Dirk Moeller no sabía si podría provocar un incidente diplomático a base de pedos. Pero estaba dispuesto a averiguarlo.
Moeller asintió abstraído a su secretario, que le plantó delante el calendario de las negociaciones del día, y se agitó de nuevo en su asiento. El tejido que rodeaba el aparato le molestaba, pero no había forma de evitarlo si te habían metido por el recto un tubo de metal y componentes electrónicos de diez centímetros de longitud.
Eso ya le había quedado claro a Moeller cuando Fixer le presentó el aparato.
—El principio es sencillo —había explicado Fixer, entregándole el artilugio levemente curvo—. Suelta usted gas como lo hace normalmente, pero en vez de salir de su cuerpo, el gas entra en ese compartimento delantero. El compartimento se cierra y el gas pasa al segundo compartimento, donde se añaden unos componentes químicos, dependiendo del mensaje que intente enviar. Luego entra en el tercer compartimento, donde todo el mejunje espera a su señal. Suelta usted el tapón, y allá va. Usted dará las órdenes por medio de una interfaz inalámbrica. Todo está ahí. Lo único que hay que hacer es instalarlo.
—¿Duele? —preguntó Moeller—. La instalación, quiero decir.
Fixer puso los ojos en blanco.
—Se va a meter usted un laboratorio químico en miniatura por el culo, señor Moeller —respondió Fixer—. Pues claro que le dolerá.
Y dolió.
A pesar de eso, era un artilugio impresionante. Fixer lo había creado adaptándolo a partir de unos planos que había encontrado en los Archivos Nacionales que databan de cuando los nidu y los humanos entablaron su primer contacto, hacía décadas. El inventor original fue un ingeniero químico que tuvo la idea de unir a las dos razas en un concierto donde los humanos, con la versión original del aparato colocada cerca de la tráquea, pudieran eructar mensajes olorosos de amistad.
El plan no siguió adelante porque ningún coro humano que se preciara quiso verse asociado con el evento: algo en la combinación de gases vocales sostenidos y la cirugía de garganta que se requería para instalar el aparato hacía que resultara bastante poco atractivo. Poco después, el ingeniero químico estuvo muy entretenido con una investigación oficial abierta a la ONG que había creado para organizar el concierto, y luego con una condena en una prisión de mínima seguridad por fraude y evasión de impuestos. El aparato se perdió en el rifirrafe y cayó en el olvido, a la espera de alguien que tuviera un propósito claro para su uso.
—¿Está usted bien, señor? —preguntó Alan, el secretario de Moeller—. Parece un poco preocupado. ¿Se siente mejor?
Alan sabía que su jefe había estado de baja el día anterior por una gripe estomacal. Se había encargado de los informes para la ronda de negociaciones del día mediante videoconferencia.
—Estoy bien, Alan —respondió Moeller—. Tengo un poco de dolor de estómago, eso es todo. Tal vez me ha sentado mal el desayuno.
—Puedo ver si alguien tiene un antiácido —se ofreció Alan.
—Eso es lo último que necesito ahora mismo —contestó Moeller.
—Un poco de agua, entonces —dijo Alan.
—Nada de agua —repuso Moeller—. Pero sí me tomaría un vasito de leche. Creo que eso me asentaría el estómago.
—Veré si tienen algo en la cantina. Todavía nos quedan unos minutos antes de que todo empiece.
Moeller asintió a Alan, que se puso en marcha. «Buen chico», pensó. No era especialmente inteligente, y era nuevo en la delegación de comercio: dos de los motivos por los que había pedido que fuera su ayudante en esas negociaciones. Un ayudante que más observador y que conociera mejor a Moeller habría recordado que era intolerante a la lactosa. Incluso una pequeña cantidad de leche desembocaría inevitablemente en un incidente gástrico.
—¿Intolerante a la lactosa? Cojonudo —había dicho Fixer después de la instalación—. Tome un vaso de leche, y espere una hora o así. Estará listo. También puede probar los alimentos habituales que producen gases: habichuelas, brécol, repollo, coles, cebollas crudas, patatas. Las manzanas y los albaricoques también sirven. Y las ciruelas, pero eso será probablemente más potencia de fuego de la que realmente quiere. Tome una buena mezcla de verduras en el desayuno y luego siéntese a esperar.
—¿Y carne? —preguntó Moeller. Todavía se sentía incómodo por el dolor que le causaba tener el aparato metido por el tubo de escape e insertado en su pared intestinal.
—Claro, todo lo que tenga grasa vendrá bien —dijo Fixer—. Tocino, un poco de carne roja poco hecha. Un refrito de carne curada con repollo le dará un poco de todo. ¿Es que no le gusta la verdura?
—Mi padre era carnicero —respondió Moeller—. Comí mucha carne de crío. Todavía me gusta.
Más que gustarle, en realidad. Dirk Moeller procedía de un largo linaje de carnívoros y comía orgullosamente carne en cada ingesta. La mayor parte de la gente ya no lo hacía. Y cuando comían carne sacaban un tubo de producto cárnico procesado, hecho con tejidos cultivados que nunca requerían el sacrificio, ni la participación de ningún tipo de animal. El producto envasado cárnico más vendido del mercado se llamaba Verraco Bisonte Kingston TM, un conglomerado de genes bovinos y de cerdo con cartílagos inmersos en un caldo nutriente hasta que se convertía en algo que parecía carne pero no lo era, más claro que la ternera, magro como el lagarto, y tan respetuoso con los animales que incluso a los vegetarianos estrictos no les importaba zamparse una Hamburguesa Verraco Bisonte TM o dos cuando les apetecía. La mascota de Kingston era un cerdo con pelaje de bisonte y cuernos, que freía hamburguesas en un hibachi, mientras le guiñaba un ojo al cliente y se relamía los labios ante la expectación de devorar su propia carne ficticia. Daba un poco de repelús.
Moeller habría preferido asar su propia lengua en un espetón antes que comer carne procesada. Los buenos carniceros eran difíciles de encontrar, pero Moeller había localizado a uno en las afueras de Washington, en el suburbio de Leesburg. Ted tenía su propio negocio clandestino, como todos los carniceros hoy en día. Su trabajo diario era el de mecánico. Pero sabía manejar un cuchillo de trinchar, lo cual era más de lo que podía decir la mayoría de la gente en su sector. Una vez al año, en octubre, Ted llenaba un congelador que Moeller tenía en el sótano con ternera, cerdo, venado, y cuatro tipos de ave: pollo, pavo, avestruz y ganso.
Como Moeller era su mejor cliente, de vez en cuando, Ted se dejaba caer con algo más exótico, a menudo un reptil de algún tipo (conseguía un montón de caimanes ahora que Florida había declarado un año de temporada de caza de esa especie híbrida que se reproducía tan rápido y que la EPA había introducido para repoblar los Everglades), pero también un par de mamíferos ocasionales cuya procedencia quedaba adecuadamente sin aclarar. Un año Ted le proporcionó cinco kilos de filetes y una nota garabateada en el papel de envolver: «No preguntes». Moeller los sirvió en una barbacoa con sus antiguos asociados del Instituto Americano de Colonización. A todo el mundo le encantó. Varios meses más tarde, otro carnicero (no Ted) fue arrestado por traficar con carne procedente de Zhang-Zhang, un panda en préstamo del Zoo Nacional. El panda había desaparecido más o menos cuando Ted hizo su entrega anual de carne. Al año siguiente, Ted volvió a servirle caimán. Probablemente, así era mejor para todos, excepto para el caimán, claro.
«Todo empieza con la carne», le decía a Moeller su padre a menudo, y mientras Alan regresaba con una taza de café al dos por ciento, Moeller reflexionó sobre la verdad de aquellas sencillas palabras. Su actual plan, el que le tenía acumulando gas en su tracto intestinal, había empezado con la carne. Concretamente, la carne de Carnes Moeller, la carnicería que regentaba su familia desde hacía tres generaciones y de la que era dueño su padre. En esa tienda, hacía ya casi cuarenta años, aquel embajador nidu, Faj-win-Getag, había irrumpido por la puerta, seguido de un séquito de diplomáticos nidu y humanos.
—Algo huele muy bien —dijo el embajador nidu.
La declaración del embajador fue notable en sí misma. Entre sus muchas cualidades físicas, los nidu poseían un sentido del olfato mucho más desarrollado que la pobre nariz humana. Por ese motivo, y por otros relacionados con la estructura de casta nidu, que es tan rígida que comparada con ella el Japón del siglo XVI parece un ejemplo del igualitarismo del «todo vale», las castas superiores políticas y diplomáticas nidu han desarrollado un «lenguaje» de olores no muy distinto al modo en que los nobles europeos de la Tierra desarrollaron un «lenguaje» de las flores.
Como el noble lenguaje de las flores, el lenguaje de olores nidu no es un auténtico idioma, en el sentido en que no se puede mantener una conversación a través de los olores. Además, los humanos no pueden aprovechar mucho este lenguaje: el sentido del olfato humano es tan burdo que los nidu que intenten enviar una señal odorífica obtendrán la misma reacción de su receptor que si le cantaran un aria a una tortuga. Pero entre los nidu, uno puede hacer una declaración inicial persuasiva, enviarla de un modo sutil (si consideramos que los olores son sutiles) y presentar una base para todo el discurso posterior.
Cuando un embajador nidu irrumpe por la puerta de tu establecimiento proclamando que algo huele bien, es una declaración que hay que interpretar a varios niveles. En primer lugar, probablemente hay algo que huele bien. Pero, en segundo lugar, algo en el establecimiento tiene un olor que lleva consigo ciertas identificaciones odoríficas positivas para los nidu. James Moeller, propietario de Carnes Moeller, el padre de Dirk, no era precisamente un hombre de mundo, pero sabía lo suficiente para darse cuenta de que agradar al embajador nidu podía significar la diferencia entre el éxito y el fracaso de su establecimiento. Ya era bastante difícil llevar adelante una carnicería especializada en un mundo esencialmente vegetariano. Pero ahora que los pocos entusiastas de la comida consumían cada vez más carnes procesadas (que James se había negado en redondo a vender, hasta el punto de perseguir a un representante de Carne Procesada Kington con un cuchillo de carnicero), las cosas se estaban poniendo difíciles. James Moeller sabía que los nidu eran carnívoros convencidos. Tenían que sacar sus provisiones de alguna parte, y James Moeller era un hombre de negocios. A sus ojos, daba lo mismo de quién fuera el dinero.
—Olía por toda la calle —continuó Faj-win-Getag, acercándose al mostrador—. Olía fresco. Olía distinto.
—El embajador tiene buen olfato —dijo James Moeller—. En la parte de atrás de la carnicería tengo venado, que ha llegado hoy de Michigan.
—Sé lo que son los venados —contestó Faj-win-Getag—. Animales grandes. Se lanzan contra los vehículos con gran frecuencia.
—Así son ellos —dijo James Moeller.
—No huelen así cuando están en los arcenes de las carreteras —comentó Faj-win-Getag.
—¡Desde luego que no! ¿Le gustaría oler mejor el venado?
Faj-win-Getag asintió. James mandó a su hijo Dirk a por un poco de aquella carne y después se la tendió al embajador nidu.
—Huele maravillosamente —dijo Faj-win-Getag—. Es muy parecido al olor que en nuestra cultura se equipara con la potencia sexual. Esta carne sería muy popular entre nuestros hombres jóvenes.
James Moeller mostró una sonrisa tan ancha como el Potomac.
—Sería un honor para mí ofrecer al embajador este venado, con mi mayor consideración —dijo, y enseguida envió a Dirk a la parte de atrás a por más carne—. Y me sentiré feliz de servir a cualquier representante de su pueblo que quiera probarla. Tenemos bastantes existencias.
—Se lo haré saber a mi personal —contestó Faj-win-Getag—. ¿Dice que trae el material de Michigan?
—Así es. Hay una gran reserva en el centro de Michigan que regentan los nugentinos. Capturan venados y otros animales mediante un ritual de caza con arco. La leyenda dice que el fundador del culto cazó con su arco un ejemplar de cada especie de mamífero norteamericano antes de morir. Tienen su cuerpo en exhibición en la reserva. Está en taparrabos. Es algo religioso. No son el tipo de gente con quienes uno quiera pasar mucho tiempo, pero su carne es la mejor del país. Cuesta un poco más, pero merece la pena. Y tienen la actitud adecuada hacia la carne: es la piedra angular de toda dieta sana.
—La mayoría de los humanos que hemos conocido no comen mucha carne —dijo Faj-win-Getag—. Lo que he leído en sus periódicos y revistas sugiere que la mayor parte de la gente no la considera sana.
—No se lo crea —contestó James Moeller—. Yo como carne y tengo más energía física y mental que la mayoría de los hombres que tienen la mitad de mi edad. No tengo nada contra los vegetarianos: si quieren comer frijoles a todas horas, por mí perfecto. Pero mucho después de que estén dormidos en sus camas, yo sigo en pie. Así es la carne. Todo empieza con la carne: es lo que le digo a mis clientes. Y es lo que le digo a usted.
Dirk regresó de la trastienda con varios paquetes de carne. James los metió en una bolsa de la compra y la depositó sobre el mostrador.
—Toda suya, señor. Que la disfrute.
—Es usted muy amable —dijo Faj-win-Getag, mientras un subalterno cogía la bolsa—. Nos conmueve tanta generosidad por parte de su raza, siempre tan desprendida. Nos hace felices el hecho de que pronto estaremos en el barrio.
—¿Cómo dice usted?
—Los nidu han iniciado varios tratados y acuerdos comerciales con su gobierno y eso requiere que aumentemos en gran medida nuestra presencia aquí —explicó el embajador—. Construiremos nuestras nuevas misiones en este barrio.
—Qué bien —respondió James Moeller—. ¿Estará la embajada cerca?
—Oh, muy cerca —dijo Faj-win-Getag, y se despidió con un gesto, llevándose su venado y su séquito.
James Moeller no perdió el tiempo. A lo largo de la siguiente semana triplicó su pedido de venado a los nugentinos y envió a Dirk a la biblioteca a buscar toda la información posible sobre los nidu y sus preferencias culinarias. Esto condujo a James a pedir conejo, carne de Kobe, haggis importado de Escocia y, por primera vez en la historia de tres generaciones de la tienda, Spam.
—No es carne procesada —le explicó a Dirk—. Es sólo carne en lata.
En cuestión de una semana, James Moeller transformó su carnicería en una tienda especializada en los nidu. De hecho, el nuevo envío de venado nugentino llegó el mismo día en que James Moeller recibió por correo certificado la noticia de que el edificio que albergaba Carnes Moeller iba a ser expropiado por el gobierno, junto con todos los otros edificios de la manzana, para dejar sitio a las nuevas y ampliadas delegaciones nidu. La recepción de esta carta por parte de James Moeller coincidió con un ataque fulminante al corazón que lo mató tan rápido que murió antes de llegar al suelo, con la carta todavía en la mano, y el venado aún sin cortar en la cámara frigorífica de la trastienda.
El doctor Atkinson trató de asegurarle a Dirk que el shock por la carta no habría sido suficiente para matar a su padre. Las arterias de James, explicó, eran como cannoli repletos de manteca, el resultado de cincuenta y tres años consumiendo carne de manera ininterrumpida. El doctor Atkinson había aconsejado a James durante años que tuviera una dieta más equilibrada o que al menos le permitiera desatascarle las arterias con una inyección de bots, pero James siempre se negó: se sentía bien, le gustaba la carne, y no iba a embarcarse en ningún tratamiento médico que diera a su compañía de seguros la munición necesaria para aumentarle las cuotas. James era un ataque al corazón esperando el momento. Si no lo hubiera tenido entonces, habría sido pronto. Muy pronto.
Dirk no oyó nada de eso. Sabía quién era el responsable. Había encontrado el cadáver de su padre, había leído la nota, y poco después se había enterado de que al día siguiente de que los nidu visitaran Carnes Moeller, un representante nidu había volado a la reserva nugentina en Michillan para cerrar un trato de distribución directa de venado, usando la información que James Moeller le había proporcionado inocentemente en su conversación. Cuando entró por la puerta de la carnicería, el embajador nidu ya sabía que Carnes Moeller estaría fuera del negocio en cuestión de días, y dejó que el padre de Dirk le diera carne gratis e información sin soltar prenda de lo que le esperaba.
Menos mal que su padre tuvo aquel ataque al corazón entonces, pensaba Dirk. Ver cómo derribaban la carnicería del abuelo lo habría matado de todas formas.
La historia y la literatura están llenas de héroes que juran vengar las muertes de sus padres. Dirk se dedicó a la misma tarea con un tozudo y metódico impulso, a lo largo de un período de tiempo que habría hecho que Hamlet, el arquetipo de la deliberación obsesivo-compulsiva, se volviera completamente loco de impaciencia. Con la compensación proporcionada por el gobierno por Carnes Moeller, Dirk se matriculó en la Universidad Johns Hopkins, en Baltimore, y se graduó en relaciones interplanetarias. El programa de Hopkins era uno de los tres mejores de la nación, junto con el de Chicago y Georgetown.
Moeller hizo su posgraduado en ésta última. Obtuvo el acceso al programa, muy competitivo, al aceptar especializarse en los garda, una raza a intervalos sentiente de gusanos tubulares cuya reciente misión a la Tierra se alojaba en los antiguos terrenos del Observatorio Naval. Sin embargo, poco después de que Moeller comenzara su estudio, los garda iniciaron su Incompetencia, un período de ingurgitación, emparejamiento y actividad cerebral reducida coincidente con la llegada del Unuuchi, una estación otoñal gardana que en la Tierra duraba tres años y siete meses. Como Moeller sólo podía trabajar con los garda un período de tiempo muy limitado, le permitieron seguir una segunda vía de investigación. Escogió a los nidu.
Después de su primer trabajo importante sobre los nidu, donde analizaba su ayuda a las Naciones Unidas de la Tierra para obtener un escaño en la Confederación Común, Moeller entró en contacto con Anton Schroeder, observador de las NUT y más tarde primer representante pleno ante la CC. Lo había dejado todo para convertirse en presidente del Instituto Norteamericano para la Colonización, un laboratorio de ideas políticas enclavado en Arlington y dedicado a la expansión de la colonización planetaria terrestre, con o sin el consentimiento de la Confederación Común.
—He leído su estudio, señor Moeller —había dicho Schroeder, sin más preámbulos, cuando Moeller atendió el comunicador de su despacho. Schroeder asumía (correctamente) que Moeller reconocería la voz que miles de discursos, noticiarios, y programas de debate dominicales habían hecho famosa—. Está lleno de mierda, pero está lleno de mierda de varias formas interesantes, algunas de las cuales, y puedo asegurárselo, se acercan a la verdad de nuestra situación con los nidu y la Confederación Común. ¿Le gustaría saber cuáles son?
—Sí, señor —respondió Moeller.
—Le envío un coche ahora mismo —replicó Schroeder—. Estará allí en media hora para traerlo aquí. Póngase corbata.
Una hora más tarde, Moeller bebía de la fuente informativa e ideológica que era Anton Schroeder, el hombre que conocía a los nidu mejor que ningún otro ser humano. En el transcurso de las décadas que llevaba tratando con los nidu, Schroeder había llegado a la siguiente conclusión: «Los nidu nos están dando por el culo». Era hora de empezar a darles por culo a ellos. A Moeller no hubo que pedirle dos veces que se uniera a la causa.
—Aquí vienen los nidu —dijo Alan, levantándose de su asiento. Moeller apuró la leche y se levantó, justo a tiempo de que una burbuja de gas se retorciera en su intestino como un marinero haciendo un nudo margarita. Moeller se mordió el labio inferior e hizo todo lo posible por ignorar el calambre. No le serviría de nada que la delegación nidu fuera consciente de sus inquietudes gástricas.
Los nidu entraron en la sala de reuniones como hacían siempre, los de menor estatura en primer lugar. Se dirigieron a sus asientos asignados y saludaron con un gesto a sus homólogos humanos, al otro lado de la mesa. Nadie se movió para estrecharles las manos: los nidu, intensamente estratificados desde un punto de vista social, no eran el tipo de raza que disfruta de ciertos contactos. Ocuparon sus asientos, en orden jerárquico, hasta que sólo dos personas permanecieron de pie; en los asientos del centro de la sala, en lados opuestos, quedaron Moeller y el jefe de la delegación comercial nidu, Lars-win-Getag.
Que era, casualmente, hijo de Faj-win-Getag, el embajador nidu que había entrado por la puerta de Carnes Moeller cuatro décadas antes. Esto no era casual: todos los diplomáticos nidu de algún rango en la Tierra derivaban del clan win-Getag, parientes tangenciales del actual clan real de los auf-Getag. Faj-win-Getag era proverbialmente fecundo, incluso para los nidu, así que sus hijos copaban el cuerpo diplomático en la Tierra.
Pero era a la vez muy satisfactorio y conveniente para Moeller, según pensaba, que el hijo de James Moeller devolviera el favor al hijo de Faj-win-Getag. Moeller no creía en el karma, pero sí en su primo idiota, la idea de que «el que la hace, la paga». Los Moeller iban a resarcirse por fin.
Resultaba irónico en cierto modo, pensó Moeller mientras esperaba a que Lars-win-Getag comenzara su saludo. Esa ronda de negociaciones comerciales entre los nidu y la Tierra tendría que haberse interrumpido mucho antes de llegar a ese nivel. Moeller y sus compatriotas llevaban años planeando y maniobrando en silencio para llevar las relaciones nidu-humanas a su punto de ruptura; se suponía que éste iba a ser el año en que las relaciones comerciales iban a romperse, las alianzas se disolverían, las manifestaciones antinidu aumentarían, y los planetas humanos comenzarían su camino hacia la auténtica independencia fuera de la Confederación Común.
Un nuevo presidente y su administración favorable hacia los nidu lo habían estropeado todo: el nuevo secretario de Comercio había sustituido a muchísimos delegados y los nuevos delegados estaban dispuestos a ceder terreno diplomático en su afán por normalizar las relaciones con los nidu. Ahora las negociaciones estaban demasiado avanzadas para inventar objeciones diplomáticas: todas habían sido anuladas tres o cuatro niveles más abajo. Hacía falta algo más para detener las negociaciones. A ser posible algo que hiciera que los nidu quedaran mal.
—Dirk —dijo Lars-win-Getag, e inclinó brevemente la cabeza—. Buenos días. ¿Estamos preparados para comenzar el pulso de hoy?
Sonrió, cosa que en los nidu es bastante desagradable, divertido por su propio chiste. Lars-win-Getag se las daba de inteligente, y su especialidad era hacer chistecitos tontos basándose en el argot del inglés. Había visto a un alienígena hacerlo en una película anterior al Encuentro, y le parecía divertido. Era el tipo de chiste que se agotaba enseguida.
—Por supuesto, Lars —dijo Moeller, y devolvió el gesto, arriesgándose a un pequeño calambre al inclinar la cabeza—. Nuestros puños están preparados.
—Excelente.
Lars-win-Getag se sentó y echó mano a su plan de negociaciones.
—¿Seguimos trabajando en cuotas agrícolas?
Moeller miró a Alan, que había redactado el calendario.
—Discutiremos de plátanos y bananas hasta las diez, y luego de uvas y de vino hasta el almuerzo —dijo Alan—. Por la tarde empezaremos con las cuotas de ganado. Comenzaremos con las ovejas.
—Me parece muy bieeeeen —replicó Lars-win-Getag, volviéndose hacia Moeller para mostrar otra espantosa sonrisa. Lars-win-Getag era también muy aficionado a las bromas.
—Eso es muy divertido, señor —dijo Alan, mansamente.
Desde el otro lado de la mesa intervino uno de los nidu.
—Hay ciertas dudas sobre el porcentaje de bananas que el tratado requiere que procedan de Ecuador. Tenemos entendido que una plaga de la banana ha destruido gran parte de la cosecha este año.
Un miembro de la delegación humana le respondió. Las negociaciones continuaron durante la siguiente hora. Alan y su homólogo nidu dirigían a los otros. Lars-win-Getag estaba ya aburrido y le echaba un ojo a su tableta en busca de los resultados deportivos. Moeller se alegró de que la reunión apenas requiriera su participación y empezó a teclear en su propia tableta para poner en marcha su plan.
Era el mismo Lars-win-Getag quien había inspirado el artefacto. Lars-win-Getag era, por decirlo suavemente, un segundón, uno de los negociadores comerciales de grado medio, mientras que la mayoría de sus hermanos habían ascendido a puestos mejores. Todo el mundo sabía que el único motivo por el que Lars-win-Getag era un negociador de grado medio era que su familia era demasiado importante para que fuera menos: sería un insulto a su clan.
Por esa razón, Lars-win-Getag iba siempre escoltado por ayudantes notablemente más listos que él, y nunca le daban responsabilidades en nada crítico. Las cuotas agrícolas y ganaderas predeterminadas desde hacía mucho tiempo, por ejemplo, eran lo adecuado para él. Por fortuna, Lars-win-Getag no era lo bastante listo para darse cuenta de que su propio gobierno lo estaba manipulando. Así que todo funcionaba bien para todo el mundo.
No obstante, como los intermediarios intelectualmente limitados de la mayoría de las especies sentientes, Lars-win-Getag era muy sensible a las cuestiones de estatus personal. También tenía mucho genio. Si no fuera por la inmunidad diplomática, el historial de Lars-win-Getag incluiría agresiones, agresiones con agravantes, y al menos, un intento de homicidio. Fue esto último lo que había llamado la atención de Jean Schroeder, el hijo del difunto Anton Schroeder y su sucesor como jefe del Instituto Norteamericano para la Colonización.
—Escuche esto —había dicho Jean, leyendo un informe que su secretario había recopilado, mientras Moeller preparaba filetes para ambos en su terraza—. Hace seis años, Lars estaba en un partido en el Capitals y tuvieron que impedir que estrangulara a otro espectador en los lavabos. Los otros tipos que estaban en ese momento en el cuarto de baño tuvieron que placarlo y sentarse en su culo de reptil hasta que llegó la policía.
—¿Y por qué quería estrangular al otro tipo? —preguntó Moeller.
—El hombre estaba en el urinario de al lado y usó espray bucal —respondió Schroeder—. Lars lo olió y se volvió loco. Le dijo a la policía que el olor de ese espray sugería que le gustaba tirarse a su madre. Su honor le impulsó a vengar el insulto.
Moeller pinchó los filetes y les dio la vuelta.
—Tendría que haberlo sabido. La mayoría de los humanos no tienen ni idea de lo que significa el olor para las élites nidu.
—Tendría que saberlo, pero no lo sabe —dijo Jean, repasando el informe—. O no le importa, que es lo más probable. Tiene inmunidad diplomática. No tiene que preocuparse de contenerse. Dos de sus casi-arrestos anteriores fueron por discusiones sobre olores. Eh, ésta es buena: al parecer atacó al vendedor de flores de un centro comercial porque uno de los ramos le decía que maltrataba bebés. Eso fue el año pasado.
—Probablemente habría margaritas —explicó Moeller, dándole de nuevo la vuelta a los filetes—. El olor de margaritas significa «retoños». ¿Adónde vas con esto, Jean?
—Empiezas las negociaciones con Lars la semana que viene —dijo Jean—. Es demasiado tarde para cambiar el tema de las reuniones. Pero vas a negociar con alguien que no es ni terriblemente inteligente ni terriblemente estable, y tiene una tendencia probada a dejarse llevar por la ira cuando piensa que un olor lo está insultando. Tiene que haber un modo de utilizar eso.
—No veo cómo —respondió Moeller. Apartó los filetes y los sirvió en una bandeja—. La política de Comercio es ser respetuoso con la sensibilidad nidu. Las negociaciones tienen lugar en salas con filtros de aire especiales. No usamos colonia ni perfumes: ni siquiera podemos usar desodorante perfumado. Demonios, incluso nos dan un jabón especial. Y nos lo tomamos en serio. El primer año que estuve en Comercio, vi enviar a casa a un negociador porque usó un desodorante con olor a limones salvajes del Caribe esa mañana. Recibió una reprimenda y todo.
—Bueno, está claro que no vas a entrar allí con un frasco de Esencia Que te Jodan —dijo Jean—. Pero tiene que haber un modo de lograrlo.
—Mira, el padre de Lars le causó al mío un ataque al corazón. Nada me haría más feliz que cargarme a ese hijo de puta. Pero es imposible cabrearlo en secreto con un olor.
Dos días más tarde Jean le envió un mensaje. «Algo huele interesante», decía.
En la mesa de negociaciones, los nidu habían logrado que la delegación terrestre dejara fuera las bananas ecuatorianas a cambio de que el mismo porcentaje de bananas fuera enviado desde la colonia de Philos. Esto hizo feliz a todo el mundo, ya que Philos estaba más cerca de Nidu que la Tierra, los dueños de las plantaciones de Philos aceptarían un precio inferior por sus bananas, y la Tierra quería promocionar el comercio colonial de todas formas. Moeller asintió, mostrando su aprobación. Lars-win-Getag gruñó dando la suya, y las negociaciones pasaron a las bananas brasileñas.
Moeller abrió la ventana del software de su artefacto en su tableta y pulsó la barra de «mensajes». La ventana mostró inmediatamente cuatro categorías: insultos leves, insultos de contenido sexual, insultos a la competencia, e insultos graves. Fixer, que había diseñado el aparato y adaptado el software ilegal, encontró un diccionario químico para el lenguaje de olores nidu en la biblioteca científica de la UCLA. Lo eliminó todo menos los insultos, por supuesto: Moeller no planeaba decirle a Lars-win-Getag que estaba la mar de guapo, o que era hora de que cumpliera con sus ritos de pubertad. Moeller también descartó los insultos sobre la competencia, ya que el incompetente nunca se cuestiona su competencia en nada. «Empecemos con algo suave», pensó Moeller, y seleccionó la opción de «insultos leves». Otra ventana se abrió con cuarenta sugerencias de insultos. Moeller escogió el primero de la lista, que decía, simplemente: «Apestas».
La pantalla táctil mostró un reloj de arena, y Moeller sintió una diminuta vibración en su colon cuando el aparato empezó a remover elementos. Entonces apareció una pantalla de diálogo. «Proceso activado —decía—. Dispare cuando esté listo».
Moeller estuvo listo casi al instante: la combinación de la leche, las verduras y el tocino del desayuno había hecho maravillas en su tracto intestinal. Procurando no llamar la atención, Moeller se agitó en su asiento para facilitar el proceso. Sintió que el gas recorría los pocos centímetros que había hasta la cámara del aparato. El recuadro de diálogo cambió: «Procesando». Moeller sintió una segunda vibración cuando la cámara central efectuaba su magia. Después de unos cinco segundos, el movimiento cesó y el cuadro de diálogo cambió de nuevo. «Preparado. Elija liberación manual o automática». Moeller eligió la automática. El cuadro de diálogo inició la cuenta atrás.
Diez segundos después, el gas ligeramente comprimido se dirigió hacia la salida del aparato. A Moeller no le preocupaba que hiciera ruido: uno no trabaja durante décadas en el cuerpo diplomático y asiste a sus interminables reuniones y negociaciones sin aprender a despresurizar en silencio. Moeller se inclinó hacia delante un poquito y dejó escapar el gas. Olía levemente a perejil.
Unos veinte segundos más tarde, Lars-win-Getag, que tenía toda la pinta de estar quedándose dormido, se enderezó en su asiento, alarmando a los secretarios que tenía a cada lado. Uno de ellos, la secretaria, se inclinó para averiguar qué había perturbado a su jefe; Lars-win-Getag le susurró algo silenciosa pero enfáticamente, ella alzó la nariz y olfateó de manera breve pero intensa. Entonces miró a Lars-win-Getag y le dirigió el equivalente nidu a un encogimiento de hombros, como diciendo: «Yo no huelo a nada». Lars-win-Getag la miró con mala cara y luego observó a Moeller, que durante todo el tiempo había estado atendiendo la discusión sobre las bananas con expresión de absoluto aburrimiento. Los filtros de aire estaban ya dispersando el olor. Al fin, Lars-win-Getag se calmó.
Unos minutos después de eso, Moeller lanzó: «Te apareas con guarras». Lars-win-Getag no pudo evitar un gruñido y golpeó la mesa con el puño, lo que provocó una fuerte sacudida. Las negociaciones se detuvieron y todos se volvieron para mirar al embajador nidu, que se había levantado de su asiento y susurraba ferozmente al segundo secretario, bastante nervioso, que estaba sentado a su derecha.
—¿Todo va bien? —le preguntó Moeller al secretario.
El segundo secretario apenas pestañeó.
—El representante de comercio está claramente preocupado por la calidad de las bananas de Brasil —respondió.
Lars-win-Getag había conseguido volver a sentarse.
—Mis disculpas —dijo, inclinando la cabeza a un lado y otro de la mesa—. Algo me ha sorprendido.
—Podemos discutir el porcentaje de bananas brasileñas si le parece —dijo Moeller, amablemente—. Estoy seguro de que a los panameños les encantará aumentar su porcentaje, y podremos compensar a los brasileños en otras categorías.
Echó mano a su tableta como si fuera a anotar el cambio, pero en realidad dio la orden de procesar «Te bañas en vómito».
—Eso es aceptable —contestó Lars-win-Getag con un gruñido. Moeller instó a Alan a que continuara con las discusiones, y al hacerlo se movió lo suficiente para dejar escapar la última misiva. Veinte segundos más tarde, Moeller advirtió que Lars-win-Getag respiraba entrecortadamente y pugnaba por no estallar. Su secretaria le daba palmaditas en la mano, quizá un poco frenéticamente.
La siguiente hora fue la más divertida que Moeller había disfrutado en toda su vida. Se burló de Lars-win-Getag implacablemente, a salvo gracias a su aire de blando desinterés por los detallitos de las negociaciones, la visible ausencia de un objeto emisor de olores en la sala, y la creencia nidu de que los humanos, con su primitivo sentido del olfato, no podían estar burlándose intencionadamente de ellos. A excepción de Lars-win-Getag, los otros nidu de la sala no pertenecían a la casta adecuada para saber nada más que lo más básico del lenguaje odorífico y por eso no podían compartir la ira de su jefe. A excepción de Moeller, la delegación humana ignoraba completamente la causa de la conducta de Lars-win-Getag. Notaban que algo inquietaba al nidu, pero no tenían ni idea de qué podía ser. La única persona que advirtió algo inusitado fue Alan, que al estar tan cerca notó que su jefe tenía gases. Pero Moeller sabía que a esa ambiciosa comadreja no se le ocurriría decir nada al respecto.
Amparándose en esa ignorancia, Moeller acribilló a Lars-win-Getag con insultos intolerables sobre su capacidad sexual, su higiene personal, y su familia, a menudo combinando las tres cosas. El aparato de Fixer estaba lleno de suficientes compuestos químicos, combinables con las emanaciones del propio tracto de Moeller, para que pudiera emitir declaraciones gaseosas coherentes durante días. Moeller experimentó para descubrir qué cosas cabreaban más a Lars-win-Getag. Como esperaba, los insultos sobre su competencia en el trabajo apenas causaban un aumento en sus ritmos respiratorios, pero las sugerencias de su incapacidad sexual parecían ponerlo al rojo vivo. Moeller pensó que Lars-win-Getag iba a estallar cuando «Tus compañeros se ríen de tu falta de potencia sexual» le llegó flotando, pero consiguió resistirlo, sobre todo porque se agarró con tanta fuerza a la mesa que Moeller pensó que iba a romperla.
Moeller acababa de soltar «Eres un come mierda» y ya estaba pulsando «Tu madre folla con pulpos» cuando Lars-win-Getag finalmente perdió los nervios y se entregó a la ira que Moeller estaba esperando, deteniendo las negociaciones.
—¡Ya basta! —aulló, y se lanzó hacia Alan, quien, por su parte, se quedó inmóvil cuando vio que una gran criatura sentiente con aspecto de lagarto se abalanzaba hacia él.
—¿Es usted? —exigió saber Lars-win-Getag, mientras sus secretarios lo agarraban por las piernas, tratando de devolverlo a su lado de la mesa.
—¿Soy yo qué? —consiguió farfullar Alan, dividido ahora entre la urgencia por librarse de esa colérica criatura y el deseo de no poner en peligro su joven carrera diplomática arañando accidentalmente al delegado comercial nidu en sus prisas por evitar ser asesinado.
Lars-win-Getag devolvió a Alan al suelo y se libró de sus secretarios.
—¡Uno de ustedes, humanos, lleva horas insultándome! Puedo olerlo.
Los humanos miraron asombrados a Lars-win-Getag durante diez segundos enteros. Entonces, Alan rompió el silencio.
—Muy bien, chicos —dijo, contemplando a los miembros de la mesa—. ¿Quién lleva el desodorante perfumado?
—No huelo a desodorante, mierdecilla —rugió Lars-win-Getag—. Sé que uno de ustedes me está hablando. Me está insultando. No lo toleraré.
—Señor —contestó Alan—, si uno de nosotros ha dicho algo que le ha ofendido durante las conversaciones, puedo prometerle que…
—¿Prometerme? —gritó Lars-win-Getag—. Yo sí que puedo prometerle que todos ustedes van a estar trabajando en un almacén de alimentación dentro de veinticuatro horas si no…
Poooof.
Silencio. Moeller fue súbitamente consciente de que toda la sala lo estaba mirando.
—Discúlpenme —dijo—. Ha sido una grosería.
Hubo un poco más de silencio después de eso.
—Usted —señaló Lars-win-Getag, finalmente—. Era usted. Todo este tiempo.
—No sé de qué me está hablando —contestó Moeller.
—Haré que pierda su trabajo —explotó Lars-win-Getag—. Cuando acabe con usted, le…
Lars-win-Getag se detuvo súbitamente, distraído. Entonces resopló. El último mensaje de Moeller le había llegado por fin desde el otro lado de la sala.
Lars-win-Getag recibió el mensaje de lleno, lo procesó, y decidió matar a Dirk Moeller allí mismo, con sus propias manos. Por fortuna, había un ritual nidu para matar justificadamente a un agresor: empezaba con un violento rugido que estremecía el alma. Lars-win-Getag se controló, inspiró profundamente, concentró la mirada en Dirk Moeller, y empezó a entonar su alarido asesino.
Una de las cosas interesantes de la vida alienígena es que, por muy alienígena que sea, ciertas características físicas aparecen una y otra vez: son ejemplos de caminos evolutivos paralelos. Por ejemplo, casi todas las formas de vida inteligentes tienen un cerebro, un procesador central de algún tipo, para un sistema nervioso y sensor. El emplazamiento del cerebro varía, pero frecuentemente está situado en algún tipo de cabeza. Del mismo modo, casi toda la vida de naturaleza compleja tiene un sistema para transportar oxígeno y nutrientes por todo el cuerpo.
La combinación de estos dos rasgos comunes implica que ciertos fenómenos médicos son también universalmente conocidos. Como las embolias, causadas cuando las venas de ese sistema circulatorio se rompen en la estructura cerebral que pueda tener esa criatura. Tal como le ocurrió a Lars-win-Getag, menos de un segundo después de su declaración a gritos. Lars-win-Getag se sorprendió tanto como cualquiera cuando interrumpió su alarido, lo sustituyó por un borboteo húmedo, y luego se desplomó en el suelo, muerto. Los nidu rodearon inmediatamente a su líder caído; los humanos miraron boquiabiertos a sus homólogos en la negociación, que a estas alturas habían iniciado un agudo gemido de desesperación mientras intentaban revivir a Lars-win-Getag.
Alan se volvió hacia Moeller, que seguía allí sentado tranquilamente, mirándolo todo.
—¿Señor? —dijo Alan—. ¿Qué acaba de ocurrir aquí, señor? ¿Qué ha pasado? ¿Señor?
Moeller se volvió hacia Alan, abrió la boca para decir algún tipo de mentira que lo exculpara del todo, y estalló en carcajadas.
Otra característica común entre muchas especies es una bomba circulatoria primaria, en otras palabras, un corazón. Esta bomba suele ser uno de los músculos más fuertes de toda criatura, debido a la necesidad de mantener el fluido circulatorio en marcha por todo el cuerpo. Pero, como cualquier músculo, puede dañarse, sobre todo cuando la criatura para quien bombea lo cuida mal. Y, digamos, come un montón de carne grasienta que provoca trombos y hace que los canales circulatorios se atasquen, ahogando al músculo mismo.
Tal como le ocurrió a Dirk Moeller.
Moeller se desplomó en el suelo, todavía riendo, uniéndose a Lars-win-Getag en el mismo destino fatal. Fue vagamente consciente de que Alan gritaba su nombre y luego le ponía las manos en el pecho y bombeaba furiosamente, en un esfuerzo valiente pero inútil por hacer circular la sangre por el cuerpo de su jefe.
Mientras perdía la consciencia por última vez, Moeller tuvo tiempo para una única y última solicitud de absolución. «Señor, perdóname —pensó—. La verdad es que no tendría que haberme comido ese panda».
El resto fue oscuridad, dos cuerpos muertos en el suelo, y, como era de esperar, un grave incidente diplomático.