Robin Baker fue adoptada cuando tenía cuatro días de edad por Ron y Alma Baker, una agradable pareja de Woodbridge, Virginia, que había decidido no tener hijos propios después de que un genetista interpretara sus mapas genéticos y encontrara una pesadilla tras otra de elementos recesivos en su combinación. Puede que tuviera algo que ver con que Ron y Alma Baker procedían del mismo pueblecito de la Virginia rural, donde las mismas cuatro familias habían estado cruzándose de manera casi exclusiva durante siglos, reforzando ciertas indeseables tendencias genéticas. Ron y Alma, aunque emparentados por matrimonio, tenían una consanguinidad genética a caballo entre los hermanastros y los primos. Su genetista declaró que su propósito era jugar con fuego y aconsejó feacientemente que no crearan ningún hijo a la antigua usanza.
Esto les pareció bien, y dejaron su pueblo natal precisamente porque ambos consideraban que la inmensa mayoría de sus parientes eran rarezas endogámicas. Que ellos no lo fueran no significaba que no pudieran engendrar una nueva generación de rarezas. Así que no tuvieron ninguna prisa por hacer que su esperma y sus óvulos se unieran y crecieran. Pero les gustaban los niños, y eran de natural cariñoso. Esto hizo que Ron y Alma se inscribieran en en el programa de adopción del condado de Prince William. Así fue como les llegó Robin.
Los Servicios de Protección Infantil de Prince William dijeron a los Baker que la niña era hija única de una deficiente mental que había sido explotada como prostituta y que había muerto al dar a luz. Ron y Alma, a quienes habían asegurado que la niña estaba perfectamente en todos los sentidos, tanto físicos como mentales, se enamoraron al instante de la criatura, le pusieron el nombre de la tía favorita de Alma, e iniciaron de inmediato el proceso de adopción. Luego procedieron a darle a su nueva hija una infancia perfectamente agradable y completamente normal. Aparte de un brazo roto en quinto curso por haberse caído de un árbol, Robin no tuvo ningún problema físico de importancia. En el instituto y la facultad fue buena estudiante aunque no excepcional, acabó por conseguir una licenciatura en comercio y una diplomatura en biología por la Universidad George Mason, y aplicó inmediatamente ambas a la apertura de Mascotas Robin con el dinero proporcionado por sus amorosos padres.
Creek revisó con impaciencia la información de Ron y Alma. Eran unos padres fabulosos, una gran suerte para Robin. Pero los padres adoptivos no le dijeron nada sobre su genética. Creek examinó los informes del sheriff del condado Prince William en busca de prostitutas deficientes y sus proxenetas. Encontró un informe que encajaba con su búsqueda y lo abrió, y entonces halló las fotos de la madre de Robin.
—Santo Dios —exclamó.
La madre de Robin aparecía desnuda en las fotografías, de frente y de perfil. Sus pechos estaban hinchados, igual que su vientre. Estaba embarazada. Creek calculó que de siete u ocho meses. Su grávido torso daba paso a unas extremidades que terminaban no en manos y pies sino en pezuñas que claramente no estaban diseñadas para permitir un movimiento fluido y bípedo. En la foto de frente la sujetaban dos agentes de policía a cada lado, lo que permitía que estuviera en pie. En la foto de perfil aparecía a cuatro patas. Sus extremidades, de proporciones humanas, la equilibraban torpemente también en esa postura. Cualquier movimiento, fuera a dos patas o a cuatro, le sería difícil. Su parte delantera era lisa, bien por naturaleza o porque la hubieran afeitado para lograr el efecto. Su espalda estaba cubierta de una tupida lana de color azul eléctrico. Un cuello humano daba paso a una cabeza de oveja. En la foto de frente, unos ojos de oveja miraban a la cámara, plácidos, complacientes.
El informe policial proporcionaba los detalles. La madre de Robin había sido encontrada en una reserva de animales hibridados que mantenía Arthur Montgomery, presidente de ZooGen, el segundo mayor creador de mascotas y ganado modificado de Norteamérica. Las posesiones personales de Montgomery incluían un pequeño pero bien provisto laboratorio biogenético y su fábrica, donde Montgomery diseñaba personalmente las criaturas híbridas usando ganado del rancho y muestras genéticas que, como se descubrió más tarde, habían sido tomadas de la junta directiva de ZooGen, en concreto de los miembros electos por los accionistas, que generalmente votaban contra Montgomery y su consejo de dirección. Además de la desafortunada madre de Robin, otros híbridos combinaban genes humanos con los genes de vacas (Guernsey), caballos (jordanos, una variación de ZooGen del caballo árabe) y llamas. Los híbridos tenían numerosas características humanas pero no eran más inteligentes que las razas animales de las que se originaban.
Cabría asumir que Montgomery había creado dicha reserva para placer personal, pero sería incorrecto. Montgomery era estricta y sencillamente heterosexual, y atendía sus necesidades con largas citas los martes y jueves proporcionadas por los principales servicios de compañía de la zona de Washington DC. El juego de Montgomery era más sutil que eso. Uno no trabaja en el campo de los animales modificados sin ser consciente del inquietante número de zoófilos que hay pululando por ahí. Su número no se limitaba a los granjeros jóvenes con acceso al alcohol y a los rebaños de ovejas; había ejecutivos, legisladores y famosos cuyos divertimentos personales oscilaban desde jugar a los «peluches» —disfrazar a la pareja de animalito— a zumbarse al perro cuando creían que no había nadie mirando. A lo largo de los años, la red personal de informadores corporativos y gubernamentales de Montgomery le había proporcionado listas exhaustivas de quiénes tenían determinadas tendencias y cómo las satisfacían.
El plan de Montgomery contra sus víctimas era sencillo: se ganaba su confianza (generalmente a través de acuerdos comerciales o donativos a comités políticos), les presentaba la reserva, les ofrecía una cata gratis que los convertía en adictos, y luego les proporcionaba acceso ilimitado a cambio de ciertos favores corporativos o gubernamentales. Normalmente, esto salía a la perfección, y el que ocasionalmente se resistía a hacer esos favores podía entrar en cintura por medio de amenazas. Montgomery, por supuesto, tenía una extensa colección de vídeos. En conjunto, el chanchullo funcionó perfectamente para Montgomery (y, por extensión, para ZooGen) durante un puñado de años.
Todo se vino abajo, como suele pasar con estas cosas, porque Montgomery se volvió avaricioso. Estaba chantajeando a Zach Porter, el presidente de una pequeña compañía de cosmética, y necesitaba un poco más de presión para convencerlo de que usara roedores modificados por ZooGen para las pruebas con animales de su compañía. Así que dejó que la oveja híbrida se quedara preñada. Montgomery había diseñado específicamente a los híbridos para que tuvieran veintitrés pares de cromosomas para este tipo de contingencia y manipuló el embrión con terapias de ADN y ARN a medida que se desarrollaba. No estaba seguro de cuál sería la criatura resultante, pero fuera lo que fuese, no sería una buena noticia para Porter, que se había casado con la hija de la familia fundadora de la compañía cosmética, fundamentalista cristiana de pies a cabeza.
Montgomery esperaba que Porter se plegara a su chantaje. Luego habría hecho abortar el feto. No esperaba que Porter le respondiera pegándole un tiro en la cabeza en su despacho de ZooGen y que luego se suicidara con el siguiente tiro, que es lo que Porter acabó haciendo. La nota de suicidio de Porter llevó a las autoridades policiales del condado de Prince William a inspeccionar las posesiones de Montgomery, donde encontraron la reserva de animales y los vídeos chantajeadores. Hubo un número inusitadamente alto de suicidios prominentes en la zona de DC en los días siguientes.
La oveja-mujer preñada presentó un problema. Las autoridades sanitarias del condado decidieron hacerla abortar, pero los parientes políticos y la viuda de Zach Porter amenazaron con presentar una demanda para detenerlos. Medio-oveja o no, la vida empezaba en la concepción y abortar un feto casi completo estaba mal. El condado, que quería olvidarse de todo el asunto, aceptó la oferta de la familia de pagar las necesidades médicas de la oveja-mujer hasta que diera a luz. El parto, un mes más tarde, fue practicado por un doctor y un veterinario, ninguno de los cuales pudo impedir (ni, posiblemente, tuvo muchas ganas de hacerlo) que la madre muriera desangrada durante la complicada operación. Un análisis genético mostró que el ADN de la recién nacida era casi por completo humano, excepto algún resto de ADN de oveja repartido al azar entre los cromosomas. La declararon humana y la ofrecieron a la familia política y la viuda de Porter.
La rechazaron diciendo que no era pariente suyo. Su interés hacia ella no iba más allá del hecho, y el momento, de su nacimiento. Los padres de Porter ya habían fallecido, y el donante de ADN humano de la mujer-oveja era desconocido. Declararon huérfana a la recién nacida y la pusieron al cuidado de Ron y Alma, que jamás llegaron a conocer la sórdida historia del nacimiento de su hija adoptiva, y por tanto no pudieron decirle nunca nada significativo sobre su pasado. Robin Baker no tenía ni idea de que fuera otra cosa sino plenamente humana.
∗ ∗ ∗
—Es una puñetera y jodida mierda, Harry —dijo Brian, mientras transmitía la información—. Técnicamente hablando.
—De pronto me haces recordar que tenías dieciocho años cuando te hiciste el escáner cerebral —respondió Harry.
—¿Eso significa que tienes una forma mejor de describirlo?
—No —admitió Creek—. Has dado en el clavo.
—¿Qué vas a hacer ahora?
—No lo sé. Encontrar nuestra oveja perdida de pronto se ha vuelto un poco más complicado. Tengo que pensar.
—Piensa rápido —dijo Brian—. Tienes una llamada.
—¿Quién es?
—Tú espera —respondió Brian, y pasó la llamada.
—Hola —dijo una voz—. Soy Robin. ¿Encontró la oveja?
—Curioso que lo pregunte —respondió Creek—. Escuche, Robin…
—¿Le gustaría quedar para salir?
—¿Qué?
—Una cita —dijo Robin—. Ya sabe. Dos personas salen, comen, charlan de tonterías y se preguntan cómo será el otro desnudo. ¿No ha salido con nadie antes?
—Sí —respondió Creek.
—Muy bien, entonces ya sabe cómo va. ¿Qué le parece? Creo que esta noche estaría bien.
—Es un poco repentino.
—No hay mejor momento que el presente —dijo Robin—. Es guapo e hice una búsqueda de su nombre sin encontrar ninguna orden de detención. Eso basta para cenar en un sitio público.
Creek sonrió.
—Muy bien. ¿Dónde le gustaría que quedáramos?
—En el centro comercial de Arlington.
—¿Quiere comer en el centro comercial?
—Oh, no —respondió Robin—. Salgo barata a la hora de comer, pero no tanto. Pero hay algo que me gustaría probar. De hecho, debería probarlo conmigo. ¿Ha jugado alguna vez al baloncesto?
—Claro.
—¿No tiene las rodillas flojas?
—Todavía no.
—Perfecto. Entonces, reúnase conmigo en la entrada occidental. Planta baja, a las siete. Vista informal. Adiós.
Colgó.
—Va a ser una cita interesante —dijo Brian.
—Necesito que me conectes con Ben.
—¿Por «Ben» te refieres a mi hermano Ben?
—Ese mismo —contestó Creek.
—Interesante. Supongo que no sabe nada de mí.
—Tengo que decirle que la oveja que estamos buscando es una mujer que tiene una tienda de animales —dijo Creek—. Si luego añado que su hermano menor ha resucitado como programa de ordenador, podría ser demasiado para él.
∗ ∗ ∗
Archie casi pasó por alto la conexión entre Robin y la oveja. La comprobación ordenada por Rod no había ofrecido nada de interés: un escaneo a largo plazo de sus archivos comerciales demostró que sólo había pedido una oveja en toda la historia de su tienda, y era una oveja común, no modificada genéticamente. Archie siguió remontándose en la historia de Robin, sumiéndose cada vez más en el aburrimiento, hasta que encontró la versión electrónica del primer documento de la vida de Robin: su certificado de nacimiento. Indicaba a «Jane Doe» como su madre y a Zach Porter como su padre.
Archie se dispuso a cerrar todos los documentos, y entonces vaciló. En algún lugar del fondo de su cabeza el nombre «Zach Porter» disparó algunas neuronas. Archie decidió que ése era un buen momento para hacer una pausa.
—Voy a buscar un tentempié —les dijo a los demás—. ¿Alguien quiere algo?
Zach, el otro tipo, apenas levantó la cabeza de su programa y negó con un gesto. Takk seguía durmiendo.
Rod y su grupo estaban instalados en un apartamento de mierda en un complejo de mierda en una parte de mierda de la ciudad. El apartamento de Rod estaba repleto de equipo caro que Archie sospechaba sería tentador para los delincuentes locales. Pero también advirtió, en el par de veces que había salido, que los vecinos daban un amplio rodeo para evitar el apartamento. Ser un cabrón que daba miedo significa que nadie te toca las narices.
La máquina expendedora estaba al fondo del pasillo, junto a la escalera; la pegatina en la esquina superior derecha del cristal expositor decía Ross Vending, Inc. Dentro del cristal había un conjunto realmente interesante de elementos a la venta, desde pequeños cartones de leche LSL (irradiada para ser almacenada seis meses) a paquetes triples de condones marca Susurros, con moléculas Electro-Ecstatic para hacer que la membrana del condón fuera lo más fina e impermeable posible. Archie no había probado nunca esa marca: combinar una descarga eléctrica y sus genitales no le parecía atractivo. La casilla B4 tenía una bolsita de chocolatinas blancas M&M’s. Archie sonrió: en efecto, eran las mejores. Introdujo su tarjeta de crédito y pulsó el botón.
Sintió como si alguien le hubiera apuñalado en los ojos. Archie se dobló, y su cabeza chocó con la máquina expendedora al hacerlo. Mientras su frente golpeaba el plexiglás de la máquina, le vino a la memoria la información sobre Zach Porter, y Archie recordó finalmente por qué se acordaba de ese nombre. Pasó un par de minutos más en el suelo, recuperando fuerzas, antes de volver a ponerse en pie y regresar dando tumbos al apartamento. Ya casi había llegado cuando se dio cuenta de que había olvidado su tentempié. Volvió a recogerlo.
De vuelta ante el ordenador, Archie buscó más artículos referidos a Zach Porter, y allí lo vio: Porter implicado en el asesinato con suicidio posterior de Arthur Montgomery. Naturalmente, Archie conocía muy bien el nombre de Arthur Montgomery. Si pudiera decirse que una organización tan silenciosa y nebulosa como la Iglesia del Cordero Evolucionado había tenido un apóstata, ése habría sido Montgomery. En uno de los pocos escándalos reales registrados en la Iglesia del Cordero Evolucionado, Montgomery había ingresado en ella, había escalado hasta lo más alto del programa de hibridación genética en la colonia de Brisbane y luego había vuelto a la Tierra para formar ZooGen, usando las técnicas genéticas de la iglesia.
Montgomery había apostado a que la Iglesia del Cordero Evolucionado daría marcha atrás antes de demandarlo y ver cómo toda su organización genética y sus objetivos acababan en los tribunales y los periódicos. La jugada le salió bien. El programa genético de la iglesia no era una empresa de máxima prioridad en sentido comercial (sus objetivos eran esotéricos y a largo plazo), y los irónicos que dirigían Hayter-Ross no querían que nada afectara a los negocios de su organización. Y en cualquier caso, una de las profecías más delirantemente vagas de Dwellin sugería que esto iba a pasar. La iglesia lo dejó correr, aunque sugirió a sus miembros que pensaran en invertir en acciones de ZooGen, ya que Montgomery había robado algunas técnicas muy avanzadas y beneficiosas.
Así que en una de esas curiosas paradojas, los miembros de la Iglesia del Cordero Evolucionado pronto formaron parte del mayor grupo de accionistas con derecho a voto. Tras el asesinato de Montgomery trabajaron en silencio para situar a un ejecutivo preparado por ellos como nuevo presidente. Varios años más tarde, los ejecutivos y el consejo de ZooGen votaron ser absorbidos por Hayter-Ross. Esto fue rápidamente aprobado por los accionistas. La FTC no vio ningún conflicto ya que, aparte del tema del ganado, Hayter-Ross había sido hasta ese punto un jugador marginal en el terreno de la bioingeniería.
Como muchos miembros de su iglesia, Archie era consciente del escándalo que condujo al asesinato de Montgomery, y de que había intentado chantajear a Porter: la oveja-mujer que Montgomery había hibridado era un uso horripilante de la ingeniería genética. Pero con todos los documentos por delante, Archie empezó a sospechar por primera vez que había una conexión entre la mujer de la tienda de mascotas y la oveja Sueño del Androide. Archie descargó los archivos de seguros de Robin para conseguir el nombre de su proveedor, entró en el sistema para obtener el mapa de su ADN, y lo pasó por el procesador.
—Joder —musitó, después de finalizar la comparación. Entonces llamó a Rod Acuña.
—¿Te estás quedando conmigo? —le dijo Acuña a Archie, unos cuantos minutos después.
—Todo está ahí. Ella es casi humana, pero hay secuencias enteras de su ADN que proceden de genoma de oveja.
—No parecía una oveja.
—Parece que la mayor parte de su ADN de oveja está en zonas del código que están desconectadas en los humanos —dijo Archie—. Se llama «ADN basura». No afecta a su aspecto ni a cómo funciona su cuerpo. Funcionalmente, es completamente humana. Pero según su ADN, tiene un dieciocho por ciento de oveja.
—Malditos científicos —murmuró Acuña—. Estropear a una mujer atractiva como ésa.
Abrió su comunicador e hizo una llamada.
∗ ∗ ∗
—Y una porra —le dijo el secretario de Estado Heffer a Ben Javna, a través del comunicador.
—No es broma, señor —repuso Javna—. Nuestra oveja es la dueña de una tienda de mascotas de Virginia.
—¿Y ya está? ¿No hay ninguna otra oveja de verdad?
—Es todo lo que tenemos —dijo Javna—. Todas las ovejas Sueño del Androide reales han sido sacrificadas. Quien las está matando se mueve rápido.
Heffer se frotó las sienes.
—Bueno, mierda, Ben. Esto es todo lo que tenemos.
—¿Dónde está usted, señor?
Heffer miró por la ventanilla de su avión delta, que iniciaba el descenso de su parábola.
—Que me maten si lo sé —contestó—. Todo el Océano Pacífico me parece igual. Aterrizaremos en Los Ángeles dentro de unos cuarenta y cinco minutos y luego tengo que ir al Departamento de Estado. El director de una sección se jubila. Vuelvo a DC a eso de medianoche, según tu horario.
—¿Qué quiere hacer? —preguntó Javna.
—¿Cuáles son nuestras opciones?
—Ahora mismo no se me ocurre nada —dijo Javna—. ADN aparte, se trata de una persona, ciudadana americana y de las UNT. No podemos entregársela a los nidu para una ceremonia sin su consentimiento.
—¿No podemos darle un cuarto de su sangre o algo por el estilo? —preguntó Heffer—. No creo que un cuarto de sangre sea una petición irracional.
—Estoy seguro de que necesitan la oveja entera. Es la impresión que saqué cuando llamé a la embajada nidu para preguntar los detalles. También me dio la sensación de que empiezan a ponerse nerviosos. Vamos a llegar muy pronto al límite del plazo.
—No les has hablado de ella.
—No —dijo Javna—. Pensé que usted querría ser consultado antes.
—Arrrgh —dijo Heffer, pronunciando la palabra en vez de gruñirla—. Bueno, esto forma parte del trabajo, ¿no?
—Lo siento, señor.
Javna había estado siguiendo las transcripciones e informes que llegaban del viaje de su jefe a Japón y Tailandia. Decir que el viaje había dado un mal giro sería implicar que en algún momento existió la posibilidad de que tomara un buen giro. Heffer esperaba conseguir concesiones de los dos países para permitir que más colonos de los países del Tercer Mundo saltaran a la primera fila de la colonización. Pero los países asiáticos eran tradicionalmente muy quisquillosos respecto a su estatus y sus cuotas de colonización. Tanto Japón como Tailandia, a su modo tan diplomático y amable, le habían dicho a Heffer que ni hablar. El viaje no había sido uno de sus momentos más brillantes.
—Mira —dijo Heffer—, al menos podríamos llamarla para que hable con nosotros. Tal vez podamos encontrar algún modo de llegar a un compromiso con los nidu si logramos que ella acceda a ayudarnos. Y en todo caso, podremos demostrarles a los nidu que estamos haciendo el esfuerzo. Lo necesitamos. ¿Crees que tu hombre puede conseguir que coopere?
—Tiene una cita con ella dentro de una hora o así —dijo Javna—. Puede preguntárselo entonces.
—¿Una cita? Por Dios, Ben.
—Se vio forzado a ello. Y además, la mujer no parece ser en parte oveja. Él tendrá que decírselo.
—No es una conversación habitual en una primera cita, ¿no?
—He tenido primeras citas que habrían mejorado mucho con algo así —dijo Javna.
—Bueno, nos ha pasado a todos. Pero eso no hace que el trabajo sea más fácil.
—No, señor.
—¿Debemos preocuparnos por ella? —preguntó Heffer—. Tenemos un montón de ovejas muertas.
—Estamos seguros de que quien está eliminando las ovejas no es consciente de que ella existe —contestó Javna—. Si lo supieran, probablemente ya estaría muerta.
—Ben, nuestro hombre tiene que traérnosla. Por su propia seguridad, al menos.
—No va a ser nada fácil. A riesgo de parecer melodramático, es muy duro decirle a una persona que es en parte oveja, que su vida corre peligro y que el gobierno la necesita para mantener la paz interplanetaria en una sola noche.
—No tenemos ninguna opción, Ben —dijo Heffer—. Tú mismo lo has dicho.
—Muy bien. Le diré que la traiga.
—¿Podrá hacerlo?
Javna se echó a reír.
—Señor, ese tipo se gana la vida dándole malas noticias a la gente —contestó—. Confíe en mí, tenemos al mejor hombre para este trabajo.
∗ ∗ ∗
—Tengo que decirte una cosa —le dijo Creek a Robin mientras recorrían el centro comercial de Arlington.
—No es por el chándal, ¿verdad? —repuso Robin, mirando su atuendo y luego a Creek—. Sé que está un poco viejo, pero es muy cómodo. Y ser dueña de una tienda de animales no te hace nadar en pasta.
—No me había fijado en tu chándal —dijo Creek. Él llevaba una chaqueta, camiseta y vaqueros.
—No sé cómo tomarme eso. ¿Significa que no te fijas en mí? Si es así, esta cita no está saliendo como esperaba.
Creek sonrió.
—Me he fijado en ti. De verdad.
—Buena respuesta —dijo Robin—. ¿A qué te dedicas, Harry?
—Trabajo para el Departamento de Estado. Soy facilitador xenosapiente.
Robin reflexionó al respecto.
—¿Ayudas a inteligencias no-humanas? Parece que fueras un dios o un gigoló. Lo cual podría ser realmente interesante… o repulsivo.
—No es ninguna de las dos cosas —dijo Creek—. Voy a embajadas alienígenas y les comunico malas noticias.
Robin frunció el ceño.
—Un trabajo duro.
—Hace falta cierta perspectiva —reconoció Creek.
—Entonces, ¿tienes una mala noticia para mí? —preguntó Robin.
—Bueno… —empezó a decir Creek.
—¡Mira! Ya estamos —dijo Robin, y señaló el cubo transparente de diez metros de altura del vestíbulo del centro comercial. Creek se asomó y vio a cuatro personas dentro, rebotando en las paredes.
—¿Qué es eso?
—Es BalónPared —dijo Robin—. Por eso estamos aquí.
—¿BalónPared? Jugaba a eso en tercer curso. Lanzas una pelota de tenis contra una pared y cuando vuelve la capturas. Si se te caía, tenías que llegar a la pared antes de que alguien tirara. Eso sí que era BalónPared.
—Bueno, dos cosas —aclaró Robin—. Primero, ese juego que dices se llama Suicidio, no BalónPared, y todo el que piense lo contrario es un friki y se equivoca. Segundo, ¿ves ese rótulo que dice «BalónPared» con un pequeño «tm» al lado? Estoy segura de que todo niño pequeño que juegue al Suicidio pero lo llame BalónPared pronto será un marginado.
—Parece un poco duro.
—Ya sabes cómo son los niños. Si no los controlas pronto, se te suben a las barbas. Vamos, hay poca cola. Entremos.
Robin le explicó las reglas mientras esperaban. El juego era similar al baloncesto, pues había que colar la bola por un aro para marcar. La pega era que el aro estaba a ocho metros y medio de altura, lo que hacía que cualquier tiro lanzado desde el suelo fuera imposible. Así que los jugadores se subían por las paredes de la cancha para llegar al aro, gracias al empleo de zapatillas especialmente equipadas con ampliadores de movimiento cinético en las suelas. Mientras Robin mencionaba todo esto, Creek vio a uno de los jugadores abalanzarse contra una pared, plantar un pie y luego impulsarse, hacia arriba y hacia la pared de al lado. Cuando la golpeó, volvió a impulsarse, aterrizó cerca del aro y encestó la pelota antes de dar una voltereta en el aire y caer, de espaldas, hacia el suelo. La superficie cedió bajo la velocidad del impacto y lo hizo rebotar hacia arriba. El jugador se irguió y aterrizó de pie.
—Por eso la gente no se mata —dijo Robin—. El suelo es sensible a la velocidad y amortigua los impactos. Así que hay que impulsarse con los pies en la pared para conseguir que los zapatos te den velocidad.
—¿Has estado leyendo sobre esto?
—Puedes apostar. Ese tipo que acaba de marcar solía jugar con los Terrapins. Los que inventaron el deporte están de gira por todo Estados Unidos con antiguos jugadores universitarios y profesionales, dejando que la gente juegue cinco minutos por parejas con ellos. Intentan crear emoción para la liga profesional que van a empezar el año que viene.
Se produjo un fuerte golpe cuando uno de los jugadores chocó contra la pared y la pelota quedó aplastada entre el cristal y él. Cayó al suelo, obviamente dolorido.
—Deduzco que ese tipo no era una antigua estrella de Maryland —dijo Creek. Otro jugador cogió la pelota y empezó a ascender hacia la canasta.
—Ver lastimarse a los aficionados es también divertido.
—Te olvidas de que nosotros somos los aficionados.
—Míralo de esta forma —dijo Robin—. No podemos hacerlo peor.
Los dos hombres que Creek y Robin tenían delante se hicieron a un lado, permitiéndoles acercarse al dependiente.
—Bienvenidos a BalónPared, el nuevo deporte más emocionante del mundo. Soy Chet.
Chet, a pesar de estar en la vanguardia del nuevo deporte más emocionante del mundo, parecía sospechosamente aburrido.
—¿Quieren retar a los mejores deportistas profesionales en un combate por parejas? —preguntó con el mismo tono sin inflexiones.
—¿Esos tipos de ahí dentro son de verdad los mejores jugadores profesionales? —preguntó Robin.
—Señora, a estas alturas son los únicos jugadores profesionales —contestó Chet—. Así que, técnicamente hablando, sí, son los mejores.
—No veo cómo podríamos rechazar una oportunidad así —le dijo Robin a Creek. Se volvió hacia Chet—. Muy bien, vamos a hacerlo.
Chet les tendió a ambos sendos formularios de descargo.
—Por favor, lean y firmen —dijo—. ¿Qué talla de pie usan?
Se lo dijeron. Chet se acercó a un pequeño armario y sacó sus zapatillas de deporte.
—Aquí pone que al jugar renunciamos a ejercer nuestro derecho a demandar por cualquier lesión, «incluyendo, pero no limitándose, contusiones, huesos rotos, dientes perdidos, parálisis, columnas dorsales lastimadas y la pérdida accidental de dedos» —dijo Creek.
—No me extraña que piensen que va a ser popular entre los chavales —contestó Robin—. ¿Tienes un boli?
—¿Vas a firmarlo?
—Claro. No me preocupa demasiado. Soy bastante atlética, y si nos ponemos en lo peor, conozco a varios buenos abogados que le darán la vuelta a este documento.
—No llevo ningún boli encima —dijo Creek.
Robin se volvió hacia el mostrador de Chet en busca de un bolígrafo, pero no había ninguno. Entonces miró al techo, molesta.
—Espera un momento —rebuscó en su bolso y acabó por encontrar un boli—. Aquí estás. Es el boli que ese tipo se dejó en la tienda hoy. Me olvidé de que lo tenía.
Firmó el documento y le tendió el boli a Creek.
—Diviértete un poco.
Creek firmó y le devolvió a Robin el papel y el bolígrafo. Ella le entregó la documentación a Chet, que había regresado con las zapatillas.
—Muy bien, tengo que explicarles cómo funcionan estas zapatillas —dijo Chet. Alzó una de ellas—. Dentro de la zapatilla, cerca de la punta, hay un pequeño sensor. Tienen que levantar el dedo gordo para que entre en contacto con el sensor. Al hacerlo, se activa el mecanismo de salto. Este mecanismo sólo se activa durante un segundo (eso es por su seguridad), así que tendrán que tocar el sensor cada vez que quieran saltar. Hay sensores en ambas zapatillas, pero cada activación funciona para ambas zapatillas al mismo tiempo, así que usen el dedo gordo con el que más cómodos se sientan. Dependiendo de lo fuerte que pulsen, pueden saltar hasta seis metros en el aire. El suelo está diseñado para amortiguar una caída desde cualquier altura, pero es posible que aterricen mal o choquen contra una pared. Así que, antes de que empiece el juego, dediquen un par de minutos a familiarizarse con las zapatillas. ¿Tienen alguna pregunta?
—¿Nos llevamos algo si ganamos? —quiso saber Robin.
—Se llevan dos entradas para un partido de la liga —respondió Chet.
—Magnífico. Segunda cita gratis —le dijo Robin a Creek.
Chet se los quedó mirando.
—Parecen ustedes adultos responsables en vez de los adolescentes atontolinados con los que suelo trabajar, así que voy a dejarles que se pongan las zapatillas ahora en vez de esperar a entrar en el cubo. Pero por si sienten la tentación de salir corriendo con ellas, deben saber que el mecanismo de salto se desconecta a cincuenta metros del cubo. Así que no crean que van a poder volver a casa brincando.
—¿De verdad que los chavales se marchan con ellas? —preguntó Robin.
—Dos intentos hoy —contestó Chet—. Los encargados de seguridad del centro comercial nos odian.
—Prometemos no salir corriendo —dijo Creek.
—Se lo agradezco. Muy bien, déjenme terminar de informar a esta otra pareja y luego van ustedes. Otros diez minutos o así. Pueden quitarse sus zapatos y dejarlos aquí mismo.
Chet se marchó a atender a los otros clientes. Robin se sentó para ponerse las zapatillas. Creek se apoyó en una farola decorativa, se quitó los mocasines y se calzó las zapatillas de BalónPared. Cuando se puso una, alzó el dedo gordo para palpar el sensor; estaba allí, un circulito resbaladizo que podía sentir a través del calcetín. Apretó con el dedo y sintió que las dos zapatillas vibraban. Se estuvo quieto para no provocar un salto, y apenas un segundo más tarde la vibración cesó.
—¿Sabes? Parecen las zapatillas de bolos más guais de la historia —dijo Robin, poniéndose en pie—. No creo que me pusiera unas para salir (quiero decir, aparte de ahora), pero tienen cierto atractivo kitsch. Por cierto, ¿qué quieres cenar?
—Creí que eras la directora de esta cita —respondió Creek.
—Oh. No, soy malísima para esas cosas. No sé si te has dado cuenta ya, pero soy espontánea y desorganizada.
—Y sin embargo, tienes tu propio negocio.
—Bueno, mi padre es contable. Él me ayudó a organizarme y me ayuda a mantenerme a flote. No sé qué haría sin él. Ojalá hubiera heredado sus dotes organizativas, pero soy adoptada. Así que tuve que imitar a la fuente. Imagino que uno de mis padres biológicos sería un poco lelo.
—¿Has intentado alguna vez averiguar algo sobre tus padres biológicos? —preguntó Creek.
Robin se encogió de hombros.
—Mis padres, mis padres adoptivos, me dijeron que habían muerto. Y aparte de un mal momento con Santa Claus cuando tenía ocho años, nunca me mintieron respecto a nada importante. Así que nunca me he puesto a buscar. Hubo un par de veces, de adolescente, en que pensé cómo sería conocer a mi «otra» familia. Ya sabes cómo son los adolescentes.
—Fui uno hace mucho tiempo —dijo Creek.
—Lo siento —respondió Robin—. De pronto me he puesto muy personal para una primera cita. No quiero que pienses que soy una de esas personas que sueltan su historia completa durante los aperitivos. No soy tan dependiente.
—No pasa nada. No me importa. De todas formas, creo que tenemos mucho de qué hablar durante la cena.
Robin abrió la boca para contestar, pero antes de que pudiera hacerlo un hombre con chaqueta deportiva se acercó.
—¿Robin Baker? —preguntó.
—¿Sí? —contestó ella.
El hombre se metió la mano en la chaqueta y sacó una cartera con una placa.
—Agente Dwight, FBI. Señorita Baker, tiene que venir conmigo. Aquí corre peligro.
—¿Peligro? —dijo Robin—. ¿Peligro de qué?
—No de qué. De quién —respondió el agente Dwight, y miró a Creek—. Corre peligro con él. Va a matarla, señorita Baker. Al menos va a intentarlo.