A lo largo de tres mandatos como representante de las NUT, otros dos mandatos posteriores como senador de las NUT, y ahora su nombramiento como secretario de Defensa, Bob Pope se había labrado una reputación de ser duro en Defensa y con los nidu. Pope no discutiría lo primero: su postura inflexible lo hizo ser elegido cinco veces, nombrado una vez y le consiguió unos honorarios verdaderamente fantásticos entre cargos políticos.
Pero el quid de la cuestión era que no tenía nada en particular contra los nidu como pueblo. Había conocido a muchos nidu durante su estancia en Washington, naturalmente, y eran bastante decentes para lo que se estilaba entre los no-humanos inteligentes. Todos eran unos pejigueras insufribles en lo referido al estatus personal, pero, bueno, como todos los demás en Washington.
Lo que no le gustaba de ellos, irónicamente, era su estatus en la Confederación Común, y como consecuencia, el estatus de la Tierra, sus colonias, y los humanos en general. Tal como lo veía Pope, los nidu, pese a su obsesión por las castas, el estatus y la clase, eran basura en la gran cadena alimenticia de la CC. Si la CC fuera las Naciones Unidas, los nidu serían Burkina Faso, un diminuto país de mierda en un continente crónicamente retrasado sin ninguna esperanza de hacer nada más que remover mierda todo el santo día.
El problema era que los nidu eran los aliados más estrechos de la Tierra en la Confederación Común. En política, como en el instituto, quién eres se define en gran medida por la gente con quien te sientas a almorzar, y no cabía ninguna duda de que la Tierra se estaba sentando a la mesa de los perdedores. Bob Pope consideraba que el verdadero destino de la Tierra en nuestro Universo no era que la contaran entre el equivalente diplomático de unos masturbadores furtivos llenos de acné.
Un paso necesario para escapar de ese destino era lograr que los nidu pasaran de ser un supuesto aliado amistoso a uno vagamente hostil. No serviría de nada que los nidu se convirtieran en enemigos jurados. A pesar de la opinión de Pope sobre la situación de los nidu en la diplomacia galáctica, seguían siendo mucho más poderosos que la Tierra y sus diminutas colonias. Burkina Faso o no, podían aplastar a la Tierra como a un insecto. Pero una relación difícil permitía mejores efectivos de defensa. Mejores efectivos de defensa significaban mejores naves, mejores soldados y mejores armas. Mejores armas se traducían en más respeto diplomático. Y más respeto diplomático implicaba una oportunidad de comerciar con nuevos aliados.
Pope era consciente de que había otras formas de conseguir más respeto diplomático. Pero mientras que las otras maniobras diplomáticas a veces funcionaban y a veces no, un arma grande y potente siempre exigía respeto. Era una sencilla ecuación diplomática, y Bop Pope no era de los que complican innecesariamente las cosas.
Sin embargo, si era necesario hacerlo, Pope podía vivir con ello, sobre todo si al complicar las cosas se acercaba a sus objetivos. Pero sobre todo si complicaba las cosas para alguien que no le gustaba. Como, digamos, ese cabrón relamido de Jim Heffer, del Departamento de Estado.
Y por eso, después de que Phipps lo hubiera informado sobre el tema de la oveja, Pope tomó una decisión ejecutiva.
—Tenemos que forzar la mano del Departamento de Estado.
Phipps alzó una ceja.
—¿Por qué tenemos que hacer eso? Ya van a acabar con las manos vacías. Las relaciones acabarán dañadas.
—No es suficiente —dijo Pope—. No quedarán lo suficientemente dañadas. Heffer puede convencer todavía a los nidu de que han hecho un esfuerzo de buena voluntad. Tenemos que meter un palo en esa rueda.
—Muy bien —respondió Phipps, vacilante. No estaba seguro del todo de comprender la alusión—. ¿Qué sugiere usted?
—Hay que encargarse de esa chica.
—Muy bien —dijo Phipps. No hacía falta decir nada más: a partir de ese punto era mejor que Pope no conociera los detalles.
—Luego hagamos saber a los nidu que existe —ordenó Pope.
—No podemos hacer eso —dijo Phipps.
—Nosotros no. Pero estoy seguro de que habrá otros que estarán encantados de compartir la información.
Phipps sonrió.
—Conozco al hombre adecuado.
∗ ∗ ∗
Como es sabido, el engaño funciona por dos cosas. Primero, el encargado de urdir el engaño es muy sutil y convincente en sus planes, es decir, parece/siente/actúa como si fuera auténtico. Segundo, e igualmente importante, el sujeto engañado debe estar predispuesto a creer que el encargado del engaño es en efecto auténtico. Estos dos criterios funcionan entre sí en relación inversa: un tipo suficientemente engañoso puede convencer a una víctima escéptica, mientras que una víctima que quiere desesperadamente creer podrá pasar por alto los defectos graves en la persona a la que da su confianza.
Ted Soram, secretario de Comercio, quería creer desesperadamente.
Y por qué no. Había tenido una mala semana. Una semana en la que uno de tus negociadores comerciales mata a su homólogo en la mesa de negociación, delante de testigos de ambos lados, no estaba destinada a pasar a los anales de las mejores semanas de todos los tiempos.
Pero no era eso lo que molestaba a Soram. Bueno, lo era, pero pocas personas conocían todos los detalles. Pese a toda la controversia que rodeaba a Soram y su departamento, Heffer y los suyos habían hecho un gran trabajo de limpieza. No era agradable que los esbirros del Departamento de Estado revolvieran el despacho de Moeller, pero por otro lado era preferible a que la Oficina Federal de Investigación de Estados Unidos o las NUT metieran sus microscopios forenses por el culo del Departamento de Comercio. Por malo que fuera el intento de asesinato de Moeller (¿intento?, ¡Éxito!) era también un secreto de Estado.
No, lo que realmente fastidiaba sobremanera a Soram era el poco apoyo que estaba recibiendo durante esa crisis. No era él quien le había metido lo que demonios fuera a Moeller por el culo ni lo había enviado a matar a nadie. No era él quien hizo que los nidu abandonaran las negociaciones, causando que los mercados se hundieran y que todo el mundo, desde los plantadores de bananas ecuatorianos a los fabricantes de videojuegos taiwaneses aullaran en protesta. Y era a él a quien estaban arrojando a la hoguera en programas políticos y editoriales, y, en un reportaje donde se había visto quemado, en efigie, en una protesta de pescadores en Francia.
Ni siquiera podía responder: los hombres del presidente Webster le habían pedido (es decir, ordenado) que evitara apariciones no programadas después de que contara aquel chiste sobre el paquistaní, el indio, el cerdo y la vaca en un telediario al principio de la legislatura. Todavía consideraba que aquella reacción había sido exagerada: sólo estaba intentando recalcar un argumento entre las diferencias culturales y el comercio. No merecía una semana entera de disturbios. En su ausencia de los programas de entrevistas, el secretario de prensa de Comercio, Joe McGinnis, había estado dando carnaza a las cámaras, el muy cerdo. Soram sospechaba que al menos la mitad de los periodistas de Washington creían que McGinnis era el secretario de Comercio. Soram tomó nota para despedir a McGinnis cuando todo aquello se hubiera enfriado.
Hundido como estaba en los escándalos y la falta de popularidad, Soram buscaba un modo de redimirse. Pero no tenía ni la menor idea de cuál podría ser.
Ésa era la maldición de Soram. Vástago de una familia cuyos antepasados inventaron la toallita húmeda envasada de manera individual (la inventaron dos miembros de dicha familia, lo cual fue motivo de una agria disputa entre hermanos que seguía hasta hoy día), Theodore Logan Preston Soram VI era muy rico, ocasionalmente encantador al estilo de las Viejas Familias Adineradas con Linaje, y un completo inútil en todo, excepto como máquina de conseguir dinero para políticos y obras de caridad. Durante casi tres décadas había estado en las Estaciones de la Cruz de Filadelfia, las paradas que los senadores y presidentes hacían para recaudar contribuciones y apoyos no oficiales entre la élite de la ciudad. Soram quiso ver cómo era estar en el otro lado de la mesa para variar.
Así que había hecho un trato con Webster. Le entregaría Filadelfia y Webster le daría un puesto en el gabinete. Soram prefirió Comercio; supuso que ahí encajaría mejor ya que le había ido tan bien (bueno, gracias a su corredor) en sus inversiones internacionales e interplanetarias. Incluso Soram se daba cuenta de que pedir el Departamento del Tesoro habría sido picar demasiado alto. Pero todo el mundo sabía que eran unas elecciones extraordinariamente ajustadas, y Webster necesitaba Filadelfia si quería conseguir Pensilvania, un estado en disputa.
Se tomó la decisión: Comercio estaba lleno de arriba a abajo de burócratas de toda la vida. Incluso después de purgar a los elementos antinidu, quedó gente lo bastante competente para sortear a Soram, quien no fue consciente de esta última parte de la ecuación, naturalmente, aunque cuanto más tiempo pasaba en Comercio, más sospechaba que no lo escuchaban tanto como creía que debían hacerlo. Pero, una vez más, no sabría cómo arreglar eso. El problema de ser fundamentalmente un inútil es que es difícil pasar a ser útil. Pero hasta Soram se daba cuenta ahora de que era el momento de serlo, y rápido.
Y por eso, cuando el mensaje confidencial y codificado supuestamente enviado por Ben Javna cayó en la lista de correo de Soram y ofreció al secretario de Comercio un atisbo de redención, lo interpretó exactamente como lo que era: un regalo, al pie de la letra. Si Soram hubiera tenido la mente compleja que un puesto como el suyo requería, o incluso la sana paranoia de los políticos de carrera, podría haber pensado en seguir la ruta del mensaje, y entonces habría descubierto (o lo habría hecho su personal técnico) que era astuta, sutil pero innegablemente falso: en las profundidades de su historial de ruta había información que mostraba que se había originado no en el Departamento de Estado, sino en un remitente anónimo de Noruega. Había sido enviado allí por un segundo remitente anónimo de Qatar, que lo había recibido de Archie McClellan, quien lo había creado después de su conversación con Phipps.
El mensaje era breve:
Secretario Soram:
El secretario Heffer me ha encargado que le transmita la siguiente información referida a la situación nidu.
Aquí seguía una breve explicación de quién era Robin Baker y por qué era importante para los nidu.
Después de consultarlo con el presidente y el jefe de gabinete, se decidió que lo mejor sería que presentara usted al embajador nidu esta información, para aliviar las recientes dificultades. Me han pedido que le comunique que el tiempo es esencial y sería aconsejable iniciar los contactos con el embajador nidu sin más demora después de recibir esta información.
Soram ya le estaba gritando a su secretaria que lo pusiera con la embajada nidu antes de llegar a esa última parte.
Una hora después fue escoltado al santuario interior de Narf-win-Getag, embajador nidu ante las NUT, donde disfrutó del té de sarf nidu (considerado por la mayoría de los humanos como un mejunje que sabía a orina, aunque nadie lo rechazaba cuando los nidu insistían en ofrecer a todos los visitantes humanos una humeante taza en cuanto entraban en la embajada) y compartió historias de navegación con el embajador, cuyo yate, parecía, estaba atracado en el mismo puerto que el de Soram. A Narf-win-Getag, naturalmente, le encantó enterarse de la existencia de la señorita Baker, y le aseguró a Soram que, tras entregar a la muchacha para la ceremonia de la coronación, las negociaciones comerciales serían reemprendidas sin más dilación. Soram invitó a Narf-win-Getag a un fin de semana en su yate. Narf-win-Getag le ofreció a Soram otra taza de té de sarf.
De vuelta en Comercio Soram tuvo una idea respecto a la rueda de prensa que planeaba dar a la mañana siguiente, donde iba a declarar que los nidu volverían a la mesa de negociaciones gracias a sus intensas presiones. Así que llamó a la oficina de Jim Heffer. Heffer no había regresado de su viaje por Asia (siempre estaba en otra parte), así que habló con Ben Javna.
—Dada su ayuda en estas discusiones con los nidu, me preguntaba si querría que alguien de Estado esté presente en la rueda de prensa de mañana —dijo Soram.
—Señor secretario, me temo que no tengo ni idea de qué está usted hablando —contestó Javna.
—Voy a celebrar una rueda de prensa para anunciar que los nidu vuelven a la mesa de negociaciones —dijo Soram—. Acabo de hablar con el embajador nidu. La nota que me envió usted ha sido clave para hacerlos volver. Pensé que podría querer que hubiera alguien en la rueda de prensa. La he programado para las nueve y cuarto, así que apareceremos en los noticiarios del mediodía. ¡Vamos, Ben, será divertido!
—Señor secretario —repuso Javna con un tono de voz extrañamente frío—. No le he enviado ningún mensaje esta última semana. Con toda certeza, no le he enviado ningún mensaje referido a los nidu, y si lo hubiera hecho, no le habría sugerido que lo compartiera con ellos.
—Oh —dijo Soram.
—¿Y puedo preguntar, señor secretario, qué había en el mensaje?
—Que han encontrado ustedes a la chica que estaban buscando.
—¿Y qué le ha dicho al embajador?
—Bueno, le dije que gustosamente les entregaríamos a la muchacha. La tienen ustedes, ¿no? Sin duda habrá accedido a ayudar.
—Bueno, señor secretario, no y no —dijo Javna—. Por lo que sé, no tenemos a la muchacha, y por eso es obvio que no puede haber accedido a ayudarnos. Acaba usted de garantizar algo que puede que no podamos cumplir, y a una nación que ya tiene motivos de queja contra nosotros.
—Oh —repitió Soram. Sintió frío de repente—. Oh, cielos.
—Señor secretario, si puedo hacer una sugerencia…
—Sí, por supuesto.
—Si yo fuera usted, pospondría esa rueda de prensa. También me enviaría esa nota que usted parece creer que le he enviado. Y no hablaría con nadie más sobre la nota, ni sobre su visita a los nidu. Finalmente, señor secretario, hasta y a menos que oiga noticias mías, del secretario Heffer, o del presidente Webster, le sugiero que no haga planes a largo plazo referidos a su cargo actual. Con el debido respeto a su posición, señor, acaba usted de cagarla a lo grande. Si tiene suerte, sólo tendrá que dimitir.
—¿Y si no tengo suerte? —preguntó Soram.
—Si no tiene suerte, todos tendremos que usar cigarrillos como moneda de cambio en el patio de la cárcel —dijo Javna—. Suponiendo, naturalmente, que los nidu nos dejen con vida después de conquistar la Tierra.
∗ ∗ ∗
Javna terminó de hablar con Soram e inmediatamente llamó a Heffer. Contactó en cambio con su planificador, Adam Zane. Heffer estaba empezando su discurso alabando al jefe jubilado de la oficina de Los Ángeles y no podía ser interrumpido por nada que no fuera un ataque a gran escala. Javna consideró brevemente si la estupidez e incompetencia de Soram constituían un peligro claro e inminente para la Tierra, y luego le dijo a Zane que le dijera a Heffer que lo llamara en cuanto terminara el discurso.
Mientras desconectaba, la bandeja de correo entrante parpadeó: el mensaje de Soram acababa de llegar. Javna lo abrió e hizo una mueca al leerlo. Quien lo había redactado sabía tanto de la chica como él, y eso era muy malo. Javna repasó la ruta del mensaje: no era ningún experto en protocolos de correo pero estaba razonablemente seguro de que el Departamento de Estado de las NUT no desviaba mensajes extremadamente sensibles a través de un remitente anónimo en Noruega. Quien le había puesto esto en el regazo a Soram sabía que no era el tipo de persona que realizaría las diligencias debidas respecto del mensaje, antes de salir de estampida a cubrirse de gloria y poner su culo a salvo. Era alguien que conocía bien a Soram, o al menos lo suficientemente bien.
Javna tenía sus sospechas, naturalmente. El secretario Pope y su títere, Dave Phipps, estaban detrás de aquello casi con toda seguridad; tenían los medios y la motivación para seguir paso por paso a Creek. Luego estaba la relación amistosa de Defensa con Jean Schroeder y el Instituto Norteamericano de Colonización. Creek había descubierto la conexión entre Schroeder y ese maldito idiota de Dirk Moeller. Era casi igualmente seguro que había una conexión directa entre Schroeder y bien Pope o Phipps, o ambos. Oficialmente, el instituto era sospechoso para la administración Webster, pero de manera no oficial la gente como Schroeder y los grupos como el instituto eran como lapas en la nave del Estado: había que eliminarlas con un puñetero cañón de agua.
Además de quién, la cuestión era por qué. Lo ideal era que Creek estuviera ahora mismo convenciendo a la muchacha para que colaborara, y que el Departamento de Estado encontrara un modo de hacer que desempeñara su función en la ceremonia de coronación y saliera de allí sin ningún trauma. En otras palabras, quien estaba manejando a Soram sólo lo estaba haciendo transmitir un mensaje que el Departamento de Estado habría transmitido un día más tarde como mucho. Si se trataba de sabotaje, no tenía mucho sentido.
A menos, advirtió Javna de pronto, que quien había suministrado a Soram la información supiera que la muchacha no podía ser entregada.
Javna miró su reloj. A esta hora, Harry y la chica estarían teniendo su cita en el centro comercial. Echó mano a su comunicador de mesa para llamar a Creek. Al hacerlo la luz de llamada entrante se encendió y Barbara, su secretaria, se puso al otro lado.
—El embajador nidu ha venido a verle, señor Javna —informó.
«Mierda», pensó Javna. En un santiamén, se había quedado sin tiempo.
—Hazlo pasar, por favor —dijo, y cogió su teclado para enviar una nota a Creek. Javna tuvo la impresión de que Creek y la misteriosa señorita Baker estaban a punto de correr un peligro serio y posiblemente fatal. En ese momento, hasta que Javna pudiera averiguar quién estaba orquestando esa interferencia y para qué fin, era mejor y más seguro que Creek y la chica desaparecieran.
No tenía ninguna duda de que Creek era capaz de hacerlo. Tan sólo esperaba poder volver a encontrarlo cuando lo necesitara, que imaginaba que sería demasiado pronto.
Javna pulsó la tecla de envío justo cuando la puerta del despacho se abría, y maldijo para sus adentros mientras se levantaba para recibir a Narf-win-Getag. Hacer que Creek y Baker se borraran del mapa era lo menos conveniente en ese momento concreto. Su única ventaja era que la alternativa fuera encontrarse con ambos muertos.
«Buena suerte, Harry —pensó Javna mientras mostraba una sonrisa de bienvenida en la cara—. Mantente a salvo, estés donde estés.»
∗ ∗ ∗
—¿Dónde cojones está?
Rod atravesó la puerta del apartamento, seguido de Takk, y se plantó ante Archie y su ordenador. Archie se quedó mirando asombrado a Acuña, que parecía que acabara de pasar una prueba de iniciación para grandes depredadores. Acuña le dio un fuerte golpe en la sien con la mano buena.
—¿Dónde cojones está Creek?
El golpe en la sien devolvió a Archie a modo de trabajo.
—Está en el metro —contestó—. Los estoy siguiendo con el bolígrafo. Pierdo la señal aquí y allá por los túneles, pero vuelvo a detectarla cuando se acercan a una parada.
—Van al Departamento de Estado —dijo Acuña.
—No lo creo —respondió Archie, y mostró un mapa del sistema metropolitano—. Mire, aquí está la parada de Foggy Bottom/ GWU —dijo, señalando. Luego apuntó a la ventana rastreadora, que indicaba longitud y latitud, actualizada cada segundo—. Estas coordenadas están más allá de esa parada y se mueven a velocidad consistente con un tren metropolitano. Siguen en él.
—¿De qué están hablando? —preguntó Acuña.
—No detecto nada. Ella debe de tener el boli en un bolso o algo por el estilo. —Archie miró alrededor—. ¿Dónde está Ed?
—Con toda probabilidad está muerto —dijo Acuña. Señaló la pantalla del ordenador—. No lo pierdas, empollón. Quiero saber dónde se baja el mamonazo y adónde va. Voy a matar a ese hijo de puta antes de que amanezca. Así que no lo pierdas. ¿Me entiendes?
—Le entiendo —respondió Archie.
Acuña gruñó y se fue cojeando al cuarto de baño. Archie lo vio marcharse y entonces se volvió hacia Takk.
—¿Ha muerto Ed de verdad? —preguntó.
Takk se encogió de hombros y se puso a ver un concurso. Fueran cuales fuesen las cualidades profesionales de Ed, estaba claro que sus colegas no iban a añorarlo mucho. Archie sospechó que si la cagaba buscando a Creek, a él lo añorarían aún menos.
Archie se volvió hacia la pantalla del ordenador, las coordenadas del bolígrafo, y el mapa del metro. «Vamos, Creek —pensó para sí—. ¿Adónde vas?»
∗ ∗ ∗
—¿Adónde vamos? —le preguntó Robin a Creek.
—Todavía no tengo ni idea —respondió Creek—. Dame un minuto.
—Muy bien. Pero me sentiría más tranquila si tuvieras un plan.
—Y yo también. ¿Te importa si hago una llamada?
Robin se encogió de hombros.
—Es tu comunicador, Harry. ¿Quieres que me vaya a otro sitio?
—No hace falta —dijo Creek.
Robin se desplomó en el asiento a su lado. Creek abrió su comunicador y accedió a su red doméstica. La voz de Brian sonó un segundo más tarde.
—Estás vivo —dijo Brian sin más preámbulos—. Deberías saber que casi todo el Departamento de Policía de Alexandria está investigando ahora mismo en el centro comercial. La red policial habla de un tiroteo y de tres o cuatro tipos muertos y de otros dos heridos. También deberías saber que la policía de Alexandria ha cursado una orden de busca y captura para ti y tu amiga pelirroja. Tienen vuestra descripción gracias a un vendedor de zapatillas, según parece. ¿Dejaste tu firma o algo?
—Un acuerdo de alquiler —contestó Creek—. Por las zapatillas.
—No es lo más inteligente que podrías haber hecho.
—No esperábamos que nos atacaran con armas.
—Pues podrías darlo como cosa hecha a partir de ahora —dijo Brian—. Se os busca por un impresionante número de cargos. ¿Estáis bien?
—Estamos bien. Ahora mismo estamos en el metropolitano.
—Soy consciente de ello. Capto vuestra posición a partir de la señal. Que por cierto he alterado para que si alguien más, digamos la policía, tiene la brillante idea de llamarte, no puedan rastrear vuestro movimiento.
—Gracias.
—No hay de qué. Tu comunicador está en la red. Es como redecorar una habitación vacía.
—Escucha. Ese comprobante de la tarjeta de crédito que te hice seguir. ¿Qué encontraste?
—Es falsa, naturalmente —dijo Brian—. El dinero de la cuenta es real: es una tarjeta de débito. Le hice una pequeña visita a su proveedor para conseguir más muestras de la firma, desarrollé un buen modelo de la letra de nuestro amigo Albert, y luego cotejé el estilo con la base de datos del gobierno para las firmas que acompañan a nuestros carnets de identidad.
—Bien pensado.
—Gracias. También es algo enormemente ilegal y un verdadero coñazo, ya que hay más de doscientos cincuenta millones de varones norteamericanos en este momento. Por fortuna, ahora soy un ordenador. Y después de cotejar el ADN, eso está chupado.
—¿Quién es? —preguntó Creek.
—Estoy seguro al noventa y tres por ciento de que es este tipo. —Brian envió una foto que apareció en la pequeña pantalla del comunicador—. Alberto Roderick Acuña. Digo al noventa y tres por ciento porque las muestras de letra no tienen toda la información que necesito: firmar en los recuadros de las compras con tarjeta no captura cosas como la cantidad de presión que aplicas a ciertas partes del trazo. Tuve que hacer algunas estimaciones basándome en modelos estadísticos generales sobre la letra. Que no existían previamente, he de advertir. He estado muy ocupado en tu ausencia.
—Bien, buen trabajo —dijo Creek—. Ése es el tipo.
—Enhorabuena, entonces, porque has encontrado a un auténtico ganador. Este tal Acuña fue ranger del ejército (casualmente, combatió en la batalla de Pajhmi), pero fue expulsado con deshonor. Acabó en una corte marcial pero fue absuelto. Al parecer, las pruebas no eran contundentes. Justo después de ser apartado se pasó noventa días en la cárcel de DC por agresión. Le dio una paliza a un ayudante de la entonces congresista Burns. En lo que estoy seguro que fue una total coincidencia, Acuña golpeó al ayudante justo antes de una votación sobre aranceles a las importaciones textiles de los nidu. Burns estaba a favor del comercio pero votó en contra en este caso. Desde que salió de la cárcel, Acuña ha estado trabajando como investigador privado. Te interesará saber que uno de sus principales clientes es el Instituto Norteamericano de Colonización y su jefe, Jean Schroeder. Acuña ha sido investigado casi continuamente por la policía de DC, Maryland, y Virginia además de por los federales de Estados Unidos y de las NUT. Es sospechoso en al menos un par de casos de personas desaparecidas. Personas que, también estoy seguro de que es otra coincidencia, se habían enfrentado a Schroeder o al instituto.
—Creo que nosotros éramos los siguientes en esa lista. Acuña nos estaba esperando en el centro comercial.
—¿Lo mataste? —preguntó Brian.
—No lo creo, pero tampoco estará en muy buena forma ahora mismo. Lo cual me recuerda… —Creek rebuscó en el bolsillo y sacó la placa de identidad del agente Dwight—. ¿Puedes mirar en la base de datos del FBI a ver qué puedes encontrar sobre un agente llamado Reginald Dwight?
—¿FBI de las NUT o de Estados Unidos?
—Estados Unidos.
—Muy bien. Estuve buscando información sobre Acuña antes, así que podré volver a entrar. Dame un segundo. Pero supongo que será un nombre falso. Para empezar, es el nombre auténtico de un compositor del siglo XX que se hizo llamar Elton John.
—No lo conozco —dijo Creek.
—Claro que sí. ¿Recuerdas esa colección de canciones para adolescentes que yo tenía a los siete años? «Rocket Man». Me encanta esa canción.
—Para alguno de nosotros ha pasado más tiempo que para otros.
—Lo que tú digas. Muy bien, estoy equivocado. Resulta que hubo un agente Reginald Dwight en el FBI. Pero dudo que sea tu tipo, ya que el agente Dwight fue asesinado hace tres años. Uno de esos locos mesianistas de Idaho le disparó cuando el FBI asaltaba su granja. Sea quien sea tu tipo, no es un zombi.
—Podría serlo ahora.
—A propósito, tienes un aspecto terrible —dijo Brian—. Te estoy viendo por la cámara de tu comunicador. Te sangra la mejilla. Será mejor que te la limpies antes de que alguno de tus compañeros de vagón decida que eres lo bastante raro para que la poli te eche un vistazo.
—Cierto. Gracias. Te llamaré pronto.
—Estaré aquí —dijo Brian, y colgó.
Creek se tocó la mejilla y sintió cómo la sangre le mojaba los dedos. Se los limpió en el interior de la chaqueta y le preguntó a Robin si tenía pañuelos de papel en el bolso. Robin alzó la cabeza, advirtió la sangre, asintió y empezó a buscar.
—Mierda —dijo un segundo más tarde.
—¿Qué pasa?
—Nunca te das cuenta de la cantidad de porquerías que llevas en el bolso hasta que buscas una cosa concreta —dijo Robin, y empezó a sacar objetos del bolso para hacer más fácil la búsqueda: una agenda, una polvera, un boli, un aplicador de tampones. Robin miró a Creek después de esto último—. Haz como si no lo hubieras visto.
Creek señaló el boli.
—¿Puedo ver ese bolígrafo? —preguntó.
—Claro —respondió Robin, y se lo entregó.
—Es el de la tienda, ¿no? El que dejó el hombre de la salamanquesa.
Robin asintió.
—Sí. ¿Por qué?
Creek hizo girar el bolígrafo entre sus manos, y entonces empezó a desmontarlo. Un momento después quebró el clip y le dio la vuelta.
—Mierda —dijo.
—¿Qué sucede?
—Un micro —respondió Creek—. Nos están siguiendo desde que salimos del centro comercial.
Dejó caer el clip y lo aplastó con el pie.
—Tenemos que salir de aquí. E irnos muy lejos.
∗ ∗ ∗
—¡Joder! —Archie le dio un puñetazo a la mesa donde estaba su ordenador.
Eso llamó la atención de Acuña, que se encontraba en la otra habitación.
—Será mejor que no sea lo que creo que es —dijo.
—Creek ha descubierto el bolígrafo —replicó Archie—. No es culpa mía.
—No me importa de quién es la culpa. Tienes que encontrarlo, de inmediato.
Archie contempló la pantalla y por las últimas coordenadas del bolígrafo dedujo dónde estarían Creek y la chica oveja. Se acercaban a L’Enfant Plaza; estaban en la línea azul pero L’Enfant Plaza enlazaba con todas las líneas de la ciudad, excepto la roja y la gris. Si se bajaban ahí del tren, quién sabe dónde acabarían.
Bajarse del tren.
—Ya lo tengo —dijo Archie. Cerró la ventana de búsqueda del bolígrafo y abrió una línea de comando.
—¿Tienes qué? —preguntó Acuña.
—Mi padre era ingeniero de sistemas eléctricos del metro de DC. Hace cinco años, todo el sistema eléctrico fue remodelado, y mi padre me contrató para que ayudara con el código. Parte del sistema eléctrico se encarga de controlar la energía de los trenes…
—Sáltate las chorradas técnicas —dijo Acuña—. Ve al grano. Rápido.
—Los trenes de metro son de levmag: levitación magnética —explicó Archie—. Cada tren solía requerir potencia plena para sus imanes, pero resultaba demasiado caro. La retroalimentación permitió que cada tren usara sólo la energía necesaria para funcionar, basándose en su peso bruto. La cantidad de energía permitida para cada tren se ajusta en tiempo real.
—¿Entonces…?
—Pues que cada vez que alguien sube o baja de un tren, la cantidad de energía enviada a ese tren aumenta o disminuye en una cantidad que está en proporción directa al peso de esa gente.
Archie miró a Acuña, cuyo rostro era una peligrosa máscara de inexpresión. Decidió explicarlo de modo más sencillo.
—Si podemos calcular cuánto pesan ellos dos, podríamos deducir si se han bajado del tren y adónde pueden dirigirse.
Acuña alzó las cejas: lo había entendido.
—Tendrás que entrar en el sistema del metro.
Archie se había vuelto ya hacia su ordenador.
—Mi padre tenía una puerta trasera al sistema que me dejó usar mientras trabajaba por libre —dijo—. Imagino que después de que se jubilara nadie se habrá molestado en cerrarla.
Pasaron quince segundos.
—No, no lo han hecho. Estamos dentro —informó Archie—. Los vio usted a los dos, ¿no? ¿Cuánto calcula que pesan?
—No lo sé —respondió Acuña—. Ambos parecían bastante en forma.
—¿Cómo eran de altos?
—Él tenía más o menos mi altura. Mido un metro setenta y cinco. Ella era un poco más baja, supongo.
—Pongamos metro setenta —dijo Archie—. Así que digamos que él pesa ochenta kilos y ella cincuenta y seis, que serán unos ciento treinta y seis kilos.
Archie hizo aparecer una calculadora en su pantalla y tecleó algunos números, y luego indicó el resultado.
—Muy bien, si el tren al que subieron estaba vacío, ésta es la energía que habría que suministrarle al vagón para compensar su peso adicional cuando subieron. Así que vamos a buscar algo en esa dirección.
Archie abrió otra ventana.
—De acuerdo, aquí hay una lista de los trenes de la línea azul que están ahora mismo en funcionamiento. Pinchamos aquí y los tenemos ordenados por el momento en que pararon en la estación del centro comercial de Arlington. Descartando los trenes que salen de DC, tenemos cuatro trenes que pararon en la estación en la franja de tiempo que estamos buscando.
Archie seleccionó cada uno de los trenes; se abrieron cuatro nuevas ventanas. Seleccionó entonces la opción «control de energía» para cada uno. Cada ventana se convirtió en una gráfica.
—No —dijo Archie, cerrando una—. No —repitió unos segundos más tarde, cerrando la siguiente—. ¡Sí! —le dijo a la tercera, y la amplió al máximo—. Mire aquí —señaló la gráfica—. La energía se reduce porque la gente baja del tren, luego hay algo de ruido porque la gente sube y baja simultáneamente. Pero aquí —Archie indicó un pequeño pico—, hay un aumento de energía que casi se corresponde con los que estamos buscando, unos ciento treinta y seis kilos. Eso, suponiendo que subieran al tren juntos y no sea un tipo gordo.
—Cojonudo —dijo Acuña, y Archie advirtió que, de las muchas cosas que Acuña pudiera ser, «paciente» nunca iba a ser una de ellas—. Ahora dime si todavía están en el puñetero tren.
Archie recuperó una gráfica en tiempo real del flujo de energía del tren, que mostraba los cinco últimos minutos de consumo.
—Parece que el tren acaba de salir de L’Enfant. Mucha gente sube y baja, pero en ninguna parte aparece la subida o bajada de ciento treinta y seis kilos. Imagino que todavía están en el tren.
—Imaginas —dijo Acuña.
—Señor Acuña, lo estoy haciendo lo mejor que puedo. No pude evitar que el tipo rompiera el bolígrafo rastreador. Pero sin el boli y sin imágenes de las cámaras del metro, esto es todo lo que tenemos.
Acuña se quedó mirando a Archie el tiempo suficiente para que éste se preguntara si iba a golpearlo de nuevo. Entonces, por Dios, Acuña sonrió y todo.
—Muy bien —dijo—. No le quites el ojo a la gráfica, Archie. No dejes que se escapen. Avísame en cuanto creas que se han bajado del tren.
Le dio una palmada en el hombro mientras se daba la vuelta para marcharse. Archie advirtió que Acuña lo había llamado por su nombre.
∗ ∗ ∗
—Ben… ¿puedo llamarle Ben? —preguntó Narf-win-Getag, mientras ocupaba su asiento.
—Por supuesto, señor embajador —respondió Ben Javna. Como era de rango inferior al embajador, Javna había permanecido de pie tras colocarse delante de su escritorio. Quedarse detrás habría sido considerado contrario a la etiqueta.
—Gracias —dijo Narf-win-Getag—. Sé que mi pueblo tiene fama de ser socialmente distante, pero en privado podemos mostrarnos tan relajados como cualquier ser sentiente. Incluso animo a mi secretaria a llamarme «Narf» cuando estamos en privado.
—¿Y lo hace, señor embajador?
—Oh, claro que no —respondió Narf-win-Getag—. No se atrevería. Pero está bien que se lo ofrezca, ¿no le parece?
—¿En qué puedo servirle esta noche, señor embajador? —dijo Javna.
—El secretario Soram vino a visitarme y a darme la buena noticia de que han encontrado a nuestra oveja perdida —contestó Narf-win-Getag.
—¿Ah, sí? —dijo Javna, lo más neutralmente posible.
—Sí —afirmó Narf-win-Getag—. Aunque me han dado a entender que nuestra oveja en cuestión no es una oveja, sino una joven con el ADN de nuestra oveja codificado en el suyo. Qué curioso. Ben, ¿puedo molestarle y pedirle algo de beber?
—Naturalmente, señor embajador.
—Glenlivet de dieciocho años, si tiene —dijo Narf-win-Getag—. Me encanta su bouquet.
—Creo que el secretario Heffer tiene en su bar —contestó Javna, y abrió la puerta para pedirle a Barbara una copa.
—Excelente. Comprenda que lo normal es que acudiera al secretario Heffer para charlar de esto, pero viendo que está fuera de la ciudad en este momento y, dadas las restricciones de tiempo que tenemos, me pareció adecuado hablar con usted.
—Lo agradezco, señor embajador.
—Bien, bien —dijo Narf-win-Getag—. Bueno, Ben, me alegraré de quitársela de encima.
—¿Se refiere a la muchacha, señor embajador? —preguntó Javna.
Barbara deslizó la mano por la puerta para entregar la bebida. Javna la cogió.
—Sí, eso es —contestó Narf-win-Getag.
—Me temo que tenemos un problema, señor —dijo Javna, y le entregó a Narf-win-Getag su bebida—. La joven en cuestión no ha llegado todavía al Departamento de Estado.
—Bueno, pero al menos saben dónde está —dijo Narf-win-Getag. Hizo una mueca mirando el vaso—. Me gustaría con hielo —comentó, devolviéndoselo a Javna.
—Por supuesto, señor embajador —respondió Javna, y llevó el vaso a su propio bar—. Lamento decir que no sabemos dónde está en este momento.
Narf-win-Getag resopló.
—El secretario Soram se mostró entusiasta, pero no estaba en posesión de todos los hechos —dijo Javna. Echó hielo en el vaso con las pinzas—. Conocemos la identidad de la mujer en cuestión y un miembro del Departamento de Estado ha ido a hablar con ella para que nos preste su ayuda. Ahí es donde estamos en este momento.
—Parece inconcebible que un secretario de su administración no conozca todos los hechos —dijo Narf-win-Getag.
«Créetelo», pensó Javna.
—Puede que haya habido una confusión —dijo Javna, y se acercó a devolverle el vaso a Narf-win-Getag.
—Humph —refunfuñó el embajador, y aceptó su bebida—. Muy bien. Por favor, hable con su hombre y dígale que estamos preparados para que nos traiga a la mujer.
—Ahora mismo está fuera de contacto.
—¿Perdone? —dijo Narf-win-Getag—. ¿«Fuera de contacto»? ¿Es eso siquiera posible en este planeta suyo? Incluso las tribus de las montañas de Papúa Nueva Guinea tienen enlaces comunicadores de espectro total. Si hay una cosa que distingue a la especie humana, es la necesidad patológica de estar conectados. El hecho de que su gente interrumpa el sexo para responder sus comunicadores es un escándalo en toda la Confederación Común. Así que comprenderá si me muestro escéptico cuando dice que su hombre está fuera de contacto.
—Lo comprendo perfectamente, señor embajador. Sin embargo, es así.
—¿No tiene comunicador? —preguntó Narf-win-Getag.
—Lo tiene. Pero no responde.
—¿Y la mujer? Sin duda esa señorita Baker tendrá un comunicador.
—Lo tiene —dijo Javna, advirtiendo que el embajador nidu conocía el apellido de Baker—. Sin embargo, parece que no es portátil, y ella está con nuestro hombre en este momento.
—Vaya, qué interesante —comentó Narf-win-Getag—. Las dos únicas personas en todo el continente norteamericano con los que no se puede contactar ahora mismo. —Soltó su vaso de escocés, sin probarlo—. Ben, tendré la cortesía de no sugerir que están ustedes reteniendo voluntariamente a esa mujer por algún propósito que ignoro. Pero sepa que, cuando aparezca, tengo la sincera esperanza de que nos sea entregada inmediatamente. Queda ya muy poco tiempo. Menos de un día antes de que se llegue al plazo acordado.
—Nadie es más consciente de eso que yo, señor embajador —repuso Javna.
—Me alegro de oír eso, Ben —dijo Narf-win-Getag. Asintió y se dio media vuelta para marcharse.
—Pero debo advertirle que, cuando aparezca, puede que no esté de acuerdo en que se la entreguemos a ustedes —advirtió Javna.
Narf-win-Getag se detuvo a medio paso.
—¿Cómo dice?
—Puede que ella no acceda a colaborar —dijo Javna—. Como ciudadana norteamericana y de las NUT, tiene derechos. No podemos obligarla. Podemos insistirle en la importancia de que tome parte en la ceremonia de coronación. Pero a la hora de la verdad, no podemos obligarla a hacerlo.
Narf-win-Getag se quedó mirando a Javna. Y entonces, Javna oyó el rumor gutural que sabía era el análogo nidu a una risotada.
—¿Sabe, Ben? —dijo Narf-win-Getag después de que el rumor remitiera—. Los humanos nunca dejan de divertirme y sorprenderme. Están todos tan ocupados atendiendo a su propio árbol que no ven que todo el bosque está ardiendo. Es muy honorable que mantengan que esa joven tenga decisión en el asunto. Pero si me permite que sea sincero con usted, dentro de una semana de las suyas tendrá lugar nuestra ceremonia de coronación. Si no se celebra en el tiempo previsto, entonces cualquier clan nidu podrá reclamar formalmente su derecho al trono, y puedo asegurarle que muchos están preparados. Los nidu se verán envueltos en una guerra civil, y es muy probable, yo diría que casi inevitable, que la Tierra y sus colonias no puedan permanecer cruzadas de brazos para ver la matanza sin resultar afectadas. Si yo fuera el secretario Heffer, o el presidente Webster, o usted, en vez de preocuparme por los derechos de la señorita Baker, me preocuparía por mis responsabilidades hacia mi planeta y su bienestar.
—Eso suena muy inquietante, señor embajador —dijo Javna.
Narf-win-Getag se rió, al estilo humano.
—Tonterías, Ben. Simplemente estoy sugiriendo lo que yo haría. Usted puede, naturalmente, ver las cosas de una forma distinta. Es de esperar que nuestra joven amiga aparezca pronto, y que todo esto no deje de ser una vana especulación. Mientras tanto, sin embargo, espero que nos haga… que me haga el favor de enviarme toda la información que tenga sobre la señorita Baker. Tal vez mi gente encuentre algo que nos permita hallar a todos una solución satisfactoria para nuestros actuales problemas.
—Por supuesto, señor embajador. Ordenaré que se la envíen de inmediato.
—Excelente, Ben. Gracias por su tiempo. —Narf-win-Getag señaló su vaso con la cabeza—. Y gracias por la copa.
Se marchó.
Javna se acercó el vaso, lo cogió, lo olfateó. No olía a lagarto. Lo apuró de un trago y al hacerlo se sintió como el mayordomo de la casa que roba la bebida del mueble bar de su señor. Soltó el vaso con remordimientos.
«Todo este asunto apesta», pensó. Javna sabía que estaban jugando con él. No sabía quién ni por qué motivo. El único poder que tenía, el único poder que parecía que tenía todo el gobierno, era un poder negativo. El poder de esconder el objeto de deseo. El poder de esconder a Robin Baker.
∗ ∗ ∗
—¡Han bajado del tren! —le chilló Archie a Acuña, que estaba al comunicador con Jean Schroeder.
—¿Dónde?
—En Benning Road. Ciudad de los Perros. ¿Tiene idea de por qué van allí?
Acuña no la tenía. Jean Schroeder sí.
∗ ∗ ∗
Fixer estaba en la parte de atrás de su tienda haciendo inventario cuando oyó ladrar a Chuckie. Miró el reloj: ya había pasado la hora de cerrar. Sabía que tendría que haber echado el cerrojo. Ya no podía evitarlo. Soltó su tableta y salió a la tienda, para encontrarse con Harry Creek acompañado por una muchacha. Ambos tenían un aspecto infernal.
—Hola, Fixer —dijo Creek—. Necesito sus servicios.
Fixer sonrió a su pesar.
—Pues claro que sí —respondió, y se echó a reír—. Bien, bien. Me preguntaba cómo sería. Ahora lo sé.
—¿Ahora sabe qué? —preguntó Creek.
—Cómo es cuando te cae encima el otro zapatazo, señor Creek. Porque si no estoy equivocado, acaba de caerme otro.