Capítulo 45

Lo movieron sobre el suelo hasta que el saco se deslizó y cubrió todo su cuerpo. Después ataron el extremo abierto en la parte de sus pies con una cuerda, anudándola bien fuerte y envolviendo los extremos alrededor de su cuerpo; para mayor seguridad, hicieron otro nudo justo encima de su cabeza.

Thomas notó que el saco se tensaba y que tiraban de su cabeza hacia arriba. Se imaginó a las chicas sujetando los extremos de aquella cuerda larguísima. Aquello sólo podía significar una cosa: iban a arrastrarlo. No podía soportarlo más y empezó a retorcerse, aunque sabía lo que le esperaba.

—¡Teresa! ¡No me hagas esto!

Esta vez, un puño le dio en pleno estómago y le hizo soltar un alarido. Intentó doblarse en dos, sujetarse la cintura, pero el maldito saco se lo impidió. Le entraron náuseas; las contuvo e intentó conservar la comida.

—Puesto que no te importa lo que te suceda —dijo Teresa—, vuelve a hablar y empezaremos a disparar a tus amigos. ¿Te parece bien?

Thomas no respondió; emitió un sollozo, desesperado por el dolor. ¿De verdad había pensado el día anterior que las cosas iban a mejorar? Con la infección y la herida curadas, lejos de la ciudad de los raros, con tan sólo una rápida aunque dura caminata a través de las montañas que había entre ellos y el refugio seguro… Ya tenía que habérselo figurado después de todo por lo que había pasado.

—¡Lo he dicho en serio! —gritó Teresa a los clarianos—. No avisaremos. Si nos seguís, las flechas empezarán a volar.

Thomas la vio de perfil, arrodillada junto a él, y oyó cómo crujían sus rodillas sobre la tierra. Entonces la chica le agarró por la tela del saco y pegó su cabeza a la suya, con la boca a tan sólo un par de centímetros de su oído. Empezó a susurrar, tan débilmente que Thomas tuvo que esforzarse por oírla, tuvo que concentrarse para separar sus palabras de la brisa:

—Ya no puedo hablarte telepáticamente. Recuerda que debes confiar en mí.

Thomas, sorprendido, se obligó a mantener la boca cerrada.

—¿Qué le estás diciendo?

Aquello lo preguntó una de las chicas que sujetaba la cuerda pegada a la bolsa.

—Le informo de lo mucho que estoy disfrutando de esto. De lo mucho que disfruto de mi venganza. ¿Te importa?

Thomas jamás había sentido tal arrogancia en ella. O era muy buena actriz o había empezado a volverse loca, puesto que hacía gala de doble personalidad.

—Bueno —respondió la otra chica—, me alegra que te estés divirtiendo tanto, pero tenemos que darnos prisa.

—Lo sé —asintió Teresa. Agarró a Thomas de los laterales de su cabeza con todavía más fuerza y le zarandeó. Después, apretó la boca contra el áspero tejido, empujándola hacia su oreja. Cuando habló, de nuevo con aquel cálido susurro, sintió su aliento caliente a través de la tela del saco—: Aguanta. Acabará pronto.

Aquellas palabras adormecieron el cerebro de Thomas; no tenía ni idea de qué pensar. ¿Estaba siendo sarcástica?

Le soltó y se retiró.

—Vale, salgamos de aquí. Aseguraos de chocar con todas las piedras que podáis por el camino.

Sus captoras empezaron a caminar, arrastrándole tras ellas. Notaba el terreno lleno de baches conforme tiraban de él; el gran saco no le proporcionaba ninguna protección. Dolía. Arqueó la espalda y apoyó todo el peso sobre los pies para que sus zapatos fueran la zona más castigada por los impactos. Pero sabía que no resistiría eternamente.

Teresa caminaba a su lado mientras tiraban de su cuerpo. Podía distinguirla a través de la arpillera.

Entonces Minho empezó a gritar, pero su voz se perdía en la distancia porque el sonido del arrastre sobre la tierra le dificultaba entenderlo. Pero lo que sí oyó Thomas, sin embargo, le dio un poco de esperanza. Entre nombres confusos y no muy halagüeños, Thomas oyó las palabras «os encontraremos», «el momento adecuado» y «armas».

Teresa volvió a darle un puñetazo en el estómago y Minho se calló.

Y avanzaron por el desierto, mientras Thomas rebotaba sobre la tierra como un saco de ropa sucia.

• • •

Thomas se imaginó cosas horribles mientras se desplazaban. Sus piernas se debilitaban a cada segundo y sabía que en cualquier momento tendría que bajar el cuerpo al suelo. Imaginó las heridas sangrantes, las cicatrices permanentes.

Pero quizá no importaba. Planeaban matarle de todas formas.

Teresa le había pedido que confiara en ella. Y aunque le costaba mucho hacerlo, estaba intentando creerla. ¿Acaso todo lo que le había hecho desde que reapareció con las armas y el Grupo B era, en realidad, una actuación? Si ese no era el caso, ¿por qué seguía susurrándole que confiara en ella?

Thomas le dio vueltas en la cabeza al asunto hasta que ya no pudo concentrarse más. Le estaban dejando el cuerpo en carne viva y sabía que debía encontrar el modo de evitar que cada centímetro de su piel quedara arañado.

Las montañas le salvaron.

Cuando empezaron a subir la empinada cuesta, sin duda les resultó difícil arrastrar el cuerpo por el suelo como antes. Intentaron moverlo a tirones, dejándolo caer un par de metros para luego volver a tirar de él. Finalmente, Teresa dijo que sería más fácil llevarlo de los hombros y los tobillos. Y que lo harían por turnos.

A Thomas se le ocurrió una idea tan obvia que pensó que tal vez estaba pasando algo por alto:

—¿Por qué no me dejáis que vaya andando? —preguntó a través de la arpillera con la voz amortiguada y áspera por la sed—. Bueno, tenéis armas. ¿Qué voy a hacer?

Teresa le dio una patada en el costado.

—Cállate, Thomas. No somos idiotas. Estamos esperando a que tus amigos clarianos no nos vean.

Hizo lo que pudo por reprimir su quejido cuando le asestó una patada en la caja torácica.

—¿Eh? ¿Por qué?

—Porque eso es lo que nos han ordenado. ¡Ahora cállate!

—¿Por qué le cuentas eso? —susurró una de las otras chicas con dureza.

—¿Qué importa? —respondió Teresa, sin ni siquiera tratar de ocultar lo que estaba diciendo—. Vamos a matarle de todos modos. ¿A quién le importa si sabe qué es lo que nos dijeron que hiciéramos?

«Nos dijeron que hiciéramos —pensó Thomas—. CRUEL».

Una chica distinta intervino:

—Bueno, ya apenas puedo verlos. En cuanto lleguemos a esa grieta de ahí, estaremos fuera de su vista y nunca nos encontrarán. Incluso aunque nos sigan.

—Muy bien —contestó Teresa—, llevémosle hasta ahí.

Unas manos agarraron a Thomas y le izaron al aire. Por lo que veía a través del saco, Teresa y tres de sus nuevas amigas le estaban llevando. Caminaron con cuidado entre las rocas, rodeando árboles muertos, sin dejar de subir. Las oía respirar con dificultad, olía su sudor y las odiaba cada vez más a cada nueva sacudida que daban. Incluso a Teresa. Intentó de nuevo llegar hasta su mente, para salvar su confianza en ella, pero no estaba allí.

La caminata montaña arriba continuó por lo menos una hora, con algunas paradas aquí y allá para que las chicas cambiaran de sitio. Como mínimo, habían doblado la distancia desde que dejaron a los clarianos. El sol estaba alcanzando un punto en el que resultaría peligroso, el calor era sofocante. Pero entonces rodearon una enorme pared, el suelo se aplanó un poco y hubo sombra. El aire más fresco era un alivio.

—Muy bien —dijo Teresa—, soltadlo.

Sin más ceremonia, la obedecieron y Thomas se golpeó contra el suelo con un fuerte gruñido. Aquello le dejó sin respiración y se quedó allí, intentando recuperar el aliento mientras comenzaban a desatar las cuerdas. Cuando consiguió respirar con normalidad, ya le habían quitado el saco.

Parpadeó, mirando a Teresa y sus amigas. Todas le apuntaban con sus armas, lo que parecía ridículo. De algún rincón, sacó un poco de valentía:

—Chicas, debéis de tener un alto concepto de mí, las veinte con cuchillos y machetes y yo sin nada; me siento muy especial.

Teresa retrocedió con su lanza.

—¡Espera! —gritó Thomas, y ella se detuvo. Alzó las manos para defenderse y, despacio, se puso de pie—. Mira, no voy a intentar nada. Llevadme a donde sea que vayamos y entonces dejaré que me matéis como un chico bueno. De todos modos, no tengo una fuca cosa por la que vivir.

Miró directamente a Teresa al decir aquello y trató de poner el máximo rencor posible en sus palabras. Todavía se aferraba a la pequeña esperanza de que aquello terminara teniendo sentido, pero, fuera como fuera, después de cómo le habían tratado, no estaba de muy buen humor.

—Vamos —replicó Teresa—, estoy harta. Entremos en el Paso para poder dormir lo que queda de día. Esta noche empezaremos a cruzarlo.

La chica de piel oscura que había ayudado a meterlo en el saco fue la siguiente en hablar:

—¿Y qué hacemos con este tío, al que hemos estado arrastrando las últimas horas?

—No te preocupes, le mataremos —contestó Teresa—. Le mataremos tal y como nos dijeron que hiciéramos. Es su castigo por lo que me hizo.