A las 4.22 de la madrugada, la alarma anticoyotes de Vernon Ames se disparó. Ames despertó al instante, apagó de golpe la alarma antes de que sonara por segunda vez y despertara a Amy, su esposa, a la que no le hacía mucha gracia que la sacaran de su sueño antes de haber dormido sus ocho horitas. Se puso la ropa que había dejado amontonada junto a la cama y salió de la habitación por el cuarto de baño adjunto, porque la puerta del dormitorio chirriaba muy fuerte, incluso (o sobre todo) cuando intentabas abrirla sin hacer ruido. A Amy no le hacía ni pizca de gracia que la despertaran.
Cuando salió por la puerta del cuarto de baño, Ames se movió con rapidez. Su experiencia con los coyotes le decía que tenía pocas oportunidades con esos hijos de puta: aunque consiguiera impedir que se llevaran un cordero, le morderían el cuello a alguna de sus ovejas, sólo por despecho, mientras los espantaba. La clave para enfrentarse a los coyotes era atacarlos pronto, cuando aún estaban en la periferia del rebaño, celebrando una asamblea para decidir a cuál de las ovejas se llevaban.
Ames presionó el pulgar contra la cerradura digital del armario para coger su escopeta y sus balas. Mientras cargaba el arma, observó el monitor del perímetro para ver adónde se dirigían los coyotes. El monitor mostró a tres cerca del borde del arroyo. Parecía que se habían parado a beber antes de dedicarse al plato principal.
Ames pudo ver también por el monitor que los coyotes eran más grandes de lo habitual; demonios, incluso podrían ser lobos. La gente del Departamento de Interior estaba realizando uno de sus intentos ocasionales para volver a introducir los lobos en la zona. Siempre parecían sorprendidos cuando los lobos «desaparecían» en unos meses. Los ovejeros eran lo suficientemente listos para no dejar los cadáveres por ahí. Los lobos eran un problema temporal de fácil solución. Los coyotes, por otro lado, eran como ratas cruzadas con perros. Les podías disparar, poner trampas, o envenenarlos, y seguían volviendo.
Por eso Ames había instalado el sistema de alarma para coyotes. Era muy sencillo: varias docenas de detectores de movimiento colocados en el perímetro de sus tierras y que seguían cualquier cosa que se moviera. Sus ovejas tenían implantados chips sensores que le decían al sistema que las ignorara. Todo lo demás era localizado. Si era lo bastante grande, Ames recibía una alerta. Qué tamaño debía tener para que la alarma sonara era algo que Vern tuvo que calibrar: después de unas cuantas falsas alarmas de madrugada, Amy dejó muy claro que más falsas alarmas acabarían con la cabeza de Vern debajo de una pesada maza de hierro. Pero ahora estaba bien calibrada y, aparte de algún ciervo ocasional, alertaba fielmente a Ames de los coyotes y otros grandes depredadores. Una vez detectó un puma. Ames falló aquel tiro.
Ames rebuscó en el cajón hasta encontrar el localizador portátil y luego salió por la puerta trasera. Había unos cinco minutos caminando hasta el arroyo. No servía de nada coger el coche para acercarse a los coyotes, ya que oían el motor de su todoterreno y escapaban mucho antes de que llegara allí. Los coyotes también podían oírlo acercarse a pie, pero al menos de esa manera tenía la posibilidad de aproximarse lo suficiente para disparar antes de que se dispersaran. Ames se acercó al arroyo lo más silenciosamente que pudo, maldiciendo en silencio cada vez que una ramita rota o una semilla crujía.
Cerca del arroyo, el localizador portátil empezó a vibrar en el bolsillo de su chaqueta, indicando que uno de los coyotes estaba muy cerca. Ames se detuvo y se agazapó, para no asustar al supuesto objetivo de su disparo, y sacó el localizador lentamente para ver dónde estaba el coyote más cercano. El localizador lo mostró detrás, dirigiéndose hacia él con rapidez. Ames oyó las pisadas y el susurro de algo grande rozando los matorrales. Se dio la vuelta, hizo girar su escopeta y apenas tuvo tiempo de pensar «eso no es un coyote» antes de que la criatura rebasara el cañón de su escopeta, le agarrara la cabeza con una zarpa del tamaño de un plato, y usara la segunda zarpa, de tamaño más o menos similar, para sumirlo en el olvido.
Un lapso de tiempo indeterminado después, Ames sintió que le daban una patada que lo devolvía a la consciencia. Se apoyó en un brazo, y usó la otra mano para palparse la cara. La notó pegajosa. Retiró la mano para mirarla. A la luz de la media luna creciente, su sangre parecía negruzca. Entonces, alguien se interpuso entre la luna y él.
—¿Quién es usted? —le preguntó una voz.
—¿Que quién soy? —contestó Ames, y mientras la lengua se le movía en la boca pudo sentir los dientes aflojados por el golpe que lo había dejado sin sentido—. ¿Quién demonios es usted? Ésta es mi propiedad, y éstas son mis ovejas. ¡Está usted invadiendo mi tierra!
Intentó levantarse. Una mano, de tamaño normal, lo empujó de vuelta al suelo.
—Quédese quieto —dijo la voz—. ¿Cómo supo que estábamos aquí?
—Dispararon mi alarma anticoyotes.
—¿Ves, Rod? —dijo otra voz—. Te dije que esas cosas eran para eso. Ahora tenemos que preocuparnos por la policía. Y ni siquiera hemos terminado.
—Calla —ordenó la primera voz, ahora llamada Rod, y devolvió su atención a Ames—. Señor Ames, tiene que responder a mi pregunta con sinceridad, porque de la respuesta dependerá que sobreviva usted a esta noche. ¿Quién recibe la alerta cuando suena esa alarma suya? ¿Sólo usted, o se transmite también a las autoridades locales?
—Creí que no sabía quién soy —replicó Ames.
—Bueno, ahora lo sé —dijo Rod—. Conteste a mi pregunta.
—¿Por qué iba a alertar al sheriff? —preguntó Ames—. A la oficina del sheriff le importan un comino los coyotes.
—Así que sólo tenemos que preocuparnos por usted.
—Sí —dijo Ames—. A menos que hagan suficiente ruido para despertar a mi esposa.
—Vuelta al trabajo, Ed —ordenó Rod—. Todavía tienes un montón de inyecciones que poner.
Ames oyó moverse a alguien. Sus ojos se estaban acostumbrando por fin a la tenue luz y pudo distinguir la silueta de un hombre cerca. Ames calibró su tamaño: tal vez podría con él. Miró alrededor, buscando su escopeta.
—¿Qué están haciendo aquí? —preguntó.
—Estamos infectando a sus ovejas.
—¿Por qué?
—Que me registren si lo sé, señor Ames —contestó Rod—. No me pagan para que pregunte por qué tengo que hacer las cosas. Sólo me pagan para que las haga. Takk —dijo, o algo parecido, y por el rabillo del ojo Ames vio algo enorme acercársele. Era la criatura que lo había dejado sin sentido. Ames se vino abajo: en el estado en que se hallaba no podía enfrentarse a dos tipos al mismo tiempo. Y, desde luego, no podría derrotar a aquello, fuera lo que demonios fuese.
—Sí, jefe —dijo la criatura, con una aguda voz nasal.
—¿Puedes encargarte del señor Ames? —preguntó Rod.
Takk asintió.
—Probablemente.
—Hazlo —dijo Rod, y se marchó. Ames abrió la boca para gritarle, pero antes de que pudiera tomar aliento, Takk se inclinó y lo agarró tan fuerte que el aire que escapó de sus pulmones emitió un audible chasquido. Takk se volvió hacia la luz de la luna, y Ames pudo echarle un buen vistazo antes de ir a algún lugar cálido, húmedo y asfixiante.
∗ ∗ ∗
Brian cobró consciencia al instante sabiendo dos cosas. La primera: era Brian Javna, de dieciocho años de edad, estudiante de último curso de Reston High, hijo de Paul y Arlene Javna, hermano de Ben y Stephanie Javna, mejor amigo de Harry Creek, a quien conocía desde parvulitos, cuando se encontraron por primera vez en una competición para ver quién comía más pasta. La segunda: también era un programa agente inteligente, diseñado para localizar y recuperar información por todas las redes de datos que los seres humanos habían creado a lo largo de los años. A Brian estos dos estados, generalmente contradictorios, le parecieron interesantes, y sumó los talentos derivados de ambos tipos de experiencia inteligente para elaborar una pregunta.
—¿Estoy muerto? —dijo Brian.
—Huum… —contestó Creek.
—No seas tímido. Déjame ponértelo fácil. Cuando despiertas sabiendo que eres un programa de ordenador, supones que algo ha salido mal. De modo que: ¿estoy muerto?
—Sí —respondió Creek—. Lo siento.
—¿Cómo morí?
—En una guerra. En la batalla de Pajmhi.
—¿Dónde demonios está Pajmhi? —preguntó Brian—. Nunca he oído hablar de ese sitio.
—Nadie había oído hablar de él hasta la batalla.
—¿Estuviste allí?
—Estuve.
—Sigues vivo —dijo Brian.
—Tuve suerte.
—¿Cuánto hace de esa batalla?
—Doce años.
—Bueno, eso explica por qué estás tan viejo.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Creek.
—¿Por estar muerto? —replicó Brian. Creek asintió. Brian se encogió de hombros—. No me siento muerto. Lo último que recuerdo es estar en un medidor cuántico, y eso parece que fue hace unos cinco minutos. Una parte de mí intenta que mi cerebro capte la idea de que ya no es real. Y, sin embargo, otra parte advierte que puedo concentrarme plenamente en varios problemas mentales a la vez, gracias a mi capacidad multifunción como agente inteligente. Mola.
Creek hizo una mueca.
—Así que ser un programa de ordenador no está tan mal.
—Me parece que esto hará más fáciles los videojuegos —dijo Brian, sonrió, y volvió a encogerse de hombros—. Tendremos que ver. Todavía no lo he asimilado. ¿Hay otros programas como yo? ¿Antiguas personas?
Creek negó con la cabeza.
—No que yo sepa —dijo—. Por lo que sé, a nadie más se le ha ocurrido crear un agente inteligente de esta manera.
—Tal vez porque, si lo piensas, no es exactamente ético.
—Pensaba que más bien porque la mayoría de la gente no tiene acceso a un medidor cuántico.
—Cínico.
—Brian, no sé si traerte de vuelta es moral o ético. Pero sí sé que necesito tu ayuda. No puedo decirle a nadie más lo que estoy haciendo, pero necesito a alguien en quien pueda confiar trabajando en esto, alguien que pueda hacer unas cosas mientras yo hago otras. Podremos hablar de temas éticos más tarde, pero ahora mismo tenemos que ponernos a trabajar.
—¿Y qué es lo que vamos a hacer? —preguntó Brian.
—Vamos a buscar ADN de oveja.
—Oh. Magnífico. Me encanta ver que nos concentramos en lo verdaderamente importante.
∗ ∗ ∗
—Ha hecho un buen trabajo con la búsqueda —le dijo Dave Phipps a Archie McClellan en una de las muchas cafeterías del Pentágono.
—Gracias —contestó Archie, y se frotó las palmas de las manos en los vaqueros. El análogo militar de un sándwich de huevo lo esperaba en una bandeja de plástico. Phipps lo señaló.
—¿No tiene hambre?
—Ahora mismo necesito cafeína —dijo Archie—. Me bebí unos cinco litros de gaseosa anoche. Creo que si como algo, voy a vomitar.
Phipps extendió la mano y cogió el sándwich.
—Escuche —dijo, entre bocados—. Tenemos que trabajar un poco más en ese proyecto. Asuntos estilo «no pienses de forma cuadriculada» que necesitan a alguien que sepa manejarse con los ordenadores. He comprobado su nivel de acceso de seguridad, y es lo suficientemente alto para lo que necesitamos.
—¿Qué tendría que hacer? —preguntó Archie.
—Un poco de esto, un poco de aquello —respondió Phipps—. Es una situación fluida. Necesitamos a alguien que pueda pensar rápido sin perder los nervios.
—Parece repleto de acción —dijo Archie, bromeando.
—Tal vez lo esté —contestó Phipps, sin bromear.
Archie se volvió a frotar las palmas de las manos.
—No comprendo. Sólo soy un tipo que trabaja con sus sistemas de archivos históricos. Tienen un ejército completo de genios de la informática que son buenos con las armas. Deberían usar a uno de ellos para eso que quieren hacer.
—Cuando quiera usar a uno de esos chicos, iré a buscarlo —contestó Phipps—. Mientras tanto, estoy buscando a alguien que sea competente y no cree jaleos. Y que no se preocupe por las armas. No las necesitará. Pero puede que necesite pasaporte. ¿Qué piensa de los alienígenas?
—¿Los que vienen del espacio exterior?
Phipps asintió. Dio otro bocado al sándwich de huevo.
Archie se encogió de hombros.
—Los que he visto parecían bastante agradables.
Phipps sonrió.
—No sé si el alienígena con el que va a trabajar podría ser considerado «agradable», pero no importa. ¿Acepta?
—¿En qué estuve trabajando anoche? —preguntó Archie.
—¿Por qué quiere saberlo?
—Si van a contratarme para algo, ayuda saber qué estoy haciendo.
Phipps se encogió de hombros.
—Estuvo usted cotejando ADN de una raza especial de oveja llamada Sueño del Androide. Ahora queremos atar unos cuantos cabos sueltos. Es un proyecto rápido, unos cuantos días como máximo.
—Este trabajo que voy a hacer… —dijo Archie—, supongo que no lo cubrirá el contrato que tengo con ustedes.
—Es una buena suposición.
—Entonces quiero cobrar el doble por hora.
—Digamos un cincuenta por ciento más —dijo Phipps, soltando el sándwich.
—Cincuenta por ciento más de nueve a seis y el doble las demás horas.
—De acuerdo —dijo Phipps, cogiendo una servilleta de papel para limpiarse los dedos—. Pero si le pillo hinchando las horas, le pegaré un tiro yo mismo.
Rebuscó en su chaqueta y sacó una libreta y un bolígrafo, garabateó una dirección, y se la entregó a Archie.
—Vaya a casa, dese una ducha y luego vaya a este sitio. Conocerá a un hombre llamado Rod Acuña. Será su supervisor de ahora en adelante. No le extrañe si es un poco brusco. No le pagan para ser simpático, y tampoco es simpática la gente con la que trabaja. Pero si hace usted su trabajo, todo saldrá bien, y puede que incluso haya una bonificación. ¿De acuerdo?
—Sí, de acuerdo —contestó Archie, y cogió el papel. Phipp se levantó de la mesa, se despidió con un gesto, y se marchó. Archie se quedó allí sentado unos cuantos minutos más, mirando los restos del sándwich de huevo, antes de que contuviera un bostezo y se marchara a casa.
Sam Berlant lo estaba esperando cuando se bajó del metro.
—¿Bien? —preguntó Sam, después de un beso de saludo.
—Estoy dentro —contestó Archie.
—No te mostraste demasiado ansioso, ¿no? Si te muestras ansioso, sospecharán de ti.
—No me mostré ansioso. Incluso regateé sobre lo que iban a pagarme.
—¿De veras? —preguntó Sam.
—Pedí el doble.
—¿Lo conseguiste?
—Puedes apostar a que sí —dijo Archie—. Bueno, entre las seis y las ocho, al menos.
—No eres guapo, Archie, pero desde luego eres listo. Que me zurzan si no eres el hombre más sexy que conozco.
—Eso suena bien.
—No te emociones demasiado —cortó Sam—. No hay tiempo para eso. Tú y yo tenemos una cita en la casa de reuniones. Vamos a ponerte un micro.
—Creo que esa gente se daría cuenta si llevo puesto un micro, Sam.
Sam sonrió y le cogió la mano.
—Sólo si lo llevas por fuera, tonto. Vamos.
La casa de reuniones no era tanto una casa como un sótano, situado a tres niveles bajo tierra de un alto edificio corporativo de Alexandria. El primer nivel era un gimnasio privado; una tapadera. De vez en cuando alguien que trabajaba en los pisos de arriba bajaba y trataba de hacerse socio. Estaba en una ubicación muy conveniente. Todos eran amablemente rechazados, con cupones para un mes gratis en el centro de fitness de la esquina. Eso solía funcionar, ya que a la gente le gusta la palabra «gratis». Los otros dos niveles inferiores eran la casa de encuentros propiamente dicha, y no existían en ningún plano arquitectónico. Habían falsificado hacía tiempo los planos de los archivos y, de todas formas, la misma organización dueña de la casa de encuentros poseía también el resto del edificio.
Archie y Sam atravesaron el gimnasio, saludaron a unos cuantos amigos que hacían ejercicio (tapadera o no, era un gimnasio excelente y en funcionamiento), y se dirigieron al vestuario masculino. Al fondo de la sala había una puerta con el cartel conserje, con un escáner que leía la palma de la mano. Archie y Sam atravesaron la puerta individualmente, después de colocar las palmas en el lector.
Tras la puerta del conserje había material de mantenimiento y una escalera que descendía. Archie y Sam la bajaron, volvieron a poner las palmas de las manos en un segundo escáner, y atravesaron otra puerta.
Se encontraron entonces en una pequeña antesala a la que los miembros se referían entre bromas como la Sala del Peligro. Una vez por década entraba en el pasillo alguien que se suponía que no debía estar allí; esos desgraciados eran «puestos en cartones de leche», por usar una oscura pero evocativa frase de la era del Fundador.
Archie y Sam fueron escaneados una última vez. Se produjo un pequeño chasquido cuando se abrió la puerta del fondo del pasillo. Los dos la atravesaron y entraron en la casa de encuentros de la Iglesia del Cordero Evolucionado.
La Iglesia del Cordero Evolucionado era notable en la historia de las religiones pues era la primera y única religión que admitía plenamente que su fundador era un auténtico timador. El Fundador era M. Robbin Dwellin, un escritor de ciencia ficción de principios del siglo XXI, de reconocido talento menor, y buscavidas profesional, que había publicado una novela sin ninguna repercusión crítica y comercial, y que no tenía ninguna perspectiva de publicar una segunda cuando se encontró enseñando en un taller de narrativa para adultos en la escuela del Monte San Antonio en Walnut, California.
Fue allí, mientras comentaba historias de amas de casa —rellenitas de mediana edad que seducían a fornidos quaterbacks de instituto— y de técnicos informáticos —orgías espaciales en cero-g—, donde Dwellin conoció a Andrea Hayter-Ross, que a sus setenta y ocho años era la alumna más vieja de su clase, e incidentalmente la única heredera de las fortunas combinadas de las familias Hayter y Ross, fruto de yacimientos de bauxita y máquinas expendedoras, respectivamente, lo que la convertía en la decimosexta persona más rica del planeta.
Hayter-Ross era de hecho una escritora dotada (seis libros con pseudónimo) y asistía a la clase porque investigaba para un artículo. Era una mujer interesante que usaba la típica fachada de misticismo de los ricos aburridos y diletantes para ocultar su aguda capacidad de observación. Era el tipo de persona que disfrutaba asistiendo a sesiones de espiritismo y bolas de cristal por el ambiente y para estudiar a la gente que la rodeaba, pero en realidad no esperaba hablar con ningún tío-abuelo muerto ni resonar con las vibraciones subetéreas del Universo. Dwellin fue lo suficientemente observador para advertir lo primero pero no lo segundo, y por eso cuando elaboró su plan para birlarle algo de dinero a la vieja grulla, no era consciente de hasta qué punto iba Hayter-Ross por delante de él en su juego.
Picoteando a placer de diversos textos de ciencia ficción y de la New Age, y añadiendo una pizca de sus pobres invenciones, creó una nueva religión, donde él era el profeta y predecía la llegada al siguiente nivel de la humanidad. Los escritos de Hayter-Ross, proclamó, hablaban de niveles de sensibilidad que rara vez había visto antes. Estaba dispuesto a revelarle los misterios de las catorce dimensiones divinas, tal como se las había revelado N’thul, un espíritu de infinita empatía, que sólo pedía la construcción de un templo, colocado en cierto emplazamiento sagrado (una franja de tierra cerca de una pequeña zona comercial en Victorville, ubicado en una carretera secundaria, que Dwellin había comprado unos años antes en un frustrado plan de desarrollo urbanístico), para concentrar mejor sus energías y ayudar a la humanidad a pasar a la siguiente fase de su evolución. El plan de Dwellin era sacarle a Hayter-Ross los costes de construcción y embolsárselos mientras inventaba una serie plausible de excusas para explicar por qué el templo no parecía construirse nunca. Calculaba que podría mantener la charada hasta que Hayter-Ross estirara la pata, cosa que no podía tardar mucho.
Hayter-Ross, que reconocía un buen argumento cuando lo veía, poseía también ese sentido de la crueldad que la gente increíblemente rica desarrolla a menudo al primer síntoma de desesperación financiera en los demás. Fingió tragarse la historia de Dwellin con los ojos muy abiertos y luego se dispuso a hacer bailar al hombre como a un mono sujeto por una correa. Subvencionó el templo con calderilla pero lo hizo de tal modo que Dwellin no tuvo acceso a los fondos; en cambio, Hayter-Ross proporcionó «ofrendas» basadas en poemas proféticos derivados de los encuentros de Dwellin con N’thul, escritos proféticos que ella dirigía dejando caer de vez en cuando insinuaciones sobre lo que le gustaría ver en ellos. Una vez le mencionó a Dwellin, con toda la intención, cuánto le gustaban las ovejas. En la siguiente «sesión» de Dwellin con N’thul, el Cordero Evolucionado (la mezcla de las amables y pastoriles cualidades de la oveja con la ruda y agresiva naturaleza del hombre) hizo su primera aparición.
Durante seis años, Dwellin elaboró miles de poemas proféticos, persiguiendo febrilmente los relativamente escasos ingresos que soltaba Hayter-Ross antes de caer finalmente muerto de agotamiento y ansiedad a la edad relativamente joven de treinta y ocho años. Hayter-Ross, que viviría hasta los ciento cuatro, hizo enterrar sus cenizas en el recién terminado (y, de hecho, bastante bonito) Templo del Cordero Evolucionado, en la base de una estatua que representaba a N’thul. Recopiló entonces sus poemas proféticos y los publicó como un volumen que acompañaba a su libro (el primero que publicaba con su propio nombre) sobre el intento de timo de Dwellin y la «religión» fundada a partir de ahí. Ambos libros se convirtieron en grandes éxitos de venta.
Irónicamente, los poemas de Dwellin eran lo mejor que el hombre había escrito en su vida y tenían una especie de lirismo místico. Los estudiosos de su obra sugirieron que era debido a los efectos alucinógenos de la fiebre, el alcoholismo y la malnutrición, pero también hubo quienes creyeron que Dwellin, aunque era un timador engañado por su propia víctima, anciana y sádica, podía haber encontrado algo realmente místico por accidente, a pesar de su propia naturaleza, volcada en la búsqueda de dinero.
Estas almas fueron las primeras en declararse miembros de la nueva Iglesia del Cordero Evolucionado, y se llamaron a sí mismos «empáticos» o «n’thulianos». Pronto se les unió otro grupo de individuos a quienes les gustó la idea de que los poemas proféticos de Dwellin se hicieran realidad, no porque fueran de inspiración divina, sino porque no lo eran. Si bien el grupo que trabajaba activamente para hacer que profecías enteramente ficticias se hicieran realidad consiguió salir adelante, todo el concepto de profecías de inspiración divina fue puesto en duda, consiguiendo una victoria para el pensamiento racional. Este grupo fue conocido como los «irónicos» o «hayter-rossianos».
A pesar de sus puntos de vista diametralmente opuestos hacia su supuesta religión, los empáticos y los irónicos trabajaron bien juntos, elaborando una doctrina práctica que se adecuaba a ambos tipos de feligreses y permitían que los dos integraran sus diferencias en un todo cohesivo que combinaba el sabor agrario y terreno de los empáticos con el pensamiento pragmático y tecnológico de los irónicos. En ninguna parte se desarrolló más agudamente esta integración que en el proyecto de cría de animales de la colonia de Brisbane. Fue allí donde la iglesia desarrolló múltiples cepas de ovejas a través de la combinación de prácticas tradicionales de cría y el juicioso uso de la manipulación genética. Después de todo, no había nada que dijera que el Cordero Evolucionado tuviera que evolucionar de modo natural.
Andrea Hayter-Ross se sorprendió como el que más porque había surgido una religión del patético intento de timo perpetrado por un escritor de mala muerte, y todavía se sorprendió más al descubrir que le gustaba la sencilla compañía de la gente que había adoptado esa religión. Cuando Hayter-Ross murió sin ningún heredero legal, dividió sus posesiones entre varios grupos filantrópicos, pero legó el control de las industrias de la familia Hayter-Ross a la Iglesia del Cordero Evolucionado. Esto causó gran consternación en el consejo de dirección, hasta que los diáconos de la iglesia demostraron ser puntillistas defensores de lo establecido y la cría animal (los miembros de la iglesia al cargo de los negocios eran casi todos de la rama irónica). En cuestión de veinte años, casi todos los que no pertenecían al consejo de dirección de Hayter-Ross se olvidaron de que una institución religiosa era la que controlaba la compañía.
Cosa que venía muy bien a los miembros de la Iglesia del Cordero Evolucionado. La iglesia prefería no hacerse notar mientras fuera posible, y seguía siendo pequeña tanto por decisión de sus miembros como por el hecho de que hace falta ser un cierto tipo de persona para querer unirse a una iglesia que se basaba en las desesperadas maniobras de un escritor de ciencia ficción de segunda fila. La iglesia reclutaba a sus adeptos principalmente entre técnicos científicos y entre los renacidos a la religión (había sorprendentemente una sustanciosa coincidencia), y naturalmente entre aquellos que trabajaban ya para una u otra de las compañías y proyectos Hayter-Ross. Archie, por ejemplo, se unió cuando trabajaba para LegaCen, una de las ramas más antiguas de la corporación Hayter-Ross, que estaba especializada en crear grandes estructuras de información para grandes corporaciones y gobiernos.
Allí fue reclutado por Sam, que era diácono de la iglesia y superior directo de Archie en LegaCen. Al principio fue algo estrictamente religioso; el sexo apasionado no llegó hasta después de que Archie dejara LegaCen. La iglesia no tenía ninguna regla en contra de que los diáconos se acostaran con sus congregantes, pero a LegaCen no le gustaba que sus jefes se tiraran a sus subalternos. Así es el mundo de las corporaciones.
En el día a día, Archie no pensaba mucho en su filiación religiosa. Una de las características de la Iglesia del Cordero Evolucionado era que guardaba absoluto silencio sobre los grandes asuntos de Dios, la otra vida, el pecado y todas esas tonterías. La pretensión de su iglesia de cumplir las profecías dwellinianas estaba enraizada casi por completo en el Universo material. Ni siquiera los empáticos llegaban a sugerir que Dwellin había contactado de verdad con seres espirituales: para ellos N’thul era más parecido a Santa Claus que a Jesucristo.
Este agnosticismo en los asuntos escatológicos implicaba que los feligreses del Cordero Evolucionado no pasaban mucho tiempo rezando ni adorando ni se dedicaban los domingos a cantar himnos (a menos que también fueran miembros de una iglesia más tradicional, cosa que no era infrecuente). Para lo que suelen ser las experiencias religiosas, se lo tomaban con calma. Esto era evidente en el trazado de la casa de encuentros, que parecía más bien el interior de un club social que una sala de reflexión. Una bola de discoteca todavía colgaba en un rincón, parte del decorado de la noche de karaoke que celebraban cada mes.
Pero todo esto hizo que el alcance de las profecías fuera más poderoso. Lo que Archie había visto en la pantalla de su ordenador en aquel sótano del Pentágono ya había sido previsto en los febriles escritos de aquel pobre cabroncete de Dwellin: El Poderoso pondrá sus poderes a la búsqueda del Cordero.
En sus mismas moléculas lo buscará; pero, aunque busquen, uno será testigo y querrá salvar al Cordero de todo daño.
No era una de las mejores profecías de Dwellin, pero esa época estaba hasta arriba de jarabe para la tos y dramamina, y tenía otras ciento veintiséis profecías que redactar antes de que Hayter-Ross firmara otro cheque. Así que tenía excusa. Y, de todas formas, resultó ser verdadera, lo cual disculpaba su falta de estilo.
Que Dwellin hubiera previsto este incidente porque había conectado con algo espiritual o que su iglesia se hubiera estado esforzando desde hacía décadas para lograr que sus escritos se cumplieran era algo irrelevante para Archie. De repente, había sido golpeado en toda la cabeza por los extraños detalles de su sistema de creencias y lo habían puesto a trabajar como una parte de su engranaje. Archie siempre se había considerado un irónico, pero esta historia lo estaba convirtiendo en empático en tiempo récord.
Archie y Sam no perdieron tiempo en la sala de reuniones. Sam cogió a Archie de la mano, lo dirigió a una segunda escalera y de ahí lo llevó a una habitación pequeña y de aspecto aséptico, brillantemente iluminada, con lo que parecía una silla de dentista en el centro. Los estaba esperando otro hombre: Francis Hamn, el obispo local, cuyo trabajo diario era el de «director» del centro de fitness, dos plantas más arriba.
—Archie —dijo, extendiendo la mano—. Has pasado un par de días interesantes. ¿Cómo te va?
Archie aceptó la mano y la estrechó.
—Si le digo la verdad, estoy un poco abrumado, obispo.
El obispo Hamn sonrió.
—Bueno, así es la religión, Archie. Un día es una forma agradable de pasar los fines de semana y al siguiente estás en medio de una auténtica diatriba religiosa. Ahora vamos a equiparte, ¿no te parece? Siéntate.
—Me preocupa todo esto —dijo Archie, pero se sentó de todas formas—. El tipo para el que estoy trabajando está muy bien situado en el Departamento de Defensa. Si hay el más mínimo asomo de que estoy espiando, me voy a ver metido en un buen lío. Creo que podrían juzgarme por traición.
—Tonterías —replicó el obispo Hamn—. El cargo de traición implicaría que intentas derrocar al gobierno, y nosotros no toleraríamos eso. Simplemente estás espiando.
—Que sigue siendo un delito grave —dijo Sam, apretando la mano de Archie.
—Oh.
—Por eso nos hemos asegurado de que no puedan detectar a los espías —aseguró el obispo Hamn, y le tendió un frasquito a Archie, que lo aceptó.
—¿Qué es esto?
—Tu micro —dijo el obispo—. En forma de gota para los ojos. Dentro de ese líquido hay millones de nanobots. Al echarte las gotas en los ojos, los nanobots se instalan en tu nervio óptico y leen y almacenan allí las señales. Son de composición orgánica, así que los escáneres no los detectarán. No transmiten a menos que estén en presencia de un lector, por lo que no filtrarás señales eléctricas. Además, el frasco está lleno de verdad de gotas medicinales, así que, si alguien lo examina, eso es lo que encontrarán.
—¿Dónde localizaré un lector? —preguntó Archie—. No podré escabullirme.
—En las máquinas expendedoras —dijo Sam—. Hayter-Ross tiene la exclusiva de las máquinas expendedoras del Pentágono, y posee aproximadamente el ochenta por ciento de esas máquinas en la zona de Washington DC. No tienes más que acercarte a una, meter tu tarjeta de crédito, y pulsar el botón «B4». Eso activará el escáner que descarga la información.
—Para que lo sepas —aclaró el obispo Hamn—, el escáner es un poco doloroso. Es como una descarga eléctrica en tu nervio óptico.
—Por eso siempre ponemos las chocolatinas realmente buenas en la casilla B4. Para compensar.
—¿Con qué frecuencia hacen ustedes esto? —preguntó Archie, viendo a su amante bajo una luz completamente nueva.
—Nos mantenemos ocupados —contestó el obispo—. La verdad es que llevamos mucho tiempo haciendo esto. Por eso sabemos cómo funciona.
—¿Qué pasa si salgo de Washington? —quiso saber Archie—. Me preguntaron si tenía pasaporte.
—Asegúrate de visitar una máquina expendedora antes de irte —contestó Sam—. Y tráeme un souvenir.
—Hagas lo que hagas, no te muestres nervioso —dijo el obispo Hamn—. Haz lo que haces habitualmente. Realiza tu trabajo para ellos lo mejor que puedas. No nos harás daño ayudándolos a hacer sus cosas. Cuanto más hagas, más sabremos. ¿Entendido?
—Entendido.
—Bien —respondió el obispo Hamn—. Ahora échate hacia atrás e intenta no parpadear.
∗ ∗ ∗
—¿Diga?
—¿Rancho Wyvern? —preguntó Creek.
—Sí.
—Me interesaría comprarles unas ovejas.
—No puede.
—¿Cómo dice?
—No hay ovejas —dijo la voz al otro extremo del comunicador.
—Rancho Wyvern es un rancho de ovejas, ¿no? —preguntó Creek.
—Correcto.
—¿Qué les ha pasado a las ovejas?
—Murieron.
—¿Cuándo?
—Anoche.
—¿Cuántas?
—Todas —dijo la voz.
—¿Qué pasó?
—Enfermaron.
—Así, sin más.
—Eso parece.
—Lo siento —dijo Creek.
—Yo no —respondió la voz—. El ganado estaba asegurado. Ahora soy rico.
—Oh. Bueno, pues entonces mi enhorabuena.
—Gracias —dijo la voz al otro lado, y desconectó.
Creek se volvió a mirar hacia donde estaba la imagen de Brian.
—Más ovejas muertas —dijo—. Vamos muy por detrás en este asunto.
—No me eches a mí la culpa —respondió Brian—. Lanzo ideas en cuanto las encuentro. Pero ellos, quienesquiera que sean, van por delante.
Era cierto. El rancho Wyvern era el cuarto rancho de ovejas con el que Creek había contactado, y la historia había sido la misma cada vez: toda la población de ovejas del rancho había muerto el día anterior por acción de un virus imparable. La única variante en la historia fue en la segunda llamada que hizo Creek, al rancho Ames en Wyoming: en esa llamada Creek tuvo un par de momentos de agobio al tratar con una loca que no paraba de gritar antes de que el hijo adulto de la mujer se pusiera en línea para explicar que su padre había desaparecido durante la noche: habían encontrado su escopeta y algo de sangre pero no mucho más. Y las ovejas estaban todas muertas o moribundas.
No había duda, Creek iba en el vagón de cola.
—He encontrado una más —dijo Brian.
Creek parpadeó. Habían pasado varias horas desde que Brian había terminado con la lista inicial de ranchos. Creek no era consciente de que todavía seguía buscando.
—¿Dónde?
—En Falls Church.
Creek volvió a parpadear. Falls Church estaba dos ciudades más allá de donde se encontraba.
—No es el sitio habitual para un rancho de ovejas —dijo.
—No es un rancho de ovejas —contestó Brian—. Es una tienda de animales. «Mascotas Robin: especialistas en mascotas no modificadas». Te interesará la dueña, Robin Baker.
—Envía la dirección a mi comunicador, por favor.
—¿No vas a llamar? —preguntó Brian.
—No. Puedo ir en coche. Y quiero salir de casa. Todas esas ovejas muertas al otro lado de la línea me están afectando.
—Muy bien. Ten cuidado.
—¿Hay algo que debería saber?
—Alguien lleva todo el día intentando entrar en tu sistema —dijo Brian—. Lo he estado rechazando, pero son ataques bastante insistentes, y han sido constantes. No tengo ninguna duda de que en cuanto salgas de la casa, te seguirán. Nos has metido en algo que no tiene sólo que ver con el ADN de unas ovejas.
∗ ∗ ∗
Mascotas Robin era una tienda modesta en una modesta calle comercial, entre un restaurante vietnamita y una boutique de manicura. Había un cartel en la puerta: mascotas no modificadas. Justo debajo, un segundo cartel más pequeño, escrito a mano: ¡No más gatitos! ¡por favor! Creek sonrió al verlo y entró.
—Estoy en la habitación del fondo —dijo una voz de mujer cuando él entraba por la puerta y activaba la campanilla—. Deme un segundo.
—No hay prisa —respondió Creek, y echó un vistazo a la tienda. Era en todos los aspectos una tienda de animales de lo más común. Una pared estaba cubierta de acuarios llenos de peces diversos, mientras que en otra había terrarios para pequeños reptiles y mamíferos, principalmente roedores de variado pelaje. En el centro de la tienda estaba el mostrador con su caja registradora y varios artículos de compras de último minuto. En ningún sitio había el menor atisbo de que pudiera haber una oveja.
—Magnífico —dijo Creek en voz alta.
La mujer salió de la habitación del fondo con una goma del pelo en los dientes, y se situó detrás del mostrador.
—Hola, ¿qué tal? —masculló—. Discúlpeme un segundo.
Agarró su voluminosa mata de pelo rojo rizado, y ligeramente húmedo, lo apretujó y se lo recogió con la goma.
—Ya estamos —dijo—. Lo siento. Estaba limpiando la jaula de los hámsteres y uno de ellos decidió mearse en mi pelo. Tuve que darme un lavado rápido.
—Eso le enseñará a no ponerse hámsteres en el pelo —dijo Creek.
—Nos conocemos desde hace cinco segundos y ya se está burlando de mí —replicó la mujer—. Creo que puede ser un récord. Iba a meter a esa bola peluda en otra jaula. Fue mala suerte por mi parte y buena puntería por la suya. ¿Quiere un hámster?
—No sé. Me da la impresión de que tienen problemas de vejiga.
—Gallina —dijo la mujer—. Muy bien. ¿Qué puedo hacer entonces por usted?
—Estoy buscando a Robin Baker.
—Soy yo.
—Me dijeron que podría usted tener una variedad concreta de oveja que estoy buscando —dijo Creek—. Aunque ahora que estoy aquí no veo cómo.
—Guau —replicó Robin—. Sí, no tenemos animales grandes de ese tipo. No hay espacio, como puede ver. ¿Qué clase de oveja está buscando?
—Una de una raza llamada «Sueño del Androide».
Robin hizo una mueca, y de repente pareció mucho más joven que los veintilargos años que Creek le había calculado.
—Creo que nunca he oído hablar de esa raza. ¿Está modificada genéticamente?
—Supongo que sí.
—Bueno, eso explicaría por qué nunca he oído hablar de ella —dijo Robin—. Esta tienda está especializada en mascotas y animales no modificados. Si buscara una faroe o una hébrida o incluso una persa de cabeza negra, podría indicarle a alguien que podría ayudarle. Pero ni siquiera sabría por dónde empezar con una de las razas modigenéticas. Hay tantas. Y todas están patentadas. ¿Quién le dijo que yo sabría dónde encontrar esa raza?
—Un amigo mío a quien sospecho que debería conocer mejor —respondió Creek.
—Bueno… —Robin se interrumpió cuando la campanilla de la puerta sonó y entró otro cliente—. ¿Puedo ayudarle?
—Sí —contestó el hombre—. Necesito un lagarto. Para mi chico.
—Tengo lagartos —dijo Robin. Creek se volvió para mirar al tipo. Era moreno—. ¿Tiene alguno en mente?
—Uno de ésos que pueden correr por encima del agua.
—¿Un lagarto Jesús? —dijo Robin—. Llevan extinguidos medio siglo. La gente convirtió sus hábitats en urbanizaciones. Pero tengo una salamanquesa que tal vez le guste a su hijo. Pueden pegarse a las paredes gracias a las fuerzas de Van der Waals. A los chavales les encantan.
—Muy bien —dijo el tipo.
—Tendré que venderle un paquete completo —propuso Robin—. Eso incluye la salamanquesa, un terrario, comida viva, y un libro sobre las salamanquesas. Son unos sesenta dólares en total.
—De acuerdo —respondió el tipo, y se acercó al mostrador con una tarjeta de crédito. Robin la aceptó, miró a Creek para hacerle saber que no se había olvidado de él y fue a recoger la salamanquesa y todo su kit.
—¿Al chaval le gustan los lagartos? —preguntó Creek.
—Ya sabe cómo son los críos —contestó el tipo, con un tono de voz que decía: «No me vuelva a hablar». Creek captó la indirecta.
—Aquí tiene —dijo Robin, colocando un pequeño terrario sobre el mostrador—. Tiene que decirle a su hijo que aunque la salamanquesa es monísima, sigue siendo un ser vivo. Esto es un animal sin modificar. Si juega demasiado con ella, enfermará y morirá, y luego tendrá usted un animal muerto, un chico decepcionado, y un terrario sin nada dentro. ¿De acuerdo? Firme aquí.
Introdujo el lector de tarjetas en su datáfono y le acercó el aparato. Él sacó un bolígrafo, firmó el recibo, agarró el terrario y salió por la puerta sin decir otra palabra.
—Un padre divertido —dijo Robin. Retiró el lector y luego buscó algo bajo el mostrador—. Y mire, se ha dejado el boli. Qué bonito. Para mí. ¿De qué estábamos hablando?
—De ovejas.
—Cierto. Nunca he tenido animales grandes aquí. Puedo conseguir una mascota que no tenga, por supuesto, pero como únicamente negocio con animales no modificados, sólo trabajo con gente que cría y vende no modificados. ¿Para qué necesita una oveja, de todas formas?
—Necesito una para una ceremonia.
Robin frunció el ceño.
—¿Como para un sacrificio? ¿Tipo Antiguo Testamento?
—No —dijo Creek.
—Y no será para una especie de matrimonio, ¿no? Usted y la oveja…
—No, de verdad.
—Muy bien, vale. Quiero decir, no es que parezca usted un bicho raro ni nada por el estilo. Pero nunca se sabe.
—¿Por qué vende solamente animales no modificados? —preguntó Creek—. Es por curiosidad.
—Hay un PetSmart un par de tiendas más allá —dijo Robin—. Todos sus animales son modigenéticos. No podía competir. Pero apenas se venden ya mascotas sin modificar, porque se mueren con demasiada facilidad. Las mascotas modigenéticas están diseñadas pensando en los niños de seis años, ya sabe.
—No lo sabía.
—Es verdad. Creo que es como impulsar la anormalidad. A un niño de seis años hay que enseñarle que se debe respetar a los seres vivos, y no crear mascotas para que puedan sobrevivir a un ataque con un mazo. Economía y moral… Así nos va. La gente que entra aquí respeta a los animales y les enseña modales a sus hijos. Bueno, habitualmente —dijo, señalando la puerta para indicar al último cliente—. ¿Está usted casado? ¿Tiene hijos?
—No y no —contestó Creek.
—¿De verdad? —dijo Robin, y miró a Creek de arriba a abajo—. Oiga, ¿cómo se llama usted?
—Harry Creek.
—Encantada de conocerlo, Harry —dijo Robin, y le tendió un papel—. Anote el nombre de la raza y su número de comunicador. Yo haré algunas llamadas. Puedo decirle que probablemente no encontraré nada, pero si lo encuentro por casualidad, se lo haré saber. Tome, puede usar mi nuevo boli.
—Gracias.
—Pero no crea que se lo podrá llevar —dijo Robin—. Soy una pequeña empresaria. Ese boli es un ingreso.
Harry anotó la dirección, se despidió, y regresó a su coche, que había aparcado en la calle lateral del centro comercial, junto a los contenedores de basura. Cuando arrancaba el coche, se dio cuenta de que algo se arrastraba sobre el contenedor. Era una salamanquesa.
Creek apagó el coche, se bajó y se acercó al contenedor. La salamanquesa se quedó inmóvil. Creek se asomó al contenedor. El terrario y el libro sobre las salamanquesas estaban encima de una pila de basura.
∗ ∗ ∗
—Tú, empollón —dijo Rod Acuña, señalando a Archie mientras entraba por la puerta—. ¿Está transmitiendo el bolígrafo?
—Está transmitiendo —respondió Archie, a quien no le gustaba su nuevo «equipo», que constaba de un humano lelo, un gran nagch que se pasaba casi todo el tiempo durmiendo, y ese tipo, su jefe, que empezó a llamarlo «empollón» nada más conocerlo y que al parecer se había olvidado de que tenía otro nombre—. Pero su tipo se marchó un par de minutos después de que saliera usted. La mujer no ha hecho nada más que cantar con la radio desde entonces. Le imprimiré una transcripción si quiere, pero tendrá que decirle a su amigo el grandullón que se mueva —dijo, señalando al dormido nagch—. Sus pies bloquean la salida de la impresora.
—Deja a Takk en paz —repuso Acuña—. Ha desayunado fuerte hoy. ¿Sabía la dueña de esa tienda algo sobre la oveja?
—No lo dijo —contestó Archie—. Ya he hackeado la conexión de su ordenador, pero no ha hecho ninguna búsqueda sobre ovejas. Lo único que ha hecho es conectar con un mayorista y hacer un pedido de alpiste.
—¿Y Creek? ¿Has entrado ya en su sistema?
—No —respondió Archie—. No sé qué tipo de protección tiene ese tipo, pero es increíble. Rechaza todo lo que le lanzo.
Acuña hizo una mueca.
—Se suponía que eras bueno con esta mierda.
—Soy bueno —dijo Archie—. Pero este tipo también lo es. Muy bueno. Estoy trabajando en ello.
—Ya puestos, averigua algo más sobre esa mujer —ordenó Acuña antes de marcharse. Archie se preguntó, y estaba seguro de que no sería por última vez, dónde se había metido.
∗ ∗ ∗
—¿Qué es eso? —preguntó Brian mientras Creek entraba.
—Una salamanquesa —contestó Creek, depositando el terrario sobre la mesa de la cocina.
—Eso se llama saber vender.
—¿Puedes entrar en el sistema de Mascotas Robin? Quiero comprobar una tarjeta de crédito.
—Ya estoy dentro —dijo Brian—. ¿Qué estás buscando?
—Sigue un cobro hecho mientras yo estaba en la tienda —explicó Creek—. Debieron de ser unos sesenta pavos. Averigua todo lo que puedas sobre el usuario de la tarjeta.
—Estoy en ello. Aparte del reptil, ¿cómo te fue?
—Fatal. Robin no tenía la menor idea de lo que estaba hablando.
—¿Qué le dijiste?
—Le dije que estaba buscando ovejas —dijo Creek—. ¿Qué esperabas que le dijera?
—Oh. Oh. Vale. Supongo que no fui claro al respecto.
—¿Qué?
—Cuando te dije que buscaras a Robin Baker, no me refería a que le preguntaras por las ovejas —dijo Brian—. Quería decir que ella es lo que buscas.
—Estás chalado. Es humana.
—Es casi humana —dijo Brian—. Pero su ADN tiene componentes de oveja.
—No te entiendo.
—Debe de ser bastante bonita para que no entiendas lo que te estoy diciendo. La dueña de tu tienda de animales es un híbrido humano-oveja. El tipo de oveja a partir de la cual fue hibridada era, en parte o del todo, de la variedad Sueño del Androide. Es una oveja, Harry.
—Estás loco perdido.
—Llámame HAL y hazme cantar Daisy, Daisy —dijo Brian—. Eso seguirá sin cambiar el hecho.
—¿Cómo lo has averiguado?
—Las compañías de seguros no sólo tienen archivado el ADN del ganado, amigo mío.
—No te dije que buscaras ADN humano.
—Lo sé —respondió Brian—. Pero ¿no es por eso por lo que querías un agente inteligente que fuera inteligente de verdad? ¿Para que encontrara cosas que no se le habían ocurrido al usuario? Míralo de esta forma. Ya has ido un paso por detrás antes. Ahora vas por delante. Porque te garantizo que a nadie más se le ha ocurrido esto todavía. Naturalmente, el tiempo corre.