Thomas sabía que no podían perder más tiempo en preguntas, miedo y discusiones. Sólo había tiempo para la acción.
—¡Vamos! —gritó, tirando del brazo de Brenda mientras salía de la vaina. Se deslizó por el borde y cayó con un húmedo chof en el lodo. Se incorporó, escupió la cosa viscosa que se le había metido en la boca y se frotó los ojos antes de volver a ponerse de pie enseguida. La lluvia caía, los truenos retumbaban en todas las direcciones y los relámpagos iluminaban el aire con fogonazos que no presagiaban nada bueno.
Jorge y Teresa habían salido con la ayuda de Brenda. Thomas miró el iceberg que estaba a unos quince metros, con la puerta de carga ahora totalmente abierta, una entrada similar a unas fauces abiertas, con una cálida luz interior. Allí había unas formas imprecisas, que sujetaban pistolas y esperaban. Era evidente que no tenían intención de salir y ayudarle a entrar en el refugio seguro. El auténtico refugio seguro.
—¡Corred! —gritó, ya en movimiento. Sostuvo su cuchillo delante de él, agarrándolo con fuerza, por si acaso alguna de aquellas criaturas seguía viva y buscaba pelea.
Teresa y los demás le siguieron el ritmo.
El terreno ablandado por la lluvia dificultaba el avance; Thomas resbaló dos veces y se cayó en una ocasión. Teresa le agarró de la camisa y tiró de él hasta que estuvo en pie y volvieron a correr. Había más gente a su alrededor, corriendo para ponerse a salvo en la nave. La oscuridad de la tormenta y el velo de lluvia, junto con los destellos de los relámpagos, dificultaban ver quién era quién. No había tiempo de preocuparse por aquello.
Por la derecha, rodeando la parte trasera del avión, apareció una docena de criaturas bombilla; se dirigían a un sitio donde pudieran bloquearles el paso a Thomas y sus amigos para que no entraran por la puerta de carga. Sus cuchillos brillaban por la lluvia y algunos tenían manchas carmesíes. Al menos la mitad de sus espeluznantes bombillas había estallado y así lo demostraba su andar a trompicones. Pero parecían más peligrosos que nunca. Y las personas del iceberg seguían sin hacer nada, tan sólo miraban.
—¡A por ellos! —gritó Thomas.
Minho apareció con Newt y unos cuantos clarianos para unirse al ataque. También Harriet y unas chicas del Grupo B. Todos parecieron entender el sencillo plan: luchar contra aquellos últimos monstruos y salir de allí.
Quizá por primera vez desde que había entrado en el Claro unas semanas antes, Thomas no sintió miedo. No sabía si volvería a sentirlo. No sabía por qué, pero algo había cambiado. Los relámpagos explotaron a su alrededor, alguien gritó y la lluvia se intensificó. El viento soplaba con fuerza y le acribillaba con piedrecitas y gotas de agua que dolían por igual. Las criaturas cortaban el aire con sus cuchillos, soltando aquellos inquietantes rugidos mientras esperaban la lucha. Thomas continuó corriendo con el cuchillo por encima de su cabeza. Sin miedo.
A un metro de la criatura del centro, saltó por los aires, asestando una patada con las piernas muy juntas. Dio con los pies a una bombilla naranja que sobresalía en el centro del pecho del monstruo. Reventó y chisporroteó; la criatura gimió algo horrible y cayó hacia atrás, de golpe, contra el suelo.
Thomas aterrizó sobre el lodo y rodó a un lado. Enseguida se levantó de un salto y bailó alrededor de la criatura, acuchillando, golpeando y reventando las brillantes protuberancias.
Plaf, plaf, plaf.
Esquivó y se apartó dando brincos de los inútiles intentos de la criatura por herirle. Contraatacó y la apuñaló. Plaf, plaf plaf. Tan sólo quedaban tres bombillas, el monstruo apenas podía moverse. Thomas se sentó a horcajadas sobre aquel ser en un arranque de confianza y asestó las últimas salvajes estocadas para ponerle fin.
La última bombilla estalló y se apagó. Ya estaba muerto.
Thomas se levantó y se dio la vuelta para ver si alguien más necesitaba ayuda. Teresa había terminado con su monstruo. Minho y Jorge también. Newt estaba allí, sin forzar su pierna derecha mientras Brenda le ayudaba a reventar las bombillas que le quedaban a su contrincante.
Unos segundos más tarde, terminó. Ninguna criatura se movía. No brillaban más luces naranjas. Había acabado.
Thomas, respirando con dificultad, levantó la vista hacia la entrada de la nave, a tan sólo seis metros de distancia. Mientras lo hacía, se encendieron los propulsores y la nave empezó a elevarse del suelo.
—¡Se va! —gritó Thomas tan alto como pudo, señalando como un desesperado su única vía de escape—. ¡Deprisa!
Aquella palabra apenas había salido de su boca cuando Teresa le agarró del brazo y tiró de él mientras corría hacia la nave. Thomas tropezó y luego se enderezó, aporreando con los pies el barro. Oyó el estruendo de un trueno detrás de ellos y vio el destello de un relámpago que inundaba el cielo. Otro grito. Otros surgieron a su lado, a su alrededor, delante de él, todos corriendo. Newt con su cojera, Minho junto a él, echándole un vistazo para asegurarse de que no se caía.
El iceberg llegó a un metro por encima del suelo y seguía levantándose poco a poco al tiempo que giraba, preparado en cualquier momento para mover aquellos propulsores y salir volando como una flecha. Un par de clarianos y tres chicas llegaron primero y se tiraron a la plataforma de la puerta de carga abierta. Seguía elevándose. Otros subieron, la alcanzaron y treparon enseguida para entrar.
Entonces Thomas lo consiguió con Teresa. La trampilla abierta le quedaba ahora a la altura del pecho. Saltó y se impulsó con las manos sobre el metal plano, con los brazos rígidos y el estómago apretado contra el grueso borde. Subió la pierna derecha, hizo palanca y rodó su cuerpo entero hacia la puerta. La nave seguía subiendo. Otros se montaron y estiraron los brazos para ayudar a los demás. Teresa, a medio camino, trataba de encontrar dónde agarrarse.
Thomas extendió el brazo y le agarró la mano para tirar de ella. Cayó encima de él e intercambiaron una breve mirada de victoria. Entonces la chica se apartó y ambos se acercaron al borde de la puerta para ver si alguien más necesitaba ayuda.
El iceberg estaba ahora a dos metros sobre el suelo y empezaba a inclinarse. Había aún tres personas que colgaban del filo. Harriet y Newt tiraban de una chica. Minho ayudaba a Aris. Pero Brenda se sostenía sólo con sus manos, con el cuerpo colgando mientras daba patadas e intentaba subir por sí sola.
Thomas se tiró sobre su estómago y se acercó a ella para cogerla del brazo derecho. Teresa la agarró del otro. El metal de la puerta de carga estaba mojado y resbaladizo; cuando Thomas tiró de Brenda, empezó a deslizarse, pero se paró de repente. Se dio la vuelta un instante para ver que Jorge había clavado los pies en el suelo y abrazado con fuerza a Thomas y Teresa para sujetarles.
Thomas volvió la vista hacia Brenda y empezó a tirar de nuevo. Con la ayuda de Teresa, al final alcanzó el borde con el estómago lo suficiente para ganar impulso; a partir de ahí, fue fácil. Mientras se arrastraba y cada vez se introducía más adentro, Thomas echó otro vistazo afuera, al suelo, que poco a poco se iba alejando. No había nada más que aquellas terribles criaturas, sin vida y mojadas, bolsas de carne caídas que antes estuvieron llenas de luces brillantes. Unos cuantos cadáveres humanos, pero no muchos, y ninguno pertenecía a los que Thomas estaba más apegado.
Retrocedió para alejarse del borde con una sensación de gran alivio. La mayoría lo había conseguido. Habían vencido a los raros y a aquellos monstruos horribles. Lo habían logrado. Chocó con Teresa, se dio la vuelta para mirarla, la atrajo hacia sí y la abrazó bien fuerte, olvidando por un segundo lo sucedido. Lo habían conseguido.
—¿Quiénes son esos dos?
Thomas se apartó de Teresa para ver quién había gritado. Era un hombre con el pelo rojo y corto, que sostenía una pistola y apuntaba a Brenda y Jorge, que estaban sentados juntos, temblando, mojados y magullados.
—¡Que alguien responda! —volvió a gritar el hombre.
Thomas habló antes de pararse a pensarlo:
—Nos han ayudado a cruzar la ciudad. No estaríamos aquí si no fuera por ellos.
El hombre hizo un gesto violento con la cabeza hacia Thomas.
—Tú… ¿los has recogido por el camino?
Thomas asintió, sin gustarle adonde conducía todo aquello.
—Hicimos un trato con ellos. Les prometimos que obtendrían también la cura. Somos menos que cuando empezamos.
—No importa —espetó el hombre—. ¡No os dijimos que pudierais traer ciudadanos!
El iceberg continuó elevándose hacia el cielo, pero la puerta no se cerraba. El viento soplaba con fuerza a través del ancho agujero; cualquiera de ellos podría caerse y morir si sufrían turbulencias.
Thomas se puso de pie de todas formas, decidido a defender el pacto que había hecho.
—Bueno, nos dijisteis que viniéramos aquí, ¡e hicimos lo que teníamos que hacer!
El portador de la pistola hizo una pausa mientras parecía considerar aquella línea de razonamiento.
—A veces me olvido de lo poco que entendéis lo que está pasando. Muy bien, podéis quedaros con uno, pero el otro se va.
Thomas intentó no mostrar el impacto que le supuso aquello.
—¿A qué te refieres… con que el otro se va?
El hombre tocó algo en la pistola y acercó su extremo a la cabeza de Brenda.
—¡No tenemos tiempo para esto! Tienes cinco segundos para elegir quién se queda. Si no escoges, ambos morirán. Uno.
—¡Espera!
Thomas contempló a Brenda, a Jorge. Ambos miraban al suelo y no decían nada. Tenían las caras pálidas de miedo.
—Dos.
Thomas contuvo el pánico en aumento y cerró los ojos. Más de lo mismo. No, ahora lo entendía. Sabía lo que tenía que hacer.
—Tres.
Ya no tenía miedo. No le impresionaba nada. No tenía más preguntas. «Acepta lo que venga. Sigue jugando. Pasa las Pruebas».
—¡Cuatro! —al hombre se le enrojeció el rostro—. ¡Elige ya o morirán los dos!
Thomas abrió los ojos y dio un paso hacia delante. Entonces señaló a Brenda y dijo las palabras más asquerosas que jamás habían pasado por sus labios:
—Mátala a ella.
Ante la extraña declaración de que tan sólo podía quedarse uno, Thomas pensó que lo había comprendido, pensó que sabía lo que ocurriría. Aquello no era más que otra Variable y se llevarían al que no eligiera. Pero se equivocó.
El hombre se metió la pistola en la cinturilla de sus pantalones, agarró a Brenda por la camisa con las dos manos y tiró de ella hasta ponerla de pie. Sin mediar palabra, se movió hacia el espacio abierto, llevándosela consigo.