Los siguientes treinta segundos fueron horribles para Thomas.
El raro forcejeó, tuvo espasmos, se ahogó y escupió. Brenda le sujetó mientras Thomas retorcía el cuchillo y lo hundía más. La vida se tomó su tiempo para salir del hombre mientras la luz de sus ojos enloquecidos se apagaba, mientras los gruñidos y el esfuerzo físico por resistirse poco a poco se calmaban y cesaban.
Pero, al final, el hombre infectado con el Destello murió, y Thomas cayó hacia atrás, con todo el cuerpo tenso como un rollo de cable oxidado. Tomó aire y luchó contra la fuerte oleada escalofriante de su pecho. Acababa de matar a un hombre. Le había arrebatado la vida a otra persona. Notaba las entrañas llenas de veneno.
—Tenemos que irnos —dijo Brenda, que se puso de pie de un salto—. Seguro que han oído todo el jaleo. Vamos.
Thomas no podía creer lo poco afectada que estaba, lo rápido que había superado lo que habían hecho. Pero tampoco les quedaba más remedio. La primera señal del resto de raros retumbó por el pasillo, como los sonidos de unas hienas rebotando por un cañón.
Thomas se obligó a levantarse y se despojó de la culpa que amenazaba con consumirle.
—Muy bien, pero ya basta.
Primero fueron las bolas plateadas que comían cabezas y ahora luchar con raros en la oscuridad.
—¿A qué te refieres?
Ya estaba harto de tanto túnel negro. Harto de que durara como toda una vida.
—Quiero ver la luz del día. No me importa lo que cueste. Quiero la luz del día. Ya.
• • •
Brenda no discutió. Le guió por varios giros y pronto encontraron una larga escalera de hierro que llevaba al cielo, fuera de Abajo. Los desagradables ruidos de los raros persistían en la distancia. Carcajadas, gritos y risitas. Algún que otro alarido ocasional.
Les costó bastante mover la tapa de la boca de alcantarilla, pero al final cedió y salieron. Se encontraron en un gris atardecer, rodeados por edificios altísimos en todas las direcciones. Ventanas rotas, basura esparcida por las calles. Varios cadáveres yacían por allí. Olor a podrido y polvo. Calor. Pero no había gente. Al menos, viva. Thomas sintió un instante de alarma al pensar que algunos de los muertos podían ser sus amigos, pero no era el caso. Los cuerpos desperdigados eran hombres y mujeres mayores, que habían empezado a descomponerse.
Brenda se dio despacio la vuelta mientras se orientaba.
—Vale, las montañas deberían de estar bajando esa calle.
Señaló, pero era imposible saberlo con certeza porque no se veía bien y los edificios ocultaban el sol poniente.
—¿Estás segura? —preguntó Thomas.
—Sí, vamos.
Mientras avanzaban por la larga y solitaria calle, Thomas mantuvo los ojos atentos y examinó todas las ventanas rotas, los callejones y las puertas desmoronadas. Tenía la esperanza de ver alguna señal de Minho y los clarianos. Y de no ver a ningún raro.
• • •
Viajaron hasta que se hizo de noche, evitando el contacto con nadie. Oyeron algunos gritos ocasionales a lo lejos o, de vez en cuando, cosas que hacían ruido dentro de un edificio. En una ocasión, Thomas vio a un grupo de gente correteando por una calle varias manzanas más allá, pero no parecieron advertir su presencia.
Justo antes de que desapareciera el sol por completo, doblaron una esquina y se toparon de frente con los límites de la ciudad, a tan sólo un par de kilómetros. Los edificios terminaban de repente y detrás de ellos las montañas se elevaban con gran majestuosidad. Eran mucho mayores de lo que Thomas hubiera imaginado la primera vez que las vio días atrás, y eran áridas y rocosas. No había maravillas coronadas de nieve —un vago recuerdo del pasado— en aquella parte del mundo.
—¿Deberíamos recorrer lo que nos queda de camino? —preguntó Thomas.
Brenda estaba ocupada buscando un lugar donde esconderse.
—Tentador, pero no. Primero, porque tenemos que salir de aquí, es demasiado peligroso estar en esta zona de noche. Segundo, porque aunque lo consiguiéramos, no tendríamos con qué cubrirnos a menos que recorriéramos todo el camino hasta las montañas, y no creo que podamos.
A pesar de lo mucho que le horrorizaba a Thomas pasar otra noche en aquella espantosa ciudad, estuvo de acuerdo. Pero la frustración y la preocupación por los clarianos le consumían por dentro.
—Vale ¿Adónde vamos, entonces? —contestó con voz débil.
—Sígueme.
• • •
Se metieron en un callejón que terminaba en una gran pared de ladrillos. Al principio Thomas pensó que era una idea terrible dormir en un sitio que tan sólo tenía una salida, pero Brenda le convenció de lo contrario. Los raros no tendrían motivos para entrar en el callejón, puesto que no llevaba a ninguna parte. Además, señaló, había varios camiones grandes y oxidados en los que podían esconderse.
Acabaron dentro de uno que parecía haber sido destrozado para convertirlo en algo útil. Los asientos estaban hechos jirones, pero eran blandos y la cabina, grande. Thomas se sentó detrás del volante y retiró el asiento todo lo que pudo. Sorprendentemente, se sintió a gusto una vez colocado. Brenda estaba a medio metro a su derecha, acomodándose. Fuera, oscureció del todo y los sonidos distantes de los raros en activo atravesaron las ventanas rotas.
Thomas estaba agotado. Dolorido. Tenía sangre seca por toda la ropa. Antes se había limpiado las manos, restregándoselas hasta que Brenda le gritó que dejara de malgastar el agua. Pero el hecho de tener la sangre de aquel raro en los dedos, en las palmas… no lo soportaba. Se le caía el alma a los pies cada vez que lo pensaba, pero no podía seguir negando una terrible verdad: si antes no había tenido el Destello —aún le quedaba una pequeña esperanza de que el Hombre Rata hubiera mentido—, ahora sí que se había contagiado.
Y sentado en la oscuridad, con la cabeza apoyada en la puerta del camión, irrumpieron en su mente los recuerdos de lo que había hecho.
—He matado a ese tío —susurró.
—Sí —respondió Brenda en voz baja—. De lo contrario, él te habría matado a ti. Estoy segura de que has hecho lo correcto.
Quería creerla. Aquel tipo estaba completamente ido, consumido por el Destello. Hubiera muerto pronto de todas formas. Por no mencionar que estaba haciendo todo lo posible por hacerles daño, por matarles. Thomas había hecho lo correcto. Pero aún seguía atormentándole la culpa, arrastrándose por sus huesos. Matar a otro ser humano no era fácil de aceptar.
—Lo sé —respondió al final—. Pero fue tan… salvaje. Tan brutal. Ojalá pudiera haberle disparado desde lejos con una pistola o algo parecido.
—Sí. Perdona que fuera de esa manera.
—¿Y si veo su repugnante cara cada noche cuando me vaya a dormir? ¿Y si sobrevive en mis sueños?
Sintió que le invadía la rabia hacia Brenda por haberle obligado a apuñalar al raro, una rabia tal vez injustificada, se dijo al recordar lo desesperados que estaban.
Brenda cambió de postura en el asiento para mirarlo. La luz de la luna la iluminaba lo justo para que él pudiera ver sus ojos oscuros y su cara sucia pero bonita. Quizás estaba mal, quizás era un capullo, pero, al mirarla, quiso que volviera Teresa.
Brenda extendió el brazo, le cogió la mano y se la apretó. Thomas se lo permitió, pero no le devolvió el gesto.
—¿Thomas? —le llamó aunque la estaba mirando a los ojos.
—¿Sí?
—No has salvado tu propio pellejo, ¿sabes? También me has salvado a mí. No creo que hubiera podido con ese raro yo sola.
Thomas asintió con la cabeza, pero no dijo nada. Sentía dolor por varios motivos: no estaba con sus amigos, que podían estar muertos; Chuck sí que estaba muerto; Teresa estaba perdida. Él estaba a mitad de camino del refugio seguro, durmiendo en un camión con una chica que al final se volvería loca, y les rodeaba una ciudad llena de raros sedientos de sangre.
—¿Duermes con los ojos abiertos? —le preguntó.
Thomas intentó sonreír.
—No. Tan sólo estoy pensando en lo mucho que apesta mi vida.
—La mía también. Apesta de lo lindo. Pero me alegro de estar contigo.
La afirmación fue tan simple y tan dulce que Thomas cerró los ojos y los apretó con fuerza. Todo el dolor de su interior se transformó en algo hacia Brenda, casi como lo que había sentido por Chuck. Odiaba a la gente que le había hecho aquello, odiaba la enfermedad que había provocado aquella situación y quería hacer las cosas bien.
Al final volvió a mirarla.
—Yo también me alegro. Estar solo hubiera sido muchísimo peor.
—Mataron a mi padre.
Thomas levantó una mano, sorprendido por el repentino cambio en la conversación.
—¿Qué?
Brenda asintió despacio.
—CRUEL. Intentó evitar que se me llevaran, gritaba como un lunático mientras les atacaba con… Creo que era un rodillo de madera —dejó escapar una risita—. Entonces le dispararon a la cabeza —las lágrimas empañaron sus ojos, que brillaron bajo la tenue luz.
—¿En serio?
—Sí, vi cómo ocurría. Vi cómo la vida le abandonaba antes incluso de que cayera al suelo.
—Jo, macho —Thomas buscó qué palabras decir—. Lo siento… mucho. Yo vi cómo apuñalaban al que era, quizá, mi mejor amigo. Murió en mis brazos —hizo una pausa—. ¿Y tu madre?
—Hacía mucho tiempo que no la veía.
No se explayó y Thomas no quiso insistir. En realidad, no quería saberlo.
—Tengo miedo de volverme loca —musitó tras un largo minuto de silencio—. Ya noto que está sucediendo. Las cosas me parecen extrañas, suenan extrañas. De repente, he empezado a pensar cosas que no tienen sentido. A veces el aire a mi alrededor está… duro. Ni siquiera sé qué significa eso, pero da miedo. Es evidente que estoy empezando. El Destello se lleva mi cerebro al infierno.
Thomas no soportaba el brillo de sus ojos y bajó la vista al suelo.
—No te rindas todavía. Llegaremos al refugio seguro y obtendremos la cura.
—Falsas esperanzas —replicó—. Aunque supongo que es mejor que no tener esperanza alguna.
Le apretó la mano. Esta vez, Thomas le devolvió el gesto. Y entonces, aunque parezca imposible, se durmieron.