Un gritito se escapó del pecho de Thomas y no supo si se oyó o fue algo que sintió en su interior, algo imaginario. Brenda estaba a su lado, callada —petrificada, quizás—, con la luz todavía fija en el horroroso desconocido.
El hombre dio un paso torpe hacia ellos y tuvo que agitar su brazo bueno para mantener el equilibrio sobre la pierna no dañada.
—Beatriz me quitó la nariz de raíz —repitió, y una burbuja de flema en su garganta hizo un desagradable crujido—. ¡Reventó mi variz!
Thomas aguantó la respiración y esperó a que Brenda hiciera el primer movimiento.
—¿Lo pilláis? —dijo el hombre y su boca intentó transformarse en una sonrisa de complicidad. Parecía un animal a punto de saltar sobre su presa—. Reventó mi variz. Mi nariz. Me la quitó Beatriz. De raíz.
Entonces se rio con una húmeda carcajada de satisfacción que hizo que Thomas se preguntara si alguna vez volvería a dormir en paz.
—Sí, lo pillo —respondió Brenda—. Es gracioso.
Thomas percibió un movimiento y la miró. Con astucia, había sacado una lata de su bolsa y ahora la agarraba firmemente con la mano derecha. Antes de que pudiera preguntarse si era buena idea o si debería intentar detenerla, la chica echó el brazo hacia atrás y le tiró la lata al raro. Thomas la contempló mientras volaba y chocaba contra la cara del hombre. Este soltó un grito que le dejó helado.
Y entonces aparecieron otros. Una pareja. Luego tres. Después, cuatro más. Hombres y mujeres. Todos se arrastraban en la oscuridad para colocarse junto al primer raro. Todos estaban igual de idos. Horribles, consumidos del todo por el Destello, absolutamente locos y heridos de los pies a la cabeza. Y Thomas se dio cuenta de que a todos les faltaba la nariz.
—No me ha dolido tanto —dijo el raro al frente—. Tienes una nariz muy bonita. Me gustaría mucho volver a tener nariz —se calló y alargó la lengua lo bastante para lamerse los labios; luego volvió a guardarla. Era una horripilante cosa lila, llena de cicatrices como si se la mordiera cuando se aburría—. Y a mis amigos también.
El miedo subió y atravesó el pecho de Thomas como un gas tóxico rechazado por su estómago. Ahora sabía mejor que nunca lo que el Destello le hacía a la gente. Lo había visto en las ventanas del dormitorio, pero ahora se enfrentaba a una visión más cercana. Estaban justo delante de él, sin barrotes que los mantuvieran alejados. Las caras de los raros eran primitivas y salvajes. El hombre a la cabeza dio otro paso torpe y, luego, otro.
Había llegado la hora de irse.
Brenda no dijo nada. No tuvo que hacerlo. Tras sacar otra lata y lanzarla contra los raros, Thomas se dio la vuelta con ella y echaron a correr. Los estridentes gritos psicóticos de sus perseguidores se elevaron tras ellos como la llamada a la batalla de un ejército demoníaco.
La luz de la linterna de Brenda cruzaba temblorosamente a izquierda y derecha, rebotando mientras pasaban a toda velocidad el montón de giros en ambas direcciones. Thomas sabía que tenía una ventaja: los raros parecían medio rotos, llenos de heridas. Seguramente no podrían mantener su ritmo. Pero la idea de que quizás había más raros allí abajo, de que tal vez les estuvieran esperando más adelante…
Brenda se detuvo y dobló a la derecha al tiempo que cogía a Thomas del brazo para arrastrarle con ella. El chico avanzó a trompicones los primeros pasos, pero mantuvo el equilibrio y continuó a toda velocidad. Los gritos de enfado y los silbidos de los raros disminuyeron un poco.
Entonces Brenda giró a la izquierda. Luego, a la derecha. Tras su segundo giro, apagó la linterna, pero no redujo el ritmo.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Thomas.
Extendió una mano al frente porque estaba seguro de que se chocaría con una pared en cualquier instante. La única respuesta que recibió fue un «¡silencio!». Se preguntó hasta qué punto confiaba en Brenda. Había puesto la vida en sus manos, pero no veía qué otras opciones tenía, sobre todo en aquel momento.
Se detuvo de nuevo unos segundos más tarde y no continuó. Se quedaron en la oscuridad para recuperar el aliento. Los raros estaban lejos, pero, aun así, se les oía lo bastante para saber que se acercaban.
—Vale —susurró la chica—. Ahora… aquí.
—¿Qué? —preguntó.
—Entra conmigo aquí. Hay un escondite perfecto. Lo encontré mientras exploraba un día. No hay manera de que se topen con él. Vamos.
Su mano apretó la suya y tiró de él hacia la derecha. Thomas notó que atravesaban una puerta estrecha y entonces Brenda le bajó al suelo.
—Por aquí hay una vieja mesa —anunció la chica—. ¿La notas?
Palpó con la mano hasta que tocó la madera dura y lisa.
—Sí —contestó.
—Cuidado con la cabeza. Vamos a meternos debajo y luego por un agujero que hay en la pared que lleva al compartimento oculto. No sé para qué sirve, pero esos raros no lo encontrarán. Incluso aunque tuviesen luz, dudo mucho que lo consiguieran.
Thomas se preguntó cómo habían llegado hasta allí sin la linterna encendida, pero se guardó la duda para más adelante. Brenda ya se había agachado y no quería perderla. Se mantuvo cerca, los dedos rozaron sus pies mientras ella avanzaba a cuatro patas debajo de la mesa hacia la pared. Entonces entraron a gatas por una pequeña abertura cuadrada que conducía a un largo y estrecho compartimento. Thomas lo palpó, dando unos golpecitos por la superficie para saber dónde estaba. El techo se hallaba a tan sólo medio metro del suelo, así que continuó arrastrándose hacia la grieta.
Brenda estaba tumbada con la espalda apoyada en la otra pared del escondite cuando Thomas entró con torpeza. No les quedaba más remedio que permanecer estirados, de costado. Estaban apretados, pero cabían de frente en la misma dirección, con la espalda de Thomas apretada contra el pecho de la chica. Notaba su aliento en la nuca.
—Esto es muy confortable —susurró.
—Cállate.
Thomas se movió un poco para poder apoyar la cabeza en la pared y se relajó. Se acomodó, respiró lenta y profundamente y escuchó cualquier señal de los raros.
Al principio había tanto silencio que hasta sonaba un zumbido, un pitido en los oídos. Pero entonces se oyeron los primeros ruidos de los raros. Unas toses, gritos esporádicos y risas lunáticas. Se acercaban por segundos y Thomas tuvo un momento de pánico, preocupado por que hubieran sido tan estúpidos de atraparse ellos mismos de aquella manera. Pero entonces lo pensó: las posibilidades de que los raros encontraran aquel pequeño escondite eran más bien escasas, sobre todo en la oscuridad. Seguirían avanzando y, con un poco de suerte, se alejarían mucho. Quizás hasta se olvidaran de Brenda y de él, lo que era mejor que una persecución prolongada.
Y si las cosas se ponían muy feas, Brenda y él podrían defenderse con facilidad a través de la minúscula abertura del compartimento. Tal vez.
Los raros estaban cerca. Thomas tuvo que contener las ganas de aguantar la respiración. Lo único que necesitaban para delatarse era una inesperada bocanada de aire. A pesar de la oscuridad, cerró los ojos para concentrarse en escuchar.
Un ruido de pies arrastrándose, gruñidos y respiraciones forzadas. Alguien se golpeó contra una pared y hubo una serie de choques amortiguados contra el cemento. Empezaron las discusiones y los desesperados intercambios de incoherencias. Oyó un «¡por aquí!» y otro «¡por allá!». Más toses. Uno de ellos tuvo náuseas y escupió de forma violenta, como si estuviera intentando deshacerse de uno o dos órganos. Una mujer se rio con tanta demencia que aquel sonido hizo estremecerse a Thomas.
Brenda encontró su mano y la apretó. Una vez más, Thomas sintió una ridícula oleada de culpa, como si estuviera engañando a Teresa. No podía evitar que aquella chica fuera tan tocona. ¡Y menuda estupidez pensar en aquello cuando tenía…!
Un raro entró en la habitación justo fuera del compartimento. Luego, otro. Thomas oyó sus jadeantes inhalaciones, el roce de sus pies rascando el suelo. Entró otro. Las pisadas se deslizaban y golpeaban, se deslizaban y golpeaban. Thomas pensó que podía tratarse del primer hombre que habían visto, el único que les había hablado; el que sacudía un brazo y una pierna inútiles.
—Niñoooooo —dijo el hombre de forma burlona y espeluznante. Estaba claro que era él, Thomas no podía olvidar su voz—. Niñaaaaaa. Salid, salid, haced ruido. Quiero vuestras narices.
—No hay nada aquí —soltó una mujer—. No hay nada más que una mesa vieja.
El chirrido de la madera rascando el suelo cortó el aire; después terminó de repente.
—A lo mejor están escondiendo la nariz debajo —respondió el hombre—. Quizá todavía se sienten apegados a sus bonitas caritas.
Thomas retrocedió contra Brenda cuando oyó una mano o un zapato moverse por el suelo, justo al otro lado de la entrada de su pequeño escondite. A tan sólo unos centímetros de distancia.
—¡Aquí abajo no hay nada! —repitió la mujer.
Thomas oyó que se alejaba. Se dio cuenta de que se le había tensado todo el cuerpo hasta convertirse en un montón de nervios tirantes; se obligó a relajarse, aunque con cuidado de controlar su respiración.
Más arrastre de pies. Después, unos cuantos susurros inquietantes, como si el trío se hubiera reunido en medio de la habitación para planificar una estrategia. ¿Sus mentes aún estaban lo bastante sanas para poder hacer tal cosa?, se preguntó Thomas. Se esforzó por oír, por captar alguna palabra, pero las duras ráfagas de discurso seguían siendo indescifrables.
—¡No! —gritó uno de ellos. Un hombre, pero Thomas no supo si era «el hombre»—. ¡No! No, no, no, no, no, no, no, no.
Las palabras se transformaron en un tartamudeo murmurado. La mujer le interrumpió con su propia retahíla:
—Sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí.
—¡Callaos! —ordenó el líder. Estaba claro que era el líder—. ¡Callaos, callaos, callaos!
Thomas notó un frío interior, aunque tenía la piel cubierta de sudor. No sabía si aquel intercambio tenía mucho sentido o si era otra prueba de su locura.
—Me voy —dijo la mujer, y sus palabras se interrumpieron con un sollozo. Parecía un niño al que habían dejado fuera del juego.
—Yo también, yo también —aquello lo dijo el otro hombre.
—¡Callaos, callaos, callaos, callaos! —gritó el líder, esta vez mucho más alto—. ¡Marchaos, marchaos, marchaos, marchaos!
La súbita repetición intimidó a Thomas, como si alguien estuviera controlando su habla.
Brenda le estaba apretando la mano tan fuerte que le dolía. Su aliento era fresco contra el sudor de su nuca.
En el exterior, pies arrastrándose y el sonido del roce de la ropa. ¿Se estaban yendo?
Los ruidos disminuyeron claramente el volumen cuando entraron en el pasillo, el túnel o lo que fuera aquello. Los demás raros de su grupo parecía que ya se habían ido. No tardó en reinar el silencio otra vez. Thomas tan sólo oía los débiles sonidos de su respiración y la de Brenda.
Esperaron en la oscuridad, tumbados sobre el duro suelo, de cara a la pequeña entrada. Pegados, sudando. El silencio se extendió y volvió a ser un zumbido por la ausencia de ruido. Thomas siguió escuchando, pues sabía que tenían que asegurarse del todo. A pesar de lo mucho que quería abandonar aquel pequeño compartimento, por lo incómodo que era, tenían que esperar.
Pasaron varios minutos. Varios más. No había nada más que silencio y oscuridad.
—Creo que se han ido —susurró finalmente Brenda, y encendió la linterna.
—¡Hola, narices! —gritó una horrible voz desde la habitación.
Entonces una mano ensangrentada se metió por la abertura y agarró a Thomas por la camisa.