Capítulo 14

Hay un pequeño detalle respecto a lo de entrar y salir del espacion que los capitanes y pilotos no se molestan en compartir con la población general, a saber: están completamente a ciegas cuando lo hacen.

Entrar en el espacion completamente a ciegas no supone un gran problema. En el espacion no hay nada, al menos no en el sentido «vaya, hemos chocado con un iceberg»; es una complicada mezcolanza de estados teóricos y dimensiones entrelazadas y probabilidades subdeterminadas que incluso los físicos de orden superior admiten, después de dos cervezas o de seis, no comprender del todo. Las razas de la CC usan el espacion para viajar porque saben que funciona, aunque a nivel fundamental no esté completamente claro por qué lo hace. Eso vuelve locos a los físicos y cada pocos años a uno le da el siroco y empieza a farfullar que los seres sentientes no deberían juguetear con lo que no pueden entender.

Mientras tanto, capitanes y pilotos, y todos los que viajan al espacion regularmente se encogen de hombros (o el equivalente en sus especies, sea cual sea) porque en más de cuarenta mil años de viajes espaciales reconocidos, ni una sola nave se había perdido al entrar o usar el espacion. Unas cuantas se habían perdido porque alguien introdujo mal las coordenadas antes de entrar y por tanto acabaron a cientos, miles o millones de años-luz de donde pretendían ir. El espacion no tenía la culpa.

No, era la salida del espacion lo que planteaba dificultades. Al salir del espacion, los objetos, para gran decepción de los profesionales de los efectos especiales de toda la galaxia, no destellan, zumban, o se solidifican al cobrar existencia. Simplemente, llegan, llenando con su masa lo que se espera que sea vacío. Y si no es vacío, bueno, entonces está el problema de que los átomos del objeto salgan del espacion y el objeto que ya esté allí lo repela en un juego de sillas musicales de nivel cuántico para ver quién se queda con el espacio que ambos desean ocupar.

Sólo ocasionalmente esto provoca una estremecedora liberación de energía atómica que aniquila ambos objetos. La mayor parte de las veces sólo se produce una tremenda cantidad de daños convencionales. Naturalmente, los daños convencionales no son para tomárselos a broma, como podrá atestiguar todo aquel que haya experimentado un agujero en el casco de su nave, si sobrevive, que generalmente no es el caso.

Por este motivo, es extremadamente raro que una nave llena de entidades vivas brote del espacion en un punto aleatorio cerca de un planeta habitado. El espacio cercano de casi todos los planetas habitados está repleto de objetos, que van desde satélites de comunicación a remolcadores de carga y basura lanzada por la borda para que se queme en la atmósfera, o los pecios de cruceros personales cuyos pilotos se las arreglaron para chocar con algo o con alguien más allá de la ionosfera del planeta. Un capitán que meta su nave en un guiso de semejante densidad puede que no considere que es un riesgo suicida según la mayoría de las religiones, pero después de un par de maniobras de esta índole le resultará extremadamente difícil encontrar una aseguradora que lo avale.

La solución era sencilla: zonas de llegada designadas, cubos de espacio de unos tres kilómetros de lado, que eran limpiados asiduamente de los escombros pequeños por un equipo de naves monitoras del tamaño de pelotas de baloncesto. De los escombros grandes se encargaban remolcadores. Todos los mundos habitados tienen docenas de zonas similares dedicadas al uso civil cuyas coordenadas son bien conocidas y cuyo uso se prevé con el tipo de eficacia que haría las delicias de un suboficial prusiano. En el caso de naves como los cruceros, que tienen itinerarios fijos y predecibles, las zonas de llegada se prevén con semanas y a veces meses de adelanto, como el caso de la Nuncajamás, para impedir conflictos potenciales y catastróficos.

Por eso los nidu tuvieron todo el tiempo del mundo para prepararse para la llegada de la Nuncajamás. Sabían cuándo llegaría, sabían dónde y sabían que no habría ningún testigo para lo que iba a pasar.

∗ ∗ ∗

—Relájate, Rod —dijo Jean Schroeder—. Todo esto se acabará en cosa de una hora.

—Recuerdo que alguien me dijo lo mismo antes del centro comercial de Arlington —respondió Rod Acuña. Caminaba de un lado a otro de la pequeña cubierta de invitados del transporte privado del embajador win-Getag. El transporte navegaba junto a una cañonera nidu cuyos marines efectuarían el abordaje de la Nuncajamás para apoderarse de la chica, y que se encargarían después del crucero.

—Esto no es el centro comercial de Arlington —dijo Schroeder—. Estamos en espacio nidu. La Nuncajamás estará flotando en el espacio. Hay una enorme cañonera nidu lista para hacerla pedazos. Si los marines nidu no matan a Creek en el abordaje, estará muerto cuando la Nuncajamás se convierta en polvo.

—Lo creeré cuando lo vea —replicó Acuña.

—Créelo, Rod. Ahora relájate. Es una orden. —Schroeder señaló un rincón—. Mira a tu bicho. Está relajado. Que te preste una página.

Acuña miró a Takk, que tenía la cara metida en el mismo libro que llevaba leyendo desde hacía un par de días, el que le había quitado al empollón después de comérselo. Acuña se había burlado de Takk antes por llevarse un souvenir. Takk tan sólo le dirigió una mirada larga e inexpresiva que según Acuña no habría desentonado en una vaca. No era consciente, en cualquier caso, de que Takk supiera leer, y en inglés.

—Está relajado porque tiene el coeficiente intelectual de un mueble —dijo Acuña, y volvió a la franja de cristal que servía como ventanal de la cubierta. Una porción de Chagfun era visible en la parte inferior izquierda—. No me puedo creer que esté de vuelta en este sitio de mierda.

—Así es, aquí tuvo lugar la batalla de Pajmhi —comentó Schroeder, con un tono de voz que expresaba exactamente su total falta de interés en el tema. Acuña lo miró y no por primera vez se preguntó cómo sería abrir aquella cabeza relamida como si fuera un melón. Acuña no era de los que se ponían emotivos y decían aquello de «hermanos de sangre», pero incluso él trataba la batalla con algo que se parecía (para tratarse de Acuña) a un tono reverente y sombrío. El desprecio de Schroeder era insultante.

Acuña decidió no hacerle caso. A pesar de que le hubiera gustado muchísimo azotarle con una barra de metal en los dientes, si tuviera una a mano, Acuña no cobraría después. Y desde luego entonces no lo ayudaría en su deseo de desquitarse de Creek.

—Allí está —anunció Schroeder, y se levantó para asomarse al ventanal y contemplar el lugar donde la Nuncajamás había cobrado existencia un segundo antes—. Ahora mismo su capitán debe de estar dándose cuenta de que sus comunicaciones están intervenidas, y dentro de un momento los nidu van a decirle que se rinda y se disponga a ser abordado.

Acuña reflexionó un momento.

—Esa nave ha venido aquí a celebrar algún tipo de ceremonia, ¿no? —le preguntó a Schroeder.

Schroeder se encogió de hombros.

—Tú sabrás, Rod. Fue tu boletín lo que nos trajo aquí.

—Sí, eso decía —dijo Acuña—. Vienen a celebrar algún tipo de ceremonia de homenaje. Por eso están aquí.

Schroeder lo miró, ligeramente molesto.

—¿Y qué?

Acuña regresó al ventanal.

—Lanzaderas de aterrizaje, Jean —dijo—. Listas y preparadas para partir. Creek no es estúpido. Cuando se dé cuenta de lo que sucede, buscará una salida. Tiene una esperando. Será mejor que esos marines nidu sean buenos en lo suyo. Si le das una oportunidad para escapar, la aprovechará. Y si escapa y llega al planeta, nunca lo encontrarán. Sobrevivió en esta puñetera roca cuando cien mil de esos reptiles hijos de puta le apuntaban a la cabeza con cañones y cohetes. Volverá a sobrevivir.

∗ ∗ ∗

Harry cogió el comunicador a la tercera llamada y miró la hora mientras lo abría: las 3.36 de la madrugada, hora de la nave.

—¿Diga?

—Creek —dijo el capitán Lehane—. Su amiga y usted tienen problemas.

Harry se quedó helado.

—¿Cómo sabe…?

—Lo sé desde Caledonia —interrumpió Lehane—. No hay tiempo para eso ahora. Nos están abordando marines nidu, Creek. Han intervenido nuestras transmisiones externas y me han dicho que me detenga mientras se llevan a su amiga de la nave. Dicen que están en guerra con ella, signifique eso lo que signifique. Tienen que ponerse ustedes en marcha. Si están interceptando nuestras transmisiones, eso significa que no quieren que nadie sepa que estamos aquí. Creo que cuando tengan a su amiga, planean hacernos volar en pedazos. Cuanto más tiempo estén ustedes fuera de su alcance, más tiempo tendré para pensar una salida. En marcha. Buena suerte.

Lehane cortó la comunicación.

Creek sacudió a Robin, que dormía en su cama.

—Robin. Despierta. Tenemos problemas.

—¿Qué? —preguntó Robin, aturdida.

—Vamos, Robin. —Creek la hizo sentarse. Robin se había dormido con el chándal puesto; eso tendría que valer. Creek encendió la luz y abrió el guardarropa para coger los zapatos y también pantalones para él—. Despierta, Robin. Despierta. Tenemos que ponernos en marcha.

—¿Qué sucede? —preguntó ella, no del todo despierta.

—Hay marines nidu a bordo —informó Creek, poniéndose los pantalones—. Vienen a por ti. Cuando te tengan, probablemente destruirán esta nave. Tenemos que escondernos de ellos. Vamos, Robin. No es momento de hablar. Tenemos que movernos.

Puestos los pantalones, Creek se calzó los zapatos y luego ayudó a Robin con los suyos. Ella se levantó.

—¿Qué va a pasarnos?

—Te quieren viva —dijo Creek—. Pase lo que pase, estarás bien por ahora. Somos los demás los que tenemos que preocuparnos. ¿Preparada?

Robin asintió. Creek se dirigió a la puerta del camarote y la abrió una rendija.

El pasillo estaba despejado en ambas direcciones. Creek miró el plano de la cubierta pegado en la puerta. Estaban en una de las cubiertas inferiores, las más pequeñas. Con escaleras en cada extremo. Había un ascensor en un hueco del pasillo hacia la mitad de la cubierta. Su camarote no estaba lejos de la proa, cerca de una de las escaleras.

—Voy a llamar al ascensor —le dijo Creek a Robin—. Quédate aquí hasta que te avise. Luego corre todo lo que puedas.

—¿Vamos a coger el ascensor? —preguntó Robin, ligeramente incrédula.

—Ellos irán por las escaleras. Probablemente hay un montón de nidus y seguro que irán cargados con un montón de cosas. No cabrán en los ascensores. Allá voy.

Salió por la puerta, corrió hacia el ascensor, y pulsó el botón para subir. Los hangares de las lanzaderas estaban dos cubiertas más abajo: era el lugar lógico para que los nidu entraran en la nave. Era mejor tirar hacia arriba.

Los ascensores de los cruceros están diseñados para la comodidad, no para la velocidad, y para mover a grandes números de pasajeros hinchados por los bufetes del crucero. Tardó su tiempo en bajar desde la Cubierta Galaxia.

Después de casi un minuto, las puertas del ascensor se abrieron. Creek le gritó a Robin que corriera, pues oyó el chasquido de la manivela de la puerta de la escalera al ser presionada. Robin lo oyó también y no necesitó más ánimos para correr como alma que lleva el diablo. Creek se apartó de las puertas del ascensor justo antes de que Robin las alcanzara y tiró de ella antes de que volvieran a cerrarse. Pulsó el botón de la cubierta de paseo, la más alta accesible a los pasajeros de la nave. El ascensor empezó a moverse.

—¿Crees que nos han visto entrar en el ascensor? —preguntó Robin.

Pudieron oír golpes desde abajo.

—Sí.

—¿Qué vamos a hacer ahora?

—Estoy pensando —dijo Creek. La Nuncajamás tenía cinco cubiertas llenas de camarotes de pasajeros más otras cuatro dedicadas a tiendas y entretenimiento; las cubiertas de carga y la tripulación y las bahías de atraque estaban debajo de las cubiertas de pasajeros. Las dedicadas al entretenimiento estaban llenas de sitios donde esconderse, pero era temprano por la mañana, según el horario de la nave; las puertas estarían cerradas con llave. Las cubiertas de pasajeros ofrecían sitios donde esconderse si podían convencer a alguien de que los dejara entrar en su camarote. Pero una vez dentro era probable que quedaran atrapados: una búsqueda camarote por camarote llevaría tiempo, pero acabarían encontrándolos. No importaba adónde fueran en la nave, era cuestión de tiempo que los localizaran y los capturaran.

—Tenemos que salir de la nave —dijo Creek.

—Harry. —Robin señaló el panel de botones del ascensor—. Mira.

En las cubiertas por encima y por debajo de ellos los botones destellaban.

—Mierda, se mueven rápido.

Estaban a punto de pasar la cubierta dos, la segunda cubierta de camarotes. Creek pulsó el botón de la cubierta.

—Apártate de la puerta, Robin —dijo Creek, y se hizo a un lado, se agachó y lanzó su camisa por una rendija de la puerta.

Los dos marines nidu al otro lado de la puerta del ascensor tenían las armas dispuestas y estaban preparados para encargarse de cualquier humano que pudiera salir del ascensor, pero no para un objeto azul aleteante que volaba hacia ellos a la altura de sus cabezas. El nidu más cercano dejó escapar un siseo y disparó lleno de pánico a la camisa, acribillando la pared del fondo y el techo del ascensor y el de la cubierta. El retroceso del fuego sin control empujó al marine contra su compañero, quien le rugió al primer marine en lenguaje nidu y trató de quitárselo de encima.

Creek siguió rápidamente a la camisa y, agachado todavía, se lanzó contra el primer marine, ya desequilibrado, y lo derribó. El segundo marine trató de alzar su arma. Creek avanzó hacia el rifle, lo agarró por el extremo del cañón con la mano izquierda para desviar el tiro, y golpeó con el codo derecho el morro extraordinariamente sensible del nidu. El marine nidu gruñó de dolor y se tambaleó. Creek lo agarró por el uniforme con la mano izquierda y lo atrajo para darle otro golpe con el codo. El marine soltó su arma. Creek lo empujó a un lado y recuperó el rifle.

Los rifles nidu están conectados a la red y sintonizados con el nidu individual al que han sido asignados: sólo ese nidu puede disparar el arma y sólo con permiso de su oficial superior. Creek no tenía ninguna esperanza de dispararle con él a ningún marine nidu.

No lo intentó. Le dio la vuelta al rifle y golpeó con la culata la cara del primer marine, que intentaba apuntar a Creek con su propio rifle. El marine cayó por segunda vez. Creek se volvió y blandió el rifle como si fuera un bate contra el otro marine; chocó con el casco del marine con un sonido apagado y hueco, lo que desconcertó aún más al nidu. Entonces, Creek devolvió su atención al primer marine. Fue mirando a los dos durante el minuto siguiente hasta que estuvo razonablemente seguro de que estaban muertos.

La puerta del camarote delante del que estaban se abrió y un hombre en calzoncillos asomó la cabeza.

—Debería usted quedarse en su camarote —le dijo Creek. El hombre echó otro vistazo al semidesnudo Creek, de pie sobre los dos cadáveres de los nidu, con un rifle manchado de sangre en la mano, y no pudo estar más de acuerdo. Cerró la puerta con un portazo. Creek tiró el rifle y empezó a buscar en los cadáveres objetos que pudiera usar. Llamó a Robin.

—Oh, Dios mío —dijo Robin, mirando a los marines nidu.

—Coge esto.

Creek le tendió uno de los cuchillos de combate de los nidu, de casi un palmo de largo. Cogió el otro, además de dos objetos del tamaño de canicas, que reconoció como granadas cegadoras.

—¿Esperas que use esto? —preguntó Robin.

—Ojalá que no. Pero si llega el caso, espero que lo reconsideres. A ti te necesitan con vida. Eso les hará no querer hacerte daño. Una ventaja que tienes.

Se levantó y recuperó la camisa, que ahora tenía múltiples agujeros, y se la puso.

—Vamos —dijo—. Ya se habrán dado cuenta de dónde se ha parado el ascensor. Tenemos que movernos.

—¿Adónde vamos a ir? —preguntó Robin.

—Abajo —respondió Creek, y echó a andar hacia la escalera más cercana. Ellos ya estarían vigilando los ascensores, lo que convertía la escalera en una apuesta mejor—. A los hangares de las lanzaderas. Tenemos que salir de la nave.

—Eso es una locura, Harry —dijo Robin, siguiéndolo—. Estos tipos vinieron por ahí. Nos toparemos directamente con ellos.

—Los haremos repartirse por varias cubiertas. Esperan que nos escondamos, no que vayamos a los hangares. Allí estarán el piloto y tal vez uno o dos marines —cuando lo decía así de corrido, Creek casi se lo creía.

—Harry… —dijo Robin, entonces se detuvo. La puerta de la escalera se abría.

—Agáchate. Mira hacia el otro lado.

Robin se tiró al suelo. Creek pulsó una de las granadas, buscando el pequeño saliente que indicaba dónde tenía que presionar el gatillo del temporizador. Recordó que en Pajmhi las granadas nidu tenían un temporizador de unos tres segundos. Pulsó con fuerza la granada, sintió el chasquido, contó y luego la lanzó cuando la puerta de la escalera se abría de una patada desde el otro lado, y apartó la mirada en cuanto la arrojó.

La granada estalló a la altura de la cintura y a unos treinta centímetros del primer nidu, que dejó caer el arma y, se cubrió los ojos y chilló de dolor. El segundo nidu, que venía detrás del primero, recibió casi la misma cantidad de luz cegadora; retrocedió tambaleándose y se apoyó en la barandilla para no caer, activando en el proceso la granada explosiva que llevaba en la palma de la mano. Detrás de estos dos una segunda pareja de marines nidu subía por la escalera, y acababa de llegar al rellano. Creek, que tenía planeado correr hacia el nidu cegado, vio la granada cuando el segundo nidu levantaba la mano. Estaba demasiado cerca de la puerta para retirarse, así que la cerró de golpe con todas sus fuerzas.

Casi la había cerrado cuando la granada explotó, abriendo la puerta y lanzando a Creek contra la pared. La cabeza de Creek chocó con fuerza; pasó unos seis segundos dudando entre vomitar o desmayarse antes de descartar las dos cosas y levantarse. Se tocó la nuca y dio un respingo, pero sus dedos no encontraron sangre. Pobre consuelo.

—¿Estás bien? —le preguntó a Robin.

—¿Qué ha sido eso?

—Una granada. De otro. Vamos. Busquemos otra escalera. Esta está ocupada y ha habido ruido, eso los va a atraer.

Robin se levantó y echó a correr hacia el otro lado de la cubierta. Creek la siguió, algo vacilante.

Bajaron dos cubiertas por la escalera cuando oyeron pesados pasos que subían desde una de las cubiertas inferiores: dos tipos de pisadas distintas. Creek agarró a Robin y, lo más silenciosamente posible, abrió la puerta que conducía a la cubierta más cercana. Hizo que Robin se apartara de la puerta, se agachó y acercó la oreja. Al otro lado pudo oír los pasos cada vez más fuertes a medida que se acercaban, un rápido parloteo en nidu, y luego las pisadas que se perdían escaleras arriba.

—¿Hiroki? —oyó decir Creek a sus espaldas. Se volvió y encontró a Ned Leff, en bata de baño.

—Joder, Ned. Vuelve a tu habitación.

—¿Qué demonios está pasando? —preguntó Leff—. Se oyen disparos y explosiones, y hace unos tres minutos dos nidu aparecieron en el pasillo con armas. Los vi por la mirilla.

—Los marines nidu han abordado la nave. Están buscando a alguien.

—¿A quién?

—A mí —contestó Robin.

Leff la miró un instante.

—¿Por qué? —preguntó por fin.

—Ned —dijo Creek, con amabilidad—. Vuelve a tu habitación. Corres peligro.

—¿Qué vais a hacer?

—Salir de la nave. Si nos quedamos, nos encontrarán. Y las comunicaciones están intervenidas. Si puedo llegar a la superficie, puede que logre usar mi comunicador y avisar de lo que está pasando.

—Hay un centro de comunicación en la llanura de Pajmhi —dijo Leff—. Justo donde íbamos a celebrar la ceremonia. Íbamos a usarlo para hacer una transmisión en directo. Tiene comunicación directa con la red de las NUT. Podrías utilizarlo. Y sé que las lanzaderas están programadas para volar hasta allí, ya que yo mismo le di la información al coordinador. Ni siquiera necesitaréis un piloto. Podrías activar el programa de despegue y llegada.

—Suena bien. Gracias, Ned. Ahora vuelve a tu habitación.

—Espera. No te vayas aún.

Leff se dirigió rápidamente a la tercera puerta cubierta abajo y regresó casi de inmediato con un objeto en la mano.

—Toma —ofreció, entregándoselo a Creek.

—Una pistola —dijo Creek, soltando el cuchillo nidu y cogiendo el arma.

—Un Colt 45 M1911. O una réplica, al menos. Fue una pistola de uso estándar de los oficiales americanos durante casi todo el siglo XX. La llevo con mi uniforme de gala. Llámalo pose. Pero lo importante es que funciona. Y acabo de cargarla: siete balas en el cargador, una en la recámara. Semiautomática, sólo tienes que apuntar y disparar. Creo que la necesitas más que yo.

—Gracias, Ned —dijo Creek—. Ahora, por favor. Vuelve a tu habitación.

Leff sonrió y corrió a su camarote.

—¿Preparada? —le preguntó Creek a Robin.

—No.

—Magnífico. Allá vamos.

Abrió la puerta, comprobó que no había nadie y luego la sujetó para dejar pasar a Robin.

Robin acababa de entrar por la puerta de la escalera que conducía al hangar de las lanzaderas y Creek se disponía a seguirla cuando la señal de su comunicador se encendió: su melifluo ping sonó sorprendentemente fuerte en el hangar casi vacío. Creek se mordió la mejilla y trató de atender el comunicador, soltando el Colt 45 al hacerlo. Fue este ruido lo que oyó el piloto de la lanzadera nidu, que permanecía aburrido junto a su nave, por lo que se dio la vuelta, el rifle preparado para la acción.

—Oh, mierda —susurró Robin. Los dos estaban al descubierto: los hangares se mantenían lo más despejados posible, para evitar daños a las lanzaderas si las puertas fallaban y se producía una explosión con descompresión.

El piloto nidu los vio y se dirigió hacia ellos, gritando algo en su lengua al hacerlo y agitando el rifle como diciendo: «Manos arriba». Creek se metió la mano en el bolsillo del pantalón y encontró la segunda granada; la activó y entonces levantó las manos, lanzando la granada directamente por encima de su cabeza como una pesa en miniatura, mientras le gritaba a Robin que cerrara los ojos y él hacía lo mismo. Creek pudo sentir que el pelo de su cabeza se chamuscaba cuando la granada destelló con una luz brillante, y fue consciente de que toda la superficie expuesta de su cuerpo acababa de experimentar una grave quemadura solar. El piloto nidu gorjeó y se llevó las manos a los ojos; Creek abrió los suyos, echó mano al Colt 45 y rezó para que Leff hubiera metido de verdad una bala en la recámara.

Lo había hecho.

—Joder —dijo Creek a quien fuera que estuviese al otro lado del comunicador—. Ha estado a punto de hacernos matar.

—Creek —dijo el capitán Lehane, sin molestarse en dedicarle una disculpa—. Ned Leff acaba de decirme que planea usted coger una lanzadera para ir a la superficie.

—Sí.

—No lo haga. Esa cañonera nidu los localizará y los destruirá antes de que hayan recorrido diez kilómetros.

—No podemos quedarnos en la nave.

—No, no pueden —reconoció Lehane—. Pero usen una cápsula de salvamento.

—¿Por qué? —preguntó Creek.

—Tenemos docenas en la nave. Si las lanzo todas cuando despeguen, los nidu no podrán seguirlas. Tendrán más posibilidades de llegar a la superficie.

—Eso los dejará sin cápsulas para nadie más.

—Es un riesgo —dijo Lehane—. Pero calculado. Cada cápsula de salvamento tiene su propia señal que contacta con la red más cercana de la CC. Si lanzamos las cápsulas, alguna dejará atrás el radio de intercepción y empezará a emitir sus señales. A los nidu les costará más trabajo negar lo ocurrido.

—Es una apuesta arriesgada, capitán.

—Las probabilidades son mejores de las que tenemos ahora.

—¿Adónde tenemos que ir?

—Quiero que usen las cápsulas de la cubierta de paseo.

—¡Venga ya, joder! —dijo Creek. Robin, que sólo podía oír la parte de la conversación de Creek, lo miró sorprendida—. Eso es diez cubiertas más arriba. Casi nos han matado tres veces mientras llegábamos hasta aquí. A estas alturas estarán vigilando las escaleras y los ascensores por igual.

—Si usan las cápsulas de salvamento de la cubierta de paseo, podré darles a los nidu una sorpresa extra.

—Su sorpresa no nos servirá de nada si estamos muertos —dijo Creek.

—Hay un ascensor de servicio en el hangar de las lanzaderas, en la parte de popa —informó Lehane—. Lo he abierto para ustedes. Puede llevarlos a la cubierta de paseo, a los pasillos de la tripulación. No puedo garantizar que no los estén esperando, pero parece menos probable. Acabo de encender las luces de emergencia en la cubierta de paseo. Sigan el camino iluminado más cercano hasta una cápsula. Cuando hayan entrado en una, la programaré para que aterrice en el centro de comunicación de Pajmhi. ¿Le parece bien?

—Me parece bien.

—Buena suerte, Creek —dijo Lehane. Creek cerró el comunicador, y luego volvió a abrirlo y puso la señal de notificación en modo vibrador. No necesitaba otra sorpresa desagradable.

Creek señaló el ascensor en cuestión.

—Nuestra próxima parada —le dijo a Robin.

—Creí que íbamos a coger una lanzadera. ¿Ahora vamos a volver a subir?

—El capitán cree que será más seguro usar una cápsula de salvamento. Va a lanzarlas todas a la vez para dificultar que nos encuentren.

—Ya estamos aquí —dijo Robin—. ¿Por qué no cogemos la lanzadera nidu?

—¿Tú sabes leer nidu? Porque yo no sé. Vamos, Robin. Casi lo hemos conseguido. Podemos hacer también esto último.

∗ ∗ ∗

—Están en el ascensor —le dijo Aidane Picks, el primer oficial, a Lehane.

—Bien —respondió Lehane, y devolvió su atención a la pequeña fila de monitores que tenía delante, donde podía ver a los marines nidu recorriendo las diversas cubiertas de la nave. Cuando llegaron eran veinte, sin incluir al piloto de la lanzadera. A través de las filas de monitores, Lehane y la tripulación del puente (todos en sus puestos porque acababan de salir del espacion), habían visto cómo Creek eliminaba a seis de ellos, y Lehane había oído que le disparaba al piloto a través del comunicador. A Lehane no le gustaba exponer a Creek de aquella forma, pero era algo que no podía evitarse. Necesitaba que Creek llegara a las cápsulas de salvamento para poder encargarse de los otros marines.

Lehane conocía la identidad de Creek y Robin Baker desde poco después de que Ned Leff le pidiera que buscase un uniforme de gala para Creek. Leff estaba entusiasmado por tener a un «superviviente del 6º» para que formara parte de la ceremonia. Lehane se mostró escéptico. No había suficientes supervivientes del 6º para que uno de ellos apareciera casualmente sin que lo esperara nadie, y menos un no asiático apellidado Toshima.

Lehane se reunió con «Toshima» poco después y le lanzó el nombre de un coronel ficticio para ver si picaba el anzuelo. No lo hizo. Después de que Toshima se marchara, Lehane ordenó a Matt Jensen, su jefe de seguridad, que buscara en los datos de la red de las NUT para que averiguara lo que pudiera del 6º. No había ningún Hiroki Toshima. Pero sí una foto del soldado de primera clase H. Harris Creek, más delgado y más joven pero inconfundiblemente el mismo hombre que Lehane acababa de ver. Un verdadero superviviente del 6º, sí. Y receptor de la Cruz al Servicio Distinguido. Pero no con el nombre que estaba utilizando ahora.

La investigación de Jensen reveló por qué: Creek y su amiga eran buscados en relación con un tiroteo en un centro comercial en la zona de DC que dejó cuatro hombres muertos (hombres con interesantes historiales policiales) y otros dos heridos. La amiga de Creek también aparecía mencionada en una especie de pleito legal del gobierno nidu. Jensen no abundó en el tema, pero opinaba que los dos eran algún tipo de timadores. Para cuando Jensen informó a Lehane de todo eso ya iban camino de Brjnn, y su ruta era demasiado concreta para poder hacer una parada de emergencia y expulsarlos a ambos de la nave. Lehane instruyó a Jensen para que alertara a las autoridades de la colonia Fénix, su siguiente destino de las NUT: los dos serían desembarcados discretamente entonces. Hasta ese momento, Lehane no veía por qué no deberían disfrutar de sus vacaciones. Le dijo a Jensen que no les quitara ojo de encima para asegurarse de que la pareja no intentaba timar a ninguno de los pasajeros, pero por lo demás los dejó en paz.

Lehane no había vuelto a pensar en la pareja hasta que la Nuncajamás salió del espacion y descubrió que una cañonera nidu los estaba esperando e interceptando sus comunicaciones. Lehane cerró inmediatamente el puente, aislando a la tripulación responsable del mismo con compuertas estancas a prueba de láseres. El comandante de la nave nidu envió un mensaje exigiendo la entrega de la amiga de Creek, Robin Baker (con quien la nación nidu estaba enigmáticamente en guerra), la identificación de su camarote y que la Nuncajamás abriera su hangar de lanzaderas para permitir que un pelotón de marines que ya estaba en ruta la recogiera. No cumplir ninguna de estas exigencias implicaría que la cañonera abriría fuego contra la Nuncajamás. Lehane obedeció, envió la información sobre el camarote de Baker y ordenó al hangar que dejara entrar a los marines.

—Si dejamos que se lleven a esos dos, ¿cree usted que ahí acabará todo? —le preguntó Picks a Lehane, mientras los dos veían la lanzadera nidu entrar en la bodega de atraque.

—Interceptaron nuestras comunicaciones cuando entramos en el espacio normal —contestó Lehane—. Nadie sabe que estamos aquí. Creo que tienen planeado que nadie se entere de que hemos estado aquí.

Entonces se puso al comunicador con Creek. Los nidu estaban interceptando las comunicaciones exteriores, pero las comunicaciones personales tenían un protocolo a corta distancia que funcionaba con una frecuencia aparte. Por fortuna, no habían sido interceptadas. Mientras Lehane y su tripulación veían a Creek y a Robin escapar de los marines nidu (o no escapar, como fue el caso en tres ocasiones), Lehane pensó sin ningún atisbo de humor que su jefe de seguridad estaba completamente equivocado. Fuera cual fuese el lío en el que estaban metidos Creek y Baker, no se trataba de un simple timo.

—El ascensor está en la cubierta de paseo —informó Picks.

—Allá vamos —dijo Lehane—. Veamos si la suerte de este tipo aguanta.

∗ ∗ ∗

—Ahí hay uno —dijo Robin, señalando el camino iluminado en la cubierta, por lo demás oscura—. Ahora todo lo que tenemos que hacer es llegar a la cápsula.

Los dos salieron a un pasillo detrás de la cocina de la Sala Celestial, el restaurante de la cubierta de paseo. La Sala Celestial estaba construida en una plataforma que se alzaba sobre el resto de la cubierta, para ofrecer lo que los folletos de la Nuncajamás prometían como una «deliciosa experiencia: cenar flotando entre las estrellas». En ese momento, sin embargo, sólo significaba que Creek y Robin tenían que bajar un tramo de escaleras.

Creek asomó la cabeza por la barandilla y divisó a tres marines nidu delante de ellos, caminando en la dirección opuesta adonde ellos necesitaban ir. Los marines que Creek había visto trabajaban en parejas. Eso significaba que faltaba uno. Robin le tiró de la camisa y señaló la escalera que tenían que bajar: el cuarto marine había salido de allí.

Creek y Robin se agacharon para no ser vistos, pero el marine nidu no miraba en su dirección de todas formas. Mientras lo observaban, el marine se rascó, bostezó y se sentó en el último escalón. Echó mano a una bolsita que llevaba en el cinturón y sacó un objeto plateado, retiró la envoltura de plata, la dejó caer al suelo y mordió parte de lo que quedaba. El marine se estaba tomando un refrigerio.

A pesar de todo, Creek se sintió desconcertadamente ofendido: al parecer ese marine consideraba tan poco importante su misión que podía tomarse una pausa para comer. Sacó el Colt 45.

Robin abrió los ojos de par en par. «¿Qué vas a hacer?», silabeó en silencio. Creek se llevó un dedo a los labios como advertencia y luego se asomó a mirar la cubierta de paseo. Los otros tres marines estaban todavía allí, mirando hacia otro lado. Allá abajo, en la cubierta, Creek vio las tiendas y kioscos que normalmente proporcionan a los pasajeros todo tipo de artículos para atiborrarse. Se concentró en uno que recordaba que vendía refrescos, a unos sesenta metros justo delante de uno de los marines. Creek alzó su pistola, apuntó y disparó.

Fue un buen tiro. La bala alcanzó el kiosco y se abrió paso por el dispensador de bebidas de aluminio, rompiendo el tubo de fibra interior que conectaba con la bombona de CO2. El tubo osciló de un lado a otro, sacudiéndose y siseando. El marine más cercano al kiosco ladró sorprendido y abrió fuego sobre el puesto de bebidas; los otros dos marines, al oír la conmoción, corrieron hacia su camarada y empezaron a disparar también al kiosco.

El ruido fue ensordecedor, tanto que los tres marines no pudieron oír a Creek cuando se dio la vuelta, corrió escaleras abajo y disparó al cuarto marine nidu, que ya se incorporaba y se volvía hacia él: había oído el tiro desde arriba. Creek disparó mal y desviado, el resultado de intentar bajar la escalera y apuntar al mismo tiempo.

El marine se sorprendió, pero era competente: levantó el rifle y disparó una breve ráfaga. Creek vio el rifle alzarse y se movió para esquivar el fuego. No lo logró. Sintió con sorprendente claridad el dolor cuando una de las cuatro balas se abrió paso por sus pantalones e impactó en el comunicador que llevaba en el bolsillo, haciéndolo explotar y llenando su pierna de metralla. Creek tropezó pero volvió a disparar, alcanzando al marine en la mano. El nidu rugió y alzó la suya, dolorido. Creek, más firme ahora, le disparó en la garganta. El marine cayó.

En la cubierta de paseo, los otros tres marines dejaron de disparar y examinaron el destrozo del kiosco.

—Robin —susurró Creek—. Vamos. Ahora.

Robin bajó la escalera y le vio la pierna.

—Te han herido.

—Le han dado al comunicador. Yo sólo estaba de paso. Vamos. Nuestro carruaje espera.

Desde el otro lado de la cubierta oyeron gritos en nidu.

—Creo que acaban de darse cuenta de que falta su amigo —dijo Robin.

—Ve a abrir la cápsula. Yo los entretendré.

—¿Qué vas a hacer?

—Algo desagradable —dijo Creek—. Ve.

Robin se dirigió hacia la cápsula. Creek desenvainó el cuchillo del marine, y entonces buscó en qué mano llevaba el nidu el implante que le permitía usar su arma. Estaba en la derecha, disfrazado como un elemento decorativo en el dedo más largo. Creek apoyó una rodilla en la mano para sujetarla y entonces cercenó el dedo con el cuchillo. Soltó el arma, cogió el dedo y el rifle y luego colocó el dedo en su palma derecha. Lo apretó contra la culata del rifle. El implante tenía que estar a pocos centímetros del gatillo o el rifle no funcionaría. Resultó doloroso dejar el Colt atrás: era un arma preciosa. Pero le quedaban cuatro balas y Creek no pensaba que su puntería fuera tan buena.

—¡Harry! —llamó Robin. Había bajado la palanca manual para abrir la puerta estanca que les permitiría entrar en la cápsula.

—Voy —respondió Creek, y empezó a caminar de espaldas hacia la cápsula de salvamento, cojeando a causa de los fragmentos de comunicador que tenía incrustados en la pierna, el rifle en alto y apuntando hacia el lugar por donde sabía que vendrían los marines nidu.

El primero rodeó corriendo la esquina y gritó al ver al marine en el suelo. Un segundo más tarde pareció reparar en Creek. Gritó y levantó el rifle. Creek, que le estaba apuntando, le lanzó al pecho una andanada de fuego. El retroceso del rifle fue impresionante y causó que las últimas descargas fallaran; las tres primeras, sin embargo, impactaron de lleno. El marine voló hacia el suelo, retorciéndose y gritando. Creek se dio media vuelta y avanzó cojeando hacia la cápsula de salvamento. Estaba bastante seguro de que el marine caído impediría que los otros se apresuraran a seguirlos el tiempo suficiente para que Robin y él pudieran ponerse en marcha.

La cápsula era una bola compacta diseñada para hacer una sola cosa: sacar pasajeros de una nave averiada. En el interior había diez asientos: dos niveles de cinco, dispuestos en círculo, surgiendo cada uno de la moldura de plástico blanco que formaba la concha interior de la cápsula. Cada asiento tenía cinturones de cuatro puntos de anclaje diseñados para mantener a la gente bien sujeta mientras la cápsula se desgajaba de la nave. A excepción de una portilla en la puerta, no había ventanas, pues habrían comprometido la integridad estructural de las cápsulas. A excepción del sellador de la puerta, que también servía para iniciar la secuencia de lanzamiento, no había controles: las cápsulas estaban programadas para sintonizar con los faros de señalización cuando estaban en espacio de las NUT o con emplazamientos preasignados en otros mundos. Cuando entrabas en una cápsula, era sabiendo que hacer otra cosa sería perecer. Una vez dentro, no tenías ninguna decisión respecto a tu destino. Supervivencia extrema.

Creek entró en la cápsula y arrojó su rifle (y su dedo asistente) al asiento más cercano.

—Siéntate —le dijo a Robin, quien tomó asiento lo más lejos posible del rifle y empezó a abrocharse el cinturón. Creek echó mano al mando de la puerta y tiró. La puerta se selló al vacío con un siseo.

Creek miró por la diminuta portilla y vio a los otros dos marines, que, por fin, rebasaban a sus compañeros caídos. Uno de ellos vio cerrarse la puerta exterior de la cápsula y alzó el rifle para disparar. La compuerta, que aislaba la cápsula de la nave, se cerró, bloqueando la visión de Creek. Mientras lo hacía, Creek oyó el sordo tañido de las balas golpeando al otro lado.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Robin.

—Las cápsulas de salvamento inician automáticamente una cuenta atrás cuando las sellas —dijo Creek, anclándose a su asiento—. Deberíamos despegar en cualquier momento.

—Bien.

Robin se acomodó, cerró los ojos, y esperó el lanzamiento.

Un minuto más tarde, volvió a abrir los ojos.

—Harry —dijo—. Todavía estamos aquí.

—Lo sé.

—Creí que íbamos a despegar.

—Eso íbamos a hacer.

Sonó un fortísimo estampido al otro lado de la puerta.

—¿Qué ha sido eso?

—Imagino que una granada —respondió Creek—. Están intentando abrirse paso.

—¿Qué hacemos ahora?

—No lo sé —dijo Creek. Extendió la mano y recogió el rifle y el dedo del marine nidu. Si alguno de los otros marines había advertido que ambas cosas faltaban, había grandes posibilidades de que el rifle ya hubiera sido desconectado de la red y fuera inútil para cualquier uso que no fuera el de puntero. Creek no vio mucho sentido en darle a Robin esa información.

∗ ∗ ∗

—Están en la cápsula —dijo Picks.

—Detenga la cuenta atrás —ordenó el capitán Lehane—. Pero programe sus coordenadas de destino.

—Hecho —informó Picks, después de un segundo—. ¿Qué quiere hacer ahora?

—Prepare las otras lanzaderas de las cápsulas —dijo Lehane, y miró hacia sus monitores, donde pudo ver a los marines nidu congregarse alrededor de la compuerta de la cápsula—. Y esperemos a que las moscas acudan a la miel.

Unos segundos más tarde, Picks miró el monitor.

—Esos dos deben de estar pasándolas canutas ahí dentro, preguntándose por qué la cápsula no ha despegado.

—Ya no tardará mucho —dijo Lehane. Cuatro marines más aparecieron en la cubierta de paseo, y luego otros dos. Cuatro más y estarían listos.

—Eso es fácil decirlo —replicó Picks, mientras veía cómo los marines nidu corrían a ponerse a cubierto de la granada que habían colocado en la compuerta—. No es usted quien está al otro lado de esa puerta.

—Allí están —dijo Lehane, y señaló uno de los monitores. El último cuarteto de marines nidu había subido por la escalera y se acercaba a la cápsula—. Ya están todos. Confírmemelo, por favor, Aidan.

Picks se inclinó ante los monitores y contó.

—Me parece que son doce. Son todos los que quedan.

—Aidan —dijo el capitán Lehane—, creo que ha habido una ruptura del casco en la cubierta de paseo. Declare el estado de emergencia en la nave. Le autorizo a seccionar y sellar la cubierta de paseo. Por favor, seccione y selle la parte de la izquierda de la popa primero: ése es el sitio de la ruptura.

Picks sonrió.

—Sí, capitán —dijo, y se dispuso a cumplir las órdenes.

Las cubiertas de paseo son a la vez una bendición y una maldición para las líneas de cruceros comerciales. Están diseñadas para albergar enormes ventanales que permitan a los pasajeros hacer «oooh» y «aaaah» al contemplar los campos estelares, planetas y todo tipo de fenómenos celestes, y proporcionan fotos fabulosas para los folletos que venden la idea de un crucero interestelar a las amas de casa del Medio Oeste y sus rácanos maridos. La maldición es que las ventanas convierten a las cubiertas de paseo en la parte menos segura a nivel estructural de toda la nave. Un buen impacto de un pedazo de roca o escombro en una ventana a velocidad de crucero supone el estadísticamente pequeñísimo pero no del todo trivial riesgo de que la ventana se combe o se quiebre, absorbiendo sus fragmentos y a cualquier pobre pasajero que esté cerca hacia la negrura del espacio.

Después de unos cuantos incidentes graves de este tipo, incluyendo el desgraciado caso de la Estrella de Hong Kong, donde los padres del Primer Esposo de las NUT fueron lanzados al vacío como dos corchos, todos los cruceros espaciales con cubierta de paseo registrados en las NUT tenían que poder desconectar la cubierta entera al menos y preferiblemente por secciones, para asegurar que la ruptura del casco en la cubierta de paseo no amenazara la integridad de toda la nave ni expusiera más de lo absolutamente necesario a los pasajeros al riesgo de que su sangre hirviera hasta evaporarse mientras daban una vuelta inesperada por el cosmos, sin nave.

En el caso de una rotura catastrófica del casco (según las regulaciones de las NUT), una nave del tamaño de la Nuncajamás debe poder sellar su cubierta de paseo en no más de quince segundos. En las pruebas, la Nuncajamás podía sellarla en 12,6 segundos. Los sellos por secciones tardaban aún menos tiempo: entre 5,1 y 7,8 segundos. Naturalmente, eso fue antes de que la Nuncajamás fuera equipada del todo y puesta en servicio. El capitán Lehane se preguntó si la presencia de alfombras, sofás y macetas con palmeras tendría algún efecto en las cifras finales.

—Sellando —dijo Picks. Hubo una sacudida por toda la nave y un ruido inmenso cuando las puertas estancas de la cubierta de paseo, astutamente disfrazadas de suelos y paredes, brotaron y conectaron unas con otras con una celeridad que hizo que Lehane quisiera localizar a su diseñador y enviarle una cesta de frutas. Las alfombras, sofás y plantas no parecieron frenar las puertas, aunque sí fueron catapultados por ellas. En su monitor, Lehane pudo ver a algunos de los marines nidu disparando contra los muebles, sorprendidos, mientras éstos volaban a su alrededor.

—Hecho —informó Picks—. Catorce con dos segundos. No está mal. Y todos los marines nidu están en la zona izquierda de popa.

—Excelente trabajo, Aidan —felicitó Lehane—. Ahora, si no recuerdo mal, la rotura del casco tuvo lugar en esa sección de la cubierta.

—Eso creo, sí.

—Eso significa que uno de los ventanales panorámicos corre peligro. Le ordeno que despeje el resto de la ventana, para sellar la brecha.

—Sí, señor. ¿Tiene el capitán alguna ventana en mente?

—Lo dejo en sus capaces manos —dijo Lehane.

Aunque la compañía Haysbert-American era de gama intermedia en cuestión de precios, tenía, sin embargo, una de las mejores reputaciones en seguridad de toda la flota comercial de las NUT. Los ejecutivos de la Haysbert-American creían que esa reputación sería un reclamo para las anteriormente mencionadas amas de casa del Medio Oeste, y en efecto lo era. Uno de los detalles de seguridad más oscuros era que cada ventanal de las naves de la Haysbert-American, desde la portilla más pequeña a la cúpula más grande, era un único cristal transparente desarrollado para encajar en su sitio durante la fabricación de la nave. El ángulo de corte del cristal (su ángulo «débil») se extendía por un eje asegurado por el montaje; el eje que describía la superficie de la ventana era notablemente resistente a la colisión. Si algo rompía una ventana en un crucero de la Haysbert-American, sería por un impacto bien gordo.

La pega de fabricar la ventana en su sitio era que si una se quebraba o se rompía, era difícil extraerla. Haysbert-American resolvió ese problema construyendo diminutas cargas explosivas en los anclajes que introducían planos de metal parecidos a cinceles en el ángulo de corte del cristal, rompiendo lo que quedaba de éste y permitiendo el despliegue de las compuertas de emergencia ocultas en el interior de su pared contenedora. Este despliegue se producía de manera automática a menos que el puente lo anulara.

—Despejando escombros —dijo Picks, y rompió el ventanal panorámico más cercano a la cápsula de salvamento.

Desde su monitor, Lehane vio el largo ventanal curvo que, de repente, parecía volverse opaco mientras millones de finísimas grietas corrían por el entramado de cristal. Los marines nidu dieron un respingo ante el sonido. Uno de ellos se dio media vuelta y apuntó con su arma hacia la ventana para dispararle al ruido.

—Santo Dios —dijo Lehane. Esos tipos debían de ser los militares más nerviosos que había visto en su vida.

El marine nidu no tuvo oportunidad de disparar su arma: la ventana resquebrajada explotó hacia fuera, absorbiendo al nidu consigo. Otros marines lo siguieron poco después, algunos empujados al agujero por los residuos flotantes, otros simplemente absorbidos por la fuerza huracanada del aire que escapaba hacia el espacio y buscaba reestablecer el equilibrio con un vacío que se extendía por incontables millones de kilómetros en todas direcciones. Dos marines consiguieron impedir ser lanzados contra la oscuridad, lo que simplemente significó que pasaron sus últimos segundos de vida vomitando los pulmones en la cubierta de paseo. La muerte relajó su capacidad de agarre y los dos se desplomaron en el suelo. Los restos de aire de la sección agitaron sus uniformes cuando pasaron de largo.

—Órdenes cumplidas, mi capitán —dijo Picks.

—Asegure esa brecha y lance las cápsulas de salvamento —ordenó Lehane—. Pero retrase el lanzamiento de la de Creek hasta que se lo diga.

—Brecha asegurada. Lanzando las cápsulas.

Las cápsulas de salvamento rodeaban la Nuncajamás como sartas de perlas, cada una de ellas insertada en algo similar a la recámara de un arma. Cuando una cápsula se activa, es lanzada al espacio por repulsión magnética, después de lo cual entran en acción sus diminutos motores direccionales, que modifican la caída de la cápsula hacia su faro o localización asignada. En cuanto se lanza una, la segunda llega a la compuerta para permitir que suban más pasajeros. El proceso es eficaz y sorprendentemente rápido; una nueva cápsula llega a la compuerta menos de cinco segundos después de que se lance la anterior. Había ciento cuarenta y cuatro cápsulas de salvamento a bordo, más que suficientes para los pasajeros y la tripulación. Excepto hoy, que sólo tenían dos pasajeros para repartir entre todas. Lehane esperó, por Dios, que supiera lo que estaba haciendo.

Picks fue lanzando una cápsula tras otra por toda la nave, mucho más rápidamente que de costumbre porque no había que esperar a los pasajeros. Lehane contó cuarenta, cincuenta, sesenta cápsulas lanzadas al espacio.

—Lance la cápsula de Creek —ordenó.

—Lanzada —dijo Picks, un momento más tarde.

—Siga lanzando cápsulas. Todas ellas.

—Señor, la nave nidu nos manda señales —dijo Susan Weiss, la técnico de comunicaciones de la Nuncajamás—. Exigen que dejemos de lanzar cápsulas de salvamento y preguntan por el paradero de sus marines.

—Ignórelos —respondió Lehane. Ya habían lanzado demasiadas cápsulas. Era imposible que pudieran abatirlas todas antes de que una escapara del bloqueo de comunicaciones y emitiera una señal de socorro. Ahora los nidu no podrían hacer volar a la Nuncajamás sin arriesgarse a una guerra abierta y la censura de la CC. A Lehane le encantó haberlos podido joder un poquito.

—Los nidu están disparando —dijo Picks, y pasó la imagen de vídeo a uno de los monitores de Lehane.

—¿A nosotros?

—Todavía no. Parece que van tras las cápsulas.

Lehane vio cómo los cohetes surgían silenciosamente de la cañonera nidu, seguidos unos pocos segundos después por los destellos de las explosiones cuando alcanzaban sus objetivos.

«Vamos, Creek —pensó Lehane—. Tienes que conseguirlo.»

—La madre que me parió —dijo Picks, mirando su monitor.

—¿Qué ocurre?

Picks miró al capitán con una sonrisa de oreja a oreja.

—No me creería si se lo dijera —dijo, y envió la imagen a Lehane.

El capitán miró de nuevo su monitor. Picks tenía razón. No lo habría creído de no haberlo visto con sus propios ojos.

Era un destructor naval de las NUT, unas tres veces más grande que la cañonera nidu.

—Aquí viene la caballería —dijo Lehane.

∗ ∗ ∗

Creek sintió que lo empujaban hacia delante cuando la cápsula despegó por fin. Robin dejó escapar un gritito que era mezcla de terror, sorpresa y gratitud. Los últimos minutos habían sido extremadamente ruidosos y misteriosos; después de las granadas hubo un inmenso sonido rechinante, seguido de gritos ahogados, y una explosión y lo que parecía ser un tornado, y luego un silencio absoluto y total. Después, la cápsula abandonó la Nuncajamás. Creek había escapado por los pelos en otras ocasiones, aquellos dos días en la llanura de Pajmhi incluidos, pero esos últimos minutos estaban decididamente entre los cinco primeros.

Creek se desató de su asiento y flotó hasta la portilla en medio de la súbita gravedad cero. Pudo ver una compuerta de sellado donde antes estaba el ventanal de la cubierta de paseo.

—Ese hijo de puta —dijo con admiración—. Las ha lanzado al espacio.

Si salía de ésta con vida, decididamente iba a tener que invitar a Lehane a una copa.

Los motores de la cápsula entraron en acción. Creek volvió a su asiento hasta que dejaron de rugir. Entonces, volvió a soltarse y regresó a la portilla.

—¿Qué ves? —preguntó Robin.

—Cápsulas de salvamento saliendo de la Nuncajamás —respondió Creek—. Montones de ellas. ¿Quieres mirar?

—Creo que no. Esto de la gravedad cero no le está sentando bien a mi estómago.

Creek advirtió un destello de luz en la periferia de la portilla y luego otro más cerca del centro.

Oh-oh —dijo.

—¿Qué ocurre?

—Creo que los nidu están disparando a las cápsulas.

—Pues claro que disparan —dijo Robin—. Todavía estamos vivos, Harry. No lo pueden consentir. —Había en su voz un tono amargo que Creek consideró plenamente justificado a esas alturas.

Otro destello, mucho más cerca ahora, y luego otro. Y entonces otro, a menos de un kilómetro de distancia.

—Tal vez sí que vaya a echar un vistazo —dijo Robin, y tiró de las cintas de su cinturón—. Quedarme aquí sentada no ayuda mucho a mi estómago.

—Puede que quieras quedarte en tu asiento —sugirió Creek.

—¿Por qué?

Creek estaba a punto de responder cuando algo grande ocupó una porción significativa del campo de visión de la portilla.

—No hagas caso a lo que he dicho. Sí que vas a querer ver esto.

Robin se soltó y nadó hacia la portilla.

—¿Qué estoy mirando? —preguntó.

—Esa enorme nave de las NUT —señaló Creek—. Aquí mismo. Y justo a tiempo.

—¿Qué quieres decir con «justo a tiempo»? Sería «justo a tiempo» si estuviéramos todavía en la Nuncajamás. Por lo que a mí respecta, llegan un poco tarde.

—Tú hazme caso —dijo Creek, y se asomó de nuevo a la portilla para ver si había más destellos, es decir, cápsulas explotando. No los había—. Llegan justo a tiempo.

De pronto la cápsula se estremeció violentamente.

—¿Qué ha sido eso?

—La atmósfera —dijo Creek—. Vamos camino de la superficie de Chagfun. Hora de agarrarse, Robin. Lo que viene ahora va a ser un poco movidito.