Capítulo 60

Los relámpagos estallaron a su alrededor con un estruendo ensordecedor provocado por los truenos. Unas columnas de tierra se mezclaban con el aire en todas las direcciones. Varias personas gritaron y una cesó de repente, una chica. Y aquel olor a quemado. Insoportable. Los ataques eléctricos disminuían tan rápido como empezaban. Pero la luz seguía brillando en las nubes y la lluvia comenzó a caer a mares.

Thomas no se había movido desde la primera descarga de relámpagos. No había razón para pensar que estaría más a salvo en otro sitio. Pero, tras el ataque, se puso de pie para mirar a su alrededor, para ver qué podía hacer o adonde podía correr antes de que volviera a pasar.

La criatura con la que había estado luchando se hallaba muerta, la mitad de su cuerpo yacía ennegrecido y la otra mitad no estaba. Teresa estaba sobre su adversario, golpeándole con la parte trasera de su lanza para aplastar la última bombilla; sus chispas se apagaron con un silbido. Minho estaba en el suelo, pero lentamente se puso de pie. Newt estaba allí, respirando profundamente. Fritanga se inclinó y vomitó. Algunos estaban tumbados en el suelo; otros, como Brenda y Jorge, seguían luchando con los monstruos. Los truenos estallaban a su alrededor y los relámpagos brillaban en la lluvia.

Thomas tenía que hacer algo. Teresa no se hallaba demasiado lejos; estaba a un par de pasos de su criatura muerta, inclinada hacia delante, con las manos en las rodillas.

¡Tenemos que encontrar algún sitio donde guarecernos! —le dijo en su mente.

¿Cuánto tiempo nos queda?

Thomas miró su reloj de cerca.

Diez minutos.

Deberíamos entrar en las vainas —señaló la que estaba más cerca, que seguía abierta como una cáscara de huevo perfectamente cortada; a esas alturas, sus mitades seguramente estarían llenas de agua.

Le gustó la idea.

¿Y si no podemos cerrarlas?

¿Tienes algún plan mejor?

No.

La cogió de la mano y empezaron a correr.

¡Tenemos que decírselo a los demás! —dijo mientras se acercaban a la vaina.

Ya se lo imaginarán.

Sabía que no podían esperar. Más rayos podrían alcanzarles en cualquier instante. Estarían muertos antes de que intentaran comunicarse con nadie. Tenía que confiar en que sus amigos se salvaran por sí solos; sabía que podía confiar en ellos.

Llegaron a la vaina justo cuando varios rayos bajaron zigzagueando del cielo, golpeando en abrasadoras explosiones a su alrededor. La tierra y la lluvia volaban por todas partes; a Thomas le pitaban los oídos. Miró en la parte izquierda del contenedor y no vio nada, salvo un pequeño charco de agua sucia. Un olor terrible venía del interior.

—¡Deprisa! —gritó mientras subía.

Teresa le siguió. No les hacía falta hablar para saber qué hacer a continuación. Ambos se pusieron de rodillas y se inclinaron hacia delante para sujetar el extremo de la otra mitad. Tenía un revestimiento gomoso, por lo que era fácil cogerlo. Thomas agarró la mitad de la tapa de la vaina y estiró con todas las fuerzas que le quedaban. La otra mitad se levantó y se balanceó hacia ellos.

Justo cuando Thomas se estaba recolocando para sentarse, Brenda y Jorge corrieron hacia ellos. Thomas sintió una oleada de alivio al ver que estaban bien.

—¿Queda sitio para nosotros? —gritó Jorge por encima del ruido de la tormenta.

—¡Entrad! —respondió Teresa.

Los dos se deslizaron por el borde y entraron salpicando al gran contenedor; estaban un poco apretados, pero cabían. Thomas se colocó al fondo para dejarles más espacio mientras sujetaba la tapa entreabierta. La lluvia golpeteaba sobre la superficie exterior. En cuanto estuvieron acomodados, Teresa y él agacharon las cabezas y dejaron que la vaina se cerrara completamente. Aparte del repiqueteo hueco de la lluvia, de las distantes explosiones de los rayos y las respiraciones entrecortadas, todo estaba relativamente silencioso. Aunque Thomas seguía oyendo el mismo pitido en los oídos. Esperaba que sus otros amigos hubieran llegado a salvo a sus propias vainas.

—Gracias por dejarnos entrar, muchacho —dijo Jorge cuando todos parecieron haber recuperado el aliento.

—Por supuesto —contestó Thomas.

La oscuridad dentro del contenedor era absoluta, pero Brenda estaba justo a su lado, y Jorge y Teresa en el otro extremo.

Brenda habló:

—Pensaba que os lo habríais pensado mejor. ¿No habría sido una buena oportunidad para deshaceros de nosotros?

—Por favor —masculló Thomas. Estaba demasiado cansado para preguntarse cómo sonaba. Todos habían estado a punto de morir y quizá aún no se hallaran fuera de peligro.

—¿Es este nuestro refugio seguro? —preguntó Teresa.

Thomas apretó el botoncito de la luz de su reloj; les quedaban siete minutos hasta la hora señalada.

—Ahora mismo, eso espero. Quizás en unos minutos estos fucos cuadrados de tierra se pongan a girar y nos lleven a una bonita y cómoda habitación donde podamos vivir todos felices para siempre. O no.

¡Crac!

Thomas pegó un grito. Algo había golpeado la parte superior de la vaina e hizo el ruido más fuerte que jamás había oído, un estrépito ensordecedor. Una grieta —un resquicio de luz gris— había aparecido en el techo de su refugio y se formaron unas gotas de agua que caían rápido.

—Ha tenido que ser un rayo —dijo Teresa.

Thomas se frotó los oídos; ahora el pitido era peor.

—Un par más de esos y estaremos de vuelta donde empezamos —su voz sonaba apagada.

Volvió a comprobar el reloj. Cinco minutos. El agua no dejaba de gotear en el charco; aquel horrible y persistente olor… El timbre en su cabeza disminuía.

—Esto no es lo que había imaginado, hermano —comentó Jorge—. Creí que nos presentaríamos aquí y convencerías a los jefazos de que nos acogieran. De que nos dieran la cura. No pensé que nos esconderíamos en una bañera apestosa a esperar que nos electrocutaran.

—¿Cuánto falta? —preguntó Teresa.

Thomas lo comprobó.

—Tres minutos.

Fuera, la tormenta rugía con furia, los rayos golpeaban el suelo y la lluvia caía en torrentes. Otro estruendo sacudió la vaina y ensanchó la grieta del techo lo suficiente para que el agua cayera a toda velocidad y salpicara a Brenda y Jorge. Algo silbó y también se filtró vapor; el rayo había calentado el material exterior.

—¡No vamos a aguantar mucho más pase lo que pase! —gritó Brenda—. ¡Es casi peor quedarnos aquí sentados esperando!

—¡Tan sólo quedan dos minutos! —le exclamó Thomas—. ¡Aguanta!

Fuera se oyó un sonido. Débil al principio, apenas perceptible por los ruidos de la tormenta. Un zumbido grave y profundo. Aumentaba de volumen, parecía hacer vibrar todo el cuerpo de Thomas.

—¿Qué es eso? —preguntó Teresa.

—Ni idea —respondió Thomas—, pero por cómo va el día, estoy seguro de que nada bueno. Tenemos que aguantar un minuto más.

El sonido se hizo más fuerte y profundo; ahora amortiguaba el de los truenos y la lluvia. Las paredes de la vaina vibraron. Thomas oyó que fuera se levantaba el viento de forma distinta a como había soplado el resto del día. Con más fuerza. Casi parecía… artificial.

—Tan sólo quedan treinta segundos —anunció, y de repente cambió de opinión—. Chicos, quizá tengáis razón. Quizá nos estemos olvidando de algo importante. Creo… que deberíamos mirar.

—¿Qué? —exclamó Jorge.

—Tenemos que ver lo que hace ese sonido. Vamos, ayudadme a abrir esto.

—¿Y si un bonito rayo baja y me fríe el culo?

Thomas colocó las palmas de las manos en el techo.

—¡Tenemos que arriesgarnos! ¡Vamos, empuja!

—Tiene razón —asintió Teresa y alzó las manos para ayudar.

Brenda la imitó y Jorge pronto se unió a ellos.

—Estamos a la mitad —exclamó Thomas—. ¿Listos? —tras unos cuantos gruñidos afirmativos, dijo—: Uno…, dos…, ¡tres!

Todos empujaron hacia el cielo y su fuerza terminó siendo excesiva. La tapa se levantó y se estrelló contra el suelo, dejando la vaina totalmente abierta. La lluvia les golpeó, volando horizontalmente, capturada por un viento atroz.

Thomas se inclinó por el borde de la vaina y se quedó boquiabierto al ver lo que había en el aire a tan sólo diez metros del suelo, bajando rápidamente para aterrizar. Era enorme y redondo, con luces parpadeantes y propulsores de llamas azules. Era la misma nave que le había salvado después del disparo. El iceberg.

Thomas miró su reloj justo a tiempo de comprobar que el último segundo ya había transcurrido. Volvió a levantar la vista.

El iceberg se posó sobre un tren de aterrizaje parecido a unas garras y una gran puerta de carga en su barriga de metal empezó a abrirse.