Capítulo 3

Harris Creek estaba sentado frente a Lingo Tudena, el agregado cultural kathungi, realizando su trabajo para el Departamento de Estado: transmitir las malas noticias.

—Lo siento, señor Tudena —dijo Creek—. Pero me temo que no podemos dejar que su esposa entre en el planeta.

Las alas vestigiales de los hombros de Tudena, que habían estado aleteando nerviosas, en espera del visado de su esposa, se detuvieron a mitad del aleteo.

—¿Perdone? —dijo a través de un vocodificador.

—Su esposa, señor Tudena —repitió Creek—. Su visado ha sido denegado.

—Pero ¿por qué? —preguntó Tudena—. El Consejo de Artes me aseguró que su visado no sería ningún problema. Sólo unas comprobaciones de rutina. Ningún problema.

—Normalmente no hay ningún problema —dijo Creek—. Pero en el caso de su esposa ha surgido algo.

—¿Qué?

Creek vaciló un momento, luego advirtió que no había ninguna forma agradable de decirlo, ni para él ni para Tudena.

—Su esposa, señor Tudena. Ha entrado en su ciclo de fertilidad.

Tudena ladeó la cabeza en lo que sería el equivalente kathungi de un parpadeo sorprendido.

—Imposible. No estoy allí para iniciarlo. Debe tratarse de un error.

Creek buscó en su maletín y le entregó a Tudena el informe médico. Éste lo cogió con uno de sus antebrazos y se lo acercó a uno de los ojos simples que los kathungi utilizaban para los objetos cercanos. Después de unos segundos, sus alas vestigiales empezaron a sacudirse de manera caótica. Fisiológicamente, los kathungi no tienen ninguna necesidad de derramar lágrimas, pero según cualquier baremo emocional estaba claro que lloraba.

Los kathungi eran un pueblo con una cultura hermosa y artística, y un proceso de procreación que repugnaba a todas las demás especies sentientes con las que habían entrado en contacto. Después de una fase de casi un mes donde la hembra kathungi era iniciada en un ciclo de fertilidad por su macho, tanto el varón como la hembra kathungi quedaban feromónicamente atrapados en una fase de «vómito»: la hembra kathungi se veía asaltada aleatoriamente por contracciones de su saco de huevos y vomitaba sobre todo lo que tuviera cerca un fluido lechoso de olor rancio, cargado de cientos de miles de huevos.

Al ver y oler la erupción, el macho kathungi la imitaba con una pota verdosa y aún más hedionda que cubría los huevos. Las dos sustancias se convertían entonces en una masa gelatinosa cuyo propósito era proteger y nutrir los huevos fertilizados hasta que eclosionaran. Para entonces, los padres kathungi ya no estaban presentes: los kathungi no eran nutridores, algo raro entre las especies sentientes. Los huevos eclosionaban y producían larvas voraces parecidas a grillos que se comían todo lo que hallaban en su camino (incluyendo a las otras larvas). Hasta una fase muy posterior, los miembros de las filas, enormemente disminuidas, de larvas supervivientes no desarrollaban los cerebros necesarios para ser conscientes de sí mismos.

Los detalles y repercusiones de la reproducción kathungi se hicieron notar en la Tierra poco después de que las NUT permitieran que los kathungianos que no pertenecían al cuerpo diplomático visitaran el planeta con visados de turista. Una joven pareja kathungiana decidió cruzar en coche Estados Unidos y llegaron hasta Ogallala, Nebraska, antes de que los asaltara la fase de vómito. Los dos alquilaron una habitación en un motel de carretera en la salida de la Interestatal 80 y se pasaron el siguiente día y medio con el cartel de no molesten en la puerta, cubriendo la habitación con hasta tres centímetros de baba en algunos sitios. El personal de limpieza del hotel dimitió antes de tocarla; el director acabó usando una pala, lo metió todo en la bañera, y abrió la ducha para diluir la masa lo suficiente para que pasara por el sumidero.

Una semana más tarde, los clientes del motel salieron gritando de sus habitaciones cuando millones de larvas kathungi, tras haber consumido los contenidos de la enorme y mal atendida fosa séptica, emigraron en masa por las tuberías en busca de comida. El director entró corriendo en una de las habitaciones armado de un matamoscas y un bote de Raid matacucarachas. Las larvas kathungi se lo comieron todo, menos la cremallera de plástico de sus pantalones y los remaches de metal de sus zapatos; siete clientes no llegaron a ser encontrados nunca. Después de consumir todos los bocados orgánicos que el hotel tenía que ofrecer, las larvas, con sus depredadores naturales lejos, en el planeta natal kathungi, se lanzaron sobre la ciudad de Ogallala como una plaga bíblica.

El gobernador de Nebraska impuso la ley marcial y envió a la Guardia Nacional a erradicar las larvas. Cuando se descubrió que aquellos insectos eran en realidad larvas kathungi, el gobernador fue llevado a juicio por la CC acusado de xenocidio y cientos de miles de cargos individuales de asesinato de miembros de una especie sentiente. El asombrado gobernador cumplió el resto de su mandato desde la prisión federal situada (dolorosamente para alguien de Nebraska) en Leavenworth, Kansas. Poco después, las NUT cambiaron su política de visados para exigir que las hembras kathungi que visitaran la Tierra cumplieran un control de natalidad: en ninguna circunstancia se permitiría a ninguna hembra kathungi que hubiera comenzado su ciclo de fertilidad poner de los pies en el planeta.

El hecho de que la esposa del agregado cultural fuera fértil condenó sus posibilidades de viajar a la Tierra. El hecho de que la esposa del agregado cultural hubiera comenzado su ciclo de fertilidad mientras su marido estaba lejos iba a condenar su matrimonio. No se entra en un ciclo de fertilidad al azar. Y no se entra en un ciclo de fertilidad sin tu cónyuge.

Creek apartó amablemente el informe médico del agregado cultural, cuyas alas aún se sacudían arriba y abajo.

—Lo siento —dijo.

—Ella siempre decía que quería venir a visitar la Tierra —musitó Tudena. Su vocodificador, sintonizado para las emociones de su portavoz, insertó tristes sonidos de sollozos.

—¿No sabía que usted intentaba conseguirle un visado? —preguntó Creek.

Tudena sacudió la cabeza.

—Iba a ser una sorpresa —dijo—. Iba a llevarla a Disneylandia. Me han dicho que es el lugar más feliz de la Tierra.

Las alas de sus hombros empezaron a sacudirse violentamente, y Tudena enterró la cabeza en sus antebrazos. Creek extendió una mano y le dio una palmadita en su quitinoso caparazón. Tudena se apartó de la mesa y salió tambaleándose por la puerta. Varios minutos más tarde uno de sus ayudantes vino a recoger a Creek, le dio las gracias por su tiempo, y lo escoltó hasta la puerta de la embajada.

El título oficial de Creek en el Departamento de Estado era «facilitador xenosapiente», que no significaba absolutamente nada para nadie más que para el contable del Departamento de Estado, quien podía decir que un facilitador xenosapiente obtenía la paga de grado GS-10. El título no oficial de Creek, más adecuado y descriptivo, era «portador de malas noticias». Cada vez que el Departamento de Estado tenía que darle una mala noticia a un miembro del cuerpo diplomático alienígena que era lo bastante importante para requerir una respuesta personal pero no lo suficiente para necesitar a alguien que realmente importara, se enviaba a Creek.

Era el proverbial trabajo sucio. Pero, del mismo modo proverbial, alguien tenía que hacerlo, y Harris Creek era sorprendentemente bueno en ello. Hacía falta un humano especial para mirar a diversos miembros de diversas especies alienígenas al órgano que cumpliera sus funciones oculares y decirles que se le negaba una petición de visado, o que el Departamento de Estado era consciente de que unos asesinos planeaban matarlo en el viaje de vuelta a su mundo natal, o que, debido a un memorable arrebato de embriaguez pública en el carrusel de Union Station, que causó que el vómito lanzado por el alienígena cayera sobre unos aterrados niños humanos que celebraban una fiesta de cumpleaños, su estatus diplomático estaba en un tris de ser revocado. Creek había hecho todas esas cosas, entre otras.

Los miembros de las especies alienígenas tenían formas distintas de mostrar furia y pena, desde el triste y silencioso meneo de cabeza del señor Tudena, a la destrucción ritual de propiedad. La mayoría de la gente, no importaba su formación diplomática, simplemente no estaban equipados psicológicamente para tratar con un miembro de una especie alienígena que se dejaba llevar por los nervios delante de ellos. Las porciones reptilianas del cerebro, agrupadas cerca del tallo cerebral, anulaban demasiado a menudo la materia gris y hacían que el débil humano saliera por piernas, dejando fluidos cuando el «agua va» de la respuesta «lucha o huye» calaba hondo.

Harris Creek no tenía nada parecido a la formación diplomática de sus colegas: de hecho, no tenía ninguna formación cuando aceptó el trabajo. Pero tampoco echaba a correr cuando los muebles empezaban a volar. Para ese trabajo concreto, era suficiente. Era más fácil aprender diplomacia que aprender a controlar la vejiga delante de un miembro encabritado del cuerpo diplomático alienígena. La mayoría de la gente no piensa así, pero es cierto.

Una vez fuera de la embajada kathungi, Creek encendió su comunicador para localizar su siguiente cita: era en el Instituto Larn en la calle K. Creek iba a tener que decirle a un nuevo miembro de un grupo de presión tang que, aunque el Departamento de Estado estaba dispuesto a considerar como un malentendido cultural una amenaza de comerse a los hijos de la representante de las NUT si no votaba como querían, hacerlo una segunda vez tendría repercusiones muy negativas.

—Hola, Harry —oyó Creek decir a alguien. Alzó la cabeza y vio a Ben Javna apoyado contra una columna de mármol.

—¿Qué tal, Ben? —respondió Creek—. Qué casualidad encontrarte aquí.

—Pasaba por aquí y te he visto —dijo Javna, y entonces señaló con la cabeza en dirección a la puerta por la que Creek acababa de salir—. ¿Malas noticias para los kathungi?

—Para uno de ellos —respondió Creek, y echó a andar. Javna lo siguió—. Bueno, para dos, al menos. Pero sólo uno está en la Tierra. Eso es parte del problema, supongo.

—Así que sigues disfrutando de tu trabajo.

—No sé si «disfrutar» es la palabra que yo emplearía —dijo Creek—. Eso implicaría cierto nivel de sadismo, por disfrutar al dar malas noticias a la gente. Lo encuentro interesante. Pero no sé cuánto tiempo podré seguir haciéndolo.

—Dar malas noticias a la gente acaba por afectar a cualquiera —comentó Javna.

—No es eso. Esa parte está bien. Es que la gente empieza a saber quién soy. Ayer fui a la embajada phlenbhami y el tipo a quien se suponía que debía ver dijo a su secretario que no me dejara pasar. Pude oírlo gritar en phlenbahni al otro lado de la puerta. Mi comunicador lo tradujo. Me llamaba «el ángel de la muerte». Me pareció bastante desconsiderado.

—¿Por qué estabas allí? —preguntó Javna.

—Bueno, en ese caso concreto era para informarle de que un coche con matrícula diplomática asignado a la embajada phlenbahni había sido relacionado con un atropello fatal con huida en Silver Spring —admitió Creek—. Da igual. No sabía que yo estaba allí por eso. Es extraño poner nerviosos a los alienígenas sólo por existir. Tarde o temprano estoy seguro de que me van a impedir pasar de la puerta de las embajadas. El Departamento de Estado no es precisamente eficaz, pero alguien acabará por darse cuenta. Tal vez debería empezar a buscar otro trabajo.

Javna se echó a reír.

—Es curioso que menciones eso, Harry —dijo—. Tengo un trabajo que hay que hacer. Y para el que me vendrían muy bien tus habilidades.

—¿Necesitas que le dé una mala noticia a alguien? —preguntó Creek—. Jill y tú seguís bien, ¿no?

—Somos felices como recién casados, Harry. No me refiero a esas habilidades. Tus otras habilidades. Las que no te pagan para que uses en este momento.

Harry se detuvo y miró a Javna.

—Tengo un montón de habilidades por las que no me pagan en este momento, Ben. Algunas de las cuales no tengo mucho interés en volver a usar.

—Relájate. No es nada de eso.

—¿Qué es?

—Bueno, no hablemos de ese tema ahora mismo —dijo Javna—. ¿Por qué no nos vemos esta noche? Digamos a eso de las seis y media.

—Estoy libre —respondió Creek—. ¿Quieres tomar una copa?

—Estaba pensando que podríamos vernos en lo de Brian. Hace tiempo que no me paso.

—En lo de Brian… —dijo Creek.

—Claro. Allí estaremos tranquilos. ¿A las seis y media?

—A las seis y media —accedió Creek. Javna sonrió, saludó y se marchó sin mirar atrás. Creek se lo quedó mirando largo rato, y luego se dirigió al Instituto Larnn.

Setenta y cinco metros más atrás, al otro lado de la calle, Rod Acuña abrió su comunicador y llamó a Dave Phipps.

—Otro encuentro en la calle —dijo cuando Phipps atendió la llamada.

—Joder. Es el cuarto en hora y media. Está jugando con nosotros. Sabe que estás ahí, Rod.

—No me ha visto. Lo garantizo.

—No estoy diciendo que lo haya hecho —dijo Phipps—. Estoy diciendo que sabe que lo estoy haciendo vigilar.

—Sí, bueno, éste encuentro podría ser el de verdad. Javna y el tipo que acaba de ver han quedado esta noche a las seis y media para tomar una copa.

—¿Dijo dónde?

—En el bar de un tal Brian —dijo Acuña—. Aunque tal vez el bar se llame así.

—Sea como sea, lo encontraremos —repuso Phipps—. Síguelo, Rod. Llámame si descubres algo nuevo.

Acuña cortó la comunicación y siguió a Javna.

∗ ∗ ∗

Lo de Brian era la sección 91, espacio 4088 del Cementerio Nacional de Arlington. Javna ya estaba allí cuando llegó Creek.

—Me estaba acordando del día en que Brian y tú intentasteis asesinarme —dijo Javna, sin volverse. Había oído acercarse a Creek—. Ya sabes, con el prototipo del cohete.

Creek sonrió.

—No intentábamos asesinarte, Ben. De verdad.

Javna volvió la cabeza.

—Lanzasteis el cohete contra mi coche, Harry.

—Era pequeñito. Y además, habías salido del coche.

—Casi había salido del coche —corrigió Javna—. Y ojalá hubiera estado dentro. Al menos habría impedido que el cohete me quemara los asientos.

—Posiblemente. Pero entonces habrías acabado con quemaduras de tercer grado en todo el cuerpo.

—Un trasplante de piel las habría arreglado —dijo Javna—. Pero era un coche clásico. Esos asientos eran de cuero de vaca de verdad. Ya no los hacen así. Podría haberos matado a los dos. Tendría que haber hecho que mi abogado seleccionara el jurado con entusiastas de los coches clásicos. Os habrían condenado en menos de una hora.

Creek abrió los brazos, implorando.

—Te pido humildemente perdón, Ben. Siento que quemáramos tu coche. Nuestra única excusa era que entonces teníamos diez años y éramos notablemente estúpidos para nuestra edad. Además, no seas demasiado duro con tu hermano. Lanzar el cohete fue idea mía.

—Es uno de los motivos por los que me caes bien, Harry —dijo Javna—. Sigues defendiendo a Brian aunque ya no pueda servirle de nada. Antes de que os marcharais los dos, me dijo que fue él quien apuntó al coche con el cohete. Dijo que tú trataste de impedírselo.

Creek volvió a sonreír.

—Bueno, era un coche clásico. Me pareció que era una lástima incendiarlo.

—Ojalá hubieras sido más persuasivo.

—Ya sabes cómo era Brian —dijo Creek—. No podías llevarle la contraria.

Los dos permanecieron delante del espacio 4088, sección 91, durante un minuto, en silencio.

—No hacía falta que me trajeras aquí para hablar de algo que Brian y yo hicimos hace veinte años, Ben —dijo Creek amablemente.

—Cierto.

Javna se metió la mano en el bolsillo del abrigo y le lanzó algo a Creek. Era un brazalete con un disquito de metal.

—Póntelo y pulsa el botón —le dijo.

Creek se puso el brazalete con un poco de esfuerzo y pulsó el botón rojo del centro del disco. Pudo sentir una pequeña vibración que surgía del artilugio. Miró a Javna, que también llevaba otro. Javna colocó un pequeño cubo sobre la lápida de Brian, sujetándola con dos ventosas a uno de los lados. Pulsó la parte superior.

—Eso debería bastar.

—¿Bastar para qué? —preguntó Creek.

—Me seguían cuando me encontré contigo antes —dijo Javna—. Puse unas cuantas pistas falsas en mi camino para confundir a mis seguidores, y estoy convencido de que creen que nos vamos a ver en un bar. Pero nunca se tiene demasiado cuidado.

Javna señaló el cubo.

—Ese aparatito hace dos cosas. Crea una esfera de ruido blanco en un radio de diez metros. Todo el que intente escuchar a más de diez metros de distancia oirá estática, si usan los aparatos de escucha convencionales. También hace vibrar la lápida, para confundir los aparatos que pueden registrar la transmisión del sonido, haciendo rebotar láseres en objetos sólidos y procesando las ondas de sonido. El artilugio de la muñeca hace lo mismo con nosotros. No es que tengan muchas posibilidades con los láseres. Los cuerpos humanos son malos conductores del sonido, y la lápida no les ofrece mucho con lo que trabajar. Este encuentro al aire libre fastidia la detección por medio de láser. Pero más vale prevenir.

—Sigue quedando leer los labios —dijo Creek.

—Bueno, pues entonces trata de no moverlos demasiado.

—Estas chorradas de capa y espada me aburren, Ben. ¿Qué es lo que pasa?

Javna volvió a meterse la mano en el bolsillo y sacó un tubito curvo.

—¿Has visto alguna vez uno de éstos? —se lo tendió a Creek.

—Creo que no —respondió Creek, aceptándolo—. ¿Qué es?

Javna le contó la historia completa, desde el asesinato a pedos hasta la necesidad de encontrar la oveja Sueño del Androide.

—Alucinante —dijo Creek—. Repugnante, pero alucinante.

—Digamos que quisiera averiguar quién fabricó esto —propuso Javna—. ¿Cómo lo haría?

Creek observó el aparato que tenía en la mano.

—Supongo que no es un aparato fabricado en serie.

—Probablemente no.

—Entonces, alguien lo diseñó de la nada o alteró un diseño existente. Probablemente podrías comprobar la base de datos de la Oficina de Patentes y Registros de las NUT para ver si existe algo como esto, y si es así, podrías intentar ver quién ha accedido a la información en el último año más o menos. Suponiendo que tu tipo buscara en la base de datos del gobierno y no en un archivo privado, podrías encontrar algo.

—Entonces, ¿crees que podríamos pillar así al tipo?

—Claro, si el tipo es idiota y no se molestó en cubrir sus huellas —respondió Creek—. ¿Te parece la clase de persona que estás buscando?

—Probablemente no —repitió Javna.

—Hay otro sitio donde buscar. Esto no está producido en serie pero no es algo que se pueda fabricar en el taller de tu garaje. Probablemente, lo hicieron en un fabricador a pequeña escala. —Creek miró a Javna, quien se encogió de hombros—. Un fabricador a pequeña escala es como una impresora que funciona en tres dimensiones —explicó Creek—. Le proporcionas un diseño y materia prima y te «imprime» el objeto que quieres hacer. Es ineficaz porque no sirve para hacer muchas cosas, pero sería perfecto para un trabajo como éste.

—¿Cuántas cosas de ésas hay por ahí? —preguntó Javna.

Creek se encogió de hombros.

—No sabría decírtelo. Supongo que un par de cientos en la zona de DC —dijo—. Los utiliza gente que necesita repuestos de cosas antiguas cuyos fabricantes ya no existen o han dejado de fabricar las piezas de ese producto. Como ese viejo coche tuyo. Si alguna vez conseguiste un repuesto, probablemente fue fabricado. Pero podrías estrechar la búsqueda de un par de maneras. Esto es un objeto casi por completo de metal, así que podrías ignorar los fabricadores que producen plásticos, cerámicas, y compuestos de carbono. Eso seguirá dejándote con unas pocas docenas, pero al menos es un número más pequeño.

—Pero eso sigue sin decirnos cuál de esos fabricadores creó este chisme.

—No, pero podrías avanzar mucho a partir de ahí. Los fabricadores son como cualquier objeto mecánico: hay pequeñas diferencias únicas en su resultado. Pon esto bajo el microscopio para averiguar la pauta única de su fabricador. Es la técnica forense básica.

Le tendió el aparato a Javna, pero éste alzó la mano.

—¿Quieres que me lo quede?

—Quiero que averigües quién lo fabricó —dijo Javna—. Eso, y otra cosa más.

—¿Cuál?

—Necesito que me encuentres esa oveja de la que te he hablado.

—No puedes hablar en serio.

—Hablo completamente en serio.

—Ben, un encargo de ésos es un trabajo a tiempo completo incluso para los analistas e investigadores de verdad. Y, por si no te has dado cuenta, ya tengo un trabajo a tiempo completo. Tú me lo conseguiste, ¿recuerdas?

—Lo recuerdo. No te preocupes por el trabajo. Ya te he dado cobertura. Tu jefa ha recibido la noticia de que durante las dos próximas semanas participarás en un programa de formación de la oficina de Xenosapientes del Departamento de Estado. Y da la casualidad de que hay un programa de formación para la oficina de Xenosapientes dentro de las dos próximas semanas.

—Cojonudo —dijo Creek—. Luego está el pequeño detalle de que estoy completamente desentrenado en lo que me pides que haga.

—Dedujiste muy rápido cómo localizar al fabricador.

—Joder, Ben. Cualquiera que vea series de detectives podría haberte dicho lo mismo.

—Harry, que ahora mismo estés holgazaneando con un trabajo sin salida no significa que yo tenga que fingir que no sé lo que puedes hacer.

—Eso no es muy justo, Ben.

Javna alzó una mano.

—Lo siento. Pero ¿sabes, Harry? Si tuviera la mitad de tu cerebro y tu talento, ahora mismo estaría gobernando el país. Quiero decir, demonios, sé que tu actual trabajo te parece interesante. Pero es como usar un impulsor de espacion para ir a la tienda a comprar una botella de leche.

—No todo el mundo quiere gobernar el mundo.

—Es curioso, le dije a Heffer algo parecido sobre ti —contestó Javna—. Pero no tienes que gobernar el mundo. Sólo quiero que lo salves un poquito. Tenemos que encontrar estas cosas, pero no puede ser obvio que las estamos buscando. Necesito a alguien en quien pueda confiar para que lo haga por mí, y lo haga sin llamar la atención. Tú encajas con la descripción, Harry. Necesito tu ayuda.

—No tengo lo que necesitaría para hacer todo esto —dijo Creek—. Ni siquiera tengo ordenador ya, ¿sabes? Tengo mi comunicador y los procesadores de mi casa. Es todo.

—¿Qué le pasó a tu ordenador?

—Tuve una crisis de fe al respecto. Almacené el material con el que estaba trabajando y se lo di a los hijos de los vecinos.

—Entonces te conseguiremos uno nuevo. Dime qué necesitas.

—¿Cuál es tu presupuesto? —preguntó Creek.

Javna sonrió, se metió de nuevo la mano en el bolsillo, y le dio a Creek una tarjeta de crédito.

—Crédito anónimo —dijo.

—¿Cuánto?

—Ahora mismo no lo sé —respondió Javna, y señaló la tarjeta—. No creo que estas tarjetas se queden sin crédito. Así que no la pierdas, o tendré problemas.

—Oh, vaya. Un chico podría divertirse mucho con un juguetito como éste.

—No te entusiasmes demasiado —dijo Javna—. Si adquieres un atolón en el Trópico, se notará. Compra todo lo que necesites. Pero nada más.

—No te preocupes —respondió Creek, guardando la tarjeta—. También voy a necesitar acceso. No sé cuál es mi nivel de acceso en la base de datos de las NUT, pero sea cual sea te garantizo que no es lo suficientemente alto.

—Ya está hecho —repuso Javna—. Pero es como la tarjeta de crédito. Usa tus poderes con sabiduría.

—¿Seguro que Heffer está de acuerdo? No quiero que te busques líos por lo que yo haga.

—Heffer confía en mí —dijo Javna—. Yo confío en ti. Por tanto, cuentas con la confianza de Heffer. Durante exactamente seis días. Todo tendrá que estar hecho y resuelto para entonces.

—No es mucho tiempo.

—Y a mí me lo dices… Pero es el tiempo que tenemos.

—Muy bien —dijo Creek—. Lo haré. Pero tienes que prometerme que mi trabajo seguirá aquí dentro de dos semanas.

—Es una promesa. Y si tu jefa me da algún problema, haré que la despidan y podrás ocupar su puesto.

—Más vale que no. Puede que yo sea un holgazán, pero el trabajo me gusta.

—Lamento el comentario —dijo Javna—. Has hecho algunas cosas importantes, Harry. Y siempre te has portado bien con mi familia. Siempre has estado ahí para ayudarnos. No lo he olvidado. No lo hemos olvidado.

Ambos se volvieron a mirar la lápida.

—Ayudé mejor a unos que a otros —dijo Creek.

—No te culpes por lo de Brian, Harry. No fue cosa tuya. Fue suya.

—Te prometí que cuidaría de él.

—Siempre defendiendo a Brian… —dijo Javna—. Tú mismo lo has dicho. Ya sabes cómo era Brian. No se le podía llevar la contraria. No se le podía cuidar porque él no cuidaba de sí mismo. Lo sabemos. Nunca te echamos la culpa. Hiciste lo que pudiste. Y luego te aseguraste de que volviera con nosotros. La mayoría de los muchachos que mueren allá arriba no logran regresar. Tú nos lo trajiste de vuelta, Harry. Para nosotros significó mucho más de lo que puedes imaginar.

∗ ∗ ∗

—¿Esto es el Cementerio Nacional de Arlington? —le preguntó el secretario de Defensa Pope a Phipps mientras contemplaba las fotos.

—Así es, señor —contestó Phipps.

—Creí que habías dicho que iban a un bar.

—Dijeron que iban a verse para tomar una copa —aclaró Phipps—. No se nos ocurrió que Javna pudiera dirigirse a la tumba de su hermano hasta que ya estuvieron allí.

—Lerdos —dijo Pope.

«Oh, y tú te habrías dado cuenta al instante, ¿verdad, gilipollas?», pensó Phipps.

—Sí, señor —dijo—. No estamos usando a nuestra gente para este caso. Estoy empleando a un especialista sugerido por Jean Schroeder. Rod Acuña. Schroeder dice que lo utiliza a menudo, a él y a su equipo.

—Bien —contestó Pope—. Pero dile que le siga mejor la pista a partir de ahora. —Pope agitó la foto que tenía en la mano—. ¿Sabemos de qué estaban hablando?

—No —respondió Phipps—. Javna llevaba un disruptor sónico portátil. —Phipps se preparó para que volvieran a llamarlo «lerdo», pero Pope se contuvo. Después de un par de segundos, Phipps continuó—: Pero pensamos que éste es el tipo que Javna va a utilizar para su pequeño proyecto.

—¿Quién es?

—Harris Creek —dijo Phipps—. Harris es de hecho su segundo nombre. Su nombre de pila es Horatio.

—Lo cual explica por qué usa su segundo nombre.

—Es un viejo amigo de la familia de Javna —continuó Phipps, repasando sus notas—. Sobre todo de Brian Javna, que era el hermano menor de Ben Javna. Hay una diferencia de doce años entre los dos. O la había. Creek y Javna se enrolaron en el Ejército al mismo tiempo, cuando cumplieron dieciocho años. Estuvieron juntos en la batalla de Pajmhi. Brian Javna murió allí.

Pope hizo una mueca.

—Bienvenido al club —dijo.

A nadie en la comunidad de Defensa de las NUT le gustaba mucho hablar de la batalla de Pajmhi. Había habido desastres mucho peores en la historia de los conflictos armados humanos, pero Pajmhi tenía la desgracia de ser el más reciente.

—Creek obtuvo la Cruz al Servicio Distinguido —siguió Phipps. Pope alzó una ceja al oírlo—. Una nota de su comandante en jefe se incluyó en su expediente, diciendo que dicho comandante en jefe quiso en principio recomendar a Creek para la Medalla de Honor del Congreso, pero que Creek se irritó tanto ante la sugerencia que tuvo que retractarse. Parece que Creek ni siquiera recogió su medalla. La mayor parte de su batallón fue aniquilado en Pajmhi. Creek fue trasladado a una brigada de la policía militar, donde cumplió el resto de su servicio. Se reenganchó una vez y se licenció con honores como sargento.

Phipps pasó a otra página.

—Después del servicio, Creek entró en el Departamento de Policía de Washington DC, donde trabajó en delitos electrónicos. Ya sabe, fraude, hackers, pederastas de chats. Ese tipo de cosas. Dejó la policía hace tres años y pasó un par de años sin empleo.

—¿Qué, como los sin techo? —preguntó Pope.

—No, como eso no. Definitivamente, sin techo no. Sus padres le dejaron una casa en Reston después de que se marcharan a Arizona. Simplemente, no trabajó para nadie.

—¿Qué hizo?

—No lo pone —dijo Phipps—. Pero hace unos quince meses empezó a trabajar para el Departamento de Estado como facilitador xenosapiente, sea lo que sea eso. Se pasa la mayor parte del tiempo visitando embajadas de otros gobiernos planetarios de la CC. No tiene formación diplomática, ni siquiera tiene un título universitario. Así que podemos suponer que Ben Javna le ayudó a conseguir el puesto.

—¿Cómo puede un héroe de guerra semianalfabeto ayudar a Javna ahora? —preguntó Pope—. No le veo ningún sentido.

—Bueno, ésa es la cosa —respondió Phipps—. Está usted dando por hecho que es semianalfabeto porque no tiene ningún título universitario y es ex policía. Pero ésa no es toda la historia.

Phipps rebuscó entre sus papeles y colocó uno sobre la mesa de Pope.

—Mire esto. En su último año de instituto, Creek ganó la Medalla de Oro Nacional en la competición de Ciencia y Tecnología de Westinghouse. Diseñó una interfaz de inteligencia artificial para ayudar a la gente con enfermedades motoras degenerativas a comunicarse con el mundo exterior. Fue derecho al MIT y lo aceptaron en Cal-Tech y Columbia. Es un tipo realmente listo, señor.

—Era un empollón informático y, sin embargo, se enroló en el Ejército —dijo Pope—. No es la jugada obvia.

—Justo antes de su graduación lo arrestaron —contestó Phipps, y le tendió a su jefe otra hoja—. Brian Javna y él irrumpieron en un laboratorio de física de la Universidad George Washington y se hicieron mutuamente escáneres cerebrales con el rastreador cuántico del laboratorio. Al parecer, Creek hackeó el sistema de seguridad del laboratorio para poder entrar, y luego Javna logró que el personal les dejara pasar. Casi los convenció para que los dejaran marcharse, pero entonces apareció el director del laboratorio y los hizo detener a ambos. El laboratorio recibía fondos del Ejército, y algunos de sus proyectos eran clasificados. Así que técnicamente Creek y Javna podrían haber sido acusados de traición. El juez encargado del caso les dio a elegir entre ir a juicio o enrolarse en el Ejército y limpiar sus historias después de cumplir el servicio. Se enrolaron.

—Eso sigue siendo hace doce años, Dave —dijo Pope—. Una docena de años es como un siglo en cuestiones de tecnología. Son como los años para los perros. Podría estar completamente desfasado.

—Ha estado trabajando con ordenadores desde que estuvo en el Ejército, señor —explicó Phipps—. Esos años en la policía de Washington. Y cuando un empollón informático se toma un par de años libres y se esconde del mundo, probablemente no es para ponerse a practicar con videojuegos. Se pone al día.

—¿Sigue viviendo en Reston?

—Sí, señor. Ya estamos trabajando para instalar micrófonos en sus líneas.

—Seamos un poco más proactivos —dijo Pope—. Resultaría útil para todo el mundo implicado si encontráramos lo que Creek está buscando antes que él.

—Schroeder nos ha dado el genoma de la Sueño del Androide —contestó Phipps—. Todo lo que tenemos que hacer es empezar a buscarlo.

—Pues manos a la obra. Pero no quiero que utilices a nadie de nuestro personal habitual, y desde luego no quiero que utilices personal militar. Son muy quisquillosos con eso de la cadena de mando.

—Este departamento conoce a muchos contratistas —dijo Phipps—. Podría utilizar a uno de ellos. Puedo codificar los datos para que no sepa qué busca.

—Hazlo —ordenó Pope—. Y trata de encontrar a uno listo. No sé hasta qué punto es bueno ese tal Creek, pero cuanto antes nos pongamos en marcha, más tiempo tardará en alcanzarnos.

∗ ∗ ∗

Archie McClellan nació para ser un empollón de la informática. Hijo de empollones que a su vez eran hijos de empollones, que a su vez fueron traídos al mundo por miembros del clan de los empollones informáticos, Archie estaba condenado a ser un empollón no sólo por los genes que flirteaban de manera recurrente con el síndrome de Asperger a través de múltiples líneas genéticas, sino por su propio nombre.

—Te pusimos el nombre de un antiguo protocolo de búsqueda —le dijo el padre de Archie, un ingeniero electrónico del sistema del metro de DC cuando estaba en el jardín de infancia—. Igual que tu hermana —dijo, indicando a la gemela de Archie, Verónica, quien, a pesar de todas sus predisposiciones genéticas en contra, ya había empezado un reinado de popularidad que la impulsaría a la dirección de la Revista de Leyes de Harvard, y que había jurado no decirle a nadie el origen de su nombre. Archie, por otro lado, creía que esa información era súper molona. Era un empollón informático antes de saber escribir (cosa que fue a la edad de dos años y dos meses).

Como también encajaba con su nombre, Archie McClellan se especializó en administrar los diversos sistemas de archivos históricos que operaban en los polvorientos rincones de los muchos departamentos del gobierno de las NUT. Una de las historias favoritas de Archie se produjo cuando lo arrastraron al sótano del Departamento de Agricultura y se encontró con un IBM System 360, un clásico nada menos que de 1965. Archie McClellan se volvió a la secretaria que lo había llevado al sótano y le dijo que había más poder informático en la tarjeta de visita que tenía en su mesa que en toda esa antigua mole. La ayudante hizo una pompa de chicle y le dijo que no le importaba si la hacían funcionar enanitos dándole a los botones, pero que había que conectarla a la red. Archie se pasó un día aprendiendo OS/360, reconectó aquel gigantesco seso de mosquito con la red, y cobró el triple de su tarifa habitual.

Así que cuando Archie se encontró camino de un sótano similar en el Pentágono, asumía que se dirigía hacia otra máquina del Pleistoceno, aún conectada a la red, debido a la directriz del gobierno de no eliminar sistemas de archivos antiguos porque entonces las décadas de datos serían ilegibles. Ningún fabricante de ordenadores de hoy hace que sus máquinas sean compatibles con las tarjetas perforadas, los DVD-ROMs, los cubos de memoria contraíbles o los holo-codificadores. Le sorprendió un poco cuando llegó a su destino y vio la máquina.

—Este modelo es de este año —le dijo a Phipps, que estaba esperando en el sótano.

—Supongo que sí.

—No comprendo. Me contrataron para mantener su sistema de archivos.

—Pero puede usted trabajar con los ordenadores de hoy, ¿no? —preguntó Phipps—. ¿O el ordenador tiene que ser más antiguo que Cristo para que lo utilice?

—Por supuesto que no.

—Me alegra oír eso. Tengo un trabajo para usted.

El trabajo consistía en comparar unos datos codificados con otros datos de una base codificada. El trabajo de Archie sería supervisar el proceso de recuperación de datos, y si era posible, acelerarlo; la base de datos codificada era enorme y el proyecto tenía severas restricciones de tiempo.

—Sería más fácil si los datos no estuvieran codificados —le dijo Archie a Phipps.

—Trate de hacerlo más fácil —respondió Phipps, y miró su reloj—. Son las nueve de la noche. Volveré mañana a las nueve de la mañana para comprobar sus progresos, pero si encuentra algo antes, puede enviarme un mensaje.

—Mi contrato deja claro que todo trabajo desde la medianoche a las seis de la mañana cuenta como horas extra.

—Muy bien, me alegro por usted —replicó Phipps—. Hay una máquina expendedora al fondo del pasillo a la derecha. El cuarto de baño está a la izquierda. Diviértase.

Y se marchó.

Archie emplazó el terminal en la oficina del sótano para empezar a buscar en la base de datos, y luego volvió arriba para recoger su ordenador personal de trabajo. Lo utilizó parta optimizar la rutina de búsqueda tanto como fuera posible, dadas las restricciones de la codificación, pero después de un par de horas de juguetear se dio cuenta de que incluso el código plenamente optimizado buscaba en un espectro demasiado lento para lo que sospechaba eran las expectativas de su nuevo jefe.

«A la mierda», se dijo, copió los datos codificados en su propio ordenador, y hackeó la codificación. No fue difícil hacerlo: quien había codificado los datos usó el programa que venía con el sistema operativo del ordenador. La codificación era la supuestamente casi inexpugnable estándar de 16 384 bits, pero gracias al inevitable y torpe código del fabricante del sistema operativo, el generador de codificaciones que la acompañaba contaba con varios aplicativos que podían ser utilizados para vencer la codificación con pasmosa facilidad. El caso se hizo público finalmente cuando una televisión local de Minneapolis mostró a un niño de ocho años hackeándola.

Casualmente, casi al mismo tiempo que el reportaje se emitía en Minneapolis, la zona metropolitana de Seattle, Washington, experimentó un terremoto de 5,3 en la escala Ritcher. Los técnicos lo atribuyeron a que Bill Gates se retorcía en su tumba. Los fabricantes del sistema operativo finalmente crearon un parche, pero los encargados técnicos del gobierno no eran célebres por mantenerse al día.

Los datos resultaron ser algún tipo de ADN, lo cual fue una excelente noticia para Archie. El ADN se presta extraordinariamente bien para la optimización de búsquedas, ya que se puede samplear el código ADN, y buscar variantes basándose tan sólo en esa porción del código en vez de en todo el genoma. Todo el ADN de la base de datos codificada que mostrara variantes podía ser descartado, dejando un conjunto más pequeño para examinarlo de manera levemente más rigurosa. Repítelo unas cuantas veces con números progresivamente más pequeños de moléculas de ADN en tu base de datos, y obtendrás tus resultados.

Ahora todo lo que Archie tenía que hacer era identificar la especie. Descargó un secuenciador shareware que prometía una base de datos de referencia de más de treinta mil especies de animales y plantas (¡ampliable a más de trescientos mil, sólo por 19,95 dólares!), y una base de datos especial que contenía la secuenciación de mil quinientas razas de ganado, animales domésticos, y plantas comunes. Puso a procesar el genoma, y se fue a la máquina expendedora en busca de una lata de Dr. Peppers. Que dejó caer al instante cuando vio el origen del ADN que le esperaba a su regreso. Siguieron varios segundos de asombro boquiabierto y sin parpadear, más un rápido salto hacia su ordenador. Archie desinstaló el secuenciador, borró el archivo codificado resuelto, se mordió el pulgar durante unos buenos sesenta segundos, y luego se dirigió a su ordenador y reformateó toda su memoria. Por si acaso.

Luego se fue al cuarto de baño del fondo del pasillo, se metió en un reservado e hizo una breve y silenciosa aunque entusiasta llamada con su comunicador. Al terminar, se quedó sentado en la taza varios minutos, con una expresión en la cara que implicaba que tenía un momento profundamente emotivo y espiritual, o unos gases dolorosos.

No eran gases.