Capítulo 57

A pesar del viento y el alboroto de la gente, el mundo quedó en silencio alrededor de Thomas por un momento, como si le hubieran metido algodón en los oídos. Cayó de rodillas y, aturdido, extendió la mano para tocar la cinta naranja que ondeaba. ¿Era aquello el refugio seguro? ¿No era un edificio, un albergue, algo?

Entonces, tan rápido como había desaparecido, el sonido volvió, llevándolo de nuevo a la realidad. La mayoría era el viento y el cacareo de la conversación.

Se dio la vuelta hacia Teresa y Minho, que estaban juntos con Aris atrás asomándose por encima de sus hombros. Miró su reloj.

—Nos queda una hora. ¿Nuestro refugio seguro es un palo clavado en el suelo? —tenía la cabeza hecha un lío, no estaba seguro de qué pensar o decir.

—No es tan malo si lo piensas —contestó Minho—. Más de la mitad hemos conseguido llegar hasta aquí. Parece que aún más en el grupo de las chicas.

Thomas se levantó, intentando contener su enfado.

—¿El Destello ya te ha vuelto loco? Sí, hemos llegado. Sanos y salvos. A un palo.

Minho se mofó de él:

—Tío, no nos habrían mandado aquí si no hubiera ningún motivo. Lo logramos en el tiempo que nos marcaron. Ahora tan sólo debemos esperar hasta que el reloj señale la hora y algo pasará.

—Eso es lo que me preocupa —replicó Thomas.

—Odio decirlo —añadió Teresa—, pero estoy de acuerdo con Thomas. Después de todo lo que nos han hecho, sería demasiado fácil tener aquí una pequeña señal y que viniesen a buscarnos en helicóptero como recompensa. Va a pasar algo malo.

—Lo que tú digas, traidora —respondió Minho con una expresión que no ocultaba todo el odio que sentía por Teresa—. No quiero oír ni una palabra más de tu boca.

Se alejó, más enfadado de lo que Thomas le había visto nunca.

Thomas miró a Teresa, que se había quedado sorprendida.

—No debería chocarte.

La joven se encogió de hombros.

—Estoy harta de pedir disculpas. Hice lo que tuve que hacer.

Thomas no se podía creer que hablara en serio.

—Da igual. Tengo que encontrar a Newt. Quiero…

Antes de que le diera tiempo a terminar, Brenda apareció entre el grupo y empezó a mirarles. El viento agitaba sus largos cabellos, sacudiéndolos con fuerza. La chica no dejaba de metérselos detrás de las orejas sólo para que salieran despedidos de nuevo.

—Brenda —la saludó Thomas. Por alguna razón, se sentía culpable.

—Hola —dijo Brenda, acercándose hasta que estuvo justo delante de él y de Teresa—. ¿Esta es la chica de la que me hablaste? ¿Cuando nos acurrucamos en aquel camión?

—Sí —la palabra salió de la boca de Thomas antes de que pudiera detenerla—. No. Bueno…, sí.

Teresa le ofreció la mano a Brenda y se la estrechó.

—Soy Teresa.

—Encantada de conocerte —respondió Brenda—. Soy una rara. Poco a poco me vuelvo loca. Quiero morderme los dedos a bocados y matar gente al azar. Thomas me ha prometido que me salvará —aunque era evidente que estaba de broma, ni siquiera sonrió.

Thomas tuvo que reprimir un respingo.

—Qué graciosa, Brenda.

—Me alegra ver que os lo tomáis con humor —comentó Teresa, pero su rostro podría haber transformado el agua en hielo.

Thomas bajó la vista hasta su reloj. Quedaban cincuenta y cinco minutos.

—Tengo que… hablar con Newt.

Se dio la vuelta y se alejó rápidamente antes de que ninguna de las chicas pudiera decir algo. Quería estar lo más lejos posible de cualquiera de las dos.

• • •

Newt estaba sentado en el suelo con Fritanga y Minho; parecía como si los tres esperaran el fin del mundo.

El fuerte viento había ganado humedad y las nubes, que se agitaban sobre sus cabezas, habían descendido considerablemente, como una oscura niebla que cayera para tragarse la tierra. Unas luces brillaban aquí y allá en el cielo, quemando parches púrpuras y naranjas sobre el gris. Thomas no había visto todavía ningún relámpago, pero sabía que se acercaban. La primera gran tormenta había empezado igual.

—Eh, Tommy —le saludó Newt cuando Thomas se unió a ellos.

Se sentó al lado de su amigo con los brazos alrededor de las rodillas. Eran dos simples palabras sin nada especial. Parecía que Thomas se hubiese ido a dar un paseo en vez de que le hubieran secuestrado y casi matado.

—Me alegra ver que habéis logrado llegar hasta aquí —dijo Thomas.

Fritanga soltó su habitual risotada, que más bien parecía el rugido de un animal.

—Lo mismo digo. Por lo visto, te has divertido mucho yendo por ahí con tu diosa del amor. Supongo que os habéis besado y reconciliado, ¿no?

—No exactamente —contestó Thomas—. No ha sido divertido.

—Bueno, ¿qué ha pasado? —inquirió Minho—. ¿Cómo puedes confiar en ella después de todo eso?

Thomas vaciló al principio, pero sabía que debía contárselo todo. Y no había mejor momento que el presente. Respiró hondo y empezó a hablar. Les habló del plan que tenía CRUEL para él, del campamento, de su charla con el Grupo B, de la cámara de gas. Todo seguía sin tener sentido, pero se sentía un poco mejor al contárselo a sus amigos.

—¿Y has perdonado a esa bruja? —preguntó Minho cuando Thomas terminó por fin—. Yo no lo hubiera hecho. Lo que quieran hacer esos fucos de CRUEL, me va bien. Lo que quieras hacer tú, también. Pero no me fío de ella ni de Aris, no me gusta ninguno de los dos.

Newt pareció considerarlo con más detenimiento.

—Pasaron por todo eso, por el plan y el teatro, ¿sólo para que te sintieras traicionado? No tiene ningún maldito sentido.

—Dímelo a mí —masculló Thomas—. Y no, no la he perdonado. Pero, de momento, creo que estamos en el mismo barco —miró a su alrededor. La mayoría de la gente estaba sentada, con la vista perdida en la distancia. No había mucha conversación y ambos grupos no se relacionaban demasiado—. ¿Y vosotros, tíos? ¿Cómo habéis llegado aquí?

—Encontramos una brecha en las montañas —respondió Minho—. Tuvimos que luchar contra unos raros que estaban acampados en una cueva, pero, aparte de eso, no hemos tenido problemas. Aunque casi nos hemos quedado sin comida y agua. Y me duelen los pies. Y estoy segurísimo de que va a caer otra fuca tormenta eléctrica que me va a dejar como un trozo de bacon de Fritanga.

—Sí —asintió Thomas. Se volvió hacia las montañas y supuso que en total estarían a seis kilómetros de la base—. Quizá deberíamos dejar todo esto del refugio seguro e intentar encontrar algún sitio donde guarecernos —pero mientras lo decía, sabía que no era una opción. Al menos hasta que no hubiera pasado la hora marcada.

—Ni hablar —respondió Newt—. No hemos llegado hasta aquí para dar la vuelta ahora. Esperemos que la puñetera tormenta aguante un poco más —alzó la vista a las nubes casi negras con una mueca.

Los otros tres clarianos se quedaron callados. De todos modos, el viento había continuado levantándose, y con sus azotes y rugidos en aumento era difícil que se oyeran los unos a los otros. Thomas miró su reloj. Treinta y cinco minutos. No había forma de que aquella tormenta aguantara…

—¿Qué es eso? —gritó Minho, poniéndose de pie con un salto; apuntó a un sitio por encima del hombro de Thomas.

Thomas se dio la vuelta para mirar mientras se levantaba y una alarma se encendió en su interior. El terror en la cara de Minho era inconfundible.

A unos diez metros del grupo, una gran parte del suelo del desierto se estaba… abriendo. Un cuadrado perfecto —de unos cinco metros de ancho— giraba sobre un eje diagonal mientras la zona de tierra poco a poco se apartaba de ellos y lo que había debajo se elevaba para sustituirlo. El chirrido del acero retorciéndose perforó el aire, más alto que el rugido del viento. El cuadrado rotatorio no tardó en completar su recorrido y donde había estado antes el suelo del desierto ahora había un material negro con un extraño objeto encima.

Era oblongo y blanco con los bordes redondeados. Thomas había visto algo parecido antes. De hecho, varios. Tras escapar del Laberinto y entrar en la enorme cámara de la que salían los laceradores, habían visto varios de aquellos contenedores con aspecto de ataúdes. Entonces no le había dado tiempo a pensarlo, pero al verlo ahora, pensó que debía de ser donde se quedaban los laceradores —¿donde dormían?— cuando no estaban cazando humanos en el Laberinto.

Antes de que pudiera reaccionar, otras partes del suelo del desierto, que rodeaba al grupo en un gran círculo, empezaron a rotar y a abrirse como oscuras y enormes mandíbulas.

Montones de ellas.