A Boerema también le interesaban mucho los temas religiosos. Me comentó que en los Países Bajos existía la gama más curiosa de minorías religiosas de toda Europa, y creía que me resultaría muy instructivo conocer al dirigente de una de las más sorprendentes y pequeñas de estas sectas. La descripción que me hizo de P*** fue la de un estafador que se hacía pasar con éxito por un hombre honrado. De hecho, Boerema pensaba que era el único en su género, dadas sus excentricidades religiosas y eróticas.
En otro de los viajes que hice a los Países Bajos, Boerema se las arregló para que conociera a P***. Cuando acudí a la cita, reconocí con sorpresa que aquel individuo grande y rubio que se acercaba para recibirme era un hombre con el que me había cruzado con frecuencia a lo largo de los años. Mis relaciones con él se habían limitado a encuentros fortuitos en librerías especializadas, y sólo sabía que era un insaciable coleccionista de obras eróticas sobre homosexualidad. Por aquel entonces descubrí que compartíamos el mismo apasionado interés por el misticismo y, al filo del tiempo, llegamos a pasar alguna velada juntos. Tras largas conversaciones pude reconstruir la sorprendente vida de P***. Sin duda se trata de una historia excepcional y creo que deja claro los recursos excepcionales del personaje.
P*** siempre había vivido aprovechándose de las situaciones. Era inigualable en el arte de sacar el mayor partido a cualquier situación. Antes de la guerra vivía en Alkmaar, donde llevaba una existencia precaria, dando conferencias sobre ciencias ocultas y más concretamente sobre astrología. En cualquier caso, sus ingresos eran tan reducidos que cada vez tenía más dificultades para pagar el alquiler. Así pues, se trasladó a un pequeño hotel regentado por un enorme y obeso homosexual. Aquel gigante vivía con un anciano marinero de gran belleza, y los dos aceptaban en su hotel sólo a clientes de sexo masculino. En aquel lugar, el servicio era excepcional. Los dos hombres prestaban a sus huéspedes una atención casi maternal, llevándoles a la cama el desayuno y ocupándose de su ropa con gran esmero. Sin embargo, y en ello insistían mucho, sus clientes debían permanecer en el hotel estancias prolongadas. Entre hoteleros y huéspedes se establecían unas relaciones tan estrechas que, a finales de mes, cuando uno de estos últimos se encontraba en la imposibilidad de pagar la factura y tenía que abandonar el hotel, el gigante y su amante derramaban ríos de lágrimas a la hora de la despedida.
—Es más —me comentó mi amigo P***—, era extraño que trataran de seducir al cliente, salvo durante el carnaval, claro está. El carnaval era un pretexto para hacer fiestas en el hotel, donde la amable dirección repartía entre la clientela espléndidos disfraces. Luego, cada cual era libre de divertirse como quisiera. Pero ¿quién podría censurarles por ello? Al fin y al cabo, ¿qué otro sentido tiene el carnaval?
El disfraz que propusieron a P*** para el primer carnaval que pasó bajo su techo no fue de su agrado. Así que salió a la calle para recorrer las tiendas de ropa de segunda mano con la esperanza de encontrar un traje que le gustara más. De repente se encontró frente a una tienda en cuyo escaparate se exhibía una sotana. La prenda le dejó fascinado y entró inmediatamente en la tienda. Nada más hacerlo, se dio cuenta de que no estaba en una tienda de ropa de segunda mano, sino en una sastrería con todas las de la ley.
La sotana le iba como anillo al dedo. Le dijeron que podía alquilar y arreglar la prenda, y quedársela durante dos días. Salió de la tienda como un niño con zapatos nuevos, y, con un enorme paquete bajo el brazo, regresó al hotel.
—Me vestí el hábito religioso sin nada debajo, pues estábamos en carnaval, y me convertí a partir de aquel momento en un hombre nuevo. No podía contener mis ganas de pavonearme de un lado a otro de la habitación mientras me observaba en el espejo. Adoptada actitudes diferentes y posaba mirándome con admiración, lo que no tiene nada de sorprendente ya que había sido educado en la religión católica. Y, ¿sabe usted, Coppens? —continuó P***—, desde el momento en que me vestí el hábito religioso, todo sentimiento de concupiscencia, todas las ilusiones que me hacía con respecto a las orgías de la noche desaparecieron como por arte de magia. El hábito había hecho al monje. Por otro lado, estoy convencido de que nada de esto hubiera ocurrido si no hubiera llevado el hábito de la Iglesia rusa. Desde mi más tierna infancia me había sentido atraído por la Iglesia ortodoxa. Su clero tenía mucha más dignidad que cualquier otro. Los popes tienen un algo de grandeza que les hace francamente irresistibles para un temperamento homosexual. Tengo que reconocer que aquella noche no seguí el juego hasta el final; llegué a sentir bajo los faldones una mano descarada y juguetona, pero la gente estaba tan impresionada con el disfraz y la manera en que lo llevaba que me mantuve casto durante toda la fiesta.
Cuando finalizó el carnaval, P*** se dio cuenta de que nunca más podría separarse de la sotana; formaba parte de su personalidad. Era como si de repente hubiera descubierto por fin su lugar en la vida. Tuvo que decirle al sastre que se le había quemado el hábito durante las fiestas y este aceptó que le pagara una cantidad al mes. Un día me confesó:
—Es una de las pocas facturas que ha pagado en mi vida, y sin duda por razones religiosas.
A partir de entonces, P*** se convirtió en el padre P***. Era un hombre instruido y no le costó mucho esfuerzo adquirir unas nociones básicas de ruso. Aprendió a salmodiar oraciones en esta lengua y se inició en los dogmas de la Iglesia ortodoxa. Para completar su transformación, se dejó crecer una larga barba. Como es evidente, la gente se sorprendía de aquel brusco cambio, pero él eludía a sus preguntas y decía que había sido ordenado por la rama bizantina de la Iglesia gnóstica rusa de Turquía. Por suerte, nadie se atrevía a hacerle preguntas más concretas.
El gigante y su amante estaban encantados con la transformación de P***. Les parecía que daba un aire solemne y respetable a su establecimiento y le suplicaron que permaneciera allí gratuitamente. Haciendo aprecio de su amabilidad, P*** aceptó quedarse, tras lo cual insinuó que conocía un lugar en el que vendían, a un precio de risa, una auténtica cruz griega y un bastón con pomo de plata que representaba la cabeza dé Cristo. Conmovidos a la par que encantados, los hoteleros le proporcionaron ambos objetos y desde entonces podía verse al padre P*** con la brillante cruz de plata sobre el pecho y el maravilloso bastón balanceándose suavemente en su brazo. También cogió la costumbre de llevar un paquetito insignificante y decía con ironía que encerraba el espíritu del Señor. Y así fue como el padre P*** de la iglesia gnóstica ruso-bizantina se lanzó al mundo sin temor.
La experiencia me ha enseñado que un loco con imaginación arrastra siempre adeptos, y P*** no fue una excepción a la regla.
Su reputación creció con rapidez y reunió en torno a él a un pequeño grupo de discípulos. El dinero llegó con los fieles y enseguida tuvo el suficiente para construir una hermosa capilla donde empezó a celebrar misa. Sin embargo, no había abandonado sus prácticas homosexuales, y las autoridades sin duda habrían terminado por descubrir el fraude. Pero la suerte, si así puede decirse, estaba de su lado. P*** es realmente un personaje único, y la ocupación alemana de Holanda durante la segunda guerra mundial le favoreció en todos los sentidos.
—El segundo día de la invasión alemana —me contaba P***—, tenía que ir a La Haya para dar una conferencia sobre la incompatibilidad entre el Bien y el Mal, dos principios que emanan del mismo Dios eterno y perfecto. Este es sin duda uno de los problemas más espinosos de toda la teología. Imagínese cuánta fue mi angustia durante el viaje en tren, que, impresionado ante el espectáculo de los aviones derribados a ambos lados de la vía, me fue literalmente imposible conceder al tema la atención necesaria. Al llegar a La Haya, estaba de un humor de perros que en absoluto mejoró cuando me arrestaron. A unos cien metros de la llegada, en efecto, unos soldados holandeses, sin darme siquiera una explicación, me metieron en un furgón y me llevaron a la comisaría más próxima. ¡Sospechaban que yo era un espía alemán! Les expliqué que ya sabía que se habían enviado al país espías alemanes disfrazados de sacerdote, pero que ello no quería decir que yo formara parte de aquella expedición. Fue inútil. De todos modos, los rumores que circulaban entre la población, según los cuales todo el país estaba invadido por espías alemanes disfrazados de sacerdote y de enfermera, me parecían un tanto exagerados. Al final me metieron en una celda; allí permanecí durante cuatro horas, hasta que recibí la visita de un sacerdote, que se presentó como el padre Dominique, dirigente de la Iglesia católica rusa de los Países Bajos. Su atuendo era una réplica exacta del mío. Pensé que, tal como se estaban desarrollando los acontecimientos, más valía tomar la delantera. Así pues, antes de darle tiempo de decir una palabra, ataqué: «Si ha venido a poner en duda mi calidad de sacerdote, hermano, le pido que se vaya ahora mismo. La rama bizantina por la cual he sido ordenado no reconoce su autoridad».
»“Vaya, vaya, así que todavía existen estos bizantinos”, dijo sonriendo el padre Dominique; “creía que habían sido exterminados en la campaña de Armenia durante la primera guerra mundial”. Luego, me dio la espalda y continuó: “Este no es el momento de discusiones religiosas, hermano. Ya las tendremos en un momento más idóneo. Lo importante es decirle ahora al oficial de servicio que es usted sacerdote”.
»Me arrodillé y susurré una de esas oraciones rusas que había aprendido de memoria; luego, lentamente, hice la señal de la cruz y seguí al padre Dominique camino de la libertad.
»Tres días después mi país capitulaba, lo cual no cambió en nada la tranquila vida que llevaba. Mi estatuto de sacerdote era ahora reconocido por todos. De hecho, el día en que la policía hizo una redada en el hotel, esperando encontrar allí toda una serie de pruebas de que se practicaban actos inmorales, me bastó con afirmar que eso era totalmente falso para que se me creyera al pie de la letra. Tuve que reconocer, claro está, que la clientela y el personal eran homosexuales, pero me hice responsable del buen comportamiento y respetabilidad del lugar. A partir de aquel día, el gigante y su amante insistieron en llamarme “padre”. Luego me confesaron que, hablando con la policía, había dado una imagen tan noble y digna que les había conmovido, al menos en aquel momento.
Pero todos aquellos momentos de gloria no eran nada comparados con el golpe maestro que P*** daría más adelante. En cuanto los alemanes declararon la guerra a Rusia, aprovechó para ir a La Haya y conseguir una entrevista con las autoridades alemanas. Allí explicó que, al haberse interrumpido las relaciones con Rusia, ya no estaba bajo las órdenes de sus superiores y no podía ya contar con su ayuda espiritual. Para colmo de desgracias, añadió, le habían suspendido su asignación mensual y no sabía cómo podría atender ahora las necesidades de la comunidad. Los alemanes estaban en aquella época muy a favor de una cooperación más estrecha con los países bálticos y con Ucrania, convencidos de que las simpatías de sus habitantes se decantaban hacia los enemigos del comunismo. Y la Iglesia, con toda evidencia, podría convertirse fácilmente en el estandarte de la lucha contra los soviéticos. Que P*** representara a la propia Iglesia gnóstica rusa no hizo sino reforzar, a los ojos de los alemanes, la evidente utilidad de su persona. Tras aquella entrevista le concedieron una asignación mensual para mantener y ampliar su comunidad gnóstica.
P*** nunca se excedió ni abusó de la ocasión. Sus ingresos eran más que suficientes, y de vez en cuando iba a pedir consejo a los alemanes sobre problemas insignificantes con el fin de dar a su fraude un aire de verdad. Y estos últimos le ofrecían a cambio donaciones para adornar la capilla.
—Enseguida se convirtió en una preciosa capilla —recordó—. Pero no tardaron en surgir, como era de esperar, toda una serie de problemas.
—¿Qué problemas? —le interrumpí.
—Bueno, por ejemplo, al durar tanto la guerra, la comida, el tabaco y el alcohol se convirtieron en algo tan caro como escaso. El dueño del hotel me había explicado un día cómo se destila el alcohol. Luego había añadido que, de hecho, se podía cambiar el alcohol por cualquier otro producto. Reflexioné seriamente en todo lo que me había dicho. ¿Por qué no convertirme en destilador? ¿Acaso mi pequeña capilla no podría albergar un alambique? Además, enseguida caí en la cuenta de que a la policía nunca se le ocurriría hacer una redada en una iglesia; eso me daba claramente una extraordinaria ventaja sobre los demás destiladores clandestinos. Y si por alguna desgraciada casualidad, me llegaran a descubrir el invento, siempre podría decir que el alcohol me era indispensable. En aquella época, era prácticamente imposible conseguir vino de misa. ¿Qué otra solución más lógica que la de sustituir el vino por alcohol? Al fin y al cabo, era sacerdote, ¿no es cierto?, y tenía unos deberes para con mis fieles. Pero, como enseguida pude constatar, este tipo de negocio se convierte rápidamente en algo imposible de controlar. Antes de darme cuenta de ello, ya estaba a la cabeza de un negocio floreciente y en plena expansión. Sin embargo, no obtenía muchos beneficios. La mayor parte de la producción de alcohol la cambiaba por comida, tabaco y ropa, y casi toda la distribuía entre los pobres de la parroquia. Pero empezaron a correr rumores sobre mis actividades y los individuos más dudosos, los encargados de bares, los proxenetas, prostitutas, e incluso los dueños de los prostíbulos, todos ellos interesados por lo que producía, no tardaron en venir a comprar. No me atrevía a rechazar ningún pedido, por temor a una denuncia anónima. Semejantes prácticas lamentables eran por desgracia moneda corriente bajo la ocupación, y traté de satisfacer a todo el mundo, pero era plenamente consciente de que eso sólo me ocasionaría pérdidas. Así pues no me sentí particularmente sorprendido cuando, un día, la policía hizo una redada en la capilla.
»Los policías se quedaron anonadados al descubrir una destilería detrás del altar mayor. No podían dar crédito a sus ojos. Enseguida me di cuenta de que la historia que había preparado para salir del paso en caso de que ocurriera alguna eventualidad no les engañaría por mucho tiempo. Decidí cambiar de táctica; eludí en la medida de lo posible sus preguntas, a la vez que daba a entender con toda tranquilidad que los alemanes eran mis mejores clientes. A fin de poner en evidencia el carácter cordial de mis relaciones con las autoridades alemanes de La Haya, precisé que mi producción de «detrás del altar» era muy apreciada por aquellos señores. Poco antes, además, había tomado la precaución de colocar en una de las paredes de la capilla un mapa enorme de la Europa del Este en el que iba marcando minuciosamente los avances alemanes. Gracias a ello, los policías actuaron con tacto, contentándose con confiscar el alambique y la reserva de alcohol. Por otro lado, aceptaron con gran amabilidad devolverme las pocas botellas de vino de misa que habían confiscado con todo lo demás. Se lo agradecí en el alma. Pero, sea como fuere, sabía que a partir de ahora estaba fichado y que acabarían pillándome.
»Ahora bien, Coppens, como usted sabe, yo soy, por naturaleza, homosexual. Sin embargo, desde que me inicié en la vida religiosa, aquellas inclinaciones quedaron en parte adormecidas. No obstante, está claro que no se puede luchar contra la naturaleza. Y los instintos afloran cuando menos se lo espera uno; aquello fue lo que me ocurrió.
»Los acólitos que me ayudaban en la celebración de la misa eran generalmente hombres de edad, pues nuestra Iglesia no atraía en absoluto a los jóvenes. Uno de mis ayudantes tenía un hijo. Este chico, de unos trece años cuando su padre se unió a nuestra comunidad, tenía ya dieciocho años hacia el final de la guerra. Se había hecho muy atractivo y le pregunté un día a su padre si aceptaría que su hijo viniera también a ayudarme. Aún recuerdo lo honrado que se sintió el hombre ante mi proposición. Casi se le saltaban las lágrimas. Dado que el chico venía a confesarse con frecuencia, yo tenía ya un profundo conocimiento de su personalidad; eso me permitió maniobrar con delicadeza y sin correr riesgo alguno. En resumen, se convirtió a la vez en mi ayudante y en mi amante. Por desgracia, fue el primer error que cometí, y además de importancia. Quería mostrarme seguro frente a él, ya que era plenamente consciente de la diferencia de edad que había entre los dos, y necesitaba a toda costa que aquel chico se sintiese impresionado. En un arranque de vanidad insensato, le hablé de la destilería que la policía me había confiscado. Rápidamente, aquel chico tan lanzado me propuso que volviera a destilar. Está caro que me negué, e incluso evité seguir hablando de ello, lo cual le puso de muy mal humor. Ni siquiera estaba seguro, me dijo, de quererme todavía. Evidentemente, yo sabía que estaba haciendo teatro. Es un truco tan viejo como el mundo. Pero no tenía fuerzas para resistirme y caí en la trampa que me tendía. Como si se tratara de mi primer gran amor, cedí. Fabricamos pues un nuevo alambique, y en poco tiempo nuestra producción se hizo importante. Mi amante era tan codicioso como bello. La producción de alcohol iba en aumento. Había mucho movimiento de dinero. Me olía la catástrofe, pero no podía hacer nada para evitarla. Si renunciaba, perdería en el acto al amante que tanto apreciaba. Y era una decisión que me sentía incapaz de tomar —añadió bajando tristemente la cabeza.
—Debió de llevar una vida maravillosa en aquella época —señalé.
—No sé, no sé —repitió pensativo—. La incertidumbre que tenía con respecto a los sentimientos de mi amante me ponía nervioso y me agotaba. Las cosas estaban ya tan complicadas antes de que entrara en mi vida que su presencia no la arregló en nada, sino todo lo contrario. Voy a tratar de explicárselo; pero, como no sabe nada de nuestras condiciones de vida durante la segunda mitad de la guerra, le costará entender la situación.
»Durante los últimos meses del conflicto, los habitantes de Alkmaar no sólo se morían de hambre, sino que además tenían que sobrevivir sin gas ni electricidad. Los hospitales, los colaboradores y las autoridades locales eran los únicos que disfrutaban de gas y electricidad, e incluso ellos sufrían severos racionamientos. En cuanto al carbón, era completamente imposible conseguir. En la capilla, claro está, no teníamos ni calefacción ni luz. Había que encontrar a toda costa una solución. Tras mucho reflexionar, me dije que la situación era lo bastante grave para que me arriesgara a viajar de nuevo a La Haya. Solicité una entrevista con las autoridades alemanas, que me fue concedida. Les expliqué que el dinero que tan generosamente me habían otorgado era insuficiente para cubrir los gastos. Por otra parte, los fieles, la mayoría de avanzada edad, no pudiendo soportar el frío glacial que hacía allí, acudían cada vez con menos frecuencia. También les dije que la comunidad vivía con el temor de la llegada de los «rojos», y les aterrorizaba la idea de que la capilla fuera pronto arrasada por aquellos invasores. Señalé igualmente que mis fieles siempre habían esperado y creído en la victoria de Alemania, y, si queríamos conservar intacta esta fe, era necesario que pudieran volver a la capilla.
»Quiero que me entienda bien. No solicité ningún trato especial para mí, ni ningún privilegio para mis parroquianos. Sólo, si fuera posible, un poco más de electricidad. Debí de convencerles, ya que me concedieron un permiso para que me suministraran electricidad, durante dos horas, todos los viernes y sábados por la noche, así como tres horas el domingo por la mañana. Las autoridades de Alkmaar se quedaron anonadadas cuando les presenté la autorización. Por un momento creí que al funcionario encargado de mi asunto iba a darle algo cuando leyó el último párrafo, por el cual se me asignaban veinticinco velas todas las semanas.
Le interrumpí para preguntarle:
—Pero ¿en serio que había pedido velas?
—Naturalmente. Creo que no ha terminado de entender mi plan —contestó, mirándome a los ojos—. Mire, en realidad, mi capilla no necesitaba calefacción. Los parroquianos traían algunos trozos de carbón y, como la capilla era muy pequeña, resultaba más que suficiente para calentarla rápidamente. Había montado toda aquella historia con la única finalidad de obtener la electricidad necesaria para la destilería. Y como el alambique consumía toda la electricidad que me concedían, necesitaba velas para iluminar la capilla. Así, pues, había resuelto la cuestión más delicada, pero todavía me faltaba comprobar si podía destilar de una forma eficaz en sólo siete horas. Y necesitaba, en segundo lugar, encontrar un modo de realizar paralelamente las ceremonias religiosas y la destilación de ginebra en la sacristía sin que la asistencia sospechara nada.
»Expuse el primer problema a mis amigos los hoteleros, que me confirmaron que ello era posible. Pero el segundo era, desde luego, más difícil de resolver. El proceso de la destilación puede hacer mucho ruido y, aunque la misa se celebre en medio de una gran algarabía, durante las horas de confesión reina un silencio absoluto a fin de que los parroquianos hagan con tranquilidad su examen de conciencia.
»Adopté la siguiente táctica. Dada mi confianza total en el amigo del hotelero, le hice mi ayudante de forma provisional. Preparé luego, especialmente para las horas de la confesión, una ceremonia de devoción. Mis dos acólitos se dirigían a los asistentes recitando oraciones y ellos les respondían en el mismo tono. Era una especie de preparación religiosa antes de la confesión propiamente dicha, y tengo que decir que mis parroquianos entraron en el juego con mucha convicción. Aquello les entretenía mientras esperaban su turno para confesarse, y ya no tenían que torturarse el alma tratando de recordar sus pecados.
»Al principio todo fue sobre ruedas, aunque, la verdad sea dicha, estuve a punto de volverme loco. Imagínese por un momento a esos dos pillos chapurreando una jerga seudorrusa sin sentido y entonando la voz al ritmo de los distintos ruidos, gluglús y gorgoteos del alambique. Tan pronto mascullaban sin parar como gritaban hasta desgañitarse para amortiguar el estrépito. Mientras, detrás del altar, el gigante trabajaba lo más deprisa posible para obtener la máxima cantidad de ginebra, teniendo en cuenta el poco tiempo de que disponíamos. En realidad, cuando más sufría era durante la celebración de la misa. El marino llegó a pasar detrás del altar mientras yo oficiaba la misa. Y entonces se les podía oír, al hotelero y a él, contarse historias verdes o entregarse a fantasías sexuales. Un día, nunca lo olvidaré aunque viva cien años, hubo una explosión impresionante. Dejé al otro acólito que literalmente vociferaba sus oraciones y me precipité detrás del altar para encontrarme a los dos amantes muertos de risa. Le explicaré lo que ocurrió. El gigante, en un momento de gran excitación, se había bajado los pantalones, mientras le hacía una mamada a su amiguito en ese momento. Una de las retortas del alambique había explotado, y la ginebra hirviente le había salpicado las nalgas desnudas e incluso partes todavía más íntimas de su anatomía. Aquella era la causa de su risa loca, entrecortada por gemidos y juramentos, mientras trataba de calmar el dolor de las quemaduras. En cuanto a la sacristía, querido Coppens, apestaba tanto a ginebra que aquello parecía una bodega.
»En una época normal, yo también hubiera apreciado el lado cómico de la escena. Pero, en aquel momento, estaba fuera de mis casillas. Todos tratábamos de sacar adelante un pequeño negocio en medio de grandes dificultades que, bien que mal, había conseguido superar, y sólo nos faltaba que esos dos imbéciles (que sin embargo, recuerde, tenían un hotel entero para ellos solos) hicieran peligrar el asunto por querer satisfacer sus deseos sexuales en el momento más inoportuno y en el lugar más incómodo. El gigante se mereció su castigo, pues debió haber sido un poco menos descuidado. En un momento pudo haber echado abajo el trabajo de varios meses. Volví a toda velocidad adonde se encontraban los fieles y agité frenéticamente el incensario para intentar mitigar el olor a ginebra. A pesar del visible malestar de algunos parroquianos, me esforcé en recrear el ambiente de piedad que corresponde a una capilla.
»Nos habíamos librado de una buena. Después de esta aventura, sin embargo, al menor ruido durante la misa me entraba tal terror que no podía controlarme. Por suerte, mis amigos aprendieron la lección y se dieron cuenta de que tenían que ser prudentes. A partir de entonces, seguimos destilando sin demasiados problemas.
»Y luego todo volvió a empezar. Como en la primera ocasión, comenzamos a tener demasiados clientes, y yo sabía que esta afluencia sería nuestra perdición. Ya no desconfiaba de aquellos que se dedicaban al mercado negro en los bares y en los burdeles. Sabía que les interesaba tanto como a mí guardar el secreto. Sin embargo, desconfiaba de algunos artistas e intelectuales, a quienes no les atraía tanto la ginebra como la asociación insólita de mis ocupaciones. Porque, como bien se podrá imaginar, los comentarios iban en aumento.
»Como ya le he dicho, Coppens, yo era consciente del peligro, pero no podía hacer nada para prevenirlo. Un domingo por la mañana, antes de la misa, mi amante y yo vigilábamos la destilación y, aprovechando el tiempo que nos quedaba antes de que acabara la operación, hacíamos el amor, cuando llegó la policía. En esta ocasión, el cargo que se nos imputaba era doble: corrupción de un menor y destilación ilícita de alcohol. Pero, una vez más, la suerte me acompañó. Aquel chico a quien tan a menudo había despreciado, aunque le amara locamente, dio muestras de una gran lealtad e inteligencia. No hizo ninguna alusión al papel que el gigante y su amante desempeñaban en el negocio y, por iniciativa propia, reconoció sinceramente que se acostaba conmigo porque me quería. En cuanto a su padre, este luchó con todas sus fuerzas para defender, no sólo la reputación de su hijo, sino también, de paso, la de la parroquia y la mía. En realidad, sabía positivamente que su celo con respecto a mí no era desinteresado. Como puede usted comprender, se trataba de la reputación de la comunidad, y cualquier acusación contra ella le hubiera afectado de rebote, y en cualquier caso yo cumplía correctamente con mis funciones de sacerdote. El chico dijo a la policía que él me había obligado mediante chantaje a volver al asunto de la destilación, amenazándome con no concederme sus favores. Lo que, de hecho, era la pura realidad.
»Como al fin y al cabo era la primera vez que se me acusaba de inmoralidad, y todos, incluido el propio padre del chico, culpaban a este último más que a mí, la policía abandonó una vez más sus persecuciones. Claro está que me pusieron una multa por fabricación ilegal de alcohol, pero, pásmese, la parroquia se encargó de pagarla. Conmovedor, ¿no? Por otro lado, se cerró la capilla durante tres meses. Ahora bien, y esto le parecerá increíble, cuando volví a abrirla, todos los fieles, con el chico y su padre a la cabeza, estaban allí. Recibí tal cantidad de donativos que pude comprar un segundo altar, que consagré, con toda la intención, a la redención de los pecados.
»Poco tiempo después se acabó la guerra y me encontré una vez más sin un céntimo. ¡Oh!, desde luego que recibía pequeñas cantidades de dinero de mis parroquianos, pero necesitaba mucho más para llevar el tren de vida a que estaba acostumbrado. No podía soportar la idea de volver a la astrología para ganarme la vida. Al embutirme en este hábito, alquilado para una noche loca de carnaval, me había acostumbrado a un estilo de vida más espiritual. Dicho de otro modo, había sido un estafador, pero me había convertido en un hombre respetable y de total confianza.
»¿Qué otra salida me quedaba salvo volver a La Haya? —continuaba P***—. Esta vez fui al Ministerio de Cultura y expuse una vez más mi situación. El clima era favorable. Las autoridades comprendían que la liberación debía ir acompañada de una tolerancia y de un espíritu de comprensión mutuos. Los privilegios que a nadie se le hubiera ocurrido reclamar antes de la guerra eran ahora concedidos como algo usual y a las personas más increíbles. Sabía que esta vena de generosidad no duraría mucho, y tenía que aprovechar la ocasión. El funcionario que me recibió se desternillaba cuando le conté mi insignificante contratiempo con el padre Dominique y me preguntó si no habíamos tenido desde entonces la ocasión de confrontar nuestros puntos de vista en materia teológica. Le contesté con gran aplomo que, a no ser que recibiera la autorización de mis superiores, me estaba prohibido entablar cualquier discusión de carácter teológico con el mencionado padre, y le pedí su comprensión y su respeto hacia esta costumbre.
»El funcionario, no obstante, volvió a ponerse serio al escuchar la continuación de la historia, pero cuando llegué al episodio del mapa de la Europa del Este que había puesto en la pared de la capilla, se le alegró la cara. Le expliqué que aunque una cara del mapa indicaba el avance alemán, en el dorso había una relación detallada de las posiciones de los aliados, que conocíamos gracias a que captábamos las ondas de la radio inglesa. Aquí estuve ingenioso, ya que luego supe que el hombre sospechaba que había aceptado dinero de las fuerzas de ocupación. Naturalmente, comprendió mi punto de vista, y admitió que era preferible la supervivencia de una comunidad, aun costeada por el enemigo, que su desaparición. Tras informarse sobre algunas cuestiones de la Iglesia gnóstica ruso-bizantina, nos despedimos y regresé a Alkmaar. Dos semanas después, recibí una carta del Ministerio por la que se me informaba de que me seguirían concediendo una asignación mensual, tras haber corroborado que mi comunidad contribuía decididamente al bienestar intelectual y moral de la sociedad. Como en la investigación el ministro había tenido dificultades para remontarse hasta los orígenes de la Iglesia gnóstica ruso-bizantina, me pedían un resumen de su historia y de sus dogmas. Por suerte, con la carta adjuntaban el primer cheque…
»Fue entonces, querido Coppens, cuando cometí el error más grande de mi vida; un error tan grave que me costó los ingresos, la capilla, la función y los placeres carnales a los que accedía tan fácilmente gracias a mi posición.
—Pero ¿cómo? —le pregunté—. Más bien parecía que su porvenir estaba más asegurado que nunca. Si el Ministerio le envió un cheque, eso significaba que reconocía teórica y prácticamente la existencia de la Iglesia gnóstica ruso-bizantina.
—Estoy completamente de acuerdo con usted —me contestó—. De hecho, pienso que si todo empezó a ir mal se debió al horror que me producen las complicaciones. Los últimos altercados con la policía, y más concretamente el asunto relacionado con las buenas costumbres, me habían hundido realmente. Comprendí que tenía que acabar con las prácticas homosexuales. Naturalmente, no ignoraba que las relaciones entre adultos elegidas libremente no constituían un ultraje a las costumbres en los Países Bajos, pero aquello era un consuelo mínimo. Por un lado, los hombres mayores de edad me dejaban completamente indiferente. Y, por otro lado, ¿cómo probar que un chico que afirma tener veintiún años dice realmente la verdad? ¿Habría que pedirle su partida de nacimiento antes de meterse en la cama con él? Además, ya no me sentía relajado. Cada vez que hacía el amor con alguien sin conocer exactamente su edad, me quedaba impotente y temblaba de miedo. Sentía como si la mano de un policía estuviera a punto de caer sobre mí. Ya se lo he dicho, odio las complicaciones. Así que decidí renunciar a la homosexualidad de una vez por todas antes que quedarme definitivamente impotente o acabar en la cárcel.
—¿Ha lamentado alguna vez esta decisión? —inquirí.
—No —contestó, y de repente soltó una fuerte carcajada—. Pero aun así lo perdí todo tres años después. Ironías del destino, ¿no le parece? Podría haberme ahorrado este mal trago. En verdad, la vida no es sencilla.
Sinceramente, le di la razón, y él prosiguió:
—Entonces, pensé que podría sustituir las actividades homosexuales por una mayor dedicación a los deberes religiosos, y luego quise probar la flagelación. Mi idea se basaba en la propia naturaleza del oficio que había elegido. Me percaté de que la piedad, la pedagogía y la penitencia, factores intrínsecos al sacerdocio, favorecían el paso de la homosexualidad a la flagelación, y más aún teniendo en cuenta que estas dos prácticas están relacionadas por igual con el culto a las nalgas. Me interesé primero por algunas jóvenes de la parroquia. Les hice preguntas cada vez más personales en el confesionario y me sorprendió muchísimo la franqueza con que aquellas criaturas me confesaban sus problemas y deseos más íntimos. Descubrí que la sexualidad no conlleva vergüenza ni inhibición en las mujeres y que es mucho más fácil seducir a una muchacha que al chico más atrevido. Incluso llegué a constatar que mis penitentes hallaban un perverso placer en desvelarle los secretos más íntimos sobre su vida sexual a un representante de Dios. Fui ampliando progresivamente mi influencia. A las mujeres que venían regularmente a confesar sus pecados carnales les advertí que la oración y el ayuno no eran suficientes como expiación, y que, si por ejemplo vivieran en España o en Sudamérica, habrían recibido una buena tanda de latigazos. De esta manera pude comprobar sus reacciones, y cuando dejaron de escandalizarse e indignarse ante mis comentarios, decidí tomar las riendas del asunto, tanto en el sentido propio como en el figurado.
»En este espíritu, cuando otra penitente vino a mí para confesar pecados de la carne (es más, aún hoy me pregunto si no se inventaban de cabo a rabo todas aquellas historias para nuestro mutuo deleite), le dije que volviera a la capilla el domingo por la noche. La recibí en la sacristía y le reproché severamente sus horribles pecados. Pareció sinceramente arrepentida; quizás estaba simplemente excitada, no sabría decirlo, pero cuando le ordené que se desvistiera, diciéndole que sus faltas eran tan abominables que debían ser sancionadas con la máxima severidad, obedeció sin rechistar. Poco después estaba desnuda ante mis ojos.
»Le ordené que se tendiera sobre una silla, cogí un látigo de cuero ligero que el marino había fabricado para mí, y le asesté veintiún latigazos en las nalgas. No empezó a retorcerse hasta el final del castigo, pero de su boca no salió un solo grito ni una protesta. Debo decir que tampoco le di con mucha fuerza. Ciertamente, le habían quedado marcas en las nalgas, pero estaba completamente seguro de que a la mañana siguiente no le quedaría la más mínima señal del castigo.
»No sé si mis parroquianas tenían una especial confianza entre ellas o si cotilleaban más de lo habitual, pero, a partir de aquella noche, todas estaban al corriente de la penitencia a base de latigazos y ninguna se mostraba en desacuerdo. Al poco tiempo me encontré en la misma situación que en el caso de la destilería: tenía demasiadas “clientas”. No tardé en sentirme más como un verdugo que como un sacerdote. Tampoco podía dejarlo, pues cada vez me daba más gusto. Naturalmente, había pechos y nalgas que no me atraían en absoluto, y trataba de persuadir a sus propietarias de que, en su caso, la oración y el ayuno eran más que suficientes. Con ello cometí un error de táctica, flagrante. Se lo tomaron muy a mal y me acusaron abiertamente de favoritismo.
»De esta manera, la flagelación se convirtió en parte integrante de los ritos de nuestra capilla. Y todos los intentos por exorcizar los demonios que yo mismo había invocado fueron vanos.
»Por supuesto, los amigos hoteleros me aconsejaron que delegara en ellos mis poderes. Rechacé su ofrecimiento con toda la delicadeza de que fui capaz. ¡La situación era ya bastante complicada sin ellos! Entonces un grupo de mujeres vino a verme para proponerme que se hicieran castigos colectivos ante el altar de la expiación. De entrada, la idea me gustó; me pareció la ocasión de evitar las rivalidades y las intrigas que amenazaban entonces a nuestra pequeña comunidad.
»Aunque viva cien años, nunca olvidaré aquella primera noche. La única iluminación de la capilla eran las velas. Mis dos encantadores acólitos rezaban en voz baja al lado del altar mientras yo pronunciaba un conmovedor sermón sobre el pecado original y la eficacia del castigo corporal para lavar los pecados. Debía de ser un espectáculo impresionante, ya que terminé mi perorata en medio de un silencio absoluto. En aquel preciso momento, el hotelero ejecutaba en el órgano los primeros acordes de un himno religioso. Sospechaba que se había instalado en el fondo de la capilla para no perderse nada de lo que ocurriera. Invité entonces a las mujeres a que avanzaran un paso y se desvistieran si estaban dispuestas a expiar sus faltas. Eran dieciocho, y todas, sin excepción, avanzaron y se desnudaron. Con el aliento entrecortado, los hombres seguían la escena mientras yo pasaba revista a la fila de mujeres desnudas, arrodilladas ante la balaustrada del altar. Luego, empecé a darles latigazos.
»Fue sin duda un espectáculo fascinante. Tengo que confesarle que sólo el hecho de pegarles me había puesto en estado de erección. Tuve cuidado con no dar latigazos demasiado fuertes a las mujeres de edad y me detuve en seco cuando uno de los traseros se puso a temblar. Aún desnudas, las mujeres volvieron a sus asientos. Entonces invité a los hombres a que dieran un paso al frente si querían expiar sus faltas. La mayoría de ellos lo hizo, y poco después me hallaba de nuevo con el látigo en la mano. Esta vez me sentí mucho más excitado y me di cuenta de que mis inclinaciones homosexuales estaban todavía muy despiertas. Mi excitación me dio audacia y, sin transición alguna y de forma brusca, di por finalizada la sesión. Entonces pedí a las mujeres que subieran al altar y golpearan con sus propias manos las nalgas de los hombres. A continuación, ordené invertir los papeles y, mientras los hombres golpeaban aquellos culos levantados, sentí que la tensión había alcanzado el punto máximo. Elegí a una de las mujeres más atractivas, aunque hubiera preferido mucho más a uno de mis acólitos, y me dispuse a follarla en el mismo suelo. Era la señal que todos esperaban y mis ejercicios de castigo colectivo acabaron en una auténtica orgía.
»Después de aquella noche memorable, las rivalidades y enemistades personales cesaron por un tiempo. Durante aquel período conseguí recuperar el control de la parroquia. Pero, una vez agotado el atractivo de la novedad, los problemas surgieron de nuevo y volvieron a propagarse los rumores. Como le he dicho, me resultaba imposible satisfacer todas las demandas. Era demasiado para mí. El rebaño de fieles, en su fanatismo religioso, se dio cuenta enseguida de que participaba con poca convicción en las actividades de la capilla. La veneración que me profesaban se convirtió progresivamente en una irritación y un descontento abiertamente declarados. ¡Imagínese! Los había traicionado, o al menos eso era lo que pensaban. E intuía que la hora de la venganza estaba cerca. Reinaba una atmósfera de justicia inmanente, pero no trataba de sustraerme a ella. Era un fatalista y, sencillamente, seguía cumpliendo con mis obligaciones.
»Lo que más lamento, incluso ahora, es que el momento de la expiación transcurrió sin pena ni gloria. Fue vulgar, mezquino, un insulto a los momentos de éxtasis que mis parroquianos y yo habíamos compartido. Fíjese, Coppens, me cogieron en «flagrante delito»: estaba dando latigazos a dos mujeres en la sacristía. Me detuvieron bajo la doble acusación de coacción moral y de conducta inmoral. De todas maneras, para la policía era un caso difícil, ya que se trataba de tres adultos responsables de sus actos que, en un lugar privado, habían tenido una conducta reprensible. Dicho sea de paso, si la flagelación hubiera tenido lugar en la misma capilla, un lugar público, y no en la sacristía, el caso hubiera sido diferente. También la coacción moral era difícil de probar, ya que el desarrollo regular de orgías, en sí mismo de importancia secundaria, probaba que el elemento erótico de nuestras devociones había sido aceptado por los fíeles con total conocimiento de causa. Sugerí que la flagelación y las orgías eran un intento para sustraerse del mundo exterior y alcanzar así un estado de gracia. Al fin y al cabo, ¿de qué otra forma se podía explicar que adultos de ambos sexos hubieran aceptado, durante tres años y sin rechistar, semejantes ritos?
»No tengo la menor idea de lo que la policía pensó en realidad sobre el asunto, pero, por tercera vez, la acusación que me dirigieron no tuvo consecuencias; es más, tengo que reconocer que me benefició. De todas formas, se cerró definitivamente la capilla y desapareció la parroquia. No había que pensar en una nueva apertura. Ya se sabían demasiadas cosas sobre ella.
—Pero ¿y el Ministerio o la policía? ¿Nunca trataron de seguir la pista de la Iglesia gnóstica ruso-bizantina? —le pregunté.
—Pues no, Coppens. Probablemente, las autoridades debían de saber que todo el asunto no era sino un gran montaje. Si hubieran hecho investigaciones más profundas, hubieran sido el hazmerreír general, —comentó P*** con razón—. Me prohibieron ejercer las funciones religiosas —prosiguió—; sinceramente, me sorprendió que me autorizaran a conservar la sotana. Supongo que ello sería una especie de arreglo amistoso entre personas educadas: mientras no perturbara el orden público, me toleraban el hábito religioso; pero si me hubieran pillado una sola vez, habría sido privado incluso de este derecho. De todas maneras, estaba acabado. Sin previo aviso, dejé de recibir los cheques provenientes de La Haya.
P*** volvió a dar conferencias sobre ocultismo y astrología y retornó a las prácticas homosexuales. Pero iba envejeciendo y le costaba cada vez más encontrar jóvenes que quisieran acostarse con él. Fue entonces cuando se aficionó a coleccionar fotografías de niños y chicos jóvenes, así como libros que trataban sobre estos mismos temas. Precisamente cuando tenía estos gustos le conocí en las librerías especializadas de Amsterdam y de Bruselas.
Como dije, después de aquella reunión, P*** y yo nos hicimos buenos amigos, y ahora nos vemos regularmente para charlar y tomar una copa. P*** sigue siendo un hombre de recursos, una persona agradable y animada, y las compensaciones que encuentra en las obras eróticas parecen satisfacerle. Comparte conmigo la aversión por los libreros que no aprueban a los que tienen gustos diferentes, y a la vez tratan de sacarles los cuartos. Esta aversión ha creado entre nosotros cierta complicidad, y me ha confirmado mis experiencias con sus propias aventuras.