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BAJO EL SIGNO DEL CINE

EL «siglo XX» comienza después de la primera guerra mundial, es decir en los años veinte, lo mismo que el «siglo XIX» no comenzó hasta alrededor de 1830. Pero la guerra marca una variación en la marcha de las cosas sólo en cuanto que suministra una ocasión para elegir entre las posibilidades existentes. Las tres corrientes principales en el arte del nuevo siglo tienen sus precursores en el período precedente: el cubismo, en Cézanne y los neoclásicos; el expresionismo, en Van Gogh y Strindberg; el surrealismo, en Rimbaud y Lautréamont. La continuidad de la evolución artística corresponde a una cierta constancia en la historia económica y social en el mismo período. Sombart limita la vida del pleno capitalismo a ciento cincuenta años y lo hace terminar al estallar la guerra. Pretende incluso interpretar el sistema de cártel y trust de 1895-1914 como fenómeno de vejez y como agüero de la crisis inminente. Pero en el período anterior a 1914, sólo los socialistas hablan de colapso del capitalismo, y en los círculos burgueses la gente está ciertamente segura del peligro socialista, pero no creen ni en las «contradicciones internas» de la economía capitalista ni en la imposibilidad de superar sus crisis momentáneas. En tales círculos no se piensa en una crisis del sistema mismo. La disposición de ánimo confiada, generalmente hablando, continúa incluso en los primeros años después del fin de la guerra, y la atmósfera de la burguesía no es, aparte de la clase media inferior, que tiene que luchar contra terribles dificultades, desesperada en modo alguno.

La verdadera crisis económica comienza en 1929 con la quiebra en Estados Unidos, que pone fin a la prosperidad de la guerra y la posguerra y revela de modo inconfundible las consecuencias de la falta de un plan internacional para la producción y la distribución. Entonces la gente empieza a hablar de pronto en todas partes de la crisis del capitalismo, del fallo de la economía libre y de la sociedad liberal, de una catástrofe inminente y de la amenaza de revolución. La historia de los años treinta es la historia de un período de crítica social, de realismo y activismo, de radicalización de las actitudes políticas, y de la convicción cada vez más extendida de que sólo una solución radical puede servir de algo; en otras palabras, que los partidos moderados se han acabado. Pero en ninguna parte hay mayor certeza de la crisis por que está atravesando el modo burgués de vivir que entre la burguesía misma, y en ninguna parte se habla tanto del fin de la época burguesa. El fascismo y el bolchevismo están de acuerdo en considerar al burgués como un cadáver viviente y en volverse con la misma intransigencia contra el principio del liberalismo y el parlamentarismo. En conjunto, la intelectualidad se coloca de parte de las formas autoritarias de gobierno, pide orden, disciplina, dictadura, se llena de entusiasmo por una nueva Iglesia, una escolástica y un nuevo bizantinismo. La atracción del fascismo sobre el enervado estrato literario, confundido por el vitalismo de Nietzsche y Bergson, consiste en su ilusión de valores absolutos, sólidos, incuestionables, y en la esperanza de librarse de la responsabilidad que va unida a todo racionalismo e individualismo. Y del comunismo, la intelectualidad se promete a sí misma el contacto directo con las amplias masas del pueblo y la redención de su propio aislamiento en la sociedad.

En esta precaria situación, los portavoces de la burguesía liberal no pueden pensar en nada mejor que en subrayar las características que el fascismo y el bolchevismo tienen en común y desacreditar el uno por el otro. Señalan el realismo sin escrúpulos, peculiar de ambos, y encuentran en una tecnocracia implacable el común denominador a que pueden reducirse sus formas de organización y gobierno[1]. Caprichosamente, prescinden de las diferentes ideologías entre las varias formas autoritarias de gobierno y las presentan como meras «técnicas», esto es, como el distrito del entendido del partido, del administrador político, del ingeniero de la máquina social, en una palabra, de los managers o «dirigentes». Hay, sin duda, cierta analogía entre las diferentes formas de regulación social, y si uno parte del mero hecho del tecnicismo y de la estandarización a él unida, ciertamente existe un parecido entre Rusia y Estados Unidos[2]. Ninguna maquinaria estatal puede hoy prescindir de los «dirigentes». Ejercen el poder político en representación de masas más o menos amplias, lo mismo que los técnicos dirigen sus fábricas y los artistas pintan y escriben para ellos. La cuestión es siempre en interés de quién se ejerce el poder. Ningún gobernante del mundo se atreve hoy a admitir que no tiene exclusivamente el interés del pueblo en su corazón. Desde este punto de vista estamos, en efecto, viviendo en una sociedad de masas y en una democracia de masas. Las grandes masas tienen, de todas maneras, una participación en la vida política, en cuanto que los poderes que hay están obligados a preocuparse para irlas sacando adelante.

Nada es más típico de la filosofía de la cultura predominante en esta época que el intento de hacer a la «rebelión de las masas»[3] responsable del enajenamiento y decadencia de la cultura moderna, y el ataque se hace contra ella en nombre de la inteligencia y del espíritu. La mayoría de los extremistas de derecha y de izquierda profesan una creencia en el espiritualismo, generalmente algo confuso, que subyace a esta filosofía. Es verdad que los dos partidos lo toman como si significara cosa absolutamente distinta, y emprenden su guerra contra la «desalmada» visión científica del mundo teniendo en la mente el positivismo por una parte, y el capitalismo, por otra. Pero la manera con que la intelectualidad está dividida en dos campos es muy desigual a partir de la década que se inicia en 1930. La mayoría son consciente o inconscientemente reaccionarios, y preparan el camino al fascismo bajo la guía de las ideas de Bergson, Barres, Charles Maurras, Ortega y Gasset, Chesterton, Spengler, Keyserling, Klages y demás. La «nueva Edad Media», la «nueva cristiandad», la «nueva Europa» son todas la vieja tierra romántica de la contrarrevolución; y la «revolución en la ciencia», la movilización del «espíritu» contra el mecanicismo y determinismo de las ciencias naturales no son otra cosa que «el comienzo de la gran reacción universal contra la ilustración social y democrática»[4].

En este período de «democracia de masas» se intenta hacer reclamaciones y exigencias en nombre de grupos cada vez más amplios, de manera que al final Hitler gasta la broma de ennoblecer a la inmensa mayoría de su pueblo. El nuevo proceso «democrático» de aristocratización comienza por jugar la carta del oeste contra el este, contra Asia y Rusia. Occidente y Oriente son vistos en contraste como representantes respectivamente del orden y del caos, de la autoridad y la anarquía, de la estabilidad y la revolución, del racionalismo disciplinado y del desenfrenado misticismo[5], y a la Europa de posguerra se le previene enfáticamente de que con su culto de Dostoievski y su karamazovismo está iniciando el camino del caos[6]. En la época de Vogüé, Rusia y la literatura rusa no eran, ni mucho menos, «asiáticas»; eran, por el contrario, los representantes de la cristiandad auténtica, que se proponían como modelo al Occidente pagano. Es verdad que en aquel tiempo había todavía un zar en Rusia. Los nuevos cruzados no creen, dicho sea de paso, que Occidente se pueda salvar en absoluto, y revisten la desesperanza de sus opiniones políticas con un sudario de pesimismo cultural. Están decididos a sepultar el conjunto de la civilización occidental con sus esperanzas políticas, y como auténticos herederos de la decadencia, aceptan «la decadencia de Occidente».

El gran movimiento reaccionario del siglo se realiza en el campo del arte rechazando el impresionismo; este cambio constituye en algunos aspectos una cesura en el arte más profunda que todos los cambios de estilo desde el Renacimiento, que dejaron fundamentalmente sin tocar la tradición naturalista. Es verdad que siempre ha habido una oscilación entre formalismo y antiformalismo, pero la obligación de que el arte sea sincero para con la vida y fiel a la naturaleza nunca ha sido puesta en duda fundamentalmente desde la Edad Media. En este aspecto, el impresionismo fue la cumbre y el fin de un desarrollo que ha durado más de cuatrocientos años. El arte posimpresionista es el primero en renunciar por principio a toda ilusión de realidad y en expresar su visión de la vida mediante la deliberada deformación de los objetos naturales. Cubismo, constructivismo, futurismo, expresionismo, dadaísmo y surrealismo se apartan todos con la misma decisión del impresionismo naturalista y afirmador de la realidad. Pero el propio impresionismo prepara las bases de este desarrollo en cuanto que no aspira a una descripción integradora de la realidad, a una confrontación del sujeto con el mundo objetivo en su conjunto, sino más bien marca el comienzo de aquel proceso que ha sido llamado la «anexión» de la realidad por el arte[7]. El arte posimpresionista no puede ya ser llamado, en modo alguno, reproducción de la naturaleza; su relación con la naturaleza es la de violarla. Podemos hablar, a lo sumo, de una especie de naturalismo mágico, de producción de objetos que existen junto a la realidad, pero que no desean ocupar el lugar de ésta. Cuando nos enfrentamos con las obras de Braque, Chagall, Rouault, Picasso, Henri Rousseau, Paul Klee, percibimos siempre que en medio de todas sus diferencias nos hallamos frente a un segundo mundo, un supermundo que, por muchos rasgos de la realidad común que pueda exhibir, representa una forma de existencia que sobrepasa esta realidad y no es compatible con ella.

El arte moderno es, sin embargo, antiimpresionista en otro aspecto todavía: es un arte fundamentalmente «feo», que olvida la eufonía, las atractivas formas, los tonos y colores del impresionismo. Destruye los valores pictóricos en pintura, el sentimiento y las imágenes cuidadosas y coherentes en poesía, y la melodía y la tonalidad en música. Implica una angustiosa huida de todo lo agradable y placentero, de todo lo puramente decorativo y gracioso. Debussy juega ya la carta de la frialdad en el tono y de la estructura puramente armónica contra el sentimentalismo del romanticismo alemán, y este antirromanticismo se acentúa en Stravinsky, Schönberg e Hindemith hasta un antiespressivo que reniega de toda relación con la música del sensible siglo XIX. La intención es escribir, pintar y componer con la inteligencia, no desde las emociones; unas veces se carga el acento sobre la pureza de la estructura, otras sobre el éxtasis de la pasión metafísica, pero hay un deseo de escapar a toda costa del complaciente esteticismo sensual de la época impresionista. El propio impresionismo, sin duda, había estado ya bien cierto de la crítica situación en que se encontraba la cultura estética moderna, pero el arte posimpresionista es el primero en acentuar lo grotesco y mendaz de esta cultura. De aquí la lucha contra todos los sentimientos voluptuosos y hedonísticos, de aquí la oscuridad, depresión y carácter atormentado en las obras de Picasso, Kafka y Joyce. La aversión al sensualismo del arte anterior, el deseo de destruir sus ilusiones van tan lejos que el artista ahora se niega a usar incluso los medios de expresión de aquél, y prefiere, como Rimbaud, crearse un lenguaje artificial propio. Schönberg inventa su sistema dodecafónico, y se ha dicho con razón de Picasso que pinta cada uno de sus cuadros como si estuviera intentando descubrir el arte de la pintura enteramente de nuevo.

La lucha sistemática contra el uso de los medios de expresión convencionales, y la consiguiente ruptura con la tradición artística del siglo XIX, comienzan en 1916 con el dadaísmo, fenómeno típico de época de guerra, protesta contra la civilización que había llevado al conflicto bélico, y, por consiguiente, una forma de derrotismo[8]. La finalidad de todo el movimiento consiste en su oposición a los atractivos de las formas ya hechas de antemano y los clichés lingüísticos cómodos, pero sin valor, por estar ya gastados, los cuales falsifican el objeto que ha de ser descrito y destruyen la espontaneidad de la expresión. El dadaísmo, como el surrealismo, que está de completo acuerdo con él en este punto, son una lucha por lograr una expresión directa, es decir son un movimiento esencialmente romántico. La lucha se dirige contra aquella falsificación de la experiencia mediante formas de las que, como sabemos, tuvo ya conciencia Goethe, y que fue el impulso decisivo de la revolución romántica. A partir del romanticismo, toda la evolución de la literatura había consistido en una controversia con las formas de lenguaje tradicionales y convencionales, de manera que la historia literaria del último siglo es, en cierta medida, la historia de la renovación del lenguaje mismo. Pero mientras que el siglo XIX busca siempre meramente un equilibrio entre lo viejo y lo nuevo, entre las formas tradicionales y la espontaneidad del individualismo, el dadaísmo pide la completa destrucción de los medios de expresión corrientes y gastados. Exige una expresión enteramente espontánea, y por ello basa su teoría del arte en una contradicción. Porque ¿cómo ha de ser uno mismo entendido —lo cual, de todos modos, intenta hacer el surrealismo—, si, al mismo tiempo, niega y destruye todos los medios de comunicación?

El crítico francés Jean Paulhan distingue entre dos diferentes categorías de escritores, según su relación con el lenguaje[9]. Llama a los destructores de la lengua —es decir, los románticos, simbolistas y surrealistas, que quieren destruir el lugar común, las formas convencionales y los clichés ya listos, y borrarlos del lenguaje por completo, refugiándose de los peligros de la lengua en la inspiración pura, virginal y originaria— «terroristas». Estos luchan contra toda consolidación y coagulación de la vida viviente, fluyente e íntima de la mente, contra toda exteriorización e institucionalización, en otras palabras, contra toda «cultura». Paulhan los vincula a Bergson y constata la influencia del intuicionismo y la teoría del élan vital en su intento de mantener el carácter directo y la originariedad de la experiencia espiritual. El otro campo, es decir los escritores que conocen perfectamente bien que los lugares comunes y clichés son el precio del mutuo entenderse y que la literatura es comunicación, es decir lengua, tradición, forma «desgastada» y por lo mismo sin problemas, e inmediatamente inteligible, son por él llamados «retóricos», artistas oratorios. Considera la actitud de éstos como la única posible, dado que el establecimiento consecuente del «terror» en la literatura significaría el silencio absoluto, esto es, el suicidio intelectual del cual los surrealistas sólo pueden salvarse mediante un continuo autoengaño. Porque en realidad no hay convención más rígida y de mentalidad más estrecha que la doctrina del surrealismo, ni arte más insípido y monótono que el de los surrealistas declarados. El «método automático de escritura» es mucho menos elástico que el estilo vigilado por la razón y la estética; y la mente inconsciente —o al menos lo que de ella es sacado a la luz— es mucho más pobre y simple que la consciente. La importancia histórica del dadaísmo y el surrealismo no consiste, sin embargo, en las obras de sus representantes oficiales, sino en el hecho de que éstos llamaron la atención sobre el callejón sin salida en que se encontró metida la literatura al finalizar el movimiento simbolista, sobre la esterilidad de una convención literaria que ya no tenía ningún vínculo con la vida real[10]. Mallarmé y los simbolistas pensaban que cada idea que se les ocurría era la expresión de su naturaleza más íntima; era una creencia mística en «la magia de la palabra» la que les hacía poetas. Ahora, los dadaístas y los surrealistas dudan de si algo objetivo externo, formal, racionalmente organizado, es capaz de expresar de algún modo al hombre, pero dudan también del valor de tal expresión en absoluto. Es realmente «inadmisible» —piensan— que un hombre haya de dejar huella detrás de sí[11]. El dadaísmo, por consiguiente, sustituye el nihilismo de la cultura estética por un nuevo nihilismo, que no sólo pone en duda el valor del arte, sino el de la situación entera del hombre. Porque, como se dice en uno de sus manifiestos, «medida por el patrón de la eternidad, toda acción humana es fútil»[12].

Pero la tradición de Mallarmé en modo alguno se termina. Los «retóricos» André Gide, Paul Valéry, T. S. Eliot y el Rilke de los últimos tiempos continúan el camino del simbolismo a pesar de su afinidad con el surrealismo. Son los representantes de un arte difícil y exquisito, creen en «la magia de la palabra», su poesía se basa en el espíritu de la lengua, la literatura y la tradición. Ulises, de Joyce, y Tierra baldía, de T. S. Eliot, aparecen simultáneamente, en 1922, y dan las dos notas clave de la nueva literatura; una de estas obras se mueve en la dirección expresionista y surrealista, y la otra en la simbolista y formalista. La actitud intelectualista es común a las dos, pero el arte de Eliot arranca de «la experiencia de la cultura», y el de Joyce, de «la experiencia de la pura y primaria existencia», según ha definido Friedrich Gundolf, que introduce estos conceptos en el prólogo a su libro sobre Goethe, expresando con esto un típico patrón de pensamientos de la época[13]. En un caso la cultura histórica, la tradición intelectual y el legado de las ideas y de las formas es la fuente de inspiración; en el otro lo son los hechos directos de la vida y los problemas de la existencia humana. En T. S. Eliot y Paul Valéry el fundamento primario es siempre una idea, un pensamiento, un problema; en Joyce y Kafka, una experiencia irracional, una visión, una imagen metafísica o mitológica.

La distinción conceptual de Gundolf es como la comprobación de una dicotomía que va recorriendo todo el campo del arte moderno. Cubismo y constructivismo, por una parte, y expresionismo y surrealismo, por la otra, encarnan tendencias estrictamente formales o respectivamente destructoras de la forma, las cuales aparecen ahora por primera vez juntas en tan violenta contradicción. La situación es tanto más curiosa cuanto que los dos opuestos estilos despliegan las más notables combinaciones y formas híbridas, de manera que muchas veces se tiene más bien la impresión de una conciencia escindida que de dos direcciones en lucha. Picasso, que pasa bruscamente de una de las dos tendencias estilísticas a la otra, es, al mismo tiempo, el artista más representativo de la época presente. Pero llamarle ecléctico y «maestro del pastiche»[14], sostener que no pretende más que demostrar en qué medida domina las reglas de arte contra las que está en rebeldía[15], compararle con Stravinsky y recordar cómo, éste también, cambia de modelo y «utiliza» a Bach, después a Pergolesi y luego a Chaikovski, para los fines de la música moderna[16], no es decir la verdad completa.

El eclecticismo de Picasso significa la destrucción deliberada de la unidad de la personalidad; sus imitaciones son protestas contra el culto de la originalidad; su deformación de la realidad, que siempre se está revistiendo de nuevas formas para demostrar más convincentemente la arbitrariedad de éstas, está orientada, sobre todo, a confirmar la tesis de que «naturaleza y arte son dos fenómenos enteramente desemejantes». Picasso se convierte en un prestidigitador, un bromista, un parodista, a partir de la oposición a los románticos, con la «voz interior» de él mismo, su «tómalo o déjalo», su autoestimación y su culto del propio yo. Y reniega no sólo del romanticismo, sino, incluso, del Renacimiento, que con su concepto del genio y su idea de la unidad de obra y de estilo anticipa en cierta medida el romanticismo. Picasso representa una ruptura completa con el individualismo y el subjetivismo, una absoluta negación del arte como expresión de una personalidad inconfundible. Sus obras son notas y comentarios sobre la realidad; no pretenden ser consideradas como pintura de un mundo y una totalidad, como síntesis y epítome de la existencia. Picasso compromete los medios artísticos de expresión con su uso indistinto de los diferentes estilos artísticos tan completa y voluntariamente como hacen los surrealistas con su renuncia a las formas tradicionales.

El nuevo siglo está lleno de tan profundos antagonismos, y la unidad de su visión de la vida está tan profundamente amenazada que la combinación de los más remotos extremos, la unificación de las más grandes contradicciones, se convierte en el tema principal, muchas veces el único, de su arte. El surrealismo, que, como observa André Breton, giraba en un principio enteramente en torno al tema del lenguaje, esto es, de la expresión poética, y pretendía ser entendido sin los medios de expresión, como diríamos con Paulhan, se convirtió en un arte que hacía de la paradoja de toda forma y el absurdo de toda humana existencia la base de su visión. El dadaísmo todavía pedía, desengañado de lo inadecuado de las formas culturales, la destrucción del arte y el retorno al caos, es decir el rousseaunianismo romántico en el sentido más extremado del término. El surrealismo, que completa el método del dadaísmo con el «método automático de escritura»[17], expresa ya con esto su creencia de que una nueva ciencia, una nueva verdad y un nuevo arte surgirán del caos, de lo inconsciente y de lo irracional, de los sueños y de las regiones no vigiladas del alma. Los surrealistas esperan la salvación del arte, del cual reniegan tanto como los dadaístas, y al que aceptan a lo sumo como vehículo del conocimiento irracional, de sumergirse en lo inconsciente, en lo prerracional y lo caótico, y adoptan el método psicoanalítico de la libre asociación, es decir del desarrollo automático de las ideas y de su reproducción sin ninguna censura racional, moral ni estética[18], porque imaginan que con ello han descubierto una receta para la restauración del bueno y viejo tipo romántico de inspiración. Por tanto, después de todo, se refugian en la racionalización de lo irracional y en la metódica reproducción de lo espontáneo, siendo la única diferencia que su método es incomparablemente más pedante, dogmático y rígido que el modo de creación artística en el que lo irracional y lo intuitivo son vigilados por el juicio estético, el gusto y la crítica, y que hace de la reflexión y no de la indiscriminación su principio conductor. Cuánto más fecundo que la receta surrealista era el procedimiento de Proust, que también se ponía en una situación sonámbula y se abandonaba a la comente de memorias y asociaciones con la pasividad de un médium de hipnotismo[19], pero se mantenía, al mismo tiempo, como un pensador disciplinado y un creador artístico consciente en sumo grado[20]. Freud mismo parece haber descubierto la trampa cometida por el surrealismo. Se dice que a Salvador Dalí, que le visitó en Londres poco antes de su muerte, le dijo: «Lo que me interesa en su arte no es lo inconsciente, sino lo consciente»[21]. Acaso no quiso decir sino: «Yo no estoy interesado en su paranoia simulada, sino en el método de su simulación.»

La experiencia básica de los surrealistas consiste en el descubrimiento de una «segunda realidad, que, aunque está inseparablemente fundida con la realidad ordinaria y empírica, es, sin embargo, tan diferente de ella que sólo podemos hacer aserciones negativas sobre ella y referirnos a los vanos y huecos en nuestra experiencia como prueba de que existe. En ninguna parte se expresa este dualismo de modo más agudo que en las obras de Kafka y Joyce, pues aunque ellos mismos no tienen nada que ver con el surrealismo como doctrina, son surrealistas en el sentido más amplio, como la mayoría de los artistas progresistas del siglo. Es también esta vivencia de la doble cara de la existencia, que reside en dos esferas diferentes, la que asegura a los surrealistas la peculiaridad de los sueños y les induce a reconocer en la realidad mezclada con ellos su propio ideal estilístico. El sueño se convierte en paradigma de toda imagen del mundo, en el cual realidad e irrealidad, lógica y fantasía, trivialidad y sublimación de la existencia forman una unidad insoluble e inexplicable. El naturalismo meticuloso en los pormenores y la arbitraria combinación de sus relaciones, que el surrealismo copia del sueño, no sólo expresa el sentimiento de que vivimos en dos niveles diferentes, en dos esferas diversas, sino también de que estas dos regiones del ser se funden mutuamente tan por completo que una no puede subordinarse[22] ni oponerse a la otra como su antítesis[23].

El dualismo del ser no es por cierto una concepción nueva, y la idea de la coincidentia oppositorum nos es completamente familiar desde la filosofía de Nicolás de Cusa y Giordano Bruno, pero el doble significado y la duplicidad de la existencia, la trampa y la seducción para la inteligencia humana que están ocultas en cada uno de los fenómenos de la realidad, nunca han sido experimentados tan intensamente como ahora. Sólo el manierismo había visto el contraste entre lo concreto y lo abstracto, lo sensual y lo espiritual, el sueño y la vigilia, con la misma luz deslumbradora. El interés que el arte moderno pone, no tanto en la coincidencia de los contrarios, sino en el carácter fantástico de esta coincidencia, también recuerda el manierismo. El agudo contraste en la obra de Dalí entre la fiel reproducción fotográfica de los pormenores y el terrible desorden de su agrupamiento corresponde, en un nivel muy modesto, a la afición a la paradoja en el drama isabelino y la lírica de los «poetas metafíisicos» del siglo XVII. Pero la diferencia de nivel entre el estilo de Kafka y Joyce, en los cuales una prosa sobria y a menudo trivial se combina con la más frágil transparencia de las ideas, y el de los poetas manieristas del siglo XVI y XVII, ya no es tan grande. En ambos casos, el objeto real de la representación es el absurdo de la vida, que parece tanto más sorprendente y chocante cuanto más realistas son los elementos del fantástico conjunto. La máquina de coser y el paraguas sobre la mesa de disección, el cadáver del asno encima del piano y el cuerpo de mujer desnudo que se abre como el cajón de una cómoda, en resumen, todas las formas de yuxtaposición y simultaneidad en que son comprimidas las cosas no simultáneas e incompatibles, son sólo la expresión de un deseo de poner unidad y coherencia, por cierto que de muy paradójico modo, en el mundo atomizado en que vivimos. El arte está poseído por una verdadera manía de totalidad[24]. Parece posible poner cada cosa en relación con las demás; todo parece incluir dentro de sí la ley del conjunto. El desprecio por el hombre, la llamada «deshumanización del arte», está relacionada, sobre todo, con este sentimiento. En un mundo en el que todo es significativo o de igual significación, el hombre pierde su preeminencia y la psicología su autoridad.

La crisis de la novela psicológica es quizá el fenómeno más llamativo en la nueva literatura. Las obras de Kafka y Joyce ya no son novelas psicológicas en el sentido en que lo eran las grandes novelas del siglo XIX. En Kafka, la psicología está sustituida por una especie de mitología, y en Joyce, aunque los análisis psicológicos son perfectamente cuidadosos, lo mismo que los pormenores en la pintura surrealista son absolutamente fieles al natural, no solamente no hay héroes en el sentido de un centro psicológico, sino que no hay esfera psicológica en la totalidad del ser. La depsicologización de la novela comienza ya con Proust[25], quien, por ser el mayor maestro en el análisis de sentimientos y pensamientos, marca la cumbre de la novela psicológica, pero también representa el incipiente desplazamiento del alma como realidad especial. Porque, una vez que la totalidad de la existencia se ha convertido meramente en el contenido de la conciencia, y las cosas adquieren su significación pura y simplemente a través del médium espiritual por el que son experimentadas, ya no puede entrar en cuestión la psicología según la entendieron Stendhal, Balzac, Flaubert, George Eliot, Tolstói o Dostoievski.

En la novela del siglo XIX el alma y el carácter del hombre son vistos como el polo opuesto al mundo de la realidad física, y la psicología es considerada como el conflicto entre sujeto y objeto, el yo y el no yo, la interioridad y el mundo exterior. Esta psicología deja de predominar en Proust. Él no se ocupa tanto de la caracterización de la personalidad individual, aunque es un ardoroso retratista y caricaturista, como del análisis del mecanismo espiritual en cuanto que fenómeno ontológico. Su obra es una summa no sólo en el sentido usual de contener un cuadro total de la sociedad moderna, sino también porque describe todo el aparato espiritual del hombre moderno con todas sus inclinaciones, instintos, talentos, automatismos, racionalismos e irracionalismos. Y Ulises, de Joyce, es la continuación directa de la novela proustiana; nos hallamos en ella enfrentados con una enciclopedia de la civilización moderna según se refleja en el tejido de los motivos que forman el contenido de un día en la vida de una gran ciudad. El día es el protagonista de la novela. La eliminación del argumento es seguida por la eliminación del héroe. En lugar de una fluencia de acontecimientos, Joyce describe una fluencia de ideas y asociaciones; en lugar de un héroe individual, una corriente de conciencia y un monólogo interior infinito e ininterrumpido. El acento se pone siempre en la falta de interrupción del movimiento, en la «continuidad heterogénea», en la pintura caleidoscópica de un mundo desintegrado. El concepto bergsoniano del tiempo experimenta una nueva interpretación, una intensificación y desviación. El acento se pone ahora sobre la simultaneidad de los contenidos de conciencia, la inmanencia del pasado en el presente, el constante fluir juntos los diferentes períodos de tiempo, la fluidez amorfa de la experiencia interna, la infinitud de la corriente temporal en la cual es transportada el alma, la relatividad de espacio y tiempo, es decir la imposibilidad de diferenciar y definir los medios en que el sujeto se mueve.

En esta nueva concepción del tiempo convergen casi todas las hebras del tejido que forman la materia del arte moderno: el abandono del argumento, del motivo artístico, la eliminación del héroe, el prescindir de la psicología, el «método automático de escritura» y, sobre todo, el montaje técnico y la mezcla de las formas espaciales y temporales del cine. El nuevo concepto del tiempo, cuyo elemento básico es la simultaneidad, y cuya esencia consiste en la espacialización de los elementos temporales, en ningún otro género se expresa más impresionantemente que en este arte joven, que data de la misma época que la filosofía del tiempo de Bergson. La coincidencia entre los métodos técnicos del cine y las características del nuevo concepto del tiempo es tan completa que se tiene el sentimiento de que las categorías temporales del arte moderno deben de haber nacido del espíritu de la forma cinematográfica, y se inclina uno a considerar la película misma como el género estilísticamente más representativo, aunque cualitativamente no sea quizá el más fecundo.

El teatro es en muchos aspectos el medio artístico más semejante al cine; particularmente, en su combinación de formas temporales y espaciales representa la única verdadera analogía del cine. Pero lo que acaece en la escena es en parte espacial, en parte temporal; por regla general, espacial y temporal, pero nunca una mezcla de lo temporal y de lo espacial, como son los acontecimientos en el cine. La más fundamental diferencia entre el cine y las otras artes es que, en la imagen del mundo de éste, los límites de espacio y tiempo son fluctuantes; el espacio tiene un carácter casi temporal, y el tiempo, en cierta medida, un carácter espacial. En las artes plásticas, como en la escena, el espacio sigue siendo estático, invariable, sin finalidad y sin dirección; nos movemos con perfecta libertad en él porque es homogéneo en todas sus partes y porque ninguna de ellas presupone la otra temporalmente. Las fases del movimiento no son escenas, no son pasos de un desarrollo gradual; su secuencia no está sujeta a ninguna imposición. El tiempo en la literatura —sobre todo en el drama— tiene por otra parte una dirección definida, una orientación en su desarrollo, un fin objetivo, independiente de la experiencia temporal del espectador; no es un mero depósito, sino una sucesión ordenada. Ahora bien, estas condiciones dramáticas de espacio y tiempo tienen su carácter y sus funciones completamente alteradas en el cine. El espacio pierde su calidad estática, su serena pasividad, y se convierte en dinámico; llega a realizarse como si estuviera delante de nuestros ojos. Es fluido, ilimitado, constituye un elemento con su propia historia, su propia conformación y su proceso de evolución. El espacio físico homogéneo adquiere en él las características del tiempo histórico heterogéneamente compuesto. En este medio, cada una de las escenas no es ya de la misma especie, cada una de las partes del espacio ya no sigue siendo de igual valor; contiene posiciones especialmente calificadas, algunas con cierta prioridad en el desarrollo y otras que significan la culminación de la experiencia espacial. El uso del primer plano, por ejemplo, no se debe sólo a un criterio espacial, sino que representa también una fase que hay que alcanzar o sobrepasar en el desarrollo temporal de la película. En una buena película, los primeros planos no están distribuidos arbitraria ni caprichosamente. No se introducen independientemente del desarrollo interior de la escena, ni en cualquier tiempo ni en un lugar cualquiera, sino sólo donde su potencial energía puede y debe hacerse sentir. Porque un primer plano no es un cuadro recortado con su marco; es siempre simple porción de un cuadro, como, por ejemplo, las figuras en repoussoir en una pintura barroca, las cuales introducen una calidad dinámica en la pintura similar a la que crean los primeros planos en la estructura espacial de la película.

Pero como si el espacio y el tiempo en la película estuvieran relacionados por ser intercambiables sus funciones, las relaciones temporales adquieren un carácter casi espacial, lo mismo que el espacio se actualiza y adquiere unas características temporales; en otras palabras, un cierto elemento de libertad se introduce en la sucesión de sus momentos. En el medio temporal de una película nos movemos de una manera que es tan sólo peculiar al espacio, es decir, completamente libres de escoger nuestra dirección, procediendo de una fase temporal a otra, lo mismo que se pasa de una habitación a otra, desconectando cada una de las escenas en el desarrollo de los acontecimientos y agrupándolas, generalmente hablando, según los principios del orden espacial. En resumen, el tiempo pierde aquí, por una parte, su ininterrumpida continuidad; por otra, su dirección irreversible. Puede ser llevado a una detención: en primeros planos; ser invertido: en retrospecciones; repetido: en recuerdos; y superado: en visiones del futuro. Acontecimientos paralelos simultáneos pueden ser mostrados sucesivamente, y acontecimientos temporalmente distanciados, simultáneamente, en doble exposición y montaje alternativo; el primero puede aparecer después; el posterior, antes de su tiempo.

Esta concepción cinemática del tiempo tiene un carácter completamente subjetivo y aparentemente irregular comparada con la concepción empírica y dramática del mismo medio. El tiempo de la realidad empírica es un orden uniformemente progresivo, ininterrumpidamente continuo, absolutamente irreversible, en el cual los acontecimientos se siguen los unos a los otros como si estuvieran «en una correa sin fin». Es verdad que el tiempo dramático no es ni mucho menos idéntico al tiempo empírico —el embarazo que causa un reloj colocado en la escena viene de esta discrepancia—, y la unidad de tiempo prescrita por la dramaturgia neoclásica puede incluso interpretarse como la eliminación fundamental del tiempo ordinario; sin embargo, la relación temporal en el drama tiene más puntos de contacto con el orden cronológico de la experiencia ordinaria que el orden del tiempo en una película. Así, en el drama, o al menos dentro de un mismo acto del drama, la continuidad temporal de la realidad empírica se mantiene íntegra. Allí también, como en la vida real, los acontecimientos se siguen unos a otros según la ley de progresión que no permite interrupciones y saltos ni repeticiones e inversiones, y se acomoda a un patrón de tiempo que es absolutamente constante, esto es, que no experimenta aceleración, retraso o paradas de ninguna especie dentro de cada una de las partes (actos o escenas). En la película, por el contrario, no sólo la velocidad de los acontecimientos sucesivos, sino también el patrón cronométrico mismo es a menudo diferente de secuencia a secuencia, según se emplee movimiento rápido o lento, corte rápido o largo, muchos o pocos primeros planos.

Al dramaturgo le está prohibido, por la lógica de la disposición escénica, repetir movimientos y fases de tiempo, recurso que muchas veces es la fuente de los más intensos efectos estéticos en el cine. Es verdad que una parte de la historia es a menudo tratada de modo retrospectivo en el drama, y los antecedentes se van siguiendo hacia atrás en el tiempo, pero corrientemente se representan de modo indirecto, bien en forma de narración coherente, bien limitados a alusiones aisladas. La técnica del drama no permite al autor retroceder a escenas pasadas en el curso de una trama que se desarrolla de modo progresivo e insertarlas directamente en el presente dramático; es decir, sólo recientemente ha comenzado a serle consentido, quizá bajo la influencia inmediata del cine, o bajo la de la nueva concepción del tiempo, familiar también a partir de la nueva novela. La capacidad técnica de interrumpir cualquier secuencia sin más proporciona de antemano al cine la posibilidad de tratar discontinuamente el tiempo, y le suministra los medios de realzar la tensión de una escena, ya interpolando incidentes heterogéneos, ya asignando cada una de las fases de la escena a diferentes partes de la obra. De esta manera, el cine produce muchas veces el efecto de alguien tocando un teclado y que puede ad libitum desplazar las teclas hacia arriba y hacia abajo, hacia la derecha y hacia la izquierda. En una película vemos muchas veces al héroe en los comienzos de su carrera, de joven; después, retrocediendo en el pasado, de niño; después le vemos en otra parte de la trama como hombre maduro y, habiendo seguido su vida durante un tiempo, podemos finalmente verle aún viviendo después de su muerte en la memoria de alguno de sus parientes o amigos. Como consecuencia de la discontinuidad del tiempo, el desarrollo retrospectivo de la trama se combina con el desarrollo progresivo en completa libertad, sin ninguna clase de vínculo cronológico, y a través de los repetidos giros y vueltas en la continuidad del tiempo, la movilidad, que es la verdadera esencia de la experiencia cinematográfica, es llevada hasta sus límites extremos. La real espacialización del tiempo en el cine no ocurre, sin embargo, hasta que no se pone en ejecución la simultaneidad de tramas paralelas. Es la experiencia de la simultaneidad de acontecimientos diferentes y espacialmente separados lo que pone al auditorio en aquella situación de suspensión que se mueve entre el espacio y el tiempo y reclama las categorías de ambos órdenes para sí misma. Es la simultánea cercanía y lejanía de las cosas —su mutua cercanía en el tiempo y su mutuo alejamiento en el espacio— lo que constituye el elemento espacio-temporal, la bidimensionalidad del tiempo, que es el medio real del cine y la categoría básica de su imagen del mundo.

Ya en un estadio relativamente temprano en la historia del cine se descubrió que la representación de la simultaneidad de dos series de acontecimientos es parte del repertorio original de formas cinemáticas. Primero, esta simultaneidad era simplemente registrada y traída al conocimiento del público mediante relojes que marcaban la misma hora o por semejantes indicaciones directas; la técnica artística del tratamiento intermitente de una doble trama y el montaje alternativo de cada una de las fases de tal trama sólo se fue desenvolviendo poco a poco. Pero más tarde vamos encontrando ejemplos de esta técnica a cada paso. Y ora nos encontremos entre dos partidos rivales, ora dos competidores o dos dobles, la estructura del cine está dominada en todos los casos por el cruce e intersección de dos líneas diferentes, por el carácter bilateral del desarrollo y la simultaneidad de las acciones que se oponen. El famoso final de las primeras películas, ya clásicas, de Grifftih, en el que la solución de una trama emocionante se hace depender de si un tren o un coche, el intrigante o el «mensajero real a caballo», el asesino o el salvador, llega el primero a su destino, usando la revolucionaria técnica de las imágenes que cambian continuamente, que brillan y se apagan como relámpagos, se ha convertido en modelo del desenlace seguido desde entonces por la mayoría de las películas en situaciones semejantes.

La experiencia actual del tiempo consiste sobre todo en la conciencia del momento en que nos encontramos; en una conciencia del presente. Todo lo que es actual, contemporáneo, ligado al momento presente, es de significación y valor especial para el hombre de hoy, y, una vez que se está colmado por esta idea, el mero hecho de la simultaneidad adquiere nueva significación ante sus ojos. El mundo intelectual del hombre de hoy está imbuido de la atmósfera del presente inmediato, lo mismo que el de la Edad Media estaba caracterizado por una atmósfera del otro mundo, y el de la Ilustración, por una disposición de mirar expectantemente hacia el futuro. El hombre de hoy tiene la experiencia de la grandeza de sus ciudades, de los milagros de su técnica, de la riqueza de sus ideas, de las ocultas profundidades de su psicología, en la contigüidad, las interconexiones y la fusión de cosas y procesos. La fascinación de la «simultaneidad», el descubrimiento de que, por un lado, el mismo hombre experimenta tantas cosas diferentes, inconexas e inconciliables en un mismo momento, y de que, por otro, hombres diferentes en diferentes lugares experimentan muchas veces las mismas cosas, que las mismas cosas están ocurriendo al mismo tiempo en lugares completamente aislados entre sí, este universalismo del cual la técnica moderna ha dado conciencia al hombre contemporáneo, es quizá la fuente real de la nueva concepción del tiempo y de la manera plenamente abrupta con que el arte moderno describe la vida. Esta calidad rapsódica que distingue la novela moderna claramente de la antigua es al mismo tiempo el sello más característico de la mayoría de sus efectos cinematográficos. La discontinuidad de la trama y del movimiento escénico, el carácter inesperado de los pensamientos y los estados de ánimo, la relatividad e inconsistencia de los patrones temporales, son lo que nos hace recordar en las obras de Proust y Joyce, Dos Passos y Virginia Woolf, los cortes, flous e interpolaciones del cine, y es sencillamente magia cinematográfica cuando Proust presenta dos incidentes, que pueden estar a treinta años de distancia, estrechamente unidos, como si sólo hubiera entre uno y otro dos horas.

En Proust, el pasado y el presente, los sueños y los pensamientos se dan la mano a través de los intervalos de espacio y tiempo; la sensibilidad, siempre sobre la pista de nuevos caminos, vaga por el espacio y el tiempo, y los límites de espacio y tiempo se desvanecen en esta corriente infinita y sin límites de las relaciones mutuas: todo esto corresponde exactamente a aquella mezcla de espacio y tiempo en que el cine se mueve. Proust nunca menciona fechas ni edades; nunca sabemos exactamente qué edad tiene el héroe de su novela, e incluso la relación cronológica de los acontecimientos queda muchas veces más bien vaga. Las vivencias y acontecimientos no están unidos por razón de su proximidad en el tiempo, y el intento de delimitarlos y disponerlos cronológicamente sería desde su punto de vista tanto más absurdo cuanto que, en su opinión, todo hombre tiene sus vivencias típicas que se repiten periódicamente. El muchacho, el joven y el hombre siempre experimentan fundamentalmente las mismas cosas; el significado de un incidente muchas veces no aparece en el horizonte hasta años después de haberlo experimentado y sufrido; pero apenas puede distinguir nunca el cúmulo de años que han pasado desde la vivencia a la hora presente en que está viviendo. ¿No es uno en cada momento de su vida el mismo niño o el mismo inválido o el mismo extranjero solitario con los mismos nervios despiertos, sensitivos y no aplacados? ¿No es uno en cada situación de la vida la persona capaz de vivir esto y aquello, que posee en los rasgos que se repiten de su vivencia la única protección contra el paso del tiempo? ¿No ocurren todas nuestras vivencias como si existieran al mismo tiempo? Y esta simultaneidad, ¿no es realmente la negación del tiempo? Y esta negación, ¿no es una lucha por recobrar aquella interioridad de que el tiempo y el espacio físicos nos privan?

Joyce lucha por la misma interioridad, por el mismo carácter directo de la vivencia, cuando, como Proust, rompe y confunde el tiempo bien articulado y cronológicamente organizado. En su obra también es la intercambiabilidad del contenido de la conciencia lo que triunfa sobre la disposición cronológica de las vivencias; también para él el tiempo es un camino sin dirección, sobre el cual el hombre se mueve para un lado y para otro. Pero Joyce lleva la espacialización del tiempo incluso más allá que Proust, y muestra los acontecimientos interiores no sólo en secciones longitudinales, sino también transversales. Las imágenes, ideas, oleadas del cerebro y memorias se mantienen unas junto a otras de un modo absolutamente súbito y abrupto; apenas se concede ninguna atención a sus orígenes, y todo interés se pone en su contigüidad y su simultaneidad. La especialización del tiempo va tan lejos en Joyce que uno puede comenzar la lectura de Ulises por donde le parezca, con sólo un conocimiento somero del contexto, y no necesariamente después de una primera lectura, como se ha dicho, y casi en cualquier secuencia que uno escoja. El medio en el que el lector se encuentra es en realidad plenamente espacial, porque la novela describe no sólo el cuadro de una gran ciudad, sino que adopta también en cierta medida su estructura, la red de sus calles y plazas, en la que la gente va andando, entrando y saliendo, y parándose cuando y donde les place. Es sumamente característico de la calidad cinematográfica de esta técnica el hecho de que Joyce escribiera su novela no en la sucesión final de los capítulos, sino —como es costumbre en la producción de películas— independientemente del orden de la trama, y trabajara en varios capítulos al mismo tiempo.

Encontramos la concepción bergsoniana del tiempo, tal como se la usa en el cine y en la novela moderna —aunque no siempre de modo tan inconfundible como aquí—, en todos los géneros y direcciones del arte contemporáneo. La «simultaneidad de los estados del alma» es, sobre todo, la experiencia básica que enlaza las varias tendencias de la pintura moderna, el futurismo de los italianos con el expresionismo de Chagall, y el cubismo de Picasso con el surrealismo de Giorgio de Chirico o Salvador Dalí. Bergson descubrió el contrapunto de los procesos espirituales y la estructura musical de sus mutuas relaciones. Lo mismo que cuando escuchamos atentamente una obra musical tenemos en nuestros oídos la mutua conexión de cada nota con todas las que han sonado ya, de igual manera siempre poseemos en nuestras más profundas y vitales vivencias todo lo que hemos vivido y hecho nuestro en la vida. Si nos comprendemos a nosotros mismos, leemos nuestras propias almas como una partitura musical, resolvemos el caos de los sonidos entremezclados y los transformamos en un conjunto de diferentes voces. Todo arte es un juego con el caos y una lucha con él; está siempre avanzando, cada vez más peligrosamente, hacia el caos, y rescatando provincias, cada vez más extensas, del espíritu, de su garra. Si hay algún progreso en la historia del arte, consiste en el constante crecimiento de estas provincias rescatadas del caos. Con su análisis del tiempo, el cine está en la línea directa de esta evolución; ha hecho posible representar visualmente experiencias que han sido previamente expresadas sólo en formas musicales. No ha aparecido todavía, sin embargo, el artista capaz de llenar esta nueva posibilidad, esta forma todavía vacía, con vida real.

La crisis del cine, que parece estarse convirtiendo en una enfermedad crónica, se debe sobre todo al hecho de que el cine no encuentra sus escritores, o, dicho con mayor precisión, que los escritores no han encontrado su camino hacia el cine. Acostumbrados a hacer su voluntad, dentro de sus cuatro paredes, ahora se les exige que tengan en cuenta a productores, directores, guionistas, operadores, escenógrafos y técnicos de todas clases, aunque no reconozcan la autoridad de este espíritu de cooperación, e incluso ni la misma idea de cooperación artística en absoluto. Sus sentimientos se rebelan contra la idea de que la producción de obras de arte sea sometida a una entidad colectiva, a una empresa, y sienten como un desprecio al arte el que un dictado extraño, o, a lo sumo, una mayoría, tengan la última palabra en decisiones debidas a motivos que muchas veces ellos son incapaces de advertir. Desde el punto de vista del siglo XIX, la situación a la cual se pide al escritor que se rinda es completamente extraordinaria y antinatural. Las tareas atomizadas y artísticamente no vigiladas del presente se encuentran por primera vez con un principio opuesto a su anarquía. Porque el mero hecho de que exista una empresa artística basada en la cooperación, es prueba de una tendencia integradora de la cual —si se hace caso omiso del teatro, donde en todo caso se trata más de la reproducción que de la producción de obras de arte— no ha habido ejemplo perfecto desde la Edad Media, y, en particular, desde las logias.

Cuán lejos está todavía la producción cinematográfica, sin embargo, del principio generalmente aceptado de un grupo artístico cooperativo, se muestra no sólo en la inhabilidad de la mayoría de los escritores para establecer una relación con el cine, sino también en un fenómeno como Chaplin, que cree que debe hacer por sí mismo la mayor cantidad posible de cosas en sus películas: protagonizar el primer papel, la dirección, el guión, la música. Pero incluso si esto es sólo el comienzo de un nuevo método de producción artística organizada, es decir el cañamazo, por el momento aún vacío, de una nueva integración, sin embargo, también aquí, como en toda la vida económica, social y política de la época presente, lo que se busca es una amplia planificación, sin la cual tanto nuestro mundo cultural como el material amenazan deshacerse en pedazos. Nos encontramos aquí con la misma tensión que hallamos en toda nuestra vida social: democracia y dictadura, especialización e integración, racionalismo e irracionalismo, en choque mutuo. Pero si incluso en el campo de la economía y de la política la planificación no puede siempre resolverse imponiendo reglas de conducta, aún menos es posible en arte, donde toda violación de la espontaneidad, toda forzada nivelación del gusto, toda regulación institucional de la iniciativa personal van envueltas en grandes peligros, aunque no tan mortales como se suele imaginar.

Pero ¿cómo en una época de la más extremada especialización y del más refinado individualismo han de realizarse la armonía y la integración de los esfuerzos individuales? ¿Cómo, por hablar en un nivel práctico, hay que poner fin a una situación en la que las invenciones literarias más aquejadas de pobreza sostienen muchas veces las películas de más éxito técnico? No es un problema de directores competentes contra escritores incompetentes, sino de dos fenómenos que pertenecen a diferentes períodos de tiempo: el escritor solitario y aislado que depende de sus propios recursos, y los problemas del cine, que sólo pueden ser resueltos colectivamente. La unidad cinematográfica cooperativa anticipa una técnica social a la cual no estamos todavía adecuados, lo mismo que la cámara recién inventada anticipó una técnica artística de la cual nadie en el mundo conocía realmente la importancia y la fuerza. La reunión de las funciones divididas, en primer lugar la unión personal del director y del autor, que se ha surgido como un medio de superar la crisis, sería más bien una evasión del problema que su solución, porque impediría, pero no aboliría, la especialización que ha de superarse, y no produciría, sino que sólo evitaría la necesidad de planificación que es requerida. Incidentalmente, el principio monístico-individual en la distribución de las varias funciones, en lugar de una división del trabajo colectivamente organizada, corresponde, no sólo exteriormente y desde el punto de vista técnico, a un método de trabajo de aficionado, sino que también implica una falta de tensión interior que recuerda la simplicidad del cine de aficionados. ¿O es que todo el esfuerzo de lograr una producción de arte basada en la planificación ha sido sólo una alteración temporal, un mero episodio, que ahora es barrido otra vez por la corriente poderosa del individualismo? ¿Puede el cine quizá no ser el comienzo de una nueva era artística, sino únicamente la continuación de la vieja cultura individualista, aún llena de vitalidad, a la cual debemos el conjunto del arte posterior a la Edad Media? Sólo si fuera así sería posible resolver la crisis del cine por la unión personal de ciertas funciones, esto es, abandonando en parte el principio del trabajo colectivo.

La crisis del cine está, sin embargo, relacionada con una crisis en el público mismo. Los millones y millones que llenan los muchos millones de cines que hay en el mundo, desde Hollywood a Shangai y de Estocolmo a El Cabo, cada día y cada hora, esta única liga de la humanidad extendida a todo el mundo tiene una estructura social muy confusa. El único vínculo entre estas gentes es que afluyen a los cines, y vuelven a salir tan amorfas como se volcaron en ellos; siguen siendo una masa heterogénea, inarticulada, informe, cuyo único rasgo común es el de no pertenecer a una clase o cultura uniforme, y en la que se entrecruzan todas las categorías sociales. Esta masa de asistentes al cine apenas puede llamarse propiamente un «público», porque sólo cabe describir como tal a un grupo más o menos constante de seguidores, que en cierta medida sea capaz de garantizar la continuidad de la producción en un cierto campo de arte. Las aglomeraciones que constituyen un público se basan en la mutua inteligencia; incluso si las opiniones están divididas, divergen sobre un plano idéntico. Pero con las masas que se sientan juntas en los cines y que no han experimentado ninguna clase de formación intelectual previa en común, sería fútil buscar tal plataforma de mutua inteligencia. Si les desagrada una película, hay tan pequeña probabilidad de acuerdo entre ellos en cuanto a las razones para que rechacen la misma, que hay que suponer que incluso la aprobación general está basada en un malentendido.

Las unidades homogéneas y constantes de público que, como mediadores entre los productores de arte y los estratos sociales sin verdadero interés por el arte, han desempeñado siempre una función fundamentalmente conservadora, se disuelven con la progresiva democratización del disfrute del arte. Los auditorios burgueses abonados a los teatros estatales y municipales del siglo pasado formaban un cuerpo más o menos uniforme, orgánicamente desarrollado, pero con el fin del teatro de repertorio, incluso los últimos restos de este público fueron aventados, y desde entonces un público integrado ha llegado a existir sólo en circunstancias particulares, aunque en algunos casos el volumen de tales públicos ha sido mayor que nunca antes. Era en su conjunto idéntico con el público que va por casualidad al cine y que ha de ser atrapado con atractivos nuevos y originales cada vez, y siempre lo mismo. El teatro de repertorio, la representación en serie del teatro y el cine marcan las etapas sucesivas en la democratización del arte y la gradual pérdida del carácter de fiesta que era antes en mayor o menor medida el signo de toda forma de teatro. El cine da el paso final en este camino de profanación, porque incluso asistir al teatro moderno de las metrópolis donde se exhibe alguna pieza popular o de otra clase exige una cierta preparación interna y externa —en muchos casos los asientos han de ser reservados con antelación, uno tiene que venir a una hora fija y ha de disponerse para estar con toda la tarde ocupada—, mientras que uno asiste al cine de paso, con el vestido de todos los días y en cualquier momento de la sesión continua. El punto de vista cotidiano de la película está en perfecto acuerdo con la improvisación y la falta de pretensiones que tiene ir al cine.

El cine significa el primer intento, desde el comienzo de nuestra civilización individualista moderna, de producir arte para un público de masas. Como es sabido, los cambios en la estructura del público teatral y lector, unidos al comienzo del siglo pasado con la ascensión del teatro de bulevar y la novela de folletín, formaron el verdadero comienzo de la democratización del arte, que alcanza su culminación en la asistencia en masa a los cines. La transición del teatro privado de las cortes de los príncipes al teatro burgués y el municipal, y después a las empresas teatrales, o de la ópera a la opereta y después a la revista, marcaron las fases separadas de una evolución caracterizada por el afán de captar círculos cada vez más amplios de consumidores, para cubrir el coste de inversiones cada vez más cuantiosas. El montaje de una opereta podía sostenerse con un teatro de tamaño mediano; el de una revista o un gran ballet tiene que pasar de una gran ciudad a otra; para amortizar el capital invertido, los asistentes al cine del mundo entero tienen que contribuir a la financiación de una gran película. Pero es este hecho el que determina la influencia de las masas sobre la producción de arte. Por su mera presencia en las representaciones teatrales en Atenas o en la Edad Media, ellas nunca fueron capaces de influir directamente en la marcha del arte; sólo desde que han entrado en escena como consumidores y han pagado el precio real de su disfrute se han convertido las condiciones en que pagan sus dineros en factor decisivo en la historia del arte.

Siempre ha existido un elemento de tensión entre la calidad y la popularidad del arte, lo cual no quiere en modo alguno decir que las amplias masas del pueblo hayan alguna vez tomado por principio posición contra el arte cualitativamente bueno en favor del arte inferior. Naturalmente, la apreciación de un arte más complicado se les presenta con mayores dificultades que el arte más sencillo y menos desarrollado, pero la falta de comprensión adecuada no les impide necesariamente aceptar este arte, aunque no sea exactamente a causa de su calidad estética. El éxito entre ellas está completamente divorciado de criterios cualitativos. Las masas no reaccionan ante lo que es artísticamente bueno o malo, sino ante impresiones por las cuales se sientan aseguradas o alarmadas en su propia esfera de existencia. Toman interés en lo artísticamente valioso con tal de que les sea presentado de forma acomodada a su mentalidad, esto es, con tal de que el tema sea atractivo. Las probabilidades de éxito de una buena película son desde este punto de vista mejores desde un principio que las de una buena pintura o un poema. Porque, aparte del cine, el arte progresista es un libro casi cerrado hoy para los no iniciados; es intrínsecamente impopular porque sus medios de comunicación se han transformado, en el curso de un largo y autónomo desarrollo, en una especie de cifra secreta, mientras que aprender el lenguaje del cine que se iba desarrollando era un juego de niños hasta para el más primitivo público de cine.

De esta feliz circunstancia podría uno sentirse inclinado a extraer conclusiones optimistas sobre el futuro del cine, si uno no supiera que aquella especie de concordia intelectual no es más que el estado de infancia paradisíaca, y se repite probablemente tan a menudo como surgen artes nuevas. Quizá todos los medios cinematográficos de expresión no sean ya inteligibles en la próxima generación, y ciertamente más pronto o más tarde surgirá el abismo que incluso en este campo separe al lego del entendido. Sólo un arte joven puede ser popular, porque, tan pronto como se hace viejo, es necesario, para comprenderlo, estar familiarizado con los estados anteriores de su evolución. Entender un arte significa ver la vinculación necesaria entre sus elementos formales y materiales. Mientras un arte es joven hay una relación natural y sin problemas entre su contenido y sus medios de expresión, es decir hay un camino directo que va de su tema a sus formas. En el curso del tiempo, estas formas se hacen independientes del material temático, se vuelven autónomas, más pobres en significación y más difíciles de interpretar, hasta que resultan accesibles sólo a un estrato muy pequeño del público. En el cine este proceso apenas ha comenzado, y muchos de los que van al cine aún pertenecen a la generación de los que vieron su nacimiento y atestiguaron la plena significación de sus formas. Pero el proceso de extrañamiento se percibe ya en el abandono por los directores del día de la mayoría de los llamados medios de expresión «cinematográficos». Los efectos antaño tan favoritos producidos por diferentes ángulos de la cámara y por maniobras que cambian las distancias y las velocidades, por los trucos de montaje y copia, los primeros planos y las panorámicas, los cortes y los flash-backs parecen afectados e innaturales hoy porque los directores y los operadores concentran su atención, bajo la presión de una generación ya con menor mentalidad cinematográfica, en la narración clara, suave y emocionante de la historia y creen que pueden aprender más de los maestros de la pièce bien faite que de los maestros del cine mudo.

Es inconcebible que en el presente estadio de desarrollo cultural un arte pueda comenzar desde el principio, aun cuando, como el cine, tenga a su disposición medios completamente nuevos. Incluso la trama más sencilla tiene una historia e implica ciertas fórmulas épicas y dramáticas de los períodos anteriores de literatura. El cine, cuyo público está en el nivel medio del pequeñoburgués, toma en préstamo estas fórmulas a la novela ligera de la clase alta y entretiene al público de hoy con los efectos dramáticos de ayer. La producción cinematográfica debe sus mayores éxitos a la comprobación de que la mente del pequeñoburgués es el punto de encuentro psicológico de las masas. La categoría psicológica de este tipo humano tiene, sin embargo, una dimensión más amplia que la categoría sociológica de la auténtica burguesía; abarca fragmentos tanto de las clases superiores como de las inferiores, es decir los muy considerables elementos que, cuando no están comprometidos en una lucha directa por su existencia, unen sus fuerzas sin reserva alguna a la burguesía, sobre todo en materia de diversiones. El público de masas del cine es el producto de este proceso igualador, y si el cine ha de ser provechoso, ha de basarse en aquella clase de la que procede la nivelación intelectual.

La clase media, especialmente desde que la «nueva burguesía», con su ejército de «empleados», funcionarios civiles menores y empleados privados, viajantes de comercio y dependientes de tienda, ha llegado a existir, se ha acomodado «entre las clases» y siempre ha sido utilizada para llenar los vacíos entre ellas[26]. Siempre se ha sentido amenazada desde arriba y desde abajo, pero ha preferido abandonar sus verdaderos intereses antes que sus esperanzas y supuestas perspectivas. Ha pedido ser considerada como parte de la alta burguesía, aunque en realidad ha compartido el destino de la clase inferior. Pero sin una posición social delimitada y clara no es posible una conciencia consecuente y una visión coherente de la vida, y el productor cinematográfico ha tenido la habilidad de confiarse con toda seguridad a la desorientación de estos elementos desarraigados de la sociedad. La actitud pequeñoburguesa ante la vida se tipifica por un optimismo sin ideas y sin críticas. Cree que en último término no tienen importancia las diferencias sociales y, de acuerdo con esto, necesita ver películas en las que la gente pase, sencillamente, de un estrato social a otro. A esta clase media el cine le proporciona el cumplimiento del romanticismo social que la vida nunca comprueba y que las bibliotecas jamás realizan de manera tan seductora como el cine con su ilusionismo. «Cada uno es el arquitecto de su propia fortuna», tal es su suprema creencia, y la ascensión es el motivo básico de las fantasías del deseo que la atraen al cine. Will Hays, el que fue antaño «zar del cine», estaba bien seguro de esto cuando incluyó en sus orientaciones para la industria estadounidense de cine la consigna de «mostrar la vida de las clases superiores».

El desarrollo de la fotografía con movimiento en el cine, como arte, dependió de dos hazañas: la invención del primer plano —atribuida al director estadounidense D. W. Griffith— y un nuevo método de interpolación, descubierto por los rusos, el llamado montaje. Los rusos, desde luego, no inventaron la frecuente interrupción de la continuidad de la escena; los estadounidenses ya habían tenido a su disposición estos medios de producir atmósferas excitadas o aceleraciones dramáticas; pero el nuevo factor en el método ruso fue la restricción de los montajes a los primeros planos —prescindiendo de la inserción de planos generales informativos— y la reducción, llevada hasta los límites de lo infinitesimal, de los montajes separados. De esta manera, los rusos lograron inventar un estilo expresionista de cine para la descripción de ciertos estados de ánimo agitados, ritmos nerviosos y velocidades desgarradoras, lo cual hizo posible efectos completamente nuevos, inalcanzables en cualquier otro arte. La calidad revolucionaria de esta técnica de montaje no consistía tanto, sin embargo, en la brevedad de los cortes, en la velocidad y el ritmo del cambio de escena y en la extensión de los límites de lo cinematográficamente factible, cuanto en el hecho de que ya no eran los fenómenos de un mundo homogéneo de objetos, sino de elementos completamente heterogéneos de la realidad, lo que se ponía cara a cara.

Así, Eisenstein mostró la siguiente secuencia en El acorazado Potemkin: hombres trabajando desesperadamente, sala de máquinas del buque; manos ocupadas, ruedas que giran; rostros alterados por el trabajo, presión máxima del manómetro; una cara empapada de transpiración, una caldera hirviendo; un brazo, una rueda; una rueda, un brazo; máquina, hombre; máquina, hombre; máquina, hombre. Dos realidades extremadamente diferentes, una espiritual y otra material, se juntaron, y no sólo se juntaron, sino que se identificaron, pues de hecho una procedía de la otra. Pero tal consciente y deliberado paso presuponía una filosofía que niegue la autonomía de cada una de las esferas de la vida, como hace el surrealismo, y como el materialismo histórico ha hecho desde el mismo comienzo.

Esto no es simplemente una cuestión de analogías, sino de ecuaciones. Y que la confrontación de las diferentes esferas no es meramente metafórica resulta, incluso, más obvio cuando el montaje ya no muestra dos fenómenos interrelacionados, sino uno solo, y, en lugar del que se espera por el contexto, aparece el sustituido. Así, en El fin de San Petersburgo, Pudovkin muestra un candelero de cristal tembloroso en vez del poder destrozado de la burguesía; una escalera muy pendiente e infinita sobre la cual va subiendo una pequeña figura humana laboriosamente, en vez de la jerarquía oficial, sus miles de escalones intermedios y su cima inalcanzable. En Octubre, de Eisenstein, el crepúsculo de los zares está representado por negras estatuas ecuestres sobre pedestales inclinados, estatuas trémulas de budas usadas como tentetiesos e ídolos de negros destrozados. En La huelga, las ejecuciones están sustituidas por escenas en una carnicería. En todas partes se encuentran cosas sustituyendo a ideas; cosas que revelan el carácter ideológico que aquéllas poseen. Una situación históricosocial nunca acaso ha encontrado expresión más directa en el arte que la crisis del capitalismo y la filosofía marxista de la historia en esta técnica de montaje. Una túnica cubierta de condecoraciones pero sin cabeza significa el automatismo de la máquina de guerra en estas películas rusas; nuevas y fuertes botas de soldados, la ciega brutalidad del poder militar. Así, en El acorazado Potemkin vemos una y otra vez sólo estas pesadas, indestructibles e inmisericordes botas, en lugar de los cosacos avanzando continuamente. Buenas botas son la condición previa del poder militar, tal es la significación de este montaje de pars pro toto, lo mismo que el significado del anterior ejemplo tomado de El acorazado Potemkin era que las masas victoriosas no son más que la personificación de la máquina triunfante. El hombre, con sus ideas, su fe y su esperanza, es meramente una función del mundo material en que vive; la doctrina del materialismo histórico se convierte en el principio formal del arte en el cine ruso. No debe olvidarse, sin embargo, que todo el método de presentación del cine, especialmente su técnica del primer plano, que favorece la descripción de los elementos materiales desde un principio y está calculada para darles un papel importante como motivo, hace concesiones a este materialismo. Por otra parte, la cuestión de si el conjunto de esta técnica, en la que las propiedades son puestas en primer término, no es ya un producto del materialismo, no puede despacharse sencillamente. Porque el hecho de que el cine sea la creación de la época histórica que ha presenciado la exposición de las bases ideológicas del pensamiento humano no es mayor coincidencia que el hecho de que los rusos hayan sido los primeros exponentes clásicos de este arte.

Los directores de cine de todo el mundo, sin consideraciones por sus divergencias nacionales e ideológicas, han adoptado las formas básicas del cine ruso, confirmando con ello que tan pronto como el contenido es trasladado a la forma, la forma puede ser tomada y usada como un recurso puramente técnico, sin el fondo ideológico de que ha surgido. La paradoja de la historicidad y de la atemporalidad en arte está arraigada en esta capacidad de la forma para convertirse en autónoma: «¿Es Aquiles concebible en una era de pólvora y plomo? O ¿para qué sirve Ilíada en esta época de prensa y de rotativa? ¿No tienen que perder necesariamente su significado la canción y la leyenda en la época de la prensa? Pero la dificultad no es que el arte y la épica griega estén unidos a ciertas formas de desarrollo social, sino, más bien, que nos den a nosotros satisfacción estética hoy, que en un sentido actúen como norma, como modelo inalcanzable.» Las obras de Eisenstein y Pudovkin son, en algunos aspectos, las epopeyas heroicas del cine; que sean consideradas como modelo, independientemente de las condiciones sociales que hicieron posible su realización, no es más sorprendente que el que Homero nos proporcione todavía suprema satisfacción artística.

El cine es el único arte en el que la Rusia soviética tiene ciertos logros a su favor. La afinidad entre el nuevo Estado comunista y la nueva forma de expresión es evidente. Ambos son fenómenos revolucionarios que avanzan por caminos nuevos, sin pasado histórico, sin tradiciones que aten y paralicen, sin premisas de naturaleza cultural o rutinaria de ninguna especie. El cine es una forma elástica, extremadamente maleable, inexhausta, que no ofrece resistencia interior a la expresión de las nuevas ideas. Es un medio de comunicación sin artificios, popular, que hace una llamada directa a las amplias masas, un instrumento ideal de propaganda, cuyo valor fue inmediatamente reconocido por Lenin. Su atractivo como entretenimiento irreprochable, es decir históricamente sin compromiso, era tan grande desde el punto de vista de la política cultural comunista desde un principio, su estilo de libro de láminas, tan fácil de abarcar, la posibilidad de usarlo para propagar ideas a la gente sin cultura, tan sencilla, que parecía haber sido creado especialmente para las finalidades de un arte revolucionario.

El cine es, además, un arte desarrollado sobre los cimientos espirituales de la técnica, y, por consiguiente, tanto más de acuerdo con la tarea a él encomendada. La máquina es su origen, su medio y su más adecuado objeto. Las películas son «fabricadas» y permanecen enrolladas en un aparato, en una máquina, en un sentido más estricto que los productos de las otras artes. La máquina se sitúa tanto entre el sujeto creador y su obra como entre el sujeto receptor y su goce del arte. El movimiento a motor, mecánico, autodinámico, es el fenómeno básico del cine. Correr en vehículo y a pie, viajar y volar, escapar y perseguir, superar obstáculos espaciales, es el tema cinematográfico por excelencia. El cine nunca se siente tan en su elemento como cuando tiene que describir movimiento, velocidad y andar. Las maravillas y los sorprendentes trucos de instrumentos, autómatas y vehículos están entre sus más antiguos y eficaces temas. Las antiguas comedias cinematográficas expresaban unas veces ingenua admiración, otras, arrogante desprecio de la técnica, pero en la mayoría de los casos eran el autodespedazarse del hombre cogido en las ruedas de un mundo mecanizado. El cine es, ante todo, una «fotografía», y ya como tal es un arte técnico, con orígenes mecánicos y orientado hacia la repetición mecánica[27]; en otras palabras, gracias a la economía de su reproducción, un arte popular y fundamentalmente «democrático». Es perfectamente comprensible que le viniera bien al bolchevismo con su apasionamiento por la máquina, su fetichismo de la técnica y su admiración por la eficacia. Lo mismo que es comprensible que rusos y estadounidenses, como pueblos de mentalidad más técnica, fueran socios y rivales en el desarrollo de este arte. El cine no estaba, sin embargo, sólo de acuerdo con el tecnicismo de unos y otros, sino también con su interés por lo documental, los hechos y lo real. Las más importantes obras de arte cinematográfico ruso son, en cierto modo, películas documentales, y lo mejor que debemos al cine estadounidense consiste en la reproducción documental de la vida estadounidense, de la diaria rutina de la máquina económica estadounidense, de las ciudades de rascacielos y de las granjas del Medio Oeste, la policía estadounidense y el mundo de los gánsteres. Porque una película es tanto más cinemática cuanto mayor parte tienen los hechos extrahumanos y materiales en su descripción de la realidad; en otras palabras, cuanto mayor es la conexión en tal descripción entre el hombre y el mundo, la personalidad y el ambiente, el fin y los medios.

Esta tendencia a los hechos, a lo auténtico —al «documento»—, evidencia no sólo la intensificada hambre de realidad que caracteriza a la época presente, su deseo de estar bien informada sobre el mundo, con un ulterior móvil activista, sino también la repugnancia a aceptar las finalidades artísticas del siglo pasado, que se expresa en la huida del argumento y del héroe individual, psicológicamente diferenciado. Esta tendencia, que está ligada, en la película documental, con una eliminación del actor profesional, significa también no sólo el deseo, siempre recurrente en la historia del arte, de mostrar la simple realidad, la verdad sin afeites, los hechos sin adulterar, esto es, la vida «como realmente es», sino frecuentemente una renuncia al arte al mismo tiempo. En nuestra edad, el prestigio de la estética está siendo minado de muchas maneras. La película documental, la fotografía, las noticias en los periódicos, la novela-reportaje ya no son arte, en absoluto, en el antiguo sentido. Además, los más inteligentes y mejor dotados representantes de estos géneros no insisten, en modo alguno, en que sus producciones hayan de ser descritas como «obras de arte»; más bien sostienen la opinión de que el arte ha sido siempre un subproducto, habiendo surgido al servicio de una finalidad condicionada ideológicamente.

En la Rusia soviética el arte es considerado completamente como medio para un fin. Este utilitarismo está, desde luego, condicionado, sobre todo, por la necesidad de poner todos los medios disponibles al servicio de la propaganda comunista y de exterminar el esteticismo de la cultura burguesa, que con su «arte por el arte», su actitud contemplativa y quietista ante la vida, según allí se dice, implica el mayor peligro posible para la revolución social. Es la seguridad de este peligro lo que hace imposible para los arquitectos de la política cultural bolchevique hacer justicia al desarrollo artístico de los últimos cien años, siendo la denegación histórica de este desarrollo lo que vuelve sus opiniones sobre el arte tan pasadas de moda. Preferirían hacer retroceder la situación histórica del arte al nivel de la Monarquía de Julio. Y no es sólo en la novela donde tienen presente el realismo de mediados del siglo pasado; en otras artes, particularmente en pintura, estimulan la misma tendencia. En un sistema de planificación universal y en plena lucha por la mera existencia, el arte no puede ser abandonado a que se procure su propia salvación. Pero la reglamentación del arte no carece de peligros, incluso desde el punto de vista de su fin inmediato: en el proceso tiene que perder mucho de su valor como instrumento de propaganda.

Es ciertamente exacto que el arte ha producido muchas de sus mayores creaciones bajo la imposición y el dictado, y que tuvo que conformarse a las exigencias de un implacable despotismo en el antiguo Oriente y a las peticiones de una cultura rígidamente autoritaria en la Edad Media. Pero incluso la coerción y la censura tienen diferente significación y efecto en los distintos períodos de la historia. La principal diferencia entre la situación de hoy y la de las épocas anteriores es que nos encontramos en un momento después de la Revolución francesa y del liberalismo del siglo XIX, y que toda idea que pensamos, todo impulso que sentimos, está empapado de este liberalismo. Se podrá argüir muy bien que también el cristianismo tuvo que destruir una civilización muy adelantada y relativamente liberal, y que el arte medieval surgió de muy modestos comienzos; pero no hay que olvidar, sin embargo, que el arte cristiano primitivo tuvo, en realidad, un arranque completamente nuevo, mientras que el arte actual parte de un estilo que estaba históricamente ya altamente desarrollado, aunque se encuentre muy alejado temporalmente de nosotros. Pero incluso si se estuviera dispuesto a aceptar que los sacrificios exigidos son el precio de un nuevo «goticismo», no hay ninguna garantía de que este «goticismo» no se convirtiera otra vez, como en la Edad Media, en posesión exclusiva de una minoría cultural relativamente pequeña.

El problema no es limitar el arte al horizonte actual de las grandes masas, sino extender el horizonte de las masas tanto como sea posible. El camino para llegar a una verdadera apreciación del arte pasa a través de la educación. No la simplificación violenta del arte, sino la educación de la capacidad de juicio estético es el medio por el cual podrá impedirse la constante monopolización del arte por una pequeña minoría. Aquí también, como en todo el campo de la política cultural, la gran dificultad es que toda interrupción arbitraria de la evolución esquiva el problema real, esto es, crea una situación en la que el problema no se plantea, y, por consiguiente, no hace más que retrasar la tarea de hallar una solución. Apenas existe hoy ningún camino practicable que conduzca a un arte primitivo y, sin embargo, válido. Hoy, arte auténtico, progresivo, creador, puede significar sólo arte complicado. Nunca será posible para todos disfrutarlo y apreciarlo en igual medida, pero la participación de las grandes masas puede ser en él aumentada y profundizada. Las premisas para mitigar el monopolio cultural son, ante todo, económicas y sociales. No podemos hacer sino luchar por la creación de estas premisas.