Capítulo X

La inmensa mayoría de los libros que poseo proceden de subastas o de clientes particulares. Sin embargo, no puedo aguantar sin ir de vez en cuando a dar una vuelta por el campo, convencido de que un día u otro descubriré, en el lugar más recóndito de esas tiendas de pueblo, uno de esos ejemplares únicos con el que sueña cualquier coleccionista.

En una escapada visité un pueblo que todos los libreros conocen, ya que allí hay una tienda muy buena regentada por un tal Monsieur Fosse. Fosse, aunque es un gruñón bastante pedante, es un compañero de confianza.

Así pues, fui a visitarle. Intercambiamos algunas opiniones sobre las actuales tendencias de nuestra profesión y, tras echar una ojeada al almacén de libros, le pregunté:

—¿Tiene alguna obra erótica?

—Lo siento —me contestó—, no tengo ese tipo de literatura y, además, cuando me cae en las manos una de esas obras, se la reservo a un ferviente coleccionista que vive en el pueblo. Su mujer viene a verme asiduamente; siento mucho no poder satisfacerla y siempre tengo que excusarme y explicarle que no vendo ese tipo de artículos.

Aquel día, Monsieur Fosse estaba más hablador que de costumbre y sin duda esta amabilidad se debió a que yo acababa de comprarle un lote completo de libros sobre ocultismo que rodaban por la tienda desde hacía años y le había pagado por ellos bastante más de lo que se esperaba. Me arriesgué a hacerle la siguiente pregunta:

—¿Estaría dispuesto a decirme el nombre de su cliente, y ve algún inconveniente en que me ponga en contacto con él?

—En absoluto —me contestó espontáneamente—. Pero acuérdese de mí si descubre algún grabado antiguo o pintura del pueblo. El marido es el director del hospital psiquiátrico de la región.

—¿Qué tipo de hombre es? —le pregunté.

—No lo sé muy bien —dijo—. Normalmente suelo tratar con la mujer. Creo que él debe de ser un sádico. Como podrá imaginar, su mujer habla siempre de forma vaga cuando hace alusión a los gustos de su marido. ¿Quiere que les llame por teléfono?

Acepté rápidamente aquel ofrecimiento tan excepcional por parte de Fosse. Este llamó a su cliente. Monsieur Berger por desgracia no estaba en casa, pero su mujer me invitó de inmediato a que fuera a visitarla. Me despedí del viejo Fosse y, tras seguir las indicaciones detalladas que me había dado, me hallé ante una magnífica casa. Tuve que llamar primero a la caseta del guardián para que se me autorizara a emprender el camino que llevaba a la casa.

Era una gran mansión, llena de esquinas y recovecos. Unos enormes sauces de color verde oscuro la rodeaban. Di dos timbrazos. La puerta se abrió lentamente. Entonces entré en un recibidor con el suelo de mármol, gigante, que realzaba una escalera majestuosa. En un descansillo, en mitad de las escaleras, había una mujer alta y corpulenta, con un traje de cuero negro. Me estaba esperando y, después de hacer las presentaciones, Madame Berger me dijo:

—Estoy muy contenta de que haya podido venir. ¿Quiere que pasemos al cuarto de estar? Charlaremos más tranquilos.

Entró delante de mí en una habitación sencillamente amueblada. Cruzando un pasillo, una de cuyas paredes estaba llena de libros, se llegaba al centro de la habitación, y allí me vi completamente perdido en medio de un gran espacio vacío. Aquella indigencia casi total sólo la rompía la reconfortante presencia de algunas plantas verdes de hojas anchas. El ambiente de aquel lugar producía un extraño malestar. Instintivamente, me di la vuelta hacia el fondo de la habitación y me encontré frente a un retrato de mi anfitriona. El parecido era tan sorprendente que por un momento me pareció que estaba delante de una mujer de carne y hueso. Más tarde me di cuenta de que el poder singularmente evocador del cuadro se acentuaba debido al vasto espacio vacío que lo precedía, ya que, por todo mobiliario, sólo había unas mesitas y unas sillas bajas, colocadas al lado de la ventana. De entrada, el retrato era ya poco común. Representaba a Madame Berger con unas medias negras, calzada con unas botas rojas y una fusta en la mano derecha. Daba una clara idea de los gustos del dueño de la casa.

—¿Le gusta? —me preguntó Madame Berger sacándome de mis reflexiones.

—Es un cuadro muy bonito —le dije—; sin embargo, hay algo en él que me intriga…

—Sé lo que va a decir —dijo riendo—: ¿Cómo puedo recibir aquí, con este retrato?

—Eso es precisamente lo que estaba pensando —le contesté.

—¡Oh!, mi marido lo explica muy bien. Como usted habrá podido constatar, este retrato me lo hicieron cuando era mucho más joven. Hace exactamente treinta y cinco años. En aquella época trabajaba de enfermera en el hospital psiquiátrico. Mi marido era el psiquiatra del centro. Allí fue donde nos conocimos y nos enamoramos. Mi marido dice siempre a los invitados que el retrato me representa tal cual me deseaba antes de ser psicoanalizado y curado, y que lo conserva como recuerdo. No sé si muchas personas se creen esta historia, pero nadie se ha atrevido a sugerirle que se haga psicoanalizar de nuevo.

A medida que iba conociéndola mejor, me daba cuenta de que Madame Berger era un auténtico demonio. Lo que siempre me gustó de ella, y de hecho me sigue gustando, es la naturalidad con la que habla de la extraña situación en que vive.

Me ofreció un té y empezó a hablar de su marido.

—Mi marido ejerce dos profesiones a la vez. Es psiquiatra y ginecólogo. El problema es que ha visto a tantas mujeres desnudas a lo largo de su carrera que ya ninguna le excita. Y, además, se pasa todo el día rodeado de tarados; así que, ahora, ¡lo que es normal ya no le interesa!

Sus explicaciones no me parecían muy coherentes. Aquel razonamiento no podía ser válido, ya que, lógicamente, si a su marido no le interesaban ya las mujeres debido a que todos los días podía observar sus encantos, tampoco tendrían que atraerle los tarados con los que se tenía que codear todos los días. Además, la idea de que un médico se deje de interesar por las mujeres porque ve demasiadas y, además, desnudas, es un cuento.

Pensé que aquel hombre nunca había estado equilibrado y que su profesión le ofreció una ocasión única para saciar sus tan particulares deseos.

No hice comentario alguno a las explicaciones de Madame Berger. Estaba claro que deseaba que me las tomara al pie de la letra.

—En una palabra —prosiguió—, no le atrae en absoluto lo normal. Se ha convertido en un auténtico masoquista, con una inclinación muy clara hacia el travestismo. Naturalmente, somos del todo conscientes de que se trata de una aberración, pero ya es demasiado viejo para cambiar de costumbres y, de todas formas, tampoco creo que lo desee realmente. Pero no por ello deja de ser un excelente psiquiatra.

Como haría un coleccionista apasionado, dejé que siguiera hablando, tratando de desviar la conversación hacia el tema que me había llevado allí.

—¡Ah!, eso sí —dijo Madame Berger—, mi marido colecciona en particular libros sobre niños cuya educación ha sido confiada a profesores, tutores, tías o gobernantas que enderezan a los niños a base de castigos corporales y les humillan obligándoles a vestirse con ropa de niña. —Se detuvo un momento, perdida en medio de aquellas reflexiones—. Los profesores son, a todas luces, unos reprimidos sexuales, y de manera progresiva obtienen el goce sexual a través del castigo. El acto sexual y el castigo se convierten en sinónimos en la mente de los chicos y al final son incapaces de disociarlos. Siempre tienen que pasar por ese ritual de travestismo masoquista, que sirve, por decirlo de alguna manera, de preludio al acto sexual. Para poder hacer el amor, mi marido tiene que disfrazarse de niña y someterse a toda una serie de curiosas tareas domésticas. Así que ya sabe ahora el tipo de libros que nos interesan. En resumen, queremos obras que traten a la vez del masoquismo y del travestismo masculino y, se lo ruego, no trate de vendernos otra cosa. No tendría para nosotros ningún interés. ¿Está claro?

—Clarísimo —le contesté—. Le agradezco que se haya expresado de forma tan precisa, Madame Berger. Si todos mis clientes fueran tan explícitos, se evitarían muchos malentendidos. Es posible que dentro de poco tenga algo que les interesase. Uno de mis antiguos clientes tiene intención de vender la biblioteca y sé que tiene varios volúmenes que seguramente les gustarán.

—Sería maravilloso —dijo sonriendo—. Hemos recorrido toda Europa buscando libros que puedan interesarnos. El año pasado, mi marido sólo encontró tres o cuatro que respondían realmente a sus exigencias. Parece ser que es un tema que no se ha tratado mucho. ¿Tiene prisa o puede quedarse un rato más con nosotros? Mi marido no tardará en llegar y seguro que le gustará conocerle. Resulta tan sencillo hablar de estos temas con usted…

Le agradecí el elogio. Sonrió y luego me miró fijamente unos minutos:

—Por cierto, no me extrañaría que usted fuera también masoquista.

Me quedé francamente sorprendido.

—Le felicito por su perspicacia, Madame Berger —le dije—, las almas gemelas parecen reconocerse siempre.

—¡Oh! Desde luego, Monsieur Coppens, desde luego. Y, ¿cuáles son sus gustos dentro de este campo?

—Soy un flagelante activo —confesé.

—Y, dígame, ¿ocurre solamente en el momento de la perversión, o ello determina toda su vida sexual? —me preguntó tan despreocupadamente como si estuviera hablando del tiempo.

—Soy totalmente capaz de hacer el amor sin someterme antes a semejantes preparativos —le aseguré—. En realidad, se trata de algo que me gusta practicar de vez en cuando.

—¡Qué suerte tiene! —suspiró—. Vigile que siempre sea así. ¿Le apetece una copa de jerez?

Mientras bebíamos el jerez, hablamos de las imprevisibles complicaciones que surgen en cualquier vida sexual y del carácter irreconciliable de algunos temperamentos en la relación de pareja.

Entretanto, llegó Monsieur Berger y se reunió con nosotros en el cuarto de estar. Era un hombre de complexión fuerte, un poco más alto que su mujer. Madame Berger me lo presentó y él pareció alegrarse mucho. Me resultó un tanto obsequioso y no me gustó el tono deliberadamente meloso de su voz.

—Monsieur Coppens —me dijo con zalamería—, realmente es un gran honor tenerle aquí entre nosotros, espero tener el placer de seguir viéndonos a menudo, muy a menudo. Bueno, ¿entonces me llamará en cuanto tenga algo interesante? ¿Y si vamos a visitarle algún día?

Tras agradecerles su invitación, nos despedimos y regresé a casa.

A la mañana siguiente, me dirigí a la casa de un tal Cramming, que había venido a verme a la tienda una o dos semanas antes para decirme que deseaba vender su biblioteca. Entre otras muchas aberraciones, compartía algunos de los gustos de Monsieur Berger. Cramming era un poco mayor que Berger; tendría unos sesenta años. Le producía un placer especial vestirse de niña y jugar con su mujer, quien tenía que darle órdenes, pegarle muy fuerte y obligarle a que le hiciese el cunnilingus. Sólo después de semejante ritual era capaz de realizar el acto sexual ¡con un oso de peluche!

Cuando fui a visitarle, asistí sin proponérmelo a la sesión completa. Sólo llevaba allí cinco minutos, hablando de negocios con Cramming, cuando su mujer irrumpió en la habitación. Adoptando una voz masculina, dijo a gritos:

—¿Con quién tengo el honor?

Su marido se apresuró a hacer las presentaciones, pero ella se quedó mirándome con insistencia.

—Dígame —dijo a gritos—, ¿sólo es librero? ¿No será por casualidad también masoquista?

Tantos años dedicado a este oficio, y ser descubierto en dos ocasiones en tan corto espacio de tiempo…, no podía creerlo. De repente me sentí muy poco seguro de mí mismo. Lo cual me hizo contestarle más bien resignado:

—Tengo tendencias masoquistas, en efecto.

—¡Oh!, querido, —dijo suspirando de forma muy estudiada—, ya me lo temía. ¿También practica el travestismo?

—No, gracias a Dios —le contesté.

—No sea tan categórico —dijo ella a modo de advertencia—. Creo que podría hacer que le gustara. Estoy segura.

—Querida señora —le contesté—, no dudo del poder que pueda usted ejercer sobre las personas, pero al menos reconozco el derecho a decir lo que uno piensa… y sé mis limitaciones.

—¿Le han dado alguna vez latigazos? —me preguntó.

—Sí —confesé—, una vez. Y espero que sea la última, pues no me gustó nada.

—¡Hum!, estoy segura de que podría hacer que le gustara —dijo en tono casi amenazador.

Luego dio media vuelta y salió de la habitación.

Nos pusimos a hablar de nuevo sobre los libros, pero tenía la cabeza en otra parte. No podía dejar de pensar en la sorprendente conversación que acababa de tener con aquella mujer. Mientras, el marido seguía contándome en un tono monótono las razones que le animaban a vender la colección, y además dejando claro que pensaba sacar una buena suma. Incluso me llegó a contar con todo detalle lo que pensaba hacer con aquel dinero.

De repente, se abrió la puerta y Madame Cramming apareció muy seria. Llevaba botas altas. El resto del cuerpo lo tenía enfundado en una malla de cuero negro que dejaba al descubierto las nalgas y los senos. En cuanto la vi me sentí invadido por una excitación fuera de lo normal.

Un tanto violento, me volví hacia el marido, ya que me parecía que él debía decirme algo, pero me costó verle ya que, justo cuando su mujer apareció, se había puesto a cuatro patas y se dirigía hacia ella implorándole con voz lastimera:

—Señorita, por favor, no me pegue otra vez. Ya me golpeó muy fuerte ayer.

El rostro de Madame Cramming era terrorífico. Le cogió por el pescuezo, le arrancó los pantalones y le propinó dos golpes sonoros con la vara gritando:

—Te has atrevido a dirigirme la palabra sin que nadie te haya autorizado, de modo que te voy a pegar muy fuerte. Y este joven se va a arrastrar hasta mí, Y ENSEGUIDA —vociferó, lanzándome una mirada llena de odio.

Tengo que confesar mi debilidad. Me resultó imposible negarme a una orden tan ridícula. Incluso antes de darme cuenta de lo que estaba haciendo, me encontraba arrastrándome hacia ella a cuatro patas.

—En pie —gritó—. Desnúdese. Por completo.

Unos minutos después, estábamos de pie delante de ella y completamente desnudos. Dio inmediatamente la orden a su marido de que se pusiera a cuatro patas y que fuera a buscar el oso.

—Sí, señorita —murmuró con sumisión, y se fue arrastrando hacia un armario que había en una esquina.

Cuando estaba abriendo la puerta, Madame Cramming gritó:

—Detente, vuelve aquí de inmediato. —Lentamente, Cramming se acercó a su mujer—. Abre la boca —le ordenó. Hizo lo que le mandaba y le escupió en la boca—. Ahora ve a ponerte las bragas de encaje y las medias, y no te olvides de los zapatos de tacón alto. Cuando acabes, podrás ir a buscar el oso.

De nuevo, Cramming emprendió su camino, obedeciendo al pie de la letra las órdenes de su mujer. Al poco volvió disfrazado de chica, una chica gorda y fea. Luego fue a sacar del armario un enorme oso de peluche, que tendría el tamaño de un niño de cuatro años, y volvió arrastrándose hacia su mujer. Mientras, yo me había quedado de pie completamente desnudo delante de ella, sin poder disimular la emoción que aquello me producía. De repente me ordenó que me tumbara boca arriba. Sin ni siquiera darme tiempo a hacer lo que me pedía, antes de que pudiera entender lo que estaba pasando, me dio dos fuertes varazos en el sexo. Normalmente, ningún hombre lo podría soportar, pero, cosa rara, en aquel momento, ni siquiera los sentí.

—Ya le había dicho que podría hacer con usted lo que quisiera —se rio de forma entrecortada con los ojos brillantes de placer—. Ahora, póngase de pie y pase las manos por esas dos anillas que ve en el techo.

Poco después estaba colgado y podía verme, al igual que Madame Cramming, en el enorme espejo que había en la pared de enfrente. Podía seguir desde allí todos los movimientos de las botas de cuero, del traje, de los senos, de las nalgas, y aquello me excitaba mucho. En esta posición recibí la paliza más fuerte que me han propinado en mi vida y que espero no volver a recibir. Mis muslos, mis nalgas, mi sexo…, ninguna parte de mi cuerpo se libró de los despiadados golpes de la vara.

De pronto, Madame Cramming pareció acordarse de la existencia de su marido, que acariciaba al oso mientras esperaba, siempre sumiso, a que le diera nuevas órdenes.

—Cramming, ven aquí —le ordenó—. Bájame la cremallera. De inmediato.

El brillante vestido de piel, así como las botas, desaparecieron y luego le ordenó que le excitara con la lengua. Pude apreciar a través de espejo que, a pesar de sus cuarenta y cinco años, seguía siendo una mujer espléndida.

Estaba claro que no parecía agradarle la técnica de su marido.

—Ni siquiera eres capaz de ejecutar una orden, por muy sencilla que sea —gruñó—. No me das ningún placer, imbécil.

Además de reñirle le dio una fuerte paliza, tras lo cual me soltó y me ordenó sin vacilar «que tratara de arreglármelas mejor que el idiota de su marido».

A los cinco minutos, me anunció que ya me daba permiso para hacerle el amor. Ya era hora, pues al haberme maltratado, me había disminuido el deseo y corría el riesgo de perder por completo las ganas.

—Y tú, pedazo de animal —gritó a su marido—, ya sé lo que quieres ahora.

—Sí, señorita, ¿puedo ir ahora a jugar con el oso?

Tuve que hacer un gran esfuerzo para no soltar una carcajada.

—Sí, ya puedes. Pero antes dime cuántos varazos te costará eso —le preguntó.

—Veinticinco, señorita.

—¿Veinticinco? ¿Veinticinco? —le gritó—. No te contentas con nada. Yo no te excito. Este chico no te excita. ¿No lo quieres hacer con él, eh? ¿No? Veinticinco golpes por irte a jugar con el oso, cerdo. ¿Cuántos años tienes?

—Sesenta —contestó humildemente.

Al oír esto, Madame Cramming le dijo furiosa que recibiría treinta golpes.

Dicho y hecho. Madame Cramming le dio a continuación treinta varazos. Cuando terminó, daba pena ver el trasero de su marido, rojo como un tomate. Lo que me repugnaba era que después de toda esta comedia el hombre no mostraba ni el más mínimo signo de erección. Sin embargo, volvió al orden cuando Madame Cramming, con gesto de desagrado, concluyó golpeándole en el sexo, que se irguió instantáneamente como el sol en una radiante mañana de primavera.

Luego le ordenó que se arrastrara hacia la puerta y que hiciera lo que quería hacer; le daba permiso para ello. Se fue a cuatro patas hacia la puerta, salió, pero yo estaba seguro de que se quedaría pegado detrás de la puerta.

—Ahora, hágame el amor —me dijo Madame Cramming—, mientras que ese viejo idiota chochea detrás de la puerta.

Me vi en la obligación de ejecutar aquella orden, observado a través del agujero de la cerradura por el marido, que, a la vez, introducía su pene en el ano artificial, especialmente concebido para ello, del oso de peluche. Mientras retozábamos, pudimos oírle lloriquear y lamentarse a su juguete como si se tratara de un coro griego.

—¡Oh! Teddy, Teddy, mira. ¿No es horrible? Ese extraño haciendo el amor con mi mujer. ¡Oh!, estoy tan solo, Teddy, por favor, consuélame.

Aquella monserga me ponía a cien. Cuando alcanzamos el orgasmo, Madame Cramming me dijo con un tono francamente desprovisto de romanticismo:

—Ya es suficiente por hoy. ¿Qué tal si tomamos una copa?

Acepté con gusto. Realmente lo necesitaba.

Mientras bebía a sorbitos la copa de jerez, di a entender a los Cramming que me había gustado mucho aquella diversión tan inesperada, pero que, hablando en plata, aquella no era la finalidad de mi visita.

—¿Y su colección de libros sobre masoquismo? —les dije.

Madame Cramming dijo que quería deshacerse de ella y, con un tono más bien de amenaza, precisó que su marido no tenía vela en este entierro.

—A no ser —añadió— que te apetezcan ahora mismo unos golpes. Y me imagino que no te apetecerán, ¿no, cariño?

—No, no, no, —dijo el marido lloriqueando.

Al fin me enseñaron los libros. Me alegró particularmente ver que en la colección figuraban los cuarenta volúmenes de la conocida serie de Don Brennus d’Aléra, editados en París por la igualmente conocida Select Bibliothéque. No es fácil encontrar esta completa. Los volúmenes por separado son también muy difíciles de conseguir y la colección completa es, con toda seguridad, única en el mundo. Monsieur Cramming la tenía casi completa. Cogí al azar uno de los pequeños volúmenes en octavo y leí el título en voz alta:

Frédérique, histoire véridique d’un adolescent changé en fille. ¿Tiene también el Fred et Frida, Monsieur Cramming?

—Naturalmente, incluso tengo los grabados fuera de texto que inicialmente debían haberse adjuntado, como complemento de la ilustración, cuando se publicó la trilogía por primera vez.

Se puso a rebuscar en un cajón de la biblioteca y me trajo una carpeta que contenía dichos grabados. Aunque la producción literaria de Aléra fue enorme, ya que prácticamente escribió sobre casi todas las perversiones conocidas, sus obras más famosas tratan sobre el fetichismo de los zapatos y de los guantes, o sobre el travestismo, y a veces sobre los dos.

—¿Sabe que es la primera vez que los veo? —le dije.

—Le creo —asintió Cramming—. Yo empecé la colección cuando tenía menos de veinte años. En aquella época, estaba de moda todo tipo de fetichismos y estos libros podían comprarse por muy poco dinero.

Le pregunté si me podía explicar las razones de aquella moda.

—Mire, hay que tener en cuenta que entonces las mujeres no eran tan accesibles como ahora, si exceptuamos a las prostitutas, que además no eran caras. Conocía a una que cobraba sólo cien francos por sesión. Ese era el precio normal. Tiene que comprender que se morían de hambre, y ¿qué otra cosa podían hacer? Y, es más, esa que le digo sigue trabajando.

—No puedo creérmelo —le dije con incredulidad.

—Se lo aseguro. Debe de tener más o menos mi edad. Trabaja en una callejuela —dijo riéndose—. De hecho, no creo que cobre ahora más de cien francos, teniendo en cuenta su edad.

—Pero ¿quién puede desear a una vieja bruja como esa? —le pregunté.

—¿Me está hablando en serio? —Cramming me miró sorprendido—. ¿De verdad que no lo sabe? En fin, ¿cómo se lo podría explicar…? Veamos. Por aquel entonces, esta clase de mujeres no se podían arreglar la dentadura como lo hacen las mujeres ahora. Ahora llevan dentadura postiza y pueden quitársela con facilidad cuando un cliente les pide que se la mamen. Una boca sin dientes es divinamente suave.

Traté de contener un escalofrío de desagrado.

—En aquella época, ¿resultaba difícil encontrar este tipo de libros, Monsieur Cramming? —le pregunté para cambiar de tema.

—No, en absoluto. Había unas cinco tiendas especializadas en este tema. La policía no les molestaban nunca, porque los libros no describían casi nunca lo que es propiamente el acto sexual. Los temas se limitaban estrictamente a las diferentes clases de fetichismo y de perversiones. Pero, conforme fueron pasando los años, se pusieron cada vez más caros, sobre todo las ediciones originales. Nunca se reeditaron, ya sabe, salían demasiadas novedades.

—Pero tiene usted una colección completa, ¿no? —le pregunté.

—Por desgracia, no. Me faltan dos libros —reconoció tristemente Monsieur Cramming— L’Amant des chaussures y L’Esclave gante. Y lo más triste es que los tuve, pero me excitaban tanto que aquello terminó por obsesionarme. Cada vez que los leía me convertía en un loco furioso. Salía disparado a la calle y metía mano a todas las mujeres que pasaban. Un buen día tuve que resignarme a quemarlos. —El tono de su voz se hizo triste conforme iba recordando aquel episodio de su vida—. A buen seguro usted nunca llegará a comprender semejante comportamiento. Una persona joven como usted… Tendría que haber vivido en mis tiempos para captar la fascinación que ejercen sobre mí obras como estas. No se puede hacer a la idea de cómo nos poníamos sólo con ver una muñeca o un tobillo. Mis hermanos están completamente de acuerdo conmigo.

—Tu familia es una pandilla de degenerados —dijo burlonamente Madame Cramming.

—Mi madre es una mujer muy dulce —protestó sorprendido.

—¿Y tu padre? —Monsieur Cramming permaneció callado—. Contesta.

—Se fue de casa, ¿qué quieres que te diga? Le conocí muy poco.

—Pero ¿por qué se fue? ¡Eso es lo que nos gustaría saber!

Entonces me enteré de que la dulce madre de Cramming rivalizaba en excentricidad con su hijo.

—A mi madre le encantaban los animales —me explicó—. Cuando era niño, teníamos un perro y dos gatos. Pero cuando mis hermanos y yo fuimos creciendo, empezó a sentirse sola y empezó a adoptar más y más animales. Había polluelos por todas partes; mi madre arrancó la madera del suelo para fabricar un cajón para todos los gatos de la casa. Tenía una cabra y un conejo en las habitaciones del piso superior. Al cabo del tiempo, la casa empezó a oler muy mal, y los vecinos presentaron una denuncia. Vino la policía a casa, pero mostraron mucha paciencia para con mi madre. De todas formas, luego tuvieron que encerrarla, cuando se puso a incubar huevos.

—¿Cuando se puso a qué? —exclamé.

—A incubar huevos —repitió inocentemente—. Mi madre tenía un pecho enorme y se ponía a incubar el huevo entre los senos. Lo tenía así, al calor, durante semanas; no se lo sacaba nunca, ni para ir a misa, y cuando el polluelo salía del cascarón, lloraba. «Es un momento inolvidable», decía siempre. Una vez trató de incubar varios huevos a la vez. Pero, claro, cuando no se acordaba, hizo un gesto demasiado brusco y se rompieron. ¡Oh, menudo desastre! No se lo puede ni imaginar. Tenía yema de huevo por todas partes; eso acabó con sus nervios, y era normal; le parecía que había matado a un bebé indefenso. Me consuelo pensando que resultó acertado que la policía la encerrara. Ahora es muy feliz.

—¿Vive todavía? —le pregunté.

—Sí. Ahora tiene noventa y cuatro años. No la veo mucho, sólo cuando mis deseos sexuales se hacen muy difícilmente controlables y me siento francamente mal. Me llevan al hospital para recuperarme y aprovecho entonces para verla.

Debía de estar visiblemente asombrado, porque Madame Cramming se apresuró a aclararme:

—Su madre está en el hospital, e intenta periódicamente que mi marido se recupere.

No sabía en verdad qué decir y para disimular mi apuro me volví hacia la biblioteca. Exceptuando los dos libros que había mencionado, la colección estaba completa. Me sentía loco de alegría. Personalmente, no estaba muy acostumbrado a esas amantes «severas» con cara de muñeca, y menos aún a sus víctimas idiotas y sumisas; además, la atmósfera de desconsolada puerilidad que desprendían aquellos libros me repugnaba. Pero era realmente una suerte haberlos descubierto. No sólo eran raros, sino que también ya tenía los compradores localizados: los Berger.

—¿Cuánto me pide? —le pregunté.

—Pagué trescientos francos por cada uno antes de la guerra, así que le pido doce mil francos por todos.

—Muy bien —dijo Madame Cramming—, pero, cada vez que compras una de esas nuevas ediciones alemanas en la tienda de Coppens, pagas más de diez mil francos. Aunque nuestros libros son más pequeños, no por ello dejan de ser menos raros, así que calculo que su valor real está en unos cinco mil francos por ejemplar.

—Pero eso haría que costara la edición completa doscientos mil francos —dijo Monsieur Cramming con sorpresa.

—Creo que es lo que valen, ¿no es cierto Monsieur Coppens? —dijo ella con toda tranquilidad.

Comenté que me parecía un poco caro, pero también reconocía que la rareza de las obras les concedía un cierto valor. Madame Cramming rebajó el precio y me los ofreció por ciento treinta mil francos. No lo acepté.

—En ese caso, nos los quedamos —contestó—, y pagaré este desplante con una paliza suplementaria. ¿Cómo se atreve? Si le digo que tiene que pagar ciento treinta mil francos, no le queda más remedio que obedecer. Así que, ¿acepta o no?

—Mi querida señora… —empecé.

—Amante —me corrigió duramente.

—Lo siento —dije riéndome—. Déjese de bromas y no insista.

—¡Qué pena! —dijo suspirando—. Dejémoslo en cien mil francos por la colección completa. Además voy a ofrecerle algo muy especial que le costará treinta mil francos y que lo comprará sin necesidad de verlo. ¿Cerramos el trato?

En realidad, hubiera aceptado lo que fuera; estaba altamente satisfecho por haber conseguido la colección al precio de cien mil francos. Así que le di una respuesta afirmativa sin dejar de sonreír.

Madame Cramming me mostró dos libros que me hicieron palidecer. No sólo el precio era de risa en comparación con su valor, sino que uno de ellos era tan raro que nunca se le hubiera ocurrido a nadie buscarlos, y menos aún dentro de una pequeña colección. Aquel libro, tan conocido, que ahora tenía en las manos era el Gynecocracy; A Narrative of the Adventures and Psychological Experiences of Julián Robinson (afterwards Viscount Ladywood) under Petticoat Rule, Written by Himself. Esta obra apareció en París y Rotterdam (editada en Londres), en 1893.

Estoy completamente convencido de que se trata de la novela mejor estructurada y más sutil que nunca se haya escrito sobre el travestismo. Así que me gustaría citar un pasaje de la tercera parte. Este fragmento que muestra el talento indiscutible del autor, pone igualmente en evidencia el carácter devastador de su perversión:

«Me tumbé en el diván y abrí al azar el Mademoiselle de Maupin de Théophile Gautier. Meneé las faldas como una mujer cualquiera y me instalé cómodamente de modo que se dejara entrever la finura de mis tobillos, y ello sólo para mi propia satisfacción, pues no había nadie más en la habitación.

»Excitada ante las sugerentes ilustraciones, me apresuré a conocer al personaje en profundidad. Sin embargo, ello no me impidió dedicar un pensamiento fugaz a Lord Alfred Ridlington.

»Mi problema se había convertido en una pesadilla que me torturaba, provocándome una auténtica neurosis. Me dolía la cabeza; así pues, decidí olvidarme del tema por el momento, dejarlo descansar y abandonarme al destino. Busqué refugio en el libro que había empezado y me puse a leer…

»Oí que se abría la portezuela acolchada y que una mano empuñaba el pomo. De una ojeada rápida, me aseguré de que mi pose era elegante y tenía las faldas colocadas adecuadamente.

»Se trataba sin duda de la dama de compañía, pero quizá pudiera ser —no levanté la vista, es más, no me atrevía siquiera— Lord Alfred Ridlington. ¿Y si me viera aquí completamente sola, abandonada a estos excitantes pensamientos? ¿Y si se introdujera en este pequeño santuario, ahora que estaba enfrascada en mis devociones a Venus?

»La puerta se abrió y volvió a cerrarse. Unos pasos silenciosos sobre la alfombra se acercaron hacia mí. Un rubor que no podía disimular se apoderó de mi rostro y entonces levanté la vista. Era él, Lord Alfred Ridlington, y venía solo.

»“Julia”, dijo mirándome a los ojos.

»Yo estaba feliz. Mi encanto natural y la estudiada pose que había adoptado habían producido el efecto, deseado. Sus ojos tenían un brillo particular cuando, sin darme cuenta, la ofrecí asiento a mi lado. Me di cuenta de que su mirada, tras detenerse con insistencia en los tobillos, iba subiendo a lo largo de las piernas. Instintivamente supe que deseaba ardientemente ver más de lo que le mostraba.

»Se sentó a mi lado tratando con mucho tiento, me di cuenta con secreto regocijo, de no violentar mi evidente timidez.

»Si me hubiera dejado llevar por mis propios impulsos, me hubiera lanzado sobre él. Pero por aquel entonces sólo había un hombre que me importara. Estoy convencida de que muchas chicas un día u otro terminan por confesarlo. Pero algo —mi timidez virginal, mi modestia de jovencita (tu modestia de jovencita, ¡oh mi pequeña Julia!)— me retuvo. No era ajena a la pasión que le invadía. ¿Qué podía hacer para hacérselo entender?

»Me tomó la mano y se acercó. Su agitada respiración me acariciaba la mejilla.

»No me di la vuelta ni me aparté… Se inclinó hacia mí y posó sus labios ardientes en lo míos.

»“¡Oh!”, suspiró Lord Alfred, “eso no está bien”.

»Entonces, un suave calor me invadió todo el cuerpo y me ruboricé.

»“Me gusta abrir las rosas”, dijo.

»Y me abrazó de nuevo.

»¡Qué calientes estaban sus labios, qué suaves y atractivos! Me conmovieron profundamente, sentí una sensación extraña ahí, debajo de las faldas. ¡Dios mío, que no se fije en esa parte!

»“Julia”, dijo suplicante, “deme un beso”.

»Le eché una mirada tímida aunque maliciosa.

»“¿Ni siquiera me quiere un poco?”, añadió, “¡yo la quiero tanto!”.

»“¿De verdad?”, dije inocentemente. “Entonces, si no queda más remedio…”.

»Me abandoné en sus brazos. Estaba contenta, no había cometido ninguna torpeza.

»Metí mi graciosa lengüecilla en su boca en busca de…

»“¡Oh!, ¡oh!, ¡oh!”, exclamó extasiado.

»“¿Le gusta?”, pregunté con coquetería. Mi reserva virginal se había fundido como la nieve al sol.

»Su mano se deslizó hasta mis pies.

»De repente me vino a la cabeza una terrible preocupación. ¿Y si mi dama de compañía se hubiera confundido, si no fuera hermafrodita sino sólo hombre?… La copa que había probado se me retiraría bruscamente de los labios, el sabor que ofrecía, rechazado.

»Y, sin embargo, ¡tener un hijo! ¿Podría tener un hijo?

»Cuando creía que era solamente hombre, me preguntaba qué haría con Lord Alfred si, como parecía probable, me cortejaba precipitadamente.

»Tendría que casarme con Beatrice. ¡Cómo podría ser entonces la mujer de otro hombre, si yo misma me tenía que convertir en marido!

»Deslizó la mano por debajo de las faldas y me empezó a acariciar las piernas. Luego siguió por el monte de Venus, volvió al… Me cogió de la cintura, deslizó las manos por debajo de las faldas y empezó a acariciar lo que, según me dijo, era un clítoris anormalmente desarrollado.

»Sacó una de las manos para introducirme por detrás algo que, a la vez que me ardía, me procuró un delicioso placer. Luego eso empezó a moverse con ardor y me invadió una tibia humedad. También mi clítoris reaccionó…

»Se apartó, me dio la vuelta y me abrazó.

»Yo también le abracé.

»“Alfred, ¿cree que me habré quedado embarazada?”.

»Sonrió de un modo curioso y me preguntó si me gustaría.

»“Más que nada en el mundo”, le contesté sin dudar.

»Sonrió. “¡Oh Julia, qué confesión!”.

»“¿Sabe, Alfred?”, proseguí, “por un momento pensé, sólo un instante, que usted era Lady Alfred Ridlington y que se había puesto la ropa de su marido. ¿Qué idea más absurda, no?”».

Pero lo que realmente me excitaba era que Monsieur Berger, cuando fui a visitarle, me había hablado precisamente de aquel libro sobre el travestismo, y lo consideraba como un auténtico tesoro. Parece ser que un día habían estado a punto de comprar un ejemplar. Madame Berger me explicó que un librero había localizado el volumen en el catálogo de una subasta en Alemania y había ofrecido en nombre de ellos cien mil francos, precio que había resultado demasiado bajo, ya que la obra fue adjudicada a otro coleccionista. Al acordarme de aquella anécdota, el descubrimiento me pareció aún más valioso. Tenía la edición original en tres volúmenes encuadernados en piel.

La segunda sorpresa de Madame Cramming consistía en otra obra sobre el travestismo: Mrs. Goodwhip et son esclave. Es una de las obras más raras que publicó «Les Orties Blanches», editorial especializada en obras que tratan sobre temas relacionados con la flagelación. La tirada de aquel volumen había sido muy limitada, debido probablemente a que, en opinión del editor, el problema tratado sólo interesaba a unos pocos lectores.

El tono y vocabulario de aquella novela son mucho más sutiles que en Julián Robinson. El argumento no tiene verosimilitud alguna: un muchacho de Chicago es conducido a una oscura ciudad gobernada por chinos. Allí, en un modernísimo hospital, sufre una operación que lo transforma en mujer. Es también un volumen muy codiciado, y su valor en el mercado está entre los veinte mil y treinta mil francos.

Di las gracias a los Cramming por su encantadora acogida, pagué la suma estipulada y volví a casa. El destino quiso que conservara las huellas de los varazos algunas semanas y que, en cambio, vendiera los libros justo a la mañana siguiente.

Ese día llamé a Monsieur Berger y le dije que había encontrado algunas obras que tal vez respondieran a sus exigencias. Como quería que le diera más datos, cité los cuarenta volúmenes de Don Brennus d’Aléra.

—¿Frédérique? —murmuró jadeando.

—Sí. —No me atreví a hablarle del Julián Robinson y mencioné en su lugar otras dos novelas. Me escuchaba con gran atención y luego me pidió que me callara.

—Me vuelvo loco sólo de pensarlo. Aunque lo cierto es que hoy tengo mucho trabajo.

Nos citamos aquel mismo día a las ocho de la tarde y colgué. Le dije a mi mujer que sacara la ginebra y el jerez y que preparara algunos canapés para nuestros futuros clientes.

Los Berger fueron muy puntuales. Madame Berger llevaba el vestido de cuero que llevaba el primer día que les fui a visitar. Me saludó con una amable sonrisa y me dijo que estaba muy agradecida por haberme ocupado de ellos tan rápidamente.

—Soy complaciente por naturaleza, Madame —le contesté mientras saludaba con gesto atento a su marido, que se mantenía humildemente detrás de ella. Me saludó de la misma manera y no me pude aguantar las ganas de inclinar de nuevo la cabeza; en esto, se apresuró a hacer un nuevo signo con la cabeza; la comedia hubiera podido durar hasta el infinito. No podía aguantarme las ganas de soltar una carcajada.

—¿Cuándo vas a parar de mover estúpidamente la cabeza? —dijo su mujer ya cansada.

—Cuando se pare también Monsieur Coppens.

Madame Berger se mordió los labios de rabia y yo traté de arreglar las cosas invitándoles a pasar a mi despacho. Las escaleras que había que subir para ir allí eran empinadas y llegaron arriba con cierta dificultad; conseguimos al fin llegar al despacho y les ofrecí una copa. A continuación les enseñé algunos volúmenes de la colección de D’Aléra.

—¡Ah! —suspiró Monsieur Berger—. Hace treinta años que llevo buscando estos libros.

Cuando saqué más, se quedó lívido. Madame Berger estaba tranquilamente sentada fumando un puro y su mirada iba alternativamente de los libros a su marido.

—Estamos tan contentos de haberle conocido, Monsieur Coppens —dijo al fin—. Es el primer librero que ha comprendido realmente lo que buscamos. Con sólo echar una ojeada a las ilustraciones ya he visto que es exactamente lo que necesitamos. —Se volvió luego hacia su marido y, con un tono muy distinto, le dijo—: Pero todavía no sé si te los daré.

El mensaje no podía estar más claro. Él se arrodilló de inmediato y le suplicó que le dejaba fumarse un puro para relajarse un poco.

—Por favor, señorita, ¿me deja?

Ella sacó un puro del bolso, lo encendió y se lo enchufó en la boca.

—Ahora siéntate y estate tranquilo —le ordenó.

No hubiera hecho falta decírselo. No se le oía; en realidad, era demasiado sumiso, demasiado educado, demasiado humilde. Obedeció en el acto: fue a sentarse como un niño aplicado y se puso a hojear, de uno en uno, los libros de la colección.

—Esto nos va a costar una fortuna, Monsieur Coppens —me dijo ella tras observar durante un momento el efecto que los volúmenes producían en su marido.

—Mi cliente es muy exigente —le dije.

—¿Son suyos? —me preguntó ella.

—Por desgracia, no. He conseguido convencer a mi cliente para quedarme con una comisión de la venta. De hecho, no disponía de la suma que me pedía. No me gusta demasiado este tipo de transacción, aunque, evidentemente, no es la primera vez que lo hago. Pero no quería dejar pasar la ocasión…

—… de ser agradecido —interrumpió con frialdad.

—Exactamente. Estoy tan contento de haberla conocido, Madame Berger. Es la primera clienta que me comprende…

Me había lanzado a este torneo oratorio para ganar tiempo: quería que vieran los libros para poder observar sus reacciones. No tenía ni la menor idea del precio que iba a pedirles. Dependería del entusiasmo que manifestaran. Esperaba a que me dijeran cuánto estaban dispuestos a pagar.

Madame Berger dejó caer, como quien no quiere la cosa, que si compraban los libros se los llevarían esa misma noche y que llevaban encima una gran cantidad de dinero.

—Un detalle por su parte —le contesté.

—Hace dos años compramos un tomo suelto. Creo recordar vagamente que pagamos unos quince mil francos. Eso significaría que la colección de cuarenta volúmenes saldría por unos seiscientos mil francos. Pero, si su cliente pide todavía más, me temo que no podremos doblegamos ante sus exigencias. Y, ahí, nos gustaría tanto tener estos libros…

En ese momento me invadieron los escrúpulos que me paralizan siempre durante unos segundos cuando pido un precio demasiado alto. Supongo que serán los vestigios de mi educación cristiana.

Para quedarme con la conciencia tranquila, saqué el Julián Robinson y Mrs. Goodwhip et son esclave.

A Monsieur Berger parecían salírsele los ojos de las órbitas cuando vio el Robinson; lo miraba fijamente, sin dar crédito a sus ojos. Le temblaba tanto la mano que le cayó ceniza del puro en una de las primeras páginas. Cogí inmediatamente el valioso volumen, pero me lo pidió de nuevo con avidez.

—¿Dónde, dónde lo ha encontrado?

—En la misma colección particular.

—Pero ¿cómo pueden querer deshacerse de semejante libro?

—Me imagino que les hará falta el dinero —dije encogiendo los hombros.

Madame Berger se acercó y, para mayor seguridad, guardó inmediatamente el libro en el bolso.

—Pero si ni siquiera he tenido tiempo de verlo… —protestó él.

—Todavía no les he dicho lo que cuestan —dije—. Mi cliente pide ciento cincuenta mil francos por los dos.

—De acuerdo —dijo ella sin dudar.

—Y por toda la colección de Aléra, pide un millón —les dije—. Si les parece, puedo llamarle por teléfono para tratar de que baje a ochocientos mil, ya que están dispuestos a comprar la colección completa.

No dejé de observar el rostro de Madame Berger. No pestañeó cuando le dije la cantidad, así que decidí en mi fuero interno que no pagarían menos de un millón. De todas maneras, descolgué el teléfono y marqué el número de la información meteorológica. Una voz impersonal me anunció un viento fuerte del noroeste con violentas ráfagas.

—Buenas noches, Monsieur Cramming —dije—. Soy Coppens. He encontrado a alguien interesado en comprar su colección y quisiera saber si estaría de acuerdo en ochocientos mil. Es lo que está dispuesto a pagar. Sí…, sí…, claro. No, es una pena. Su última palabra, bien, de acuerdo, ya le llamaré más tarde. Buenas noches.

Corté esa apasionante predicción meteorológica y dije a los Berger que por desgracia mi cliente mantenía su precio.

Dudaban un poco, pero me dio la impresión de que acabarían comprándolos.

—¿Y su comisión, Monsieur Coppens? —me preguntó Madame Berger.

Le expliqué que llegaría a un acuerdo con el vendedor. Dada la importancia de la cantidad en juego, no sería capaz de aceptarla del comprador y más aún siendo la primera vez que trataba con ellos. Aquel gesto de generosidad no me costaba mucho, teniendo en cuenta que había pagado ciento treinta mil francos por la colección completa.

Pero Madame Berger insistió. Apreciaba mucho mi opinión, y le había llegado al alma, pero no podía aceptarla. Propuso darme cien mil francos por haberles hecho de intermediario. Me sentí un auténtico imbécil, pero terminé aceptándolo. Eran muy generosos. Aunque, en realidad, no había razón para ello. Pero Madame Berger insistió mucho.

—Sería una tontería, querido Coppens, que no aceptara. Estamos muy contentos de haberle encontrado; se lo aseguro, creemos que es usted el librero más simpático que hemos conocido. Nos ha emocionado su honestidad. Ha estado con nosotros de lo más correcto. Sólo hace unos meses nos pidieron treinta mil francos por un solo volumen de Aléra. No pude decidirlo en ese momento, ya que mi marido no estaba en casa. A la mañana siguiente ya estaba vendido. Pues bien, piense que los cuarenta volúmenes nos hubieran salido mucho más caros. Estamos francamente satisfechos. Nos han salido mucho más baratos y, además, hemos comprado el Julián Robinson.

Honestamente, tengo que decir que los dos quedamos muy satisfechos.

A la mañana siguiente fui a ver a Madame Cramming y le ofrecí treinta mil francos, explicándole que los volúmenes parecían tener más valor del que creía, según me había dicho un colega. No me atreví a proponerle más por miedo a que sospechara algo y se sintiera estafada. De hecho, le había engañado de lo lindo, pero involuntariamente. Aprovechando la visita le pedí que me enseñara el resto de la biblioteca.

—No, gracias. No queremos vender estos libros, —me dijo Madame Cramming secamente—. El viejo borracho los necesita para excitarse.

Pero, pensándolo bien, se acordó de dos álbumes de esbozos que su marido había hecho y que pensaba que quizá podrían interesarme. Me quedé un tanto sorprendido.

—¿No sabía que era delineante industrial? —me preguntó—. En sus ratos libres suele dibujar. Su monomanía ha llegado a tales extremos que todos los dibujos tienen como tema sus obsesiones preferidas. Ahora tenemos dos álbumes y, si le interesan, le confesaré que estaría encantada de deshacerme de ellos. ¡Me da náuseas ver esos elefantes disfrazados de niña y con unos penes tan largos como mangueras de incendios!

Madame Cramming me enseñó los álbumes. No podía dar crédito a lo que veía. Había docenas de acuarelas y de dibujos en los que se veían, en actitud de sumisión, elefantes y osos de peluche disfrazados de niña. Cada ilustración había sido cuidadosamente enmarcada en un cartón fino, y todas estaban cosidas formando dos maravillosos libros con tapas de cuero, llamados Mis deberes nocturnos.

Madame Cramming, haciendo las veces de profesor, había puesto una nota a cada dibujo. De repente me di cuenta de la infinita paciencia de aquella mujer. La mayor parte de la obra de su marido era atrozmente primitiva, aunque sugestiva, y había que ser realmente generoso para poner un «nueve», que equivalía a «casi perfecto».

De repente me di cuenta de que Monsieur Cramming había entrado en la habitación y me observaba mientras yo hojeaba los álbumes. Me costó un gran esfuerzo no soltar una carcajada en sus narices y conseguí preguntarle muy seriamente que me explicara su obra.

—Me parece que está bastante claro, ¿no? —me dijo frunciendo el ceño—. Pero si se empeña… Cuando era niño, siempre quise ser un elefante, un oso de peluche o una niña. Al hacerme mayor comprendí que sólo podía excitarme si me imaginaba que era un elefante o un oso de peluche, disfrazado de niña, naturalmente. Sin ello, me resulta imposible encontrar algún interés a la sexualidad. Necesito además que me humillen, que me den órdenes y me peguen con fuerza para, a la postre, conseguir un orgasmo hablando con el oso de peluche.

—Pero, cuando es usted un elefante —le pregunté—, ¿también se consuela luego con el oso?

—Por supuesto que sí.

—¿No se le presentan ciertas dificultades a la hora de comunicarse?

Me miró con aire dubitativo y prosiguió muy orgulloso de sí mismo.

—En absoluto. La conversación no tiene nada que ver con el travestismo. Son dos cosas completamente diferentes. El travestismo está en relación con la primera frustración que tuve —aquí dudó un momento—, la incapacidad a la hora de rivalizar con mis hermanos y el consecuente sentimiento de soledad. En cambio, las conversaciones simbolizan la tranquilidad que hallé en mis primeras relaciones reales con el mundo exterior. Y mi primer amigo de verdad fue un oso de peluche. ¿Por qué los animales no pueden ser capaces de hablar entre sí? Y no olvide que, en realidad, siempre soy yo el que habla.

Me quedé pasmado. Su explicación no era sino la realidad en la que vivía. Era bastante complicado pero, al fin y al cabo, cada cual tiene derecho a buscar su propio placer.

—¿Se da cuenta, Monsieur Coppens, de lo que tengo que soportar? —dijo entonces Madame Cramming—. A mí no me hace ni pizca de gracia. Cuando un hombre normal quiere hacer el amor con su mujer, lo hace y se quedan los dos satisfechos. Eso son relaciones sanas y cariñosas. ¡Pero mi marido primero tiene que leer un libro sobre un elefante o un oso de peluche!, y cada vez descubre nuevos alicientes en esos animales que, para colmo, luego tiene que perpetuar en sus dibujos. Después, va dando saltitos por la habitación como un idiota, lo siento, en cierto modo como saltarían esas horribles bestias si se encontraran vestidas de hombre. Cuando decide convertirse en un elefante, le tengo que hacer una trompa de cartón para que se la ponga en la nariz. Acto seguido deambula por la casa bramando. Y, por si fuera poco, el elefante tiene que ir vestido de niña. Cuando se pone las braguitas de encaje, las medias negras y los tacones altos, se cree en la obligación de emitir unos bramidos de elefante que tengo que interpretar como «La quiero mucho, Madame Cramming», y se cree que yo también me voy a excitar con esta pantomima. Ni que decir tiene que un método mucho más sencillo daría mejores resultados. Pero el asunto no se acaba ahí. Sería demasiado bonito. Nuestro elefante, milagrosamente transformado en niña, tiene que recibir órdenes relacionadas con trabajos domésticos, tiene que ser horriblemente humillado y duramente golpeado. Entonces se pone a lloriquear como un elefante: «Basta, basta, ya no puedo más». Luego tiene que hacerme el cunnilingus, y a continuación se va andando pesadamente, abandona la habitación y abraza a su oso de peluche. Y, cuando se siente seguro al otro lado de la puerta, mientras me observa a través del agujero de la cerradura, por fin consigue tener un orgasmo con el oso. Para más inri, resulta que, cuando lloriquea, se lamenta de la crueldad de su profesor. Ya me entiende a qué profesor se refiere. ¡Un hombre! Ni siquiera tengo derecho a ser una mujer. —Madame Cramming se detuvo para recobrar el aliento; cuando lo recuperó se sintió más tranquila—. Comprenderá ahora cuánta fortaleza de carácter necesito, pues, a pesar de sufrir este infierno, no estoy completamente loca. Aunque muchas veces he llegado a rozar la locura. No existe el riesgo de que me convierta alguna vez en elefante u oso de peluche; como mucho, sería un pavo de ojos vidriosos. En fin, si me ayuda a deshacerme de estos asquerosos álbumes, hará un gran favor a una mujer, o lo que queda de ella.

Sentí mucha lástima por Madame Cramming, pero no le dije nada.

—Los compraré con mucho gusto —dije—, aunque no me será fácil venderlos. El travestismo es relativamente corriente, pero los animales son otro asunto.

—A buen seguro, tendrá usted clientes a quienes les gusten los animales, Monsieur Coppens. Sé que se las arreglará. A fin de cuentas, usted es joven y tiene muchos recursos.

Prometí intentarlo y me marché con los dos álbumes que había aceptado vender a comisión. Madame Cramming me dijo claramente que quería sesenta mil francos por los dos, cantidad insignificante para ella en comparación con lo que había sufrido. Cada álbum contenía unas cien ilustraciones. No veía cómo sacar más de trescientos francos por cada una. Precio este muy inferior a su valor real, sobre todo teniendo en cuenta de que se trata de un tema francamente delirante. Lo que las convertía en piezas únicas dentro de su género era lo absurdo de las representaciones. Me devané los sesos tratando de acordarme de algún cliente que hubiera expresado algún interés por el travestismo en los animales. Pero enseguida llegué a la conclusión de que me iría mejor si buscaba entre los clientes amantes de obras sobre el travestismo puro y simple.

Llamé a Monsieur Berger y, por suerte, le encontré en casa. Cuando le dije que tenía doscientas ilustraciones y acuarelas sobre travestismo, me contestó muy agitado:

—¿Estará esta noche en su casa? ¿Podemos vemos a la misma hora que la última vez?

—Claro que sí —le contesté—. Será un placer.

—De acuerdo, hasta esta noche, Monsieur Coppens. Muchas gracias por haberme llamado. Le agradezco que haya pensado en nosotros.

—Oh, no es nada, Monsieur Berger. Hasta luego.

—Hasta la noche, Monsieur Coppens.

—Adiós, Monsieur Berger.

Colgué rápidamente: una vez más, aquel intercambio de frases huecas hubiera podido durar infinitamente. De repente se me ocurrió que Monsieur Berger dirigiría las sesiones de psicoanálisis de la misma manera, intercambiando con el paciente frases sin interés durante largo tiempo. Como le pagaban por horas, tenía que ganar mucho dinero.

A las ocho en punto los Berger llamaron a la puerta. Nada más cruzar el umbral, Madame Berger ordenó a su marido ponerse a cuatro patas, orden que cumplió inmediatamente.

—Sube inmediatamente —le dijo de forma brutal.

Como un perro, a cuatro patas, el hombre subió las escaleras que llevaban a mi despacho. Madame Berger siguió hablando tranquilamente conmigo, sin prestarle ni la más mínima atención.

—No resulta tan fácil venir a su casa. Realmente creo que tendrían que construir una autopista entre nuestro pueblo y la ciudad. Mi marido no tiene muy buenos reflejos cuando hay mucha circulación. Ya sabe, la edad.

Cuando entramos en el despacho, Monsieur Berger, que se nos había adelantado, empezó a olfatearnos y a ladrar como un perro. Casi me desmayo. Pensé: «¡No, no es posible! ¡Otro animal! ¡No más chalados, por favor!». Pero la fatalidad no conoce la piedad. Era, en efecto, otro animal. Por suerte, Madame Berger tomó inmediatamente las riendas del asunto: acarició la cabeza de su marido mientras le decía: «Basta ya, Red, basta ya. Sí, eres un buen perro, anda, échate. Sé bueno y cállate… Así, muy bien».

Se tumbó en el suelo con poca soltura, posando lentamente la cabeza sobre las patas. Dada la situación, no me pareció indicado ofrecerles una copa, y saqué inmediatamente los álbumes. Madame Berger le pasó uno a su marido y retuvo el otro, que empezó a hojear. De pronto soltó una risita traviesa de niña mala y me dijo mirándome:

—¡Oh! ¡Alabado sea Dios! Al fin un animal todavía más loco que el mío.

—Este no es un animal —rectifiqué—, sino un auténtico zoológico.

—Y yo que me creía una persona con mala suerte… —suspiró—. ¿Está casado?

—Sí.

—Pobre esposa —dijo identificándose totalmente con ellos.

—¿Le gustan las acuarelas? —le pregunté.

—Me gustan mucho. Me parecen estupendas. Pero ¿qué se puede hacer con estos elefantes y estos osos?

—¡Guau, guau! —ladró Monsieur Berger—. ¿Puedo hablar, por favor?

—Si dejas inmediatamente de hacer el perro, sí —le respondió con sequedad—. Siéntate y fúmate un buen puro.

Monsieur Berger recuperó su aspecto humano y fue a sentarse junto a su mujer.

—Y bien —dijo ella—, ¿qué te parecen?

—Me gustan mucho los osos —dijo sin vacilar—. Cuando era niño le tenía mucho cariño a un oso de peluche. —Luego, adoptando la actitud suelta del psiquiatra enterado que era, añadió—: Estoy además prácticamente convencido de que voy a poder integrar este animal en su síndrome infantil. En cuanto a los elefantes… —empezó a mover la cabeza como pensando—, hum… no sé, no lo veo claro. Nunca los había estudiado bajo este ángulo, la verdad. Podría resultar interesante…

En su rostro se reflejaba la lucha que, dentro de sí, mantenían el psiquiatra y el maníaco.

Su mujer, temiéndose lo peor, le interrumpió angustiada.

—¡Anda, déjate de elefantes! —le sugirió a la desesperada—. Ya tienes bastante con los osos, ¿no crees?

Monsieur Berger no contestó. Con el ceño fruncido, se abandonaba a sus pensamientos.

—Lo siento, pero no creo que eso sea posible. Los álbumes no pueden venderse por separado —murmuré dirigiéndome a Madame Berger.

A decir verdad, tenía tan pocas ganas como ella de quedarme los elefantes. ¿Dónde encontraría un cliente que quisiera esos animales tan extraños y llenos de protuberancias? Sin embargo, siempre dispuesto a la amabilidad, sugerí llamar a mi cliente para consultárselo.

—¡Oh, sí! ¿No le importa hacerlo? —dijo ella llena de gratitud.

Marqué de nuevo un número ficticio, la información horaria —fue lo primero que se me ocurrió—, y por desgracia me dijeron que tenía que vender juntos los osos y los elefantes.

—Veintiuna horas, dieciséis minutos.

Con aflicción, transmití la decisión de mi cliente a Madame Berger. Encogió los hombros en actitud fatalista.

—En fin, ya veremos. Sólo nos queda saber qué tipo de aberración va a desencadenar esto. ¿Cuánto pide su cliente por estos álbumes?

—Alrededor del millón trescientos mil francos. La colección está compuesta de doscientos dibujos y acuarelas, y sé que un pintor que aceptase hacer este tipo de ilustraciones pediría de quince a veinte mil francos por cada una. Lo cual elevaría el precio de la colección completa a trescientos o cuatrocientos millones. Mas, en este caso concreto, sería ridículo, ya que los dos álbumes se tienen que vender juntos, y luego está el problema de los elefantes…

Ella se volvió hacia su marido.

—¿Puedo interrumpir un segundo tu profunda meditación, cariño? —le preguntó sosegadamente—. Dime, brillante psiquiatra, ¿has hallado ya la fórmula para integrar estos elefantes en tu sistema?

Monsieur Berger se irguió bruscamente y, apuntando a su mujer con un dedo de rabia acusador, contestó:

—Eso no tiene ninguna gracia. Estos asuntos hay que tomárselos en serio. No lo permitiré, es demasiado grave. He pensado muy seriamente en todos los medios posibles, pero tengo que confesar que estos elefantes no me excitan ni lo más mínimo. Lo siento.

—Cuando iba al zoo, de niño, Monsieur Berger —dije para ayudarle—, ¿no le decían nada los elefantes?

—Nunca fui a un zoo, Monsieur Coppens —me contestó con seriedad—. A mis padres no les gustaba ver a los animales enjaulados.

—Muy bien —dijo su mujer animadamente—, entonces los elefantes no nos interesan. ¿Qué podemos hacer? Habrá que estudiar el precio porque supongo que querrás los álbumes.

—¡Oh, sí, cariño! Los quiero.

—¿Cuánto pagarías por quedártelos?

—Mi adorada —contestó, volviéndose hacia su esposa de forma tan exageradamente humilde que le delataba—, ¿cuánto puedo pagar?

—¿Quiere eso decir que yo tengo que tomar la decisión? —Inclinó la cabeza—. Comprendo. De acuerdo, Monsieur Coppens, diga un precio razonable.

Me quedé pensando un momento.

—Creo que seis mil francos por dibujo seria el precio justo, pero doscientos multiplicados por seis mil son un millón doscientos mil francos. Es mucho dinero y, además, hay que añadir mi comisión.

—No, lo siento. Es demasiado caro para nosotros en este momento. Tenemos que comprar un coche nuevo. El que tenemos nos puede dejar tirados en cualquier momento.

—¿Por qué no se lo piensan un día o dos? —les propuse.

—Sí, sería lo más sensato, claro —dijo ella—, pero, puesto que a mi marido le gustan tanto, preferimos llevárnoslos esta misma noche. Se sentó un momento y, pensativa, dio una calada al cigarrillo. Un millón, no podemos pagar más.

—Veré si puedo hacer algo —dije dirigiéndome al teléfono.

Estaba de lo más excitado al pensar en el beneficio que iba a obtener y marqué un número cualquiera. Tras una animada discusión con un señor, que por supuesto pensó que yo estaba completamente loco, me dirigí a Madame Berger.

—Trato hecho.

—Magnífico —exclamó ella, mostrando su agradecimiento—. Y a usted le daremos cien mil francos por la amable atención que nos ha prestado, ¿acepta?

Lo acepté. Madame Berger se dirigió a su marido.

—¿Llevas encima el dinero? —le preguntó.

Lentamente, movió de forma negativa la cabeza.

—¡Cómo! ¿No lo llevas? ¿Cuánto tienes? —dijo furiosa.

—Setecientos mil, señorita —murmuró.

Madame Berger se levantó de golpe.

—Quítate los pantalones. Rápido —le gritó. Luego, se dirigió a mí tranquilamente—: El otro día me dijo que le gustaba flagelar, ¿no tendrá por casualidad un látigo a mano?

Le contesté que sí.

—¿Le importaría traerlo? —Luego se encaró con su marido—: Te faltan trescientos mil francos, imbécil, idiota, miserable criatura. Esto te va a costar treinta golpes. Trescientos serían demasiados para tu edad. Pero que conste que te los mereces.

Y en el acto le propinó a su marido treinta ruidosos golpetazos en las nalgas desnudas. El hombre no hizo el mínimo gesto de apartarse ni tampoco rechistó. Al finalizar el castigo, exhibía con fiereza el pene erecto. Madame Berger me miró con placidez y me preguntó si, dada la situación, le permitía que se la chupara un poco a su marido. Le dije que abandonaría la habitación.

—Oh, no, no merece la pena. Si quiere, llame a su cliente y pregúntele si tiene intención de vender el resto de sus obras.

Esta vez marqué el número de los Cramming. No estaban en casa. De todas formas, fingí una conversación muy animada, observando por el rabillo del ojo el espectáculo que tenía lugar en mi despacho. Madame Berger se había quitado el vestido y el sujetador. Trabajando esforzadamente en la fuente de placer, sus cabellos pelirrojos cubrían los riñones de su marido. Cuando él se corrió, lo deglutió y con gusto. Decidí que era hora de acabar aquella conversación ficticia y me permití una última ojeada discreta a los senos de Madame Berger. Su juventud había ya pasado, pero seguía siendo muy seductora y no pude evitar admirar sus encantos.

Aquella sesión me había excitado mucho; pero se evaporó al percatarme de que había actuado como un auténtico voyeur.

Monsieur Berger, una vez colmados sus deseos, se sentó en una silla con el rostro congestionado.

—Le daremos ahora setecientos mil francos —dijo ronroneando de satisfacción—; por otro lado, nos gustaría llevarnos los álbumes esta noche. Existe el riesgo de que tengamos un accidente en el camino de vuelta, y entonces perdería usted trescientos mil francos, pero no creo que esto ocurra; y si está de acuerdo, mañana por la mañana le mandaremos un giro postal con la cantidad que debemos.

Mostré mi conformidad y les di sus nuevos tesoros.

—Ha sido usted muy amable, Monsieur Coppens, —dijo Madame Berger sonriendo—. Me gustaría agradecerle lo paciente y comprensivo que ha sido con nosotros, y sería un placer tomar juntos una copa de jerez antes de irnos. —Cambiando bruscamente de voz y de actitud, se volvió hacia su marido—: Y tú, perro, ya puedes bajar los álbumes.

El aludido se puso al instante a cuatro patas y su mujer le colocó un álbum entre los dientes. Salía ya de la habitación corriendo, y ella le dijo:

—Cuando hayas dejado ese en el vestíbulo ven a buscar el otro. Y como te caigas por las escaleras, te daré una paliza que recordarás toda tu vida.

Saboreamos la copa de jerez. Oímos al hombre bajar las escaleras lentamente y a tropezones. Al poco regresó bufando y resoplando como una locomotora; sólo le quedaba energía para indicarnos su presencia con algunos ladridos y aullidos. Cogió después el segundo álbum con la boca y empezó el descenso de nuevo.

—Es horrible vivir con un desequilibrado sexual —suspiró de repente Madame Berger—. Naturalmente, le quiero. Si no, ¿cómo podría soportar semejante pesadilla? Pero el resultado es que me he convertido en una mujer bastante extraña. La actitud altruista para con mi marido ha desencadenado en mí, quizá como compensación, una inclinación egocéntrica. Mi marido se ausenta dos tardes por semana. Me gustaría hacer el amor algún día con usted. Hace tanto tiempo que no lo he hecho con un hombre joven, y más o menos normal…

Me sorprendió aquella invitación; por diplomacia, disimulé.

—Estaré siempre encantado de tener noticias suyas, Madame Berger, y espero que no olvide su ofrecimiento.

—No lo olvidaré —aseguró.

A la mañana siguiente recibí un giro postal por valor de trescientos mil francos. Llamé inmediatamente a los Cramming. Me atendió al teléfono Monsieur Cramming, con una voz plañidera y unos lloriqueos que me exasperaron.

—Imagino que querrá hablarme de los álbumes, claro. A sus clientes no les gustan mis elefantes ni mis osos de peluche —refunfuñó.

Le contesté con frialdad que, en efecto, mi cliente se interesaba por los osos, pero de elefantes no quería saber nada; sin embargo, como el cliente era psiquiatra, yo confiaba en que daría con la solución.

—Ah, bueno…, pero estoy seguro de que no querrán pagar —siguió lloriqueando.

—Exacto. Los elefantes le intrigan, pero necesitará mucho tiempo y paciencia para acostumbrarse a ellos. Así que una de dos, o se queda con los álbumes, o baja el precio. —Me ponía tan nervioso que le hablaba de cualquier manera.

—Primero tengo que consultar con mi mujer, Monsieur Coppens.

Por suerte, Madame Cramming le arrebató el auricular en aquel momento y me preguntó qué pasaba.

—Lo siento —me excusé—, pero, no sé por qué, su marido me saca de quicio. Escúcheme bien, Madame. Le daré cincuenta mil francos por estos álbumes, pero luego, en secreto, le entregaré a usted setenta mil francos. En cualquier caso, quisiera su permiso para venderlos a cincuenta mil.

Oí cómo, enfadada, mandaba a su marido salir de la habitación y, poco después, estaba sola al otro lado del teléfono.

—Entonces los ha vendido —dijo conteniendo la risa.

—Sí.

—Venga pues lo antes posible y traiga el dinero. Muchas gracias.

Así que fui a su casa y di a Monsieur Cramming sus cincuenta mil francos.

—Ahora déjanos solos —dijo Madame Cramming a su marido—. Tengo que decirle una cosa a Monsieur Coppens.

Sin duda el hombre creyó que empezaba una nueva escenita y, lacrimeando, se puso a cuatro patas.

—¿Me puedo llevar el oso, señorita?

En esta ocasión, la ira de Madame Cramming no fue fingida.

—Hoy no hay oso que valga, imbécil. Pocas veces se me presenta la ocasión de estar con alguien más o menos normal, así que déjame tranquila con tus ridículos juegos. Vamos, ¡largo de aquí!

—Por favor, ¿puedo llevarme el oso? Por favor, me siento tan solo.

—Por el amor de Dios, coge tu asqueroso oso y lárgate.

Cogió en brazos al oso, se dirigió a gatas hacia la puerta y se instaló, como de costumbre, tras el agujero de la cerradura en espera de la escena de costumbre. Su mujer saltó disparada hacia la puerta y la abrió bruscamente.

—No sólo vas a salir de la habitación, sino también de la casa. Vamos, fuera, y llévate tu maldito oso. Vamos, fuera, y no vuelvas hasta mañana.

Indignada, le dio con la puerta en las narices y regresó a mi lado. Le di los setenta mil francos y me despedí de ella en cuanto pude. Tenía ganas de volver a un ambiente más sano.