Capítulo 25

La lluvia caía en torrentes, como si Dios hubiera absorbido el océano y lo estuviera escupiendo sobre sus cabezas con furia.

Thomas se quedó sentado en el mismo sitio durante al menos dos horas mientras lo observaba. Se acurrucó contra la pared, exhausto y dolorido; quería volver a oír. Parecía estar funcionando. Lo que antes era una vibración silenciosa había disminuido su presión y el pitido había desaparecido. Al toser, notó que sentía algo más que ese zumbido. Oía algo. Y a lo lejos, como al otro lado de un sueño, oyó el constante golpeteo de la lluvia. A lo mejor no se había quedado sordo, después de todo.

La luz gris pálida que entraba por las ventanas no ayudaba a combatir la fría oscuridad del interior del edificio. Los demás clarianos se hallaban sentados, agachados o recostados por la habitación. Minho estaba hecho un ovillo a los pies de Thomas y apenas se movía; parecía como si cualquier cambio de postura enviara ondas de dolor por sus nervios. Newt estaba allí también, cerca, así como Fritanga. Pero ninguno intentaba hablar u organizar las cosas. Nadie se puso a contar a los clarianos ni trató de averiguar quién faltaba. Estaban todos sentados o tumbados, tan muertos como Thomas, probablemente reflexionando sobre lo mismo que él: ¿qué clase de mundo destrozado crearía una tormenta como aquella?

El suave repiqueteo de la lluvia se hizo más fuerte hasta que Thomas no tuvo más dudas; podía oírlo de verdad. Era un sonido tranquilizador, a pesar de todo, y al final se quedó dormido.

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Cuando se despertó, con el cuerpo tan rígido que parecía que tuviera pegamento seco en las venas y los músculos, los oídos y la cabeza volvían a funcionarle por completo. Oía las fuertes respiraciones de los clarianos dormidos, los gemidos de Minho y el diluvio que golpeaba con violencia el pavimento del exterior.

Pero estaba oscuro. Totalmente. En algún momento, se había hecho de noche.

Se deshizo de su sensación de incomodidad, dejó que el agotamiento se apoderara de él, se tumbó en el suelo, apoyó la cabeza en la pierna de otro chico y volvió a quedarse dormido.

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Dos cosas le despertaron para bien: el resplandor del amanecer y un repentino silencio. La tormenta había terminado y Thomas había dormido toda la noche. Pero incluso antes de notar el dolor y el anquilosamiento previsibles, sintió algo mucho más inaguantable: el hambre.

La luz entraba por las ventanas rotas y moteaba el suelo a su alrededor. Alzó la vista para ver un edificio en ruinas, con agujeros enormes en los montones de pisos hasta el tejado, que dejaban ver el cielo; parecía que sólo la infraestructura de acero impedía que se viniera abajo. No se imaginaba qué podría haber causado aquello. Pero trozos de azul brillante parecían cernirse sobre sus cabezas, un panorama que había creído imposible la última vez que estuvo fuera. A pesar de lo horrible que había sido aquella tormenta, fueran cuales fueran las peculiaridades del clima de la Tierra que pudieron provocar tal cosa, ya había desaparecido.

Le dieron unas fuertes punzadas en el estómago, que se quejó, ansioso por comer. Miró a su alrededor y vio que la mayoría de clarianos aún dormía, pero Newt estaba con la espalda apoyada en la pared y la mirada, triste y perdida, clavada en el infinito.

—¿Estás bien? —preguntó Thomas, aunque tenía la mandíbula agarrotada.

Newt se volvió hacia él despacio, con los ojos distantes hasta que pareció salir de sus pensamientos para centrarse en Thomas.

—Estoy bien. Sí, supongo que estoy bien. Estamos vivos. Supongo que eso es todo lo que importa —la amargura en su voz no podía ser mayor.

—A veces me pregunto… —murmuró Thomas.

—¿Qué te preguntas?

—Si importa estar vivo. Si estar muerto no sería muchísimo más fácil.

—Por favor, no me creo ni por un segundo que de verdad pienses eso.

Thomas había bajado la mirada mientras expresaba su deprimente punto de vista y ahora contemplaba a Newt con acritud ante su contestación. Entonces sonrió y se sintió mejor.

—Tienes razón. Tan sólo intentaba sonar tan abatido como tú.

Casi podía convencerse de que era cierto. No sentía que morir fuera la salida más fácil.

Newt señaló cansado a Minho.

—¿Qué puñetas le ha pasado?

—No sé cómo, un rayo prendió fuego a su ropa. No tengo ni idea de cómo ocurrió sin que le friera el cerebro. Pero creo que conseguimos apagarlo antes de que causara demasiados daños.

—¿Antes de que causara demasiados daños? No quiero ni pensar en lo que para ti son daños serios.

Thomas cerró los ojos durante un segundo y apoyó la cabeza en la pared.

—Eh, como has dicho… está vivo, ¿no? Y aún tiene la ropa puesta, lo que significa que no ha podido quemarle la piel por demasiadas partes. Se pondrá bien.

—Sí, claro —contestó Newt con una risita sarcástica—. Recuérdame que no contrate tus servicios de médico por ahora, ¿vale?

—Ohhhh —se oyó un largo e interminable gemido de Minho. Abrió los ojos con un parpadeo y los entrecerró al ver a Thomas—. Jo, macho. Estoy fucado. Estoy bien fucado.

—¿Estás muy mal? —le preguntó Newt.

En vez de contestar, Minho se incorporó muy despacio hasta sentarse, gruñendo, con gestos de dolor a cada pequeño movimiento. Pero al final lo logró, con las piernas cruzadas debajo de él. Tenía la ropa ennegrecida y andrajosa. En algunos sitios por donde la piel quedaba expuesta, unas ampollas al rojo vivo asomaban como amenazadores y extraños ojos. Pero aunque Thomas no era médico y no tenía ni idea de esas cosas, su instinto le decía que las quemaduras eran controlables y se curarían enseguida. La mayor parte de la cara de Minho se había salvado y todavía tenía todo su pelo, aunque estuviera sucísimo.

—No puedes estar tan mal si haces eso —dijo Thomas con una sonrisa pícara.

—¡A la clonc! —replicó Minho—. Soy más duro que una roca. Aún podría romperte tu bonito trasero de poni con el doble del dolor que siento.

Thomas se encogió de hombros.

—Me encantan los ponis. Ojalá pudiera comerme uno ahora —su estómago sonó y se quejó.

—¿Ha sido eso un chiste? —preguntó Minho—. ¿El gilipullo aburrido de Thomas ha hecho de verdad un chiste?

—Creo que sí —fue la respuesta de Newt.

—Soy un tipo gracioso —repuso Thomas y se encogió de hombros.

—Sí, claro —pero era evidente que Minho había perdido el interés en la conversación. Giró la cabeza para mirar al resto de clarianos. Casi todos dormían aún o estaban tumbados, inmóviles, con la mirada perdida—. ¿Cuántos hay?

Thomas los contó. Once. Después de todo por lo que habían pasado, sólo quedaban once. Y eso incluía al chico nuevo, Aris. Había cuarenta o cincuenta viviendo en el Claro cuando Thomas llegó, hacía tan sólo unas semanas. Ahora había once.

Once.

No podía decir nada en voz alta después de darse cuenta de aquello, y aquel momento tranquilo de hacía unos segundos de repente le pareció pura blasfemia. Como una abominación. «¿Cómo podía formar parte de CRUEL? —pensó—. ¿Cómo podía formar parte de esto?». Sabía que debería hablarles de los recuerdos de su memoria, pero no podía hacerlo.

—Tan sólo quedamos once —dijo Newt finalmente.

Ya estaba. Lo había dicho.

—Entonces, ¿qué? ¿Murieron seis en la tormenta? ¿Siete? —Minho sonó con total indiferencia, como si estuvieran contando cuántas manzanas habían perdido cuando los fardos salieron volando.

—Siete —respondió Newt bruscamente, mostrando su desaprobación ante aquella actitud displicente. Entonces, con un tono más suave, añadió—: Siete. A menos que la gente haya corrido hacia otro edificio.

—Tío —dijo Minho—, ¿cómo vamos a atravesar esta ciudad con tan sólo once personas? Por lo que sabemos, podría haber cientos de raros en este lugar. Miles. ¡Y no tenemos ni idea de qué esperar de ellos!

Newt dejó escapar un largo suspiro.

—¿Y es en lo único que se te ocurre pensar? ¿Qué hay de la gente que ha muerto, Minho? Jack no está. Y tampoco Winston; él no tuvo la menor oportunidad. Y —miró a su alrededor— no veo tampoco a Stan ni a Tom. ¿Qué pasa con ellos?

—Eh, eh, eh —Minho alzó las manos, con las palmas en dirección a Newt—. Corta el rollo y cálmate, hermano. No pedí ser el fuco líder. Si quieres llorar todo el día por lo que ha pasado, muy bien. Pero eso no es lo que hace un líder. Un líder resuelve adonde ir y qué hacer tras lo sucedido.

—Bueno, supongo que por eso te dieron este trabajo —espetó Newt. Pero entonces la disculpa se reflejó en su rostro—. Lo que tú digas. En serio, perdona. Yo sólo…

—Sí, yo también lo siento.

Aunque Minho puso los ojos en blanco; Thomas esperó que Newt no lo hubiera visto, puesto que su mirada había caído de nuevo al suelo. Por suerte, Aris se acercó a ellos en aquel momento. Thomas quería que la conversación derivara hacia otra parte.

—¿Habíais visto alguna vez algo parecido a esa tormenta eléctrica? —preguntó el chico nuevo.

Thomas negó con la cabeza porque Aris le estaba mirando a él.

—No parecía natural. Incluso a pesar de mis recuerdos de clonc, estoy segurísimo de que este tipo de cosas no pasan normalmente.

—Pero recuerda lo que dijeron el Hombre Rata y esa señora en el autobús —dijo Minho—. Hubo erupciones solares que hicieron arder todo el mundo como si fuese el mismo infierno. Aquello jorobó el clima lo bastante como para que aparezcan tormentas peligrosas. Tengo la impresión de que tuvimos suerte de que no fuera peor.

—«Suerte» no es precisamente la palabra en la que estoy pensando —replicó Aris.

—Sí, bueno.

Newt señaló hacia la puerta de cristales rotos, donde el resplandor del amanecer se había convertido en el mismo brillo blanquecino al que se habían acostumbrado los primeros días en la Quemadura.

—Al menos ya ha terminado. Será mejor que pensemos en lo que vamos a hacer ahora.

—¿Ves? —dijo Minho—. Eres igual de cruel que yo. Y tienes razón.

Thomas recordó la imagen de los raros en las ventanas del dormitorio. Eran como pesadillas vivientes a las que sólo les faltaba un certificado de defunción para convertirlos oficialmente en zombis.

—Sí, será mejor que sepamos lo que vamos a hacer antes de que aparezca un puñado de esos locos. Pero antes tenemos que comer. Tenemos que encontrar comida.

Aquella última palabra casi le dolió; tenía muchísima hambre.

—¿Comida?

Thomas soltó un grito ahogado de sorpresa; la voz procedía de arriba. Alzó la vista cuando el resto hizo lo mismo. Un rostro les miró desde lo que quedaba del tercer piso; un joven hispano. Sus ojos parecían revelar algo de locura. Thomas sintió un nudo de tensión en su interior.

—¿Quién eres? —gritó Minho.

Entonces, para sorpresa de Thomas, el chico saltó por el agujero irregular del techo y cayó hacia ellos. En el último segundo, se hizo una bola y dio tres volteretas para levantarse de un salto y aterrizar a sus pies.

—Me llamo Jorge —contestó con los brazos extendidos, como si esperara un aplauso por sus acrobacias—. Y soy el raro que manda en este sitio.