El viento se intensificó, agitándose y arremolinándose.
Un trueno retumbó en el cielo, cada vez más oscuro, y le dio la excusa a Thomas para apartarse de Teresa. Decidió una vez más ocultar sus duros sentimientos. El tiempo se agotaba y todavía les quedaba mucho camino por delante.
Haciendo su mejor actuación, le dedicó una sonrisa a Teresa y dijo:
—Creo que lo pillo. Hiciste un montón de cosas raras, pero te obligaron y ahora estoy vivo. Es eso, ¿no?
—Eso es.
—Entonces, dejaré de pensar en ello. Tenemos que alcanzar a los demás.
La mejor manera para conseguir llegar hasta el refugio seguro era colaborar con Teresa y Aris, y así lo haría. Ya pensaría más tarde en Teresa y en todo lo que había hecho.
—Si tú lo dices… —replicó ella con una sonrisa forzada, como si percibiera que algo no iba bien. O quizá no le gustara la posibilidad de enfrentarse a los clarianos después de lo que había pasado.
—¿Habéis acabado ahí arriba? —gritó Aris, con la vista todavía en la otra dirección.
—¡Sí! —respondió Teresa—. Y no esperes que te bese ni en la mejilla otra vez. Creo que tengo un hongo en el labio.
Thomas casi sintió náuseas al oír aquello. Volvió a bajar por la montaña, moviéndose antes de que Teresa intentara cogerle de la mano.
• • •
Tardaron una hora más en llegar al pie de la montaña. La pendiente se niveló un poco mientras se acercaban, lo que les permitió acelerar el paso. Finalmente, las curvas cesaron y trotaron el último kilómetro hasta llegar a la tierra yerma, plana y desierta que se extendía hasta el horizonte. El aire era caliente, pero el cielo nublado y el viento lo hacían soportable.
Thomas seguía sin distinguir si se habían reunido los Grupos A y B más adelante, sobre todo ahora que había perdido la vista de pájaro y el polvo enturbiaba el aire. Pero tanto los chicos como las chicas seguían caminando en grupos apiñados, en dirección norte. Incluso desde su posición estratégica, parecían reclinarse contra el viento que aumentaba según avanzaban.
A Thomas le picaban los ojos por culpa de la tierra que levantaba el aire. No dejaba de limpiárselos, pero tan sólo lo empeoraba al irritarse la piel de las comisuras. El mundo continuó oscureciéndose conforme las nubes se espesaban en el cielo sobre sus cabezas.
Tras una breve pausa para comer y beber —las provisiones que les quedaban eran cada vez más limitadas—, los tres se tomaron un momento para observar a los otros grupos.
—Acaban de empezar a subir —dijo Teresa, señalando hacia delante con una mano mientras con la otra se protegía los ojos del viento—. ¿Por qué no corren?
—Porque aún nos quedan tres horas más hasta el plazo máximo —respondió Aris, mirando su reloj—. A menos que lo hayamos calculado mal, el refugio seguro debería de estar a pocos kilómetros a este lado de las montañas. Pero no veo nada.
Thomas odiaba admitirlo, pero la esperanza de que no lo hubieran visto a causa de la distancia se había desvanecido.
—Por cómo se están arrastrando, está claro que ellas tampoco lo ven. No debe de estar ahí. No tienen nada hacia lo que correr más que el desierto.
Aris miró el cielo gris negruzco.
—Tiene mala pinta ahí arriba. ¿Y si recibimos otra de esas bonitas tormentas eléctricas?
—Será mejor que no estemos en las montañas si eso pasa —repuso Thomas. ¿No sería una manera perfecta de acabar todo aquello?, pensó. Carbonizados por unos rayos de electricidad mientras buscaban un refugio seguro que nunca estuvo allí.
—Vamos a alcanzarlos —dijo Teresa—. Después ya pensaremos qué hacer —se dio la vuelta para mirar a los chicos y se puso las manos en las caderas—. ¿Estáis preparados?
—Sí —respondió Thomas. Intentaba no hundirse en el abismo del pánico y la preocupación que amenazaba con tragárselo. Tenía que haber una explicación. Tenía que haberla.
Aris se encogió de hombros como respuesta.
—Pues corramos —contestó Teresa, y antes de que Thomas pudiera responder, la chica ya se había ido, con Aris pegado a sus talones.
Thomas respiró hondo. Por alguna razón, todo aquello le recordaba a la primera vez que salió a correr por el Laberinto con Minho. Y aquello le preocupaba. Exhaló y fue detrás de los otros dos.
• • •
Después de unos veinte minutos corriendo, con un viento que le hacía esforzarse el doble de lo que jamás tuvo que hacer en el Laberinto, Thomas le habló a Teresa en su cabeza:
Creo que últimamente me han venido más recuerdos. En mis sueños.
Había querido decírselo, pero no delante de Aris. Una prueba, más que nada, para ver cómo reaccionaba a lo que él recordaba. Para ver si podía encontrar alguna pista de sus verdaderas intenciones.
¿En serio? —respondió ella. Podía percibir su sorpresa.
Sí. Cosas raras y aleatorias. De cuando era pequeño… Y… tú también estabas ahí. Tuve visiones de cómo nos trataba CRUEL. También vi algo de antes de que fuéramos al Claro.
La joven hizo una pausa antes de contestar, quizá temerosa de hacer las preguntas que al final se le habían ocurrido a él.
¿Nos ayuda en algo? ¿Recuerdas la mayoría?
Casi todo. Pero no bastaba para revelar demasiado.
¿Qué viste?
Thomas le contó cada uno de los pequeños segmentos de memoria —o de sueño— que entrevió en el último par de semanas. Que había visto a su madre, las conversaciones que oyó en la operación, que ella y él espiaban a los miembros de CRUEL, que había oído cosas que no acababan de tener sentido. Que les hacían pruebas y practicaban la telepatía. Y, al final, la despedida antes de irse al Claro.
¿Y Aris estaba allí? —preguntó; pero, antes de que pudiera contestar, continuó—: Pues claro, ya lo sabía. Los tres formamos parte de esto. Pero es extraño que todo el mundo muera, lo de las sustituciones y eso. ¿Qué crees que significa?
No lo sé —respondió—, pero creo que si tuviéramos tiempo de sentarnos y hablar sobre el tema, nos volvería todo a la memoria.
Yo también. Tom, lo siento mucho. Sé que te cuesta mucho perdonarme.
¿Habría alguna diferencia?
No; en cierto modo, lo he aceptado. Salvarte nos ha hecho perder lo que puede que tuviéramos.
Thomas no tenía ni idea de cómo responder a aquello. Tampoco podrían haber hablado mucho más de haberlo querido. Con el viento aullando, el polvo y los escombros volando por el aire, las nubes agitándose y ennegreciéndose, y cada vez más cerca de los demás…
No había tiempo.
Y por eso continuaron corriendo.
• • •
Finalmente, los dos grupos delante de ellos se encontraron a lo lejos. Aunque lo que más interesante le resultó a Thomas fue que no parecía haber sido accidental. Las chicas del Grupo B habían llegado a un punto y se detuvieron; entonces Minho —ahora Thomas podía distinguirle y le alivió verle vivo y bien— y los clarianos cambiaron de dirección para ir hacia el este y reunirse con ellas.
Y ahora, a un kilómetro de distancia, todos estaban alrededor de algo que Thomas no podía ver. Se apiñaban en un círculo compacto para mirar lo que fuese aquello.
¿Qué pasa ahí delante? —le preguntó Teresa a Thomas en su mente.
No lo sé —respondió.
Los dos, junto con Aris, aceleraron el paso.
Tardaron tan sólo unos pocos minutos en alcanzar a los Grupos A y B, cruzando la polvorienta llanura azotada por el viento.
Minho se había apartado del grupo grande de gente y estaba frente a ellos cuando por fin lo consiguieron. Tenía los brazos cruzados, la ropa sucia, el pelo grasiento y su rostro aún mostraba señales de quemaduras. Pero estaba sonriendo. Thomas no podía creerse lo bien que se sentía al ver otra vez aquella sonrisita.
—¡Ya era hora de que nos alcanzarais, tortugas! —les gritó Minho.
Thomas se paró justo delante de él y se inclinó para recuperar el aliento unos segundos antes de volver a enderezarse.
—Creía que estaríais luchando con uñas y dientes con estas chicas después de lo que nos hicieron. Bueno, a mí.
Minho se volvió hacia el grupo ahora mezclado de chicos y chicas, y después miró a Thomas.
—Bueno, antes que nada, tienen armas con peor pinta, por no mencionar los arcos y las flechas. Además, una tía que se llama Harriet nos lo contó todo. Nosotros somos lo que deberíamos estar sorprendidos de que tú sigas con ellos —fulminó con la mirada a Teresa y a Aris—. Nunca confié en ninguno de esos dos fucos traidores.
Thomas intentó ocultar su mezcla de emociones.
—Están de nuestra parte. Confía en mí —de algún modo retorcido y retrasado, estaba empezando a creérselo de verdad. Y le ponía enfermo.
Minho se rio con amargura.
—Me figuré que dirías algo parecido. Déjame adivinar: ¿es una larga historia?
—Sí, una historia muy larga —respondió Thomas, y luego cambió de tema—. ¿Por qué os habéis parado todos aquí? ¿Qué está mirando todo el mundo?
Minho se apartó y le pasó el brazo por detrás.
—Echa una ojeadita tú mismo —entonces gritó a los dos grupos—: ¡Tíos, dejad sitio!
Varios clarianos y algunas chicas se dieron la vuelta y, despacio, se echaron a un lado, arrastrando los pies, hasta que se formó un estrecho pasillo entre la multitud. Al instante, Thomas vio que el objeto que atraía la atención de todos era un simple palo que sobresalía del terreno árido. Una cinta naranja colgaba de la punta, agitándose al viento. Había unas letras impresas en el estrecho estandarte.
Thomas y Teresa intercambiaron una mirada y Thomas se abrió camino entre la gente para mirarlo más de cerca. Antes de llegar allí, ya pudo leer las palabras impresas en la cinta, negro sobre naranja:
EL REFUGIO SEGURO.