Los siguientes segundos fueron de lo más raros. En cuanto la mano de Thomas entró en contacto con la extraña bola de metal, el chico dejó de moverse. Los brazos y las piernas se le calmaron y la rigidez de su torso en movimiento desapareció en un instante. Thomas notó mojada la dura esfera, que rezumaba por donde debería haber estado el cuello del muchacho. Sabía que era sangre; percibía su olor cobrizo.
Entonces la bola se le resbaló de los dedos y salió rodando, emitiendo un sonido hueco y chirriante hasta que chocó con la pared más cercana y se detuvo. El chico que tenía debajo no se movió ni emitió ningún sonido. Los demás clarianos continuaron gritando preguntas en la oscuridad, pero Thomas los ignoró.
El terror inundó su pecho mientras se imaginaba al chico, el aspecto que debía de tener. Nada tenía sentido, pero era evidente que el joven estaba muerto, le habían cortado la cabeza de algún modo. O… ¿se había convertido en metal? ¿Qué demonios había ocurrido? A Thomas le dio vueltas la cabeza y tardó unos instantes en darse cuenta de que un fluido caliente brotaba de la mano que había presionado contra el suelo cuando la bola se escapó de sus dedos. Se asustó.
Se apartó enseguida del cuerpo, se limpió la mano en los pantalones y gritó, pero no fue capaz de formar palabras. Un par de clarianos le agarró por detrás para ayudarle a ponerse de pie. Los apartó y se dio contra la pared. Alguien le cogió del hombro de la camisa y tiró de él para acercárselo.
—¡Thomas! —gritó Minho—. ¡Thomas! ¿Qué ha pasado?
Thomas intentó calmarse para afrontar la situación. El estómago se le revolvió y su pecho se tensó.
—No… no sé. ¿Quién era? ¿Quién estaba ahí abajo gritando?
Winston contestó con una voz temblorosa:
—Creo que era Frankie. Estaba justo a mi lado, haciendo bromas, y luego fue como si algo tirase de él. Sí, era él. Estoy segurísimo.
—¿Qué ha pasado? —repitió Minho.
Thomas se percató de que aún estaba limpiándose las manos en los pantalones.
—Mira —dijo antes de respirar hondo. Hacer todo aquello en la oscuridad era exasperante—, le oí gritar y corrí hasta aquí para ayudarle. Salté sobre él, traté de sujetarle los brazos y averiguar lo que sucedía. Entonces busqué con las manos su cabeza para agarrarle de las mejillas (ni si quiera sé por qué) y lo único que noté fue…
No podía decirlo. Nada podía ser más absurdo que la verdad.
—¿Qué? —gritó Minho.
Thomas rezongó y después lo dijo:
—Su cabeza no era su cabeza. Era como una… una gran… bola de metal. No lo sé, macho, pero eso fue lo que noté. Como si su fuca cabeza hubiera sido absorbida por… ¡por una gran bola de metal!
—¿De qué estás hablando? —preguntó Minho.
Thomas no sabía cómo podría convencerle a él o a cualquier otro.
—¿No la oíste rodar justo cuando dejó de gritar? Sé que…
—¡Está aquí! —exclamó alguien. Newt. Thomas volvió a oír un fuerte chirrido y luego a Newt, que resoplaba por el esfuerzo—. La he oído rodar por ahí. Y está toda mojada y pegajosa… parece sangre.
—¡Qué clonc! —medio susurró Minho—. ¿Cómo es de grande?
Los demás clarianos se unieron con un coro de preguntas.
—¡Que todo el mundo se calle! —gritó Newt. Cuando se quedaron en silencio, dijo—: No lo sé —Thomas oyó que cogía la bola con cuidado para palparla—. Es más grande que una puñetera cabeza, eso seguro. Es totalmente redonda, una esfera perfecta.
Thomas estaba desconcertado, indignado, pero en lo que único que podía pensar era en salir de aquel sitio. De aquella oscuridad.
—Tenemos que correr —dijo—. Tenemos que marcharnos. Ya.
—Quizá deberíamos retroceder —Thomas no reconoció la voz—. Sea lo que sea esa cosa redonda, le ha cortado la cabeza a Frankie, tal y como nos advirtió el pingajo anciano.
—Ni hablar —respondió Minho, enfadado—. Ni hablar. Thomas tiene razón. Basta de distracciones. Separaos unos centímetros los unos de los otros y echad a correr. Agachaos y, si algo se acerca a vuestras cabezas, quitaos de encima esa mierda.
Nadie se opuso. Thomas enseguida encontró su agua y su comida; entonces una comunicación tácita invadió al grupo y empezaron a correr lo bastante separados para no tropezar unos con otros. Thomas ya no estaba atrás del todo, no quería perder tiempo en volver a su sitio. Corrió, corrió tan rápido como no recordaba haberlo hecho en el Laberinto.
Olía a sudor. Respiró polvo y aire caliente. Sus manos se humedecieron; estaban cada vez más pegajosas por la sangre. La oscuridad era total.
Corrió y no se detuvo.
• • •
Una bola mortal alcanzó a otro más. Esta vez ocurrió cerca de donde estaba Thomas; le pasó a un chico con el que nunca había cruzado una palabra. Thomas oyó el sonido del metal deslizándose por el metal y un par de clics. Después, los gritos ahogaron el resto.
Nadie se detuvo. Algo terrible, quizás. Probablemente. Pero nadie se detuvo.
Cuando los gritos por fin cesaron con un gorjeo, Thomas oyó un fuerte ruido hueco al caer la bola de metal al suelo. La oyó rodar, repiquetear contra la pared y rodar un poco más.
Continuó corriendo. No disminuyó la velocidad.
Su corazón latía con fuerza; el pecho le dolía de las respiraciones profundas e irregulares mientras engullía desesperado el aire polvoriento. Perdió la noción del tiempo, no tenía ni idea de lo lejos que habían llegado. Pero cuando Minho les dijo a todos que se pararan, el alivio fue casi abrumador. El agotamiento había vencido al terror por lo que había matado a dos chicos.
Los sonidos de los jadeos inundaban el pequeño espacio y olía a mal aliento. Fritanga fue el primero en recuperarse lo suficiente para hablar:
—¿Por qué hemos parado?
—¡Porque casi me rompo las espinillas con algo que hay aquí! —respondió Minho—. Creo que es una escalera.
Thomas sintió que se le levantaba el ánimo, pero enseguida decayó. Había jurado no volver a hacerse ilusiones. No hasta que todo aquello hubiera terminado.
—Bueno, pues ¡subámoslas! —dijo Fritanga demasiado alegremente.
—¿Eso crees? —contestó Minho—. ¡Qué haríamos sin ti, Fritanga! En serio.
Thomas oyó las fuertes pisadas de Minho mientras subía corriendo las escaleras, emitiendo un sonido agudo, como si los peldaños estuvieran hechos de fino metal. Tan sólo pasaron unos segundos antes de que otras pisadas se unieran a las primeras, y pronto todos estaban siguiendo a Minho.
Cuando Thomas alcanzó el primer escalón, tropezó, cayó y se golpeó la rodilla con el siguiente peldaño. Bajó las manos para recuperar el equilibrio —casi reventó su bolsa de agua— después se puso de pie y subió saltándose algún que otro escalón de vez en cuando. ¡Quién sabía cuándo atacaría otra de esas cosas de metal! Y hubiese o no esperanza, estaba más que preparado para pasar a una zona que no estuviera oscura como boca de lobo.
Arriba se oyó un estruendo, un golpazo más fuerte que el del ruido de las pisadas, pero seguía sonando a metal.
—¡Ay! —gritó Minho.
Después se oyeron unos cuantos gruñidos y quejidos cuando los clarianos chocaron unos contra otros antes de poder parar.
—¿Estás bien? —preguntó Newt.
—¿Con qué te has… dado? —dijo Thomas entre jadeos.
Minho sonaba irritado:
—Con la fuca parte de arriba, eso es todo. Hemos llegado al tejado y no hay por dónde… —se calló, y Thomas oyó cómo deslizaba las manos por las paredes y el techo, buscando—. ¡Esperad! Creo que he encontrado… Le interrumpió un clic, y entonces el mundo alrededor de Thomas pareció arder en llamas. Gritó mientras se tapaba los ojos con las manos. Una luz punzante y cegadora brillaba desde arriba. Había dejado caer la bolsa de agua sin poder evitarlo. Después de tanto rato en la oscuridad total, la súbita aparición de la luz le aturdió, incluso a través de la protección de sus manos. Un naranja brillante traspasó sus dedos y sus párpados, y una oleada de calor descendió como viento caliente.
Thomas oyó un fuerte chirrido, luego un golpe seco y la oscuridad regresó. Con cautela, dejó caer las manos y entrecerró los ojos; unas manchas bailaban ante sus ojos.
—¡No me fuques! —exclamó Minho—. Parece que hemos encontrado una salida, pero ¡creo que está en el puñetero sol! Macho, sí que brillaba. ¡Y qué calor!
—Abrámoslo un poco para que se nos acostumbren los ojos —sugirió Newt. Después Thomas oyó que subía las escaleras para reunirse con Minho—. Aquí tienes una camisa, métela por ahí. ¡Que todo el mundo se tape los ojos!
Thomas le hizo caso y se tapó otra vez con las manos. El resplandor naranja volvió y empezó el proceso. Después de un minuto aproximadamente, bajó las manos y abrió poco a poco los ojos. Tuvo que entrecerrarlos y, aun así, parecía que un millón de linternas le estuvieran apuntando, pero se hizo más soportable. Al cabo de unos minutos, todo estaba muy brillante, pero bien.
Ahora podía ver que estaba a unos veinte escalones de donde Minho y Newt se agachaban bajo la trampilla del techo. Tres líneas resplandecientes marcaban los bordes de la puerta, interrumpidos tan sólo por la camisa que había metido por la esquina derecha para mantenerla abierta. Todo a su alrededor —las paredes, las escaleras y la misma puerta— estaba hecho de metal gris apagado. Thomas se dio la vuelta para mirar en la dirección por donde habían venido y vio que las escaleras desaparecían en la oscuridad debajo de ellos. Había subido más de lo que imaginaba.
—¿Alguien está ciego? —preguntó Minho—. Tengo los ojos abrasados.
Thomas se sentía también así. Los ojos le quemaban, le picaban y no dejaban de llorarle. Todos los clarianos a su alrededor se restregaban los ojos.
—¿Y qué hay ahí fuera? —preguntó alguien.
Minho se encogió de hombros mientras echaba un vistazo por la rendija de la puerta abierta con una mano de visera.
—No sabría qué decirte. Lo único que veo es un montón de luz brillante. Quizás estemos en el fuco sol. Pero no creo que haya gente ahí fuera —hizo una pausa—. Ni raros.
—Salgamos de aquí, entonces —propuso Winston, que estaba dos peldaños por debajo de Thomas—, Prefiero quemarme al sol a que ataque mi cabeza una de esas bolas de acero. ¡Vamos!
—Muy bien, Winston —contestó Minho—. No os quitéis la ropa interior, es mejor que antes se os ajusten los ojos a la luz. Abriré la puerta del todo para asegurarnos de que estamos bien. Preparaos —subió un escalón para poder presionar con el hombro derecho la losa de metal—. Uno. Dos. ¡Tres!
Enderezó las piernas con un gruñido y empujó hacia arriba. La luz y el calor inundaron las escaleras cuando la puerta se abrió con un terrible chirrido metálico. De inmediato, Thomas miró hacia el suelo y entrecerró los ojos. Aquel resplandor parecía imposible, aunque hubieran estado caminando sin rumbo fijo en la oscuridad total durante horas.
Oyó que arrastraban los pies y ruido de empujones; alzó la vista para ver que Newt y Minho avanzaban para salir del cuadrado de luz cegadora que se filtraba por la puerta ahora abierta. Todo el hueco de la escalera parecía un horno.
—¡Jo, tío! —exclamó Minho con un gesto de dolor en la cara—. Algo va mal, macho. ¡Es como si ya me estuviera quemando la piel!
—Tiene razón —dijo Newt, frotándose la nuca—. No sé si podemos salir ahí fuera. Tendremos que esperar a que se vaya el sol.
Se oyeron quejidos de los clarianos, pero entonces fueron asaltados por otro arrebato de Winston:
—¡Eh! ¡Cuidado! ¡Cuidado!
Thomas se dio la vuelta para mirar a Winston, que se hallaba un poco más abajo. Estaba señalando algo justo por encima de él al tiempo que retrocedía un par de peldaños. En el techo, tan sólo a unos centímetros por encima de sus cabezas, un gran pegote de líquido plateado se estaba fusionando, saliendo del metal como si se convirtiera en una gran lágrima. Se hizo cada vez más grande mientras Thomas la miraba fijamente y, en cuestión de segundos, formó una bola de pegote fundido, temblorosa, que poco a poco se tensaba. Entonces, antes de que nadie pudiera reaccionar, se despegó del techo y cayó.
Pero en vez de hacer paf en los peldaños a sus pies, la esfera plateada desafió la gravedad y voló en horizontal, directa a la cara de Winston. Sus gritos espantosos inundaron el aire mientras caía por las escaleras.