Capítulo III

Hay que reconocer que, a pesar de la dudosa reputación que en parte justifican personajes como Leclerc, el vendedor de obras eróticas es por lo general un típico hombre de negocios muy ocupado. Lo único que le diferencia del librero habitual es que no tiene prejuicios morales en cuanto al contenido de los libros que vende, lo que le convierte en un oportunista que no se esconde. Un vendedor de libros eróticos con experiencia nunca fija por adelantado el precio de las obras. Tiene que fiarse de su intuición para captar la personalidad del cliente, hacerse una idea de los medios que dispone y sólo después de haber llevado a cabo este breve examen psicológico puede determinar el valor de un artículo en un momento dado.

Está claro que hay excepciones. Ciertas obras tienen un valor intrínseco, conferido por la notoriedad del autor, o la belleza de las ilustraciones, la naturaleza y el estado de la encuadernación, o, sencillamente, la antigüedad y rareza del volumen. La primera edición de Hic-et-Hec del conde de Mirabeau o L’Elève des RR. PP. jésuites d’Avignon, de 1798, que contiene cinco magníficos grabados, pero particularmente obscenos, podrían estar valorados perfectamente en setecientos francos, mientras que una reedición del siglo XIX del mismo libro sólo costaría alrededor de cien. Este singular mercado no depende de las diferencias psicológicas y económicas del cliente, sino que se rige por la ley de la oferta y la demanda. En la actualidad, el número de libreros especializados en este tipo de obras raras y valiosas ha disminuido considerablemente. De hecho, ocurre lo mismo con los libreros especializados en libros antiguos. Por desgracia, el competente y arrogante vendedor de estos libros se ha visto sustituido por una serie de jóvenes oportunistas y astutos. Existe, además, una tercera categoría: la del librero no especializado que se dedica a vender todo tipo de libros. Puede dar, por casualidad, con una obra erótica valiosa y entonces aprovechará para obtener un importante beneficio. Estas librerías son el lugar soñado de los coleccionistas de libros de ocasión y en particular de aquellos que no pueden permitirse el lujo de comprar ediciones únicas. Precisamente en una tienda de este tipo decidí convertirme en librero.

En aquella época yo era sólo un coleccionista aficionado, aunque apasionado, y buscaba La ingenua libertina de Colette. Me hallaba fisgoneando un montón de libros carentes de interés, cuando de pronto me llamó la atención la cubierta de uno de ellos. Representaba a una bonita joven que blandía un látigo. El estilo del grabado estaba a todas luces pasado de moda, pero no por ello dejaba de ejercer sobre mí una extraña fascinación. Abrí el libro y descubrí una decena de ilustraciones que mostraban siempre al mismo hombre en distintas posturas de sumisión; en la mayoría, la pareja aparecía sólo en parte desnuda, y estos dibujos producían una excitación de lo más extraña. Curiosamente, no tenían la menor connotación sexual. Y, sin embargo, me atraían irresistiblemente. Seguí hojeando el libro y me sentí sobrecogido. Estaba completamente desarmado, sin defensas ante algo que, aunque relacionado en parte con el instinto sexual, no tenía nada que ver con el acto sexual propiamente dicho. Me había olvidado por completo de La ingenua libertina. Busqué al librero para preguntarle el precio de aquel descubrimiento.

—¿Dónde demonios ha encontrado esto? —preguntó, francamente sorprendido.

—En el montón de libros franceses —contesté.

El hombre se había quedado realmente atónito.

—Es una suerte que no lo haya visto la policía.

Debí de parecerle un tanto desconcertado, puesto que empezó a explicarme que la policía hubiera clasificado el libro como obra pornográfica aunque no contuviera ninguna alusión directa al acto sexual.

—¿Por qué quiere comprarlo? —dijo para concluir.

—Está claro que porque me gusta —le contesté.

—Me parece muy joven para este tipo de literatura —observó, y dejó de mirarme para seguir examinando el libro—. Bueno, se lo vendo por dos libras.

—¡Cómo! —exclamé—, pero si lo he encontrado en el montón de libros de ocasión a tres chelines…

El hombre se echó a reír.

—Una de dos, o es usted un excelente actor, o un novato. Podría venderlo por mucho más. Este es uno de los libros especiales que escondo aquí —dijo sacando de debajo del mostrador una maleta, que abrió.

Estaba llena de obras pornográficas, muchas de ellas sobre la flagelación. En aquella época, poco podía yo imaginar que unos años después nombres como D’Aléra, E. D. Flogger, Van Rod y Villiot me resultarían tan familiares y que sus libros serían tan buscados por mis clientes aficionados a obras sobre la flagelación.

Aquellos tesoros de la maleta me tenían tan fascinado que no me di cuenta de que el librero me estaba observando con insistencia. Levanté la vista y le pregunté:

—¿Son realmente tan raros estos libros?

Me contestó con gran sinceridad, cosa nada habitual teniendo en cuenta que yo era un cliente.

—No lo creo. El elevado precio se debe a que está prohibida su venta, y nosotros, los libreros, tenemos que cubrir los riesgos que asumimos. Hay, además, una gran demanda de este género. Las personas que gustan de estas obras están muy obsesionadas y son capaces de pagar sumas astronómicas. La mayoría de los clientes son hombres maduros cuya cuenta bancada está en relación con el precio que les pedimos.

Fue entonces cuando comprendí que tenía que convertirme en librero. Sólo así podría acceder a los libros que me apetecieran, ya que el precio que me pedían como cliente superaba con creces el presupuesto de un estudiante de matemáticas.

—Está bien —dije—, me llevo estos tres.

Además de mi «descubrimiento» había elegido un volumen con el prometedor título de Lady Buttock, escrito supuestamente por un tal Jim Black. La tercera obra, L’Education d’un chérubin, tenía doce ilustraciones que representaban a un niño castigando a una severa pero muy seductora gobernanta.

—No está nada mal para un principiante —me dijo el vendedor mientras se metía el dinero en el bolsillo—. Dígame la verdad, ¿es la primera vez que ve este tipo de libros?

Le aseguré que sí mientras, en mi fuero interno, pensaba que no sería la última. Además, estaba decidido a no volver a pagar los precios astronómicos que este librero pedía. Decididamente, sólo tenía una solución: dedicarme a la profesión. En aquella época estaba lejos de imaginar las extraordinarias aventuras que me depararía esta decisión.

Pagué doce libras por los tres volúmenes. Ahora valdrían cerca de treinta y seis. Seguí estudiando matemáticas, pero dedicaba todo mi tiempo libre a patearme las librerías de libros antiguos. Descubrí rápidamente lo fácil que era revender lo que compraba, obteniendo así importantes beneficios. Pagaba tres libras por un volumen en una tienda y lo vendía sin problemas por seis libras el mismo día. Como muy bien decía mi amante: «Tu educación empieza a dar sus beneficios».

Conseguía, en efecto, importantes cantidades de dinero que me ayudaban a pasar el mes, y a la vez me iba haciendo con una pequeña colección de libros extraordinarios. Pero, al ser sólo un intermediario, no tenía una clientela fija.

Mis compañeros de oficio fueron al principio muy amables y serviciales conmigo, pero pronto se extendió el rumor de que yo coleccionaba obras sobre desviaciones sexuales, y entonces cambiaron radicalmente de actitud. A este tipo de coleccionistas se les considera por lo general unos personajes siniestros y sospechosos. Los demás libreros me veían como una presa fácil y estaban dispuestos a explotarme, sin que por ello dejaran de mostrar con respecto a mí un desagrado instintivo por el hecho de que yo era «diferente». El interés por el erotismo es algo en apariencia aceptable. Pero mostrar un entusiasmo desmesurado por todo aquello que tiene que ver con el sexo y en particular con sus aberraciones, eso es superar los límites razonables que se ha impuesto la sociedad y es algo, además, que se nota. Lo que me parece aún más sorprendente es la cantidad de libreros, con muchos años de oficio, que trataron de salvarme. Yo era la oveja descarriada que había que reconducir al recto camino de la pornografía «normal», lo cual les permitiría tranquilizar sus conciencias y llenarse los bolsillos.

En aquel entonces, dos ancianos regentaban una de las mejores librerías de Bruselas especializada en obras antiguas. Yo acudía allí regularmente para venderles libros «normales» que había comprado en otro lugar. A menudo empleaba el beneficio sacado de la transacción en la adquisición de alguna obra «especial». Uno de los dos ancianos era un judío polaco muy amable. Un día me preguntó:

—¿Por qué diablos se interesa tanto por el masoquismo y la flagelación? No debe de tener más de veintiún años y, si sigue por este camino, no quiero ni pensar cómo estará a los cuarenta años. Acabará en la consulta de un psiquiatra o en un manicomio.

—No me entusiasma demasiado la pornografía común —le contesté.

El anciano suspiró.

—Escuche, si piensa usted seguir con este tipo de aberraciones, ¿por qué no elige algo menos peligroso, un poco más agradable? Acabará con su salud, se volverá loco.

Me eché a reír y traté al anciano de idealista romántico.

—No, en absoluto —repuso—. Sencillamente, soy más viejo que usted y más sensato. He visto los efectos de esta clase de obsesión en mis clientes. Se empieza por curiosidad y se acaba verdaderamente poseído. Esta pasión invade todo el ser. Y, además, es una locura de lo más cara. Si se limita a la literatura normal, podrá hartarse de sensaciones por menos de una libra. Lo que más me inquieta de las perversiones sexuales es que acortan la vida; por el contrario, la literatura pornográfica normal la enriquece, la embellece. El masoquismo reduce el campo de actividad mental y sexual, y acaba esclavizándole a uno por completo.

—Quizá sea cierto para algunas personas —le sugerí—, pero, en lo que a mí respecta, no soy un fanático. Lo encuentro excitante, eso es todo.

—¿Y dice que usted no es un fanático? —contestó—. Vamos, no pretenderá que me lo crea ¿no? Le he estado observando cuando compraba: si yo le hubiera pedido el triple, usted lo habría aceptado. No, no, está completamente viciado. Hágame caso, sea razonable. Déjelo ahora que aún está a tiempo. Si no, más tarde lo lamentará.

Los consejos de aquel hombre eran realmente sinceros. Dos años después vi una nueva prueba de su gentileza y su natural confianza en la naturaleza humana. Al morir, su viuda descubrió que aunque él había sido copropietario de la tienda, había aceptado un sueldo mensual y no se había preocupado de exigir a su socio una escritura de tal copropiedad. A partir de entonces la viuda tuvo que conformarse con una pensión que le pasaba el antiguo compañero de su marido. Era delicado y amable, sin duda; pero no era un hombre de negocios. Siempre le recordaré con mucho afecto. Su intento de conversión fue, con mucho, el más sutil y delicado de todos cuantos he tenido que soportar desde entonces.

Continué ejerciendo este oficio y pronto descubrí que mi comportamiento debía de tener algo de extraño y depravado para mis colegas. Ninguno de ellos compartía mi entusiasmo por la mercancía que vendían. Es más, estoy convencido de que con frecuencia ni siquiera sabían de qué trataban las obras. Las relaciones que mantenían con los clientes tenían como único fin la venta.

El ejemplo más llamativo de este falso interés por los gustos de la clientela se me ofreció el día en que un profesor de universidad me puso en contacto con un librero que trabajaba en su domicilio particular. El profesor era un homosexual inveterado al que le producía especial placer que le masturbaran jóvenes estudiantes con guantes de terciopelo y vestidos con el traje del Eton College. Los libreros de obras eróticas conocían ya al profesor, pues sus gustos eran tan extraños y personales que les resultaba muy difícil satisfacer unas exigencias tan poco comunes. De hecho, en la época en que le conocí, prácticamente había renunciado a la esperanza de encontrar un día un libro que contuviera todos los elementos capaces de procurarle un placer total. La homosexualidad del profesor era sabida de todos, y seguramente esta reputación hizo que el librero en cuestión dedujera lo que sigue.

Cuando fui a visitarle, recomendado por el profesor, se apresuró a mostrarme obras exclusivamente sobre erotismo homosexual. Como yo rehusara una tras otra, el hombre parecía cada vez más violento. Se acercó, me pasó el brazo por el hombro y me dijo, en voz baja y en tono meloso:

—¿Por qué es usted tan difícil? ¿Acaso no tenemos los mismos gustos? Si va despreciándolos todos nunca conseguirá nada; quiero decir, ¿no podríamos sernos útiles el uno al otro?

No pude dejar de admirar la audacia y destreza de aquel hombre. Desde allí se oía roncar a su mujer, y no era un secreto para nadie que tenía la costumbre de acostarse en cualquier sitio con sus secretarias.

—Siento resultarle difícil —le dije—. Pero que el profesor Cauz me haya recomendado a usted no quiere decir que yo también sea de la otra acera.

La reacción fue inmediata. Retiró el brazo automáticamente y adoptó una actitud comercial, mucho menos familiar.

—Le ruego me disculpe —exclamó—. Qué deducción más estúpida. ¿Qué desea ver? Decididamente, la edad empieza a hacer estragos en ese viejo niño. Nunca me dijo que usted no compartía sus gustos.

Claramente deseoso de reparar el error que acababa de cometer, me ofreció una copa de jerez y me enseñó unos volúmenes que compré a un precio razonable. De hecho se arrepintió enseguida de habérmelos vendido tan baratos y se esforzó mucho en justificar su actitud, dándome a entender de pasada que mis intereses no eran la «especialidad de la casa».

Esta práctica mencionada anteriormente, y tan común entre los libreros especializados en erotismo, la de no poner el precio en los libros, constituye, en mi opinión, otro ejemplo que ilustra perfectamente la falta de consideración del vendedor hacia el cliente. Así me lo confesó cínicamente un día uno de ellos:

—¡El precio de un libro depende del temblor que recorre las manos del cliente que lo consulta!

Esta forma arbitraria, pero tan remuneradora, de poner un precio a las obras obliga al librero a guardar las distancias^ a conservar la lucidez, para captar hasta la más mínima muestra de interés manifestada por el cliente. Con frecuencia, esta clase de comerciantes carecen de escrúpulos, y la facilidad con que mutilan ediciones raras y muy bellas, sólo para sacar un provecho inmediato de las mismas, lo considero el rasgo más odioso de su carácter.

Hace poco menos de tres años, tuve ocasión de dar con uno de estos vándalos en Londres. Tenía la mercancía en una pequeña habitación en la trastienda y me dejó echar un vistazo por las estanterías. Localicé rápidamente una edición, de 1780, de la obra de Pierre d’Hancarville titulada Vie privée des douze Césars, après une suite de pierres gravées sous leur règne à Caprée, y la edición de 1784 que le seguía: Monument du culte secret des dames romaines.

Deseaba comprar las dos obras porque, por un lado, eran raras, y, por otro, las ilustraciones estaban tan finamente grabadas sobre camafeos que hacía falta una lupa para apreciar todos los detalles. Además, los dibujos eran de una belleza fuera de lo común. Generalmente, los libros franceses estaban a muy buen precio en Inglaterra debido a la dificultad de la lengua. Me pareció que cincuenta libras por aquellos dos volúmenes era un buen precio, y aún más teniendo en cuenta que los grabados no eran particularmente obscenos. Para mi sorpresa, el librero me pidió quinientas.

—¿Cómo se atreve a pedir semejante cantidad? —le dije indignado.

—Lo considero un precio justo, amigo, y usted lo sabe perfectamente. Están intactos, pues aún no he tenido tiempo de recortar algunos grabados. Hay unos cien, y los podría vender a cinco libras cada uno sin problemas.

Me lo imaginé arrancando aquellos maravillosos dibujos, y el solo hecho de pensarlo me ponía malo.

—¡Pero si son ediciones originales! —protesté.

—¡A quién diablos le importa eso! —exclamó el librero—. Lo que mis clientes quieren es pornografía y no arte.

Hice todo lo que pude por evitar la masacre. Aumenté el precio que había ofrecido inicialmente. Pero el librero se mantenía inflexible; no sólo rechazo mi oferta, sino que incluso se quedó convencido de que yo estaba tratando de engañarle.

—¡Qué se ha creído! —se enfureció—. A mí no me toma el pelo con sus historias de originales. En cuanto llegue a su casa se pondrá como yo a recortar las ilustraciones.

Y sin darme tiempo a que le diera una respuesta, sacó un cuchillo y se puso a arrancar los grabados del libro. Fue así como asistí a la destrucción de dos libros únicos y excelentes.

Para aquellos que, como yo, aprecian de verdad los libros antiguos, resulta particularmente doloroso constatar con qué rapidez desaparecen, mutilados al antojo del cada vez mayor número de libreros. La avaricia de la mayoría de estas personas, animada por el valor que el esnobismo confiere a todo lo que es antiguo, contribuye a reducir en proporciones alarmantes la reserva ya limitada de piezas de colección. Como consecuencia de ello, corremos el riesgo de perder un elemento precioso de nuestra herencia cultural.

Por suerte, el procedimiento que consiste en colorear, respetando el estilo original de los antiguos grabados en blanco y negro, alcanza tal grado de perfección que resulta casi imposible distinguir los auténticos de los falsos. Quizá sea este el único medio de evitar el desastre, ya que ese tratamiento permite salvar obras como el célebre Orthelius Atlas, que está ilustrado con unos magníficos grabados de época en color. Este atlas, aparecido en 1584, contiene ciento doce mapas de un colorido extraordinario y cuesta por lo menos doscientas libras. Si al precio de los grabados sumamos los gastos de enmarcado, es evidente que estas operaciones no son tan lucrativas como parecen en un principio. Además, existen en el mercado tantas ilustraciones en blanco y negro que el peligro de que desaparezcan de la circulación es mínimo.

El éxito de este tipo de falsificación es tal que el coleccionista aficionado nunca se da cuenta de que ha sido engañado. Está sencillamente feliz de poder decorar sus paredes con mapas «antiguos» que «sólo» le han costado quince libras. Teniendo en cuenta que se tarda sólo media hora en hacer con una máquina lo que en otros tiempos a mano se tardaba un día, estas ilustraciones en color tan baratas permiten a los comerciantes triplicar e incluso cuadruplicar sus beneficios.

Este interés desmedido por lo antiguo ha dado lugar a una situación completamente anormal.

La demanda supera a la oferta, y con mucho. He llegado incluso a oír que actualmente se están haciendo nuevas tiradas de esos antiguos grabados en blanco y negro y que a continuación se colorean. De hecho, este fenómeno ha alcanzado proporciones tan desmedidas que según uno de mis colegas, que es un experto en la materia, dentro de doscientos años ya no podremos distinguir lo auténtico de lo falso.

Un día, este mismo compañero intentó vender a otro librero una de estas nuevas tiradas. El hombre se dio cuenta rápidamente del fraude. Pues bien, por muy increíble que pueda parecer, mi amigo tuvo el atrevimiento de señalar a su cliente que, ya que se trataba de la primera edición de las nuevas tiradas, estaba realmente ante un original. Le confesó que la segunda impresión era tan mala que incluso un profano hubiera notado que era falsa; además, aquellos grabados eran al fin y al cabo mucho más baratos.

Sin embargo, tengo que admitir que, llegado el caso, la ignorancia de un librero en materia de obras eróticas puede ser de gran interés para un coleccionista especializado como yo. Hace dos años, precisamente en Viena, tuve la ocasión de constatarlo. Era enero y nevaba desde hacía una semana. Bajo aquel manto de nieve, la ciudad tenía un cierto aire de villa medieval no carente de grandeza. Apenas había circulación y un silencio absoluto reinaba en las calles. A través de la espesa capa de nieve habían trazado unos senderos en las aceras, y cuando uno paseaba por la ciudad, la inmovilidad del decorado, la nieve y el silencio, que sólo rompía el repique lejano de unas vísperas, parecían unirse para recrear en honor de uno la atmósfera serena de la ciudad de hace cuatrocientos años. Pensé de repente lo hermosa que había tenido que ser Viena antes de que la primera guerra mundial la transformara definitivamente. Ahora era una ciudad ruidosa, que conservaba las huellas de los bombardeos, dedicada al comercio y ávida de sensacionalismos como otras muchas ciudades en la posguerra. La destrucción del imperio austríaco parecía haber robado a los vieneses aquella Gemütlichkeit[1] por la que se les conocía hasta entonces.

Con estos pensamientos, entré en una librería con la esperanza de encontrar algún volumen interesante. Como se da a menudo en Austria, en una pequeña habitación apenas caldeada de la trastienda, había un fichero en el que se hallaban registrados todos los volúmenes de la librería. El libre acceso a los libros estaba prohibido y sólo se enseñaban aquellos que se habían elegido con la ayuda del registro. Con los dedos entumecidos, empecé a hojear rápidamente las fichas. Conocía la mayoría de las obras y no me detenía mucho en la descripción que se hacía de ellas. Tenía frío y me puse a calcular, como de costumbre, las posibilidades que tenía de hacer un buen negocio. Nótese otra característica muy curiosa de este comercio en Austria: los precios de los ejemplares únicos están todavía marcados según la moneda que estaba en vigor hasta 1914; por ello, el cliente nunca sabe qué precio se le va a pedir. Tuve la feliz idea de revisar las fichas incluidas en la sección francesa. Es sorprendente constatar la riqueza de la mayoría de los libreros austríacos en literatura francesa del siglo XIX. De ello se deduce que los coleccionistas de antes de la guerra tenían muy buen gusto, y no es raro descubrir en estas tiendas magníficas ediciones cosidas a mano. Sin embargo, esta vez no parecía que hubiera gran cosa; además, estaba paralizado por el frío. Justo cuando iba a despedirme de mi compañero, vi la palabra «Aphrodites». Ello no quería decir gran cosa, ¡es una palabra que aparece tantas veces en títulos de obras eróticas!, pero ese día había dado con una pieza excepcional. La descripción que de él daba la ficha correspondía exactamente a la obra más conocida de Nerciat, Aphrodites, ou Fragments thalipriapiques pour servir à l’histoire du plaisir.

Estaba muy excitado por el descubrimiento, y vi intrigado que en la última página del volumen se indicaba que era una edición rara y limitada, y constaté según la ficha que el librero había pasado por alto aquella valiosa información. Rápidamente comprendí que tenía que ser muy prudente si quería llevarme el libro al precio que yo estaba dispuesto a pagar.

—No me entusiasma demasiado —dije—, a no ser que la encuadernación sea realmente excepcional.

El hombre miró la ficha.

—Hay que ver el libro. Pero me parece que no va a haber suerte; si lo fuera, estaría indicado en el fichero.

Desapareció en el interior de la tienda y volvió poco después con tres volúmenes en doceavo, encuadernados en papel vitela y con algunas manchas.

—Como verá —dijo—, no están en muy buen estado, así que le haré un precio especial. De todas formas, estoy contento de deshacerme de todos estos viejos libros franceses.

Me llevé todos por tan sólo el precio de uno.

Al poco tiempo los vendí obteniendo un beneficio nada despreciable, pero cinco años después no pude evitar sentir una pequeña irritación cuando en una subasta de un coleccionista particularmente refinado de obras eróticas pertenecientes al señor Tage Bull, antiguo ministro plenipotenciario de Dinamarca, una edición bastante mediocre de esa misma obra llegó a alcanzar un valor de 36 libras. Sin embargo, aquel día me consolé, ya que compré por poco menos de cinco chelines un ejemplar de un libro muy raro, el Manual de urbanidad para jovencitas de Pierre Louÿs, y ello sencillamente porque lo habían incluido por error en un lote de libros pedagógicos vendidos a muy bajo precio. Pero me alegré aún más al adquirir, en de aquel mismo lote, un facsímil del manuscrito, escrito enteramente de la mano de Louÿs, de Las tres hijas y su madre.

En mi opinión, las obras de Louÿs y de Nerciat son una prueba de que el talento, el buen gusto y la inteligencia son condiciones indispensables para escribir tanto obras eróticas como literarias en general. Una obra que tiene como tema el acto sexual, y todas las situaciones o perversiones eróticas que puede acarrear, exige de su autor tantas, si no más, aptitudes artísticas como una gran novela.

Por desgracia, algunos afirmarán que un buen libro, por el solo hecho de ser erótico, es menos válido que cualquier novela de literatura menos especializada. En lo que a mí respecta, considero que, cualquiera que sea el interés otorgado a semejante tema, debe reconocerse al menos el valor literario de la obra. Una obra de arte, digna de este nombre, es sin duda la expresión de una necesidad personal y, ¿quién se puede permitir enjuiciar las necesidades de los demás? Es una pena que la mayoría tenga fuerza de ley. Este factor numérico, y el sentimiento de superioridad que este confiere, son las únicas razones con las que cuentan estos despiadados censores.

Pero, volviendo a los libreros, muchos de mis compañeros comparten la opinión de la mayoría en lo que se refiere a las obras eróticas. Hay, como ya he dicho, excepciones, pero la mayoría sólo son unos asquerosos burgueses. Sin embargo, tengo que confesar que esta estrechez mental se manifiesta a veces de una forma de lo más extraña.

En una ocasión me hallaba en viaje de negocios en Gouda, una pequeña ciudad de los Países Bajos, cuando uno de mis antiguos colegas me llamó por teléfono al hotel para invitarme a una «extraña fiesta» que Brongel daba en su casa. Al oír el nombre de Brongel, acepté con mucho gusto la invitación.

Había oído hablar a menudo de las hazañas de este hombre, pero siempre me habían parecido un tanto exageradas. Brongel había empezado a estudiar teología, pero tuvo que interrumpir los estudios al principio de la guerra y se hizo anticuario especializado en la venta de libros antiguos. Sin embargo, siguió siendo un protestante ortodoxo y austero, y su aversión hacia la literatura erótica era bien conocida dentro del gremio.

Nos citamos a las diez de la noche y cogimos un taxi para ir a casa de Brongel. Vivía en un bonito edificio en el centro de la ciudad. A primera vista, parecía que la casa sólo tenía pequeñas habitaciones con las paredes blancas y escaleras estrechas. A pesar del aspecto de clínica que le daban aquellas paredes blancas y unos muebles macizos y sencillos, el ambiente que reinaba era acogedor. A continuación descubrí que en gran parte se debía a que en cada habitación había una de esas estufas abultadas que desprenden un calor suave y confortable.

En cuanto a Brongel, se parecía a las caricaturas de pastores protestantes que se ven en los dibujos humorísticos. Llevaba un traje negro, de corte anticuado, y se mantenía tieso y estirado. Por su aspecto, parecía el típico representante de Dios en la tierra, humilde a la par que autoritario. Si alguna vez yo llegara a adorar a un dios, sin duda sería el del placer, porque la ropa negra de este hombre, la expresión de su rostro austero y sin alegría, la impresión de severidad y de castidad que se desprendía de toda su persona me resultaban difícilmente soportables. Sentí de inmediato una profunda antipatía hacia él.

Además de mi amigo y de mí, había allí otros diez libreros entre los que me sorprendió un poco reconocer a varios de nuestros compañeros especializados en obras eróticas. Nos hallábamos todos reunidos en una habitación del primer piso. Brongel estaba al lado de la estufa, frente a una gran mesa donde puso unos ocho libros. Con una solemnidad estudiada, abrió la sesión.

—Mi invitación, al menos a la mayoría de ustedes, no les habrá cogido de sorpresa, y menos aún la razón de la misma. —Lentamente, recorrió con la mirada a los asistentes. Había en sus ojos, curiosamente mezcladas, la amabilidad del anfitrión y la amenaza del pastor—. Pero es la primera vez —prosiguió— que Monsieur Coppens viene a mi casa y quizás esté sorprendido.

—Por lo menos, intrigado —contesté tratando de ser lo más amable posible.

—¡No me interrumpa! —gritó—. Ahora deben escuchar. Escuchar a alguien que ha oído la voz del Señor y se ha impregnado en su sabiduría, a alguien que les ayudará, con su valioso saber, a salvar sus almas condenadas.

Le interrumpí de nuevo.

—¡Me resulta difícil creer que nuestra alma, hecha a imagen y semejanza de Dios, esté condenada! —La actitud de aquel hombre me resultaba francamente insoportable.

—¡Sofisma! —gritó—. Me sorprende, Monsieur, que se atreva a proferir semejante blasfemia. —Después, señalando con el dedo el montón de libros de la mesa, continuó dirigiéndose a mí—. Sé que usted vende esas marranadas. Y que es un discípulo de Satán. Pero aquí tiene a un hombre que ha consagrado su vida a luchar contra su amo. Míreme bien. Mi ejemplo quizá le convenza de la inmoralidad de su comercio. Le ofrezco ahora la oportunidad de iniciar una nueva vida.

De pronto me pareció ver claramente su auténtica personalidad, y me empezó a divertir. En efecto, en pocas ocasiones uno tiene la oportunidad de ser testigo de tanto fanatismo.

—¡Acérquense todos! —dijo, indicándonos con un gesto que nos aproximáramos a la mesa.

Con expresión de asco, como si temiera mancharse los dedos, abrió un libro con una encuadernación magnífica.

Josefine Mutzenbacher, oder Jugend-Geschichte einer wienerischen Dirne —leyó en voz alta. Luego, pasando a otro volumen—: Die Memoiren einer russischen Tänzerin. —Y luego—: Les jupes troussées et les trésors trouvés. ¡El francés; qué idioma tan detestable! —murmuró en voz baja. Luego se detuvo un momento y nos fue mirando fijamente de uno en uno—. Y así podríamos seguir. ¡Sólo basuras, escritos diabólicos, obras infernales! Disfrutan con estos horrores, cuando en cada uno de ustedes podría crecer un amor maravilloso, el amor que glorifica el Cantar de los cantares. Pero el Señor siempre ofrece una segunda oportunidad incluso al pecador más corrupto y extraviado. Y ahora les pido que me imiten. Quemen sus horribles libros, y también los diabólicos pensamientos que ensucian sus almas.

Brongel, histérico, se había puesto ahora a soltar un sermón francamente virulento. Sus palabras me martilleaban la cabeza, y al poco tiempo la monotonía y el sectarismo de aquel hombre me hartaron hasta lo insoportable. Se me encogía el corazón sólo de pensar en el destino que les esperaba a aquellos maravillosos libros. Su destrucción era inminente. Lamenté la pérdida a causa de su valor como obras pornográficas únicas, pero también me resultaba terrible ver desaparecer encuadernaciones e ilustraciones pintadas a mano, cuya belleza y refinamiento eran impresionantes. De súbito me pareció hallarme en la Edad Media, y me dio un escalofrío sólo de pensar en la influencia que semejante hombre hubiera podido ejercer en aquella oscura época.

Concentré entonces mi atención en Brongel. Abrió la puerta de la estufa y echó, de uno en uno, todos los libros a las llamas. Una vez destruido el último volumen, se volvió hacia nosotros sonriendo casi con amabilidad.

—Espero, señores, que se hayan dado cuenta de que, al quemar estas obras, acabo de ofrecer unos cincuenta libros al Señor. Cincuenta. El Señor se acordará; me recompensará por ello. Y, si quieren imitarme, el día del Juicio Final se sentirán mejor.

La sesión había terminado. Tenía náuseas. Abandoné la habitación con los demás, que parecían menos afectados que yo. Uno de ellos me palmeó en el hombro riendo.

—¡Vamos, Coppens, sonría! Tampoco es para tanto. Piense que hace quinientos años le hubiera quemado también a usted.

—Pero ¿por qué diantres acude usted a semejantes espectáculos? —le pregunté.

—Es muy sencillo. Si no venimos aquí, alguien chivará a la policía la clase de libros que vendemos. No nos engañemos, al fin y al cabo él sabe perfectamente qué libros vendemos todos. Y, además, da la casualidad de que incluso Brongel también tiene sus chifladuras. De vez en cuando le gusta creerse que es Dios y nos paga por venir a aplaudirle.

No pude dormir en toda la noche. Aquella reunión en casa de Brongel me había dejado impresionado. Su hipócrita actuación era aún más detestable que las indulgencias papales que la Iglesia católica vendía en la Edad Media. Me vino a la cabeza que los autos de fe se adaptaban perfectamente al temperamento holandés. Incluso llegué a pensar que el Concilio de la Sangre que tuvo lugar en el siglo XVI, durante la ocupación española, probablemente había sido el equivalente al calvinismo implacable e intolerante de los Países Bajos. Al fin y al cabo, el propio Calvino, ¿no había quemado a los infieles en la plaza del mercado de Ginebra, en nombre de la cruzada contra el pecado?

Todavía hube de asistir en mi vida a otro auto de fe. Y también en los Países Bajos, esta vez en Amsterdam. En esta ocasión el juicio fue un poco diferente, en gran parte, creo yo, porque la experiencia fue a todas luces mucho menos desagradable que la de Brongel. El marco era maravilloso, a orillas del canal de Singel, cerca del mercado de flores de Amsterdam. Había allí una tienda de antigüedades, regentada por un anciano excéntrico, a la par que encantador, llamado Boerema.

Boerema era intérprete oficial de la Corte para los idiomas noruego, sueco, finés y ruso; su tienda era en cierto sentido una distracción para él. Colocaba la mercancía en cualquier lugar del almacén, y de forma bastante original. Por ejemplo, sobre unas mesitas bamboleantes depositaba unas tabaqueras de escaso valor y unos budas de pacotilla, junto a valiosas cajas de caoba y peones de ajedrez antiguos. Pero, «el plato fuerte» se encontraba, sin duda alguna, en un rincón de la ventana. Allí había una vieja pelota de tenis con la siguiente inscripción: «2 chelines, regálesela a su perro». La pelota se apoyaba en un microscopio donde había un pequeño cartel: «Objeto fabricado por Anthony van Leeuwenhoek, inventor del microscopio, o que le perteneció, 260 libras».

Cuando alguien entraba en la tienda, Boerema nunca hacía el mínimo esfuerzo por venderle algo. En cuanto veía lo que le podía interesar, disfrutaba hablando de ello durante horas; y cuando se ponía de acuerdo con el comprador, o al menos aceptaba su propuesta, iba a buscar el objeto en cuestión y empezaba a analizarlo. Sólo una vez cumplidos todos estos trámites, el cliente tenía el honor y el privilegio de pagar.

Era una forma muy pesada de comprar y sus parrafadas eran a menudo demasiado largas, pero Boerema era un ser tan delicioso y sus discursos tan instructivos que yo personalmente nunca lo lamenté. Su filosofía era una extraña mezcla entre el vadismo e ideas de la Iglesia ortodoxa rusa.

Yo descubría a veces en las estanterías algún libro sobre ocultismo o misticismo, temas que, después del erotismo, constituyen mis centros de interés. Comprar libros a Boerema significaba siempre largas conversaciones sin orden ni concierto sobre ciencias ocultas o prácticas masónicas.

Un día le hablé de mi afición a las obras eróticas. Se quedó francamente sorprendido.

—¿Cómo es posible —exclamó consternado— que un hombre tan sensible y con una educación como la suya pueda interesarse por semejantes horrores? ¿Sabe usted, hijo mío, que el sexo impide al hombre alcanzar su objetivo último?

—Para la mayoría de los hombres el sexo es su objetivo último, y, francamente, no veo por qué siempre tiene que relacionarse el acto sexual con algo sucio. Al fin y al cabo, y usted será el primero en reconocerlo, Dios quiso la procreación y no creo que lo hubiera deseado si hubiera sido algo malo.

—Lo que usted colecciona o vende —me dijo el anciano muy seriamente— no tiene nada que ver con el amor. El amor es ese sentimiento indescriptible que permite aunar en el hombre la ternura con la concupiscencia. Dios quiso la procreación porque es infinito y también porque la vida tiene que tener continuidad. El objeto de nuestra discusión no es el sexo ni la procreación, sino más bien la pornografía. La pornografía sólo tiene una finalidad: fomentar los más bajos instintos del hombre, lo cual le impide ver el elemento trascendental del acto sexual. Se quedó callado un momento, y luego prosiguió en el mismo tono suave. Le voy a cantar algo. Es una canción rusa; no entenderá lo que dice, pero sin duda captará el mensaje. La melodía es tan misteriosa que le fascinará. La compuso en el siglo XIV un monje que conocía el secreto de la vida.

Boerema se dirigió hacia un órgano que se encontraba en un oscuro rincón de la tienda, y se puso a tocar. Lo que había dicho era verdad. La melodía, un tanto nostálgica, me fascinó enseguida. Mientras le escuchaba pensé que el hombre tenía razón. Podemos admitir el acto sexual como un acto de procreación consciente, pero hay que ir más allá, ya que la verdadera finalidad de la vida no consiste en saciar los deseos carnales, sino en alcanzar la perfección espiritual. La música francamente me había fascinado. Cuando acabó, hice un gran esfuerzo por retener los últimos acordes, que aún resonaban en mi cabeza. En medio del silencio, oí la voz del anciano.

—¿Entiende ahora lo que le quería decir?

Asentí con la cabeza. Por muy estúpido que pueda parecer, en aquel momento Boerema me había convencido por completo. La vida conlleva dos elementos irreconciliables, la concupiscencia y el amor. El uno limita el espíritu, transforma al hombre en animal, que sólo vive el momento y como esclavo de sus sentimientos. El otro, en cambio, exalta el espíritu, le permite escapar de las vicisitudes cotidianas y le hace vislumbrar la eternidad.

Cuando aún me encontraba bajo el hechizo de la música que acababa de oír y ensimismado en mis pensamientos, el anciano me cogió del brazo y salimos de la tienda. Nos detuvimos ante un puesto de flores y Boerema compró un gran ramo. Yo llevaba dos libros eróticos que había comprado antes de ir a su tienda.

—Lea los títulos en voz alta —me dijo seriamente—: La foutromanie, poème lubrique, En Sardonópolis, 1755, y Flossie, a Venus of Fifteen by One who Knew the Charming Goddess and Worshipped at Her Shrine, editado en Carnópolis. Una basura —continuó—, pero no es esta la razón por la que vamos a tirarlos al agua, sino porque es un insulto para nuestro creador y para nosotros mismos, ya que somos sus representantes en la Tierra. —Me cogió los libros y los cubrió con las flores—. El Agua —dijo—, Pantei rei, uno de los cuatro elementos; y las flores que, según san Francisco, son los pensamientos del Señor. Lo que vamos a hacer no es destruir libros pornográficos, sino cambiar uno de los elementos negativos de la vida por el más positivo, por no decir el esencial: la pureza.

Con estas palabras, lanzó al canal el paquete cubierto de flores. Lo vi flotar unos momentos y luego fue desapareciendo lentamente. Los floristas ni siquiera levantaron la vista. Debían de estar ya acostumbrados a los ritos y las ceremonias del anciano.

—¿Estará usted todavía en la ciudad mañana por la mañana? —me preguntó Boerema.

Le dije que sí.

—Entonces venga a verme a la tienda. Mañana hablaremos de libros de masonería. Ahora no es el momento.

Nos estrechamos las manos con gravedad y cada uno se fue por su lado. Aún ahora pienso que el hombre tenía razón. La pornografía no satisface al hombre, le deja en un estado de profunda frustración que siempre le conduce a buscar nuevas experiencias sexuales. El resultado de ello es una especie de locura, un círculo infernal del que es imposible salir.

Esta es la enseñanza que saqué de aquel segundo auto de fe. Esta lección estaba teñida de tanta delicadeza y elegancia que no puedo, bajo ningún concepto, compararla con las repugnantes exageraciones que había soltado Brongel.