Vida y Obra

Søren Aabye Kierkegaard nació en Copenhague el 5 de mayo de 1813 el mismo año que el teatral compositor de ópera Richard Wagner. Estos personajes arquetípicos del siglo diecinueve ocupan los polos opuestos entre los genios del siglo. Kierkegaard sería todo lo que Wagner no fue, y viceversa. Virtualmente la única cosa que tenían en común era una vena de locura, algo al parecer indispensable en todo genio del siglo diecinueve. La locura de Kierkegaard no era un rasgo central en su carácter (el hijo de su hermano sí fue internado en un asilo), pero es evidente en ciertas peculiaridades de su comportamiento. Fue un solitario obseso durante toda su vida, de modo que las escasas influencias que recibía adquirían un aspecto exagerado. La influencia más importante que recibió el joven Kierkegaard fue, con mucho, la de su padre, bastante más cercano de la locura (probablemente le habrían mirado como a un orate en una sociedad mediterránea más sofisticada).

El padre de Kierkegaard tuvo tal preponderancia en su formación que casi todo su carácter fue resultado directo de la poderosa influencia de su padre o una reacción violenta en su contra. Apenas hubo algo de normalidad desenfadada en su relación.

El padre de Kierkegaard había nacido como siervo en las remotas tierras pobres de Jutlandia, en el norte de Dinamarca. Su familia pertenecía al párroco de la localidad y laboraba sus tierras. A esto se debe, probablemente, el nombre de Kierkegaard, que significa camposanto en danés. A la edad de diez años, el joven Kirkegaard padre tenía que cuidar de las ovejas bajo todas las inclemencias del tiempo. Según uno de sus hijos, «padeció hambre y frío; otras veces había de soportar los rayos ardientes del sol, a solas con sus animales, desamparado». Era muy religioso y no podía comprender por qué Dios permitía que sufriera tanto. Un día, presa de la desesperación, de pie en una árida colina, maldijo solemnemente a Dios.

Casi desde ese preciso instante, las cosas comenzaron a ir mejor. Un tío de Copenhague le llamó y le dio empleo en su negocio de prendas de lana, donde demostró ser un excelente vendedor, viajando a pie en toda estación por carreteras y caminos para vender medias y jerseys a campesinos y gentes de las ciudades. Reunió el dinero suficiente para casarse y fundar un hogar. Heredó un negocio considerable al morir su tío y continuó desarrollándolo hasta convertirse en uno de los comerciantes más ricos de Copenhague, recibiendo a veces incluso a la realeza a su mesa. Las cinco casas que poseía sobrevivieron al bombardeo naval británico de 1803, mientras que extensas zonas de la ciudad quedaron arrasadas. Diez años después, el padre de Kierkegaard fue uno de los pocos que salió indemne de la quiebra de la economía danesa al haber invertido su fortuna en papel del Estado.

Pero el hombre que había blasfemando sentía lo más profundo de sí mismo que estaba condenado. Murió su primera esposa y se volvió a casar con su criada. Sólo sobrevivieron dos de sus siete hijos y, al poco, la segunda esposa también murió.

Søren Kierkegaard era el menor y había nacido cuando su padre tenía ya cincuenta y seis años; los días de su infancia venían marcados con regularidad por muertes en la familia. Ya predestinado y obsesionado por la religión cuando nació Søren, el padre de Kierkegaard se convirtió en un tirano cada vez más depresivo. Dejó los negocios y se retiró a una vida recluida en las tinieblas de la mansión familiar. Se percató pronto de qué Søren era el más inteligente de sus hijos e hizo de él su favorito, una posición envidiable en cualquier otra familia, pero no en la de Kierkegaard.

Cuándo Kierkegaard cumplió los siete años, su padre empezó a enseñarle lógica a su peculiar manera. Las frases del joven Kirkegaard eran sometidas a perverso escrutinio lógico y cada aserto había de ser debidamente justificado.

Pero podía ir de viaje por el extranjero para descansar, si bien estos viajes tenían lugar dentro de los confines del estudio de su padre. El joven Kierkegaard debía escuchar atentamente las esmeraldas descripciones de maravillas arquitectónicas y culturales de lugares lejanos como Dresde, París y Florencia; después el joven Kierkegaard debía hacer el «gran tour» alrededor del cuarto mientras describía hasta el menor detalle lo que veía, como, por ejemplo las colinas soleadas de Fiesole sobre los domos y torres de Florencia.

Como resultado de este abuso a la infancia, el joven e inteligente Kierkegaard desarrolló una mente lógica de primera magnitud y una imaginación soberbia, si bien algo árida. Al igual que muchos de los escritores de guías de viaje modernos, el padre de Kierkegaard jamás había visitado los románticos y lejanos lugares que describía; todos sus viajes los había hecho entre las tapas de los libros, lo que no impedía que sus descripciones contuvieran detalles auténticos. En su filosofía posterior Kierkegaard mostraría una extraña habilidad para imaginarse así mismo en situaciones (especialmente bíblicas y psicológicas) que había experimentado sólo metafóricamente. Esta destreza la debía a los viajes de salón en compañía de su padre.

A un nivel más hondo, el padre de Kierkegaard parece haber deseado abrumar la mente de su hijo imponiéndole su propia visión sesgada del mundo. Los padres dominantes han disfrutado siempre infligiendo a sus hijos las metas que han logrado (o, más frecuentemente, las que no), pero el padre de Kierkegaard era diferente. Se sentía dirigido, pero ya no tenía metas, se veía condenado y se revolcada en su desesperación y quería, conscientemente o no, imponer esta desesperación forzada a su hijo. En su diario cuenta, con evidente intención, la historia de un hombre que contempla a su hijo y le dice: «Pobre niño, vives en un silencioso desespero», lo que podría corresponder a un episodio autobiográfico o, quizás, a un relato de su tiempo.

No es de extrañar que Kierkegaard fuera un alumno extraño en la escuela. Vestía ropas formales y anticuadas y se comportaba de una manera formal y anticuada. Sus maestros se referían a él como el «pequeño anciano». No destacó en la escuela, aunque ciertamente le correspondía una clase intelectual distinta de la de sus condiscípulos. Su padre le había instruido en no llamar la atención sobre su inteligencia: debía quedar en el tercer puesto de su clase, y el joven Søren obedeció (le ha debido ser difícil como a todo genio en ciernes no ser el primero).

Según Kierkegaard iba creciendo, se veía cada vez más que su apariencia rara se debía a algo más que sus ropas anticuadas. Su cuerpo era anguloso y rígido y debió de tener algún tipo de deformación de la columna que le produjo una ligera chepa. Siempre fuera de las bandas de chicos el desplazado Kierkegaard hubo de atraer inevitablemente las bromas de sus bulliciosos compañeros y tuvo que defenderse con su ingenio sarcástico. Utilizaba el sarcasmo de forma agresiva, provocaba a los otros chicos con sus comentarios y daba así ocasión a sus ataques. Este rasgo de conducta se había de repetir a lo largo de toda su vida.

Como a muchos introvertidos serios, a Kierkegaard le gustaba ser el centro de atención. Estaba acostumbrado a serlo de su padre, y la ferviente intensidad de su vida interior indica que también lo era de su propia atención. Al provocar a los demás, si bien sufría por ello, reforzada la ilusión de que el mundo giraba alrededor de él. Este complejo de mártir había de ser un elemento importante de su modo de ser.

Al terminar el bachillerato, Kierkegaard se inscribió en la Universidad de Copenhague para estudiar teología. Parece que, sorprendentemente, fue un estudiante normal. Pronto se dio a conocer en los círculos de estudiantes de la provinciana Copenhague por su extensa erudición y su ingenio incisivo. Relegó la teología a segundo plano en favor de la filosofía. Se interesó por Hegel, cuya filosofía se había extendido por Alemania como una plaga y tomaba proporciones de epidemia en naciones menos filosóficas. La seriedad, severidad y espiritualidad de la visión del mundo de Hegel tocaron una fibra sensible en Kierkegaard. Según el sistema omnicomprensivo de Hegel, el mundo deviene de acuerdo con un proceso dialéctico triádico. Una tesis inicial genera su antítesis y ambas son subsumidas y superadas en la síntesis que, a su vez, es una tesis, y así sucesivamente. Un ejemplo clásico es:

Tesis: Ser (o existencia). Antítesis: Nada (o no existencia). Síntesis: Devenir.

Todo se mueve hacia un nivel cada vez mayor de autoconciencia por medio de la dialéctica, para llegar, al final, al Espíritu Absoluto, donde se encuentra todo subsumido y que se contempla a sí mismo. El Espíritu Absoluto lo abarca todo, incluso la religión, que es como un estado estadio previo a la filosofía última (esto es, la de Hegel). Kierkegaard se sintió atraído por esta filosofía, y no en último lugar debido a sus aspectos edípicos, religiosos y narcisistas.

Si bien Kierkegaard se sintió transido de admiración hacia Hegel, su relación con él fue dialéctica desde el principio. Le odiaba tanto como le amaba y su propia filosofía antihegeliana llevaría dentro de sí muchos de los conceptos hegelianos, transformados por la versión de la dialéctica propia de Kierkegaard. Más importante es que Kierkegaard tuvo desde el comienzo sus dudas acerca del Espíritu Absoluto y de su autoconocimiento. Pensaba que lo subjetivo tenía que ser más trascendental para el individuo que el Espíritu Absoluto. Nuestra principal preocupación es el reino de lo subjetivo. Algunos comentaristas ingeniosos han querido ver en esto ecos subconscientes de la relación de Kierkegaard con su padre y, en efecto, el joven elemento subjetivo se encontró pronto en oposición al Espíritu Absoluto paterno.

La relación con su padre sufrió un cambio dramático por ese tiempo. Parece ser que el padre de Kierkegaard le hizo algunas confesiones a su intenso e impresionable hijo, como vía de transmisión de la maldición familiar. Le explicó cómo había maldecido a Dios mucho tiempo antes en la colina de Jutlandia. Se dice que Kierkegaard retrocedió horrorizado ante esta revelación y que poco después se deslizó hacia el alcohol y una vida disoluta en la universidad.

Otros perspicaces comentaristas han sugerido que en esto hay más de lo que parece a primera vista. Posiblemente, Kierkegaard estaba ya buscando una excusa para librarse de la abrumadora influencia de su padre. Parece ser también cierto que la confesión del piadoso anciano incluía algo más qué cuestiones teológicas y que le confió que había fornicando, esto es, dormido con la criada (su segunda esposa, la madre de Kierkegaard) cuando su primera esposa estaba todavía en su lecho de muerte. Esto podría ayudar a explicar el dramático vuelco (quizá dramatizado por él mismo) en la conducta de Kierkegaard, que no era en realidad tan disoluta como pretende hacernos creer. Se ha sugerido también que la confesión del padre contenía algo más serio que su blasfemia de infancia o su sentimiento de culpa por sus pecados. Según el crítico Ronald Grimsley, algunas referencias encubiertas del diario de Kierkegaard sugieren que el padre había visitado un burdel y contraído la sífilis, que pudo quizá haber transmitido a su hijo. El comportamiento posterior de Kierkegaard ciertamente sugiere esta terrible posibilidad.

Como parte de su campaña de libertinaje (con pecados tan horrendos como emborracharse escandalosamente en los cafés y pasear por la calle principal fumando un puro) Kierkegaard visitó un burdel. Tal y como sucede con mayor frecuencia de lo que se suele admitir, su iniciación fue un fracaso. Aquella noche, Kierkegaard escriboteó incoherentemente en su diario: «Dios mío, Dios mío… (¿por qué me has abandonado?) Esas risotadas bestiales…» In extremis, Kierkegaard se identificó con las palabras de Cristo en la cruz. Aunque había intentado huir de su religión, seguía siendo su referencia espiritual.

Éste habría de ser el único encuentro sexual de Kierkegaard en toda su vida. Anotaciones posteriores de su diario indican que fue más que una humillación usual. Escribe que «me han sido negadas las cualidades físicas necesarias para hacer de mí un ser humano completo». En otros lugares se refiere a su «espina en la carne», y menciona «la desproporción entre su alma y su cuerpo». Solamente podemos adivinar los detalles precisos de esta aflicción tan personal, que parece haber involucrado impotencia sexual.

Se ha pensado que estas circunstancias han acompañado siempre a Kierkegaard y hecho de toda su vida y obra un «caso especial». Nada más lejos de la verdad. Mucho más plausible es que su sufrimiento personal actuara como un acicate constante, aumentando su padecimiento hasta que se hizo más intensamente humano. Paradójicamente, sirvió tanto para separarle de la vida como para sumergirle en ella con mayor intensidad. Su continuo sufrimiento le hizo más consciente de las futilidades y las profundas implicaciones de la condición humana.

Kierkegaard sufrió una crisis de desesperación en la primavera de 1836; se encontraba abrumado por la visión de su mundo interior, que le parecía corrompido por el cinismo. El fumador de puros que divertía a sus amigos escondía un abismo interior. Pensó seriamente en la idea del suicidio.

El 18 de mayo de 1838, Kierkegaard tuvo una experiencia espiritual a la que se refiere en su diario como «el gran terremoto»: «Por fin… encuentro alivio al pensar que a mi padre le había sido confiado el penoso deber de reconfortarnos con el consuelo de la religión, de cuidar de que a nosotros se nos abriera un mundo nuevo, aunque lo perdiéramos todo en este». Quedaba abierto el camino para su regreso a Dios y la reconciliación con su padre. Justo a tiempo, pues su padre moriría tres meses después. Kierkegaard interpretó que su padre había muerto para que «yo pudiera hacer algo de mí mismo, si era posible». La poderosa imaginación de Kierkegaard hacía que a menudo mitologizara los acontecimientos que le afectaban profundamente; pero de esta manera daba significado a su vida.

La muerte de su padre, proporcionó a Kierkegaard una fortuna de más de veinte mil coronas. (Kierkegaard calculó que le durarían de diez a veinte años). De la noche a la mañana pasó a ser uno de los jóvenes de Copenhague más ricos y más apetecibles para marido.

Kierkegaard se había resistido durante más de seis años a presentarse a los exámenes de la universidad, principalmente porque su padre deseaba que se graduara en teología y se hiciera pastor, algo que apenas le apetecía. Pero ahora todo había cambiado. Con un argumento típicamente perverso (de la suerte de los que habían de ser característicos suyos) se persuadió a sí mismo de que debía a su padre aprobar los exámenes, puesto que ahora estaba libre de su presión y era financieramente independiente y no tenía que trabajar.

Estudió intensamente durante dos años, viviendo una vida cristiana ejemplar. Conoció en ese tiempo a una joven adolescente de buena familia llamada Regina Olsen, con la que se encariñó profundamente, a pesar de que era diez años más joven que él. La cortejó a la manera formal de la época, regalándole libros, leyéndoselos y paseando con ella del brazo por la Esplanada los domingos por la tarde. Regina estaba entusiasmada con su rico pretendiente cuya brillantez y gracias sociales aparecían atemperadas por una pizca de melancolía seductora. Kierkegaard le correspondía con un sentimiento igual de profundo, pero que se quedaba en lo enteramente espiritual. Regina, en su inocencia, apenas lo notaba, pues así era el comportamiento normal en la decente sociedad danesa. El lado físico de toda relación venía después y ¡ay del pretendiente que no respetara las reglas! Regina se apercibió pronto, a pesar de su ingenuidad, de que se había enamorado de un hombre nada corriente. Kierkegaard era muy cuidadoso con los libros que le regalaba e insistía en discutir con ella sus contenidos, instruyéndola sobre la manera correcta de interpretarlos. Parecería como si Kierkegaard se propusiera dominar a la Regina de diecisiete años tal como su padre había hecho con él; pero Kierkegaard no estaba hecho de la severa pasta de su padre. Algo le advertía de lo equivocado de esta actitud y de toda la situación. Sin embargo, la amaba. A veces se interrumpía en la lectura y ella notaba que estaba llorando en silencio; lo mismo ocurría cuando ella tocaba el piano para él. Tal como escribió: «Kierkegaard sufría terriblemente de melancolía», observación que tenía tanto de trágicamente profética como de conmovedora. Formalizaron su compromiso después de aprobar Kierkegaard sus exámenes y cuando ya comenzaba su preparación para pastor. Una vida normal aparecía como horizonte, pero Kierkegaard era incapaz de vivir una vida normal y lo sabía. Le era imposible espiritualmente, psicológicamente, emocionalmente, físicamente, en casi todos los aspectos. Pero lo imposible había sucedido: se había enamorado y Regina se había convertido en mucho más que la protegida espiritual que imaginó. Al mismo tiempo Kierkegaard se sentía llamado a una vida fuera de lo normal, a una vida «más alta», si bien no entendía totalmente todavía qué clase de vida sería esa. Sólo estaba seguro de que quería dedicarse a escribir, a la filosofía, a Dios y, para ello, sentía instintivamente que era necesario sacrificar todo lo demás.

Kierkegaard supo que había cometido una equivocación a los pocos días de su compromiso con Regina y trató de romperlo lo más gentilmente posible, pero Regina no comprendía. Le devolvió su anillo y ella seguía sin entender. (Sabía que él la amaba). Siguió una farsa trágica que había de preocupar a Kierkegaard hasta el fin de su vida. Durante años analizó, fantaseó y diseccionó sus reacciones con una honradez desgarradora. Cuanto más se torturaba, más profundos se hacían sus pensamientos. Lo que empezó como la agonía que causa una elección sería con el tiempo la Agonía de la Elección, el dilema que debe encarar toda la humanidad. «¿Qué debo hacer?» se universalizó en «¿Cómo hemos de vivir?».

Kierkegaard contaba ya con los dos temas que generarían su filosofía: su padre y Regina. En el crisol de la neurosis, la obsesión y el sufrimiento, el metal vulgar de sus incapacidades se había de transformar en la esencia de la condición humana.

Después de haber roto definitivamente con Regina. Kierkegaard huyó a Berlín. Allí permaneció durante un año asistiendo a las clases de filosofía del filósofo romántico-idealista Schelling, que estaba decido a liberar al pensamiento del hechizo de Hegel. Estas clases atraían a una audiencia amplia que incluía a Bakunin (el anarquista ruso), Burckhardt (el primer historiador en interpretar la aportación cultural del Renacimiento) y Engels (una de las mitades —la otra era Marx— del famoso dúo político). Al igual que Kierkegaard, estos genios en ciernes trataban de librarse de la influencia de Hegel, que lo impregnaba todo. (Todos ellos terminarían por rechazarle, aunque conservaron una influencia duradera suya.)

Kierkegaard se sintió decepcionado. Schelling andaba equivocado: no había entendido que el sistema filosófico de Hegel (y, en verdad, todos los sistemas filosóficos) eran cosa del pasado. Todo sistema edificado sobre principios nacionales (y todos deben serlo) describen sólo los aspectos racionales del mundo. Kierkegaard había ya comprendido —y experimentado hasta el extremo— el hecho de que la subjetividad no es racional.

Cuando Kierkegaard regresó a Copenhague, a finales de 1842, llevaba consigo un voluminoso manuscrito titulado O lo uno o lo otro: Un fragmento de la vida. La referencia autobiográfica del título es evidente, aunque fue publicado bajo seudónimo (o, con mayor precisión, una serie de seudónimos).

La historia de estos seudónimos es tan compleja e inverosímil como una novela policiaca. Se dice que el manuscrito ha sido encontrado en un cajón secreto por su editor Víctor Eremita (nombre con su raíz en la palabra del griego antiguo que significa solitario o proscrito). Eremita estudió la caligrafía del manuscrito y pensó que era obra de dos autores, un magistrado de nombre Wilhelm (al que llama B), y un joven amigo suyo sin nombre (llamado A). Las hojas escritas por el juez Wilhelm (B) contienen dos tratados en forma de largas cartas, seguidos de un sermón escrito, según dice el juez Wilhelm, por un oscuro párroco de Jutlandia. El famoso «Diario de un seductor» se encuentra entre las hojas siguientes. En el prefacio, A dice que robó esto de un amigo, Johannes. Esta pretensión es refutada por Víctor Eremita, que sugiere que Johannes el Seductor es probablemente creación de A y que la pretensión de A de ser simplemente el editor es sólo «un viejo truco de novelista». Víctor Eremita complica aún más el asunto al sugerir, en su prefacio a la obra entera, que su propia figura e editor puede ser un disfraz o similar.

De nuevo se encontraba Kierkegaard en el típico lío que el mismo elaboraba en la agonía de sus indecisiones. Dicho con sencillez, deseaba esconderse detrás de un seudónimo, pero al mismo tiempo quería que fuera obvio que era un seudónimo (o una serie de seudónimos). No quería exponerse como autor de un material tan autobiográfico como el «Diario de un seductor» (todo en él se refería a su relación con Regina), aunque en su diario queda claro que deseaba trasmitir disimuladamente esta información a Regina, para que supiera la honda agonía por la que había pasado. (Muchos lectores no filosóficos atraídos a esta obra por su título sensacional se sentirán frustrados al leerla. Ni que decir tiene que no se describe en ella ni la menor transgresión sexual.)

Todas estas bobadas aburridas y embarazosas tenían un propósito serio. Kierkegaard quería exponer sus ideas desde distintos puntos de vista, como parte del método dialéctico que impregnaba todo su pensamiento. Ningún punto de vista particular debía ser aceptado como correcto o autorizado (ni siquiera como propio del autor). El lector había de hacerse su propia composición de lugar con las ideas expresadas, a menudo en conflicto entre sí.

Platón formuló sus ideas como diálogos para así evitar la apariencia de didactismo. Kierkegaard era un solitario y habría sido más apropiada en su caso la «caja china» con los argumentos desgranándose en una sola mente. El fundamento de su filosofía es lo subjetivo.

¿Qué dice, exactamente, en O lo uno o lo otro? Fundamentalmente, Kierkegaard sugiere que hay dos modos de vivir, el estético y el ético; y cada individuo tiene la oportunidad de elegir entre los dos. Aquí están las semillas del existencialismo. Al hacer su elección, el individuo debe aceptar toda la responsabilidad de su acción, que caracterizará su existencia de la manera más fundamental.

Los individuos que eligen el camino estético viven para sí mismos y para su placer, lo cual no significa necesariamente que tengan una actitud vulgar ante la vida. Al buscar nuestro propio placer, casi invariablemente buscamos también el placer de otros, si pensamos a largo plazo. En realidad, se puede argumentar que el científico que dedica su vida de manera altruista a curar una penosa enfermedad, sacrificando en el proceso placeres personales, domésticos y sociales, está haciendo una vida estética si lo hace porque sencillamente disfruta con la investigación científica En el contexto de la psicología moderna y la sociedad liberal, es difícil pensar en una vida que no sea estética. Cada uno a su manera, extraña o maravillosa, todos buscamos de placer.

La falta de empatía de Kierkegaard con este punto de vista era la característica de su tiempo y lugar (la Escandinavia piadosa y prefreudiana), pero su análisis es sutil y profundo. Sabía lo que decía, pues había vivido así durante sus días de estudiante y todavía le atormentaba la culpa por lo que todavía quedaba en él de esa actitud.

A un nivel básico, el individuo que vive la vida estética no tiene control de su existencia. Vive para el instante, impulsado por el placer, y su vida puede ser contradictoria, por falta de estabilidad y certeza. A un nivel más calculador, la vida estética permanece en lo «experimental». Perseguimos un cierto placer sólo mientras nos atrae.

La insuficiencia del punto de vista estético es esencial, porque descansa en el mundo exterior. Lo «espera todo de fuera», y es, por tanto, pasivo y falto de libertad. Se apoya en cosas que, en última instancia, están fuera de su control o de su voluntad, tales como el poder, la posesión o incluso la amistad. Es contingente, depende de lo «accidental». No hay nada necesario en él.

Si comprendemos esto, veremos la insuficiencia de la existencia estética. El individuo que vive la vida estética se percata, al reflexionar sobre su existencia, que carece de toda certeza o significado, y este descubrimiento conduce frecuentemente a la desesperación. Puede reprimir, o no hacer caso de esta desesperación, o puede incluso olvidarse de ella y vivir una respetable vida burguesa. En otros casos puede llegar a creer que esta desesperación es el significado de su vida y se contentará perversamente con que al menos esto es cierto y es algo de lo que no puede ser despojado. Como el héroe trágico, puede incluso llegar a tomar solaz en que está «destinado por naturaleza» a su estado, enorgullecerse así de su heroica desesperación y alcanzar un nivel de comprensión apacible. Pero Kierkegaard encuentra enseguida el defecto de este «fatalismo seductor» y es que, al aceptarlo, renunciamos a algo vital, algo central en la noción misma de nuestra existencia Renunciamos hasta a la posibilidad de la libertad. Al aceptar que estamos «destinados» renunciamos a la responsabilidad por nuestro destino individual. No damos cuenta y razón de nuestra vida; somos meros peones en manos del destino. Cómo somos y cómo vivimos no es mérito ni defecto nuestro.

Kierkegaard es experto en detectar los subterfugios del autoengaño. Los había intentado todos al rechazar las creencias de sus años de estudiante.

El camino de salida de la condición estética pasa por desnudarse de todas las capas de autoengaño. Aunque sea difícil estar de acuerdo con él en su conclusión última (el cristianismo de una guisa espiritual imposible) los pasos intermedios son necesarios, pues, lo que es de la mayor importancia, nos conducen desde un abismo de desesperación a una vida de total responsabilidad por lo que hacemos con ella.

La desesperación que Kierkegaard describe es una condición honda que prevalece cada vez más en nuestro tiempo. El cuadro de esta desesperación —la forma que toma, las falacias psicológicas tras la que se esconde— eran premoniciones. Su solución es radical. La única respuesta posible consiste en tomar posesión de la existencia y aceptar la responsabilidad. Más que el mensaje cristiano, éste había de ser el aporte de Kierkegaard que tendría mayor influencia; se haría cada vez más importante en el siglo posterior a su muerte, en la medida en que el individuo iba perdiendo su fe en Dios, veía el núcleo de su existencia amenazado por la psicología determinista, se hundía en la «cultura de masas», era negado por los totalitarismos o se encontraba perdido en medio de las complejidades de la ciencia. Parecía que la única alternativa a la desesperación era la creación de uno mismo por una elección consciente En palabras de Kierkegaard, la única salida del abismo era «querer profunda y sinceramente».

(He venido usando el pronombre masculino «él» al esbozar los argumentos de Kierkegaard, lo cual no indica una limitación (esto es, no son aplicables a sólo la mitad de la raza humana) sino que obedece a una limitación del idioma. No he elegido «él» en lugar de «ella» por ningún sesgo sexista, sino porque ello refleja la naturaleza profundamente autobiográfica de la filosofía de Kierkegaard; casi siempre ha vivido los estados mentales, argumentos, ansiedades y desesperaciones que describe.)

Veamos ahora la alternativa a la vida estética, o sea, la vida ética. Aquí, la subjetividad es lo «absoluto» y la tarea primordial es «elegirse uno mismo». El individuo que vive la vida ética se crea a sí mismo por su elección, de modo que la autocreación es el objeto de la existencia. Mientras que el individuo estético se acepta a sí mismo como es, el individuo ético trata de conocerse a sí mismo y modificarse por su propia elección. Le servirá de guía su autoconocimiento y su disposición a no aceptar simplemente lo que descubre sino tratar de mejorarlo.

Ahora es posible ver la diferencia categorial entre lo estético y lo ético: lo primero se ocupa del mundo exterior, lo segundo del interior. El individuo ético trata de conocerse a sí mismo y de hacerse mejor, su fin es llegar a ser un «yo ideal». No está claro por qué habría de hacer esto precisamente, a menos que admitamos que al conocerse a sí mismo se hará necesariamente más sabio y optará por una vida «superior» que involucre un conjunto de normas éticas.

Lo que sí está claro es que el individuo ético no es ya contingente, inconsistente o accidental, sino que «expresa lo universal en su vida» y entra así en el reino de las categorías fundamentales del bien y el mal, el deber, etcétera. Las razones de Kierkegaard por las cuales el individuo ético pasa del «absoluto» de la subjetividad a un «modo de vida universal» son apenas convincentes. Presupone que reconocemos automáticamente lo ético como algo superior y que por ello nos atrae. Como dije antes, la psicología del siglo veinte duda de lo primero y lo segundo conlleva la falacia moralista más vieja de todas, esto es, que cuando conocemos el bien sentimos que debemos hacerlo.

La distinción que hace Kierkegaard de lo estético y lo ético está bastante clara. Uno es «exterior», contingente, inconsistente y lleva a la disipación; el otro es «interior», necesario, consistente y autocreador. Resulta convincente, salvo por un defecto: no podemos vivir una vida exclusivamente ética; siempre habrá un elemento «exterior» y accidental en nuestra vida. Aún cuando hayamos elegido lo ético, permanecerá necesariamente una parte de lo estético.

Esta situación insatisfactoria de lo ético produce, por un proceso dialéctico, un tercer punto de vista que es la síntesis de los dos opuestos anteriores: lo estético y lo ético. A éste lo llama Kierkegaard lo religioso y se ocupa de ello en su siguiente obra, Temor y temblor, escrita bajo el seudónimo de Johannes de Silentio.

Kierkegaard examina en esta obra la noción de fe y la caracteriza como el acto subjetivo último. Es irracional, un «salto» fuera de toda posible justificación. No tiene nada que ver con la ética o la buena conducta. La vida ética, con sus ideas de autocreación y elección responsable, es incapaz de producir el salto de la fe. Esta «irracionalidad más elevada» está más allá de lo ético, al requerir este una conducta racional. La fe relaciona al individuo con algo más alto, que es en sí mismo la esencia de todo lo ético. Según Kierkegaard, la vida ética se ocupa de la religión sólo en el sentido social, pero para acceder al estado religioso es preciso una «suspensión teleológica de lo ético». En otras palabras, es necesario poner en suspenso las normas éticas para poder trascenderlas y cumplir un propósito más profundo.

Kierkegaard nos dice que se puede ver lo religioso como una síntesis dialéctica de lo estético y lo ético. Incluye tanto la vida exterior como la interior, certeza e incertidumbre (puesto que el salto de la fe se encuentra más allá de toda certeza).

Kierkegaard ilustra el estado religioso por medio de la historia bíblica de Abraham e Isaac. Dios ordena a Abraham que sacrifique a su hijo Isaac para probar su fe. Un acto así sólo puede ser visto como éticamente erróneo, pero la fe verdadera (la propia del estado religioso) envuelve un propósito divino que reemplaza todo requisito meramente ético.

Abraham se dispone a seguir el mandato de Dios dejando de lado todo escrúpulo y vive así en el nivel religioso, más elevado que el ético, porque deposita su fe en la divinidad de la que se origina lo ético.

Muchos verán en esta actitud una locura peligrosa. Los fanáticos religiosos se han comportado de esta manera a lo largo de la historia. Führers y tiranos han obedecido dictados psicológicos similares. La psicología es la clave de este problema y la única defensa de Kierkegaard es que él se ocupa de un diálogo del alma y no de un acto público. Si se mira a Abraham e Isaac como partes distintas de una misma persona, todo aparece no solo más claro sino plausible. El sacrificio es necesario, si queremos conseguir algo. Este sacrificio suele ser irracional y puede entrar en conflicto con nuestras nociones previas de lo que es correcto y lo que no lo es. A menudo descubrimos subjetivamente nuestro propósito en la vida por medio de un salto irracional de fe que no tiene nada que ver con lo ético. Kierkegaard relaciona esto con lo religioso pero es también la manera como todo el mundo da propósito a su vida, «creyendo en sí mismo» para lo que sea, desde ser artista hasta futuro primer ministro o consumado comediante. Como dice Kierkegaard, «una vida de poeta comienza en conflicto con toda la existencia».

Kierkegaard se detiene en la historia de Abraham e Isaac y es fácil ver por qué. Se oyen de nuevo los ecos de su ruptura con Regina; si bien pudiera parecer «incorrecta» en el sentido ético, a los ojos de Kierkegaard era necesaria, si había de seguir una vida religiosa. También están presentes oscuros ecos de la relación con su padre. Dios detuvo la mano de Abraham en el último momento e Isaac no fue sacrificado. El padre dominante había llevado a Kierkegaard hasta el borde de la extinción espiritual, pero murió a tiempo de que su hijo pudiera «llegar a ser algo».

Hacia sus treinta años, Kierkegaard dedicada a su vida casi por entero a escribir. Ya no veía a sus amigos de estudiante y vivía una existencia solitaria. Salía sólo para dar largos paseos por las calles de Copenhague, llamando la atención por su aspecto cada vez más estrafalario. Delgado, cargado de espaldas y con un sombrero de copa, llevaba pantalones estrechos, invariablemente con una pierna más corta que la otra. Siempre había parecido mayor para su edad y ahora ya semejaba un hombre de mediana edad. A veces se detenía para hablar con los niños; les hacía pequeños regalos y ellos se divertían cautelosamente con el humor travieso de este extraño personaje viejo-joven.

Los fines de semana Kierkegaard alquilaba un coche e iba a los jardines de la ciudad o al campo. Cuidaba de su rango de hijo de uno de los comerciantes ricos de la ciudad. Pero la familia Olsen estaba furiosa por su comportamiento con su hija Regina y, como resultado, la buena sociedad le hacía el vacío.

Los domingos iba a la iglesia. Frecuentemente veía a Regina entre los otros miembros de la congregación. Y ella lo veía. No se hablaban, pero estaban muy conscientes el uno del otro. A pesar de que la había herido profundamente (y él se había herido a sí mismo más) quedaba una unión escondida entre ellos. Con toda su honestidad e introspección, Kierkegaard seguía siendo curiosamente proclive al engaño. No podía evitar el esperar que, algún día, de alguna forma, él y Regina volverían a estar unidos, es de suponer que por un lazo espiritual. Sabía que era imposible, pero no podía evitar anhelar lo imposible. Le preocupaba constantemente el análisis de su relación y esto contribuiría a su autoconocimiento, cada vez más profundo. Demasiado bien sabía de los subterfugios interminables que la mente se inflige a sí misma. Lo que había comenzado como un fracaso muy personal por su insuficiencia le había conducido a ver las insuficiencias universales de la naturaleza humana. La subjetividad era imposible, y sin embargo tenía que ser vivida.

Mientras tanto, continuaba escribiendo obsesivamente. Durante los dos años siguientes (1844-1846) publicó media docena de libros bajo varios seudónimos entre ellos, Johannes Climacus (Juan el trepador) Vigilio Haufniensis (Vigilante del estercolero) Hilarious Bookbinder (por desgracia poca risas en esto), y Frater Taciturnus (extraño nombre para un autor con logorrea). Tal y como esperaba, los literati de Copenhague conocían ya la verdadera identidad de este silenciosamente chistoso trepador de estercolero.

Las ideas de Kierkegaard se desarrollaban a un ritmo similar al de su producción literaria. Su análisis de la idea de existencia habría de ser crucial en la evolución posterior del existencialismo. Para Kierkegaard la existencia es un «sordo». (En matemáticas un número sordo es aquel que no se puede expresar como un número racional, como pi). Esto es, la existencia es lo que queda después de que se quita todo lo que se puede analizar. Simplemente, está «ahí». (Kierkegaard la comparaba a una rana que descubres en el fondo de tu jarra después de que te has bebido la cerveza.)

Pero cuando examinamos nuestra existencia vemos que es algo más que un simple estar «ahí». Tiene que ser vivida. Tiene que ser convertida en acción por medio del «pensamiento subjetivo». Éste es el elemento esencial de la subjetividad y conduce a la verdad subjetiva. Vemos ahora qué quiere decir Kierkegaard cuando afirma que la «subjetividad es verdad».

Hay dos especies de verdad para Kierkegaard. La verdad objetiva, como las de la historia o la ciencia, que se refieren al mundo exterior y pueden ser verificadas por referencia a criterios externos. Con otras palabras, la verdad objetiva depende de lo que se dice. La verdad subjetiva, por el contrario, depende de cómo se dice algo.

A diferencia con la verdad objetiva, la verdad subjetiva no tiene criterios objetivos. Kierkegaard da el ejemplo de dos hombres en una plegar plegaria. Uno reza al «concepto verdadero de Dios» (el cristiano para Kierkegaard) pero lo hace con un «espíritu falso». El segundo es un pagano y reza a su ídolo primitivo, pero con una «pasión entera por el infinito». Para Kierkegaard el segundo hombre es el que tiene la mayor verdad subjetiva, porque reza «en verdad». La noción de verdad subjetiva en Kierkegaard es similar a la de sinceridad, sólo que más intensa. Involucra un compromiso interior apasionado.

Las verdades subjetivas son las más importantes para Kierkegaard, porque son fundamentales a nuestra existencia. Como hemos visto, no se refieren a ningún criterio objetivo sino a lo «sordo» que queda cuando se han analizado todo los criterios objetivos. La verdad subjetiva concierne al fundamento mismo de los valores, no tanto en lo que tengan de «correctos» sino por la naturaleza de nuestro compromiso con ellos.

Según esto, ninguna moral puede tener origen en un hecho objetivo. Es curioso que Kierkegaard coincida con el ateo y escéptico filósofo escocés del siglo XVIII David Hume. Según Hume, sólo podemos conocer lo que proviene de la experiencia de los llamados hechos; de estos hechos no podemos derivar una moral. Sólo porque la sobriedad conduce hacia una conducta consistente no podemos decir que debiéramos ser sobrios. Ambos, Kierkegaard y Hume, están de acuerdo en que no podemos deducir un «deber ser» de un «es». (Este procedimiento que intenta hacer de la ética parte de la filosofía se conoce hoy en día por la Falacia Naturalista).

La creencia de Kierkegaard en la superioridad de la verdad subjetiva (sobre la objetiva) hizo que pusiera en duda la visión de Hume respecto de la primacía del hecho. Kierkegaard tiene razón en pensar que los hechos mismos pueden ser determinados por nuestra actitud. En gran medida, los valores determinan los hechos. Enfrentados a la misma realidad, el cristiano y el hedonista ven hechos distintos. (Por ejemplo, si ambos visitar un burdel o un retiro espiritual.) Todo individuo es, hasta cierto punto, el creador de su propio mundo y crea su mundo en función de los valores que profesa.

No es difícil ver en este modo de pensar la simiente del relativismo del tiempo presente, con su rechazo a la idea de verdad objetiva. Kierkegaard anticipa también la fenomenología del siglo veinte, que ve todo hecho de conciencia como «intencional», es decir, la conciencia tiene siempre un objeto. Vemos el mundo como lo vemos porque así es cómo intentamos verlo. La aparente banalidad de la observación de Wittgenstein: «El mundo del hombre feliz es distinto del mundo del hombre desgraciado», adquiere profundidad cuando se ve que se está refiriendo al ejercicio de la voluntad. Kierkegaard observó que el individuo ve el mundo que quiere ver y que esto depende de los valores que ha escogido previamente, los valores con los que vive, los que hacen de él lo que es. Los valores que hacen del individuo lo que es, hacen también del mundo lo que es.

El punto de vista fenomenológico, válido para el científico, presenta inconvenientes serios para el historiador, el principal de los cuales es el peligro del solipsismo (que sólo yo existo, que el mundo está ahí para mí). Kierkegaard sostiene que yo soy responsable de mi mundo, del mundo en el que habito. El existencialista Jean Paul Sartre llevó este punto hasta sus límites lógicos en el siglo veinte; cuando estaba sirviendo de soldado en el ejército francés en 1940, pensó qué tenía que admitir que la Guerra Mundial era responsabilidad suya. Tan sublime egoísmo (sólo pensable en un verdadero intelectual) puede ser un excelente tónico moral, pero no se puede decir que conduzca a una visión útil del mundo.

Pero éste era justamente el tónico moral que Kierkegaard andaba buscando en su intento de hacer la existencia lo más intensa posible. Sólo así podremos verla como es, para qué es, qué puede ser.

La existencia es un riesgo colosal. No podemos saber nunca si el camino que escogemos es el correcto. Todo el que se dé cuenta de esto de verdad, que esté siempre consciente de ello, debe necesariamente sentir angustia, según Kierkegaard, pues las verdades subjetivas no se apoyan en evidencias objetivas y están fundadas en la nada. Literalmente. Así nos encontramos con la nada de la existencia, la total incertidumbre que hay en su corazón. La vida es esencialmente evasiva y se vive tanteando.

La propia conciencia es una contradicción. Es la intersección entre la realidad y la posibilidad, el punto de encuentro de lo que es con lo que no es. (Como dice Kierkegaard, «la vida se comprende hacia atrás, pero se vive hacia delante»). La conciencia está en oposición consigo misma. Es «doblez».

Kierkegaard hizo notar que las palabras doble y duda tienen la misma raíz. (Vienen de «dúo», la duda significa dos posibilidades.) La conciencia es una forma de duda; aquí compite con Descartes, el filósofo que puso todo en duda todo salvo el hecho de que estaba dudando, de que estaba, por tanto, pensando. Pero Kierkegaard mostró que la conciencia (o pensamiento consciente), lejos de ser cierta, es en sí misma una forma de duda. ¿Cómo? Porque en la conciencia dudamos de la propia existencia.

¿Es este un caso más de la serpiente que se muerde la cola? Topamos aquí con terreno resbaladizo; los pocos conceptos que tenemos se hacen aún más escurridizos. Por ejemplo: muy bien, la conciencia está abierta a la duda, pero ¿puede algo que no existe hacer nada en absoluto, y, menos aún, dudar de sí misma? Los defensores de Kierkegaard argumentan que él no dice que la conciencia no exista, sino que simplemente duda de su existencia. Éste es un punto vital. Lo que Kierkegaard dice es que es posible «dudar de la conciencia hasta hacerla pedazos»; vuelve al escepticismo de Hume y ve que es posible cuestionar la continuidad de la conciencia. No tenemos experiencia de la continuidad de un momento al siguiente. Todo lo que experimentamos es el instante, el presente.

La conciencia es totalmente precaria. Cuando nos percatamos de esto, la existencia se hace aún más arriesgada, lo que se acentúa cuando pensamos que podemos morir en cualquier momento (hecho que aprendemos de la experiencia y de la ausencia de continuidad en la conciencia). Simultáneamente hemos de pensar en la completa libertad que tenemos en cada instante. Podemos elegir cualquier cosa y transformar completamente nuestra vida. En cada instante nos enfrentamos a una libertad total. Esta es nuestra verdadera situación. Y, como resultado, cuando pensamos en la realidad de nuestra situación experimentamos la «angustia».

Kierkegaard escribió todo un libro sobre El concepto de la angustia. A menudo se traduce este concepto por «ansiedad» o «temor», pero su mejor expresión la da la palabra alemana angst.

El concepto de la angustia es uno de los libros prefreudianos sobre psicología más profundos. En él Kierkegaard distingue entre dos tipos diferentes de angustia. La primera es la que experimentamos cuando nos amenaza algo externo (como el rugido de un león). El segundo tipo de angustia resulta de la experiencia interna, la confrontación con las ilimitadas posibilidades de la libertad. Cuando nos damos cuenta de esta libertad, entendemos su enormidad y su irracionalidad. (Como dice Kierkegaard, es imposible demostrar la libertad, porque la prueba involucraría la necesidad lógica, que es lo opuesto de la libertad.)

La libertad no tiene nada que ver con la filosofía, es asunto de la psicología y depende de nuestro estado mental o de nuestra actitud. Es nuestro estado mental el que nos hace comprender la libertad y la comprendemos a total cabalidad cuando experimentamos el estado mental denominado angustia. En este sentido, el individuo no existe en absoluto como «ser», sino que existe solo en un constante estado de «devenir». La angustia que esto produce es el terror que yace en el centro de toda normalidad. Darse cuenta de esto nos lleva a la locura y, según Kierkegaard, la única salida es el salto, igualmente irracional, de la fe. El individuo se «salva» de la locura y la desintegración porque su interioridad subjetiva está relacionada con Dios. (Otros prefieren quizás evadirse de esta situación por una «creencia» en la ilusión de la realidad cotidiana, donde la libertad trastornadora se ve astutamente disfrazada por las exigencias de la normalidad.)

¿Es el saber de nuestra libertad esencial suficiente realmente para despertar en nosotros el terrible sentimiento de angustia? ¿O sólo son los genios cómo Kierkegaard y Kafka los capaces de vivir en un constante estado de angustia ante las posibilidades de su existencia? Quizás, pero las mediocridades como nosotros —la mayoría sana— pueden también experimentar la angustia. Al caminar por el borde de un acantilado experimentamos el temor a caer y el vértigo del abismo, pero una parte de este sentimiento se debe al curioso impulso que parece a la vez atraernos hacia el límite y repelernos de él. Según Kierkegaard, esto es debido a que sabemos que podríamos lanzarnos al vacío y que tememos esta libertad que está a nuestro alcance. Aquí también tenemos la experiencia de la angustia: la locura y el terror que subyacen a nuestra normalidad.

Para 1844 Kierkegaard había terminado El concepto de la angustia y un libro breve titulado Fragmentos filosóficos. A esto había añadido un largo epílogo de seiscientas páginas con el título de Postescritos incientíficos a los Fragmentos Filosóficos: Una composición mímico-patético-dialéctica, una contribución existencial (escrito por Johannes Climacus, pero publicado por S. Kierkegaard). En él aparece por primera vez la palabra existencialista en su forma danesa como Existensforhold («condición de existencia, relación existencial»). Kierkegaard ya había escrito más de medio millón de palabras en los cinco años anteriores y no es de extrañar que tuviera dificultades en encontrar que decir.

Así que, de acuerdo con su filosofía, se decidió actuar, a crearse a sí mismo por medio de una elección importante, y su acción fue típicamente perversa. Varias de sus obras con seudónimos habían recibido críticas moderadamente favorables en la revista Corsario. Este era el panfleto satírico y escandaloso de Copenhague, famoso por sus ataques injuriosos a las personalidades locales. Kierkegaard eligió provocar a Corsario publicando una carta maliciosa en la que atacaba a la revista («uno se siente insultado al ser alabado en semejante periódico») y revelaba la identidad de sus editores anónimos (haciendo que uno de ellos perdieron la oportunidad de ser profesor.)

El resultado era predecible. Durante varios meses, en cada número de Corsario hubo artículos que atacaban a Kierkegaard y a sus seudónimos. Se caricaturizaba su aspecto, se ridiculizaba su forma de vestir y se hablaba en tono desdeñoso de sus ideas. Ya antes se había hecho notar Kierkegaard como un personaje extraño, un escritor con talento intelectual que se había «convertido» y recluido tras un asunto amoroso desafortunado. Se le miraba en las calles como una curiosidad, pero no llamaba mucho la atención en lo demás. Todo eso cambió entonces. De resultas del persistente flujo de artículos y dibujos en Cosario, el joven-viejo de andares de cangrejo, de los pantalones de perneras desiguales, siempre con su paraguas, flaco y encorvado, se convirtió en objeto de risa. Golfillos y chiquillos corrían a su lado. Dependientes y gente respetable se reían abiertamente al verle pasar.

Puede imaginarse como esto le hacía sufrir a Kierkegaard, teniendo como tenía un carácter sensible. Pero el caso es que se lo había buscado a sabiendas. («Uno paga a Corsario para que cometa abusos igual que uno paga a un organillero para que toque música».) Entonces, ¿por qué lo hizo? La respuesta está lejos de ser sencilla, como puede esperarse de un personaje tan complicado. No hay duda de que era una manifestación del mismo complejo de mártir que le había llevado a meterse con chicos mayores en la escuela y tampoco de que algo tenía que ver el desinterés público por su obra. Kierkegaard contaba ya treinta y tres años y apenas si era conocido como escritor, así que, si no podía ser famoso sería al menos notorio.

Por debajo de esta contradicción egoísta, Kierkegaard tenía un propósito más sincero y serio (aunque no desprovisto de egoísmo y contradicción). Deseaba ser ultrajado por sus conciudadanos para hacerse mejor. Los usaría para ser mejor cristiano. Puesto que deseaba vivir la vida del espíritu, este era el modo de adquirir el valor necesario. (Sus aspiraciones anteriores, más modestas, habían sido parcialmente inconscientes, pero esta ciertamente no lo era.) Y había además, por supuesto, una razón que subyacía a todas las demás. En palabras del único pensado religioso de calibre igual al suyo (Pascal): «El corazón tiene razones que la razón desconoce». La razón del corazón de Kierkegaard era Regina. Deseaba llamar su atención, mostrarle cuanto estaba sufriendo.

Pero si su intención era la de cautivar a Regina, evidentemente fracasó. Por entonces selló ella su compromiso con otro y un año después se casó. Esto hirió profundamente a Kierkegaard, si bien no lo demostró. Lo que sí mostró fue un prematuro envejecimiento. Años intensos de sufrimiento, ascetismo, soledad y constantes fuerza mental empezaban a pasar factura. Y a pesar de su conocimiento cada vez más profundo de la condición humana, continuaba aferrándose a una ilusión imposible y soñaba que algún día, de algún modo, se reuniría con Regina. Todavía se miraban desde lejos en la iglesia los domingos.

Kierkegaard tuvo una experiencia religiosa en abril de 1848. «Todo mi ser ha cambiado», escribió en su diario. Sólo su amor a Dios debía protegerle de su excesiva introversión. De ahora en adelante predicará la palabra de Dios directamente, sin esconderse en seudónimos y así lo hizo en otra riada de libros, media docena en los tres años siguientes.

La idea que Kierkegaard se hacía de la religión era una auténtica locura, propia sólo de santos y misántropos. Según él, «toda la existencia humana se opone a Dios». En el núcleo de la región de Kierkegaard (y también en el centro de su psicología) está la idea de caída, la pérdida de la gracia en el paraíso, el egoísmo y su manifestación principal, el sexo. Como siempre, la culpa es de las mujeres, que resultan bastante mal paradas. «La mujer es el egoísmo personificado… Toda la historia del hombre y la mujer es una inmensa intriga construida sutilmente, o bien es un truco con el fin de destruir el espíritu del hombre». La única respuesta es el celibato, a escala universal. La voluntad de Dios se cumplirá solo cuando toda la raza humana haya desaparecido.

Sorprendentemente, en medio de todas estas tonterías, Kierkegaard continuó produciendo pensamientos de valor. Se lanzó de nuevo contra su bestia negra filosófica Hegel, con una crítica devastadora que intenta demostrar lo fraudulento del hegelianismo y la insuficiencia patética de su pretensión de explicar la existencia. Kierkegaard insistía en que es imposible comprender intelectualmente la existencia simplemente construyendo un vasto sistema alrededor. Tan pronto como se identifica la existencia con el pensamiento racional no hay lugar para la fe.

En Enfermedad y muerte analiza Kierkegaard la desesperación y concluye que es el fracaso en «querer ser lo que uno verdaderamente es». Pisa aquí un terreno peligroso, por cuanto que contradice su anterior idea de que el yo no existe como ser sino como devenir, y ahora está presuponiendo el «yo que uno verdaderamente es». Pero, ¿hay un «yo auténtico» o, al menos, un solo «yo potencial» para cada individuo? Este asunto es fundamental. Hay una diferencia categórica entre usar las varias potencialidades de uno (que puede ser contradictorias, o incluso, mutuamente excluyentes) y buscar un hipotético «yo auténtico». La mayoría de los individuos se enfrentan, desde el comienzo, con una variedad de alternativas de vida, cada una de las cuales pueden permitirles «ser fieles a sí mismos», esto, cumplir alguna o muchas de sus potencialidades. No es posible cumplirlas todas. (Albert Schweitzer fue un músico de buen nivel profesional pero eligió dedicar sus energías al trabajo misionero. ¿Cuál era su «yo auténtico»?). En muchas de estas invitaciones a que «lleguemos a ser nosotros mismos» hay una agenda escondida si el «yo auténtico» está ya fijado.

¿Y si no está fijado? ¿Es posible aún hablar de «descubrir» el yo auténtico? No: descubrir implica algo que ya está ahí, aunque no sea todavía conocido. El mejor argumento contra el «descubrimiento de uno mismo» es uno que utilizó el mismo Kierkegaard cuando habló de utilizar la elección para crearse a uno mismo; esta es la auténtica libertad (la que produce angst) sobre la que Kierkegaard insiste en otro lugar.

Pero volvamos a la desesperación. Para Kierkegaard, la desesperación inconsciente resulta cuando un individuo se identifica con algo externo a él. Esto puede ser trivial (casarse con Madonna) o la ambición más elevada (desear ser el próximo Einstein). En ambos casos queda el individuo a merced el destino: es otro el próximo Einstein y la proposición de matrimonio es rechazada sin piedad. Como no consigue el yo que ambiciona, el individuo no puede soportarse a sí mismo, de lo que resulta un vacío interior acompañado de un deseo inconsciente de estar muerto.

La desesperación consciente sabe de sí misma. Esto ocurre de dos maneras. La noción falsa de desesperación consciente sucede cuando un individuo sabe que desespera pero supone que otros no lo saben. («Nadie sabe cómo me siento».) Esto le causa una desesperación aún mayor. La noción verdadera de desesperación consciente hace ver que la desesperación es de hecho parte de la condición humana y, como tal, parte de cada yo. La única salida a la desesperación es «elegir su propio yo» y dar el salto de la fe. Así revela Kierkegaard su agenda escondida: el único «yo auténtico» es el creyente

Kierkegaard comenzó sus cuarenta años escribiendo furiosamente. Representaba más edad y su dinero se está acabando; necesitaba encontrar un trabajo pero sólo podía aspirar al de pastor. Algo en él se resistía con asco ante la perspectiva, a pesar de que parecía haberlo aceptado hasta cierto punto. Por principio, le contrariaba tener que ganarse la vida con la religión y, además, su idea del cristianismo no era compartida por la iglesia de Dinamarca. (Una iglesia que permitía a los pastores casarse no iba a predicar el celibato universal.)

Kierkegaard pensó que había llegado el momento de desenmascarar la farsa del cristianismo que predicaba la iglesia de Dinamarca. Sin parar mientes en que sus fondos iban menguando, lanzó una revista llamada El momento (editor y único colaborador, S. Kierkegaard). Atacó en él a la iglesia tildándola de «máquina», y llamando hipócrita mundano a uno de los obispos más respetados (para colmo era hegeliano.) Llegó a sugerir en un número que si se descubriera que Cristo no había existido, la Iglesia seguiría como antes y pocos serían los pastores que renunciarían a su buena vida.

Esto produjo gran escándalo, como era de esperar. Ya no había ninguna posibilidad de que Kierkegaard perdiera su libertad; ni pensar en un empleo de pastor. Era, en cierto modo, el incidente con Corsario repetido. Kierkegaard conseguía fama y la atención general (sus artículos fueron traducidos al sueco y la controversia causó furor en Escandinavia). El mundo le daba lo que él creía era su merecido, consciente o inconscientemente. Pero esta era la única fama que estaba dispuesto a aceptar, la notoriedad y la execración. Es fácil ver en todo esto un eco del joven Kierkegaard padre maldiciendo a Dios desde la colina de Jutlandia y que, por supuesto, atrajo de nuevo sobre él la atención de Regina.

El marido de Regina acababa de ser nombrado gobernador de las Indias Occidentales danesas, tres diminutas islas caribeñas. Es casi seguro que Kierkegaard supo esto, aunque sólo se pueden hacer conjeturas sobre si influyó en la aparición de El momento. La mañana de su partida hacia las Indias Occidentales, en abril de 1855, Regina se las ingenió para encontrase con Kierkegaard en la calle. Le dijo suavemente, «Que Dios te bendiga y que todo te vaya bien». Kierkegaard alzó su sombrero, «intercambio saludos cortésmente», y cada uno continuó por su lado. Era la primera vez que hablaban desde la ruptura de su compromiso catorce años antes y sería la última vez que se verían.

Su creciente debilidad y el esfuerzo de su campaña contra la Iglesia repercutieron en la salud de Kierkegaard. Siete meses después de la partida de Regina, Kierkegaard sufrió un colapso en la calle y fue llevado al hospital. Había usado su último dinero para pagar al impresor la siguiente edición de El momento. Débil y desesperado (conocía muy bien la topografía de la desesperación), perdió las ganas de vivir. Pero nunca perdió la fe. Los que le vieron notaron los ojos radiantes que daban vida a su rostro demacrado y sereno. Murió un mes después, el 11 de noviembre de 1855. En su testamento dejó sus escasas pertenencias a Regina.

El funeral de Kierkegaard atrajo una muchedumbre que no se esperaba, con estudiantes disputando por llevar el féretro. Tal y como Kierkegaard habría deseado, un escandaloso incidente tuvo lugar en el cementerio: un grupo protestó contra la hipocresía de la Iglesia que reclamaba a Kierkegaard como suyo al darle tierra en campo sagrado. Alguien leyó un virulento pasaje de El momento. Se produjo un clamor…