Capítulo I

Es muy conocida la paradoja según la cual hombres de virilidad indudable están dispuestos a pagar sumas elevadas por obras eróticas y pornográficas, aun cuando la mayoría de ellos tiene bajo su techo, y sin necesidad de soltar un céntimo, una mujer de carne y hueso. Se han expuesto muchas teorías para explicar esta contradicción y todas ellas contienen más o menos cierta parte de verdad.

En otro tiempo, la fascinación que ejercía el erotismo se explicaba por la relativa timidez de las mujeres en el plano sexual con respecto a las exigencias de su pareja. Pero ha llegado la hora de la emancipación dentro y fuera de la alcoba. Al igual que en la época de Catalina la Grande o de Mesalina, los deseos de la mujer han alcanzado en la actualidad tales cotas que superan los recursos sexuales masculinos, que son limitados por naturaleza. Este hecho aumenta el misterio en vez de explicar esta persistente búsqueda de erotismo. Efectivamente, podríamos preguntarnos por qué el hombre, que por un lado no alcanza la talla a la hora de afrontar las realidades, disfruta, sin embargo, con los excesos puramente imaginarios de la pornografía.

Un psiquiatra podría muy bien responder que el mayor atractivo de cualquier obra erótica reside en que muestra la perfección absoluta del acto sexual. Sobre el papel, basta con pensar el acto para que esté ya plenamente realizado. En esta clase de obras, las mujeres siempre son deseables y, sobre todo, tienen el poder de hacer de la cópula una obra de arte. La decepción que acompaña al placer poscoital del hombre no tiene cabida en este universo imaginario. Y, tal como debe ser, cualquier desviación, por muy extraña que sea, se acepta y se satisface sin vacilación.

Es un hecho que la literatura erótica carece de los límites y obstáculos propios del mundo real. Aunque se sucedan varios hombres para poseerla por todos los orificios posibles, la heroína de la novela erótica permanece pura, deseable y todavía disponible. Ciertamente, se da aquí una situación perfecta. Hay, claro está, otro importante factor: gran parte de la literatura erótica está dedicada a perversiones muy determinadas, indispensables para satisfacer a los individuos que, muy a menudo, no pueden encontrar una pareja que comparta sus gustos o esté dispuesta a someterse. Sin embargo, no debe olvidarse que, en la actualidad, la gran mayoría de las mujeres se dan perfecta cuenta de que su emancipación va más allá del propio placer. Aunque no aprecien especialmente las exigencias particulares de su amante, sí comprenden perfectamente que tienen el deber de hacer ese esfuerzo.

Como vemos, la respuesta del psiquiatra es incompleta; pero quizá podamos acercarnos más a la verdad planteando una segunda paradoja: las limitadas capacidades sexuales del hombre comparadas con sus deseos ilimitados. Generalmente, el psiquiatra no señala la importancia de estos deseos, y sin embargo en nuestros días se han convertido en el leit-motiv de las obras eróticas y pornográficas.

La mujer, por sencillas razones fisiológicas, puede tener múltiples orgasmos, lo que no es el caso del hombre. En lo que a él respecta, el deseo sexual es, con mucho, superior al acto en sí. La mayoría de los hombres están decepcionados en relación a sus expectativas, y pienso que esta frustración explica la constante popularidad de la literatura erótica. Al menos en ella el héroe hace honor a su nombre, ya que jamás sufre un fracaso. En las últimas páginas de la novela, nunca deja de lanzar una mirada de desprecio hacia los cuerpos mancillados de sus víctimas femeninas que, agotadas, piden piedad. Nunca dejará de sorprenderme que estas desgraciadas criaturas sean todavía capaces de andar.

El hombre, inmediatamente después de haber alcanzado el orgasmo, se encuentra completamente desengañado, y todos los testimonios recogidos tienden a demostrar que trata de olvidar ese malestar identificándose con los héroes de las novelas eróticas. Quizá también la emancipación de la mujer haya contribuido a reprimir el instinto agresivo del hombre. Al leer una obra erótica, el hombre puede dejar de ser una persona tranquila y ordenada para convertirse en lo que fue y en lo que sueña con volver a ser: una bestia brutal y egoísta, completamente entregada a sus instintos sexuales. No llegaré a afirmar que la pornografía puede hacer viril a un hombre, pero pienso sinceramente que los autores y editores de obras eróticas cubren una función social esencial, y es lógico reconocérsela. Hay un sentimiento muy extendido entre los compradores de libros eróticos que siempre me ha llamado la atención: la mayoría de ellos considera que el hombre que se halla en la tienda y que satisface sus gustos, el librero, forma parte de un mundo insólito y clandestino en el que reina el vicio. Está claro que esta opinión es sólo producto de su imaginación. He tratado con libreros durante veinte años y puedo afirmar que, entre los cientos de vendedores que he conocido, sólo unos pocos eran tan depravados como pensaban sus clientes.

En 1948, durante mi segundo viaje a París, tuve la oportunidad de conocer a un miembro de esa minoría culpable, y de forma casual viví una aventura muy divertida.

Como muchos jóvenes, sentía la necesidad de mejorar mi vida, y creía haber encontrado el camino en el ejemplo de santa Teresa de Ávila, más concretamente en su libro Camino de perfección. Santa Teresa perteneció a la orden de las carmelitas, que tiene sus principales conventos en Francia. Decidí acercarme allí para que las carmelitas me ayudaran a profundizar en sus enseñanzas.

Al llegar a París, tenía muy poco dinero y me puse a buscar un hotel barato. Acabé en una esquina del Boulevard Sebastopol, en una de esas calles estrechas donde las mujeres ejercen la profesión más antigua del mundo. La habitación no era cara, la comida excelente y a un precio asequible. No se me había ocurrido que también pudiera ser el lugar de cita habitual de las chicas que había entrevisto en la callejuela. En realidad, el único inconveniente de mi alojamiento era que compartía la entrada con la habitación vecina, y el único modo de acceder a esta última era cruzando la mía. Pero mi vecina era una atractiva negra de La Martinica, y ese inconveniente dejó rápidamente de serlo. Acepté de buena gana que pasara por mi habitación con sus clientes, y siempre que lo hacía me saludaba con un «Buenos días» o «Buenas noches, Monsieur», según la hora.

Una noche, sin embargo, su cliente estaba tan borracho que literalmente tuvo que arrastrarlo hasta su habitación.

—Lo siento, Monsieur —murmuró de forma educada—, a veces no es sencillo —añadió.

Refunfuñé algo, me di una vuelta en la cama y volví a dormirme. Medio en sueños oí que la puerta se abría despacio. Una mano fría me tocó suavemente la mejilla y me levantó la manta.

—¿Le molesto? —murmuró con voz ronca la martiniquesa.

—En absoluto —le contesté, e incluso ahora, a decir verdad, no se me ocurriría una respuesta más adecuada.

—¿Sabe? —dijo ella—, mi cliente me ha cogido para toda la noche, pero está tan borracho que no creo que se despierte hasta mañana. —Para colmo de desgracias, el hombre roncaba tan fuerte que la pobre chica no hubiera podido dormir en toda la noche—. ¿De verdad que no le molesto? —insistió.

No me molestaba en absoluto, sino todo lo contrario, y aunque no tenía mucha conversación, su técnica amorosa era extremadamente rica y muy imaginativa. Tenía unos gestos lánguidos y, como ocurre con la mayoría de las negras, se enroscaba y ondulaba al igual que una serpiente. Este encuentro tan imprevisto me dejó anonadado, pero también muy satisfecho.

A la mañana siguiente, cuando estaba desayunando, me fijé en un rótulo que había al otro lado de la calle con la inscripción «Librería-Ediciones», así como el nombre de una persona que ciertamente merece figurar entre los pocos vendedores de libros eróticos cuya vida es una ilustración concreta de las obras que venden. Dado que sigue estando vivo y ejerce aún la profesión, le llamaré simplemente Leclerc. Nada más acabar el chocolate y los croissants me dirigí a la tienda. Aunque en aquella época no era todavía librero de profesión, yo tenía ya el vicio del coleccionismo metido en el cuerpo. Pertenecía a esa clase de hombres que no se pueden resistir al ver una librería y que siempre entran corriendo, con la esperanza de encontrar la maravilla que el destino les ha reservado para su único disfrute.

La tienda estaba vacía y llamé para anunciar mi presencia. Acudió el propio Leclerc. En aquella época era un hombre de unos cuarenta y cinco años. Me preguntó de forma educada en qué podía servirme.

—Buenos días, Monsieur —le contesté—. Estoy buscando libros antiguos y modernos, con o sin ilustraciones, que traten de temas eróticos.

El hombre se lo pensó y luego, sin dudar, me contestó en un flamenco muy puro.

—Seguro que es usted holandés o belga. Sólo un holandés o un belga hablaría un francés tan malo.

Me eché a reír y le confesé que efectivamente era belga.

—Bonito país —añadió—. Ha dado con lo que buscaba. Entre.

Le seguí hasta un amplio despacho situado en la trastienda. En un rincón, un chico de unos quince años hacía paquetes con una pila de libros amontonados en una enorme mesa.

—Este es mi ayudante —dijo Leclerc, siempre en flamenco—. No se preocupe. Sólo habla francés. Temo que haya llegado en un mal momento, pues tengo que solucionar un asunto muy importante dentro de un cuarto de hora. Pero primero quiero enseñarle algo.

Me mostró dos maletas, una de las cuales contenía libros antiguos. Enseguida vi la fantástica edición que Liseux hizo del Manuel d’erotologie de Forberg, con unas extraordinarias ilustraciones obscenas a lo Giulio Romano mostrando todas las posiciones imaginables de la fornicación y de los juegos amorosos.

—Un libro muy útil —señaló Leclerc—. Lo apartaré un momento.

Mientras él miraba los otros libros que había en la maleta, empecé a pensar en mi situación financiera. ¿Me harían pagar las carmelitas la estancia en el convento? Para mí eso era un problema muy importante. Entre tanto, Leclerc abrió la segunda maleta y sacó numerosas fotos pornográficas y diapositivas.

—Prefiero el libro —le dije, señalándole el libro de Forberg.

—En este mundo hay que hacer de todo —replicó, y luego, soltando la segunda maleta, prosiguió—: Sin embargo, este es el resultado. ¡Dios mío!, si tuviera que depender de clientes como usted para vivir, me hubiera muerto de hambre hace ya tiempo. Pero, en fin, ya que es un compatriota, le haré un precio especial. Se lo dejo por diez mil francos.

No podía dar crédito a lo que oía. Se trataba, en efecto, de una única edición por la que se hubiera llegado a pagar hasta setenta mil francos en una subasta. Pero se daba la circunstancia de que, en aquel momento, esos diez mil francos eran para mí una suma muy importante.

Disimulaba mirando los otros libros, y así darme tiempo para tomar una decisión, cuando la puerta se abrió repentinamente y entró una diminuta vietnamita.

—Hola, cariño —le dijo Leclerc—. Has llegado tarde, ahora sólo tenemos hora y media. —Luego, volviéndose hacia mí—: Monsieur…

—Coppens —añadí.

—Monsieur Coppens, uno de mis clientes belgas. O, al menos, espero que lo sea. ¿Desea seguir mirando esos libros, señor?

Leclerc se había dado cuenta enseguida del tipo de cliente que yo era. Uno de esos que se fija en una pieza de colección, va captando poco a poco la belleza del objeto, calcula su precio, se da cuenta del valor por el hecho de ser único, y llega al punto en que le resulta imposible separarse de él.

Llegué a la conclusión de que las carmelitas, por decencia, no podían hacerme pagar el hospedaje, y de repente volví a la realidad cuando oí a Leclerc:

—Permítame. Sólo es un momento —y me quitó de las manos el Forberg.

—Pero si iba a comprarlo… —protesté.

—No faltaba más, ¿quién no lo compraría a este precio? Sólo quiero que me lo deje unos minutos. —Luego se volvió hacia el joven y le dijo en francés—: Despeja un poco la mesa, Henri. La necesito un momento.

El joven obedeció entre suspiros y empezó a retirar libros. Después de haber despejado dos tercios de la mesa, volvió a sus ocupaciones.

Entretanto, Leclerc enseñaba a la joven vietnamita algunas de las posturas descritas en el Forberg. Una de ellas parecía interesarle especialmente; era la de un hombre que penetraba por detrás a una niña que estaba de rodillas en un sofá, mientras, al fondo, una joven mujer desnuda observaba la escena con una botella de vino en la mano.

—Empezaremos con esta postura —dijo Leclerc a la niña. Luego, volviéndose hacia mí, añadió—: Espero que no le importe, pero es que tenemos mucha prisa. Tengo que entregar hoy este pedido, y su libro es una buena fuente de inspiración. Siga admirando el resto de la colección mientras le cojo el libro.

A continuación sacó algunas lámparas que colocó en diferentes lugares de la habitación. Mientras tanto, la niña aprovechó para desvestirse; temblaba ligeramente. Leclerc le aseguró que volvería a entrar en calor rápidamente con los focos y ordenó a Henri que hiciera un poco más de sitio en la mesa.

El chico, enfadado, suspiró de nuevo, quitó algunos libros y volvió a sus paquetes. Leclerc parecía estar por fin satisfecho con los preparativos y se puso a explicar a la niña lo que tenía que hacer.

—Súbete a la mesa y ponte a cuatro patas. Eso es. Ahora levanta un poco el culo. Ahí, muy bien, abre un poco los muslos. ¡Así! Estás echando tripa, cariño… Tienes que reducir un poco el consumo de Pernod.

La niña protestó indignada:

—Cualquier persona sacaría tripa en esta postura. De pie, la tengo completamente plana. En cualquier caso, no me gusta nada estar así. Me entra complejo de vaca.

—No sabes lo que dices —replicó Leclerc—. ¿No es, en tu país, la vaca un animal sagrado?

Esta fue la única ocasión en que el atareado Henri se permitió interrumpir la sesión:

—¿Los paquetes para Alemania tienen que ir certificados, Monsieur?

—¿Cómo diablos quieres que lo sepa? —gritó Leclerc—. ¿Quieres dejar de interrumpir? Este caballero —dijo señalándome con el dedo— parece ser el único en comprender que necesito tranquilidad y concentración.

Se desnudó en silencio y se subió a la mesa.

—Bien, en cuanto la penetre y nos pongamos en movimiento, haz las fotos —le ordenó a Henri.

—No es necesario que nos movamos —apuntó secamente la niña—. Eso no se apreciará en las fotos. Con simular, basta.

Este comentario hirió en lo más hondo el sentido artístico de Leclerc, que no tardó en preguntar:

—Y ¿qué va a pasar entonces con las expresiones de nuestros rostros? ¿Cómo quieres que parezcamos unos amantes lascivamente acoplados si no lo hacemos de verdad? ¿Te crees que somos actores de la Comédie Française? Ni hablar, o lo hacemos de verdad o nada.

Antes de acabar sis discurso había ya penetrado a la niña y empezó a excitarla apasionadamente. Me pareció tan fascinante el espectáculo que me olvide de las carmelitas y de la maleta de libros. En cuanto a Henri, seguía con sus paquetes.

—Date prisa, Henri —gritó bruscamente Leclerc—. Tenemos que hacer más fotos.

A Henri no parecía conmoverle en absoluto aquella escena, por lo que no parecía mostrar el mínimo interés. Es más, daba la impresión de estar harto de que le interrumpieran en su trabajo. Nada más hacer una foto, Leclerc cogió una silla y la puso encima de la mesa. Se sentó y puso a la niña sobre sus rodillas de forma que la tuviera de frente.

—Esto es lo que se llama un estudio romántico —explicó—. Debemos dar a la vez un aire lúdico y sereno. Nuestras caricias tienen que transmitir ternura.

Mientras hablaba, Leclerc acariciaba con sus dedos los senos de la niña, y sus mejillas rozaban las de ella. Realmente, aquella escena era de lo más tierna.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Me había olvidado por completo de la iluminación!

—Tengo algunas ideas al respecto —dije—. Permítame que me ocupe de ello.

Leclerc aceptó:

—¡Fantástico! Está claro que los belgas tienen un gran sentido práctico. Sólo hay que ver los estropicios que hacen los franceses en Indochina, mientras El Congo, a pesar de ser mucho más grande, goza de absoluta tranquilidad y sin problemas.

—No empieces con tus batallitas, cariño —dijo la niña—. Me resulta imposible fingir ternura si empiezas a hablar de atrocidades.

Leclerc no tardó en replicarle que no tendría que fingir en esta escena. De hecho, creo que esta sesión le estaba produciendo a la niña más placer del que quería admitir.

—Todo listo —anuncié.

—¡Henri! —gritó Leclerc.

Al oír el grito no me pude contener la risa. Me recordaba mucho a Pavlov con sus perros. Estaba realmente dispuesto a apretar el botón y a hacer la foto yo mismo. Pero este tipo de sesión tenía sus ritos, y Leclerc no hubiera admitido que la operación se llevara a término sin la colaboración tan poco entusiasta de Henri. Este último acabó apretando el disparador a la vez que refunfuñaba en voz baja.

—¡Cerdos! —murmuró—. Es imposible hacer nada en este asqueroso lugar. Estos libros ya están pagados y tenemos que enviarlos sin falta esta noche. Pero este viejo repugnante no llega a excitarse si no se le hacen un puñado de fotos, y tenemos que parar todo. Y ahora va y desaparece la cuerda. ¡Vaya, lo que faltaba!

A pesar de las recriminaciones de Henri, la sesión continuó, y, si mal no recuerdo, hicieron dieciocho fotos más. Henri no abandonó en ningún momento su aire de indiferencia teñida de irritación. En cuanto a mí, creía haber aterrizado en otro planeta. Estoy seguro de que Leclerc y la niña tuvieron más de un orgasmo. Pero Leclerc cambiaba tanto de posturas y accesorios, a la vez que consultaba sin cesar las ilustraciones de Romano y controlaba la iluminación, que no lo podría asegurar. Sin embargo, había una cosa cierta: se hallaba en un estado de erección permanente y el rostro resplandeciente de la vietnamita era una clara muestra del placer que le daba. Al cabo de una hora y media, tal como Leclerc había dicho, la sesión acabó. Cuando terminaron de vestirse, por fin pude pagar y recuperar mi Forberg.

—Siento mucho haberle hecho esperar tanto tiempo —me dijo Leclerc—, pero las circunstancias eran realmente excepcionales.

—No se preocupe —le contesté.

A decir verdad, estaba pensando en otra cosa, y me preguntaba una vez más si las carmelitas me harían pagar.

De repente la niña pegó tal grito que nos sobresaltó a todos.

—¡Mi perro! ¿Cómo he podido olvidarme de él?

Salimos corriendo detrás de ella al cuartito donde, profundamente dormido sobre una silla, se encontraba un caniche enano completamente blanco. Nada más verlo, el librero se dio cuenta de la ocasión que acababa de perder.

—¡Qué pena! —se lamentó—. Podríamos haberlo utilizado también.

Al oír estas palabras, la niña le espetó:

—Sólo es un animal. En cambio, tú eres una bestia.

Dicho esto, dio media vuelta y salió de la tienda.

—Reacción muy femenina —comentó Leclerc con gran desprecio—. Las mujeres carecen por completo de imaginación. Cuando pienso en lo que hubiera podido hacer, en las posturas que hubiera podido adoptar… La piel oscura de la niña y la piel blanca del animal… Toda una serie de combinaciones posibles… En fin, ¡no pensemos más en eso! Mejor será que vayamos a tomar cerveza.

Fuimos después a mi hotel, donde Leclerc fue inmediatamente recibido como un viejo amigo. Le daba palmadas en los hombros a la propietaria, pellizcaba el culo de las chicas al pasar. Nos sentamos y mantuvimos una acalorada discusión sobre su profesión. Hablábamos en flamenco, pero Leclerc tenía una vitalidad tal que la contagiaba a toda la sala, y muy pronto todo el mundo empezó a sentirse de excelente humor. En mi opinión, Leclerc responde sin duda alguna a la idea que nos hacemos habitualmente de un vendedor de libros eróticos, con la diferencia de que él era consciente del papel que desempeñaba. Estaba completamente convencido de que su éxito se debía a su entrega total. No podía entender que se pudiera escribir y vender mercancía erótica sin compartir el placer del cliente. Hay que admitir que, en su caso, el concepto que tenía de la profesión le otorgaba grandes beneficios.

Curiosamente, unos años después conocí a un joven que se parecía muchísimo a Henri, el ayudante de Leclerc. Por desgracia para el primero, este parecido se limitaba a la apariencia física. De hecho, sus reacciones sexuales eran diametralmente opuestas a la total indiferencia que había manifestado Henri durante esta famosa sesión de fotos.

Conocí a aquel chico al poco tiempo de instalarme. Me había especializado en literatura general y obras llamadas «galantes». Me interesaban particularmente las ediciones originales y de tirada limitada, y en poco tiempo conseguí una clientela fija. Me llamó especialmente la atención aquel joven rubio de ojos azules por su parecido con Henri. Tenía poco menos de veinte años; sin embargo, venía unas dos veces por semana a la tienda y a menudo se quejaba de no poder adquirir los libros de su agrado. Solíamos discutir sobre los autores y sus obras; la seguridad y lógica de sus comentarios siempre me sorprendieron. Pero, con el tiempo, me di cuenta de que su brillante inteligencia a menudo se veía ensombrecida por cambios de humor. A veces entraba en la tienda y sin decir una sola palabra se ponía a hojear con aire ausente los libros que le gustaban, para luego salir cabizbajo, casi furtivamente. A veces llegué a pensar que me robaba los libros que le gustaban y que no podía permitirse el lujo de pagar. Lo comprobé en el almacén, pero no faltaba ninguna obra. Su actitud me intrigó y me propuse resolver el misterio de estos repentinos y extraños cambios de humor. Comencé a investigar de forma discreta entre sus compañeros de facultad y así me enteré de que su irregular humor era algo conocido y aceptado por todos. La mayoría de sus compañeros pensaba que su carácter era así por naturaleza, y nadie pudo darme la menor explicación sobre aquellos bruscos cambios de actitud.

Empecé a ver claro el día en que vino por primera vez a mi domicilio particular. Era una bonita mañana de primavera. Yo me hallaba ausente y mi mujer, aprovechando un rato libre, estaba haciéndose un vestido. Como había extendido por el suelo todos los trastos de costura, se excusó por el desorden y le invitó a entrar. El muchacho parecía estar de un humor francamente taciturno. Aceptó una copa de jerez y se dejó caer en una butaca mascullando de una forma incomprensible.

Como no parecía dispuesto a charlar, mi mujer siguió cosiendo. El roce de las tijeras con la tela debió de poner nervioso al chico, que de repente empezó a enumerar a mi mujer las diferentes maneras en que podría matarla. Por suerte, ella no pierde los estribos con facilidad. Al darse cuenta rápidamente de la situación, le habló con voz muy suave, tal como hubiera hecho con un niño nervioso. Agarrando con fuerza las tijeras para defenderse en caso de necesitarlo, le condujo lentamente hacia la puerta de entrada y, con un suspiro de alivio, la cerró bruscamente dejándole fuera.

Se bebió una copa de ginebra para reponerse y se quedó pensando en lo ocurrido. Decidió entonces llamar a un amigo psiquiatra, Choisseneur. Le contó la historia y, de forma accidental, mencionó el nombre del chico.

—¡Dios mío! —gritó Choisseneur—. ¡Pero si es uno de mis pacientes!

Le explicó que hacía poco que le habían recomendado a este chico y que todavía estaba en la primera fase del análisis. De momento había visto que sufría una especie de depresión, pero todavía no había descubierto la causa de la enfermedad. Lo que le contó mi mujer le resultó muy útil, y le precisó que consideraba al chico un loco peligroso en potencia. Su estado no mejoró y, con el consentimiento de la familia, decidieron ingresarlo en un hospital psiquiátrico, donde podría estar mejor atendido. Antes de internarse, vino a decirme que deseaba vender su biblioteca.

—De ahora en adelante ya no voy a necesitar libros; me gustaría vendérselos a alguien.

A la mañana siguiente, fui a su casa a ver la colección. Aunque se quejaba a menudo de no tener dinero, sin embargo me dio la sensación de que su posición era desahogada, pues vivía en una zona residencial. Su apartamento constaba de dos habitaciones, las paredes eran completamente blancas, sin ningún tipo de adorno. Este ambiente tan austero resaltaba aún más por el hecho de que parecía vivir en una esquina, donde estaban arrinconados una cama, una silla y un enorme piano. El resto del apartamento estaba completamente vacío, y no se veía ni el más mínimo rastro de un libro. Me senté en una silla y esperé.

Ante su silencio, acabé por preguntarle:

—¿Dónde están los libros que desea vender?

Me señaló un armario pintado de negro que se hallaba detrás del piano.

—¿Ahí dentro? —le pregunté—. ¿Cómo diablos se las arregla para abrirlo?

Me miró con sentimiento de culpabilidad.

—Nunca utilizo un libro más de una sola vez —dijo—. Si realmente me gusta, compro otro ejemplar. Por eso compraba a veces varios ejemplares de un mismo libro.

—Bueno, si los quiere vender, ¿podría enseñármelos, por favor?

Empezó a empujar el piano para abrir la puerta del armario. Hizo toda la fuerza que pudo para moverlo. A continuación levantó el colchón y cogió dos llaves de color rojo chillón que tenía allí escondidas. Luego abrió el armario y descubrí una colección de unos seiscientos libros.

—Ahí están. Ya puede verlos —me dijo con cara de desagrado.

Me acerqué y cogí un libro al azar. Era una maravillosa edición de Las amistades peligrosas de Laclos con unas fantásticas ilustraciones pintadas a mano. Efectivamente, me acordé de que le había vendido ese libro. Lo abrí, impaciente por encontrar los maravillosos grabados. Lo que entonces vi me causó estupor. Los anchos márgenes blancos que bordeaban todas las páginas habían sido recortados. Me volví hacia el chico. Ahora estaba tranquilo, pero todavía mostraba aquel mismo gesto de terror que le desfiguraba la cara. En silencio, cogí otro volumen y le faltaban también los márgenes.

—Antes de proseguir, ¿podría decirme si todos han sufrido la misma mutilación? —le pregunté.

—¡Sí, sí! —gritó—. Todos han sido mutilados, todos, ¿me oye?, todas estas maravillosas ediciones. No queda un solo margen.

Le temblaban las palabras, sólo interrumpidas por los estallidos salvajes de una risa incontrolada. Fue calmándose poco a poco y me explicó con seriedad:

—Me gustaban estos libros y los he estropeado. He mutilado seiscientos cuarenta volúmenes maravillosos, y todos eran ediciones originales. Ya no los quiero. Puede usted llevárselos.

—Ya no tienen ningún valor comercial —le dije, francamente enfadado al constatar semejante destrozo.

—Quítemelos de encima. Ya no me sirven para nada —me suplicó.

Se lo prometí. Cuando me iba, le vi hundirse en una silla y lloriquear silenciosamente. Al llegar a casa le conté a mi mujer lo que había ocurrido. Se quedó pensando un momento y me dio la clave de esta extraña historia.

—¡Dios mío! ¡Qué forma tan intelectual de deshacerse de su obsesión de vagina dentata!

Pensar que había descubierto la clave del desequilibrio de este chico me sirvió de consuelo por la pérdida de esas obras insustituibles. Finalmente, conté esta extraña aventura, y las conclusiones que había sacado, a mi amigo Choisseneur.