Nadie se quejó mientras Thomas apiñaba al resto detrás de Minho. Nadie pronunció palabra, tan sólo intercambiaron miradas asustadas y parpadeantes al acercarse al Trans Plano y cruzarlo. Sin excepción, todos los clarianos vacilaron un segundo antes de dar el último paso hacia la oscuridad del cuadrado gris. Thomas los observaba a todos y les daba un manotazo en la espalda antes de que desaparecieran.
Al cabo de dos minutos, tan sólo quedaban Aris, Newt y Thomas.
¿Estás seguro de esto? —le preguntó Aris dentro de su mente.
Thomas se atragantó con la tos, sorprendido por el flujo de palabras que pasaba por su conciencia, aquel habla que no oía pero a la vez podía oír. Pensaba —y esperaba— que Aris hubiera pillado la indirecta de que no quería comunicarse de esa manera. Eso era algo que reservaba para Teresa y no lo hacía con nadie más.
—Rápido —masculló Thomas en voz alta, negándose a contestar por telepatía—. Tenemos que darnos prisa.
Aris lo cruzó con una expresión de dolor en el rostro; Newt le siguió justo detrás. Y así, sin más, Thomas se había quedado solo en la zona común.
Echó un último vistazo y recordó los cadáveres hinchados que habían colgado de allí hacía tan sólo unos días. Pensó en el Laberinto y en toda la clonc por la que habían pasado. Suspiró tan fuerte como pudo, esperando que alguien en algún lugar pudiera oírle, agarró su bolsa de agua y su fardo lleno de comida, y se metió en el Trans Plano.
Una línea gélida le atravesó la piel desde delante hacia atrás, como si la pared gris fuese una superficie plana, vertical, de agua helada. Cerró los ojos en el último segundo y los abrió para no ver nada más que oscuridad. Pero sí oyó voces.
—¡Eh! —llamó, ignorando el repentino estallido de pánico en su propia voz—. Chicos…
Antes de que pudiera terminar, tropezó con algo y se cayó al chocar con la parte superior de un cuerpo que se retorcía.
—¡Ay! —gritó la persona mientras se quitaba a Thomas de encima. Fue todo lo que pudo hacer por agarrar fuerte la bolsa de agua.
—¡Que todo el mundo se esté quieto y se calle! —era Minho, y el alivio que inundó a Thomas casi le hizo gritar de alegría—. Thomas, ¿eres tú? ¿Estás aquí?
—¡Sí! —Thomas se puso de pie y palpó a su alrededor para asegurarse de que no se daba con nadie. Tan sólo notó aire y no distinguió más que penumbra—. He sido el último en cruzar. ¿Ha conseguido pasar todo el mundo?
—Estábamos poniéndonos en fila para contarnos uno a uno hasta que apareciste a trompicones como un toro dopado —respondió Minho—. Vamos a hacerlo de nuevo. ¡Uno!
Cuando nadie dijo nada, Thomas gritó:
—¡Dos!
Entonces los clarianos fueron contando hasta que le tocó a Aris, el último, que dijo:
—Veinte.
—Bien —asintió Minho—. Estamos todos aquí, sea donde sea. No veo una fuca clonc.
Thomas se quedó quieto, sintiendo a los otros chicos, oyendo sus respiraciones, pero con miedo a moverse.
—Qué pena que no tengamos una linterna.
—Gracias por exponer lo obvio, señor Thomas —replicó Minho—. Muy bien, escuchad. Estamos en algún tipo de pasillo. Noto las paredes a ambos lados y, por lo que sé, la mayoría de vosotros estáis a mi derecha. Thomas, donde estás es por donde entramos. Será mejor que no corramos el riesgo de retroceder y atravesar el Trans Plano ese, así que seguid mi voz y venid hacia mí. No nos quedan muchas otras opciones, salvo bajar por este camino y ver lo que encontramos.
Había empezado a alejarse de Thomas cuando pronunció aquellas últimas palabras. El susurro de los pies moviéndose y los fardos rozando la ropa le dijeron que los demás iban detrás. Cuando percibió que era el último que quedaba y que ya no chocaría con nadie, se movió despacio hacia su izquierda y extendió una mano hasta que notó una pared dura y fría. Entonces caminó detrás del resto del grupo y dejó que su mano resbalara por la pared para orientarse.
Nadie habló mientras avanzaban. Thomas odiaba que sus ojos no se acabaran de ajustar a la oscuridad. No había ni el más mínimo rastro de luz. El aire era frío, pero olía como a cuero viejo y polvo. Tropezó un par de veces con el que estaba justo delante de él; ni siquiera sabía quién era porque el chico no dijo nada cuando chocaron.
Siguieron caminando. El túnel se extendía hacia delante sin girar a la izquierda o a la derecha. La mano de Thomas apoyada en la pared y el suelo bajo sus pies eran las únicas cosas que le mantenían atado a la realidad o le daban sentido de movimiento. De otro modo, se habría sentido como si estuviera flotando por un espacio vacío, sin hacer el menor avance.
Los únicos sonidos eran los chirridos de los zapatos sobre el duro suelo de hormigón y los esporádicos murmullos de los clarianos. Thomas sentía cada latido de su corazón mientras marchaban por el interminable túnel de oscuridad. No podía evitar acordarse de la Caja, el cubo sin luz de aire viciado que le había llevado hasta el Claro; era un poco como aquello. Al menos ahora tenía una parte de memoria sólida, tenía amigos y sabía quiénes eran. Al menos ahora entendía lo que estaba en juego: necesitaban una cura y probablemente pasarían por cosas horribles para conseguirla.
Un repentino estallido de intensos murmullos inundó el túnel; parecía venir de arriba. Thomas se paró en seco. No había sido ninguno de los clarianos, de eso estaba seguro.
Desde delante, Minho le gritó al resto que se detuvieran y luego dijo:
—Tíos, ¿habéis oído eso?
Cuando varios clarianos murmuraron que sí y empezaron a hacer preguntas, Thomas inclinó el oído hacia el techo y se esforzó por oír algo más allá de esas voces. Los susurros fueron tan sólo un instante, unas breves palabras que habían sonado como si vinieran de un hombre muy viejo y enfermo. Pero el mensaje había sido totalmente indescifrable.
Minho mandó callar de nuevo a todos y les ordenó que escucharan.
Aunque estaba a oscuras y, por lo tanto, no tenía sentido, Thomas cerró los ojos para concentrarse en su sentido del oído. Si volvía la voz, quería captar lo que decía.
Pasó menos de un minuto antes de que la misma voz anciana susurrara de nuevo con aspereza y resonara por el aire como si unos enormes altavoces estuvieran instalados en el techo. Thomas oyó a varios chicos dar un grito ahogado como si esta vez lo hubieran entendido y estuvieran impresionados por lo que habían oído; pero él seguía sin ser capaz de aislar ni tan siquiera una o dos palabras. Volvió a abrir los ojos, aunque nada cambió ante él. Completa oscuridad. Todo negro.
—¿Alguien ha entendido lo que ha dicho? —dijo Newt.
—Un par de palabras —respondió Winston—. Sonaba como «volved» justo a la mitad.
—Sí —asintió alguien.
Thomas pensó en lo que había oído y, en retrospectiva, sí parecía como si esa palabra hubiera estado allí, en algún sitio. «Volved».
—Que todo el mundo se calle y escuche con atención esta vez —ordenó Minho, y el oscuro pasillo quedó en silencio.
La próxima vez que se oyó la voz, Thomas entendió cada una de las sílabas:
—Es vuestra única oportunidad. Volved ahora y no os cortarán en rodajas.
A juzgar por las reacciones frente a él, esta vez todos lo habían oído.
—¿«No os cortarán en rodajas»?
—¿Qué se supone que significa eso?
—¡Ha dicho que podemos volver!
—No podemos fiarnos de un pingajo al azar que suspira en la oscuridad.
Thomas intentó no pensar en lo mal que sonaban aquellas últimas palabras. «No os cortarán en rodajas». Sonaba fatal. Y el hecho de no poder ver nada era aún peor. Se estaba poniendo muy nervioso.
—¡Seguid caminando! —le gritó a Minho—. No voy a poder aguantar mucho más. ¡Seguid adelante!
—Espera un momento —dijo Fritanga—. La voz ha dicho que esta sería nuestra única oportunidad. Al menos tenemos que pensarlo.
—Sí —añadió alguien—, quizá deberíamos volver.
Thomas negó con la cabeza aunque sabía que nadie podía verle.
—Ni hablar. Recordad lo que nos dijo el tipo del escritorio, que todos tendríamos una muerte horrible si regresábamos.
Fritanga insistió:
—Bueno, ¿y acaso es eso peor que lo que susurra este tío? ¿A quién se supone que tenemos que escuchar y a quién tenemos que ignorar?
Thomas sabía que era una buena pregunta, pero volver no le parecía bien.
—Me juego lo que sea a que la voz no es más que una prueba. Tenemos que seguir adelante.
—Tiene razón —dijo Minho desde el frente de la fila—. Venga, vamos.
Apenas había dicho la última palabra cuando la voz susurrante sonó por el aire de nuevo, esta vez marcada con un odio casi infantil:
—Estáis todos muertos. Os van a cortar a todos en rodajas. Muertos y en rodajas.
A Thomas se le erizó todo el pelo de la nuca y un escalofrío le recorrió la espalda. Esperaba que los chicos insistieran en que tenían que regresar, pero, una vez más, los clarianos le sorprendieron.
Nadie dijo nada y no tardaron en continuar avanzando. Minho había tenido razón al decir que habían eliminado a todos los pusilánimes.
Se adentraron más en la oscuridad. El aire se calentó un poco y pareció estar más cargado de polvo. Thomas tosió varias veces; se moría por echar un trago, pero no quería arriesgarse a desatar la bolsa de agua sin poder verla. Era lo que le faltaba, verterla toda al suelo.
Adelante.
Más caliente.
Sediento.
Oscuridad.
Caminando. El tiempo pasaba muy despacio.
Thomas no tenía ni idea de cómo ese pasillo podía siquiera existir. Tenían que llevar al menos tres o cuatro kilómetros recorridos desde la última vez que habían oído el espeluznante susurro de advertencia. ¿Dónde estaban? ¿Bajo tierra? ¿En el interior de algún edificio enorme? El Hombre Rata había dicho que tenían que encontrar la salida al exterior, pero ¿cómo…?
Un chico gritó a unos metros por delante. Empezó como un chillido repentino, como una simple sorpresa, pero entonces se intensificó hasta convertirse en puro terror. No sabía quién era, pero ahora el chaval estaba dejándose la garganta, dando alaridos, chillando como un animal de la antigua Casa de la Sangre en el Claro. Thomas oyó el sonido de un cuerpo golpeando el suelo.
Por instinto, salió corriendo hacia delante y empujó a varios clarianos, que por lo visto se habían quedado paralizados por el miedo, para abrirse paso hacia los sonidos inhumanos. No sabía por qué pensaba que sería capaz de ayudar más que nadie, pero no vaciló, ni siquiera se preocupó de dónde pisaba mientras corría en la oscuridad. Tras la larga locura de caminar a ciegas durante tanto tiempo, era como si su cuerpo tuviera ganas de acción.
Lo consiguió; notaba que el chico ahora estaba tumbado justo enfrente de él, mientras golpeaba con los brazos y las piernas el suelo de cemento para luchar contra quién sabía qué. Thomas dejó a un lado su bolsa de agua y el fardo que llevaba al hombro y entonces, tímidamente, extendió el brazo para intentar agarrarle una de las extremidades. Notó que los otros clarianos se reunían detrás de él y, al oír preguntas y gritos fuertes y caóticos, se obligó a ignorarlos.
—¡Eh! —gritó Thomas al chico que se retorcía—. ¿Qué te pasa?
Sus dedos rozaron los vaqueros del muchacho, luego su camisa, pero el cuerpo del chico se convulsionaba por todos sitios, imposible de sujetar, y sus gritos continuaban atravesando el aire.
Al final, Thomas se lo jugó todo. Se tiró hacia delante para echarse por completo encima del cuerpo del joven que no paraba de sacudirse. Con un golpe que le quitó la respiración, aterrizó sobre el torso que se retorcía; un codo se le clavó en las costillas y después una mano le abofeteó la cara. Levantó una rodilla y casi le dio justo en la entrepierna.
—¡Para! —gritó Thomas—. ¿Qué te pasa?
Los gritos gorjearon hasta cesar, casi como si hubieran hundido a un chico en el agua. Pero las convulsiones no disminuyeron lo más mínimo.
Thomas puso el codo y el antebrazo en el pecho del clariano para sujetarlo y alzó la mano para agarrarle del pelo o de la cara. Pero, cuando sus manos se deslizaron por lo que estaba allí, la confusión le consumió.
No había cabeza. No había pelo ni cara. Ni siquiera cuello. Nada de lo que debería haber estado allí.
En su lugar, Thomas tocó una gran bola de frío metal, perfectamente lisa.