Capítulo VI

Hasta el momento, me he limitado a poner en evidencia la dualidad de los criterios morales con que se rigen, las más de las veces, los vendedores de libros eróticos. Un día tuve la oportunidad de ser testigo de esta forma particular de duplicidad. Fue en una fiesta de cumpleaños que dio Maurice, un amigo editor. Pero, antes que nada, por ser Maurice un anfitrión maravilloso a la par que un muy buen amigo, lo mínimo que puedo hacer es situar al personaje.

Durante la guerra, Maurice escribía novelas policíacas, gracias a lo cual se hizo un nombre y se ganó bien la vida. Sus libros se caracterizaban por un estilo sencillo y una intriga consistente, así como muchas alusiones a la actualidad. Rápidamente alcanzaron gran éxito de público y enriquecieron considerablemente al editor de Maurice. Pero, comparativamente, daban muy pocas ganancias al autor. Este nunca hubiera tomado conciencia de semejante injusticia si no hubiera aceptado ir con su mujer a pasar un fin de semana en la casa del editor en el campo.

Cuando llegaron a la estación del pueblo, un chófer con librea les esperaba para conducirles a la villa en un coche de lujo. Era una casa completamente blanca, de estilo morisco. A un lado, había una galería acristalada que hacía unas veces de invernadero y otras de galería de arte para exponer diversas esculturas que poseía el editor. La piscina estaba rodeada de un césped cuidado con esmero, y unos muebles de jardín de apariencia costosa esparcidos por allí. El vasto terreno estaba cercado y Maurice pensó que su editor podía realmente considerar aquel lugar como su paraíso particular.

En la casa, además de las habitaciones habituales, los cuartos de baño y la cocina, había dos inmensas salas escasamente amuebladas. En cambio, las paredes estaban completamente forradas de libros con maravillosas encuadernaciones. Maurice, que ya se sentía humillado por la opulencia y el buen gusto de aquel retiro campestre, quedó completamente subyugado por la biblioteca.

Hasta ese momento no había sentido envidia alguna. Sólo pensaba en lo que semejante paraíso podría costar. Hizo una estimación rápida, luego se preguntó de dónde podría venir el dinero. Y sólo entonces comprendió el valor comercial real de sus novelas.

Aquel fin de semana supuso un cambio decisivo en la vida de Maurice: decidió publicarse él mismo su próximo libro. Sacó dinero de donde pudo y registró su propia firma. Con la primera publicación obtuvo unos beneficios de mil quinientos francos en vez de los ciento cincuenta habituales.

«Era tan sencillo», me confesó luego; «no podía creerlo. Me entraban ganas de abofetearme por no haberlo hecho antes».

Como era un escritor serio y metódico, escribía hasta unos doce manuscritos al año, de modo que su editorial fue cobrando una importancia creciente. Su mujer, que se ocupaba de los asuntos comerciales y administrativos, pronto se vio desbordada de trabajo. Durante todo aquel tiempo, el dinero entraba a raudales. Maurice y Karin, atónitos ante el éxito de su empresa, no sabían qué hacer con ese dinero, que nada significaba para ellos.

La vida de Maurice dio un segundo giro. Volvió a ver por casualidad a su antiguo editor; este le dijo que estaba pensando en retirarse debido a su avanzada edad. Desde que Maurice le había dejado, se había encontrado con muchas dificultades para dar con un éxito de ventas y, tras mucho reflexionar, decidió sacar a la luz nuevas ediciones de obras eróticas famosas: el Decamerón, de Boccacio, Fanny Hill, de Cleveland, y luego la La filosofía en el tocador, de Sade. En el plano financiero, los resultados no habían podido ser más satisfactorios. En cualquier caso, ahora que se retiraba, el anciano le ofrecía su negocio como recuerdo de los viejos tiempos. Hay que decir que Maurice se había convertido ahora en un interlocutor válido. Cuando supo que el editor quería vender también la casa de campo, Maurice no dudó un segundo en adquirir ambas propiedades. Pero la biblioteca planteó un problema: el anciano no tenía la mínima intención de separarse de ella. Ahora bien, por una oscura razón, sin biblioteca la casa no ofrecía ya ningún interés para Maurice. Su mujer, tras mucho reflexionar, encontró una solución al desacuerdo que amenazaba con hacer fracasar toda la operación: Maurice compraría la biblioteca, y el anciano tendría acceso a la misma siempre que quisiera. La propuesta satisfizo a ambas partes y la operación concluyó sin problemas. Aunque aquel arreglo ocasionaba algunas incomodidades a la pareja, no iba a durar mucho. Karin había observado que la salud del anciano era delicada y, efectivamente, murió poco después.

Conforme Maurice iba poniéndose al corriente de las nuevas actividades, cayó en sus manos la carta de un lector que se quejaba de la traducción francesa de Fanny Hill, asegurando que el texto había sido expurgado o retocado al menos unas doscientas cuarenta veces. En su respuesta, el editor sólo reconocía ochenta. Ciertamente, había suavizado algunos pasajes atrevidos y en consecuencia demasiado peligrosos, pero el resto, afirmaba, era obra del editor, pues este último lo había traducido. Se había privado al libro de parte de su atractivo, pero se habían vendido más de doscientos mil ejemplares. Maurice se percató en el acto de que había dado con una mina de oro. Llamó inmediatamente a la viuda del editor para verificar la autenticidad de la carta. Le confirmó que su difunto marido había pasado una mañana leyendo la edición de Fanny Hill y luego había hecho su propia versión.

—¿Una mañana? —se extrañó Maurice.

—Sí, sólo una mañana. Se limitó a hojearla rápidamente, modificando los pasajes que le parecían susceptibles de llamar la atención en sentido negativo, y luego dejó el libro en manos de los impresores. Era un hombre demasiado prudente.

Maurice estaba completamente de acuerdo. Y, nada más colgar, decidió abandonar para siempre las novelas policíacas.

No perdía con el cambio. Necesitaba, más o menos, un mes de trabajo intenso y asiduo para escribir un libro, considerándose satisfecho si llegaba a vender cincuenta mil ejemplares. Ahora bien, era consciente de que al anciano le bastaba una mañana para cuadriplicar sus propias cifras.

—En comparación con él, yo era una fiera para el trabajo —se lamentaba—. Y era evidente que, si aquel anciano lo conseguía, yo sería capaz de hacerlo igual o incluso mejor. Era consciente de que, para encontrar libros eróticos, debía hacer un trabajo de investigación equivalente al necesario para escribir las escenas de violencia de mis novelas anteriores; pero, comparando las cifras de venta, no había ninguna duda al respecto.

Aquel comentario me llamó la atención.

—¿Violencia? No entiendo lo que quiere decir. Usted escribía novelas policíacas —le pregunté.

—¿Y por qué cree usted que se venden? —replicó con mucha seguridad.

—No tengo ni idea —le confesé.

—Querido Coppens, está claro. Si mis libros se venden es porque, al leerlos, el lector puede identificarse con el detective duro y agresivo. A través del protagonista, se ve envuelto en muchas situaciones dudosas o prohibidas por la ley. Se siente transportado a otro mundo, donde todo es posible y los valores son completamente diferentes.

—Esto es del todo lógico, pero ¿qué hace con los masoquistas? No en todos los hombres se esconde siempre un sádico.

—No, claro está. Los masoquistas se identifican con las víctimas. En realidad, sólo los intelectuales se preocupan de la intriga; a la mayoría de los lectores sólo les interesan los pasajes de tensión y de brutalidad. Gracias a los recursos de la novela policíaca, tanto los sádicos como los masoquistas pueden, a través de otra persona, experimentar sensaciones. Por esta razón este tipo de literatura tiene tanto éxito.

Pero ahora todo aquello era para Maurice agua pasada. Quería dedicarse al erotismo. Y la maravillosa biblioteca que había comprado al editor le fue de gran ayuda, ya que las estanterías estaban llenas de obras eróticas y de un gran número de volúmenes que trataban sobre diversos aspectos de la sexualidad. Maurice sospechaba que el anciano debía de haber sido una especie de Casanova «frustrado»; en cualquier caso, había disfrutado mucho con la lectura de aquellos libros. Por otra parte, era una excelente inversión, pues, así como la moneda está sujeta a fluctuaciones, el valor de los libros raros siempre aumenta con el paso de los años.

La biblioteca y la investigación de temas eróticos hicieron rápidamente de Maurice un ferviente coleccionista de este tipo de obras. Además, la atmósfera de sensualidad que se desprendía de los libros llegó a dar a su vida un giro de lo más agradable. En la época en que escribía novelas policíacas, Maurice nunca había sentido deseo alguno de hallarse en el lugar del asesino, pero en este caso, descubría que el hecho de abandonarse a los diversos actos sexuales cuya descripción leía aumentaba de forma extraordinaria su placer. En aquella época, Karin y él debían de tener unos cuarenta y cinco años, y hay que reconocer que la vida conyugal había terminado por apagar el fuego de la primera pasión. Pero gracias a las investigaciones de Maurice, descubrieron un mundo de delicias eróticas inédito que dio un nuevo impulso a su vida sexual. Aquel tema acabó apasionándoles tanto que empezaron a comentar sus descubrimientos con sus amigos. Por supuesto, algunos se escandalizaron y dejaron de relacionarse con ellos; otros, por el contrario, se mostraron muy interesados, y ese fue el origen de las fiestas de Maurice, tan famosas en la actualidad.

El primer libro que publicó Maurice fue Les Experíences et les Confessions, de Edith Cadivec. Eros, le sens de ma vie, que es la continuación, salió poco después. Se trataba de una selección acertadísima, ya que guardaba cierta relación con los libros que Maurice había publicado hasta entonces. Las dos obras son autobiográficas y la ausencia de intriga convencional hace muy agradable su lectura. También encierran una fuerte dosis de violencia, lo cual fue la causa del éxito de las novelas policíacas de Maurice.

Por último, contrariamente a la mayor parte de la literatura puramente sádica, tienen un componente erótico; en efecto, su autor apreciaba tanto el acto sexual como la flagelación.

Rápidamente, Maurice se dio cuenta de que había estado lúcido a la hora de elegir la primera obra de la colección erótica. El estilo sencillo y directo de Edith Cadivec hacía que el problema de la identificación lector-autor resultara mucho más fácil de lo habitual. Su vida se convirtió realmente en la del lector. Los libros tuvieron un éxito inmediato y, a pesar de que el texto estaba en francés, recibió muchos pedidos de Alemania y de Austria. Por ello, Maurice hizo también una tirada en alemán.

Un día le vendí una fotografía de Cadivec firmada por la propia autora, que se utilizó para la portada de los libros. Maurice se los dedicó a «Edith Cadivec, muy a menudo incomprendida, pero adorada por miles de hombres y mujeres». Maurice admitía que aquel gesto podía interpretarse como un vulgar sentimentalismo; pero para él sólo significaba hacer justicia con una mujer que había sido encarcelada durante meses y que, además, le había hecho ganar mucho dinero. También tenía permanentemente en su despacho un busto de ella que había encargado tomando como modelo la fotografía. Hasta que yo no lo oí de su propia boca siempre consideré aquello como un signo de la devoción que sentía por los intereses sexuales tan particulares de Cadivec.

—En absoluto —me dijo cuando se lo comenté—. No comparto sus perversiones sexuales. Simplemente admiro cómo esta mujer defendió su derecho por semejantes gustos… Es también un símbolo de mi rebelión contra la autoridad. El juez que, con toda honestidad, la condenó por fustigar y seducir a adolescentes, no tenía idea de sus móviles ni consideraba en su justa medida los deseos sexuales de las víctimas presuntamente inocentes. Odio a los hombres que imponen castigos apoyándose en un conjunto de leyes rígidas y tan alejadas de la vida como mi casa del Polo Sur.

Mientras escuchaba a Maurice, y a pesar de que compartía su aversión por una justicia social tan sistemática, consideraba que su estimación del valor comercial de Cadivec era más realista que la opinión que tenía de la mujer. En cualquier caso, el desprecio que él sentía hacia los baluartes de la ley era fundado, y aquel tema era una de sus obsesiones. Una de sus quejas preferidas se refería al trato que se le había dado cuando publicó el Bréviaire de la prostitué.

—Intenté explicar a los jueces —decía en un comprensible ataque de ira— que el Bréviaire era, como el Kama-Sutra, un manual o una guía para uso exclusivo de las personas interesadas en la técnica del asunto. Fundamentalmente, no es diferente del libro de Weck-Erlen, Golden Book of Love: A manual of gymnastics for those who wish to practise the three hundred and thirty-three positions of copulation. Asimismo les hice notar que el Bréviaire no contenía ninguna palabra malsonante ni la más mínima incitación al desenfreno. Muy al contrario, aconsejaba a los iniciados moderación en el lenguaje, en la alimentación y en la bebida, así como que no abusaran demasiado del placer sexual. Añadí que se trataba de una obra de un hombre de gran erudición que no sólo había sido muy considerado por sus contemporáneos, sino que también lo había tenido en una alta estima Sylvain Lévi, un hombre que era considerado una gran autoridad en la materia. Efectivamente, Lévi situaba al autor por encima de Varrón, Lucio, Plinio y Plutarco.

»Luego pedí al Tribunal que me explicara cómo podía encontrar obsceno un libro que, bajo la recomendación expresa de las autoridades espirituales y temporales, no había dejado de leerse durante más de nueve siglos. Al final, no fui absuelto gracias a la lógica y la verdad de mi argumentación, sino, sencillamente, a que el Tribunal no logró descubrir en todo el texto, a pesar de hacer un examen minucioso, una sola palabra “guarra”.

Las diligencias judiciales contra esta edición del Bréviaire tuvieron dos consecuencias importantes. Los resultados de la publicidad que se hizo del libro con motivo del proceso fueron muy superiores a los de una campaña normal, lo que supuso para Maurice importantes ganancias. Ello le obligó también a revisar completamente su actitud con respecto al erotismo y a la sexualidad en general. Se percató de que sus asiduas lecturas le habían enseñado en este terreno muchas más cosas de lo que los jueces hubieran podido imaginar. Si esos jueces hubieran ejercido otra profesión, su incompetencia manifiesta les habría convertido en el hazmerreír de sus colegas. Es sólo el carácter sagrado de la Justicia lo que permite a los hombres de la ley cometer errores con total impunidad. No es un secreto para nadie que los estudiantes con facultades intelectuales limitadas se refugian, para nuestra desgracia, en el mundo de la Justicia y en el de la Iglesia. Maurice sostenía que, aunque tuvieran un gran conocimiento de las leyes, desconocían de hecho todos los temas sobre los que precisamente tenían que poner sus conocimientos en práctica. Esta aventura permitió a Maurice constatar la ignorancia de la gente en materia de sexualidad y lo dispuesta que está en este campo a aliarse ciegamente con la opinión de la mayoría. A consecuencia de eso empezó a organizar sus famosas fiestas. En aquel entonces, Maurice enloquecía sólo de pensar en todas las posibilidades que le ofrecía la sexualidad y, aunque su mujer y él habían ya practicado ciertos juegos con sus invitados del domingo, no habían hecho sino empezar. Para Maurice, su cumpleaños era un magno acontecimiento y organizó una fiesta.

Concretamente, aquel año organizó por primera vez una impresionante orgía. Además de mí, había invitado a otros tres compañeros del gremio, y a E. V. Butin; también a un maravilloso y depravado anciano que acudió con su amante, una mujer de unos setenta años; y un cónsul general, y el alcalde del pueblo, un hombre a la sazón soberbio.

Siempre recordaré aquella fiesta como una de las más sorprendentes dentro del género. Cuando me dirigía hacia allí, pensaba que, como siempre, me aburriría. Maurice solía celebrar su cumpleaños de una forma muy convencional. No se salía de los típicos brindis, discursos y canciones; todo se desarrollaba como si estuviera programado. Se diría que incluso el quehacer del servicio había sido cuidadosamente calculado y elaborado. Para Maurice, su cumpleaños era un auténtico rito. Lo oficiaba como un sacerdote, y todo el mundo sabía que el mínimo incumplimiento de las instrucciones que había dado para el desarrollo de la ceremonia sería muy mal visto. Maurice era del signo Virgo, lo que creo explicaba su exagerado cuidado por los detalles y su calculada preparación de hasta el más pequeño acontecimiento de la fiesta.

Por lo general, los nacidos en este signo no controlan sus emociones y necesitan adaptarse progresivamente a las circunstancias para poder dominar ese perpetuo sentimiento de inseguridad y timidez. El más mínimo cambio que se produzca en los planes que han establecido tan cuidadosamente puede hacer que se retraigan por completo. Maurice no era una excepción. Incluso aquella noche que, hacia al final, se transformó en una auténtica orgía, no llegó a violar las normas. Como Karin comentó luego: «Cuando la primera mujer se quedó en bragas, no pude contener las ganas de mirar la hora y felicitar para mis adentros a Maurice por la precisión de sus cálculos. Las diez. La hora exacta».

Con la ayuda del alcohol, todos se hallaban dispuestos a abandonarse. Cuando llegué a la villa, había diez hombres para doce mujeres. La mayoría de los invitados se habían agrupado al pie de las estanterías de las dos habitaciones que tanto le habían gustado a Maurice en su primera visita. Algunos habían cogido libros y discutían animadamente sobre el interés de la pornografía. Los demás invitados estaban por la galería. Me fijé particularmente en un pintor que conversaba animadamente con un hombre que, según me enteré después, era cónsul de su país en una pequeña ciudad italiana. Ambos paseaban por entre las esculturas eróticas que había en el invernadero y que representaban distintos episodios amorosos de la Biblia. Me llamaron especialmente la atención dos de ellas. Una representaba a Lot seducido por sus dos hijas, y la otra a Tamar, con un velo como las prostitutas, entregándose a su padrastro Judas.

Sin embargo, mi interés por la literatura erótica me llevó rápidamente a la biblioteca. Los invitados seguían discutiendo apasionadamente sobre los libros de Maurice, y estaba claro que la velada había empezado bien, pues comenzaba a reinar un cierto ambiente de estupro. Nuestros anfitriones se movían con soltura, ofreciendo refrescos y canapés. Su aspecto era magnífico. Maurice iba vestido a lo César Borgia, con una chaqueta de terciopelo, calzones ajustados y escarpines dorados; y Karin estaba deslumbrante con una túnica de hilo con gran escote y unos pantalones dorados muy ajustados. La estaba observando detenidamente con admiración, cuando ella se acercó a mí y me cogió del brazo.

—Buenas noches, Armand. Qué tarde ha llegado… Venga, voy a presentarle a Madame Falcon.

Y me plantó delante de una mujer gorda y de avanzada edad que empezó a hablar de la moda en nuestros días.

—No sólo es injusto, Monsieur Coppens —dijo señalando a Karin—, que una mujer de mi edad no pueda rivalizar con tanta indecencia, pero el atuendo de nuestra anfitriona es la cosa menos romántica que me pueda echar a la cara. —Y siguió—: En mis tiempos, un hombre se desmayaba sólo con ver un tobillo y necesitaba mucha audacia para ver lo demás. Así, el amor se convertía en una exaltada caza del tesoro. Pero, ahora, ¿qué se puede cazar? Mire, la vida de una mujer podría compararse con la de un jugador de póker. ¿Conoce a algún jugador de póker que enseñe su jugada al empezar la partida?

Aunque Madame Falcon fuera, sin duda alguna, una vieja bruja, me interesaba sobremanera. Aquel ser emanaba una cierta sensualidad. Su voz monocorde y altisonante era más excitante que los encantos que desplegaban las otras mujeres. En aquel momento, noté que alguien me estaba tocando el hombro. Me di la vuelta a la vez que me preguntaban: ¿Monsieur Coppens?

Asentí.

—Permítame que me presente. Mi nombre es Henry von A***, y, como puedo comprobar, ya ha conocido a mi amiga.

Al oír estas palabras, la amiguita setentona soltó una risita de desaprobación:

—No seas idiota, Henry. Te diré que Monsieur Coppens también es de nuestra opinión. Le seduce un tobillo bien hecho, e incluso prefiere esta reserva al vulgar impudor de las jóvenes de hoy en día.

Henry lo aprobó prudentemente:

—No puede usted imaginar, Monsieur Coppens, la repercusión que la decadencia de la realeza ha tenido en la moda femenina. En la actualidad, la manera de vestir de las mujeres ha perdido ese poder de fascinación. Poco queda de ese halo misterioso y prometedor que formaba parte de su encanto. Ahora lo enseñan todo. —Se quedó callado un momento y luego siguió—: O quizá sea lo contrario, que la decadencia de la moda haya conllevado la de la realeza. No soy sociólogo, y por tanto puedo decírselo. Pero es algo que me preocupa profundamente. Primero fue el misterio de la Vida: Dios. Luego el misterio de aquel que tenía que representar aquella Vida en la tierra: el Rey. Y, finalmente, fue el misterio de aquel que tenía que perpetuar aquella Vida: la Mujer. Es decir, el sexo. Espero que sea usted monárquico.

Antes de darme tiempo a decir una sola palabra, levantó la copa con solemnidad y dijo:

—¡Dios bendiga al Rey y a la Reina! ¡Para que siempre reinen en nuestro país y en nuestras colonias en Paz y en Concordia!

Se bebió la copa a pequeños sorbos, sin decir una palabra más, se dio media vuelta y se alejó. Yo no podía dar crédito a lo que acababa de ver.

—No le juzgue demasiado severamente, Monsieur Coppens —dijo con delicadeza Madame Falcon—. Desde que se quedó impotente, Dios y los soberanos se han convertido en su tema de conversación preferido. Creo que si restituyeran la Iglesia y la monarquía a su antiguo esplendor, recuperaría rápidamente su virilidad. De momento, el pobre hombre sólo dispone de su lengua para llevar a cabo sus caprichos sexuales.

La anciana pronunció estas últimas palabras con una maldad calculada. Por suerte, Maurice apareció justo en ese momento y me tomó del brazo.

—Monsieur Coppens, usted es una autoridad en el materia, ¡le necesito! —gritó a la vez que me separaba de la anciana y me conducía hacia una habitación donde un grupo de personas se hallaba reunido alrededor de una enorme mesa Imperio de caoba, sobre ella habían desenrollado un pergamino.

—Dígales lo que es —me dijo Maurice señalando el objeto.

Vi enseguida que se trataba de un rarísimo pergamino de seda japonés, con unas acuarelas eróticas pintadas. En mi opinión, debía de ser del siglo XVII. Aquellos colores suaves y la sutil disposición de las ilustraciones me parecieron de una exquisitez extraordinaria.

—Bueno, Maurice, ¿qué quiere saber?

Encogió los hombros y se volvió hacia los invitados.

—No tengan miedo de hacerle preguntas. ¡Es un experto! Adelante.

Una joven, en la que reconocí a la bonita esposa de Butin, rompió el silencio:

—¿Es verdad que este rollo puede valer un millón?

—Y más aún —le contesté—. Los pergaminos del siglo XIX son relativamente corrientes incluso en el mercado europeo; y aunque desde el punto de vista artístico son notablemente inferiores a los más antiguos, pueden alcanzar un valor de seiscientos a setecientos francos en una venta. De todas formas, esta pieza es en concreto del siglo XVII y los pocos ejemplares que han sobrevivido al paso del tiempo pertenecen casi todos a familias japonesas. Dudo mucho que puedan encontrarse más de tres en toda Europa. —Miré de reojo a Maurice, que no cabía en sí de satisfacción—. Si tuviera la suerte de poseer uno de ellos, pediría al menos un millón y medio.

Mi respuesta les dejó pensativos. Poco después, un hombrecillo, con un espeso bigote y el pecho lleno de condecoraciones, se acercó a mí. Era el alcalde.

—No querrá usted que le creamos cuando afirma que estos pergaminos pueden comprarse en establecimientos públicos —dijo francamente indignado—. Le aseguro que jamás toleraría que semejante objeto se exhibiera en mi ciudad. Tiene sin duda un gran valor artístico, pero creo que es una de esas cosas que hay que conservar discretamente en casa. El sexo, que yo sepa, no es algo de dominio público.

—Lo que usted dice podría ser verdad en la actualidad —le contesté de forma prudente con el fin de evitar un escándalo bajo el techo de Maurice—, pero no siempre ha sido así. No tiene más que pensar en Atenas, donde las chicas tenían por costumbre mostrar sus nalgas desnudas en público para que la asistencia pudiera elegir las más bonitas. Y ¿qué me dice de las famosas coronaciones de los reyes de Francia, en que centenares de mujeres y chicas jóvenes posaban para los frescos alegóricos, mostrando su desnudez sin ningún tipo de vacilación ni de vergüenza? ¡Incluso se peleaban para participar!

—Todo eso está muy bien, Monsieur Coppens —me interrumpió con impaciencia—, pero aquello eran concursos de belleza de una época pasada. Este pergamino muestra a personas haciendo el amor y le aseguro que mi mujer…

—Incluso su mujer, caballero —le respondí al ataque—, fornicaría en público si las circunstancias lo exigieran o se prestaran a ello. Nadie puede resistirse ante un delirio colectivo. Desde el momento en que en un grupo se desarrolla un estado de ánimo, sea ira, violencia o sexualidad, el individuo no es ya libre de sus actos. Pero esto no tiene nada que ver con lo que estábamos hablando. Esos pergaminos no estaban destinados a ser expuestos públicamente. Su función primera era la educación sexual de las jóvenes. De esta forma, muchos padres de familia, que querían conseguir un matrimonio satisfactorio para su hija, encargaban uno de estos rollos para educarla. De esta manera podían garantizar al futuro esposo una total satisfacción sexual.

Cogí el pergamino y lo desarrollé con el fin de mostrar a los invitados uno de los primeros dibujos, en el que una joven jugaba tiernamente con los testículos de su marido. Esta deliciosa acuarela carecía completamente de ese matiz jocoso que se introdujo más tarde en este tipo de arte. Era fina, delicada, elegante. Pero al mismo tiempo era tan sugestiva, tan erótica, que físicamente me sentí excitado.

—Cierren un poco los ojos y concéntrense en el dibujo —pedí a los asistentes que había en torno a la mesa—. Admiren la delicadeza y la finura con las que esta mujer acaricia las partes de su marido. Ahora imagínense que están realizando los mismos gestos o sintiéndolos. Díganme ahora qué hombre de los aquí presentes no se halla en estado de erección.

Una enorme carcajada invadió la sala. Pero el pequeño alcalde me increpó:

—Está traspasando los límites de la decencia, Monsieur Coppens.

—No se trata de eso, Jean —replicó Karin—, sino del poder de persuasión de la acuarela. Apuesto a que estaba tan excitado como Maurice. Es más, mírelo. ¡Aún lo está!

Todas las miradas se clavaron inmediatamente en Maurice, cuya excitación resultaba perfectamente visible bajo su atuendo.

En medio del jaleo que provocó esta escena, desenrollé más el pergamino para ofrecer otra estampa ante la mirada de los invitados. En esta ocasión una joven mujer estaba chupando con pasión a su compañero. Un escalofrío de excitación se extendió entre la asistencia. Les señalé que se fijaran en el tercer grabado, que representaba a una muchacha bailando algo parecido a la danza del vientre bajo la mirada de un hombre visiblemente excitado. El silencio era total. Estaban todos fascinados. Pero Madame Falcon rompió bruscamente el encanto:

—Esto me recuerda a una gira que hice por Rusia con una compañía de ballet. Todas las noches, después de la representación, príncipes, duques y generales nos invitaban a cenar. Durante aquellas comidas, algunas de nosotras, subiéndonos a la mesa, entre botellas, platos y fuentes bailábamos la danza del vientre. Una pequeña indonesia, en particular, movía el vientre y las nalgas con tal lascivia que ningún hombre podía controlarse ante el espectáculo. Se desprendían del uniforme y nos perseguían por la habitación. Era divertidísimo y, además, nos daba mucho dinero —concluyó con cierta pena.

—¡Madame Falcon, que sorprendente memoria! —soltó con mala idea una de las jóvenes.

—La verdad es que nunca me he podido quejar, cariño —le contestó Madame Falcon—. Al menos yo tengo recuerdos. Y dudo mucho que esto les llegue a ocurrir a mi edad.

La muchacha estaba prometida por entonces al hijo de Henry von A***. Madame Falcon señaló el anillo que la joven llevaba en el dedo.

—Dentro de dos años, probablemente ya tendrá hijos. La vida será tan gris, tan aburrida, que deseará perder la memoria. Mire, apuesto a que, incluso a mi edad, aún podría darle cien vueltas.

Una vez lanzado el desafío, la anciana se subió rápidamente a una silla y luego a la mesa.

—Empiece usted por la derecha, yo lo haré por la izquierda. Daremos una vuelta sobre la mesa bailando hasta que volvamos a encontrarnos en el punto de partida. —Al ver que la joven dudaba, añadió con voz melosa—: No tendrá miedo a que yo lo haga mejor que usted, ¿verdad? ¡Con la edad que tengo!

Su interlocutora seguía sin reaccionar. Estaba claro que no quería quedar en ridículo. Pero se encontraba en tal aprieto que, si no aceptaba el reto, se exponía a aguar la fiesta. Y Madame Falcon era consciente de ello. Terminó por subirse a la mesa y, resignada, le plantó cara a su adversaria.

Con mucha tranquilidad, Madame Falcon se desabrochó la blusa, dejó caer la falda a sus pies y lanzó la ropa al centro de la habitación. Resultaba difícil creer que aquella mujer pudiera tener setenta años. Su cuerpo, aunque un poco grueso, seguía estando robusto y prieto. Incluso la piel, particularmente vulnerable entre los senos y en la parte alta de los muslos, se conservaba sin arrugas.

—¿A qué espera, cariño? —dijo sarcásticamente—. ¿Acaso quiere que le aplaudan sin hacer ningún esfuerzo?

—¡Vamos, Mila! Ni que fueras tan tímida… —le espetó su prometido.

Herida en su orgullo, la joven empezó a bajarse rápidamente la cremallera del vestido, de un rojo llamativo, y se lo quitó. Luego lo lanzó, junto con la combinación, hacia su prometido.

—Vas a perder la exclusividad —previno a este mientras se desabrochaba el sujetador.

A continuación se quitó la ropa interior y, haciendo una ligera reverencia, se la ofreció al anciano Henry von A***.

—Guárdemelas un momento —dijo—. Temo que su hijo me las pierda. ¡Bueno!, ¿preparada, Madame Falcon?

—Desde luego, —contestó imperturbable la aludida—. Sólo quisiera pedir a estos señores que manifiesten su aprobación, si hay lugar a ello, como se hacía antiguamente en Rusia. Cuando bailábamos durante aquellas cenas, los hombres sacaban los penes y los golpeaban contra la mesa para mostrar que les gustaba. A la chica que no conseguía agradar se le regaba con agua o champán. No me malinterpreten. Si les pido esto, no es para provocar sino, sencillamente, como recuerdo de aquellos viejos tiempos.

Mientras hablaba, Madame Falcon se había desnudado por completo. La mesa estaba ahora rodeada de un grupo de hombres agitados y sobreexcitados. Nunca olvidaré el espectáculo que dio Karin a costa del viejo Henry, tratando en vano de ponerle a la altura de las circunstancias.

—Un pequeño esfuerzo, Henry —le animó ella con una risita nerviosa—. Esos diez centímetros no impresionan en absoluto. Y no es muy atento para con su invitada.

Estirada frente a él en una actitud provocativa, se quitó la túnica. Con el pecho al aire y enfundada en aquel pantalón dorado, estaba impresionante. Pero perdía su tiempo con Henry. Al darse cuenta de ello, le dijo:

—Lo siento. Tengo que ir a poner música. Pero no pierda la esperanza. Todo llega tarde o temprano.

Karin estaba muerta de risa cuando me la encontré al lado del tocadiscos.

—¿Qué me sugiere? —me preguntó—. ¿Qué tal si ponemos un bolero?

—Por el amor de Dios, no. Es demasiado lento —le contesté.

—Tenga en cuenta que ya no es una jovencita —dijo Karin.

—Es posible. Pero apuesto a que va a ganar.

—¿En verdad lo cree así?

—Me cortaría la cabeza. Ahora dese prisa. El público está impaciente. Si es posible, ponga una rumba muy movida.

Karin cogió un disco y lo puso en el plato. La música empezó a sonar en la habitación. Le pasé el brazo alrededor de la cintura a Karin y volvimos a la mesa en la que Mila y Madame Falcon bailaban ya. Estaba claro que Mila perdería, y por mucho. Sus contorsiones no eran nada prometedoras. Y, lo que era aún peor, le faltaba agilidad: se paseaba por la mesa con el cuerpo tieso como una estaca.

En cambio, Madame Falcon estaba ofreciendo un espectáculo extraordinario. Contorneándose hasta el punto de rozar con el pelo el borde de la mesa, mostraba su vientre liso ante las miradas del público. Cuando se erguía, contraía el ombligo con arte, lo hacía ondular, vibrar, luego daba vueltas y más vueltas con gracia, provocando a los asistentes con un lascivo movimiento de caderas. Los hombres parecían apreciar esta exhibición y golpeaban sobre la mesa tal como se les había dicho, dejándose llevar por la lujuria como una tribu de salvajes. Segura de su éxito, Madame Falcon se acercó contorneándose hasta Mila y se puso a bailar a su alrededor. Parecía movida por el ritmo obsesivo de la música. Sin duda alguna, trataba de vengarse de lo que había dicho Mila, pero en su danza no había mala idea. Al poco rato la chica parecía una autómata, una de esas jóvenes inexpresivas de los cabarets. Una vez más, Madame Falcon recorrió la mesa, ahora con la cabeza inclinada hacia el público. Sus manos revoloteaban lentamente, planeaban y a veces acariciaban los sexos que habían servido para aplaudirle.

En cuanto se acabó la música hubo una explosión de delirio. La anciana fue arrancada de la mesa por una maraña de admiradores entusiastas que luchaban por abrazarla y besarla. El alcalde, que se había alzado tan violentamente un poco antes contra la práctica pública de cierto tipo de actos, exclamaba:

—Es escandaloso, escandaloso, pero prodigioso. Este espectáculo merece una recompensa.

Y, tras quitarse una de las condecoraciones del esmoquin con un gesto de absurda galantería, la colocó en el monte de Venus de Madame Falcon.

—Señora, a partir de ahora le nombro miembro de la Orden de Santa Brígida —proclamó—, y sin duda es la primera vez en la historia que esta cinta se coloca en su lugar más idóneo. Ha estado usted genial.

Pero, antes de que aquel curioso personaje terminara de felicitarla, una mujer gritó:

—¡Miren! ¿Qué nos está preparando ahora Henry?

El anciano, haciendo equilibrios sobre una silla, estaba colocando ramas de muérdago en la lámpara de araña que iluminaba la habitación. Tras colgar la última rama, se bajó de las alturas y estrechó entre sus brazos al nuevo admirador de Madame Falcon.

—Caballero, no tengo palabras para expresar lo mucho que aprecio su gesto. ¡Es tan difícil en nuestros tiempos encontrar a un auténtico caballero! Le estaría muy agradecido si abriera el baile con Madame Falcon —y haciendo una reverencia a Karin añadió—: Estoy seguro de que nuestra encantadora anfitriona me perdonará el que haya usurpado de esta manera sus prerrogativas. Y a usted, caballero, no le está prohibido abrazar a mi compañera. Con esa intención he colgado estas ramas de muérdago. —Luego, volviéndose hacia Maurice, el anciano concluyó—: Creo que se impone un vals.

Y cuando empezaron a sonar los primeros acordes, condujo a Madame Falcon y a Jean hasta un espacio libre en el centro de la sala, se inclinó y volvió a mi lado.

—¿No es maravilloso, Coppens? —suspiró feliz.

—Maravilloso —aprobé.

—No quiero mirarles. Podría molestar —añadió.

El anciano Henry era un personaje francamente curioso. Su vocabulario, tan selecto, el énfasis y la afectación de su comportamiento contrastaban extrañamente con aquel rostro congestionado de viejo depravado y destrozado por el alcohol y el paso del tiempo y aquel miembro fláccido que tenía fuera de la bragueta. Tenía el aspecto de lo que era, un pobre hombre al final de una vida disoluta, pero tenía algo de natural y auténtico. Y yo no podía dejar de sentir una cierta simpatía hacia él. Conseguía revivir de tal forma el pasado que se podía aceptar de forma natural aquel anacronismo viviente, de la misma manera en que se perdona a las prima donna sus gestos desmesurados.

El pintor en el que me había fijado al llegar se nos acercó. Tras felicitar entre risas a Henry, me preguntó:

—¿Podría echarme una mano?

—No le entiendo, ¿a qué quiere que le ayude?

—Mire. Hemos reunido a un grupo en la galería. Me gustaría pintarles en acción, pero las posturas que han adoptado son deprimentes. En realidad, ninguno de los participantes parece tener ni la más remota idea de lo que es una pose. Allí sólo hay una masa informe de brazos y piernas que se mueven desordenadamente. Y así no puedo hacer nada. Le agradecería que pusiera un poco de orden en ese cuadro, me haría un gran favor.

—¿Qué pasa? —nos interrumpió Henry muy interesado.

—Ya se lo explicaré después —contestó el pintor—. Ahora tenemos mucha prisa. ¿Por qué no se acerca a la cocina para ver lo que está haciendo Mila?

—¿A la cocina? —preguntó Henry intrigado.

—Sí, está ayudando a la única muchacha estrecha de la fiesta a preparar sandwiches.

—¿Una puritana? ¿Aquí? —chilló Henry, cuya mirada se iluminó.

—Sí, alguien ha conseguido convencerla para que se desvistiera, pero no creo que acepte ir más lejos —prosiguió el pintor.

—Eso ya lo veremos —dijo Henry saliendo disparado hacia la cocina.

—¿Qué estará tramando? —murmuró el pintor.

—Creo, sencillamente, que el viejo Henry tiene ante una mujer inocente las mismas reacciones que un toro ante una tela roja. En cualquier caso, estoy prácticamente seguro de que conseguirá lo que se propone. Hay algo en su trasnochada forma de piropear que excita a cierto tipo de mujeres.

—De cualquier modo, ese hombre es impotente y sin solución —concluyó el pintor con cierto aire de superioridad.

Madame Falcon, que sin duda había oído estas últimas palabras, decidió que era el momento de intervenir en la conversación.

—Yo, en su lugar, no me atrevería a decir tanto —le previno. Y después de darle un beso en la mejilla prosiguió—: Para que te enteres, adorable idiota, existen múltiples maneras de arreglárselas. Pero ¿adónde se ha ido Henry?

—A la cocina —le contestó el pintor, molesto por el comentario.

—En fin, les ruego que me perdonen. Voy a darles una lección a esa pequeña calamidad de Mila y a la otra hipócrita cursilona.

Se dio media vuelta y, con paso decidido, fue hacia la cocina.

—¡Qué bruja! —dijo el pintor inclinando pensativamente la cabeza.

—Sé de alguien que va a pasar un mal rato —dije—. No me gustaría estar en el pellejo de Henry.

Alegrándose ante esta idea, el pintor añadió:

—Algo me dice que la mujer del diplomático va a tener que revisar rápidamente sus ideas sobre la sexualidad. La Falcon puede ser terriblemente mordaz si se lo propone.

—¿Por qué no la llama por su nombre? —dije.

—Porque se llama Beatriz. Para un viejo romántico como Henry, pase, pero a mí me suena casi como una incongruencia. Para mí, ella es el símbolo de la mujer que va a la caza, viciosa y hambrienta. No, decididamente prefiero llamarle Falcon. Es un nombre que le va a la perfección. ¡Dios mío! —exclamó—, ¡mi grupo!

—Por la hora que es, ya deben de haber terminado —pronostiqué.

De todos modos, quisimos asegurarnos y nos abrimos camino entre los invitados que bailaban y se besaban. En la galería, donde unos curiosos se habían agolpado, ocho invitados, entre los cuales estaba el alcalde, formaban todavía, bajo las instrucciones de Maurice, el cuadro viviente del que me había hablado el pintor. Entre gritos y risas, trataban de adoptar las poses ideales con las que soñaba Maurice. De repente, una mujer soltó un grito:

—Eres un estúpido, Maurice. La próxima vez será mejor que te busques a un grupo de acróbatas.

El pintor había abierto el cuaderno de dibujo y, de forma enfebrecida, dibujaba a grandes trazos.

—Maravilloso —murmuraba—, al fin surgen las ideas. Al final va a estar más conseguido que el dibujo del pergamino —y levantando la vista hacia los actores, rugió—: No tan deprisa, pedazo de idiotas, vais a fastidiar vuestro placer y mi trabajo.

Una mujer se había acercado y, para no perderse nada del espectáculo, se había arrodillado al lado del pintor.

—Parece usted un tanto egocéntrico —le dijo ella con voz melosa.

—Todos los artistas lo son —replicó el pintor de forma seca.

—Pero usted no es un artista —respondió ella inmediatamente en los mismos términos.

—¡Ah! ¿No? Llevo pintando cuarenta años.

—No lo dudo —prosiguió la joven mujer—. Pero un artista de verdad hace abstracción de sus pasiones, al menos mientras trabaja. En cambio, usted —avanzó la mano para tocar su miembro endurecido— se deja llevar por las emociones. Todo lo que conseguirá hacer, si lo hace, será sólo un reflejo trivial de la realidad. Estoy segura de que no tendrá ninguna profundidad, estará carente de inspiración.

—Déjeme tranquilo —le dijo furioso.

—¡Pero si no le estoy molestando! No parece que le moleste mi presencia en absoluto —replicó ella fríamente—. Además, ¿por qué se ha parado?

Mientras hablaba, la joven mujer acariciaba suavemente al pintor.

—¿Cómo quiere que trabaje mientras me masturba? —gruñó él.

—No es difícil. Vaya a sentarse al otro lado del grupo. Le prometo que no le seguiré. Me encuentro muy bien aquí. Pero haría bien en darse prisa, no creo que dure mucho.

En aquel momento, la pirámide humana se desmoronó.

—¿Lo ve? —añadió la joven mujer con voz melosa—, ya le había dicho que no es un artista de verdad.

El pintor había terminado corriéndose y, con tristeza, se quedó mirando el dibujo inacabado.

—¿Por qué me ha hecho esto, cariño? ¿Está segura de que no me odia?

La joven mujer se lo pensó un momento y respondió:

—No, no le odio, se lo aseguro. Pero no puedo soportar a los voyeurs. Si no hubiera mostrado tanto interés por este espectáculo, seguramente no habría reaccionado así. Sencillamente, he demostrado que es usted un voyeur. Y no creo que la reproducción de una orgía como la que acabamos de presenciar tenga valor artístico alguno. Sólo es una pálida copia. Podría haber hecho una fotografía. Semejantes prácticas son un insulto para la pintura. —Se calló, encendió un cigarrillo y luego se levantó—. Si quiere, podemos seguir discutiendo más tarde. Tengo ganas de beber algo.

Pensé que era una buena idea, y que una copa no haría daño a nadie.

El derrumbamiento de la pirámide había marcado el final de la orgía. Maurice y Karin tendrían que cuidar ahora de que la velada finalizara tranquilamente, sin las complicaciones y los remordimientos que originan a menudo semejantes excesos.

Muy oportunamente, las tres mujeres salieron de la cocina con montones de sandwiches. Henry iba detrás, con una bandeja cargada de humeantes tazas de café. Tenían todavía las mejillas sonrosadas, sobre todo la mujer del cónsul general, pero parecían tan felices y contentas que su llegada relajó el ambiente. Al pasar al lado de una chaise longue en la que una pareja se abrazaba apasionadamente, Henry golpeó ligeramente el hombro del hombre y dejó dos tazas de café en el suelo. Luego, acercándose a Mila, cogió del plato dos sandwiches y, de forma maternal, los puso con toda delicadeza al lado del café. Era admirable. Aquel anciano tenía una personalidad francamente muy atractiva.

—Daría lo que fuera por saber vuestros pensamientos —oí que me decían.

Me di la vuelta y vi a Maurice con una gran sonrisa.

—Qué, Maurice, ¿contento con la fiesta?

—Completamente satisfecho. Y, sobre todo, estoy muy contento de ver que el viejo Henry le inspira simpatía, ya que la mayoría de la gente le odia. Estoy feliz de que se hayan conocido. Por cierto, no deje de visitar su biblioteca. Es una maravilla. Aunque nunca pudo consagrarle mucho dinero, consiguió reuniría con mucho gusto y sabiduría. El resultado es sorprendente. Pero, aparte de todo esto, ¿qué opina de la fiesta?

—Muy lograda. Sin embargo, no puedo contener mis ganas de preguntarle por Jean.

—¿Se refiere al alcalde? ¿El que ha plantado la bandera en la vieja montaña? —me preguntó sonriendo.

—Sí, me estaba preguntando qué es lo que pensará mañana por la mañana.

—No sea ridículo, Coppens. Ese tipo de hombres no piensan. No son capaces de ello. De otro modo, no tendría el oficio que tiene.

La opinión de Maurice era demasiado brutal y me llamó la atención.

—El único que dice tonterías es usted, Maurice. Personas como el alcalde y el cónsul general tenían, hasta hoy, ideas muy firmes sobre la sexualidad. Ahora bien, a partir de las diez de esta noche, la mujer del cónsul ha tenido una nueva experiencia amorosa, el alcalde ha hecho el amor delante de todo el mundo, y, si no exagero, su propia mujer le ha eclipsado a usted. Después de todos estos acontecimientos, es natural preguntarse cómo reaccionarán cuando se despierten.

Antes de que Maurice pudiera responder, la joven que había desenmascarado al pintor intervino con voz melosa:

—Estas personas tienen la cabeza muy dura y no creo que el pequeño temblor sísmico propiciado por Maurice les haga cambiar sus principios morales. En unos días lo habrán asimilado. Está claro que pensarán en ello con nostalgia, pero volverán rápidamente a sus costumbres. Así se sentirán seguros y harán todo lo posible para que no vuelva a ocurrir. Les quedará un sentimiento de humillación, pero se lo quitarán de encima transformándolo en indignación o en hostilidad. Probablemente estén ahora mismo recuperando el dominio sobre sí mismos. Esta noche han mostrado su punto débil, y eso les resulta inconcebible. Las personas de esta clase no son realmente seres de carne y hueso. Y, sin embargo, ¿no es terrible que personas como ellos gobiernen el mundo? Pero, por otro lado, Armand, ¿qué sería de una sociedad dirigida por Maurice, usted mismo y yo? No duraría una semana.

Maurice le dijo que se callara haciendo un gesto con la mano.

—Se lo ruego. Estamos en una fiesta de cumpleaños y no en una ceremonia oficial. Pero ¿qué le pasa esta noche?

—Lo siento, Maurice —le contestó la joven mujer—. No quería resultar desagradable. Estoy un poco triste, sólo es eso.

—¿Triste?

—Sí. Dada mi inclinación por el erotismo, tan conocida, usted creía que disfrutaría mucho en esta fiesta, ¿no es cierto? Pues bien, no, incluso durante una orgía me gusta tener libertad a la hora de elegir compañero; ahora bien, sé perfectamente que eso es imposible. Una mujer desnuda es una agradable diversión para cualquier hombre, pero yo no puedo soportar que cualquiera me acaricie.

—Entonces, ¿a qué ha venido? —interrumpió Maurice.

—¡Qué pregunta! Estaba realmente dispuesta a participar en una de vuestras fiestecitas. De hecho, lo sigo estando. Y no me hubiera desagradado estar en el lugar de una de esas mujeres que, bajo los consejos de Henry y de Madame Falcon, se abandonaban a esos jueguecillos en la cocina. Pero tiemblo ante la idea de que un hombre para quien no significo nada, y que me resulta indiferente, pueda hacerme el amor por la sola y única razón de que en ese momento me encuentro a mano.

—Sobre este tema tiene usted no obstante, dos puntos de vista bastante contradictorios —le señalé.

—Y usted, Armand, ¿acaso no tiene también una actitud ambigua?

—Puede ser. Me gusta el erotismo tanto como a usted, pero, como una sola mujer no puede satisfacerme plenamente, vuelvo a caer irremisiblemente en este tipo de fiestas y ello con la única finalidad de abandonarme por completo al placer sexual. Mas, al contrario que usted, sé perfectamente que en semejantes circunstancias uno está obligado a renunciar a su personalidad. Además, una vez que la fiesta degenera en orgía, tengo que elegir entre, o bien irme para evitar que mi humor individualista no haga de mí un inútil estorbo, o bien sumergirme a cuerpo descubierto en el anonimato de una masa delirante. Uno quiere ambas cosas a la vez: conservar el propio carácter y abandonarse al desenfreno general. Pero las colectividades no reconocen a los individuos. Uno va al encuentro de amargas desilusiones. Creo que Maurice tiene razón; no tendría que acudir a orgías de este tipo.

—¿Realmente quiere decir —insistió ella— que si la amiga de Henry le hubiera pedido que le hiciera un cunnilingus hubiera accedido aunque le diera asco?

—Una vez más, no me ha entendido bien. Desde el momento en que decido abandonarme por completo, lo acepto todo. A partir de entonces ya no puedo elegir. Y usted tampoco. La base de su razonamiento es inaceptable. Por un lado quiere abandonarse y por otro conservar el libre arbitrio. La contradicción es flagrante, y, si no cambia, se encontrará en problemas mayores.

En aquel preciso instante, la Falcon irrumpió y, al oír mis últimas palabras, preguntó:

—¿Problemas? ¿Quién tiene problemas?

—¡Oh! Sólo Ellen —contestó Maurice con desenvoltura—. No consigue llegar a saber si debe preservar a toda costa su pequeña personalidad, o si puede renunciar a ella de vez en cuando.

Madame Falcon se quedó mirando a Ellen durante un momento.

—Tengo que confesar que no tiene pinta de hipócrita —le dijo.

Le corté de forma brutal:

—¡La hipocresía no tiene nada que ver con este asunto! Ellen es igual que un funambulista que se pusiera nervioso justo en medio de la cuerda. Si continúa, ¿llegará hasta el final o sufrirá una caída mortal? Está claro que hablando en términos morales. Y Ellen no puede tener preocupaciones. Quiere conservar a toda costa la libre elección de sus compañeros. Y esa exigencia, insisto, es imposible en este tipo de fiestas, ya que precisamente en el abandono total de cada uno de los participantes reside el misterio de la orgía. En resumen, sólo hará el amor si el compañero y las circunstancias le interesan.

—¿Tiene algo que decir la acusada en su defensa? —dijo irónicamente Maurice.

—La acusada sólo tiene una cosa que decir, y es que espera tener la suerte de hacer el amor con Armand lo más pronto posible, ya que tanto el compañero como el acto están muy lejos de desagradarle —contestó traviesamente, y añadió luego—: Y si nuestra amable anfitriona y su estrella bailarina desean asistir a nuestros retozos, a no ser que Armand se oponga, la acusada estará encantada de tener un público tan distinguido. Y ello, además, satisfará su gusto por el exhibicionismo.

Ellen y yo estábamos haciendo el amor cuando Maurice entró en la habitación.

—Siento interrumpirles —se excusó—, pero ¿no les importaría venir a despedir a algunos invitados que se van? No puedo soportar las despedidas furtivas. Estropea de alguna manera los momentos de placer y de ternura que hemos compartido. Al fin y al cabo, nadie ha venido anónimamente y no quiero que la gente se vaya de puntillas. ¿Están de acuerdo conmigo?

Se puso a reír ahogadamente. Nos separamos y seguimos a Maurice hasta la biblioteca. Llamaba la atención el contraste entre las personas preparadas para irse y nosotros, que estábamos completamente desnudos. El alcalde, que se había revelado como un hombre simpático y un amante muy aceptable, se había convertido, al volver a vestirse, en el individuo estúpido y suficiente que era al llegar. No se encontraba a gusto al lado de Karin, y trataba en vano de ignorar sus senos desnudos, que se balanceaban con gracia cada vez que hacía un gesto. Henry se acercó a él y le estrechó la mano.

—Encantado de haberle conocido, Monsieur —le dijo con su dignidad habitual—. Nunca olvidaré el momento en que ofreció esta condecoración a Madame Falcon. Estoy seguro de que la guardará como una joya. Y como tenemos más o menos la misma edad, quiero felicitarle por el despliegue de fuerzas y artes amatorias que ha demostrado esta noche. ¡Cómo me gustaría estar en su lugar! Pero ¡qué le vamos a hacer! —concluyó tristemente señalando su bajo vientre de pasada—: Témpora mutantur et nos mutamur cum illis. —Se volvió luego hacia la mujer del alcalde e, inclinándose ligeramente, le dijo—: Madame, reciba también mis felicitaciones. Usted y su querido esposo forman una pareja maravillosa. Cuando las observaba me decía que, decididamente, tienen muchos puntos en común.

Al oír aquellas palabras, se quedó paralizada, pero, involuntariamente o no, Henry ni se inmutó.

—Voy a dejarles, tengo que ir a limpiar la cocina. —El rostro de ella se vio teñido de tal expresión de horror que el propio Henry se dio cuenta—. ¡Oh, no!, no es lo que usted piensa. Ahora debo dejarles.

Con un gesto caballeresco y un tanto ridículo, besó la mano de la mujer del alcalde, que se quedó completamente desconcertada. Luego, se acercó al marido y le susurró:

—¿Con su permiso…?

Y, bruscamente, acarició los senos de su mujer. Luego, murmurando: «Divino, divino», se fue rápidamente hacia la cocina.

Mudos de asombro, la pareja nos estrechó la mano y se dirigió hacia la salida, seguida del pintor, del cónsul general y de su mujer.

—Espero no haber interrumpido sus retozos —dijo el pintor a Ellen.

—Me atrevería incluso a decir que los ha prolongado —dijo ella—. Y si algún día Armand y yo nos encontramos con humor, le permitiremos que haga algunos esbozos. Está claro que a condición de que no se quite los pantalones.

Este último comentario de Ellen hizo reír ahogadamente a la mujer del cónsul.

—Ya basta —interrumpió secamente su marido.

Y, dignamente, la condujo hasta el coche. Poco después, oímos unos bocinazos de impaciencia. El pintor dio las gracias rápidamente a Karin y a Maurice por su «interesante» fiesta y salió corriendo detrás del cónsul.

—¿Dónde están tus compañeros? —pregunté a Maurice.

—Han desaparecido mientras discutíamos sobre los problemas de Ellen. Un gesto de mala educación por su parte —recalcó.

—Me sorprende mucho. Sobre todo de Butin. No me lo esperaba, y menos de él.

—Vamos a tomar otra taza de café —propuso Karin—. Creo que Henry nos está preparando ahora algo de cenar. ¡Qué horror ese pintor! «Fiesta interesante», ¡desde luego! A ese horrible viejo voyeur no lo quiero volver a ver aquí, Maurice.

—No seas ridícula, Karin —suspiró Maurice—. Una orgía con personas de gustos parecidos sería tan aburrida y trivial como una incineración. Todo el mundo haría los mismos gestos y a la vez. Eso no me interesa. Lo que yo quiero es que discurra con alegría. Quizás el pintor, el alcalde y sus congéneres me odian, pero siempre les gustarán mis fiestas. Precisamente el hecho de que nuestras reacciones sean diferentes hace que las orgías nunca resulten monótonas. Incluso me atrevería a decir que son excepcionales.

»Tengo una gran amistad con Henry y la anciana Falcon, pero sobre todo les he invitado porque sabía que montarían un escándalo. No te enfades conmigo, Karin. No todos mis planes están fríamente calculados. Lo único que quiero es que todo el mundo esté contento a mi alrededor. Díganme francamente: ¿alguno de ustedes podría quedarse satisfecho con unas orgías triviales y prácticamente iguales? ¡No!

»Y ¿por qué? —prosiguió—. Porque una fiesta debe ir explotando por etapas. Por ello son indispensables tanto personas normales como desequilibradas. Si no hay escándalo, la orgía no tiene éxito. El caso es que a todo el mundo le gustan mucho nuestras fiestas. ¿Por qué preocuparse por esto o por lo otro cuando en conjunto ha resultado un éxito?

—De acuerdo —otorgó Karin—, me rindo. Has ganado.

—De eso nada —protestó Maurice—. No se trata de ganar o perder. Quiero que tú misma veas hasta qué punto lo que te digo es importante. Cuando Ellen se estaba ocupando del pintor…

—Te hubiera encantado estar en su lugar —le interrumpió Karin burlona.

—¿Cómo hubiera podido? —preguntó Maurice con indignación—. Estaba demasiado ocupado con mi grupo como para mirarles. En cualquier caso, considero que la técnica manual no presenta ni el más mínimo interés.

—¿Ah, sí? —dijo Ellen con toda tranquilidad. Las miradas de Maurice y de Karin se posaron a la vez sobre las finas manos que me acariciaban.

—¿Decía, Maurice?

—Está bien, Ellen. Me ocuparé de Maurice —dijo Karin riendo—. No les interrumpiremos una segunda vez.

Y finalmente Ellen y yo pudimos hacer el amor sin que nos molestaran.