Al poco tiempo de mi encuentro con los Cramming y los Berger, un día, al volver a la tienda después de un viaje de negocios, mi secretaria me dijo precipitadamente:
—Ha tenido dos llamadas de teléfono, Monsieur Coppens. Monsieur Serge Vazov le comunica que está en la ciudad…
—¿Cómo? —exclamé.
—¿Qué pasa?
—¡Cómo! ¿Nunca le he hablado de Vazov? —le pregunté sorprendido.
—No, nunca.
—Entonces, querida, debo describírselo. Serge es un ruso muy perezoso y un «librero» que normalmente trabaja en París. He coincidido con él numerosas veces en casi todas las capitales de Europa. Es muy atractivo, debe de tener unos treinta y cinco años, y es con toda seguridad uno de los personajes más extraordinarios que he conocido en mi vida. Aún hablan de él en Amsterdam. En París le conocen todos los árabes que suelen ir a los cafés de mala fama de Montmartre. Pasa los veranos en la costa y la gente se pega por invitarle a sus fiestas. Está siempre al corriente de los cotilleos de ese círculo restringido y aburrido que llena las páginas de la crónica mundana internacional. Se casó en América con la hija de un millonario y, cuando llegó a Hollywood, ocupó enseguida una primera plana.
»Para mayor gloria, Serge tiene un gran sentido del humor. Siempre cuenta unas divertidísimas historias que me matan de risa. Lo que más me gusta de él es que da la impresión de que nunca ha trabajado. Estos últimos años se ha mantenido, al parecer, gracias a su elocuencia; de entrada, cae muy bien a la gente, y eso es una ventaja.
»Pero creo que ahora no le va demasiado bien. La última vez que le vi, en Bruselas, me confesó que se veía obligado a hacer de vez en cuando un trabajillo honrado. Tengo que reconocer que el tipo de trabajillos que hacía no eran desde mi punto de vista particularmente deshonrosos, pero seguramente chocaban con los principios de Serge. Ya verá lo que le ocurrió en Cannes, nada más llegar a esta ciudad. Se lo relataré tal como me lo contó él.
Y a continuación le relaté la aventura tal como Serge me la contó.
«Salí de la estación sin un duro en el bolsillo y me di cuenta de que alguien me seguía. Era un hombre de edad avanzada y que no tenía pinta alguna de homosexual. Un tanto perplejo, aminoré el paso y, cuando llegó a mi altura, le pregunté si quería algo. “Sí,” me dijo con toda naturalidad. “Si me acompaña al hotel en el que me hospedo, estaré encantado de explicarle mi problema”.
»Al oír aquellas palabras, pensé que realmente me había confundido y que sin duda se trataba de un marica. Pero, nada más llegar al hotel, me di cuenta de mi error. Me llevó a una lujosa suite donde una mujer mucho más joven que él parecía estar esperándole. Me la presentó. Se llamaba Ariane. Y, sin preámbulos, me dijo que hiciera el amor con ella.
»“¿Aquí?”, le pregunté.
»“Sí, y ahora mismo. Quiero que se desnude del todo. Si acepta la proposición, le daré cien mil”.
»Claro que me hablaba de cien mil francos antiguos, pero al fin y al cabo tampoco estaba mal.
»“De acuerdo”, dije, “pero primero quiero el dinero”.
»Y en verdad necesitaba el dinero, entiéndame. El hombre me lo dio sin chistar y vi que la mujer sonreía mientras yo lo contaba. No estaba mal, ella. Tendría unos treinta años, una hermosa cabellera negra y unos bonitos ojos castaños. Me preguntaba cuánto le pagarían y si la habría recogido de la calle a ella también.
»Al fin nos desnudamos los dos. Quitó la colcha de la cama y nos tumbamos directamente sobre las sábanas. Iba a pasar a la acción cuando el hombre me dijo que esperara. De una caja sacó tres o cuatro focos de los que emplean los fotógrafos profesionales y los colocó alrededor de la cama. Ahora entendía la finalidad de la sesión. Me volví hacia Ariane para ver su reacción: tenía los ojos cerrados y parecía aburrirse un montón. Es la típica actitud de las prostitutas cuando no trabajaban a gusto.
»“Por favor, espere un momento más” me dijo el hombre. “Hay que aclarar un poco la escena, ¿o no?”.
»“Creo que hubiera podido arreglármelas bien en la oscuridad”, le contesté. Pero él se limitó a sonreír y siguió con su trabajo. Una vez que hubo instalado todos los proyectores, pulsó un botón. La luz que cayó sobre nosotros de repente era tan deslumbrante que prácticamente no podía ver. Me pareció estar nuevamente en un escenario. Incapaz de ver nada, me puse a buscar a Ariane a tientas y pregunté si podíamos empezar ya.
»“Sólo un momentito”, refunfuñó el hombre. Fue de nuevo a la caja y sacó una pequeña cámara y un trípode. Yo sabía muy bien lo que pensaba hacer. ¡Cómo si no estuviera enterado de que ese tipo de películas causaban furor en ese momento! Montones de tipos como él, de mediana edad, disfrutan montando para sus amigos filmaciones como esta, realizadas por ellos mismos. En París resulta de lo más corriente encontrarse con ricos hombres de negocios que llevan al hotel a una prostituta y le piden que haga las cosas más delirantes que uno pueda imaginarse por el solo placer de filmarlas.
»Ciertamente le sacó jugo al dinero. No paraba de poner carretes nuevos en la cámara. Tengo que confesar que yo tampoco me aburría. Ariane era muy ducha en su oficio, toda una experta en la materia. Una vez terminada la sesión, me sentía reventado literalmente. El hombre quedó encantado con mis servicios. Me quedé muy sorprendido cuando, al acabar de vestirme, recibí otro fajo de cien mil francos. Ariane no volvió a vestirse y seguía dando vueltas completamente desnuda por la habitación. Deduje que la pondría de nuevo a trabajar en cuanto me fuera y me levanté, dispuesto a despedirme, cuando me propuso beber una copa. No dudé en aceptarla. Un cuarto de hora después, me dispuse de nuevo a partir. Me acompañó hasta la puerta y me dijo: “Muchas gracias, ha cooperado en todo momento. Mi mujer y yo estamos muy satisfechos; a buen seguro Ariane arde de impaciencia por ver la película”».
Al finalizar la historia, mi secretaria concluyó entre risas:
—¡Oh! Entonces tiene que llamar sin falta a Serge, Monsieur Coppens. Por cierto, la segunda llamada era de Barra.
Barra era un joven colega al que conocía de varias fiestas, pero hasta entonces no habíamos hecho ningún negocio.
—¿Qué quería? —le pregunté.
—Tiene dos o tres libros que cree que podrían interesarle.
—¿Le ha dado los títulos?
—Sí —dijo con un aire vago y desinteresado que decididamente parece ser habitual entre las secretarias de los libreros—. Me ha soltado una perorata sobre cripto no sé qué y diccionarios. Creo que se trata de libros viejos sobre ocultismo.
Sin ánimo de mostrarme demasiado puntilloso, hay que reconocer que su descripción era un poco vaga para alguien que trabajaba desde hacía más de seis años en una casa especializada. Confesaré no obstante que con el tiempo uno termina acostumbrándose a la estudiada indiferencia de estas señoritas respecto a los libros que vende su jefe.
Recuerdo un día en que fui a husmear a la librería Hachette del Boulevard Saint-Germain. En una estantería cuyo rótulo rezaba «Libros alemanes», descubrí un ejemplar de la edición original del libro Das Kapital, de Karl Marx. Era un ejemplar rarísimo. Se hallaba entre unos libros antiguos de arte y costaba trescientos francos. Al no ver a ningún dependiente por allí, pasé a la habitación de al lado y pregunté a una secretaria, que trabajaba allí, si podía abonarle el libro. Cuando me preguntó de qué obra se trataba, le contesté con dejadez que era un libro antiguo en alemán que había encontrado en la tienda.
—¿Qué precio tiene marcado? —dijo.
—Trescientos francos, señorita.
—De acuerdo, me fío de usted —dijo de mala gana, prestando tan poca atención al libro como a mí.
El socialismo no era algo que me interesara en particular y mi situación financiera no era muy brillante; además, sólo tenía una idea en la cabeza, revender el libro lo antes posible. El cliente más indicado para aquella obra era sin duda la propia editorial Hachette. Así que comí de forma bastante frugal en ese mismo barrio, pensando en el extraordinario beneficio que sacaría, y volví a la librería Hachette al principio de la tarde. En esta ocasión topé con un vendedor que, cuando le dije lo que deseaba vender, me indicó que me dirigiera al encargado de la sección «Obras políticas». Este último miró atentamente el libro y lo examinó por todos los costados; al fin me preguntó cuánto quería por él.
—Doscientos mil francos —dije sin vacilación.
—Es más o menos el precio por el que pienso venderlo, Monsieur. Tendremos que bajar un poco el precio.
—Lo siento. No puedo vendérselo por menos. Realmente no entiendo por qué no puede venderlo por cuatrocientos mil si pide ya setecientos por la edición original de De Humani Corporis Fabrica de Vesalius.
—La antigüedad, Monsieur, es lo que marca la diferencia entre estas dos obras —contestó secamente—. Y son más de trescientos años de distancia.
—Así pues, una diferencia de trescientos mil francos ¿eh? —insistí.
El hombre sonrió. Después de hacerse rogar, me dio ciento sesenta mil francos, lo cual, como descubrí más tarde, era relativamente poco para aquella obra. Hace unos años asistí a una exposición de libros antiguos, y un ejemplar bastante estropeado de aquella misma obra se vendió por cuatrocientos cincuenta mil francos.
Todo esto para decirles que uno termina por acostumbrarse a la indiferencia de las secretarias…
—¿Le ha dejado Barra algún otro recado? —le pregunté amablemente.
—Me ha hablado de ese libro con un título muy difícil de pronunciar, ya sabe, de ese que escribió… Oh, ¿cómo se llama? —Se quedó pensando—. Lo siento, Monsieur Coppens. No consigo acordarme, pero es el tío abuelo, o algo así, de ese genio desconocido que vive en Rocamadour. Ya sabe a quién me refiero. Ese que siempre nos pide poemas ridículos y guarros. Por cierto, todavía no ha contestado usted a su última carta. Quiere más poemas de esos.
—¿Sí? —le dije.
Mi secretaria asintió con la cabeza.
—¡Qué tonta es! —exploté de repente—. Se trata del Anthropophyteia.
—Eso es —dijo tranquilamente—. Siempre confundo ese título con «antropofagia». Por eso nunca me acuerdo.
Sentí un escalofrío.
—Tal vez —dije tratando de parecer tranquilo— haya mencionado también el Kryptodia.
De nuevo hizo un gesto afirmativo con la cabeza mirando detenidamente la agenda, tarea por la que le pagaba de hecho a quinientos francos la hora.
—¿Mila?
—¿Sí, Monsieur Coppens?
—El Kryptodia trata en su mayor parte de temas sexuales. Espero que haya explotado usted personalmente las mil y una maneras de expresar su erotismo. Es más, espero que prefiera el placer sexual propiamente dicho a los libros que hablan sobre el mismo, ya sean galeses o eslavos, pero —dije levantando repentinamente la voz y pegando un golpe sobre la mesa—, hay algo que debería saber, y es que ese hombre que se interesa por los poemitas guarros está dispuesto a pagar cien mil francos en cuanto le echemos la mano encima al Kryptodia.
—¿Y por qué se supone que debería saberlo? —dijo Mila inocentemente.
—Y ¿por qué no? —le contesté.
—Es su dinero.
—¿Acaso no es también el suyo?
—Sí, tiene razón. Hará bien en llamar a Barra enseguida, si es que está en su casa.
Faltaba saber si lo encontraría allí. Con Barra nunca se sabía. Era un hombre bastante excéntrico que, si se terciaba, llegaba a ser malo. Hace unos años abrió una especie de galería de arte como anejo a su tienda de libros antiguos, que muy a menudo solía estar cerrada. Empezó el negocio con una colección bastante limitada, pero muy bella, de libros sobre danza, teatro y ballet. Se le empezó a conocer en el medio por su predilección hacia los autores nazis. Con escepticismo, los demás libreros se habían limitado a observar su negocio, dispuestos a lanzarse sobre su stock al menor signo de desinterés por el negocio. Como no buscábamos el mismo tipo de literatura, nunca habría acudido a visitarle. Sin embargo, seguí el consejo de Mila y le llamé. Me dijo que fuera a verle ese mismo día.
La tienda de Barra estaba situada en el centro antiguo de la ciudad, en una callejuela que encontré sin demasiada dificultad. El escaparate era bastante presuntuoso, sin duda destinado a gustar a los snobs. Ese desagradable aspecto se veía acentuado por los comentarios personal y particularmente irritantes con los que Barra acompañaba los artículos que presentaba. Yo no entendía cómo la policía no le había obligado todavía a retirar los maravillosos a la par que eróticos grabados y dibujos de Labisse y de Léonor Fini que adornaban el escaparate. Entre los conocidos de Barra habían personas influyentes y, por otro lado, tenía fama de utilizar sus talentos artísticos con fines algo oscuros. Yo me preguntaba si, precisamente, no sería esa la razón por la que la policía no se atrevía a meterse con él.
En un rincón del escaparate había una excelente reproducción de La copulación de Rembrandt. El efecto que producía era tal que a mí mismo me chocó. ¿Cómo diablos podía exponer en la calle una obra tan atrevida? Me fijé también en otro grabado, en este caso de Léonor Fini. Comparada con la extraordinaria sutileza que emanaba aquel dibujo, la reproducción de Rembrandt resultaba decididamente pasada de moda. ¿Por qué no me lanzaba yo también a aquel tipo de comercio?, me dije de súbito. Al fin y la postre, los cuadros que tratan sobre esos temas deberían estar reservados a los vendedores de obras eróticas.
Caí en la cuenta de que había sido un estúpido. Como es evidente, los clientes que buscan las preciosas ediciones ilustradas de Sade o de Apollinaire estarían igualmente interesados por otras obras de los artistas que ilustran estas primeras. Vi las afinidades que podía haber entre artistas como por ejemplo Fini y Labisse, y muchos de mis clientes. Afinidades que, hábilmente explotadas, podían a su vez elevar la categoría de mi negocio y atraer a nuevos clientes.
Félix Labisse es un sádico fetichista y su obra refleja claramente sus perversiones; sin duda atraería a los clientes que compartan estas inclinaciones. Las mujeres que aparecen en sus obras están, en general, totalmente despersonalizadas, con el rostro completamente oculto por la cabellera o bajo un manto. Sólo son objetos. El carácter anónimo de esos personajes se ve acentuado por la forma, típica de Labisse, de centrar la atención en los senos, lo cual no sólo revela su tendencia fetichista, sino también su miedo a las mujeres, su infantilismo patológico, pues considera los senos como órganos sexuales secundarios. Además, las partes genitales de la mujer nunca aparecen en los cuadros. Hay que señalar, por otro lado, que su obra se hace muchísimo más agresiva cuando descubre el rostro de las mujeres. Así, tenemos la sensación de que quiere dañarlas e incluso destruirlas. Pero no por ello los senos dejan de ser el tema central; es más, concentra en ellos toda su violencia destructiva. En Sweetness of Love, una mujer lleva una ceñida combinación rasgada de arriba abajo y atada con unos lazos de espinos que se hunden en el pecho y vientre desnudos. En Full Breast, una mujer tiene hincada una flecha en el seno derecho y la sangre cae goteando. La tendencia sádica de Labisse se aprecia con mayor claridad en Poetical Forenoon, donde pueden reconocerse a sádicos muy famosos, como Sade, William Blake —que muestra una extraña mezcla de sadismo y misticismo—, Guillaume Apollinaire, el autor de Once mil vergas o Los amores de un hospodar, y muchos más. Aquí el rostro de las mujeres es también anónimo, pero sus pechos reclaman toda la atención. Uno de los rostros se refleja en un espejo, la mujer está herida, y una flecha le atraviesa la garganta. Al margen de la crueldad indiscutible que se desprende de estos cuadros, la obra de Labisse se caracteriza por un refinamiento y una belleza sólo superados por la artista surrealista Léonor Fini.
Desde el punto de vista estético, la obra de Léonor Fini es una clara prueba de que el gusto personal de un pintor por la lujuria y las tendencias agresivas no conlleva necesariamente la deformación de los sujetos que pinta. En la obra de Léonor Fini, el simbolismo hiperindividualista de su homólogo masculino se expresa a través de una selección de temas más clásicos. Su manera de pintar es sin duda el resultado del conservadurismo innato del sexo femenino que tiene sus raíces profundas en los eternos problemas del ser humano. Esta concepción artística hace que la obra de Léonor Fini sea válida y accesible, mientras el simbolismo cargado y egocéntrico de los pintores masculinos del movimiento surrealista les sume generalmente en una esterilidad artística y les impide comunicarse con el público. Por ello, cuando Léonor Fini trata de adoptar una actitud mental masculina, pierde mucho en sutileza y ligereza, y cae en un estilo bastante zafio. Las frías y mediocres ilustraciones que hizo, por ejemplo, para Justine, de Sade, y para Historia de O, no pueden ni compararse con el trazo delicado de su Unconditionned Love. Ese cuadro, que representa la mano esquelética de la muerte posada sobre los senos de una jovencita, ilustra, con fuerza, tanto la vulnerabilidad de la existencia humana como su carácter efímero. La obsesión evidente de la lujuria y de la agresividad no es en esta artista el fruto de un espíritu atormentado y egocéntrico, sino la prueba de un amor a la vida en todos sus aspectos y de forma total. Esta impresión de crueldad que se desprende a menudo de los cuadros de Léonor Fini es el resultado de un espíritu penetrante que ha tomado conciencia de la impotencia del ser humano y de la dureza de la vida.
Tuve la íntima convicción, a fin de cuentas, de que las obras de un artista de esta clase interesarían más a mis clientes que lo que les había ofrecido hasta entonces. Me dedicaría también a la venta de cuadros.
Así, mientras seguía pensando en los problemas que conllevaría la decisión que acababa de tomar, entré en la tienda de Barra. Me quedé clavado ante el espectáculo que se ofreció a mi vista. La habitación era la réplica exacta de una capilla ardiente. En el centro, sobre una tarima, un ataúd ricamente adornado subrayaba aún más el efecto mórbido que producía aquel lugar. Barra se hallaba sentado, con las piernas cruzadas, sobre el ataúd. Había mandado grabar su nombre y fecha de nacimiento en letras doradas, que destacaban sobre el rojo oscuro de la madera de caoba. Sólo faltaba la fecha de su muerte. Unos viejos uniformes de las SS manchados de sangre y colgados por las estanterías de libros daban un aspecto más siniestro todavía a la habitación.
—Buenos días, Barra. Pero ¿qué es todo esto? —dije por fin señalando despreocupadamente el impresionante decorado.
—Buenos días, Coppens, ¿qué tal?
—Bien, gracias, —le contesté—. Pero, por amor de Dios, ¿qué le pasa?
—Nada —me contestó alegremente.
—¿Cómo puede decir eso? —le dije mirando a mi alrededor.
—¡Oh! No tiene importancia. Sencillamente, pienso que hay que acostumbrarse a la idea de la muerte cuando aún se es joven. ¿Le gusta mi nuevo ataúd?
—¿Su nuevo ataúd?
—Sí, mi nuevo ataúd. El anterior era de madera de haya, pero no estaba muy logrado. En lugar de hacer de la muerte un acto de regocijo, la hacía tan triste que le quitaba todo interés.
Aquella verborrea llena de afectación me irritó pronto. Me preguntaba cómo un hombre de casi treinta años podía vivir de forma tan teatral y adoptar una actitud tan pretenciosa.
Unos días después tropecé con un amigo íntimo de Barra que me habló largamente sobre él. Al parecer, a menudo se lo encontraban dormido sobre el ataúd. El año pasado, en su cumpleaños, había recibido a sus invitados tumbado en el ataúd y vestido de gala. Incluso se decía que invitaba a meterse dentro a atractivas chicas con el fin, decía, de conocerlas mejor. La gente que le conocía estaba convencida de que Barra esperaba la muerte con alegría y que disfrutaba preparando su entierro, previsto hasta los más mínimos detalles. Pero su amigo me dio una explicación de esta actitud mucho más creíble.
Barra era el hermano menor de cinco chicos y procedía de una familia pequeñoburguesa. Durante la guerra, sus padres y hermanos mayores habían sido unos nazis convencidos. Todos se habían metido en las SS y todos habían muerto en el frente ruso. Al acabar la guerra, Barra no había cumplido aún los veinte años. Nunca había asistido a un centro de enseñanza oficial y le habían llevado a un instituto que recogía a los huérfanos nazis, donde se habían limitado a enseñarle toda una serie de estúpidas teorías sobre la raza aria y otras ridiculeces por el estilo. El amigo de Barra me explicó que este último no era un huérfano auténtico, ya que su madre seguía viva. Pero parece ser que estaba tan ocupada llorando por su marido y sus hijos, e iniciando a jóvenes soldados en los misterios de la vida, que se había olvidado de que Barra existía.
Hacia el año 1950, Barra, que en el fondo era bastante inteligente y dotado, empezó a frecuentar los ambientes artísticos. Como muchos seudointelectuales de su generación, enseguida empezó a interesarse por ciertas ideas superficiales del existencialismo y sobre todo la que, por ejemplo, reduce la vida al «instante», al «presente». Para Barra, la consecuencia inevitable de este «presente» era la muerte. El intervalo de tiempo que separaba «el momento presente» de la muerte era insignificante y no presentaba ningún interés, dado que su única y exclusiva razón de ser era atrasar lo inevitable: la muerte. Así pues, Barra decidió dedicar su vida a imaginar ese momento supremo. La capilla ardiente y el ataúd se convertían de este modo en un decorado ideal e incluso bastante racional, una vez que se conocía la razón del mismo. Sólo los uniformes nazis, que día a día le recordaban el trágico destino de su familia, daban a la habitación una nota sentimental; de hecho eran una prueba, sólo con su presencia, de la fe que tenía en la filosofía que profesaba.
Todo esto parecía muy plausible y bastante lógico, pero las formas amaneradas de Barra me impedían tomármelo en serio. En mi opinión, su vida era sólo una horrible mezcla de esnobismo y de gestos estudiados. Empecé a tener esta impresión tras el incidente que tuvo lugar la primera vez que fui a verle a su casa. Nuestra primera transacción resultó trabajosa. Barra había puesto un precio muy alto a las obras que me proponía y, como es lógico, traté de llevarle hacia una postura más razonable. De repente nos interrumpió la alarma de un despertador.
—¡La hora del té! —exclamó alegremente saliendo del ataúd donde había pasado no sé cuanto tiempo demostrándome con énfasis lo raros y valiosos que eran los libros que me quería vender.
Cortando de golpe la conversación, fue precipitadamente a un rincón oscuro de la habitación para hacer el té. Volvió poco después con una bandeja, y sobre ella dos tazas y una cajita. Le seguían dos majestuosos pavos reales que había ido a buscar al jardín. Me ofreció una taza, se metió nuevamente en el ataúd y sacó de la caja unos granos que extendió por el suelo. Los vistosos pájaros empezaron a picotear descuidadamente al tiempo que Barra volvió a su perorata con nuevas fuerzas.
—Cualquier objeto bello es una alegría eterna. El pavo real es sin duda alguna un objeto bello y representa eternamente el «momento presente»; por lo tanto, es esencial para el hombre.
La caja por suerte no era muy grande y su contenido se acabó enseguida; los pavos reales se fueron por donde habían venido y yo pude retomar el tema de la conversación. La afectación de Barra había dejado de impresionarme; le interrumpí diciéndole con sequedad que ahora tenía que aceptar o rechazar mi oferta definitiva. Muy amablemente aceptó la suma que yo le había ofrecido al inicio. Se guardó el dinero y me invitó cortésmente a una fiesta que daba un amigo suyo, un pintor llamado Francis. De hecho, este último iba a exponer por primera vez en breve.
—Mire, ese tipo de reuniones no me entusiasman demasiado. Una vez que se ha visto una, ya se han visto todas —le dije.
—No esta, ya lo verá. Le puedo asegurar que sale de lo común —me afirmó Barra—. Le gustará mucho, estoy seguro. Y además, irá Elisa.
—¿Elisa? ¿Se refiere a esa joven lesbiana que se pasa el día silbando a las chicas que pasan por debajo de su ventana? —le pregunté.
—Claro. Figúrese, una chica salió con ella y hasta al cabo de seis meses no se enteró de que Elisa no era un hombre —me comentó riéndose como una alcahueta.
—Sí, ya he oído esa historia. Y la chica lo supo al abrir por equivocación un paquete que contenía un vestido para Elisa. Siempre he pensado que, si realmente hubiera querido casarse con la chica, Elisa hubiera podido dar con una explicación válida. En fin, ¿qué otros invitados hay? Porque la verdad es que Elisa no me llama lo bastante la atención como para decidirme a ir.
—Creo que Simón.
—Tampoco me apasiona demasiado —le contesté. Simón era un tipo más bien apagado. Corrió la voz de que se había quitado el ombligo por qué las líneas tortuosas de esta pequeña cavidad le fascinaban hasta tal punto que ello le impedía concentrarse para meditar. Al menos eso es lo que quería hacernos creer.
—También estará Paula —añadió Barra con una sonrisa un tanto crispada.
Al oír ese nombre, creció mi interés. Paula era nuestra ninfómana. En sus buenos tiempos había sido bailarina. Ahora debía de tener unos cincuenta años, pero, cuando bebía, lo que ocurría muy a menudo, se ponía a bailar «El cisne negro» de El lago de los cisnes. Hacia los veinte años, había tenido una cantidad impresionante de amantes entre los hombres famosos, los ricos play-boys y los hijos de papá. Ahora, perdidos muchos de sus encantos y casi toda su fortuna, sus aventuras sentimentales se limitaban a jóvenes excéntricos como Barra y a un puñado de viejos admiradores. Vivía, por lo que se sabe, de unos escasos derechos de autor que recibía de algunos libros insignificantes que había escrito sobre coreografía.
—¿Siguen viéndose ustedes dos? —le pregunté a Barra.
—Sí, y cada vez nos llevamos mejor, aunque le aseguro que me ha costado mucho tiempo entender lo que Paula desea. Yo sabía que no se contentaría con realizar el acto sexual sin más. Necesitaba algo especial. Por muy extraño que pueda parecer, tardó en confesarme de qué se trataba. Quería hacer el amor con un hombre que, después de tener el orgasmo, le robara a escondidas alguna cosa y se fuera silenciosamente sin que ella se diera cuenta. Creía que el descubrimiento del robo le haría alcanzar un orgasmo que duraría eternamente.
—Si va usted con cuidado, este caprichito podría transportarla perfectamente a la eternidad. De hecho, no creo que esté muy lejos de ella —dije.
A Barra parece que aquello le hizo gracia.
—¡Oh!, está celoso, Coppens… En cualquier caso, la siguiente vez, cuando terminamos de hacer el amor, salí de la cama y me vestí. No dejé de mirar a Paula, que hacía como que dormía. Quizás haya sido una maravillosa bailarina, pero como comediante es horrible. Pestañeaba sin cesar y eso era algo que me ponía a cien. En cualquier caso eché una ojeada a mi alrededor, cogí el primer objeto que vi y salí pitando. Al cabo de dos horas, me llamó y me dijo, loca de alegría, que no recordaba haber tenido un orgasmo tan maravilloso desde su juventud.
—¿Qué le robó? —le pregunté.
—¡Un cubre-teteras! Se lo devolví a la mañana siguiente, por supuesto. ¿Para qué quería semejante objeto?
Pasado un tiempo, Paula se las arregló para convencer a Barra de que su placer sería aún mayor si, en lugar de contentarse con pequeños hurtos insignificantes, le robaba dinero, ya que era algo que ella adoraba especialmente. Barra vio que la idea tenía una cierta lógica y creyó que Paula se excitaría mucho con sólo pensar que ya no volvería a ver su dinero. Paula dejó pues «distraídamente» el monedero abierto encima de la mesa y, cuando Barra se fue, «descubrió» que le había robado dinero. Aquello le produjo un placer ilimitado. Siguiendo el expreso deseo de ella, Barra dejó de visitarla durante un tiempo, e igualmente se negó a contestar el teléfono, y así Paula iba convenciéndose poco a poco de que nunca le devolverían el dinero. Sólo el pensar que «la había robado su propio amante», confesó poco después a Barra, le desencadenó una serie de orgasmos que la obligaron a permanecer en la cama un día entero.
Ante la perspectiva de que Paula estaría allí, me entraron de pronto muchas ganas de ir a la fiesta. Tal como Barra me había dicho, estábamos invitados a la casa de Francis B***, un pintor que hasta entonces no había querido exponer sus obras. Barra le había conocido hacía escasos años y se habían hecho muy buenos amigos. Supongo que el origen de aquel sentimiento estaba en la tendencia sádica de la que aquel tipo hacía continuamente alarde. Para Francis, la sexualidad constituía el motor de toda vida humana. Igualmente creía que la sexualidad se había atenuado debido a los tabúes e inhibiciones creados por nuestra sociedad y que el hombre se había convertido en un ser asexuado. Esa nueva actitud sexual, que no era en absoluto natural, provocaba en el hombre normal y corriente reacciones violentas contra la lujuria y la agresividad, observables en ciertas pinturas; por lo general, las personas calificaban de obscenos y sádicos este tipo de cuadros, en vez de, dado que estos instintos formaban parte integrante de su libido, ver en ellos una especie de salvación. A pesar de la crueldad que emanaba toda su obra, Francis no se consideraba un sádico. Animaba, sí, a practicar el sadismo, pero no hasta el crimen. Para él, se trataba de un juego durante el cual la víctima tenía que experimentar tanto placer como el agresor. Dicho de otra manera, Francis sólo podía ser sádico frente a un masoquista.
Creía, además, que una cierta dosis de agresividad ayudaría a salir al hombre de su letargo. La Iglesia cristiana, en su opinión, había visto en este instinto una fuerza revitalizadora e independiente. Lo había utilizado para domar la independencia instintiva del hombre, que constituía una amenaza para su poder y su preponderancia. Las cruzadas, los métodos brutales empleados para convertir a los paganos y los tratos despiadados reservados a los heréticos eran, decía, otros tantos ejemplos que apoyaban sus teorías.
Una de las tesis defendidas por él con más entusiasmo era que el hombre se había convertido en un animal al privársele de la facultad que caracteriza al ser humano: la posibilidad de comunicación. Pensaba que el hombre se había hecho egoísta, e incapaz de mantener relaciones con sus semejantes, y la única solución posible se hallaba en el crimen y el homicidio colectivos. Según Francis, el arte abstracto era sólo una manifestación evidente de este egoísmo, ya que su lenguaje era demasiado arbitrario y egocéntrico.
El simbolismo de su obra, en cambio, estaba perfectamente claro. Un día le pidieron que explicara el significado del violín que aparecía en Tabula rasa. Efectivamente, en el cuadro se ve a una mujer, de pecho generoso, sentada sobre una enorme tortuga en una estación en ruinas y con este instrumento musical bajo el brazo. «Como es evidente, el violín es el símbolo de la mujer en espera del arco, símbolo de concupiscencia y de agresividad», contestó el artista.
—Muy pocas personas le caen en gracia —me dijo Barra, interrumpiendo mis reflexiones—, así que me ha autorizado para que invite a quien me apetezca. Habrá, creo, unas cincuenta personas.
—¿No le parecen muchas? —le dije.
—Bueno, ya sabe, uno invita a cincuenta y acaban viniendo cuarenta escasas. En cualquier caso, está invitado. ¡Ah!, se me olvidaba: Francis me ha insistido en que todos los invitados tienen que llevar patines de hielo. En fin, llamaré un taxi para que se pueda llevar todos los libros. Aquí me molestan y, si los deja, igual me da por venderlos otra vez.
—Le creo capaz.
Mi visita, de sólo dos horas de duración, me había dejado francamente agotado. Mi encuentro con Barra y la impresión que me había producido su extraña galería me habían dado mucho que pensar. Al ver el montón de libros en el asiento del taxi, me dio un ataque de risa. L’Anthropophyteia constaba de veintitrés volúmenes. A pesar de que Krauss, el autor de esta obra, había vivido en una época más tranquila que la nuestra, parece ser que no dejó de cavilar ni un solo momento de su vida.
Comenté mis reflexiones a la secretaria mientras me ayudaba a colocar los libros en la librería.
Cogí un volumen de L’Anthropophyteia y le pregunté:
—¿Lo conoce?
—No, en absoluto.
—La obra fue confiscada y tachada de inmoral por las mismas autoridades que mandaron retirar la tirada completa de las reproducciones de la Venus de Tiziano, que estaba en venta en el Museo de Berlín. Estas postales, según declaraciones oficiales, eran un ultraje público al pudor, mientras que cuatrocientos años antes ningún poder eclesiástico o laico había visto el menor signo de obscenidad en ellas. Por cierto, Mila, ¿le he dicho que Barra me ha invitado a una fiesta? Ese pintor llamado Francis, creo que usted ya le conoce, da una recepción con motivo de su primer exposición. ¿Cree que debo ir?
—Claro que sí. Puede que él sea un agarrado, pero no creo que tenga usted muchas ocasiones para conocerle, y dicen que es fascinante. Vive como un monje.
—¿Así que realmente merece la pena el desplazamiento?
—Vamos, vamos, déjese de tonterías; tal vez él piense lo mismo de usted.
La noche de la fiesta, Barra y yo fuimos en coche a casa de Francis, que vivía en una estrecha calle. Nevaba mucho y el pavimento estaba resbaladizo. Por el camino, Barra me dijo, sin darle importancia, que quizá Francis no acudiera y entonces haría de anfitrión otro pintor que vivía en el mismo edificio. Eso me decepcionó bastante, pero la verdad es que me era fácil entender a Francis; aquella fiesta era seguramente demasiado para él. El hecho de verse de súbito rodeado de cincuenta personas después de pasar veinte años en soledad es algo que podría agobiarle y agotarle hasta el punto de desear anular la exposición incluso antes de inaugurarla.
—Tal vez venga disfrazado sólo para ver lo que pasa —le dije.
Barra se limitó a encogerse de hombros.
—Haría mejor en mirar al frente. Estamos ya muy cerca y no me gustaría acabar en el canal, Coppens.
—Sí, sí —le contesté—. No se preocupe: está helado.
—Ya lo sé —contestó Barra.
Nos recibió el maestro de ceremonias. Era un gigante de pelo rojo y una voz muy fuerte. Le seguimos por unas escaleras que conducían a una habitación iluminada por el fuego de la chimenea. La mayoría de los invitados estaban sentados por el suelo en pequeños grupos. Nos pusimos a charlar y a beber. Había de fondo una música de jazz y, por lo demás, la velada no parecía muy distinta a las que yo conocía, con la única diferencia de que todo el mundo llevaba colgados al cuello un par de patines de hielo y nadie parecía saber muy bien para qué.
—Bailaremos en el desván —informó Francis, ofreciéndome un vaso por encima de la barra de bar que había montado en un rincón de la estancia. Empecé a creer que la velada iba a resultar agradable, pero no podía dejar de pensar en el tema de los patines.
—No tengo ni idea de lo que haremos con ellos —me dijo Barra—. Igual los hemos traído para nada. A Francis le gusta gastar bromas cuando sale de su torre de marfil, lo cual no ocurre muy a menudo. Con él, nunca se sabe.
En aquel momento distinguí a Paula entre los invitados. Todavía no había bebido lo suficiente como para lanzarse a hacer el numerito de El lago de los cisnes. También vi a Betty y a Belle, pero su presencia no tenía nada de excitante, ya que me las podía encontrar en cualquier baile de la ciudad. Eran madre e hija. Belle decía ser actriz, pero nadie la había visto en escena. En cuanto a Betty, la madre, era una borrachina. Vivían juntas desde hacía años y ahora ocupaban una oscura habitación en la parte trasera de la tienda de anticuario que en otro tiempo regentaron. La tienda sólo tenía un artículo: un magnífico cuadro de un maestro del siglo XVII, que representaba una extraordinaria batalla naval. Esta era la sola y única pieza, que de hecho llevaba expuesta en la vitrina muchos años. El resto estaba completamente vacío. La gente entraba a menudo a preguntar el precio del cuadro, pero Betty les contestaba siempre que no estaba en venta.
Lo había heredado y era el primer artículo que había tenido en la tienda. Lo había tasado muy alto y no había conseguido venderlo. Terminó por encariñarse mucho con él. Ahora era el único recuerdo que le quedaba de su gloria pasada. Desde hacía unos años, Betty y Belle vivían de la prostitución. Belle se había especializado en negros, mientras que Betty se inclinaba por los «rostros pálidos». Ambas dormían en la misma cama, un mueble gigantesco que ocupaba casi toda la habitación. Allí llevaban a los hombres que pescaban y a menudo, durante la noche, cambiaban de pareja. Por la mañana conducían a los invitados ante la caja registradora del abandonado anticuario, donde se les invitaba a mostrar con su generosidad hasta qué punto habían apreciado su hospitalidad.
Una noche, Belle llevó a un negro y encontró a Betty ya en la cama con un chino que había cazado en el puerto. En el curso de la noche, se intercambiaron las parejas como de costumbre. Sin embargo, por una oscura razón, Belle discutió con el chino, y este acabo largándose. Belle se sintió repentinamente muy sola y decidió volver a salir. Conquistó a otro negro en un bar y, entusiasmada, lo llevó a casa. A la mañana siguiente, cuando Betty se despertó, descubrió con sorpresa a dos negros en la cama. Más tarde confesó a su hija:
—¿Sabes, cariño?, tengo que ir con cuidado; dejaré el alcohol por completo. Juraría que ayer por la noche traje a un chino.
Betty y Belle parecían divertirse mucho. Sin duda, ello se debía a que no tenían problemas para encontrar clientes. Sin embargo, los hombres que iban allí no debían de ser muy interesantes desde el punto de vista económico. Sólo un hombre les hubiera podido convenir, un fotógrafo de mediana edad que debía de ser bastante rico. Pero en realidad nadie estaba muy seguro de ello; el año pasado, le fueron a robar y forzaron la caja fuerte: para gran sorpresa de los ladrones, sólo encontraron una cesta de nueces y un teléfono.
Belle se acercó a mí y empezó a contarme sobre una de las últimas fiestas en casa de un amigo de Barra.
—¡Fue maravillosa! ¿Sabe cuándo se acabó? ¡Esta mañana! Ha sido la fiesta más divertida y larga de todos a las que he asistido. ¡Tres días seguidos! ¿Sabe lo que es eso?
—Sin duda, ha debido de ser la fiesta del año —le dije.
—¡Oh, desde luego! —asintió—. Pero no había nada planeado. El amigo de Barra había invitado a mucha gente. Llamaban continuamente a la puerta y no paraba de llegar gente, de modo que al final decidieron dejar la puerta abierta para que cualquiera pudiera entrar. El jaleo impresionaba y, naturalmente, ello llamaba la atención. La casa estaba hasta los topes, de verdad. Habían entrado unos músicos ambulantes y ese curioso hombrecillo con sus perros amaestrados. Ya sabe a quién me refiero: ese que canta por los cafés. También estaba el malabarista, con sus bolas de mil colores, que suele deambular por las calles. Los perros del hombrecillo no dejaban de ladrar, pero la gente ni los oía. Del malabarista, sólo se veían las bolas que rodaban por encima de las cabezas, y cada músico tocaba una melodía diferente. ¡Era increíble!
—Me da la sensación de que me he perdido una buena fiesta —dije.
—Ya lo puede decir. También estaba ese hombre que lleva un impermeable gris. Yo lo había visto antes alguna vez…
—¿Cómo se llama?
—No tengo la menor idea. Nadie le conoce. Debió de entrar con un grupo de personas. Ni el hombrecillo de los perros le conocía, y ya sabe usted lo buen fisonomista que es. En cualquier caso, ese extranjero no se lo había pasado mejor en toda su vida. Se le veía en un rincón, bebiendo sin parar y comiéndose con los ojos a todas las chicas. No paró de reírse en toda la noche. —El rostro de Belle se iluminó como si de repente se acordara de algo—. ¿A que no se imagina qué le ocurrió a la pobre Betty? —exclamó—. Estaba bebiendo unas copas con un señor bastante mayor, y ya sabe cómo es ella, siempre buscando dinero fácil, y de repente le dijo: «Si me da cien francos, me desnudo del todo ahora mismo». Es terrible. ¿Sabe lo que le contestó?: «Aquí tiene doscientos francos, pero, por favor, quédese vestida». Aceptó con gusto el dinero, pero se quedó terriblemente decepcionada. Qué divertido, ¿no? Pero ¿dónde nos habíamos quedado?
—Me hablaba de ese extranjero vestido con un impermeable gris.
—¡Ah, sí! Ya recuerdo, avanzaba la noche y, a eso de la una o las dos de la mañana, el hombre se dirigió al amigo de Barra: «Lo siento, pero debo irme ya. ¿Me da la cuenta, por favor?». ¿Se imagina? ¡La cuenta! ¡Pidió la cuenta! Es tan cierto como que me llamo Belle. Y lo dijo en francés. Debe de ser francés o un diplomático extranjero que habla francés. Luego le pidió al amigo de Barra que le llamara un taxi porque debía coger un avión. Debió de creer que había aterrizado en una discoteca o algo parecido.
—Y, luego, ¿qué pasó? —pregunté.
—El amigo de Barra no dudó un segundo. Garabateó unos números en un trozo de papel y dijo: «Son doscientos cincuenta florines, Monsieur». Llegó el taxi, el hombre pagó la cuenta y se marcho asegurando que se lo había pasado de maravilla. Al poco rato, se empezó a vaciar la casa y, en cuanto abrieron las tiendas, nos lanzamos a comprar algo de comida y bebida con el dinero que nos había dejado el extranjero. Y así fue cómo la fiesta pudo continuar durante dos días más.
La historia de Belle me entristeció por haberme perdido semejante ocasión, pero estaba seguro de que la fiesta en la que nos hallábamos iba a resultar aún más excitante.
Dejamos los patines de hielo en la basura y subimos a la buhardilla. Paula acababa de esbozar los últimos pasos de su solo de El lago de los cisnes y, ante nuestra insistencia para que siguiera, inició un paso muy lento de La bella durmiente del bosque. Por desgracia, la juventud es despiadada y enseguida se vio eclipsada por una jovencita que se había lanzado a hacer un strip-tease desenfrenado.
Hacía un calor sofocante en el cuartito y, como la mayoría de las chicas habían bebido mucho, empezaron a quitarse la ropa. No resultaba nada sorprendente teniendo en cuenta que, por lo general, las mujeres aprovechan la mínima ocasión para desvestirse, bailar y pasearse completamente desnudas. Hay que señalar que los hombres siguen muy rara vez su ejemplo, y los que lo hacen suelen ser exhibicionistas declarados. Elise, la lesbiana, se había desnudado por completo. Estaba francamente maravillosa, con esa cara de chiquillo, ese rubio pelo corto, ese cuerpo delgado y estirado, y esos pechos en forma de pera. Vestida de Eva, se abrió paso entre los que bailaban en busca de su amante que, en ese momento, bailaba con Barra.
—¿Me permites, Barra? —le dijo arrancándole a la chica sin esperar siquiera a que le diera su consentimiento. Vi enseguida que Barra se sintió vejado. Le echó una mirada de odio y abandonó el cuartito sin decir una palabra. Unos minutos después volvía con nuestro anfitrión, quien inmediatamente hizo cesar la música.
—Una cosa es ser lesbiana, Elisa —dijo Barra—, y otra actuar de forma desleal. Otras mujeres podrían hacer lo mismo que tú, así que sufrirás un castigo por tu actitud injustificada.
—Vosotros dos tramáis algo —dijo Elise, a todas luces inquieta.
—Has dado en el clavo —dijo Barra cogiéndola del brazo y empujándola hacia Francis, quien la puso boca abajo, con el culo al aire, sobre sus rodillas.
Luego extrajo del bolsillo un plumero de mango bastante corto, mojó este último en cerveza y se lo metió en el ano con fiereza. Ella luchaba con todas sus fuerzas y trataba desesperadamente de soltarse, pero no había nada que hacer. Todos la observábamos a carcajada limpia, y nuestro anfitrión dio el toque final a su obra. Y enseguida pudimos apreciar sólo las plumas multicolores sobresaliendo graciosamente de las nalgas de Elise.
—¡Oh! Elise, esto es delicioso. Te pareces a uno de los pavos de Barra. ¡Qué venganza más fina, Barra! —susurró Paula.
—¡Qué pena que no puedas verte, querida! —dijo Belle. Luego, volviéndose hacia su madre—: ¿Y si nos metiéramos también algo en el culo? ¿Unas flores o un abanico? O unos puerros. ¿Qué te parecen unos puerros? Un cepillo de dientes… ¿O sería demasiado pequeño?
La anciana Betty no compartía sin embargo su entusiasmo.
Entretanto Elisa seguía sufriendo su castigo. Le obligaron a quedarse de pie en un rincón, de cara a la pared, a fin de que se arrepintiera de su mala conducta. Esta escena parece que le impresionó bastante y de repente pareció recuperar el buen humor. No dejaba de mirar por encima del hombro diciendo:
—Muy gracioso, pero que muy gracioso…
—Me da la impresión —comentó Belle— de que esta noche va a haber desenfreno. Betty, ¿te acuerdas de la fiesta, el otoño pasado, en Tánger?
—¿Aquella en que los norteamericanos utilizaban botellas de Coca-Cola para…?
—No, no es esa, no —le interrumpió Belle.
—Fue la fiesta más horrible de todas a las que he asistido en mi vida —continuó Betty con nostalgia—. Figúrate, esas chicas utilizando botellas vacías para…
—No, me refiero a la que hubo en casa del escritor norteamericano. Ya sabes quién, aquel que proyectaba las dispositivas pornográficas en la fachada de la casa de enfrente. ¡Dios mío, se veía todo tan grande! Había puesto el proyector en medio de la ventana. En un abrir y cerrar de ojos la calle se llenó. Aquello gustó a la gente, no dejaba de dar alaridos. Cada vez que salía una nueva imagen con posiciones y parejas diferentes, era una locura. Al final llegó la policía pero no intervino hasta que el norteamericano no empezó a acompañar la proyección con comentarios obscenos.
—Me parece que era la noche en que las chicas cogían las botellas de Coca-Cola para… —murmuró Betty con insistencia.
—Que no, cariño, lo mezclas todo. La fiesta de la que tú hablas fue en París.
—Ah, sí, ya caigo. Aquella en la que conociste a aquel negro tuerto. Te fuiste con él arriba y entretanto los norteamericanos cogieron las botellas vacías y…
Francis interrumpió aquellos recuerdos nostálgicos y nos invitó cordialmente a que fuéramos a buscar nuestros patines y le siguiéramos.
—Tenemos preparada una gran sorpresa para todos —anunció—. Os acordaréis de mí toda vuestra vida.
—¡Viva Francis! —gritaron los invitados.
Nos abalanzamos hacia las escaleras dando trompicones y empujones. Elise fue la última en salir de la buhardilla. Seguía con el plumero hundido en su culito redondo y lo llevaba con cierta dignidad.
Fuimos a parar al sótano. Allí había dos habitaciones espaciosas que habían permanecido cerradas durante toda la noche. Los tres o cuatro primeros que cruzaron el umbral de la puerta cayeron de bruces. El suelo estaba cubierto de una capa de hielo. Las habitaciones, vacías, se habían transformado en una auténtica pista de patinaje sobre hielo. En medio de gritos y risas, el artista explicó que el sótano había estado inundado varios días y que entonces se le había ocurrido dejar las ventanas abiertas para que el agua se helara. Fue así como ideó construir aquella pista de patinaje tan original.
—Esto es maravilloso —exclamó Belle—. Reconozco que es la fiesta más maravillosa de mi vida.
Todo el mundo patinaba y bailaba sobre el hielo. Vi a Elise deslizándose, en compañía de otra chica desnuda, con el plumerillo metido en el culo.
Como las ventanas estaban cerradas, enseguida empezamos a sudar. La temperatura sube deprisa en una habitación de techo bajo y, en menos de media hora, el hielo se había derretido y chapoteábamos en un agua helada que nos llegaba a los tobillos.
Entonces los invitados buscaron habitaciones más íntimas, pues era evidente que la noche llegaba a su fin. Algunos fumadores de marihuana estaban tranquilamente sentados en un rincón, perdidos en sus paraísos artificiales.
Decidí que era hora de volver a casa y busqué a Barra, pero no di con él. Sin embargo, encontré a Francis y le di las gracias por aquella fiesta tan lograda. Después, emprendí el camino de regreso.