Thomas había terminado de hablar con cualquiera de los dos, pero no iba a hundirse sin luchar. Decidió esperar y ver cuándo se presentaba la mejor oportunidad.
Aris seguía apuntándole con el cuchillo mientras Teresa se dirigía al gran rectángulo de cristal verde iluminado. Thomas no podía negar la curiosidad que le despertaba aquella puerta.
La joven alcanzó un punto donde el resplandor perfilaba su cuerpo entero. Difuminaba su contorno como si estuviera desvaneciéndose. Cruzó la cueva hasta que se apartó completamente de la luz, llegó hasta la pared de piedra y empezó a pulsar con el dedo; probablemente fuera algún tipo de teclado que Thomas no alcanzaba a ver.
Terminó y retrocedió hasta él.
—Veamos si funciona —dijo Aris.
—Seguro que sí —respondió Teresa.
Sonó un fuerte golpe, seguido de un intenso silbido. Thomas observó cómo el borde derecho del cristal empezaba a deslizarse hacia fuera como una puerta. Al abrirse, unas débiles corrientes de bruma blanca se arremolinaron por la ancha abertura y casi de inmediato se evaporaron hasta desaparecer. Era como si un congelador, abandonado durante mucho tiempo, soltara su aire frío en el calor de la noche. La oscuridad acechaba en el interior a pesar de que el rectángulo de cristal continuaba emitiendo su extraño resplandor verde.
Así que la puerta no era una ventana, pensó Thomas. Tan sólo una puerta verde. A lo mejor los residuos tóxicos no eran su futuro inminente. O eso esperaba.
La puerta se paró y golpeó con un chirrido helado la pared de roca mellada. En su lugar, ahora veían un pozo de negrura; no había suficiente luz para revelar lo que le esperaba dentro. La niebla había parado también por completo. Thomas sintió que un abismo de ansiedad se abría bajo sus pies.
—¿Tienes una linterna? —preguntó Aris.
Teresa dejó la lanza en el suelo, se quitó la mochila y rebuscó entre sus contenidos. Al cabo de unos instantes, sacó una linterna y la encendió. Aris señaló con la cabeza la abertura.
—Echa un vistazo mientras le vigilo. No intentes nada, Thomas. Estoy seguro de que lo que han planeado para ti es más fácil que morir acuchillado.
Thomas no respondió, decidido a mantener su patética promesa de permanecer en silencio. Pensó en el cuchillo y en si podría quitárselo a Aris.
Teresa había avanzado hasta el lateral del agujero rectangular abierto e iluminaba el interior con su linterna. La movió arriba y abajo, a izquierda y derecha. Cruzó una fina nube de niebla al hacerlo, pero la escasa bruma era lo bastante clara para revelar el interior.
Era una habitación pequeña, de tan sólo dos metros de largo. Las paredes parecían estar hechas de algún tipo de metal plateado; sus superficies se veían interrumpidas por minúsculas protuberancias de unos dos centímetros de alto, que terminaban en un negro agujero. Los pequeños nudos o picos estaban separados entre sí unos doce centímetros, formando una rejilla cuadrada por las paredes.
Teresa se volvió hacia Aris mientras apagaba la linterna.
—Parece que está bien —comentó.
Aris giró la cabeza para mirar a Thomas, que había estado tan concentrado en la extraña habitación que había perdido cualquier oportunidad de hacer algo.
—Es exactamente como dijeron que sería.
—Bueno… supongo que esto es todo —dijo Teresa.
Aris asintió, luego se cambió el cuchillo de mano y lo agarró con más fuerza.
—Ya está. Thomas, sé buen chico y entra. Quién sabe, a lo mejor es una gran prueba y en cuanto entres, te dejan marchar y todos podemos volver a reunirnos.
—Cállate, Aris —soltó Teresa. Era la primera vez en bastante tiempo que Thomas no tenía ganas de darle un puñetazo al oírla. Entonces se volvió hacia él, sin mirarle a los ojos—. Acabemos ya con esto.
Aris movió su cuchillo para indicarle a Thomas que empezase a caminar.
—Vamos. No me hagas arrastrarte.
Thomas le miró y se esforzó por mantener el rostro impasible mientras su cabeza daba vueltas en muchas direcciones. Una oleada de pánico hirvió en su interior. Era ahora o nunca. Luchar o morir.
Volvió la mirada hacia la puerta abierta y comenzó a andar. A los tres pasos ya estaba a mitad de camino. Teresa se había erguido, con los brazos tensos por si causaba problemas. Aris mantenía su arma apuntando al cuello de Thomas.
Otro paso. Otro. Aris estaba justo a su izquierda, a tan sólo medio metro de distancia. Teresa se hallaba detrás de él, fuera de su vista; y, justo delante de él, la puerta abierta y la extraña habitación plateada con paredes cubiertas de agujeros.
Se detuvo y miró a Aris de reojo.
—¿Qué aspecto tenía Rachel mientras sangraba hasta morir?
Se había arriesgado a lanzárselo por si surtía efecto.
Asombrado y dolido, Aris se quedó helado y le dio a Thomas la fracción de segundo que necesitaba. Saltó hacia el chico y arqueó su brazo izquierdo para quitarle el cuchillo de la mano con un golpe. El arma repiqueteó en las rocas. Thomas le dio un puñetazo a Aris en el estómago, que le hizo caer al suelo mientras, desesperado, intentaba recuperar el aliento.
El sonido del metal contra la roca impidió que Thomas pateara al chico que tenía a sus pies. Alzó la vista y vio que Teresa había cogido su lanza. Se miraron a los ojos un instante y luego la joven se abalanzó sobre él. Thomas levantó las manos para protegerse, pero era demasiado tarde: la parte trasera del arma giró en el aire y le dio en el lateral de la cabeza. Las estrellas flotaron en sus ojos mientras caía, luchando por mantenerse consciente. En cuanto tocó el suelo, se colocó a gatas para alejarse.
Pero oyó el grito de Teresa y, un segundo después, la madera chocó contra su cabeza. Thomas volvió a derrumbarse de nuevo con un golpazo; algo rezumaba por su pelo y le caía por ambas sienes. El dolor le destrozó la cabeza; era como si le hubieran clavado un hacha en el cerebro. Se extendió al resto de su cuerpo y le entraron náuseas. Consiguió de algún modo despegarse del suelo y se dejó caer sobre la espalda para ver a Teresa levantando su arma hacia él de nuevo.
—Entra en la habitación, Thomas —ordenó la chica entre jadeos—. Entra en la habitación o te golpearé otra vez. Te juro que seguiré haciéndolo hasta que pierdas el conocimiento o te desangres.
Aris se había recuperado y había vuelto a ponerse de pie; estaba justo al lado de ella.
Thomas echó las piernas hacia atrás y dio una patada que acertó en las rodillas de ambos. Gritaron, se doblaron y cayeron el uno encima del otro. El esfuerzo físico le envió un horrible torrente de dolor que le atravesó el cuerpo entero. Unos destellos blancos le cegaron; el mundo daba vueltas. Gimió mientras se esforzaba por moverse, colocarse bocabajo e impulsarse con las manos para ponerse de pie. Apenas se había levantado unos centímetros cuando Aris aterrizó sobre su espalda para aplastarle contra el suelo. De inmediato, el brazo del chico rodeó el cuello de Thomas y apretó.
—Vas a entrar en esa habitación —le soltó al oído—. ¡Ayúdame, Teresa!
Thomas no consiguió reunir fuerzas para quitárselos de encima. El golpe doble en la cabeza le había debilitado, como si los músculos se le hubieran aletargado porque su cerebro no tenía bastante energía para mandarles órdenes. Teresa no tardó en agarrarle de ambos brazos y empezó a arrastrarle hacia la puerta abierta mientras Aris le empujaba. Thomas daba patadas débiles. Las rocas se clavaban en su piel.
—No me hagáis esto —susurró, cediendo ante la desesperación. Con cada palabra que pronunciaba le dolían todos los nervios del cuerpo—. Por favor…
Lo único que veía ahora eran destellos blancos y negros. Se dio cuenta de que era una conmoción cerebral. Tenía una terrible conmoción cerebral.
Apenas estaba consciente cuando cruzó el umbral. Teresa apoyó los brazos de Thomas en el frío metal de la pared del fondo, pasó por encima de él y ayudó a Aris a levantarle las piernas, de modo que quedó desplomado, de cara al lateral. Thomas ni siquiera tenía fuerzas para mirarlos.
—No —dijo, pero fue sólo un susurro.
La imagen del chico enfermo, Ben, al que desterraron del Claro le vino a la mente. Un momento extraño para pensar en eso, pero ahora sabía cómo debió de sentirse el muchacho en aquellos últimos segundos antes de que las paredes se cerraran de golpe, atrapándole en el Laberinto para siempre.
—No —repitió tan bajo que imaginó que no podrían oírle. Le dolía todo el cuerpo, de la cabeza a los pies.
—Qué cabezota eres —oyó decir a Teresa—. ¡Tenías que ponértelo más difícil! ¡Tenías que ponérnoslo más difícil a nosotros!
—Teresa —susurró Thomas.
Atravesó el dolor e intentó llamarla telepáticamente, aunque llevaba mucho tiempo sin lograrlo.
Lo siento, Tom —le contestó ella—. Pero gracias por ser nuestro sacrificio.
No se había dado cuenta de que la puerta se estaba entornando, pero se cerró de golpe justo cuando aquella última palabra flotó hacia sus neblinosos pensamientos.