Thomas chilló e intentó quitarse de encima la mano con cicatrices y moratones. Los ojos aún se le estaban adaptando al resplandor de la linterna de Brenda y los entrecerró para ver lo fuerte que le agarraba el hombre por la camisa. El raro tiró y golpeó el cuerpo de Thomas contra la pared. Su cara se aplastó en el duro cemento y un estallido de dolor explotó alrededor de su nariz. Notó que la sangre caía.
El hombre le empujó unos centímetros y volvió a tirar de él. Empujaba y volvía a tirar. Y cada vez estrellaba de nuevo la cara de Thomas contra la pared. El chico no se podía creer la fuerza de aquel raro, parecía imposible por el aspecto que tenía. Débil y terriblemente herido.
Brenda había sacado su cuchillo y trataba de arrastrarse hasta él para apuñalarle la mano.
—¡Cuidado! —gritó Thomas.
Aquel cuchillo estaba demasiado cerca. Cogió al hombre de la muñeca y la retorció para intentar desprenderse del férreo agarre. Nada funcionaba y el hombre seguía tirando y empujando, aporreando el cuerpo de Thomas cada vez que tocaba la pared.
Brenda gritó y fue a por él. Pasó por encima de Thomas y su hoja brilló al clavarse en el antebrazo del raro. El hombre dejó escapar un alarido demoníaco y soltó la camisa de Thomas. Su mano desapareció por la abertura y dejó un rastro de sangre en el suelo. Los gritos de dolor continuaron, ecos altos y persistentes.
—¡No podemos dejar que se marche! —chilló Brenda—. ¡Rápido, sal de aquí!
Thomas, con dolores por todo el cuerpo, sabía que tenía razón y ya estaba colocándose para salir. Si el hombre alcanzaba a los otros raros, volverían todos. Tal vez incluso hubieran oído el alboroto y ya estuvieran de vuelta.
Por fin logró sacar los brazos y la cabeza del agujero; después fue más fácil. Usó la pared como palanca y se impulsó para sacar el resto del cuerpo, con los ojos clavados en el raro, que esperaba otro ataque. El hombre estaba a tan sólo unos pasos, sosteniéndose el brazo herido contra el pecho. Se miraron a los ojos, el raro gruñó como un animal herido y lanzó una dentellada al aire.
Thomas empezó a levantarse, pero se golpeó la cabeza con la parte baja de la mesa.
—¡Foder! —gritó, y salió apresuradamente de debajo de la vieja tabla de madera. Brenda estaba justo detrás de él y pronto estuvieron ambos sobre el raro, que yacía en el suelo en posición fetal, gimoteando. La sangre que brotaba de la herida caía al suelo y ya se había formado un charco.
Brenda sostenía la linterna con una mano y el cuchillo con la otra, con el que apuntó al raro.
—Debería haberse ido con sus amigos psicópatas, viejo, en vez de meterse con nosotros.
El hombre no respondió, sino que de repente giró sobre su hombro y dio una patada con la pierna buena a una velocidad sorprendente y con mucha fuerza. Primero le dio a Brenda, la arrojó contra Thomas y ambos cayeron al suelo. Thomas oyó el cuchillo y la linterna repiquetear sobre el cemento. Las sombras danzaron por las paredes.
El raro se puso de pie tambaleándose y corrió a coger el cuchillo, que había ido a parar junto a la puerta del pasillo. Thomas se levantó y se abalanzó sobre la parte trasera de las rodillas del hombre para tirarle al suelo. El hombre giró al tiempo que movía un codo, con el que le dio a Thomas en la mandíbula. El joven sintió otra explosión de dolor mientras caía e instintivamente se llevó la mano a la cara.
Entonces apareció Brenda. Saltó sobre el raro, le golpeó dos veces en la cara y pareció dejarle atónito. Se aprovechó de aquel breve instante y, de algún modo, volvió a tumbar al hombre en el suelo, sobre su estómago. Le agarró los brazos y se los inmovilizó a la espalda, empujándole de una forma que parecía muy dolorosa. El raro se retorció para intentar soltarse, pero Brenda le tenía inmovilizado también con las piernas. Empezó a gritar, un desgarrador alarido espantoso de puro terror.
—¡Tenemos que matarle! —gritó la chica por encima.
Thomas se había puesto de rodillas y se quedó con la vista clavada, paralizado.
—¿Qué? —preguntó, drogado por el agotamiento, demasiado pasmado para procesar sus palabras.
—¡Coge el cuchillo! ¡Tenemos que matarle!
El raro seguía gritando, un sonido que hacía que Thomas quisiera correr lo más lejos posible de allí. No era natural. Ni humano.
—¡Thomas! —exclamó Brenda.
Thomas se arrastró hasta el cuchillo, lo cogió y miró el pringue carmesí que manchaba la hoja afilada. Se volvió hacia Brenda.
—¡Date prisa! —dijo ella, con los ojos iluminados por el enfado. Algo le decía que aquella furia ya no estaba dirigida sólo al raro: estaba enfadada con él por tardar tanto.
Pero ¿podía hacerlo? ¿Podría matar a un hombre? ¿Incluso a un lunático demente que lo quería muerto? ¿Que quería su fuca nariz, porque gritaba muy alto?
Volvió arrastrando los pies, sujetando el cuchillo como si tuviera veneno en la punta. Como si tan sólo por cogerlo pudiera contagiarse de cien enfermedades y padecer una muerte lenta y angustiosa.
El raro, con los brazos hacia atrás, inmovilizado en el suelo, continuó gritando. Brenda atrajo la mirada de Thomas y le habló con determinación:
—Voy a darle la vuelta. ¡Tienes que clavárselo en el corazón!
Thomas empezó a negar con la cabeza y luego paró. No le quedaba otra opción; tenía que hacerlo. Así que asintió.
Brenda soltó un grito de esfuerzo y cayó al costado derecho del raro, utilizando su cuerpo y sus brazos para girar al hombre a un lado. Por imposible que parezca, los alaridos se hicieron aún más fuertes. Ahora tenía el pecho al descubierto, arqueado, levantado hacia Thomas, a tan sólo unos centímetros delante de él.
—¡Ahora! —gritó Brenda.
Thomas agarró el cuchillo con más fuerza. Después, lo cogió con la otra mano para tener más apoyo y los diez dedos apretaron bien el mango, con la hoja apuntando al suelo. Tenía que hacerlo. Tenía que hacerlo.
—¡Ahora! —repitió Brenda.
El raro gritaba.
El sudor caía a chorros por la cara de Thomas. Su corazón bombeaba, latía con fuerza, golpeaba. Tenía los ojos empapados en sudor; le dolía todo el cuerpo. Aquellos terribles gritos inhumanos…
—¡Ahora!
Thomas usó todas sus fuerzas y hundió el cuchillo en el pecho del raro.