Pasaron varios segundos antes de que Thomas se diera cuenta de que había dejado de respirar. Cogió una gran bocanada de aire y miró boquiabierto la sala que ahora estaba vacía. No había cuerpos hinchados y de piel morada. No había mal olor.
Newt le empujó ligeramente al pasar y avanzó con su leve cojera hasta que estuvo en el mismo centro del suelo enmoquetado de la sala.
—Esto es imposible —dijo y se dio la vuelta lentamente, mirando el techo de donde los cadáveres colgaban en cuerdas hacía tan sólo unos minutos—. No ha pasado bastante tiempo para que alguien los haya podido sacar. Y nadie más ha entrado en esta puñetera sala. ¡Los hubiéramos oído!
Thomas se apartó y se apoyó en la pared mientras los otros clarianos y Aris salían del pequeño dormitorio. Un silencioso sobrecogimiento se extendió por el grupo cuando, uno a uno, todos notaron que no estaban los muertos. En cuanto a Thomas, volvió una vez más a inundarle cierta insensibilidad, como si ya no fuera a sorprenderle nada.
—Tienes razón —le dijo Minho a Newt—. Estuvimos ahí con la puerta cerrada, ¿cuánto, veinte minutos? No hay forma de que alguien haya podido mover todos esos cuerpos tan rápido. Además, este sitio está cerrado desde dentro.
—Por no mencionar cómo han eliminado el olor —añadió Thomas.
Minho asintió.
—Bueno, vosotros sois dos pingajos muy listos —dijo Fritanga enfurruñado—, pero echad un vistazo a vuestro alrededor. Ya no están. Así que penséis lo que penséis, se han deshecho de ellos de algún modo.
A Thomas no le apetecía discutir ni quería siquiera hablar del tema. Los cadáveres habían desaparecido. Habían visto cosas más raras.
—Eh —dijo Winston—, esa gente loca ha dejado de gritar y chillar.
Thomas escuchó. Silencio.
—Creo que no podíamos oírlos desde el cuarto de Aris. Pero tienes razón, han parado.
No tardaron en echar a correr todos hacia el dormitorio más grande, al otro lado de la zona común. Thomas les siguió con una intensa curiosidad por mirar a través de las ventanas el mundo exterior. Antes, con los raros gritando y apretando sus caras contra los barrotes de hierro, había estado demasiado horrorizado para echar un vistazo.
—¡Ni de coña! —gritó Minho desde delante y, sin más explicaciones, desapareció dentro de la habitación.
Mientras Thomas avanzaba en esa dirección, advirtió que todos los chicos vacilaban un segundo, con los ojos abiertos como platos en el umbral de la puerta, después continuaban y pasaban al interior del dormitorio. Esperó a que los clarianos y Aris entraran y luego les siguió.
Sintió la misma impresión que los otros chicos. En conjunto, la habitación estaba más o menos como la habían dejado antes; pero había una diferencia monumental: en cada ventana, sin excepción, se había levantado una pared de ladrillos rojos, justo por detrás de los barrotes de hierro, que bloqueaba completamente el espacio abierto. La única luz de la habitación provenía de los paneles del techo.
—Aunque hubieran sido muy rápidos con los cadáveres —dijo Newt—, estoy segurísimo de que no tuvieron tiempo de construir estas malditas paredes de ladrillo. ¿Qué está pasando aquí?
Thomas se quedó observando mientras Minho se acercaba a una de las ventanas y sacaba la mano entre los barrotes para empujar los ladrillos rojos.
—Es sólida —dijo, y le dio unas palmaditas.
—Ni siquiera parece recién hecha —murmuró Thomas, que se acercó a una para tocarla. Estaba dura y fría—. La argamasa está seca. Nos han engañado de alguna manera, eso es todo.
—¿Nos han engañado? —preguntó Fritanga—. ¿Cómo?
Thomas se encogió de hombros y volvió a su indiferencia. Seguía deseando desesperadamente poder hablar con Teresa.
—No lo sé. ¿Te acuerdas del Precipicio? Saltamos al aire y atravesamos un agujero invisible. Quién sabe lo que puede hacer esta gente.
La siguiente media hora la pasaron aturdidos. Thomas deambulaba, como el resto, inspeccionando las paredes de ladrillos, buscando señales de alguna cosa más que hubiera cambiado. Encontró varias, cada una tan extraña como la anterior. Todas las camas del dormitorio de los clarianos estaban hechas y no había ni rastro de la ropa sucia que llevaban antes de ponerse el pijama que les dieron la noche antes. Habían cambiado las cómodas de sitio, aunque la diferencia era sutil y algunos no estaban de acuerdo con que las hubieran movido. Fuera como fuera, todos los chicos tenían ahora ropa limpia, zapatos y un nuevo reloj digital.
Pero el cambio más grande de todos —descubierto por Minho— fue el cartel que había fuera de la habitación donde habían encontrado a Aris. En vez de poner «Teresa Agnes. Grupo A, Sujeto A-1. La traidora», ahora se leía:
Aris Jones. Grupo B, Sujeto B-1. El compañero.
Todos le echaron un vistazo al nuevo letrero y se alejaron, pero Thomas se encontró delante, incapaz de apartar los ojos de él. Para Thomas fue como si la nueva etiqueta lo hiciera oficial: le habían quitado a Teresa y la habían sustituido por Aris. Nada tenía sentido y tampoco ya importaba. Volvió al dormitorio de los chicos, encontró el catre en el que se había acostado la otra noche —o al menos en el que creía haberse acostado— y se puso la almohada encima de la cabeza, como si aquel gesto hiciera que todos desaparecieran.
¿Qué le había ocurrido a Teresa? ¿Qué les había sucedido a ellos? ¿Dónde estaban? ¿Qué se suponía que tenían que hacer? Y los tatuajes…
Movió la cabeza a un lado, luego el cuerpo entero, apretó los ojos con fuerza, cruzó los brazos y encogió las piernas hasta tumbarse en posición fetal. Entonces, decidido a seguir intentándolo hasta oírla de nuevo, la llamó con sus pensamientos.
¿Teresa? —una pausa—. ¿Teresa? —una pausa más larga—. ¡Teresa! —gritó mentalmente, y todo su cuerpo se tensó con el esfuerzo—. ¡Teresa! ¿Dónde estás? ¡Por favor, contéstame! ¿Por qué no intentas ponerte en contacto conmigo? Ter…
¡Sal de mi cabeza!
Las palabras explotaron en el interior de su mente con tanta intensidad y de forma tan extrañamente audible dentro de su cráneo que sintió una punzada de dolor detrás de los ojos y en los oídos. Se sentó en la cama y luego se puso de pie. Era ella. Estaba claro que era ella.
¿Teresa? —apretó los dedos índice y corazón de ambas manos contra sus sienes—. ¿Teresa?
¡Quien quiera que seas, sal de mi fuca cabeza!
Thomas retrocedió a trompicones hasta que se sentó de nuevo en la cama. Tenía los ojos cerrados mientras se concentraba.
Teresa, ¿qué estás diciendo? Soy yo. Thomas. ¿Dónde estás?
¡Cállate! —era ella, no tenía duda, pero su voz estaba llena de miedo y rabia—. ¡Cállate! ¡No sé quién eres! ¡Déjame en paz!
Pero… —empezó a decir Thomas sin saber qué hacer—. Teresa, ¿qué pasa?
La chica hizo una pausa antes de responder, como si estuviera aclarando sus ideas, y cuando por fin habló, Thomas percibió en ella una calma casi perturbadora:
Déjame en paz o te encontraré y te cortaré el cuello. Lo juro.
Y entonces se fue. A pesar de su amenaza, intentó llamarla otra vez, pero volvió el mismo vacío que había sentido desde aquella mañana y su presencia se desvaneció.
Thomas se recostó en la cama con algo horrible quemándole por dentro. Enseguida hundió de nuevo la cabeza en la almohada y lloró por primera vez desde que habían matado a Chuck. No obstante, las palabras del letrero al otro lado de la puerta, «La traidora», no paraban de volver a su mente y, cada vez que lo hacían, él las echaba.
Por increíble que parezca, nadie le molestó ni le preguntó qué le pasaba. Sus sollozos reprimidos se convirtieron en una esporádica respiración dificultosa y al final se quedó dormido. Una vez más, soñó.
Esta vez es un poco mayor, probablemente tiene siete u ocho años. Una luz muy brillante se mantiene sobre su cabeza como por arte de magia.
Unas personas vestidas con unos extraños trajes verdes y unas gafas raras no paran de observarlo detenidamente y sus cabezas bloquean durante un momento el resplandor. Puede ver sus ojos, pero nada más. Tienen tapadas con una máscara la boca y la nariz. Thomas, de alguna manera, tiene esa edad, pero al mismo tiempo está fuera observando como un espectador. Aun así, siente el miedo del niño.
Esas personas están hablando con unas voces apagadas y amortiguadas. Algunos son hombres, otras, mujeres; pero no sabe quién es quién.
No entiende lo que está sucediendo, tan sólo retazos. Capta fragmentos de la conversación, todos espantosos:
—Tendremos que seguir trabajando en el chico y la chica.
—¿Podrán sus mentes soportarlo?
—Esto es increíble, ¿sabes? Tiene el Destello bien enraizado en su interior.
—Puede que muera.
—O peor: puede que viva.
Oye una última cosa, por fin algo que no le da escalofríos por el asco o el miedo:
—O tal vez él y los otros nos salven. Nos salven a todos.