Capítulo 2

Así fue cómo empezó. Oyó a Teresa decir esas palabras, pero parecían muy lejanas, como si las dijera desde el otro lado de un largo túnel abarrotado de cosas. El sueño se había convertido en un líquido resbaladizo, espeso y pegajoso que le atrapaba. Tenía conciencia de sí mismo, pero se dio cuenta de que estaba fuera del mundo, sepultado por el agotamiento. No podía despertarse.

¡Thomas! —gritó Teresa.

Un ruido desgarrador en su cabeza. Sintió el primer rastro de miedo, pero era más bien un sueño. Sólo podía dormir. Y ahora estaban a salvo, ya no tenían por qué preocuparse. Sí, tenía que ser un sueño. Teresa estaba bien, ellos estaban bien. Volvió a relajarse y dejó que el sueño le inundara.

Otros sonidos se abrieron camino a su conciencia: golpazos, el repiqueteo del metal contra el metal, algo que se hacía añicos. Chicos chillando. O más bien el eco de los gritos, muy distante, amortiguado. De repente, se parecieron más a gritos. Unos alaridos de angustia sobrenaturales. Pero seguían siendo lejanos, como si los envolviera un grueso capullo de oscuro terciopelo.

Al final, algo interrumpió la comodidad del sueño: eso no estaba bien. ¡Teresa le había llamado, le había dicho que algo iba mal! Luchó contra el profundo sueño que le consumía, arañó el fuerte peso que le inmovilizaba.

«¡Despierta! —gritó para sus adentros—. ¡Despierta!».

Entonces algo desapareció de su interior. Estaba allí y al instante se había ido. Notó como si le hubieran arrancado un órgano principal de su cuerpo.

Había sido ella. Ya no estaba.

¡Teresa! —gritó con su mente—. ¡Teresa! ¿Estás ahí?

Pero no había nada y ya no sentía aquel consuelo al tenerla cerca. Repitió su nombre una y otra vez mientras continuaba luchando contra el oscuro sueño que tiraba de él.

Por fin, la realidad volvió y se llevó la penumbra. Sumido en el terror, Thomas abrió los ojos, se sentó enseguida sobre la cama, incorporándose rápidamente, y saltó. Miró a su alrededor.

Todo era una locura.

El resto de clarianos corría por la habitación, gritando. Y unos sonidos terribles, espantosos, llenaban el aire, como los atroces gritos de unos animales a los que estuvieran torturando. Fritanga estaba señalando hacia la ventana, con la cara pálida. Newt y Minho corrían en dirección a la puerta. Winston tenía las manos sobre su rostro aterrorizado y plagado de acné, como si acabara de ver un zombi carnívoro. Otros tropezaban entre sí para mirar por las distintas ventanas, pero alejados del cristal. Con algo de dolor, Thomas se dio cuenta de que no sabía la mayoría de los nombres de los veinte chicos que habían sobrevivido al Laberinto; una extraña idea en medio de todo aquel caos.

Algo en el rabillo del ojo le hizo darse la vuelta para mirar hacia la pared. Lo que vio eliminó de inmediato toda la paz y seguridad que había sentido hablando con Teresa por la noche. Le hizo dudar incluso de que tales emociones pudieran existir en el mismo mundo en el que estaba en aquellos momentos.

A un metro de su cama, cubierta con unas cortinas de colores muy vivos, una ventana daba a una luz brillante y cegadora. Al otro lado había un hombre agarrado a los barrotes, con las manos ensangrentadas. Tenía los ojos muy abiertos, inyectados en sangre, llenos de locura. Las llagas y las cicatrices cubrían su fino rostro quemado por el sol. No tenía pelo, tan sólo unas manchas infectadas de lo que parecía ser moho verdoso. Una atroz hendidura se extendía por su mejilla derecha; Thomas podía verle los dientes a través de la herida en carne viva y purulenta. Una saliva rosada babeaba en líneas ondulantes desde la barbilla del hombre.

—¡Soy un raro! —gritó aquel horror—. ¡Soy un maldito raro!

Y entonces empezó a gritar lo mismo una y otra vez, mientras escupía con cada alarido:

—¡Matadme! ¡Matadme! ¡Matadme…!