Capítulo XII

Salía de la casa de Francis cuando oí un canto lúgubre procedente de las profundidades del hueco de la escalera. A oscuras inicié el descenso y de súbito tropecé con una masa informe extendida cuan larga era en un descansillo. Me agaché para tratar de identificar al intérprete de aquellos extraños cantos y reconocí a un viejo amigo. Era el novelista V*** E***, el mayor borracho de la tierra.

Me ofrecí para acompañarle a casa.

—Me las arreglaría perfectamente solo, de no ser por esta porquería de nieve y de hielo en el suelo —me contestó—. ¡Ojalá no venda ni un solo cuadro ese bestia de Francis! ¡Menudo imbécil!

Dicho esto, se recostó y reanudó su canto.

Hablándole con delicadeza, lo puse dé pie y traté de arrastrarlo hasta mi coche. No resultó una tarea fácil: se había empeñado en ponerse los patines y volver a casa deslizándose por los canales helados. Tuve que explicarle con mucha paciencia que miles de mujeres quedarían eternamente desconsoladas por su desaparición prematura en las aguas tenebrosas de un canal helado. Aquel argumento le convenció de que debía utilizar un medio de transporte más normal.

Al llegar a su casa, pasamos varios minutos buscando las llaves sin éxito, cosa que, reconozco, no me sorprendió en absoluto. Así que le ofrecí cobijo en mi casa aquella noche. Soltó algún juramento y finalmente decidió seguirme.

Media hora después ya estaba cómodamente instalado en la cama. Me dije que por mi buena acción merecía una condecoración de la Liga Nacional de Amas de Casa. Efectivamente, aunque era un novelista de talento, Elser se ganaba la vida escribiendo artículos y novelas por entregas para revistas femeninas, que firmaba con una cantidad impresionante de seudónimos del sexo débil. Un día me enseñó algunas muestras de las cartas que le enviaban, y que revelaban la inmensa influencia que ejercía entre sus numerosas admiradoras. Me quedé francamente impresionado de la cantidad de mujeres que trataban de emular a las protagonistas, y ello con desenvoltura y de una forma completamente arbitraria. Pero aún era más peligrosa la importancia que algunas lectoras daban a su opinión sobre los problemas personales que le consultaban. Sus respuestas eran tan inconsistentes y superficiales como las novelas por entregas que escribía. Creo que Elser adivinaba mi pensamiento, porque un día me soltó:

—Las putas y los periodistas están cortados por el mismo patrón. Se limitan a ofrecer lo que les pide la clientela.

Como aquella cínica opinión podía también aplicarse a mi profesión, consideré preferible callarme.

Tanto a Elser como a mí nos gustaba mucho París. Se sentía como en su casa, era su ciudad. Y le afectaba tanto la desaparición de un antiguo edificio como los cambios en la moda femenina. Un día, cuando íbamos a toda velocidad por la carretera camino de París, para evitar los embotellamientos del domingo por la noche, me contó una divertida anécdota que demostró, una vez más, que la realidad supera muy a menudo la ficción.

—Tengo que contarle una historia que ocurrió el año pasado, Coppens —me dijo—. Se trataba en principio de una broma inocente que, como verá, hubiera podido degenerar en un drama. Ya sabe cuánto me gusta París; siempre aprovecho cualquier ocasión para ir allí. En aquella época estaba sobrecargado de trabajo y hasta dudaba si conseguiría terminar todas las insípidas novelas por entregas que tenía empezadas. El único modo de lograrlo era ir a París a encerrarme en un hotelito tranquilo. Buscaba un poco de tranquilidad y de soledad y estaba convencido de que sería el lugar ideal. Me había fijado un programa: ocho horas de sueño, ocho horas de trabajo, dos horas para las comidas y seis de descanso. Y así lo conseguiría.

»Un amigo me dio la dirección de un pequeño hotel, antiguo y nada caro, cerca de la Rué Montmartre. En realidad, no se trataba de un hotel sino de un burdel. Sólo alquilaban una habitación, que supongo servía de justificación ante la ley, y tuve la suerte de poderla alquilar por tres semanas.

»Me acuerdo perfectamente de que la habitación vecina estaba decorada con espejos en el techo y las paredes, y unas campanillas en la cabecera de la cama.

»Mientras yo trabajaba en la habitación (y por cierto adelanté mucho), oía sonar las campanillas del otro lado del tabique y, mire, aquello me daba una gran serenidad. Día y noche había gente riéndose, haciendo el amor, abriendo y cerrando los grifos; pero toda esa agitación familiar era reconfortante. Me apaciguaba. Me sentía tranquilo y trabajaba como un loco. Creo que el ambiente que me rodeaba fue lo que me inspiró. La habitación era modesta, pero muy romántica. Un saloncito, con la típica mecedora y un rosal raquítico, dominaba el bullicio callejero. A manera de visillos, habían colgado de la ventana tapices gobelinos, completamente raídos. Todo parecía dispuesto para dar una imagen del París que describen nuestros padres cuando recuerdan su viaje de novios.

»A mi vuelta, me encargaron un folletín sobre la aventura de una chica que va a buscar su gran amor a París. Para dar a esta historia visos de realidad, hice que la chica descubriera un hotelito acogedor y anticuado, fiel réplica de mi burdel, y, por supuesto, alquilara la habitación en la que yo había vivido. Hice de esta última una descripción tan sugestiva que yo mismo me emocioné.

»En resumen, el folletín tuvo un éxito rotundo y un día en que fui a la editorial (le diré que todas las revistas para las que trabajo las edita la misma casa), el editor me preguntó si el hotel existía en la realidad, y, si era así, si tenía inconveniente en darle la dirección e informarle del precio aproximado de la habitación.

»“Desde luego que existe ese hotel”, le contesté. “Es muy romántico y nada caro”. El único detalle que escondí fue que era también, y sobre todo, un burdel. Pasaron meses y una noche nos citamos para tomar una copa; acabamos hablando de París. Entonces me vinieron a la mente los recuerdos del burdel donde había vivido momentos tan agradables, y le conté que me había inspirado en él para describir el hotel en que mi heroína había conocido el amor. De pronto me di cuenta de que el editor palidecía y quedaba como paralizado.

»“No puede ser verdad. No es posible. Dígame que no es verdad”, murmuró con voz temblorosa.

»“Pues claro que sí, es la pura verdad”, le contesté alegremente. “Viví allí durante tres semanas y, créame, podría contarle tantas historias sobre ese lugar… Mire, recuerdo una noche en que hice de intérprete a un canadiense que estaba borracho perdido. El hombre no había conseguido hacerle el amor a la chica que había elegido y despertó a todos con sus gritos y lamentos por los malos tratos que la chica le había dado. Y la Madame que, arrullándole para calmarlo, decía: ‘Le daremos a Annette, le daremos a Annette. Precisamente ella sabe tratar a los caballeros que han bebido un poco…’”.

»“¡Cállese, Elser!”, me gritó entonces el editor.

»“Pero ¿por qué?”, le dije sorprendido.

»“¿De verdad no sabe por qué razón le pedí la dirección de aquel hotel? ¡Oh, Dios mío! ¡Qué estúpido he sido al no explicarle las razones de mi curiosidad!”.

»“Yo creía que era para usted. ¿Quiere decir que era para otra persona?”.

»“Pues claro que sí, Elser, claro que sí. Era para las lectoras, Elser. Para las lectoras. He recibido más de ochenta cartas pidiéndome la dirección de este hotel. Más de ochenta lectoras que querían pasar allí las vacaciones”.

»“Y… ¿les contestó? ¿Les dio la dirección…, Rué Montmartre?”.

»“Completa. La dirección exacta, el precio de las habitaciones, todos los datos. ¡Oh! ¡Dios mío! He mandado a todas esas mujeres a un burdel”.

»“De todos modos, no es un burdel como los demás”, protesté con gran indignación. “Hay una habitación cuyas paredes están completamente cubiertas de espejos y accesorios inimaginables…”.

»“No tiene ni pizca de gracia, Elser. Es horrible. Un desastre, una catástrofe. Es la revista más snob que publicamos. Todos nuestros suscriptores pertenecen a la alta sociedad. Sus maridos son diputados, industriales, médicos. Y pensar que las he mandado a un burdel…”.

»Soltó un último suspiro y se quedó callado, completamente hundido.

»“¿Cuándo ha ocurrido todo esto?”, le pregunté.

»“Hará unos cuatro meses, justo antes de Navidad. Querían tener de París una imagen menos convencional. Por una vez en la vida, no ir a parar al George V, sino conocer un hotelito típico, anticuado y pintoresco. Y las mandé allí…”.

»“Sí, lo sé, a un burdel. Escuche, lo siento de verdad. Pero ¿se ha quejado alguna de sus clientas?”.

»“La verdad es que no. Ahora que lo pienso, no he recibido ninguna queja. Ni una. Cree que…”.

»“Exacto”, le corté. “Eso es lo que pienso. Les ha gustado. Al fin y al cabo, era una visión de París muy original. Me gustaría saber si alguna de ella ha estado en mi habitación”.

El estupor del editor era completamente comprensible, pero no se podía ni comparar con la reacción de Elser, cuando, una vez hubo terminado de contar la historia, le dije.

—En efecto, es realmente un lugar muy agradable.

Fue la primera y probablemente la última vez que vi a Elser completamente desconcertado y mudo. Pero no era mentira. Conocía muy bien aquel burdel. Estaba a unos cien metros de una pequeña librería a donde iba frecuentemente a comprar obras eróticas o de ciencias ocultas. Al acabar, el propietario, Monsieur Dubois, y yo salíamos a tomar una copa a aquel hotel-burdel. Un día, Monsieur Dubois me dijo:

—Dada nuestra amistad, Monsieur Coppens, me permito recomendarle esta casa. Está limpia, organizada, y las chicas… ¡qué le voy a contar!

Como no quería herirle, amablemente le expliqué que siempre, tras un día entero de negocios con sus compatriotas, quedaba agotado y sin fuerzas.

Hacer negocios con franceses no es una empresa fácil. Si uno no está dispuesto a conversar un poco, no le consideran, desde su punto de vista, un compañero de verdad; por ellos, a uno ya podría partirle un rayo. Pero si uno se presta a su juego, pasa el tiempo sin poder concluir un solo negocio… y el resultado es el mismo.

«Monsieur, ¿qué valor tiene el dinero? Varía de un día para otro. En cambio los libros, Monsieur, los libros aumentan de valor de un año para otro». Este es el argumento clásico de estos libreros.

Por suerte, Monsieur Dubois era una excepción a la regla. No sólo estaba deseoso de vender, sino que comprendía que también sus clientes tenían derecho a sacar beneficios con la reventa. Además, sabía perfectamente qué libros tenía, lo cual no era ciertamente una hazaña: ¡su local no medía más de tres metros por uno! A pesar de las reducidas dimensiones, la tienda tenía un gran escaparate. Que yo sepa, Monsieur Dubois no lo cambió nunca y se veían siempre las mismas ilustraciones militares, amarillentas por el paso de los años, de una revista alemana del siglo pasado.

Había que tener un sentido agudo de la estrategia para moverse en aquella exigua habitación sin darse en la cabeza con el incensario ni chocar continuamente con Monsieur Dubois. Y para complicarlo más, las estanterías sobrecargadas estaban en gran parte tapadas por un montón de iconos. Monsieur Dubois era, con toda probabilidad, de religión ortodoxa.

—Adoro a mi mujer, Monsieur Coppens, pero ¿qué puedo hacer si ella se ocupa de la tienda cuando estoy enfermo? —se excusaba cuando me veía luchar con aquellos iconos para conseguir alcanzar algún libro.

En cualquier caso la situación se hacía dramática cuando un segundo cliente entraba en la tienda. Monsieur Dubois se sentaba entonces en la única silla y, resignado, se contentaba con observar la destreza de sus clientes para no chocar.

Confieso que, de no haber sido por su hija, nunca hubiera llegado a conocer a Monsieur Dubois. La conocí de la siguiente manera: había ido a París en pleno mes de agosto, lo cual era una auténtica tontería, ya que la mayoría de los comerciantes están de vacaciones. Iba paseando por el Faubourg Montmartre con la esperanza de dar con una de esas pequeñas tiendas anticuadas, escondidas en los soportales y siempre abiertas durante el período de vacaciones. Por lo general, toda la familia se ocupa de la tienda y, cuando alguno se va de vacaciones, siempre se queda alguien en la librería. En estas tiendas siempre se encuentran libros de arte, historia y literatura, y, si se tiene la suerte de descubrir un título raro de un género tan especializado como el mío, se pueden hacer excelentes negocios. Estos comerciantes no prestan normalmente ningún interés a obras que no son de su especialidad y se quedan felices al poder deshacerse de ellas y dejar así un poco de espacio. Efectivamente, el espacio siempre es un problema en nuestra profesión.

Paseando por uno de esos soportales, enseguida me fijé en la tiendecita de Monsieur Dubois, en cuya puerta estaba el rótulo de «Abierto». Entré y vi a una chica sentada en la única silla que había, sumergida en la lectura de uno de los tratados de Aurobindo sobre yoga.

Levantó la vista del libro y me preguntó:

—¿Qué desea?

Le mostré una tarjeta de visita, precisándole los temas en los que estaba especializado.

—¡Vaya! —dijo señalando con el dedo el libro que estaba leyendo—, esta es la única obra sobre ocultismo que tenemos ahora. Puede que mi padre tenga otras, pero no sé dónde están guardadas. ¿Cuánto tiempo va a estar en París?

—Cuatro o cinco días.

—Por desgracia, no habrá llegado todavía. Lo único que puede hacer es comprar este libro para no hacer así el viaje en vano.

Lo cogí exclusivamente por educación, ya que Aurobindo es invendible y luego le pregunté qué tenía de literatura erótica. No me contestó, pero miró de nuevo la tarjeta durante un largo rato, lo que me permitió observarla con detalle: debía de tener unos treinta años; era una chica bonita con una larga cabellera de un negro azulado.

—¿Así que es del gremio? —me preguntó.

Le señalé con el dedo las iniciales de la Liga Internacional de Libreros que había en mi tarjeta profesional.

—¡Ah, sí!, efectivamente. Perdone mi desconfianza, Monsieur —se excusó con una pequeña sonrisa— pero tenemos que tomar muchas precauciones. La policía no nos perdona ni media. Precisamente tengo una o dos obras que le pueden interesar, pero no las tengo ahora en la tienda. ¿Le molestaría mucho tomarse una copa conmigo?

—Será un placer —le contesté.

Puso en la puerta el rótulo de «Vuelvo enseguida», y me llevó a un barecillo, en la esquina, donde, por expreso deseo suyo, pedimos dos copas de anís. Sentía curiosidad por saber cuándo y en qué lugar me enseñaría los dos libros prometidos. De repente, mientras saboreábamos el anís, bebida que personalmente me parece asquerosa, empezó a desabrocharse el corsé y sacó dos libritos en doceavo, que casi ni miré debido a mi fascinación por el espectáculo de dos senos desbordándose de un escotado sujetador.

—Tiene suerte, Monsieur —dijo sonriendo—. No emplearía semejantes medios si no hiciera falta tener cuidado con la policía.

Sintiéndolo mucho, despegué la mirada de sus atractivas curvas para examinar los libros que había dejado sobre la mesa. Se trataba de la tercera edición de Justine, o los infortunios de la virtud, de Sade.

—Unos temas muy interesantes —le comenté, lanzando a mi pesar una ojeada de admiración a su resplandeciente pecho.

—¿Puedo confiar en usted?

Contesté afirmativamente con la cabeza, percatándome una vez más de hasta qué punto la esquizofrenia acosaba a los de nuestra profesión, luego añadí:

—Sin duda alguna. ¿Cuánto quiere?

Lentamente empezó a abrocharse el corsé.

—Le costarán cincuenta mil francos —me contestó con gran seguridad—. Eso es lo que pide mi cliente. ¿Se ha dado cuenta de que contienen algunos grabados de la edición original?

—Lo siento, Madame, pero no puedo aceptarlos a ese precio. Esos pocos grabados no añaden ningún valor a las obras y además la encuadernación no es de época. Siento mucho haberle hecho perder el tiempo. Me gustaría invitarle a otra copa de anís antes de volver a recoger el Aurobindo.

Aceptó mi invitación, y aquella nueva copa de anís me dio derecho a una nueva sesión de desabrochamiento. Sade desapareció en el mejor escondite del mundo. Francamente tenía un pecho precioso. Está claro que el precio que pedía por los libros era demasiado elevado pero, con aquel amago de strip-tease ofrecido como suplemento, al final no resultaba tan caro. Así que cambié de opinión cuando nos disponíamos a ir.

—Bueno creo que se los compraré. ¿Saldamos la deuda ahora mismo?

Así pude asistir por segunda vez al agradable espectáculo. Una vez que hubo sacado los libros de su escondite, se los pagué. Contó el dinero con detenimiento, y pude una vez más admirar con toda tranquilidad su espléndido pecho. Estoy seguro de que Sade no hubiera desaprobado mi conducta. Cuando terminó de contar el dinero, se levantó y me soltó con desprecio:

—Resulta curioso. Independientemente de donde procedan, los hombres tienen siempre las mismas reacciones.

A partir de entonces me convertí en un cliente asiduo de Monsieur Dubois. Descubrí que mi primera compra no había sido un golpe de suerte ya que Dubois tenía toda una red de viejos clientes a quienes compraba a veces primeras ediciones. Un día, en el curso de una conversación, le conté mi encuentro con su hija. Levantando los brazos al cielo, con gesto de desesperación, exclamó:

—¿Qué quiere que le diga, Monsieur Coppens? Es actriz, le gusta hacer teatro.

Entre las muchas adquisiciones que hice en su tienda, compré un auténtico tesoro que, por desgracia, fue el mayor error de mi carrera. Era un manuscrito anónimo, escrito en inglés, fechado alrededor de 1880 e ilustrado con seis fotografías eróticas un tanto envejecidas. Monsieur Dubois lo había apartado para mí y me había dejado que yo mismo pusiera el precio. En realidad, era incapaz de calcular el valor del libro porque el texto estaba en inglés. Tenía un estilo sencillo y claro, y la intriga estaba muy conseguida. Estaba claro que no se trataba de un libro pornográfico normal y corriente, sino de una obra erótica agradable, que describía con una cierta complacencia el masoquismo masculino. Las fotografías, en perfecto estado, eran las adecuadas para el texto por su encanto y sencillez. El conjunto daba una idea clara y curiosa del ambiente sexual que reinaba entre la alta sociedad inglesa a finales del siglo pasado.

Monsieur Dubois estaba encantado al verme enamorado del manuscrito y aceptó sin dudar los veinte mil francos que le ofrecí.

—Si el texto fuera francés, hubiera pedido el triple —me comentó—. Pero siendo inglés no pensaba sacar gran cosa. En realidad, yo lo he comprado por tres mil francos.

Nada más llegar a casa, le enseñé el manuscrito a uno de mis clientes más competentes dentro de este campo, pero por desgracia fue incapaz de darme el nombre del autor. Tampoco quiso comprarlo, alegando que cuarenta mil francos le parecía un precio excesivo para una simple novela erótica. Días después lo vendí a un norteamericano.

A los tres meses recibí una llamada del primer cliente, preguntándome si tenía todavía el libro. Le contesté que no.

—Dios mío, qué estúpidos hemos sido, Coppens. Le parecerá imposible. Acabo de volver de Inglaterra, donde consulté a un experto sobre su manuscrito. Él me enseñó algunas cartas para que comparara, de memoria, la escritura con la de su manuscrito, y no hay ninguna duda: las cartas y el manuscrito están escritos por la misma persona.

—Pero ¿quién es el autor? —le pregunté con impaciencia.

—Ashbee, Coppens. Henry Spencer Ashbee.

—No puede ser.

—Pues sí. A no ser que las cartas sean falsas, lo cual dudo mucho, ya que todas están firmadas. Lo siento Coppens, estoy convencido de que es la primera vez que he tenido un error tan grave con respecto al valor de un libro. —Luego colgó.

Me quedé un buen rato sin reaccionar, hundido en una silla, con el auricular en la mano. ¡Ashbee! ¿Cómo no lo había relacionado con él? Y soñé con todos los clientes a los que hubiera podido vendérselo diciendo: «Se supone escrito por Pisanus Fraxi, el seudónimo de Henry Spencer Ashbee, el mejor escritor inglés de obras eróticas».

Cuando volví a ver a Monsieur Dubois, le dije que había vendido el manuscrito y le rogué que me dijera dónde lo había comprado él.

—Se lo vendí a un cliente norteamericano —le expliqué—, un bibliófilo empedernido que no se quedará satisfecho hasta que no lo sepa todo sobre el libro. Le agradecería infinitamente si me ayuda a acabar con su curiosidad…

—Pues claro que sí, Monsieur Coppens, claro que sí. Le entiendo perfectamente. Cuanto más contento le tenga a este hombre, más libros le comprará. Y así, más le venderé yo —me dijo amablemente.

Pero no me dio en aquel momento la información que deseaba. Tuve que esperar y aproveché para examinar la pila de libros que me había preparado. El tiempo fue pasando y, cuando acabé de elegir algunas obras, dijo que debía ausentarse una media hora.

—Como somos ya viejos amigos, estoy seguro de que cuidará de mi tienda como si fuera suya. Hasta ahora, Monsieur Coppens.

Estaba un tanto intrigado con su actitud. Lo único que podía hacer era esperar soñando despierto. Acabé pensando en Monsieur Dubois y en la vida tan sencilla y tranquila que llevaba, al margen de la búsqueda incesante de nuevos libros, las transacciones interminables con los vendedores, y las oscuras maquinaciones de las subastas. Se contentaba con sentarse tranquilamente en la tienda todas las tardes —nunca abría antes de la hora de comer—, y esperar a los pocos y buenos clientes que tenía y con los cuales mantenía relaciones de amistad. La tranquila atmósfera de la tienda me dejó medio adormilado. La llegada de Monsieur Dubois me despertó.

—Traigo noticias que creo le interesarán, Monsieur Coppens, —me dijo a la vez que ponía en la puerta el rótulo de «Vuelvo enseguida».

Luego abrió una botella de Armagnac, sirvió dos copas y me contó de qué manera aquel manuscrito había llegado hasta él.

—Lo compré en el burdel que le recomendé. Por cierto, tienen una chica nueva, una maravillosa jovencita tunecina. Debería ir a verla, parece una pequeña marioneta. Está siempre en la luna, pero es francamente adorable. Volviendo al tema del manuscrito, le diré que me lo dio Madame, ya que cada vez van menos ingleses al establecimiento. En realidad, se lo cambié por dos de esas horribles novelas pornográficas modernas.

Me dio un escalofrío sólo de pensar que un manuscrito auténtico de Ashbee había sido cambiado por dos novelas sin interés que no valían ni siquiera dos mil francos.

—Aquello, en los viejos tiempos de Madame, era muy distinto —prosiguió Monsieur Dubois—. En aquellos tiempos iban muchos ingleses al burdel, y tenían siempre algún libro picante en inglés, para excitar un poco a los clientes.

—Hábleme de manuscrito —le interrumpí con impaciencia.

—Un poco de paciencia, Monsieur Coppens, ya llegamos. Un asiduo de la casa, un viejo inglés, muy rico y agarrado, en lugar de pagar con dinero, ofrecía siempre una buena botella de vodka, un dibujo obsceno o un manuscrito.

—¿Quiere decir que así es como llegó el manuscrito al burdel?

—Exacto.

—Y la patrona, ¿no se acuerda ella del nombre de aquel cliente?

—Monsieur Coppens, ya sabe que los nombres en los burdeles… —dijo con pena.

—Y ¿por qué no, Monsieur Dubois? Era una época en la que no se andaban con muchos misterios en lo que se refiere a las relaciones sexuales.

—Ya lo sé —asintió—. Pero tiene que comprender que para Madame un nombre es sagrado.

Nos quedamos un momento pensativos y luego le pregunté:

—¿Y por qué no pusieron sencillamente a ese viejo tacaño de patitas en la calle?

—Eso es precisamente lo que yo he preguntado, y esta misma pregunta también se la había hecho Madame a su madre. Parece ser que el hombre daba lástima. Necesitaba muletas para andar, y hubiera sido inhumano echarle.

Mientras Monsieur Dubois degustaba el coñac soñando con los viejos tiempos de los años 1880, saqué mis propias conclusiones sobre este asunto.

En lo que a mí se refería, el enigma estaba resuelto; además, había hecho ya la operación y se me habían escapado más de un millón de francos. Un inglés que vivía en París, que iba con muletas, de finales del siglo XIX y que frecuentaba los burdeles… Un hombre avaro que, para ahorrar dinero, daba objetos a cambio de placer… Todo encajaba a la perfección. Sólo podía tratarse de Frederick Hankey. Era un famoso coleccionista de libros eróticos y uno de los mejores amigos de Ashbee, al cual de hecho había dejado en herencia su maravillosa biblioteca de dos mil volúmenes, clasificados no por orden alfabético, sino según el grado de pornografía.

Numerosos especialistas, como Gay en su Bibliografía de las obras relativas al amor, citan a Hankey como bibliófilo a la vez que como autor. Incluso se dice que debió de escribir, en colaboración con Baroche, hijo del ministro de Justicia bajo el Imperio, con Duponchel, director de la Opera de París, y otros, École des biches, ou Moeurs des petites dames de ce temps.

No hay que olvidar que Ashbee debe mucho a Hankey, y de hecho no deja de resultar sorprendente que él mismo no hable de este hombre en ningún momento.

En un libro del «Infierno» de la Biblioteca Nacional de París, el autor no sólo se ensaña con él, sino que, también por razones desconocidas, reduce a doscientos volúmenes su colección de dos mil. No entiendo cómo tantos especialistas pueden llegar a ignorar prácticamente todo sobre Hankey quien, bajo el seudónimo anagramático de Kerhany, fue uno de los bibliófilos más empedernidos y originales de París.

Me imagino fácilmente con qué alegría maquiavélica Hankey cambiaría el manuscrito de Ashbee por un corto momento de placer. Sin duda le habría sentado como cuerno quemado que en los dos primeros volúmenes de su bibliografía Ashbee no hiciera ninguna alusión a su colaboración. Debió de parecerle terriblemente divertido abandonar en un burdel un manuscrito ilustrado con fotos eróticas en que muy posiblemente aparecería el propio Ashbee. Y si las fotografías eran tan auténticas como el texto, más de un inglés debió desternillarse de risa en aquella época en la calle Montmartre.

—¿Ha venido en coche? —me preguntó Monsieur Dubois.

—No —le contesté todavía pensando en la historia que acababa de reconstruir—. No, he venido andando.

—Vayamos entonces a tomar una copa en nuestra tasca —sugirió—. Tengo que volver pronto a casa, esta noche vamos a la Opera.

Una hora después, me despedí de él y salí del bar.

—El carnet de identidad, por favor.

Un policía fornido me cortaba el paso.

—¡Pero si soy extranjero! —protesté.

—El pasaporte, Monsieur, por favor.

—Pero ¿por qué? ¿Acaso tengo pinta de árabe? —le contesté, creyendo que se trataba de una de esas redadas, tan frecuentes en la época de la guerra de Argelia, que en efecto hacían para verificar los permisos de residencia de los argelinos.

—Su pasaporte, Monsieur, por favor —repitió impasible.

—Me niego. Soy un ciudadano libre que sale de un bar respetable y en el cual he pagado lo que he bebido. No sé por qué tendría que enseñarle el pasaporte. Váyase al diablo.

—¿Lleva el pasaporte consigo, Monsieur?

—Sí, lo llevo. Pero no tengo la mínima intención de dárselo. Su petición es un insulto. ¡Parece que hemos vuelto a la época de la ocupación!

—Entonces me veo en la obligación de conducirle a la comisaría.

—Inténtelo usted —le dije indignado, teniendo como testigos los curiosos que empezaban a formar un círculo a nuestro alrededor.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó un hombre que se acercaba a nosotros abriéndose camino entre la muchedumbre de curiosos.

Se trataba, claro está, de un policía vestido de paisano. Su colega, el que me había interpelado, se dirigió a él en un tono deferente.

—Este caballero es extranjero, señor inspector, y se niega a enseñarme el pasaporte.

—¿Qué motivos tiene para ello? —me preguntó el inspector.

—Que no encuentro ninguna razón válida para mostrárselo —le contesté furioso—. Salgo de un lugar respetable que se encuentra en una calle respetable, después de haber pagado la cuenta y…

—Le pido mis disculpas, Monsieur, pero ¿en qué café estaba?

—En aquel —le contesté señalándolo con el dedo.

—¡Ah! Ya entiendo. Más bien digamos que su respetable café es de hecho la antesala de una casa de citas muy conocida.

—Quizá sea cierto. Pero mi vida sexual sólo me concierne a mí, siempre y cuando no altere el orden público.

—Monsieur…

Entonces, el propietario del bar llamó la atención del inspector dándole una palmadita en el hombro.

—Señor inspector, este caballero es amigo del librero. Nunca viene aquí por el tema de las chicas.

Enfadado, el inspector se volvió hacia el policía de uniforme.

—Pero ¿por qué diablos no se lo ha preguntado al caballero?

—Señor inspector, si yo no sé nada de un librero…

El pobre hombre recibió la orden de proseguir con la ronda y de no volver a actuar en el futuro como un imbécil. Los curiosos se dispersaron satisfechos, dejándonos al inspector y a mí solos.

—Pero ¿qué quiere decir todo esto? —le pregunté al inspector.

—Nuevas órdenes, Monsieur —me contestó con un gesto fatalista, y explicó—: Después de la guerra, al cerrar los burdeles las calles se vieron invadidas de busconas. Fue algo que no gustó a las autoridades y empezaron a organizar redadas. Pero el hombre no puede cambiar de un día para otro, y las chicas empezaron a trabajar en los bares. ¿De qué forma podían impedirlo? Es muy difícil probar que un hombre que sale de un café con una chica va a hacer el amor con ella. Sin embargo, las últimas órdenes que hemos recibido nos obligan a anotar el nombre de todos los hombres sorprendidos saliendo de bares dudosos o de casas de mala reputación, vayan solos o acompañados de una chica fichada por nuestros servicios.

—Pero ¿qué puede hacer el gobierno con todos esos hombres? —le pregunté intrigado.

—No tengo ni la menor idea. Probablemente nada. Sólo sé que nosotros hemos recibido la orden de advertirles que escribiremos a sus jefes o llamaremos a sus mujeres a declarar en la comisaría.

—¡Pero eso es un chantaje!

—Los periódicos han hecho el mismo comentario que usted.

—Y, usted, ¿qué opina?

—Nada, Monsieur. Sencillamente me gustaría que existieran todavía burdeles. Desde el punto de vista de la higiene, esta solución es preferible, mientras que con nuestros efectivos insuficientes… pues claro… —Hizo un gesto de desagrado.

—Y los hombres no cambian —añadí.

—No, Monsieur, y nunca cambiarán.

Todavía contrariado por aquel incidente, volví a mi hotel y, justo al entrar, me di cuenta de que había un anciano, con un cuadernillo en la mano, casi agachado junto mi coche y un tanto sorprendido. Me acerqué y tosí para llamar su atención, pero estaba demasiado concentrado para oírme. Entonces di una patadita al parachoques. Empezó a levantarse, lo cual le costó bastante esfuerzo.

—¿Es su coche?

—Sí.

—Está aparcado en «zona azul» sin disco de estacionamiento; o me paga ahora los mil francos de multa o…

—Ni hablar, ni ahora ni nunca. Soy extranjero y tengo derecho a aparcar el coche delante de mi hotel.

El anciano volvió a examinar la matrícula del coche y su rostro se iluminó; pareció relajarse.

—Ahora lo entiendo. Llevaba ya un buen rato estudiando su número de matrícula y no lograba saber su procedencia. Pero en ese caso, no hay problema. Tiene derecho a dejar el coche aquí. Pero, dígame, ¿de dónde es?

Se lo dije y miró por última vez la matrícula refunfuñando:

—A ver si lo recuerdo de una vez por todas.

—Supongo que todas estas matrículas distintas le darán mucho trabajo —le comenté.

—¡Oh, sí, Monsieur! Y más teniendo en cuenta que soy ya mayor.

—¿Qué edad tiene?

—Setenta y cuatro, Monsieur.

Le miré detenidamente. Llevaba un viejo traje, impecable.

—Pero ¿por qué no va de uniforme?

—Está reservado exclusivamente para los jóvenes eventuales, pero nosotros, los viejos… Ya sabe, la mayoría de mis compatriotas no aceptan que se les multe por aparcar en lugar prohibido. Les parece que tienen derecho a aparcar el coche en cualquier sitio. «Si no, ¿qué sentido tendría pagar impuestos para mejorar la circulación?», dicen. Y luego, también hay que tener en cuenta que la gasolina es más cara en Francia que en cualquier otro lugar. Naturalmente se enfadan y están dispuestos a pelearse cada vez que sorprenden a alguien poniéndoles la multa.

Le ofrecí un cigarro y volví a preguntarle.

—¿Así que no tiene derecho a llevar uniforme?

—No, Monsieur. Nos limitamos a deambular por las calles, vigilando de forma discreta los coches que están aparcados. Si vemos algo anormal, anotamos el número de la matrícula y ponemos la multa en el parabrisas. Evidentemente, es mejor que no le vean a uno en ese momento. Pero no hay muchas posibilidades de que nos pillen, ya que ¿quién va a sospechar de un anciano que va por las calles?

—Francamente, hace usted un trabajo curioso —le dije con simpatía.

—Ya lo puede decir, señor. Y resulta imposible vivir con una triste pensión de funcionario.

Seguí escuchando sus problemas, le ofrecí otro cigarro y volví al hotel para echar una pequeña siesta.

No podía dejar de pensar, con desesperación, en el porvenir que esperaba a una nación que, para mantener su autoridad, acudía al chantaje y a los ancianos; aunque seguramente se trataba de un apresurado juicio. Enseguida recordé un caso parecido, en que la policía había utilizado también el chantaje.

Hace unos ocho años, recibí un catálogo de un editor alemán donde se anunciaba una próxima reedición de Das Wirtshaus an der Lahn, una recopilación de poemas y canciones donde se daba una mezcla de temas obscenos y escatológicos. Es un opúsculo excepcional, pues mejora a cada nueva edición. Los poemas y canciones reunidos en este volumen son lo mejor del repertorio de las veladas de estudiantes y de las Herrenabende (las reuniones de hombres) en Alemania. Durante esas veladas, los textos se comentan sin cesar, se desarrollan y el enriquecimiento que ello supone se retoma en la edición siguiente. El volumen de mi posesión tenía ya trescientos sesenta y siete fragmentos y la mayoría de mis clientes que conocían esta obra me habían pedido que les consiguiera un ejemplar cuando apareciera. Así que decidí hacer un pedido de cincuenta ejemplares, contra reembolso, sabiendo que así obtendría una reducción del cincuenta por ciento. Este encargo sólo era una formalidad y, una vez hecho, me había olvidado por completo del tema.

Una mañana, cuando me estaba afeitando, llamaron a la puerta. Al poco tiempo, mi mujer vino a decirme que un inspector de policía me estaba esperando en el despacho. Cuando terminé el lavado, empecé a pensar en cuál podía ser la razón de su visita y por qué había venido solo. Efectivamente, sabía que normalmente los policías de esta brigada van siempre de dos en dos. Al llegar al despacho, me encontré con un hombre alto y delgado que examinaba mi colección de libros. Por desgracia para él, había ido a parar a una fila de libros sobre alquimia y masonería. Se presentó y, tras señalar los libros, dijo:

—No tienen pinta de ser muy excitantes.

—Y ¿por qué tendrían que serlo? —le contesté.

Sin responderme, sonrió y se sacó del bolsillo un paquetito. Era un ejemplar de la nueva edición de Das Wirtshaus an der Lahn. Lo hojeé rápidamente y me quedé sorprendido al descubrir que iba ilustrado con catorce dibujos obscenos de Scháfer. Sin embargo, el prospecto que me había mandado el editor no los mencionaba.

—¿Cómo es que ese libro ha ido a parar a sus manos? —le pregunté intrigado.

—Dado que ya conocemos la reputación de esta editorial, hemos avisado a nuestros compañeros de la aduana para que nos avisen cada vez que un paquete mandado por esta editorial pasara por sus servicios. Ayer llamaron para decirme que había llegado un paquete y fui a hacer una inspección en el acto. Una mercancía explosiva, ¿no?

—Sin duda alguna. ¿Quiere sentarse un rato? Para charlar estaremos más cómodos en un sillón. —Le ofrecí un cigarro y añadí—: Es curioso, el editor se olvidó de hablarme de estas ilustraciones. Supongo que habría autorizado el paso de los paquetes de no ser por esos malditos grabados.

Se encogió de hombros como diciendo que lo ignoraba.

—¿Tiene alguna prueba de lo que me dice, Monsieur Coppens?

Busqué la orden del pedido y se la enseñé, así como el catálogo del editor que mi secretaria había grapado cuidadosamente a la hoja de pedido. Lo observó con detenimiento y luego, mirándome fijamente, declaró:

—Este editor es un hombre inteligente. Conserve cuidadosamente este catálogo, Monsieur Coppens. Ello le evitará no pocos problemas.

—¿Va a confiscarlos? —le pregunté.

—Me veo obligado a enviar un informe al procurador. Esas ilustraciones son una auténtica obscenidad.

—No más que el texto —añadí citando algunos fragmentos que conocía de memoria.

Hizo un gesto de desagrado:

—No le aconsejo que repita esto delante del tribunal. Al margen de la acusación de tráfico de publicaciones obscenas, podrían demandarle por declaraciones licenciosas.

—Sin embargo, así es como se expresaban los jueces cuando eran estudiantes —le dije justificándome—, y la verdad es que no se pueden utilizar otras palabras para escribir un libro como este.

Entonces le conté el origen de Das Wirtshaus an der Lahn. Escuchó educadamente y luego me preguntó:

—Pero ¿por qué ha pedido cincuenta ejemplares? En cierta manera, ¿no se trata de especulación, previendo una posible prohibición que haría aumentar su valor?

—En absoluto —le dije—. Tengo asegurada la venta de cuarenta y seis que me han encargado, y sabrá tan bien como yo la importante reducción que hacen al solicitar un pedido de este orden.

Lo reconoció.

—¿Y a quién va a vendérselos, Monsieur Coppens?

—A bibliotecas universitarias principalmente, y también a psiquiatras y sexólogos. No todos mis clientes son universitarios, claro está, pero sí son coleccionistas serios. Así que, dada la clientela que tengo, no veo sinceramente por qué habrían de considerar mi actuación reprensible.

—¿Le importaría enseñarme esos pedidos, Monsieur Coppens?

—Sí, en cierta manera me molesta. Atenta contra mi libertad.

—No se lo tome así, Monsieur Coppens. Si se niega, no le quedará mucha libertad que defender.

Tuve que admitir la legitimidad de su comentario. Y, con toda tranquilidad, el inspector examinó metódicamente los ficheros. Tras un breve lapso, se detuvo, encendió un cigarro y extrajo un papel de su bolsillo. Era una copia de la factura de envío.

—Por el simple hecho de enviar esos sobres a sus clientes, usted obtendrá unos beneficios de cien libras. Y estoy seguro de que tardará en hacerlo menos de dos días. —Y añadió suspirando—: Es exactamente lo que yo gano en seis semanas de trabajo.

—Cuidado, se trata de algo excepcional —le aclaré—. Pocos editores tienes las ganas y la valentía de imprimir una obra de estas características. ¿Y los riesgos que se corren?

Mis protestas le hicieron gracia al parecer, pero en lugar de contestarme, cambio de tema:

—No creía yo que Basil H*** tuviera preocupaciones tan intelectuales. De hecho, estoy francamente sorprendido de que lea ese libro.

Se refería a uno de mis clientes cuyo nombre figuraba en el fichero.

—Es un coleccionista muy bueno, inspector, y él…

El policía me cortó bruscamente la palabra:

—Diga más bien que se trata de un repugnante personaje que se las da de bibliófilo. Sólo es un asqueroso traficante que alquila libros pornográficos a un grupo de viciosos y por una libra a la semana. Si no fuera porque lo consideramos un pobre desgraciado, le habríamos metido entre rejas hace un siglo.

Apagó el cigarrillo y se metió el libro en el bolsillo.

—No pienso darle largas a este asunto, Monsieur Coppens. Estoy convencido de su buena fe y de la importancia del interés científico que este libro merece a sus clientes. Como tiene sólo cuarenta y seis pedidos, estoy seguro de que no le importará que me lleve uno para mi biblioteca. Esta pérdida no le arruinará y, para serle franco, considero que en su trabajo se gana usted la vida más que bien.

Me dio la copia de la factura, sonrió y, ya cuando se iba, me dijo:

—Por cierto, Monsieur Coppens, dele recuerdos de mi parte a Basil H***; seguro que se pegará un susto merecido. Y usted, tenga cuidado con la ley; si no lo hace se verá envuelto en muchos líos.

La verdad es que no estaba muy contento conmigo mismo. Durante años, había pensado que un día u otro la policía acabaría interesándose por mí. Estaba completamente convencido de que sabían de mis actividades. Y desde hacía mucho tiempo algunos abogados que había entre mis clientes me tachaban de loco. Loco, porque esperaba librar un combate leal que me permitiera demostrar la enorme diferencia existente entre erotismo y pornografía, y que cualquier persona, siempre que no alterara el orden público, tenía derecho a dar libre curso a sus inclinaciones. En repetidas ocasiones me habían avisado de que mi victoria en una batalla jurídica sólo dependería de dos factores: la habilidad de mi abogado y la posición social de mis clientes. Ninguna otra cosa podría salvarme. No tendría lugar un debate serio sobre la moral y la libertad. Cientos de veces, me imaginaba que ganaba un proceso tras largos debates y monólogos interminables en los cuales exponía todas mis teorías filosóficas. Pero la época de los pleitos imaginarios había pasado. Y finalmente, al verme ante la ley, en lugar de ponerme a la altura de las circunstancias, había empezado a hablar del negocio, de la legislación y de mi reducida clientela.

De repente, aquello me puso furioso. ¿Cómo podía haber llegado a semejante punto de atrevimiento para permitir que un policía examinara mis archivos? ¿Por qué no protesté cuando se llevó el libro? Llegada la hora de la verdad, me había comportado como un idiota. A pesar de todas mis maravillosas teorías, había utilizado en mi defensa los mismos argumentos inconsistentes y prosaicos que hubiera utilizado en mi lugar cualquier vendedor de libros corriente.

Me invadió después un sentimiento de vergüenza mezclado con rabia contra Basil H***. Los comentarios del inspector sobre el vil «tráfico» de Basil me resonaba aún en los oídos. Basil y yo éramos amigos desde hacía quince años y, sin embargo, nunca me había llegado a hablar de aquel tema. Estaba tan furioso que no se me ocurrió pensar que, si no me había hablado de ello, era porque ya sabía la clara preferencia que yo sentía por los clientes respetables y la hostilidad que sentía hacia aquellos que podían amenazar mi reputación de honestidad. Al contrario, creí que me había engañado. En realidad, yo no era sincero. Había estado ciego durante años, lo conocía lo suficiente para saber perfectamente que si se presentaba la ocasión Basil podía mostrarse abyecto.

Pero de momento no tenía ganas de plantearme nada. Necesitaba desahogarme con alguien para olvidar mi ruin comportamiento. Basil era el blanco idóneo. No podía dejar de pensar en otra cosa: «¿Cómo ha podido abusar de mi confianza?», y «¿Cómo ha podido llegar a pensar ese imbécil que no me enteraría nunca?». Le llamé a su casa y lo primero que hice fue darle recuerdos del inspector. Este último había acertado. Basil estaba aterrorizado.

—¿Usted…? ¿Usted no… le… habrá… dicho? —tartamudeaba.

—Decirle ¿qué? —le pregunté inocentemente—. Sencillamente, vio su nombre en mis archivos y me dijo que le diera recuerdos de su parte. No me pareció que le tuviera una gran simpatía pero, no se preocupe, recibirá el Das Wirtshaus an der Lahn.

—La policía sabe que… —Su voz entrecortada se hizo incomprensible.

—Sabe que usted es uno de los cuarenta y seis clientes que me han encargado ese libro. Debido a su interés cultural y a pesar del carácter obsceno de las ilustraciones, no ha sido prohibido. Pero no tenga ningún miedo, Basil. Yo soy quien corre los riesgos, no usted. No está prohibido comprar literatura erótica. Siempre que no haga negocio con ello, es decir que no las venda ni alquile, nadie le puede decir nada. Se lo repito, soy yo quien corre todos los riesgos.

—Sí, sí… Pero ¿por qué le ha dicho que yo…?

—No le he dicho nada, Basil. Leyó su nombre y…

—¿Usted cree que me conoce, Coppens?

—Me dio la impresión de que sabía sobre usted mucho más que yo. Le confesaré, Basil, que para mí ha sido un golpe terrible enterarme de que usted no era en absoluto un coleccionista. No le censuro por ese infame negocio de alquiler; al fin y a la postre, ese es su problema. En cambio, considero inadmisible que nunca me haya contado ni media palabra sobre él durante todos estos años de amistad.

El largo silencio que siguió me alegró infinito.

Las revelaciones del inspector habían hecho su efecto.

—Pero, Coppens, nunca hubiera podido comprar todos esos libros tan caros si no hubiera alquilado algunos ¡Dios mío! ¿Pero qué estoy diciendo? ¡Y además por teléfono! Coppens, prométame que no lo dirá por ahí. Aunque…

—¿Por qué? —le pregunté—. No es un secreto para nadie, Basil. La policía está al corriente de sus actividades. Si no se ofende, le diré que las pequeñas transacciones que hace no son tan importantes para ellos. Por cierto, ¿cuántos clientes tiene?

—Unos nueve. Pero no les veo regularmente. Depende de lo que les pueda proponer. Han leído prácticamente toda mi colección. De hecho les pido unas cantidades de risa. Pagan…

—No le pagan nunca, Basil —le corté de golpe al sentir lástima por aquel anciano—. No le pagan nunca.

—Pero…

—Le regalan de vez en cuando una botella de vino, o le invitan a cenar con su mujer. A veces le prestan uno de sus libros. ¿Está seguro de que alquila libros, Basil? Los presta o los cambia por otros, como hacen la mayor parte de los coleccionistas. En fin, eso le incumbe sólo a usted. Pero si quiere que le dé un consejo, no se deje intimidar por la policía. No pueden hacerle nada. Poco importa lo que puedan saber.

—Nunca recibo regalos. Robert y yo sólo…

—Escuche, ya hablaremos otro día. Pero quiero que sepa que no me ha hecho ninguna gracia que una tercera persona me haya revelado cosas sobre usted. Yo pensaba que éramos amigos, Basil.

—Y los somos. Tal vez sea usted el mejor amigo que he tenido en mi vida. ¿No entiende que precisamente por eso se lo he escondido? ¿Usted cree que lo he hecho con gusto? Se lo ruego, Coppens, no se lo diga a nadie. Si mi familia se entera, dejarían de dirigirme la palabra.

—No se preocupe, Basil. Soy una tumba. Y además, en todas las familias hay una oveja negra. Yo, en su lugar, no me preocuparía por tan poca cosa. Incluso los reyes tienen sus vicios.

—Eso no me consuela, Coppens. En mi familia no hay ovejas negras y la monarquía había ya desaparecido cuando mis antepasados se instalaron en este país.

Colgamos el teléfono. Me pareció paradójico, incluso divertido, que Basil manifestara semejante desprecio hacia la realeza y semejante miedo a la policía.

Me olvidé por completo de aquel episodio hasta que, unos meses después, Menno D***, uno de mis clientes asiduos, me contó una anécdota que le había sorprendido mucho. Basil y Menno eran viejos amigos. Tenían desde hacía años la misma manía pueril. Les encantaba masturbarse a la vez ante un enorme espejo en el despacho de Basil. La finalidad de aquel ejercicio manual era conseguir un orgasmo simultáneo. Se avisaban el uno al otro de la llegada del «momento sublime» soltando gritos de placer y berreando las palabras más groseras que habían aprendido en el curso de sus existencias, que por cierto habían sido muy agitadas. Los dos tenían en aquella época sesenta y seis años. Se habían convertido en unos expertos en el arte del gozar al mismo tiempo. Tras alcanzar su objetivo, se derrumbaban, agotados, en una butaca. Descansaban un poco y luego cantaban canciones atrevidas de su juventud, tomando una copa, completamente eufóricos.

Sea como fuese, habían decidido acabar con aquella costumbre y Menno se había ido a Estados Unidos para volver a empezar con su mujer una nueva vida. Basil y Menno no habían llegado a superar aquella separación; se llamaban por teléfono todas las semanas y seguían, a lo largo de sus comunicaciones, sus ejercicios a una mano. Era un sistema muy bueno; en cualquier caso, tal como decía Basil: «Ya no teníamos intimidad. Teníamos la impresión de que miles de personas nos escuchaban».

Menno me contó que Basil había perdido completamente la cabeza.

—Usted sabe —me explicó— el cariño que le tenía a su biblioteca.

—De eso, nada —contesté—. Y lo digo con conocimiento de causa. Le he vendido la mayor parte de los libros.

—¡Pero claro! ¡Qué tonto soy! ¿Le ha dejado alguno recientemente?

—¿Deshacerse Basil de su colección? Se ha vuelto loco.

—En absoluto. Le aseguro que la ha vendido. Y eso no es lo más grave. Ahora tiene estanterías llenas de libros infantiles de muchos colores, como por ejemplo Contes de ma mère l’Oye, o Winnie, the Pooh, y cosas por el estilo. El ambiente de su despacho se ha rejuvenecido considerablemente. O, más bien, se hubiera rejuvenecido si Basil no estuviera tan envejecido y despistado. No me extrañaría nada que balbuceara y llorara.

No quería escuchar nada más y me deshice de Menno en cuanto pude. Estaba loco de rabia. Así que Basil me había jugado otra mala pasada. Me dice que yo soy su mejor amigo, y luego va y le vende la biblioteca a otro. Le hubiera matado.

Tenía que verle de inmediato para aclarar este asunto.

Salió a abrirme, pero sólo entornó un poco la puerta, sin quitar la cadena de seguridad. Al verme por la rendija, se quedó tranquilo al ver que era yo.

—Pase, pase —me dijo. Estaba más pálido que un cadáver.

—¿Qué le pasa Basil? ¿Está enfermo? —le pregunté.

—No, ¿por qué?

—Tiene muy mala cara. —Luego, al acordarme del objeto de mi visita, exploté—: ¿Por qué ha vendido su biblioteca, asqueroso?

—No monte ese escándalo en la escalera, joven. Entre —contestó con una leve sonrisa.

Menno no me había engañado. Los colores chillones de los libros hacían daño a la vista y llegaban incluso a cegar.

—¿A qué se debe esta estupidez, Basil? ¿Se ha vuelto de repente chocho?

—En absoluto —me contestó con toda tranquilidad—. Siempre me han gustado los libros para niños. Y, en particular, este.

Se acercó a coger uno a una estantería y me lo enseñó: se trataba de Alicia en el país de las maravillas. Por deformación profesional, lo abrí al acto y empecé a hojearlo distraídamente. Tuve la mayor sorpresa de mi vida. Aunque efectivamente las tapas eran las de Alicia en el país de las maravillas, el contenido era otro. Eran los Dialogues of Aloisia Sigaea, uno de los libros pornográficos mejor escritos del mundo. Le miré por el rabillo del ojo y los dos nos echamos a reír.

—¿Por qué ha hecho esto, Basil? —exclamé—. ¿Se ha vuelto loco?

—Claro que no, Armand —contestó poniéndose de repente serio—. ¿Se acuerda de cuando me llamó hace dos meses, después de que la policía fuera a su casa? Nunca he pasado tanto miedo. No podía dormir, mi vida se había convertido en un infierno. Entonces tuve esta idea. Empecé a comprar libros de niños y le encargué a mi encuadernador que cambiara las tapas. He hecho esto con casi todos los libros y estoy mucho más tranquilo. Si viene la policía —concluyó con aire de seguridad—, no encontrará ni un solo libro prohibido.

No me atreví a decirle que podría ocurrírseles echar una ojeada al contenido de los libros. Corría el riesgo, si se llegaba a descubrir su engaño, de que le metieran en un manicomio con los ancianos dementes.

En el camino de vuelta pensé lo horrible que era que una persona se vuelva loca de la noche a la mañana; pensándolo bien, era preferible conservar el control sobre el destino de sí mismo como había hecho Antoine de B***.

Aquel encuentro con Antoine de B***, que había sido uno de los más maravillosos de mi vida, empezó con una llamada telefónica. Me llamaban de Aix-les-Bains para proponerme la venta de la biblioteca del «viejo Castillo de Briseau», una casa de campo destartalada cuyo propietario era un joven llamado Antoine de B*** que vivía allí solo. Me explicó por teléfono que estaba dispuesto a deshacerse de la biblioteca, ya que tenía intenciones de suicidarse. Los títulos de las obras que me citó y las referencias eran interesantes, pero la razón por la que se separaba de estas era, de por sí, extraordinaria. Me intrigó tanto que prometí ir a verle a la mañana siguiente.

En cuanto llegué a Aix-les-Bains, lo primero que hice fue buscar un teléfono para anunciarle mi llegada. Me citó para aquella misma noche y me tranquilicé.

Alquilé una habitación en el hotel que Antoine de B*** me había recomendado, y, para pasar el tiempo, me fui a pasear por la orilla del lago. Aquel rincón estaba atestado de veraneantes disfrutando del espléndido tiempo. Sentado en la terraza de un café, mientras tomaba una copa, empecé a pensar en la diferencia que había entre aquel marco tranquilo y agradable, y el proyecto de suicidio de Antoine de B***. Me prepuse quitarle la idea de la cabeza aquella misma noche.

Después de cenar, un empleado me anunció que acababa de llegar un coche del castillo y que estaba a mi disposición. Tras un largo trayecto, el chófer me dejó en la entrada principal. El propio Antoine de B*** me abrió la puerta y me condujo directamente a la biblioteca mientras me daba las gracias por la prontitud con que había respondido a su 11amada. Siguiendo a mi anfitrión a través de una inmensa entrada abovedada, y a lo largo de pasillos vacíos y silenciosos, hasta llegar a la biblioteca gigantesca y siniestra, empecé a comprender a Antoine de B***. La casa estaba desierta, lúgubre y desolada. El propio personaje, un guapo muchacho aunque ligeramente afeminado, contrastaba extrañamente con el ambiente en que vivía.

Me sirvió una copa de jerez y luego, ante las estanterías de roble macizo, empezó a contarme la historia de sus libros y cómo su familia los había adquirido. Pero, de las historias que me contó, la más apasionante fue la de su propia juventud.

Antoine tenía una hermana gemela que se llamaba Aliñe. Habían crecido juntos, convirtiéndose él en un chico fuerte y guapo, y ella en una preciosa jovencita. Me enseñó una fotografía que le habían hecho a su hermana tres días antes de que se matara. Al igual que él, tenía el pelo rubio, los mismos ojos verdes, la misma nariz y también la misma boca. Y, aunque eran de distinto sexo, se parecían muchísimo. Al final no se sabía si ella tenía algo de masculino, o él algo de femenino.

Su infancia había transcurrido en un castillo abandonado y, en aquella vieja y oscura mansión, había nacido un idilio imposible. Se habían enamorado y no se trataba de un amor platónico.

—Todas las noches —contó Antoine—, venía a mi habitación y se metía en mi cama. Nos amábamos desesperadamente. Tendríamos unos quince o diecisiete años cuando hicimos el amor por primera vez. Ya sé que muchos chicos de esta edad tienen experiencias sexuales con sus hermanas; en esos casos sólo se trata de un ensayo antes del acto propiamente dicho. Pero no así en el nuestro. Aliñe y yo hacíamos el amor prácticamente todas las noches. No era un juego ni un ensayo. Estábamos locamente enamorados. Yo había leído algo sobre el amor y le había enseñado todo lo que sabía. A ella le encantaba. Le gustaba todo. No se cansaba nunca. Era insaciable.

»A la vez que unión física, teníamos una vida espiritual intensa. Nos gustaban las mismas cosas, nos desagradaban las mismas personas y coincidíamos a menudo en nuestras opiniones. Cuando me miraba, yo sabía en qué pensaba. Yo tampoco le podía esconder nada que pensara o sintiera. Las palabras resultaban algo inútil entre nosotros. Nos conocíamos a la perfección.

»Cuando estábamos separados, ambos suspirábamos por vernos. Recuerdo una vez que fui a pasar las vacaciones a casa de un tío a Orléans. A los tres o cuatro días de estancia allí, tuve que volver. Aliñe estaba enferma y quería que volviera. Se repuso al instante, en cuanto entré en su habitación. ¡Dios mío, cuánto nos queríamos! Por la noche la abrazaba y hablábamos de nuestro amor. Pero nunca de nuestro futuro. Creo que los dos supimos siempre que un amor como el nuestro no tenía porvenir.

»Teníamos diecinueve años cuando todo se estropeó. Nunca me lo perdoné. La noche anterior a su muerte le dije que ya no podíamos continuar así. No la quería ver infeliz, no quería echar a perder su vida. No podía soportar la idea de que un día la llegaran a considerar anormal o desequilibrada. Ella me sonreía: “Seguiré siendo feliz mientras estemos juntos. Nunca me harás desgraciada, Antoine. Si me dejas, me destrozarás la vida. Me moriré si lo haces”.

»Intenté que entrara en razón. Le aseguré que iba a ser muy dichosa. Le dije que esa era la única razón por la cual me iba la semana siguiente a París. Me rogó que me quedara. Volvió a decirme que me amaba y que no podía vivir sin mí. “Si te vas, me mataré”, dijo.

»Yo debía de estar ciego. No me enteré, o no me di cuenta, de que hablaba en serio. Sencillamente, le repetí que iba a dejarla, que no me iba a convencer de lo contrario.

»La sola idea me desgarraba. Sin embargo, estaba seguro de que era la mejor solución. Nos estábamos haciendo mayores y sería una catástrofe que nuestro amor saliera a luz un día. La sociedad no acepta que un hermano y una hermana se amen como marido y mujer.

»¿Por qué no lo creí? No me lo decía en broma. Al día siguiente por la tarde se arrojó desde la torre del castillo. Antes de morir me había escrito una carta de despedida. Aún la conservo. Es lo que más aprecio en este mundo.

Después de la desaparición de su hermana, Antoine dejó el castillo. Fue a París a reordenar su vida, decidido a olvidar lo ocurrido.

Al cabo de unas semanas, se dio cuenta de que no encontraría un trabajo interesante. Había contestado a cientos de ofertas de empleo. Se había entrevistado con hombres de negocios y directores de empresas. Había incluso acudido a agencias de colocación. Nadie quería contratarle y la razón que le daban era siempre la misma.

—No tenemos nada contra usted, entiéndalo. Es un chico demasiado guapo. Su apariencia llama mucho la atención, es demasiado original. No, con franqueza, no podemos darle empleo. Se sale demasiado de lo común.

El carácter excepcional de las relaciones con su hermana, su aspecto físico, su castillo, todo se veía confirmado por esta última reacción: estaba al margen del mundo.

Su hermana le había dado el ejemplo, lo único que podía hacer era imitarla. Empezando por los muebles, vendió todo lo que había en el castillo, lo cual le permitió subsistir cierto tiempo. Ahora sólo le quedaban una silla, una cama, una mesa, la biblioteca, el coche y el chófer.

Al mismo tiempo que entendía los motivos de su suicidio, me daba cuenta de que no podía impedírselo. Aun así, intenté convencerle, pero en vano. Acordamos un precio para la biblioteca y él negocio se cerró sin problemas. Después me acompañó hasta el coche. Me estrechó amistosamente la mano y, en el momento que arrancábamos, se acercó y me dijo:

—El dinero que me ha dado me durará alrededor de dos meses. Una vez transcurrido ese tiempo, le enviaré mi esquela.

Cumplió su palabra. La carta llegó al cabo de nueve semanas. Antoine Guillaume Maximillien de B*** había muerto.

Yo sabía lo ansioso que se sentía por morir y me alegré de haberle ayudado a adelantar la fecha de su salvación al comprarle la biblioteca entera por sólo la mitad de su valor.