidad y le pregunté:
»“Dígame, Monsieur Villiers, ¿cómo tiene las manos? ¿Se le han caído las uñas?”.
»“Pues… no, claro que no… Pero…”.
»“¿Y los dedos de los pies? ¿Ha notado algo anormal?”.
»“No, francamente no. Pero no le entiendo…”.
»“Bien, podemos decir que ha tenido suerte, Monsieur Villiers. Ha salido bien de esta. Ya puede, sin ningún riesgo, relacionarse con su mujer”.
»El pobre hombre se deshacía en agradecimientos. Aquello era algo increíble. ¡Ponerse enfermo de preocupación durante tanto tiempo! Yo, en cambio, estaba cargado de remordimientos…
»Nunca le hubiera gastado esta broma de mal gusto de haber llegado a sospechar el alcance de las consecuencias. Sobre todo, lo siento por su esposa. Seis meses sin relacionarse con un hombre, aunque fuera un insignificante y enclenque profesor, es muy duro para una mujer.
El final de aquella historia hizo sonreír a Ellen.
—No fue muy amable de tu parte gastar semejante broma de mal gusto a un hombrecillo tan tímido —dijo ella en tono de reproche—. Pero tengo que reconocer que no podíais imaginar que fuera tan estúpido como para creérsela.
Puse tal cara de culpabilidad que enternecí a Ellen.
Cambiando de tema, empezamos a hablar de nuevo de la noche anterior. Ellen no tardó ni un minuto en decirme:
—No me gusta demasiado Butin. Se cree el centro del mundo.
—No creo que estés en condiciones de emitir un juicio sobre él —le repliqué—. Reconozco que no se parece a Maurice ni a mí, pero no por ello hay que meterle en el mismo saco que a los demás libreros que viste la noche pasada.
—Y ¿por qué no?
—¿Estás libre mañana por la noche, Ellen? —le dije, haciendo caso omiso a su pregunta.
—Sí —contestó.
—Bueno, entonces te espero en mi casa. Te enseñaré una carta de un amigo que ahora vive en España. Este hombre trabajaba antes con Butin, y su carta es un auténtico «documento humano»; te informará ampliamente sobre Butin y su estilo de vida. Cuando la hayas leído, espero que cambies de opinión. De hecho, no me sorprendería en absoluto que te resultara incluso hasta simpático.