Capítulo 22

Minho les dejó dormir casi cuatro horas, aunque no tuvo que despertar a muchos. El sol naciente e intenso ardía con furia sobre la tierra y se volvía insoportable, imposible de ignorar. Cuando Thomas se levantó y recogió la comida después del desayuno, el sudor ya empapaba sus ropas. El olor de los cuerpos flotaba entre ellos como una niebla apestosa y esperaba no ser él el más culpable. Las duchas del dormitorio parecían ahora todo un lujo.

Los clarianos permanecieron malhumorados y en silencio mientras se preparaban para el viaje. Cuanto más lo pensaba Thomas, más se daba cuenta de que no había mucho por lo que alegrarse. Aun así, había dos cosas que le hacían seguir adelante, y esperaba que los demás sintieran lo mismo. Primero, una irresistible curiosidad por averiguar qué había en esa estúpida ciudad —conforme se acercaban parecía más una gran ciudad—. Y segundo, la esperanza de que Teresa estuviera viva y bien. Quizás hubiera pasado por uno de esos Trans Planos. Quizás ahora se hallase delante de ellos. En la ciudad, incluso. Thomas sintió una oleada de ánimo.

—Vamos —dijo Minho cuando todo el mundo estuvo preparado. Entonces partieron.

Caminaban por aquel terreno seco y polvoriento. No hacía falta que lo dijera nadie, pero Thomas sabía que todos estaban pensando lo mismo: no tenían energía para correr mientras el sol estuviera en lo alto. Y aunque así fuera, no les quedaba suficiente agua para mantenerse vivos a un ritmo más rápido.

Así que siguieron caminando, con las sábanas sobre sus cabezas. A medida que la comida y el agua fueron disminuyendo, más fardos estuvieron disponibles para protegerse del sol y menos clarianos tenían que andar en pareja. Thomas fue uno de los primeros en ir solo, probablemente porque nadie quería hablar con él después de oír la historia de Teresa. Por supuesto, no iba a quejarse; la soledad de momento era un placer.

Caminaban. Sólo había pausas para comer y beber agua. Caminaban. El calor era como un océano seco por el que tenían que nadar. Aquel viento, que ahora soplaba con más fuerza y traía más polvo y arena en vez de aliviar el calor, azotaba las sábanas y dificultaba mantenerlas en su sitio. Thomas seguía tosiendo y quitándose trozos de mugre acumulada en las comisuras de sus ojos. Notaba como si cada trago de agua tan sólo le hiciera querer más, pero sus provisiones habían descendido a un nivel altamente peligroso. Si no había agua fresca en la ciudad cuando llegaran…

No era bueno para él seguir aquella línea de pensamiento.

Continuaron; cada paso se hacía más angustioso y el silencio se impuso. Nadie hablaba. Thomas tenía la sensación que si decía un par de palabras, gastaría demasiada energía. Era todo lo que podía hacer para poner un pie delante del otro, una y otra vez, con la vista clavada, sin vida, en su objetivo: la ciudad que cada vez estaba más cerca.

Era como si los edificios estuvieran vivos y crecieran ante sus ojos conforme se acercaban. Thomas no tardó en ver lo que debía de ser piedra y unas ventanas que brillaban a la luz del sol. Algunas parecían estar rotas, pero eran menos de la mitad. Desde su posición estratégica, daba la impresión de que las calles se encontraban vacías. No había hogueras encendidas durante el día. Por lo que veía, en aquel lugar no había árboles ni ningún otro tipo de vegetación. ¿Cómo iba a haber nada con aquel clima? ¿Cómo podía incluso la gente vivir allí? ¿Cómo cultivarían alimentos? ¿Qué encontrarían?

Al día siguiente. Habían tardado más de lo que pensaba, pero Thomas no dudaba de que llegarían a la ciudad al día siguiente. Y aunque seguramente hubiera sido mejor rodearla, no les quedaba otra opción: tenían que reponer provisiones.

Caminaban. Hacían una pausa. Calor.

Cuando por fin se hizo de noche y el sol desapareció por el horizonte del oeste a una lentitud exasperante, se levantó aún más viento y esta vez sí trajo un poco de fresco. Thomas lo disfrutó, agradecido por poder escapar en cierto modo de aquel calor.

A medianoche, no obstante, cuando Minho por fin les dijo que se pararan para dormir un poco, la ciudad y sus fuegos ahora encendidos estaban cada vez más cerca, y el viento soplaba aún más fuerte. Se trataba de un vendaval que se arremolinaba con una fuerza en aumento.

Poco después de pararse, mientras Thomas estaba recostado sobre su espalda, envuelto en su sábana bien estirada hasta la barbilla, levantó la vista hacia el cielo. El viento era casi tranquilizador y le arrullaba para dormirse. Justo cuando la mente se le nubló por el agotamiento, las estrellas parecieron desvanecerse y al cerrar los ojos, volvió a soñar.

• • •

Está sentado en una silla. Tiene diez u once años. Teresa —está muy distinta, mucho más joven, aunque está claro que es ella— se halla sentada delante de él y hay una mesa entre ellos. Ella tiene más o menos su edad. No hay nadie más en la habitación, un lugar oscuro con tan sólo una luz, un cuadrado amarillo mate en el techo, justo encima de sus cabezas.

—Tom, tienes que poner más empeño —dice la niña. Tiene los brazos cruzados y, a pesar de su corta edad, el gesto no le resulta extraño. Es muy familiar, como si la conociera desde hace mucho tiempo.

—Lo intento.

De nuevo habla él, pero no es él de verdad. No tiene sentido.

—Probablemente nos maten si no podemos hacerlo.

—Lo sé.

—¡Pues inténtalo!

—¡Es lo que estoy haciendo!

—Muy bien —espeta ella—, ¿sabes qué? Ya no voy a hablarte más en voz alta. No lo haré nunca más hasta que no lo consigas.

—Pero…

Ni tampoco dentro de tu mente —le está hablando en la cabeza. Ese truco aún le pone nervioso porque él no puede corresponderle—. A partir de ahora.

—Teresa, dame unos cuantos días más y lo conseguiré.

No responde.

—Vale, sólo un día más.

Se queda mirándole. Luego, ni tan siquiera eso. Baja la vista hacia la mesa, extiende el brazo y empieza a rascar en la madera con la uña.

—No hay forma de que me hables, ¿no?

No hay respuesta. La conoce, a pesar de lo que acaba de decir. ¡Vaya si la conoce!

—Muy bien —dice.

Cierra los ojos y hace lo que el instructor le ha dicho que haga. Se imagina un mar de negra nada, interrumpido tan sólo por la imagen del rostro de Teresa. Entonces, con la última pizca de voluntad, forma las palabras y se las lanza a la niña: Hueles como una bolsa de mierda.

Teresa sonríe y le contesta en su mente: Pues anda que tú.