Por un instante, a Thomas le costó mucho creer que el chico que se había dejado caer —literalmente— fuera real. No se lo esperaban y había una extraña ridiculez en lo que había dicho y en cómo lo había dicho. Pero allí estaba, sí. Y aunque no daba la impresión de estar tan ido como los otros que habían visto, ya había confesado que era un raro.
—¿Os habéis olvidado de cómo se habla? —preguntó Jorge con una sonrisa en la cara que parecía totalmente fuera de lugar en aquel edificio hecho añicos—. ¿O es que tenéis miedo de los raros? ¿Miedo de que os tiremos al suelo y os comamos los ojos? Mmm, qué ricos. Me encantan unos buenos ojos cuando la manduca escasea. Saben a huevos poco hechos.
Minho se arriesgó a contestar e hizo un gran trabajo al ocultar su dolor:
—¿Admites que eres un raro? ¿Qué eres un puñetero loco?
—Acaba de decir que le gusta cómo saben los ojos —terció Fritanga—. Creo que eso lo convierte en loco.
Jorge se rio con un evidente tono amenazador.
—Venid, venid, mis nuevos amigos. Sólo me comería vuestros ojos si ya estuvierais muertos. Por supuesto, os ayudaría a llegar a ese estado si así lo necesitara. ¿Entendéis lo que digo? —todo el alborozo desapareció de su expresión y fue sustituido por un aire de severa advertencia. Casi como si los estuviera animando a enfrentarse a él.
Nadie habló durante un buen rato. Entonces, Newt preguntó:
—¿Cuántos de vosotros hay aquí?
Jorge miró rápidamente a Newt.
—¿Cuántos? ¿Cuántos raros? Todos somos raros aquí, hermano.
—No me refería a eso y lo sabes —replicó Newt.
Jorge empezó a caminar, pasando por encima y alrededor de los clarianos, mientras hablaba:
—Tenéis que aprender muchas cosas sobre cómo funciona esta ciudad. Sobre los raros y CRUEL, sobre el gobierno, sobre por qué nos dejaron aquí para que nos pudriéramos en nuestra enfermedad, nos matáramos y nos volviéramos totalmente locos. Sobre que hay diferentes niveles del Destello, sobre que es demasiado tarde para vosotros. Os contagiaréis si no lo tenéis ya.
Thomas había seguido al extraño con los ojos mientras caminaba por la estancia pronunciando aquellas horribles palabras. El Destello. Pensaba que se había ido acostumbrando al miedo de tener la enfermedad, pero con aquel raro delante de él, estaba más asustado que nunca. Y se sentía impotente por no poder hacer nada.
Jorge se detuvo cerca de él y sus amigos con los pies casi pegados a los de Minho. Continuó hablando:
—Pero no es así como funciona, ¿comprendéis? Los menos favorecidos son los que hablan primero. Quiero saber todo de vosotros. De dónde venís, por qué estáis aquí, cuál es vuestra intención, por Dios. Ya.
Minho soltó una risita baja que sonaba peligrosa.
—¿Y nosotros somos los que estamos en desventaja? —Minho miró a su alrededor con sorna—. A menos que la tormenta eléctrica haya frito mis retinas, diría que somos once y tú nada más que uno. Quizá deberías empezar a hablar tú.
Thomas deseó que Minho no hubiera dicho eso. Era estúpido y arrogante, y podría haberlos matado. Estaba claro que aquel tío no se encontraba solo. Podría haber cientos de raros escondidos entre las ruinas de los pisos superiores, espiándolos, esperando con a saber qué tipo de horribles armas. O peor: con la ferocidad de sus propias manos, dientes y locura.
Jorge se quedó mirando a Minho durante un buen rato, con la expresión perdida.
—No acabas de decirme eso, ¿verdad? Por favor, dime que no acabas de hablarme como a un perro. Tienes diez segundos para disculparte.
Minho miró a Thomas con una sonrisita de suficiencia.
—Uno —contó Jorge—. Dos. Tres. Cuatro.
Thomas intentó lanzarle una mirada de advertencia a Minho y le hizo un gesto con la cabeza. «Hazlo».
—Cinco. Seis.
—Hazlo —ordenó al final Thomas en voz alta.
—Siete. Ocho.
La voz de Jorge se elevaba con cada número. Thomas creyó ver un movimiento en algún sitio encima de sus cabezas, una sombra que pasó como un rayo. Quizá Minho la hubiera notado también, puesto que su rostro perdió todo rastro de arrogancia.
—Nueve.
—Lo siento —soltó Minho sin demasiada emoción.
—No creo que lo digas de verdad —espetó Jorge, y le dio una patada a Minho en la pierna.
Thomas apretó los puños cuando su amigo dio un grito de dolor. El raro debía de haberle pegado en una de las quemaduras.
—Dilo de verdad, hermano.
Thomas levantó la vista hacia el raro; le odiaba. Unos pensamientos irracionales comenzaron a nadar por su mente. Quería saltar sobre él y atacarle, golpearle como había golpeado a Gally tras escapar del Laberinto.
Jorge echó atrás la pierna y volvió a golpear a Minho con dos fuertes patadas en el mismo sitio.
—¡Dilo de verdad! —soltó la última palabra con tanta dureza que sonó enloquecido.
Minho gimió, agarrándose la herida con ambas manos.
—Lo… siento —dijo entre fuertes respiraciones, con la voz tensa, llena de dolor.
Pero en cuanto Jorge sonrió y se relajó, satisfecho por la humillación causada, Minho golpeó al raro en plena barbilla. El chico saltó sobre su otro pie y se cayó al suelo con un aullido, en parte de sorpresa y en parte de dolor.
Entonces Minho se echó sobre él, gritando una sarta de aberraciones que Thomas nunca antes le había oído proferir. Luego apretó los muslos para atrapar el cuerpo de Jorge y empezó a darle puñetazos.
—¡Minho! —gritó Thomas—. ¡Para!
Se puso de pie, ignorando el anquilosamiento de sus articulaciones, el dolor de sus músculos. Echó un vistazo rápido arriba mientras se acercaba a Minho, dispuesto a sacarlo de encima de Jorge aunque fuera a golpes. Hubo movimientos en varios puntos de los pisos superiores. Después vio a varias personas mirando hacia abajo, preparándose para saltar, y aparecieron unas cuerdas que colgaban por los costados de los agujeros irregulares.
Thomas se lanzó sobre Minho y le apartó del cuerpo de Jorge hasta que cayeron al suelo. Enseguida se dio la vuelta para agarrar a su amigo, le rodeó el pecho con los brazos y le apretó para contener sus esfuerzos por escapar.
—¡Hay más ahí arriba! —le gritó Thomas al oído desde atrás—. ¡Tienes que parar! ¡Te matarán! ¡Nos matarán a todos!
Jorge se puso de pie tambaleándose y se limpió despacio un hilo de sangre que salía de la comisura de su boca. Su expresión bastó para que el miedo atravesara el corazón de Thomas. No sabía qué podía hacer aquel tipo.
—¡Espera! —gritó Thomas—. ¡Por favor, espera!
Jorge intercambió una mirada con él justo cuando unos cuantos raros cayeron al suelo desde arriba. Algunos dieron el salto y la voltereta como Jorge, otros se deslizaron por las cuerdas y aterrizaron directamente sobre sus pies. Todos se reunieron de inmediato en grupo, detrás de su líder; serían tal vez unos quince. Hombres y mujeres, algunos adolescentes. Todos iban sucios, vestidos con ropa hecha jirones. La mayoría, flacos y de aspecto débil.
Minho había dejado de luchar y Thomas por fin le soltó. Por lo que intuía, le quedaban tan sólo unos segundos antes de que una situación grave se convirtiera en un matadero. Presionó una mano con firmeza sobre la espalda de Minho y alzó la otra hacia Jorge con gesto conciliador.
—Por favor, dame un minuto —pidió Thomas mientras rogaba a su corazón y su voz que se calmaran—. No os beneficiará en nada… hacernos daño.
—¿No nos beneficiará en nada? —repitió el raro, y escupió un montón de porquería roja—. A mí me beneficiará mucho. Eso te lo puedo garantizar, hermano —cerró las manos hasta convertirlas en dos puños a sus costados.
Después ladeó la cabeza tan poco que apenas se notó. Pero en cuanto lo hizo, los raros de detrás sacaron todo tipo de objetos desagradables de las profundidades de sus ropas andrajosas: cuchillos, machetes oxidados, unos pinchos negros que alguna vez pudieron haber formado parte de un ferrocarril. Fragmentos de vidrio, manchados de rojo en sus puntas afiladísimas. Una chica que no podía tener más de trece años sostenía una pala astillada cuyo extremo de metal acababa en una punta irregular parecida a los dientes de una sierra.
Thomas tuvo la repentina y absoluta certeza de que ahora estaba suplicando por sus vidas. Los clarianos no podían ganar una pelea contra aquella gente. Ni hablar. No había laceradores, pero tampoco un código mágico que los apagara.
—Escucha —dijo Thomas mientras se ponía poco a poco de pie y esperaba que Minho no fuera lo bastante estúpido como para intentar nada—, tenemos algo que contarte. No somos simples pingajos colocados al azar en la puerta de vuestra casa. Somos valiosos… vivos, no muertos.
La ira en el rostro de Jorge disminuyó un poco; quizás apareció una pizca de curiosidad. Pero lo que dijo fue:
—¿Qué es un «pingajo»?
Thomas casi —casi— se rio. Una reacción irracional que de alguna manera habría sido acertada.
—Tú y yo. Diez minutos. A solas. Es lo único que pido. Trae todas las armas que necesites.
Jorge sí se rio al oír aquello, aunque fue más un resoplido que otra cosa.
—Siento si te fastidia, chaval, pero creo que no necesito ninguna —hizo una pausa y fue como si los siguientes segundos duraran una hora entera—. Diez minutos —dijo al final—. El resto quedaos aquí para vigilar a estos gamberros. En cuanto os avise, empezad los juegos de la muerte —extendió una mano hacia un oscuro pasillo que iba desde un lateral de la habitación y atravesaba las puertas rotas—. Diez minutos —repitió.
Thomas asintió. Como Jorge no se movió, él caminó primero hacia su lugar de reunión y, tal vez, la discusión más importante de su vida. Y quizá la última.