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LA NOVELA SOCIAL EN INGLATERRA Y RUSIA

La revolución industrial comenzó en Inglaterra; allí alcanzó los más fecundos éxitos y allí provocó las protestas más ruidosas y apasionadas. Pero las acusaciones no impidieron en modo alguno a la clase dirigente oponerse con tanta mayor energía y éxito a la revolución social. El fracaso de los esfuerzos revolucionarios hizo que, mientras que en Francia una parte de los intelectuales y de los escritores comenzó, después de la experiencia de la revolución, a adoptar una actitud antidemocrática, la opinión de los intelectuales en Inglaterra, si bien no siempre en un sentido revolucionario, en conjunto se mantuvo radical. La diferencia más visible del modo de pensar entre las minorías intelectuales de ambos países consistía, por lo demás, en que los franceses eran siempre racionalistas, en cualquier posición que tomasen frente a la revolución y la democracia, mientras que los ingleses, a pesar de sus opiniones radicales y de su oposición al industrialismo, e incluso como consecuencia precisamente de su oposición a la sociedad dominante, pasaron a ser antirracionalistas desesperados y se refugiaron en el idealismo nebuloso del romanticismo alemán. De manera curiosa, en Inglaterra los capitalistas y los utilitarios estaban más profundamente ligados a las ideas ilustradas que sus contrarios, que negaban el principio de la libre concurrencia y de la división del trabajo. Desde el punto de vista de la historia de las ideas eran, pues, reaccionarios los idealistas impugnadores de las máquinas, mientras que los materialistas y capitalistas representaban el racionalismo y el progreso.

La libertad económica tenía una raíz histórica común con el liberalismo político. Una y otro pertenecían a las conquistas de la Ilustración, y eran lógicamente inseparables. En cuanto uno adoptaba el punto de vista de la libertad personal y del individualismo, había de considerar la libre concurrencia como parte integrante de los derechos del hombre. La emancipación de la burguesía fue un paso necesario en la liquidación del feudalismo y supuso, por su parte, la liberación de la economía de las trabas y limitaciones medievales. Esta emancipación de los viejos derechos se explica en primer lugar como resultado de un desarrollo mediante el cual fueron poco a poco superadas las formas de economía precapitalistas. Sólo después de que la economía alcanzara el estadio de la plena autonomía y de que la burguesía hubiese roto las rígidas barreras del sistema de clases feudal, se pudo pensar en que la sociedad se liberaba de la anarquía de la libre concurrencia. Era, además, completamente inútil combatir algunos fenómenos del capitalismo sin cuestionar el sistema entero. Mientras la economía capitalista no se volvió problemática, sólo se pudo hablar de atenuaciones filantrópicas de sus excesos. Mantenerse dentro de los principios del racionalismo y del liberalismo era el único camino que podía conducir a la reforma de los abusos; sólo había que tomar el concepto de libertad en un sentido más amplio, que trascendiera las limitaciones burguesas. El abandono de la razón y de las ideas liberales había de conducir, por el contrario, por buena y honrada que fuera la intención primitiva, a un intuicionismo incontrolable y a una minoría de edad intelectual. De este peligro se tiene siempre conciencia al leer a Carlyle, y amenaza el idealismo de la mayoría de los pensadores Victorianos. El proverbial compromiso de la época, su vía media entre tradición y progreso, en nada se expresa tan terminantemente como en la rebeldía romántica y nostálgica del pasado de sus jefes intelectuales. Ninguno de los Victorianos representativos está completamente libre de esta disposición al compromiso, y la ambigüedad a ella aneja compromete la influencia política de un radical tan auténtico como Dickens. En Francia, la intelectualidad se sentía obligada a elegir entre la revolución y la política burguesa, y aunque la elección muchas veces se hacía con sentimientos divididos, al menos era inequívoca y definitiva. En Inglaterra, por el contrario, también aquella parte de la minoría intelectual que estaba en oposición al industrialismo se encontraba asentada sobre la base de una mentalidad tan conservadora y a veces hasta tan reaccionaria como la propia burguesía capitalista.

Los utilitarios, que representaban los principios económicos del industrialismo, eran discípulos de Adam Smith y proclamaban la doctrina de que la economía abandonada a sí misma no sólo correspondía del mejor modo al espíritu del liberalismo, sino también a los intereses generales. Lo que en los idealistas desencadenó la más fuerte resistencia contra ellos no fue tanto lo insostenible de esta tesis, como el fatalismo con que presentaban los impulsos del egoísmo, como el principio último e inconmovible de actuación, y la necesidad matemática con que creían poder derivar de la realidad del egoísmo humano las leyes de la economía y de la vida social. La protesta de los idealistas contra esta reducción del hombre al homo oeconomicus era la eterna protesta de la «filosofía de la vida» romántica (de la creencia en la inagotabilidad lógica y la incapacidad de dominar teóricamente la vida) contra el racionalismo y el pensamiento que abstrae de la realidad inmediata. La reacción contra el utilitarismo fue un segundo romanticismo en el que la lucha contra la injusticia social y la oposición contra las doctrinas concretas de la dismal science desempeñaban un papel mucho menor que la huida del presente, cuyos problemas no se sabía ni se quería tampoco resolver, hacia el irracionalismo de los Burke, de los Coleridge y de los románticos alemanes. La exigencia de una intervención del Estado era, por ejemplo, en Carlyle lo mismo el signo de tendencias antiliberales y autoritarias que la expresión de un sentimiento humanitario y altruista, y en su queja de la atomización de la sociedad se expresaba tanto el deseo de comunidad como la nostalgia de un guía al que se amara y temiera.

Después del fin del florecimiento del romanticismo inglés comienza, hacia 1815, un racionalismo antirromántico, que alcanza su punto culminante con la reforma electoral de 1832, el nuevo Parlamento y la victoria de la burguesía. La burguesía triunfante se vuelve cada vez más conservadora y opone a los esfuerzos democráticos una reacción que vuelve a tener un carácter esencialmente romántico. Junto a la Inglaterra racionalista aparece una Inglaterra sentimental, y los capitalistas curtidos, de pensamiento claro y despierto, coquetean con ideas filantrópicas, benéficas y reformistas. La reacción teórica contra el liberalismo económico se convierte en un asunto íntimo, en una autosalvación moral de la burguesía. Es el mismo estrato social que en la práctica representa el principio de la libertad económica el que mantiene aquélla y el que forma, dentro del compromiso Victoriano, el elemento que compensa el materialismo y el egoísmo.

Los años de 1832 a 1848 son un período de la más aguda crisis social, llenos de intranquilidad y de luchas sangrientas entre el capital y el trabajo. El proletariado inglés experimentó después del Bill de reforma el mismo trato por parte de la burguesía que sus hermanos en Francia después de 1830. Con ello se forma una especie de comunidad de destino entre la aristocracia y el pueblo frente al enemigo común, la burguesía capitalista. Esta efímera relación nunca puede ciertamente llevar a una verdadera comunidad de intereses y hermandad de armas, pero basta para ocultar la realidad a los ojos de un pensador tan emotivo en sus decisiones como Carlyle y para transformar su lucha contra el capitalismo en una fantasía histórica romántico-reaccionaria. A diferencia de Francia, donde el odio contra la burguesía se expresa en un naturalismo estricto y despierto, en Inglaterra, que desde el siglo XVII no ha vivido ninguna revolución y donde faltan las experiencias y desengaños políticos de los franceses, surge un segundo romanticismo. En Francia, hacia mediados de siglo, está superado el romanticismo como movimiento, y la lucha contra él adquiere un carácter más o menos privado. En Inglaterra la situación se conforma de modo distinto, y el antagonismo de las tendencias racionalistas e irracionalistas no se limita en modo alguno a una lucha íntima, cual la de Flaubert, por ejemplo, sino que divide al país en dos campos, que en realidad son de composición mucho más heterogénea que las «dos naciones» de Disraeli.

La tendencia dominante en la evolución es, en Inglaterra como en todo Occidente, positivista, es decir corresponde a los principios del racionalismo y naturalismo. No sólo los poderosos de la política y la economía, no sólo los técnicos y los investigadores, sino también el hombre corriente y práctico ligado a la vida profesional ordinaria piensan de manera racionalista y antitradicionalista. La literatura de la época está, sin embargo, llena de una nostalgia romántica, de un anhelo por la Edad Media y la utopía, en el que no tienen valor alguno las leyes de la economía capitalista, la comercialización, la objetivación y eliminación de la magia de la vida. El feudalismo de Disraeli es romanticismo político; el Movimiento de Oxford, romanticismo religioso; la crítica cultural de Carlyle, romanticismo social; la filosofía del arte de Ruskin, romanticismo estético. Todas estas doctrinas y orientaciones niegan el liberalismo y el racionalismo y buscan refugio contra los problemas del presente en un orden superior, sobrepersonal, sobrenatural, en un estado que dura y no está sometido a la anarquía de la sociedad liberal e individualista. La voz más resonante y seductora es la de Carlyle, el primero y más original de los matarratas que prepararon el camino para Mussolini y Hitler. Pues por importante y fecunda que fuera en ciertos aspectos la influencia procedente de él, y por mucho que sea lo que el presente le deba en su lucha por el valor psicológicamente inmediato de las formas de la cultura, él fue por cierto una cabeza confusa que, con las nubes de polvo y de humo de su charlatanería sobre la infinitud y la eternidad, su moral del superhombre y su mística del héroe, oscureció y veló la realidad para muchas generaciones.

Ruskin es el heredero inmediato de Carlyle; toma de él sus argumentos contra el industrialismo y el liberalismo, repite sus quejas sobre la supresión del alma y de lo divino en la cultura moderna, comparte su entusiasmo por la Edad Media y la cultura común del Occidente cristiano, pero transforma el culto abstracto de su maestro al héroe en un claro culto a la belleza; y su vago romanticismo social, en un idealismo estético con misiones concretas y objetivos claramente definibles. Nada demuestra el valor actual y la vinculación a la realidad de las doctrinas de Ruskin mejor que el que pudiera convertirse en el portavoz de un movimiento tan representativo como el prerrafaelismo. Sus ideas e ideales, y en primer lugar su repugnancia frente al arte del Renacimiento, frente a la forma grande, amplia, satisfecha y dueña de sí misma, así como su regreso al arte «gótico» preclásico, al modo sobrio y lleno de alma de los «primitivos», estaban en el aire, eran los síntomas de una crisis cultural general que abarcaba la sociedad entera. Las doctrinas de Ruskin y el arte de los prerrafaelistas proceden de una misma constitución psicológica y se expresan en la misma protesta contra la mentalidad y las opiniones artísticas convencionales de la Inglaterra victoriana. Lo que Ruskin entiende por degeneración del arte desde el Renacimiento lo ven y lo combaten los prerrafaelistas en el academicismo de su tiempo. Su lucha se dirige, en primer lugar, contra el clasicismo, contra el canon de belleza de la escuela de Rafael, esto es, contra el vacío formalismo y la superficial rutina de una práctica artística con la cual quiere presentar la burguesía de la época la prueba de su respetabilidad, de su moral puritana, de sus altos ideales y de su sentido poético. La burguesía victoriana está poseída de la idea del «arte sublime»[123], y el mal gusto que domina su arquitectura, su pintura y su artesanía es, esencialmente, consecuencia del alto engaño y la presuntuosidad que impiden la expresión espontánea de su modo de ser.

En la pintura victoriana pululan los temas históricos, poéticos, anecdóticos: es una pintura «literaria» por excelencia, un arte híbrido, en el que hay que lamentar, en todo caso, que contenga tan pocos valores pictóricos cuanto exceso de literatura. Es, ante todo, el miedo a la sensualidad, a la espontaneidad, lo que se opone en Inglaterra a la difusión de la auténtica y magnífica técnica de la pintura francesa. Pero la naturaleza repudiada vuelve a colarse por la escalera de servicio. Hay en la colección Chantrey, ese excepcional monumento del mal gusto Victoriano, un cuadro que representa a una monja joven que, además del mundo, ha prescindido también de los vestidos mundanos. Está arrodillada desnuda delante del altar de una capilla iluminada en la noche y vuelve a las monjas que están detrás de ella las formas seductoras de su delicado cuerpo. Apenas puede uno imaginarse algo más penoso que este cuadro, que pertenece al género más lamentable de la pornografía, precisamente porque es el más insincero.

La pintura prerrafaelista es tan literaria, tan «poética», como todo el arte Victoriano; pero con sus temas esencialmente nada pictóricos, es decir que nunca pueden ser dominados con los medios de la pintura, combinan ciertos valores pictóricos que a menudo son no sólo muy atractivos, sino nuevos. A su espiritualismo Victoriano, sus temas históricos, religiosos y poéticos, sus alegorías morales y su simbolismo de cuento de hadas, suma un realismo que halla expresión en el gusto por el pormenor minucioso, en la reproducción juguetona de cada hoja de hierba y cada pliegue de la falda. Esta meticulosidad está de acuerdo no sólo con la tendencia naturalista del arte europeo en general, sino, al mismo tiempo, con la ética burguesa de la buena cortesía, que ve un criterio de valor estético en la técnica sin tacha y en la ejecución cuidada. Manteniéndose dentro de este ideal Victoriano, los prerrafaelistas exageran los signos de habilidad técnica, la habilidad imitativa y los toques terminados. Sus pinturas están rematadas tan cuidadosamente como las de los pintores académicos, y percibimos que la antítesis entre los prerrafaelistas y el resto de los pintores Victorianos es mucho menos aguda que, por ejemplo, la diferencia entre los naturalistas y los académicos en Francia. Los prerrafaelistas son idealistas, moralistas y eróticos vergonzantes, como la mayoría de los Victorianos. Tienen la misma concepción contradictoria del arte, denotan el mismo embarazo, las mismas inhibiciones al dar expresión artística a sus experiencias, y su puritano pudor frente al medio en que se expresan llega tan lejos que siempre tenemos la impresión de un diletantismo tímido, aunque superiormente dotado, cuando consideramos sus obras. Este distanciamiento entre el creador y su obra hace aún más profunda la impresión de arte decorativo que va unida a toda la pintura prerrafaelista. Por eso es por lo que esta pintura parece tan afectada, tan exquisita y preciosa, y siempre tiene sobre sí algo de la calidad irreal y ornamental de las simples tapicerías. La nota preciosista, intelectual y, a pesar de su naturaleza lírica, fría, del simbolismo moderno, la gracia austera y el trazo anguloso y algo afectado del neorromanticismo, la estudiada timidez y contención, el carácter hermético del arte a finales de siglo tienen en parte su origen en este estilo artificial.

El prerrafaelismo fue un movimiento estético, un culto extremado de la belleza, una fundamentación de la vida sobre la base del arte, pero no ha de identificarse con el «arte por el arte» en mayor medida que la propia filosofía de Ruskin. La tesis de que el supremo valor del arte consiste en la expresión de «un alma buena y grande»[124] estaba de acuerdo con la convicción de todos los prerrafaelistas. Es verdad que eran formalistas y superficiales, pero vivían en la creencia de que su juego con las formas tenía una finalidad superior y un efecto educativo elevador del hombre. Hay exactamente tan gran contradicción entre su esteticismo y su moralismo como entre su arcaísmo romántico y su tratamiento naturalista de los pormenores[125]. Es la misma contradicción victoriana, que también se encuentra en los escritos de Ruskin; su entusiasmo epicúreo por el arte no es siempre en modo alguno compatible con el evangelio social que proclama. De acuerdo con este evangelio, la belleza perfecta sólo es posible en una comunidad en la que la justicia y la solidaridad reinen de modo absoluto. El gran arte es la expresión de una sociedad moralmente sana; en una época de materialismo y mecanización, el sentido de la belleza y la aptitud para crear arte de elevada calidad deben marchitarse.

Carlyle ya había aducido contra la sociedad capitalista moderna el cargo de que embota y mata las almas de los hombres con su «vínculo del cobro» y sus métodos mecánicos de producción; Ruskin repite simplemente las fieras palabras de su predecesor. Las lamentaciones sobre la decadencia del arte tampoco son nuevas. Incluso desde que apareció la leyenda de la Edad de Oro, el arte del presente se había siempre sentido como inferior a las creaciones del pasado, y se creía que se podían descubrir en él señales de la misma decadencia, del mismo modo que eran evidentes en la moral de la época. Pero la decadencia artística nunca había sido considerada como síntoma de una enfermedad que atacase el cuerpo entero de la sociedad, y nunca había existido tan clara certeza de la relación orgánica entre arte y vida como a partir de Ruskin[126]. Él fue indudablemente el primero en interpretar la decadencia del arte y del gusto como signo de una crisis general de la cultura y en expresar el principio básico, aún hoy insuficientemente apreciado, de que las condiciones en que viven los hombres han de ser cambiadas si se quiere despertar su sentido de la belleza y su comprensión del arte. Debido a la fuerza de esta convicción, Ruskin abandonó el estudio de la historia del arte por el de la economía, y se apartó del idealismo de Carlyle, haciendo mayor justicia al materialismo de esta ciencia. Ruskin fue sin duda la primera persona en Inglaterra en subrayar el hecho de que el arte es una cuestión pública, y su cultivo, una de las más importantes tareas del Estado, es decir que representa una necesidad social y que ninguna nación puede descuidarlo sin comprometer su existencia intelectual. Fue finalmente el primero en proclamar el evangelio de que el arte no es un privilegio de los artistas, los entendidos y las clases educadas, sino que forma parte de la herencia y el patrimonio de todo hombre. Pero, con todo eso, no era en modo alguno un socialista, y ni siquiera un demócrata[127]. El Estado platónico de los filósofos, en el que reinaban de modo supremo la belleza y la sabiduría, es lo que estaba más cerca de su ideal, y su «socialismo» estaba limitado a la creencia en la educabilidad de los seres humanos y en su derecho a disfrutar de las bendiciones de la cultura. Según esto, la riqueza real consiste no en la posesión de bienes materiales, sino en la capacidad de disfrutar de la belleza de la vida. Este quietismo estético y la renuncia a toda violencia señalan los límites de su reformismo[128].

William Morris, el tercero en la serie de críticos sociales representativos de la era victoriana, piensa de modo mucho más consecuente y avanza mucho más que Ruskin en la esfera práctica. En algún respecto es, en realidad, el más grande[129], esto es, el más valiente, el más intransigente, de los Victorianos, si bien ni aun él está completamente libre de sus contradicciones y compromisos. Pero él extrajo la última conclusión de la doctrina ruskiniana de la implicación del destino del arte en el de la sociedad, y se convenció de que «hacer socialistas» es tarea más urgente que hacer buen arte. Prosiguió hasta su fin la idea de Ruskin de que la inferioridad del arte moderno, la decadencia de la cultura artística y el mal gusto del público son sólo los síntomas de un mal más profundamente arraigado y de mayor alcance, y comprobó que no tiene interés intentar mejorar el arte y el gusto dejando la sociedad sin cambiar. Llegó a saber que influir directamente en la evolución artística es inútil, y que todo lo que se puede hacer es crear las condiciones sociales que faciliten una mejor apreciación del arte. Estaba completamente seguro de la lucha de clases en la que el proceso social, y, por consiguiente, el desarrollo del arte, acaece, y consideraba la tarea más importante imbuir al proletariado de la conciencia de este hecho[130]. Con toda su claridad sobre puntos fundamentales, sus teorías y exigencias aún contienen, como hemos dicho, numerosas contradicciones. A pesar de su sana concepción de la realidad social y de la función del arte en la vida de la sociedad, es un enamorado romántico de la Edad Media y del ideal medieval de belleza. Predica la necesidad de un arte creado por el pueblo y dirigido a él, pero es, y se empeña en seguir siendo, un diletante hedonista que produce cosas que sólo los ricos pueden adquirir y sólo los bien educados pueden disfrutar. Señala que el arte surge del trabajo, de la artesanía práctica, pero no reconoce la significación del medio de producción moderno más importante y más práctico: la máquina. La fuente de las contradicciones que existen entre sus enseñanzas y su actividad artística ha de buscarse en el tradicionalismo pequeñoburgués que constituye el fondo del juicio dado sobre la edad técnica para sus maestros, Carlyle y Ruskin, y de cuyo provincianismo nunca fue capaz de liberarse.

Ruskin atribuía la decadencia del arte al hecho de que la fábrica moderna, con su modo mecánico de producción y división del trabajo, impide una relación auténtica entre el obrero y su obra, es decir suprime el elemento espiritual y aleja al productor del producto de sus manos. En Ruskin, la lucha contra el industrialismo no estuvo dirigida contra la proletarización de las masas y se transformó en un entusiasmo romántico por algo irrecuperable: la artesanía, la industria doméstica, el gremio; en resumen, las formas medievales de producción. Pero el servicio que prestó Ruskin fue atraer la atención hacia la fealdad de las artes y artesanías victorianas y recordar a sus contemporáneos los encantos de la habilidad manual honrada y cuidadosa frente a los materiales espúreos, las formas absurdas y la ejecución barata y ruda de los productos Victorianos. Su influjo fue extraordinario, incomparable, casi incalculable.

La producción dentro del marco de un taller relativamente pequeño, que mantiene la relación personal de los trabajadores entre sí, y el predominio absoluto de la artesanía, con las tareas personales concentradas en una obra individual, con contenido propio, se convirtieron en el ideal en la producción del arte moderno y del arte aplicado. La función práctica y la solidez de la arquitectura moderna y del arte industrial son en gran medida el resultado de los afanes y doctrinas de Ruskin, aunque su influjo directo condujo a un culto más bien exagerado del trabajo manual, que se negaba a reconocer las tareas y posibilidades de la industria con máquinas y llegó a despertar esperanzas irrealizables. Era puro romanticismo, puro irrealismo, creer que los logros de la técnica, surgidos de verdaderas necesidades económicas y que aseguraban ventajas económicas tangibles, podían simplemente ser dejados de lado; era completamente pueril intentar detener el progreso en la técnica y la economía con libelos polémicos y protestas. Ruskin y sus discípulos tenían razón en lo referente a que el hombre realmente había perdido su dominio de la máquina: la técnica se había hecho autónoma y producía, especialmente en el campo de las artes industriales, los objetos más insípidos y repulsivos; pero olvidaban que no había otro modo de dominar la máquina que aceptarla y conquistarla espiritualmente.

El error lógico que cometieron consistió en su definición demasiado estrecha de la técnica, en no reconocer la naturaleza técnica de toda producción material, de toda elaboración de cosas, de todo contacto con la realidad objetiva. El arte siempre hace uso de un medio material, técnico, instrumental, de un aparato, una «máquina», y lo hace de modo tan claro que hasta este carácter indirecto y material de los medios de expresión puede describirse como una de sus más esenciales características. El arte es quizá, al mismo tiempo, la «expresión» más sensible y sensual del espíritu humano, y, como tal, está ligado a algo concreto fuera de sí, a una técnica, a un instrumento, lo mismo si este instrumento es el telar del tejedor que la máquina de tejer, un pincel que una cámara, un violín que —por citar algo verdaderamente horrible— un órgano mecánico. Hasta la voz humana —incluso en el aparato vocal de Caruso— es un instrumento material, no una realidad espiritual. Es solamente en el éxtasis místico, en la felicidad amorosa, en la compasión —quizá sólo en la compasión— cuando el alma se desborda directamente, sin mediación y sin instrumentos, sobre otras almas, pero nunca actúa así al experimentar una obra de arte.

Toda la historia de las artes industriales puede ser representada como la continua renovación y mejora de los medios técnicos de expresión. Cuando esto se desarrolla normal y suavemente, pueden definirse la explotación plena y el dominio de estos medios como el armonioso ajuste de habilidad y finalidad en los medios y en el contenido de expresión. La obstrucción que se ha producido en este progreso desde la revolución industrial, la ventaja que los logros técnicos han adquirido sobre los logros intelectuales, ha de ser atribuida no tanto al hecho de que comenzaran a usarse máquinas más complicadas y más diferentes, cuanto al fenómeno de que el avance técnico, espoleado por la prosperidad, se hizo tan rápido que la mente humana no ha tenido tiempo de ponerse al mismo ritmo que él. En otras palabras, aquellos elementos que podían haber transferido la tradición de la artesanía a la producción mecánica —es decir los maestros independientes y sus aprendices— fueron eliminados de la vida económica antes de que tuvieran ninguna oportunidad de adaptarse ellos mismos y las tradiciones de su oficio a los nuevos métodos de producción. Lo que produjo el desequilibrio de la balanza en la relación entre el desarrollo técnico y el intelectual fue, por consiguiente, una crisis de organización, y en modo alguno un cambio básico en la naturaleza de la técnica: de golpe ocurrió que había demasiados pocos especialistas en las industrias que arraigasen en las viejas tradiciones de la artesanía.

Morris compartía los prejuicios de Ruskin sobre el tema de la producción mecánica, lo mismo que su entusiasmo por la artesanía, pero reconoció el valor de la máquina de manera mucho más progresista y racional que su maestro. Echó en cara a la sociedad de su época usar mal las invenciones técnicas, pero ya sabía él que en ciertas circunstancias éstas podían resultar una bendición para la humanidad[131]. Su optimismo social no hizo sino acrecentar su esperanza en el progreso técnico. Morris define el arte como «expresión humana de la alegría en el trabajo»[132]; para él, el arte no es sólo una fuente de felicidad, sino ante todo el resultado de un sentimiento de felicidad. Su valor real consiste en el proceso creador; en su obra, el artista goza de su propia productividad, y es la alegría de la obra la que es artísticamente productiva. Esta autogénesis del arte es bastante misteriosa y contiene una fuerte dosis de rousseaunianismo, pero no es en modo alguno ni más mística ni más romántica que la idea de que las técnicas mecánicas significan el fin del arte.

Los fenómenos sociales que ocupan a los críticos de arte y de la sociedad en la época victoriana forman también el tema de la novela inglesa de la época. Ésta gira siempre alrededor de lo que Carlyle llamaba el problema de la «situación de Inglaterra», y describe la situación social que surgió con la revolución industrial. Pero se dirige a un público más heterogéneo que la crítica de arte de la época; es más variado y habla un lenguaje más colorista y menos remilgado; quiere interesar a estratos sociales a los que las obras de Carlyle y Ruskin nunca habían llegado, y ganarse lectores para quienes las reformas sociales no son meros problemas de conciencia, sino cuestiones de importancia vital. Pero como tales lectores son todavía una minoría, la novela sigue basándose principalmente en los intereses de las clases alta y media de la burguesía, y proporciona una salida a los conflictos morales en que están mezclados los vencedores de la lucha de clases. El estímulo puede proceder, como en el caso de Disraeli, de sueños de realización de deseos de tipo patriarcal-feudal, o, como en el de Kingsley y Mistress Gaskell, de un ideal cristiano-socialista, o, como en el de Dickens, de preocuparse por el empobrecimiento de la pequeña burguesía, pero el resultado final es siempre la aceptación fundamental del orden establecido. Todos comienzan con los más violentos ataques a la sociedad capitalista, pero al fin llegan a aceptar sus premisas, bien con una disposición mental optimista, bien quietista, como si ellos hubieran querido reclamar y luchar contra los abusos para evitar los movimientos revolucionarios más profundos. En el caso de Kingsley, la tendencia conciliadora se expresa en un cambio confesado abiertamente; en el de Dickens es únicamente encubierta por la actitud radical del autor, cada vez más izquierdista. Algunos escritores simpatizan con las clases altas; otros, con los «insultados e injuriados»; pero entre ellos no hay revolucionarios. A lo sumo oscilan entre auténticos impulsos democráticos y la reflexión de que, a pesar de todo, las diferencias de clase están justificadas y ejercen un influjo favorable. Las diferencias entre ellos son, en todo caso, de importancia secundaria en comparación con los rasgos comunes de su conservadurismo filantrópico[133].

La novela social moderna surge en Inglaterra, como en Francia, en el período de alrededor de 1830, y alcanza su punto más alto en los turbulentos años de 1840 a 1850, cuando el país está al borde de la revolución. Allí también se convierte la novela en la forma literaria más importante de la generación que ha puesto en tela de juicio los objetivos y criterios de la sociedad burguesa y que desea explicar su súbito ascenso y la ruina que la amenaza. Pero los problemas discutidos en la novela inglesa son más concretos, de significación más general, menos intelectualizados y artificiosos que en la francesa; el punto de vista del autor es más humano, más altruista, pero al mismo tiempo más conciliador y oportunista. Disraeli, Kingsley, Mistress Gaskell y Dickens son los primeros discípulos de Carlyle y figuran entre los escritores que aceptan con mejor disposición sus ideas[134]. Son irracionalistas, idealistas, intervencionistas, se mofan del utilitarismo y de la economía nacional, condenan el liberalismo y el industrialismo, y ponen sus novelas al servicio de la lucha contra el principio de laissez-faire y la anarquía económica que ellos hacen derivar de tal principio. Antes de 1830, la novela como vehículo de este género de propaganda social era absolutamente desconocida, si bien en Inglaterra la novela moderna había sido «social» desde un principio, esto es, desde Defoe y Fielding en adelante; estaba mucho más directa y profundamente ligada con los ensayos de Addison y Steele que con la novela pastoril y amorosa de Sidney y Lyly, y sus primeros maestros debieron su visión de la situación contemporánea y su sentimiento moral ante los problemas sociales del día a los estímulos que habían recibido del periodismo. Es verdad que este sentimiento se embota hacia el final del primer gran período de la novela inglesa, pero no se perdió de ninguna manera. La novela de terror y misterio que ocupó en el favor del público el lugar de las obras de Fielding y Richardson no tenía relación directa con los hechos sociales ni con la realidad en general, y en las novelas de Jane Austen la realidad social era el suelo en que los caracteres estaban arraigados, pero de ninguna manera un problema que la novelista intentase solucionar o interpretar. La novela no vuelve a ser «social» de nuevo hasta Walter Scott, aunque en un sentido completamente diferente de lo que había sido en Defoe, Fielding, Richardson o Smollett. En Scott, el fondo sociológico está acentuado mucho más conscientemente que en sus precursores; muestra siempre a sus personajes como representantes de una clase social, pero el cuadro de la sociedad que traza es mucho más programático y abstracto que en la novela del siglo XVIII. Walter Scott descubre una nueva tradición y está sólo muy flojamente unido a la línea evolutiva Defoe-Fielding-Smollett. Pero Dickens, el más directo heredero de Walter Scott, y sobre todo su sucesor como el mejor narrador y el más popular autor de su época, vuelve a ponerse en conexión directa con esta línea, porque incluso siendo discípulo de Scott —¿y quién no lo es entre los novelistas de la primera mitad del siglo?—, el género que crea es mucho más semejante a la forma picaresca de los viejos escritores que al modo dramático de escribir de Scott. Dickens está también estrechamente relacionado con el siglo XVIII, principalmente por la tendencia moralista y didáctica de su arte: aparte de la tradición picaresca de Fielding y Sterne, hace revivir la línea filantrópica de Defoe y Goldsmith, que habían sido igualmente olvidados por Scott[135]. Debe su popularidad a la resurrección de estas dos tradiciones literarias, y se encuentra con el gusto del nuevo público lector a la mitad de camino, tanto por el colorido picaresco como por el tono sentimental y moralizante de sus obras.

Entre 1816 y 1850 aparece por término medio un centenar de novelas en Inglaterra cada año[136], y los libros publicados en 1852, la mayoría de los cuales son literatura narrativa, son tres veces más que las obras que se publicaron veinticinco años antes[137]. El aumento de público lector en el siglo XVIII estaba unido al desarrollo de las bibliotecas de préstamo; pero éstas se limitaron a provocar una actividad editorial más animada y no contribuyeron en modo alguno a la reducción del precio de los libros. Con su creciente demanda, más bien ayudaron a estabilizar los precios en un nivel relativamente alto. El precio de una novela en la edición normal en tres volúmenes ascendía a guinea y media, suma que sólo poquísima gente estaba en condiciones de pagar por una novela. De aquí que el lector de novelas ligeras estuviera restringido principalmente a los suscriptores de bibliotecas circulantes. Sólo cuando las novelas comenzaron a ser publicadas en forma de entregas mensuales pudo ocurrir un cambio fundamental en la composición y volumen del público lector. El pago por entregas, aunque redujo el precio sólo a una tercera parte, permitió que mucha gente que antes apenas había estado en situación de comprar libros adquiriese las obras de sus autores favoritos. La publicación de novelas en entregas mensuales representó una innovación en el comercio de libros que estaba fundamentalmente de acuerdo con la introducción de novelas en episodios y tuvo resultados similares, tanto en el campo sociológico como en el artístico. El retorno a la forma picaresca de la novela fue sólo uno de estos resultados.

Dickens, cuyos éxitos significaban también el triunfo del nuevo método de publicación, disfruta de todas las ventajas y sufre todos los inconvenientes que van unidos a la democratización del consumo literario. El constante contacto con amplias masas de público le ayuda a encontrar un estilo que es popular en el mejor sentido de la palabra. Dickens es uno de los poquísimos artistas que son no sólo grandes y populares, ni solamente grandes aunque populares, sino grandes porque son populares. A la lealtad de su público y al sentimiento de seguridad que el afecto de sus lectores le inspira debe su gran estilo épico, la llaneza de su lenguaje y aquel modo de crear espontáneo, sin problemas, casi enteramente sin arte, que carece por completo de paralelos en el siglo XIX. Por otro lado, su popularidad sólo en parte explica su grandeza de escritor, porque Alexandre Dumas y Eugène Sue son exactamente tan populares como él, sin ser grandes en ningún sentido. Y su grandeza explica aún menos su popularidad, porque Balzac es incomparablemente más grande, y también más vulgar, y, sin embargo, tiene mucho menos éxito, aunque produce sus obras en condiciones exteriormente semejantes por completo. Los inconvenientes que la popularidad tenía para Dickens son mucho más fáciles de explicar. La fidelidad a sus lectores, la solidaridad intelectual con las grandes masas de seguidores ingenuos, y el deseo de mantener el tono afectivo de esta relación producen en él la creencia en el valor artístico absoluto de los métodos que se acomodan bien con las masas de inclinaciones sentimentales y, en consecuencia, también una creencia en el instinto infalible y en la pureza de corazón que late al unísono en el gran público[138]. Nunca habría él admitido que la calidad artística de una obra está muchas veces en relación inversa al número de personas que se sienten conmovidas por ella. Hay ciertos medios por los cuales todos podemos ser conmovidos hasta las lágrimas, aunque después nos avergoncemos de no haber resistido a la «universalmente humana» llamada de ellos. Pero nosotros no derramamos lágrimas sobre el destino de héroes de Homero, Sófocles, Shakespeare, Corneille, Racine, Voltaire, Fielding, Jane Austen y Stendhal, mientras que al leer a Dickens sentimos las mismas emociones vacías y complacientes con que reaccionamos ante las películas de hoy.

Dickens es uno de los escritores de mayor éxito de todos los tiempos y quizá el gran escritor más popular de la Edad Moderna. Es, de todas maneras, el único verdadero escritor desde el romanticismo cuya obra no brota de la oposición a su época, ni de una tensión con su ambiente, sino que coincide absolutamente con las exigencias de su público. Disfruta de una popularidad de la que no hay paralelo desde Shakespeare y que está próxima a la idea que nos formamos de la popularidad de los antiguos mimos y juglares. Dickens debe la totalidad e integridad de su visión del mundo al hecho de que no necesita hacer concesiones cuando habla a su público, de que tiene un horizonte mental exactamente tan estrecho, un gusto exactamente tan vulgar y una imaginación en realidad tan ingenua, aunque incomparablemente más rica, que sus lectores. Chesterton observa muy justamente que, a diferencia de Dickens, los escritores populares de nuestro tiempo siempre tienen el sentimiento de que han de descender hasta su público[139]. Entre ellos y sus lectores existe un abismo igualmente penoso, aunque constituido de modo distinto y fundamentado mucho menos profundamente que el que existe entre los grandes escritores y el público medio de la época. Pero tal hiato no existe en Dickens. No es sólo el creador de la más amplia galería de figuras que penetraron nunca en la conciencia general y poblaron el mundo imaginario del publico inglés, sino que su íntima relación con tales figuras es la misma que la de su público. Los favoritos de sus lectores son sus propios favoritos, y habla de la pequeña Nell o del pequeño Dombey con los mismos sentimientos y en el mismo tono que el más inocente tenderillo o la solterona más simple.

La serie de triunfos comenzó para Dickens con su primera obra larga, Los documentos póstumos del club Pickwick, de los que se vendían 40.000 ejemplares en entregas en separata a partir del decimoquinto número. Este éxito decidió el estilo de comercio de librería en que había de desenvolverse la novela inglesa en el cuarto de siglo siguiente. El poder de atracción del autor, que se había convertido en famoso de pronto, nunca se debilitó a lo largo de su carrera. La gente siempre estaba ansiosa de más, y él trabajaba casi tan febrilmente y sin aliento como Balzac para hacer frente a la enorme demanda. Ambos colosos se corresponden; son exponentes de la misma prosperidad literaria, surten al mismo público hambriento de libros que, después de las agitaciones de una época llena de inquietud revolucionaria y de desilusiones, busca en el mundo ficticio de la novela un sustituto de la realidad, un puesto de señales en el caos de la vida, en compensación por las ilusiones perdidas. Pero Dickens penetra en círculos más amplios que Balzac. Con ayuda de las entregas mensuales baratas gana para la literatura a una clase complementaria nueva, una clase de gente que nunca había leído novelas antes y junto a la cual los lectores de la antigua literatura novelística parecen otros tantos espíritus selectos. Una mujer dedicada a las faenas domésticas cuenta cómo donde ella vivía la gente se reunía el primer lunes de cada mes en casa de un vendedor de rapé y tomaba té a cambio de una pequeña suma; después del té el dueño leía en voz alta la última entrega de Dombey y todos los parroquianos de la casa eran admitidos a la lectura sin pagar nada[140]. Dickens era un proveedor de novelas ligeras para las masas, el continuador del viejo «hombre del saco» y el inventor de la moderna novela «terrorífica»[141], es decir el autor de libros que, aparte de su calidad literaria, correspondían en todos los aspectos a nuestros best-sellers. Pero sería injusto suponer que escribió sus novelas meramente para las masas sin educar o educadas a medias; una sección de la alta burguesía, e incluso de la intelectualidad, formaba parte de su público entusiasta. Sus novelas eran la literatura de actualidad, del mismo modo que el cine es el «arte contemporáneo» de nuestra época, y tiene, incluso para gente que está perfectamente convencida de sus imperfecciones artísticas, el valor inestimable de ser una forma viva, preñada de futuro.

Desde sus mismos comienzos, Dickens fue el representante del nuevo tipo de literatura progresista tanto artística como ideológicamente; suscitó interés incluso cuando no agradaba, e incluso cuando la gente encontraba que su evangelio social era todo menos agradable, hallaba entretenidas sus novelas. Era, de todas maneras, posible separar su filosofía artística de su filosofía política. Tronaba con inflamadas palabras contra los pecados de la sociedad, la falta de corazón y el egoísmo de los ricos, la dureza y la incomprensión de la ley, el trato cruel a los niños, las condiciones inhumanas en las cárceles, fábricas y escuelas, en resumen, contra la falta de consideración al individuo que es propia de todos los organismos institucionales. Sus acusaciones resonaron en todos los oídos y llenaron todos los corazones del sentimiento incómodo de una injusticia de la que era culpable el conjunto de la sociedad. Pero el grito de alarma y la satisfacción que siempre acompaña después de un buen clamor no condujo a nada tangible. El mensaje social del autor quedó políticamente infructuoso, e incluso artísticamente su filantropía produjo frutos muy mezclados. Profundizó su penetración llena de simpatía en la psicología de sus caracteres, pero produjo al mismo tiempo un sentimentalismo que ponía a su visión en peligro de nublarse. Su benevolencia sin crítica, su cheeryblism, su confianza en la capacidad de la caridad privada y en la amabilidad del corazón de la clase pudiente para reparar los defectos de la sociedad, surgían, en último análisis, de su vaga conciencia social, de su posición indecisa entre las clases, como pequeñoburgués. Nunca fue capaz de sobreponerse a la impresión de haber sido arrojado en su juventud de las filas de la burguesía y haber llegado al borde del proletariado; siempre sintió que había caído en la escala social, o, mejor, que estuvo en peligro de caer[142]. Era un filántropo radical, un amigo del pueblo de mentalidad liberal, un adversario apasionado del conservadurismo, pero en modo alguno fue socialista ni revolucionario; a lo sumo, un pequeño burgués en rebeldía, una víctima de una humillación que nunca olvidó, la que se le había inferido en su juventud[143]. Siguió siendo toda su vida un pequeñoburgués que se imaginaba hallarse en la necesidad de protegerse a sí mismo no sólo contra un peligro desde arriba, sino también desde abajo. Sentía y pensaba como un pequeñoburgués, y sus ideales eran los de la pequeña burguesía. Consideraba que el trabajo, la perseverancia, la economía, el ascenso a la seguridad, la falta de preocupaciones y la respetabilidad formaban la verdadera sustancia de la vida. Pensaba que la felicidad consistía en un estado de modesta prosperidad, en el idilio de una existencia protegida del mundo exterior hostil, en el círculo familiar, en la comodidad defendida de una habitación bien caldeada, de un gabinete cómodo o de la diligencia que lleva a sus pasajeros a un destino seguro.

Dickens es incapaz de superar las contradicciones internas de su ideología social. Por una parte, lanza las acusaciones más amargas contra la sociedad; por otra, sin embargo, subestima la extensión de los males sociales, porque rehúsa admitirlos[144]. Realmente sigue manteniéndose aferrado al principio de «todo para el pueblo, pero sin el pueblo», porque es incapaz de librarse del prejuicio de que el pueblo es incapaz de gobernar[145]. Teme al «populacho» e identifica al «pueblo», en el sentido ideal del término, con la clase media. Flaubert, Maupassant y los Goncourt son, a pesar de su conservadurismo, rebeldes indomables, mientras que, en contra de su progresismo político y de su oposición a la situación existente, Dickens es un pacífico burgués que acepta las premisas del sistema capitalista vigente sin ponerlas en discusión. Conoce sólo las cargas y las reclamaciones de la pequeña burguesía y lucha sólo contra males que pueden ser remediados sin conmover los cimientos de la sociedad burguesa. De la situación del proletariado, de la vida en las grandes ciudades industriales, él apenas sabe nada, y del movimiento de los trabajadores tiene ideas completamente torcidas. Le preocupa sólo el destino del taller, de los pequeños maestros y obreros, de los ayudantes y aprendices. Las exigencias de los obreros, la fuerza siempre creciente del futuro, sólo le producen miedo. Las conquistas técnicas de su tiempo no le interesan especialmente, y el romanticismo con que se mantiene adherido a las venerables formas de vida de antaño es mucho más espontáneo y profundo que el entusiasmo de Carlyle y Ruskin por la Edad Media con sus monasterios y gremios. Junto a la visión del mundo de un habitante de gran ciudad, amante de la novedad, de un tecnicista, que Balzac tenía, todo esto produce el efecto de un provincianismo cobarde y de un pensar perezoso. En las obras de su época tardía, especialmente en Tiempos difíciles, se puede observar, sin embargo, una cierta ampliación del círculo de ideas: la ciudad industrial entra como problema en su mundo intelectual y discute con creciente interés el destino del proletariado industrial como clase. Pero ¡cuán insuficiente es todavía la imagen que se hace de la estructura interna del capitalismo, cuán ingenua y llena de prejuicios es su opinión acerca de los objetivos del movimiento obrerista, cuán pequeñoburgués es su juicio de que la agitación socialista no es más que demagogia, y la consigna de huelga nada más que una exacción![146]. La simpatía del autor va hacia el honrado Stephen Blackpool, que no toma parte en la huelga, y por una fidelidad atávica y perruna siente una solidaridad insobornable, aunque fuertemente velada, con su patrón. La «moral de perro» desempeña en Dickens un gran papel. Cuanto más alejada está una actitud de la posición intelectual madura y crítica de un hombre de espíritu, tanto mayor comprensión y simpatía le brinda. Las gentes incultas y sencillas quedan siempre más cerca de él que las ilustradas, y los niños más cerca que los adultos.

Dickens entiende completamente al revés el sentido de la lucha entre el capital y el trabajo; sencillamente, no comprende que se enfrenten dos fuerzas mutuamente inconciliables, y que no está en la buena voluntad del individuo atenuar la lucha. La verdad evangélica de que el hombre no sólo vive de pan produce en una novela que describe la lucha del proletariado por el pan cotidiano un efecto que no tiene nada de convincente. Pero Dickens no puede desligarse de su infantil fe en la conciliabilidad de las clases. Se acuna en la ilusión de que los sentimientos patriarcales y filantrópicos en una de las partes, y una conducta paciente y sacrificada en la otra, podrían asegurar la paz social. Predica la renuncia a la fuerza porque tiene por mayor mal la agitación y la revolución que la sumisión y la explotación. Si una frase tan dura como la conocida «mejor injusticia que desorden» no la dijo nunca, era sólo porque era menos valiente y mucho menos claro consigo mismo que Goethe. Transformó el egoísmo sano y nada sentimental de la antigua burguesía en una filosofía de navidad, adulterada y dulzona, que Taine caracteriza del mejor modo: «Sed buenos y amaos; el sentimiento del corazón es la única alegría verdadera… Dejad la ciencia a los sabios, el orgullo a los elegantes, el lujo a los ricos…»[147]. Dickens no sabía cuán duro era el núcleo de este mensaje de amor y cuán caro les hubiera resultado a los débiles atenerse a su paz. Pero él lo presentía, y las íntimas contradicciones de su mentalidad se reflejan de modo innegable en las graves alteraciones neuróticas que le aquejaban. El mundo de este apóstol de la paz no era en modo alguno un mundo pacífico e inofensivo. Su beato sentimentalismo es muchas veces sólo la máscara de una terrible crueldad, su humor es una sonrisa entre lágrimas, su buen humor lucha con una larvada angustia ante la vida; bajo los rasgos de sus figuras bonachonas se oculta una mueca, su decencia burguesa linda continuamente con la criminalidad, el escenario de su viejo mundo al modo tradicional es una trastera tenebrosa, su terrible vitalidad, su alegría de la vida están a la sombra de la muerte, y su naturalismo es una alucinación febril. Se descubre que este Victoriano aparentemente tan decente, correcto y respetable es un surrealista desesperado, aquejado de sueños angustiosos.

Dickens es no sólo un representante de la vida real y del naturalismo en el arte, no sólo un perfecto maestro de los petits faits vrais, sino precisamente el artista al que la literatura inglesa debe los más importantes logros naturalistas. Toda la novela inglesa moderna ha sacado de él su arte de describir el ambiente, de dibujar los retratos, de llevar el diálogo. Pero, en realidad, todas las figuras de este naturalismo son caricaturas, todos los rasgos de la vida están en él agudizados, aumentados de dimensión, exagerados, todo se convierte en un fantástico juego de sombras y retablo de titiritero, todo se transforma en relaciones y situaciones estilizadas y estereotipadas hasta llegar a la simplicidad del melodrama. Sus más amables figuras son locos rematados; sus más inofensivos pequeñoburgueses, raros imposibles, monomaniacos, duendes; sus ambientes más cuidadosamente dibujados son como bastidores de óperas románticas, y todo su naturalismo produce a menudo sólo la actitud y estridencia de visiones de sueño. Los peores absurdos de Balzac producen un efecto más lógico que muchas de sus visiones. Las represiones y compromisos Victorianos engendran en él un estilo completamente desigual, indómito, «neurótico». Pero las neurosis no son siempre absolutamente complicadas, y Dickens en realidad no tenía en sí nada de complicado y diferenciado. Fue no sólo uno de los más incultos escritores ingleses, no sólo tan ignorante y tan iletrado como, por ejemplo, Richardson o Jane Austen, sino, a diferencia de esta última, que era ingenua y en muchos aspectos obtusa, un niño grande, que era insensible a los más profundos problemas de la vida. No tenía en sí nada de intelectual, y tampoco pensaba nada en los intelectuales. Si alguna vez describía a un artista o pensador, se reía de él. Frente al arte adoptaba la postura hostil del puritano, y la acentuaba todavía con la opinión sin espíritu y antiartística del burgués práctico; lo consideraba en realidad como algo superfluo y aun lamentable. Su oposición al espíritu era peor que burguesa, era pequeñoburguesa y filistea. Negaba toda comunidad con artistas, poetas y semejantes fanfarrones, como si quisiera con ello atestiguar la solidaridad con su público[148].

El público lector estaba ya dividido en la época victoriana en dos círculos perfectamente distintos, y Dickens era considerado, a pesar de sus partidarios en las clases elevadas, como el autor del público sin ilustración ni selección. Esta división existía ya por cierto en el siglo XVIII y se puede considerar precisamente a Richardson, en oposición a Defoe y Fielding, como el representante del gusto burgués más elevado; los lectores de Richardson, Defoe y Fielding eran, empero, en conjunto las mismas gentes. Por el contrario, desde 1830 la distancia entre los dos estratos culturales se fue haciendo mucho mas perceptible, y el público de Dickens podía distinguirse muy bien del de Thackeray y Trollope, si bien muchos lectores se movían todavía en la frontera de los dos. Había evidentemente ya en el siglo XVIII gentes que se podían identificar con los héroes y heroínas de Richardson mucho más fácil y completamente que con los de Fielding, pero en este momento ya existen quienes simplemente no pueden soportar a Dickens, y hay otros que apenas comprenden a Thackeray o incluso a George Eliot. El fenómeno tan característico de la situación actual de que, junto al público lector ilustrado y crítico, hay un círculo de lectores tan regulares como los otros y que en la literatura no buscan más que un entretenimiento ligero y superficial, era desconocido antes de la época victoriana. El público de la literatura de puro entretenimiento consistía principalmente aún en lectores ocasionales, mientras que el público lector asiduo se limitaba a las clases cultas. Pero en los días de Dickens ya existen, lo mismo que hoy, dos grupos de clientes regulares de bella literatura. La diferencia entre ese tiempo y nuestros días consiste solamente en que la literatura popular de entretenimiento de entonces contenía todavía las obras de un escritor como Dickens, y en que todavía había mucha gente que podía gozar de ambas clases de literatura[149], y hoy, por el contrario, la buena literatura es fundamentalmente impopular y la literatura popular es insoportable para gentes de gusto.

La Exposición Universal de 1851 señala un cambio en la historia de Inglaterra; el período Victoriano medio es, a diferencia del primero, una época de prosperidad y de pacificación. Inglaterra se convierte en la «fábrica del mundo», los precios suben, las condiciones de vida de los trabajadores mejoran, el socialismo se vuelve inofensivo, el dominio político de la burguesía se consolida. Es verdad que los problemas sociales no se resuelven, pero al menos se alejan sus riesgos. La catástrofe de 1848 engendra en los estratos progresistas fatiga y pasividad, y con ello pierde también la novela su carácter impaciente y agresivo. Thackeray, Trollope y George Eliot no escriben ya «novelas sociales» en el mismo sentido que Kingsley, Mistress Gaskell y Dickens. Bosquejan, desde luego, grandes cuadros sociales, pero raramente exponen los problemas sociales del día, y renuncian a la propaganda de una tesis política social. En George Eliot, cuya mentalidad es particularmente característica de la atmósfera espiritual de este período[150], la realidad social no está siempre en el primer plano de la exposición, si bien es, lo mismo que en Jane Austen, el elemento vital en que se mueven las figuras y se convierten mutuamente en destino unas de otras. George Eliot describe continuamente la mutua dependencia de los hombres entre sí, el campo magnético que crean a su alrededor y cuyo efecto acrecen con cada acción y cada palabra[151]; ella muestra que dentro de la sociedad moderna nadie puede llevar una existencia aislada y autónoma[152], y en este sentido son sus obras novelas sociales. Pero el acento se ha desplazado entre tanto. La sociedad aparece ya como una realidad positiva que todo lo abarca, pero es una realidad que se acepta y no se discute.

Con George Eliot se realiza en la historia de la novela inglesa la vuelta hacia la introversión. Los más importantes acontecimientos son en ella de naturaleza espiritual y moral, y el escenario de las grandes luchas decisivas es el alma, la morada interior, la conciencia moral de los hombres. En este sentido son sus obras novelas psicológicas[153]. En lugar de sucesos exteriores y aventuras, en lugar de cuestiones sociales y conflictos, se encuentran en ellas los problemas y las crisis morales en medio de la acción. Sus héroes son seres humanos espirituales, para los que las experiencias intelectuales y morales son tan inmediatas como las realidades físicas. Sus obras son ensayos psicológico-filosóficos, que en cierta medida corresponden al ideal de la novela que se imaginaba el romanticismo alemán. Y, sin embargo, su arte significa una ruptura con el romanticismo y el primer intento con éxito de sustituir los valores morales e intelectuales creados por el romanticismo por otros fundamentalmente antirrománticos. La novela obtiene en George Eliot un nuevo contenido espiritual y emocional, un contenido espiritual cuyo valor emocional se había perdido desde el clasicismo; gira, en vez de alrededor de acontecimientos sentimentales de naturaleza irracional, alrededor de una actitud que George Eliot misma designa como «pasión intelectual»[154]. Análisis e interpretación de la vida, reconocimiento y comprensión de los valores espirituales: tal es el objeto propio de sus novelas. Comprender es la palabra que en ella retorna continuamente[155]; estar despierto, ser responsable y exigente consigo mismo es la consigna que continuamente repite. «El signo de la vocación y la elección es la renuncia al opio, el soportar las pasiones con plena conciencia y ojos abiertos», escribe en una carta de 1860[156].

Sólo en la obra de un autor que estaba tan profundamente ligado a la vida intelectual de su tiempo como George Eliot podía el destino de hombres intelectuales, con sus problemas y contradicciones, sus tragedias y derrotas, adquirir el carácter inmediato y la fuerza que tiene en Middlemarch. Los mejores y más progresistas pensadores de la Inglaterra de entonces, entre otros J. S. Mill, Spencer y Huxley, se cuentan entre los amigos de Eliot; ella traduce a Feuerbach y a D. F. Strauss y está en el centro del movimiento racionalista y positivista de su época. El sentimiento serio, crítico, libre de toda ligereza y de toda fácil credulidad, que corresponde a su actitud moral, caracteriza todo su pensamiento. Es la primera que sabe describir a un intelectual de modo adecuado en la novela inglesa. Ninguno de los novelistas contemporáneos fuera de ella puede hablar de un artista o un sabio sin ponerle en ridículo o ponerse él mismo. También para Balzac son éstos seres extraños y exóticos, que le llenan de ingenuo asombro y le fuerzan a una sonrisa más o menos benévola. Junto a George Eliot él parece un autodidacta semiilustrado, si bien, como en Un Chef-d’oeuvre inconnu, abre perspectivas cuya profundidad y amplitud están más allá de todo lo que para George Eliot era alcanzable como artista. La fuerza de Balzac es la narración; la de George Eliot, el análisis de las vivencias. Ella conoce por experiencia propia el martirio de luchar con problemas espirituales, y sabe o presiente las tragedias que van unidas a las derrotas del espíritu, pues de otro modo no habría podido nunca crear una figura de la originalidad del doctor Casaubon[157]. Alcanza, gracias a su intelectualismo, un nuevo ideal de vida y una nueva concepción de la «vida fracasada», y enriquece con un nuevo tipo la serie de aquellos manqués a los que pertenecen la mayoría de los héroes de la novela moderna.

Pero el intelectualismo de George Eliot no es la razón propia y última de la psicologización de la novela social, sino sólo un síntoma del proceso que hace que los problemas sociales cedan ante los psicológicos. La novela psicológica es el género literario de la intelectualidad como estrato cultural que se emancipa de la burguesía, del mismo modo que la novela social fue la norma literaria del estrato cultural en conjunto solidario todavía con la burguesía. En Inglaterra, los intelectuales aparecen como grupo «que oscila libremente»[158] y está más allá de las clases[159], como «mediador»[160] entre las clases diversas, sólo al comienzo del período Victoriano medio. Hasta ese momento no había allí «intelectuales» en absoluto que se sintieran como clase social real y se rebelaran contra la burguesía. La clase ilustrada sigue unida a la burguesía mientras ésta la deja actuar libremente. El alejamiento que con el romanticismo aparece entre los literatos progresistas y la burguesía conservadora se compensa otra vez con la conversión de los románticos a la idea conservadora. Los escritores del primer período Victoriano luchaban por reformas dentro de la sociedad burguesa, pero nunca pensaron en la destrucción de esta sociedad. La burguesía en modo alguno los consideraba extraños a sí misma ni tampoco traidores; antes bien, seguía su actividad de crítica de la sociedad y de la cultura con simpatía y benevolencia. El estrato de los ilustrados cumplía en la vida de la sociedad burguesa una función de cuya importancia tenían más o menos conciencia las clases dominantes. Constituía la válvula de seguridad que prevenía una explosión y aflojaba en la burguesía tensiones internas al dar expresión a conflictos de conciencia que de otra manera estaban en peligro de quedar reprimidos.

Sólo después de su victoria sobre la revolución y de la derrota del cartismo se sintió la burguesía tan segura en su poder que ya no tuvo más conflictos de conciencia ni remordimientos, y creyó que ya no había de necesitar de crítica. Con ello, la minoría de los intelectuales, especialmente los que de ellos se dedicaban a la producción literaria, perdieron el sentimiento de que tuvieran que desempeñar en la sociedad una misión. Se vieron amputados de la clase social cuyo portavoz habían sido hasta entonces, y se sintieron completamente aislados entre las clases incultas y la burguesía, que ya no los necesitaba. Con este sentimiento se formó, a partir de la antigua minoría ilustrada arraigada en la burguesía, la criatura social que designamos con el nombre de «intelectualidad». Pero este proceso representó propiamente sólo la última fase de la emancipación a través de la que los representantes de la cultura se separaron poco a poco de los representantes del poder. El humanismo y la Ilustración son las primeras etapas de esta evolución; realizan la emancipación de la cultura, por una parte, frente a los dogmas de la Iglesia, y, por otra, frente a la dictadura aristocrática del gusto. La Revolución francesa señala el fin del monopolio cultural que hasta entonces había sido ejercido por las dos clases superiores, y abre el camino al monopolio cultural de la burguesía, que parece asegurado después de la Monarquía de Julio. El último paso para la emancipación de la clase cultural frente a las clases dominantes, y el primero hacia la creación de la «intelectualidad» en sentido estricto, lo da el fin de la era revolucionaria hacia la mitad de siglo. La intelectualidad se formó de la clase burguesa y tiene su precursora en aquella vanguardia de la burguesía que está junto a la cuna de la Revolución francesa. Su idea cultural es ilustrada y liberal; su ideal de humanidad se orienta hacia el concepto de una personalidad libre, progresiva y desligada de tradiciones y convencionalismos. Cuando la burguesía aleja de sí a la intelectualidad y ésta se independiza de la clase de la que ha salido y a la que está atada por incontables vínculos, tiene lugar propiamente un proceso innatural y absurdo. La emancipación de la intelectualidad puede ser considerada como una fase de especulación general, esto es, como una parte de aquel proceso de abstracción que desde la revolución industrial suprime las conexiones «orgánicas» entre los diversos estratos sociales, profesiones y campos culturales, pero también puede ser explicada como una reacción precisamente contra esta especialización, es decir como un intento de realizar el ideal del hombre total, polifacético, integrador de todos los valores de la cultura. La aparente independencia de la intelectualidad frente a la burguesía, y con ella de toda vinculación social, corresponde a la ilusión de un espíritu allende las clases que existe tanto entre la burguesía como en la intelectualidad. Los intelectuales quieren creer en el valor absoluto de la verdad y de la belleza porque con ello aparecen como representantes de una realidad «más elevada» y compensan así su falta de influencia en la sociedad; la burguesía, a su vez, admite esta pretensión de la intelectualidad de tener un puesto entre las clases y por encima de ellas porque con ello cree ver demostrada la existencia de valores generales humanos y la posibilidad de superar las antítesis entre las clases. La ciencia por la ciencia o la verdad por la verdad es, lo mismo que «el arte por el arte», sólo un producto del alejamiento entre la intelectualidad y la práctica. El idealismo en ello contenido le cuesta a la burguesía la superación de su odio contra el espíritu, y la intelectualidad, por su parte, expresa con ello ante todo sus celos contra la poderosa burguesía. El resentimiento de los estratos cultos contra sus patronos no es nuevo; ya los humanistas luchaban con él y creaban así los conocidos síntomas neuróticos de su sentimiento de inferioridad. Pero ¿cómo una clase que se imaginaba en posesión de la verdad no había de sentir celos, envidia y odio contra la clase que se hallaba en posesión de todo el poder económico y político? En la Edad Media disponía el clero de todos los medios de poder que tiene la «verdad», pero también en parte de los medios de la fuerza económica y política. Gracias a esta coincidencia, los fenómenos patológicos que tuvo por consecuencia la ulterior distribución de estas esferas de poder eran todavía desconocidos.

La intelectualidad moderna se recluta, a diferencia del clero medieval, de entre clases distintas en cuanto a fortuna y profesión, y representa los intereses y puntos de vista de estratos diversos, muchas veces antagonistas. Esta heterogeneidad refuerza en ella el sentimiento de que está por encima de las antítesis clasistas y de que representa la conciencia viva de la sociedad. Como consecuencia de su origen mixto siente los límites de las diversas ideologías y culturas más marcados por de pronto que los estratos culturales del pasado, y acentúa el tono de crítica social, a la que ya desde antes, aun como aliada de la burguesía, se sentía llamada. Su misión consistía desde el principio en hacer conscientes las premisas de los valores culturales; formulaba las ideas que estaban en el fondo de la mentalidad burguesa; realizaba la unidad de los principios que formaban el contenido del sentido burgués de la vida; en un mundo práctico, desempeñaba el papel del pensamiento contemplativo, de la introversión y la sublimación; era, en una palabra, el resonador de la ideología burguesa. Pero ahora, después de que los vínculos entre ella y la burguesía se han aflojado, la censura, antaño autorrefrenada, de la clase dominante, se transforma en crítica destructiva, y el principio de dinámica y de renovación, en principio de anarquía. El estrato cultural todavía unido a la burguesía fue el que preparó reformas; la intelectualidad separada de la burguesía se convirtió en un elemento subversivo y de destrucción. Hasta 1848 es la intelectualidad todavía la vanguardia intelectual de la burguesía; después de 1848 se vuelve, consciente o inconscientemente, campeón de los trabajadores. Como consecuencia de la inseguridad de su propia existencia, siente una cierta comunidad de destino con el proletariado, y este sentimiento de solidaridad aumenta su perpetua disposición a conspirar contra la burguesía y tomar parte en la preparación de la revolución anticapitalista.

En la bohemia, los puntos de contacto entre la intelectualidad y el proletariado sobrepasan ampliamente los límites de este sentimiento general de simpatía. La bohemia es, desde luego, sólo una parte del proletariado. En cierto aspecto representa la perfección, pero también la caricatura de la intelectualidad. Realiza la emancipación de la intelectualidad frente a la burguesía, pero al mismo tiempo transforma la lucha contra las convenciones burguesas en una idea fija y a menudo en una especie de manía persecutoria. Realiza, por una parte, el ideal de la plena concentración en objetivos espirituales, pero al mismo tiempo abandona los restantes valores de la vida y hace pensar al espíritu vencedor de la vida sobre el sentido de su victoria. Su independencia frente al mundo burgués demuestra ser una libertad aparente, pues siente su alejamiento de la sociedad como una culpa grave, aunque no reconocida; su arrogancia se descubre que es debilidad disfrazada; su orgullo exagerado, duda de la propia fuerza creadora. En Francia se realiza esta evolución antes que en Inglaterra, donde, a mediados de siglo, con Ruskin, J. S. Mill, Huxley, George Eliot y sus seguidores aparecen los primeros representantes de esta intelectualidad «desvinculada», «de pensamiento autónomo», pero donde por de pronto no se puede hablar ni de una orientación hacia la revolución proletaria ni de la formación de una bohemia. La conexión con la burguesía es allí todavía tan fuerte que la intelectualidad se refugia de buena gana en una «moralidad aristocrática»[161] antes que hacer causa común con las grandes masas. También George Eliot interpreta lo que en realidad es un problema sociológico como una cuestión esencialmente psicológica y moral, y busca en la novela psicológica respuesta a cuestiones que sólo se pueden responder sociológicamente. Abandona con ello el camino que ahora recorre la novela rusa y que en ésta llega a su término.

La novela rusa moderna es en lo esencial creación de la intelectualidad rusa, esto es, de aquella aristocracia espiritual que se separaba de la Rusia oficial y que bajo el término de literatura comprende ante todo la crítica social, y bajo el de novela, desde luego, la novela «social». La novela como pura literatura de entretenimiento o como puro análisis de almas, sin pretensión alguna de tener una significación y utilidad sociales, es un género desconocido en Rusia hasta el comienzo de los años ochenta. La nación se encuentra en un proceso de fermentación tan violenta, y en el público lector la conciencia política y social está tan desarrollada que un principio como el del arte por el arte no puede en absoluto aparecer. El concepto de intelectualidad se enlaza en Rusia constantemente con el de activismo, y su vinculación con la oposición democrática es mucho más íntima que en Occidente. Los nacionalistas conservadores no pueden en modo alguno ser contados entre esta intelectualidad intransigente, cerrada a modo de secta[162], y justamente los grandes maestros de la novela rusa, es decir Dostoievski y Tolstói, pertenecen a ella sólo en medida limitada; pero en su oposición crítica ante la sociedad dependen de la manera de pensar de la intelectualidad, y participan con su arte en la labor destructora de aquélla, aunque personalmente nada tengan que ver con la misma[163].

Toda la literatura rusa moderna surge del espíritu de la oposición. Su primer florecimiento se debe a la actividad poética de la nobleza campesina, progresista y cosmopolita, que se esfuerza, frente al despotismo de los zares, en poner en vigor las ideas de ilustración y democracia. La nobleza liberal y orientada hacia Occidente es en la época de Pushkin la única clase culta de la sociedad en Rusia. Es verdad que con la formación del capitalismo comercial e industrial la clase de los trabajadores intelectuales, que hasta el momento consistía en los funcionarios y los médicos, recibió un considerable aumento gracias a los nuevos técnicos, abogados y periodistas[164], pero la producción literaria sigue en manos de los oficiales nobles que no hallan ninguna satisfacción en su profesión y se prometen más ventajas del libre mundo burgués que del vacilante feudalismo de su época[165]. La reacción, que vuelve a comenzar con nueva fuerza después de la derrota de la rebelión de los decabristas, consigue, es verdad, hacer añicos a los rebeldes, pero no es capaz de impedir la formación de una nueva vanguardia política y literaria: la intelligentsia. Con la formación de ese estrato cultural termina el predominio de la nobleza en la literatura rusa, el cual había sido casi exclusivo hasta cerca de 1840. La muerte de Pushkin señala el fin de una época: la dirección espiritual pasa a las manos de la intelectualidad y se mantiene por completo invariable en su tendencia hasta la revolución bolchevique[166].

El nuevo estrato cultural es mixto, formado de elementos nobles y plebeyos, en grupos que se reclutan entre déclassés de arriba y de abajo. Sus miembros son, por una parte, los llamados «nobles dispuestos a la penitencia», que están todavía en cuanto a su mentalidad bastante cerca de los decabristas; por otra, los hijos de pequeños comerciantes, de funcionarios subalternos del Estado, de clérigos de la ciudad y de siervos emancipados, que suelen designarse como «gentes de vario origen» y que en su mayoría llevan una existencia insegura de «artistas libres», estudiantes, profesores particulares y periodistas. Hasta la mitad del siglo XIX estos plebeyos están en minoría frente a los nobles, pero poco a poco se vuelven más numerosos y absorben en sí a los restantes miembros de la intelligentsia. El papel más importante en el nuevo marco lo desempeñan los hijos de los clérigos, que tienen por su origen una cierta ilustración y receptividad intelectual, y que, además, como consecuencia de la natural oposición de los hijos frente a los padres, expresan de la manera más violenta el pensamiento antirreligioso y antitradicional de la intelectualidad. Desempeñan en conjunto la misma función que los hijos de pastores en el siglo XVIII de Occidente, donde durante la Ilustración dominaban condiciones semejantes a las de la Rusia prerrevolucionaria. No es, pues, ninguna casualidad que dos de los más importantes campeones del racionalismo y radicalismo ruso, Chernishevski y Dobroliubov, fueran hijos de sacerdotes y surgieran entre la población burguesa de las grandes ciudades mercantiles.

La Universidad de Moscú, con sus asociaciones estudiantiles y sus sociedades de instrucción propia, forma el centro de la nueva intelectualidad «fuera de clase». La oposición entre el antiguo palacio, deseoso de diversiones e indiferente, con sus altos funcionarios y generales, y la ciudad universitaria moderna, con su juventud capaz de entusiasmo y deseosa de saber, forma el origen del cambio que se produce en la cultura[167]. El estudiante pobre, entregado a sí mismo, es el prototipo de la nueva intelectualidad, lo mismo que el noble oficial de la guardia era el representante de la antigua minoría intelectual. La sociedad culta de Moscú conserva todavía durante algún tiempo su sello semiaristocrático, y las discusiones filosóficas hasta los finales de los años cuarenta se celebran todavía generalmente en los salones[168], pero éstos ya no tienen ningún carácter exclusivo y pierden poco a poco su antigua significación. Por los años sesenta, la democratización de la literatura y la formación de la nueva intelectualidad están terminadas. Después de la liberación de los campesinos, ésta experimenta una considerable ampliación con la afluencia de gentes procedentes de las filas de la pequeña nobleza empobrecida, pero los nuevos elementos ya no cambian nada en la estructura interna del grupo. Los terratenientes arruinados tenían en parte que alimentarse mediante el trabajo intelectual y acomodarse a las condiciones de vida de la intelectualidad burguesa. Acrecen en todo caso no sólo el número de los progresistas y cosmopolitas occidentalistas, sino también el de los eslavófilos, y con ello favorecen el establecimiento de un equilibrio entre ambos grupos.

La reacción espiritual que el racionalismo de la intelectualidad orientada hacia Occidente provoca bajo la forma de eslavofilia corresponde al historicismo y tradicionalismo romántico con que Occidente, medio siglo antes, reaccionara frente a la Revolución. Los eslavófilos son los herederos intelectuales indirectos, y en general inconscientes, de los Burke, De Bonald, De Maistre, Herder, Hamann, Möser y Adam Müller, lo mismo que los occidentalistas son los discípulos de Voltaire, de los enciclopedistas, del idealismo alemán y, luego, por una parte, de los socialistas Saint-Simon, Fourier y Comte, y, por otra, de los materialistas Feuerbach, Büchner, Vogt y Moleschott. Los primeros acentúan, frente al cosmopolitismo y el libre pensamiento ateo de los occidentalistas, el valor de las tradiciones nacionales y religiosas y proclaman su fe mística en el campesino ruso y su fidelidad a la Iglesia ortodoxa. Se declaran en oposición al racionalismo y positivismo y en pro de la idea irracional del crecimiento histórico «orgánico», y defienden a la vieja Rusia, con su «auténtico cristianismo» y su libertad, frente al individualismo occidental como el ideal y la salvación de Europa, lo mismo que los occidentalistas, por su parte, veían en Europa el ideal y la salvación de Rusia. La eslavofilia misma es ciertamente muy antigua, todavía más antigua que la resistencia contra las reformas de Pedro el Grande, pero su existencia oficial comienza sólo con la lucha contra Belinski. Su impulso y su programa los debe el movimiento sólo a la oposición contra los «hombres de los años cuarenta». Los representantes de esta eslavofilia teóricamente explicada y programáticamente consciente son en un principio principalmente nobles terratenientes que viven todavía dentro de las antiguas condiciones feudales y revisten su conservadurismo político y social con la ideología de la «santa Rusia» y de la «misión mesiánica de los eslavos». Su culto por las tradiciones nacionales es en la mayor parte sólo un medio de combatir las ideas progresistas de los occidentalistas, y su entusiasmo rousseauniano y romántico por el campesino ruso, sólo la forma ideológica de su afán de aferrarse a la situación patriarcal y feudal.

Pero la eslavofilia no se identifica completamente con el conservadurismo y la reacción. Hay entre los eslavófilos verdaderos amigos del pueblo, lo mismo que entre los occidentalistas hay también adversarios de la democracia. Herzen mismo, como se sabe, había ya hecho algunas salvedades contra las instituciones democráticas de Occidente. Los primeros eslavófilos son en todo caso contrarios a la autocracia zarista y combaten el gobierno de Nicolás I. Los eslavófilos posteriores adoptan una actitud más favorable frente al zarismo, cuya idea es una parte integrante de su teoría del Estado y de su filosofía de la historia, pero sigue siempre habiendo demócratas entre sus partidarios. Se deben distinguir dos fases en el movimiento eslavófilo, lo mismo que se debe hablar de dos distintas generaciones de occidentalistas. Pues lo mismo que el reformismo y racionalismo de los años cuarenta se transforma en el socialismo y el materialismo de los años sesenta y setenta, la eslavofilia de los terratenientes feudales se cambia en el paneslavismo y populismo de los Danilevski, Grigóriev y Dostoievski. La nueva dirección democrática está en la más aguda oposición a la antigua tendencia aristocrática[169]. Después de la liberación de los campesinos, muchos de los viejos escritores se separan de la intelectualidad y el occidentalismo y se unen a los nacionalistas, de manera que apenas se puede ya sostener que «la crítica conservadora era en todos los aspectos, tanto cualitativa como cuantitativamente, notablemente más débil que la progresista»[170].

Los eslavófilos y los occidentalistas se distinguen ahora más bien por sus métodos de lucha que por sus objetivos. Toda la Rusia intelectual se apropia de la «idea eslava»; todos los intelectuales son patriotas y heraldos de la «misión de Rusia»; «se arrodillan místicamente ante la piel rusa de oveja»[171], estudian el alma rusa y se entusiasman por la «poesía etnográfica». La frase de Pedro el Grande: «Necesitamos de Europa durante un par de decenios, después podremos volverle la espalda», sigue correspondiendo al pensamiento de la mayoría de los reformadores. La palabra narod, que a la vez significa «pueblo» y «nación», hace posible que se borre la diferencia entre demócratas y nacionalistas[172]. Las veleidades eslavófilas de los radicales se explican ante todo por la circunstancia de que las rusos, que todavía se encuentran al comienzo del capitalismo, están como nación mucho más unificados, esto es, menos diferenciados en clases, que los pueblos de Occidente. Toda la minoría intelectual tiene en Rusia una mentalidad rousseauniana y se comporta de modo más o menos hostil frente al arte y la cultura: siente las tradiciones culturales de Occidente —la cultura clásica, la Iglesia romana, la escolástica medieval, el Renacimiento y la Reforma y, en parte, incluso el individualismo moderno, el cientificismo y el esteticismo— como un estorbo para la realización de sus propios fines[173]. El utilitarismo estético de los Belinski, Chernishevski y Písarev es tan antitradicionalista como la hostilidad de Tolstói contra el arte. Ni siquiera en la gran controversia entre subjetivismo y objetivismo, individualismo y colectivismo, libertad y autoridad, están claramente repartidos los papeles entre occidentalistas y eslavófilos, si bien naturalmente los occidentalistas se inclinan más al ideal liberal y los eslavófilos más al autoritario. Pero Belinski y Herzen luchan tan desesperadamente, y a menudo con tanta perplejidad, con el problema de la libertad individual como Dostoievski y Tolstói. Toda la especulación filosófica de los rusos gira alrededor de este problema, y el peligro del relativismo moral, el fantasma de la anarquía, el caos del crimen, ocupan y angustian a todos los pensadores rusos. Las grandes y decisivas cuestiones europeas del extrañamiento del individuo frente a la sociedad, de la soledad y aislamiento del hombre moderno, las formulan los rusos como el problema de la libertad. En ninguna parte se ha vivido este problema con mayor profundidad, intensidad y conmoción que en Rusia, y nadie ha sentido de manera más atormentadora la responsabilidad ligada a su solución que Tolstói y Dostoievski. El héroe de Recuerdos de la casa de los muertos, Raskolnikov, Kirilov, Iván Karamázov, todos luchan con este problema, todos combaten contra el peligro de ser devorados por el abismo de la libertad ilimitada, del capricho y del egoísmo. La repulsa de Dostoievski contra el individualismo, su crítica de la Europa racionalista y materialista, su apoteosis de la solidaridad humana y del amor, no tienen otro sentido que impedir un proceso que había de conducir al nihilismo de Flaubert; la novela occidental termina describiendo al individuo enajenado de la sociedad, sucumbiendo bajo el peso de su soledad; la novela rusa describe desde el principio hasta el fin la lucha contra los demonios que llevan al individuo a separarse del mundo y de la comunidad. Este rasgo esencial explica no sólo los problemas de figuras como Raskolnikov e Iván Karamázov, de Dostoievski, o Pedro Besújov y Lewin, de Tolstói, no sólo el mensaje de amor y de fe de estos escritores, sino el mesianismo de toda la literatura rusa.

La novela rusa es literatura tendenciosa en un sentido mucho más estricto que la novela occidental. Los problemas sociales ocupan en ella no sólo un espacio mayor y una posición más central, sino que mantienen durante más tiempo y de manera más indiscutida su predominio que en la literatura de Occidente. La conexión con las cuestiones políticas y sociales del día es por de pronto más íntima que en las obras de los escritores contemporáneos franceses e ingleses. El despotismo no ofrece en Rusia a las energías intelectuales ninguna otra posibilidad que la literatura, y la censura encauza la crítica social en las formas literarias como único canal de desagüe[174]. La novela como forma de crítica social por excelencia adquiere en consecuencia un carácter activista, pedagógico, incluso profético, como nunca lo tuvo en Occidente, y los autores rusos siguen siendo los maestros y profetas de su pueblo cuando los literatos en Europa ya se han sumido en una plena pasividad y aislamiento. El siglo XIX es para los rusos la época de su Ilustración; conservan el entusiasmo y el optimismo de la época prerrevolucionaria cien años después de los pueblos de Occidente. Rusia no ha vivido el desengaño de las revoluciones de Europa, traicionadas, vencidas y falsificadas. De la fatiga que se hace perceptible en Francia e Inglaterra después de 1848, allí no se nota nada. A la juvenil inexperiencia de la nación y a la no derrota de la idea social se debe el que en una época en que el naturalismo en Francia e Inglaterra comienza a transformarse en un impresionismo pasivo, la novela naturalista en Rusia siga siendo viva y capaz de desarrollarse. La literatura rusa, que de las manos de la nobleza campesina, fatigada y amenazada de ruina, pasa a las de una clase ascendente, cuando la burguesía portadora de la cultura en Occidente se siente ya agotada y amenazada desde abajo, supera no sólo la dolencia cósmica que comenzaba a aparecer en la poesía de la nobleza de sentimientos románticos, sino también el tono de resignación y de escepticismo que domina la literatura occidental moderna. La novela rusa es, a pesar de los tonos oscuros de su expresión, de un optimismo invencible, testimonio de la fe en el futuro de Rusia y de la humanidad; está llena de un esperanzado ánimo de lucha, de una nostalgia evangélica de salvación y de la certeza de la redención. Este optimismo no se expresa en modo alguno en puros sueños del deseo y en happy endings baratos, sino en la segura confianza de que los sufrimientos y sacrificios de la humanidad tienen un sentido y nunca son en vano. Las obras de los grandes escritores rusos terminan casi siempre de manera conciliadora, si bien a menudo muy tristemente; son más serias que las novelas de Flaubert, de Maupassant y de los Goncourt, pero nunca tan amargas, nunca tan desesperadas.

El milagro de la novela rusa consiste en que, a pesar de su juventud, alcanza no sólo la altura de la novela francesa e inglesa, sino que arrebata a éstas la dirección y representa la forma literaria más progresista y vital de la época. Junto a las obras de Dostoievski y Tolstói, toda la literatura occidental de la segunda mitad del siglo aparece como agotada y estancada. Ana Karenina y Los hermanos Karamázov señalan la cumbre del naturalismo europeo; resumen y superan los logros psicológicos de la novela francesa e inglesa, sin perder el sentido de las grandes relaciones supraindividuales. Como la novela social alcanza su perfección con Balzac, la de formación del carácter con Flaubert, la picaresca con Dickens, así la novela psicológica entra con Dostoievski y Tolstói en el estadio de la plena madurez. Estos dos escritores representan la conclusión del proceso que, por una parte, arranca de la novela sentimental de Rousseau, Richardson y Goethe, y, por otra, de la novela analítica y Svidrigailov, Myshkin y Rogoshin, Iván Karamázov y Smerdiakov; todo impulso, toda excitación, todo pensamiento engendra su contrario en cuanto aparece en la conciencia de estos hombres. Los héroes de Dostoievski están en todas partes ante alternativas contra las que deberían elegir y no pueden hacerlo; por eso su pensar, su autoanálisis y autocrítica son un continuo enojo y rabia contra sí mismo. La parábola de los cerdos en los que se ha introducido el espíritu malo no se refiere sólo a las figuras de Los demonios, sino en mayor o menor medida a toda la estirpe que él describe como creador. Sus novelas se desarrollan en la víspera del juicio final; todo se encuentra en el estado de la más terrible tensión, de la más mortal angustia, del más desaforado caos; todo espera su esclarecimiento, pacificación y salvación mediante un milagro; su solución, no por la fuerza y la agudeza del espíritu, no por la dialéctica de la razón, sino por la renuncia a esta potencia y el sacrificio de la razón. En el pensamiento del suicidio intelectual, que Dostoievski defiende, se expresa toda la problemática de su filosofía, que busca resolver problemas reales y cuestiones bien planteadas de manera completamente irreal.

Dostoievski debe la profundidad y finura de su psicología a la intensidad con que ha vivido los problemas del hombre intelectual moderno. Pero la ingenuidad de su filosofía moral procede de sus escapadas antirracionalistas, de su traición al intelecto y de su incapacidad de resistir a las seducciones del romanticismo y del idealismo abstracto. Su nacionalismo místico, su ortodoxia religiosa y su ética intuitiva forman una unidad espiritual y proceden evidentemente de la misma vivencia y de la misma conmoción anímica. Dostoievski pertenecía en su juventud a los radicales y era miembro del círculo de ideas socialistas de Patraschebski. Fue, a causa del papel que allí desempeñaba, condenado a muerte, indultado después de haber vivido todos los preparativos para su ejecución, y enviado a Siberia. Esta experiencia y los años de prisión parecen haber quebrantado su rebeldía. Cuando después de una ausencia de diez años vuelve a San Petersburgo, ya no es ni un socialista ni un radical, si bien todavía está muy lejos de su ulterior misticismo político y religioso. Sólo las terribles privaciones de la época siguiente, su enfermedad que se agravaba, su vagabundeo por Europa, rompieron por completo su resistencia. Ya el autor de Crimen y castigo y de El idiota busca en la religión defensa y paz; el creador de Los demonios y de Los hermanos Karamázov es un apologista entusiasta de la autoridad eclesiástica y profana y heraldo del dogma positivo. Moralista, místico, reaccionario, según se le suele caracterizar sumariamente, llega a serlo Dostoievski sólo en su época tardía[175]. Pero aun con esta limitación no es fácil definirle políticamente. Su crítica del socialismo es un absurdo; el mundo que describe clama por el socialismo y por la libertad de la humanidad de la pobreza y la humildad. Se tendrá que hablar en él del «triunfo del realismo», de la victoria del artista de clara mirada y mentalidad realista sobre el político confuso y romántico. Pero en Dostoievski la situación está mucho más complicada que en Balzac. En su arte actúa una profunda simpatía y solidaridad con los «humillados y ofendidos», de la que nada hay en Balzac, y hay en él algo así como una aristocracia de la pobreza, aunque también en su poesía de las gentes pobres mucho es sólo convención literaria y tópico romántico. Dostoievski es, en todo caso, uno de los pocos auténticos poetas de la pobreza, y no sólo porque escribe con simpatía por los pobres, como hacen, por ejemplo, George Sand y Eugène Sue, o como consecuencia de pálidos recuerdos como Dickens, sino como quien ha pasado la mayor parte de su vida en la miseria y durante tiempo ha sufrido literalmente hambre. Por eso Dostoievski, aun cuando habla de sus problemas religiosos y morales, produce un efecto más excitante y revolucionario que cuando George Sand, Eugène Sue y Dickens hablan de la miseria y la injusticia de su época. Pero no es, en modo alguno, portavoz de las masas revolucionarias. Con el proletariado obrero y el campesinado no tiene, a pesar de su idealización del «pueblo» y de su eslavofilia, ningún contacto íntimo[176]. Sólo hacia el proletariado intelectual se siente él de veras atraído. Se llama a sí mismo «proletario literario» y «caballo de posta», que trabaja siempre bajo la presión de un plazo de entrega, que jamás en su vida ha vendido una obra de otro modo que por anticipado y que muchas veces todavía no conoce el fin de un capítulo cuando el comienzo ya se encuentra en la imprenta. El trabajo le ha aplastado, destrozado, hecho gemir; ha trabajado hasta que su cerebro se ha embotado y roto. ¡Si él pudiera escribir una sola novela como escriben Turguéniev y Tolstói sus obras! Pero él se llama a sí mismo orgullosa y desafiadoramente un «literato» y se considera como el representante de una nueva generación y de una nueva clase social que hasta ahora no ha tomado la palabra en la literatura. Y él, a pesar de su oposición contra los afanes políticos de la intelectualidad, es el primer representante en pleno derecho de este estrato en la novela rusa. Gógol, Goncharov y Turguéniev expresan todavía el sentido de la vida de la nobleza campesina, aunque en parte representen ideas muy progresistas, y, en oposición a sus intereses de clase, pertenezcan a los campeones del aburguesamiento de Rusia. Dostoievski cuenta, con razón, todavía a Tolstói entre los representantes de esta «literatura de terratenientes», y le llama el «historiógrafo de la aristocracia», que en sus grandes novelas, ante todo en Guerra y paz, mantiene la forma de la crónica de familia de los Aksakov[177].

La mayoría de los héroes de Dostoievski, es decir Raskolnikov, Iván Karamázov, Shatov, Kirilov, Stepan Verjovenski, son intelectuales burgueses, y Dostoievski orienta su análisis de la sociedad por los puntos de vista de éstos, si bien nunca se identifica expresamente con ellos. Pero significativo de la mentalidad de un escritor no es tanto saber por quién toma partido, sino a través de los ojos de quién mira el mundo. Dostoievski mira los problemas de su época, ante todo la atomización de la sociedad y la profundización del abismo entre las clases, desde el punto de vista de la intelectualidad, y ve la solución en que los cultos vuelvan a unirse con el pueblo ingenuo y creyente, del que se han alejado. Tolstói juzga los mismos problemas desde el punto de vista de la nobleza, y espera la convalecencia de la sociedad del entendimiento entre los terratenientes y los campesinos. Su pensamiento sigue ligado a conceptos patriarcales y feudales, e incluso aquellas figuras que están más cerca de ser realización de sus ideas, los Levin y Piotr Besújov, son, a lo sumo, gente que hace feliz al pueblo, pero no verdaderos demócratas. En el mundo de Dostoievski domina, por el contrario, una plena democracia espiritual. Todos sus personajes, tanto los ricos como los pobres, los aristócratas como los plebeyos, luchan con iguales problemas morales. El rico príncipe Myshkin y el pobre estudiante Raskolnikov son ambos vagabundos sin patria, déclassés y rechazados, que no tienen ningún puesto en la moderna sociedad burguesa. Todos sus héroes están, en cierta medida, fuera de esta sociedad y forman un mundo sin clases, en el que sólo dominan relaciones entre almas. Están, en su hacer y su no hacer, siempre presentes con su ser entero y su alma entera y representan en medio de la rutina del mundo moderno una realidad puramente espiritual, anímica, utópica. «No tenemos intereses de clase porque tomados estrictamente no nos corresponde ninguna clase, y porque el alma rusa es más ancha que las antítesis de clase, los intereses y los derechos de clase», escribe Dostoievski en Diario de un escritor, y nada es más característico de su mundo intelectual que la contradicción entre esta afirmación y la conciencia de su diferencia, condicionada clasísticamente, frente a sus colegas aristócratas. El propio Dostoievski, que traza entre él y los representantes de la «literatura de propietarios» una línea tan marcada, y fundamenta su derecho a la existencia como escritor en su intelectualismo plebeyo, niega, por otra parte, la existencia de clases y cree en la primacía de las relaciones anímicas sociales.

A la semejanza de la posición social de Dostoievski y de Dickens se ha aludido ya repetidas veces. Obsérvese que ambos son hijos de padres socialmente no del todo bien arraigados y que conocieron desde su juventud el sentimiento de la inseguridad social y del desarraigo[178]. Dostoievski era hijo de un médico militar y de la hija de un comerciante. Su padre adquirió una pequeña finca y mandó a sus hijos a estudiar en un colegio donde, por lo demás, sólo iban los hijos de los nobles. La madre murió pronto y el padre, que se dio a la bebida, era golpeado por sus propios campesinos, a los que debe de haber tratado muy mal. Dostoievski se hundió desde un nivel social relativamente respetable a la situación de aquel proletariado intelectual por el que se sentía, ora atraído, ora rechazado. Nada es más verosímil que el que la actitud social de Dostoievski, llena de contradicciones y en gran parte nada clara, igual que la de Dickens, estuviera realmente en relación con la vacilante posición de sus padres y con el temprano conocimiento que uno y otro trabaron con el sentimiento de quedar fuera de una clase.

La posición de Dostoievski en la historia de la novela social está caracterizada ante todo por el hecho de que es creación suya la primera presentación naturalista de la gran ciudad moderna, con su población pequeñoburguesa y proletaria, sus pequeños comerciantes y empleados, sus estudiantes y prostitutas, sus vagos y sus hambrientos. El París de Balzac era todavía una fantasía romántica, escenario de aventuras fantásticas y maravillosos encuentros, un escenario teatral pintado con el claroscuro de las antítesis, un país de cuento donde habitaban como vecinas la cegadora riqueza y la pobreza pintoresca. Dostoievski, por el contrario, pinta el cuadro de la gran ciudad completamente gris sobre fondo gris, lo mismo que un lugar de miseria oscura y sin color. Traza sus oficinas ministeriales, sus tabernas espesas, sus apartamentos amueblados, esas habitaciones «ataúdes», como él las llama, en las que pasan sus días las más tristes víctimas de la vida de gran ciudad. Todo ello tiene una innegable significación social y una intención política; pero Dostoievski se esfuerza en volver a quitarles a sus personajes los coeficientes clasistas. Derriba las barreras económicas y sociales entre ellos y los mezcla, como si en realidad existiera algo como un destino humano común. Su espiritualismo y su naturalismo desempeñan la misma función: crean la leyenda de un ser moral, que vive su existencia regulada por leyes superiores por encima del nacimiento, la clase y la educación. En Goncharov, Turguéniev y Tolstói se mantienen sin borrarse los rasgos de clase en los personajes; la circunstancia de que pertenezcan a la nobleza, a la burguesía o al pueblo, ni por un momento se desconoce o se olvida. Dostoievski descuida, por el contrario, a menudo, estas diferencias, e incluso parece que a veces prescinde de ellas deliberadamente. Que el carácter clasista de sus personajes quede a pesar de ello en vigor, y que especialmente sintamos a sus intelectuales como un grupo social definible con precisión, es cosa que corresponde al triunfo de aquel realismo que hace de Dostoievski, contra su propia voluntad, un materialista.

Este «materialismo» pertenece desde luego sólo a las premisas más imperceptibles y en general más inconscientes de su espiritualidad, espiritualidad que es una verdadera pasión, una locura de poseído debida a la necesidad de deshilachar las vivencias, de fundamentar los sentimientos hasta su último impulso, de repensar las ideas una y otra vez, experimentarlas con todas sus consecuencias y descender hasta su más profunda fuente subconsciente. Los héroes de Dostoievski son pensadores apasionados, imperturbables, maniáticos, que luchan tan desesperadamente con sus propias ideas como los héroes de las novelas caballerescas con gigantes y vestiglos. Padecen, asesinan, mueren por ideas; la vida es para ellos una misión filosófica, y su única función vital insuprimible, el único contenido de su vida, es el pensar. Luchan con verdaderos vestiglos, con ideas todavía no nacidas, indefinibles, incapaces de forma, con problemas que no se pueden resolver, ni aun siquiera formular. Dostoievski es no sólo el primer pensador moderno que sabe conformar una vivencia intelectual tan concreta e inmediatamente como una experiencia sensible, sino que penetra a la vez en regiones espirituales en las que nadie se había arriesgado todavía. Descubre una nueva dimensión, una nueva profundidad, una nueva intensidad del pensamiento. El descubrimiento debe ante todo su impresión de novedad a la circunstancia de que el romanticismo nos ha acostumbrado a distinguir estrictamente pensamientos y sentimientos, ideas y pasiones, y a considerar a los sentimientos y pasiones como los objetos apropiados de la creación literaria[179]. Lo verdaderamente nuevo en el estilo espiritual de Dostoievski consiste en que es un romántico del pensamiento y que en él el movimiento de los pensamientos tiene la misma vehemencia emocional y el mismo ímpetu patético y hasta patológico que tienen en los románticos el oleaje y el huracán de los sentimientos. La síntesis de intelectualismo y romanticismo es lo que hace época en el arte de Dostoievski; de ella procede la más progresista forma literaria de la segunda mitad del siglo pasado, forma que correspondió de modo excelente a las exigencias artísticas de aquella época ligada indisolublemente con el romanticismo y que aspiraba inconteniblemente al intelectualismo. La renuncia, tanto al uno como al otro de estos dos elementos, esto es, tanto al neoclasicismo afectado como al histérico neorromanticismo, se había visto que eran callejones sin salida; el expresionismo dostoievskiano podía, por el contrario, ser continuado y adaptado al nuevo sentido de la vida.

Dostoievski, empero, se movía no sólo en las alturas del romanticismo, sino también en sus bajos fondos. Su obra representaba no sólo la continuación de la literatura romántica de confesión, sino a la vez de la novela romántica de terror y aventuras[180]. También en este aspecto era el auténtico contemporáneo de Dickens, y un escritor que, por lo que se refiere a la elección de sus medios artísticos, carecía tan probadamente de selección como los demás productores de la literatura de folletín y de serie. Quizá hubiera evitado en realidad ciertas faltas de gusto y ciertos descuidos si hubiera podido trabajar como Tolstói y Turguéniev. El melodramatismo de su estilo estaba en todo caso unido inseparablemente con su concepción de la novela psicológica, y lo violento de los medios era para él no sólo un vehículo para la emoción del relato, sino que contribuía a crear aquella atmósfera psicológica caldeada sin la cual serían inconcebibles las situaciones dramáticas de sus novelas. Si así se quiere, Los hermanos Karamázov es una novela de crímenes; Crimen y castigo, una novela policíaca; Los demonios, una novela de aventuras; El idiota, una novela sensacionalista. Asesinato y crimen, misterios y sorpresas, escenas conmovedoras y crueles, humores morbosos y macabros desempeñan en ellas un papel principal. Sería, sin embargo, un error suponer que todo esto está allí para compensar al lector de la abstracción del contenido espiritual; el autor quiere más bien provocar el sentimiento de que los procesos anímicos de que se trata son tan elementales como las más primitivas acciones impulsivas.

Hallamos en Dostoievski otra vez la galería completa de los héroes de la novela romántica de aventuras: el héroe hermoso, fuerte, misterioso y solitariamente byroniano (Stavrogin), el impulsivo y violento y sin escrúpulos, peligroso, pero bonachón (Rogoshin y Dimitri Karamázov), las figuras luminosas y angelicales (Myshkin y Aliosha), la prostituta de alma pura (Sonia y Natasha Filipovna), el viejo libertino (Fiodor Karamázov), el escapado del presidio (Fedka), el borracho perdido (Lebiadkin), etc. Hallamos en él todos los requisitos de la novela de terror y de aventuras: la muchacha seducida y abandonada, la boda en secreto, las cartas anónimas, el asesinato misterioso, la locura, los desmayos, las bofetadas sensacionales y, ante todo y repetidamente, las escenas de escándalo en público, que producen el efecto de una explosión[181]. Estas escenas muestran de manera excelente lo que Dostoievski es capaz de hacer con los medios de la novela sensacionalista. Le sirven éstos no sólo, como se debería pensar, para producir efectos finales y ruidosos, sino que están presentes desde un principio como amenazador peligro y producen la sensación de que las grandes pasiones y las relaciones anímicas elementales tocan siempre los límites de lo convencional y de lo permitido socialmente. Las utópicas islas psicológicas en las que los héroes dostoievskianos viven su existencia moral resulta que son una estrecha jaula donde, siempre que se rompe la inmanencia de su destino, se llega a un escándalo social. Pertenece a la esencia de estas escenas de escándalo el que se desarrollen en presencia de la sociedad más mezclada imaginable, con intervención de los elementos sociales más inconciliables. Tanto en la gran escena de escándalo en casa de Natasha Filipovna en El idiota, como también en el de la casa de Varvara Petrovna en Los demonios, se reúnen todos los actores del drama, como si el autor quisiera demostrar que la disolución general no puede en manera alguna mantener las diferencias sociales. Cada una de estas escenas hace el efecto de una pesadilla en la que una multitud de personas se amontona en un espacio increíblemente estrecho, y el carácter de mal sueño que les es propio muestra qué incómoda fuerza tiene para Dostoievski la sociedad con sus distinciones de clase y de rango, con sus tabúes y sus vetos.

La mayoría de los críticos subrayan la estructura dramática de las grandes novelas de Dostoievski, pero interpretan ordinariamente esta cualidad formal sólo como un medio de producir efectos escénicos, y la contrastan con el amplio curso épico que va fluyendo en las novelas de Tolstói. Pero la técnica dramática no tiene en Dostoievski sólo la función de crear efectos realzados como el final de acto, en los que vienen a juntarse los hilos de la acción y estalla el conflicto amenazador, sino que llena toda la acción de vida dramática y expresa una visión del mundo completamente distinta del sentimiento épico de la vida. El sentido de la existencia no está para Dostoievski contenido en su temporalidad, ni en el nacimiento y muerte de sus finalidades, ni en los recuerdos e ilusiones, ni en los años, días y horas, que caen uno tras otro y nos van cubriendo, sino en aquellos momentos sublimes en que las almas se desnudan por completo y parecen reducirse a una forma simple e inequívoca, en los cuales se sienten esenciales y sin problema, se explican como idénticas consigo mismas y de acuerdo con su destino. Que tales momentos existen es el principio en que reposa el trágico optimismo de Dostoievski, aquella conciliación con el destino que los griegos en sus tragedias llamaron katharsis. Aquí reside su visión del mundo antitética del pesimismo y el nihilismo de Flaubert. Dostoievski ha descrito siempre el sentimiento de la mayor felicidad y de la más perfecta armonía como vivencia de la intemporalidad; así, en primer lugar, el estado de Myshkin antes de sus ataques epilépticos, y los «cinco segundos» de Kirilov, cuyo placer, como él subraya, no se podría soportar más tiempo. Para describir una existencia que culmina en tales momentos, la concepción flaubertiana de la novela, fundada por completo en el sentimiento del tiempo, debía ser cambiada tan esencialmente que el resultado apenas parece tener nada que ver con la novela en el sentido anterior. La forma dostoievskiana representa, por cierto, la continuación inmediata de la novela social y psicológica, pero a la vez significa el comienzo de un proceso nuevo. Lo que se suele designar como su estructura dramática está orientado según un principio formal completamente distinto de la unidad de la novela romántica amorosa y de formación de carácter, que había disuelto la antigua forma picaresca. Representa más bien un retorno a la novela picaresca, dado ya que los momentos dramáticos están distribuidos por toda la novela y forman varios puntos autónomos de concentración. Con esta supresión de la continuidad en beneficio de una serie de episodios esenciales, llenos de expresión, pero compuestos a modo de mosaico, anticipa el principio formal de la novela expresionista moderna. El relato cede ante el diálogo, el análisis psicológico y la discusión filosófica, y la novela se convierte en una colección de escenas dialogadas y de monólogos íntimos, que el autor acompaña con comentarios y divagaciones.

Este método se aleja muchas veces del naturalismo como estilo, tanto como de la novela como género épico. Dostoievski representa en realidad, por lo que hace a la agudeza de la observación psicológica, la forma más desarrollada de la novela naturalista, pero si se entiende por naturalismo la descripción de lo normal, lo medio y cotidiano, en su predilección por situaciones agudizadas como en sueños y por caracteres fantásticamente exagerados hay que ver una reacción contra el naturalismo. Dostoievski define su propia situación en la historia del estilo con perfecta exactitud: «Se me llama —dice— psicólogo, y ello es falso; yo soy realista sólo en un sentido más elevado, esto es, describo todas las profundidades del alma humana.» Estas profundidades significan en él lo irracional, demoníaco, sonámbulo y fantasmal en el hombre; provocan un naturalismo que no es la verdad de la superficie; apuntan a fenómenos en los que los elementos de la vida real se mezclan, desplazan y agudizan de modo fantástico. «Amo el realismo en el arte por encima de toda medida —explica—, el realismo que, por así decir, alcanza lo fantástico… ¿Qué puede ser para mí más fantástico y más inesperado que la realidad? E incluso, ¿qué puede ser más inverosímil que la realidad?» No hay ninguna definición del expresionismo y del surrealismo que pudiera ser más exacta. Lo que en Dickens era todavía un contacto puramente ocasional, y las más de las veces inconsciente, con la zona fronteriza entre realidad y sueño, experiencia y visión, se convierte aquí en una continua apertura hacia los «misterios de la vida». La ruptura con el cientificismo del arte naturalista se prepara ya. Un nuevo espiritualismo está en formación a partir de la reacción contra el cientificismo, de la rebelión contra el naturalismo, de la desconfianza frente a la visión del mundo según la ciencia natural y frente al dominio racionalista de los problemas de la vida. La vida misma es sentida como algo esencialmente irracional, se cree oír desde todas partes voces llenas de misterio, y el arte se convierte en resonancia de estas voces.

A pesar de las profundas antítesis, hay entre Dostoievski y Tolstói, en su posición ante el problema del individualismo y de la libertad, una comunidad fundamental. Ambos consideran la emancipación del individuo frente a la sociedad, su soledad y aislamiento, como el peor mal imaginable. Ambos quieren, por todos los medios que están a su alcance, evitar el caos que amenaza caer sobre el hombre enajenado de la sociedad. En Dostoievski, en particular, todo gira alrededor del problema de la libertad, y sus grandes novelas son en el fondo nada más que análisis e interpretaciones de esta idea. El problema mismo no era en modo alguno nuevo; a los románticos les había ocupado continuamente, y desde 1830 estaba en el centro del pensamiento político y filosófico. Para el romanticismo, la libertad significa la victoria del individuo sobre los convencionalismos; consideraba libre y creadora a una personalidad que tuviera la fuerza de espíritu y el valor de imponerse a los prejuicios morales y estéticos de su tiempo. Stendhal formuló el problema como el problema del genio, esto es, el de Napoleón, para quien el éxito, según él pensaba, era cuestión de la implacable imposición de su voluntad, de su personalidad, de su gran naturaleza. El capricho del genio y las víctimas que causaba le parecían a él el precio que el mundo tenía que pagar por las hazañas del héroe del espíritu. El Raskolnikov de Dostoievski representa la etapa siguiente en la evolución. El individualismo genial halla una forma abstracta, virtuosista, por decirlo así, de juego. La personalidad exige sus víctimas no ya en interés de una idea superior, de un fin objetivo, de una realización objetivamente valiosa, sino simplemente para demostrar que es capaz de obrar de manera libre y soberana. La hazaña misma es completamente accesoria; la cuestión que ha de ser decidida es puramente formal: ¿significa la libertad personal un valor en sí? La respuesta de Dostoievski no es en modo alguno tan inequívoca como parece ser a primera vista. El individualismo conduce, desde luego, a la anarquía y al caos, pero ¿adonde conducen la fuerza y el orden? El problema encuentra su última y más profunda forma en el relato de El Gran Inquisidor, y la solución a que aquí llega Dostoievski puede ser considerada como resultado de toda su filosofía moral y religiosa. La supresión de la libertad engendra las instituciones petrificadas y sustituye la religión por la Iglesia; el individuo, por el Estado; la intranquilidad de la pregunta y la búsqueda, por la tranquilización en el dogma. Cristo significa la libertad interior, pero, con ello, una lucha inacabable; la Iglesia, una imposición íntima, pero a la vez la paz y la seguridad. Se ve cuán dialécticamente piensa Dostoievski y cuán difícil es definir inequívocamente su punto de vista moral y político-social. El que se pregona reaccionario y dogmático termina su obra con una interrogación abierta.

El problema de la libertad desempeña en Tolstói ciertamente un papel con mucho no tan importante como en Dostoievski, pero forma también en él la clave para comprender sus caracteres de mayor interés psicológico y de mayor cohesión moral. Levin está bosquejado ante todo como exponente de este problema, y la violencia de sus luchas interiores permite reconocer cuán duramente había luchado con la idea del enajenamiento y del fantasma del hombre entregado a sí mismo. Dostoievski tenía razón: Ana Karenina no es un libro inofensivo. Está lleno de dudas, sospechas, temores. El pensamiento fundamental del libro y el motivo que une la historia de Ana con la de Levin es también el problema del aislamiento del individuo frente a la sociedad y el peligro de quedarse sin patria. El mismo destino al que Ana sucumbe como consecuencia de su adulterio amenaza a Levin como consecuencia de su individualismo, de su manera no convencional de ver el mundo, de sus raros problemas y dudas. A ambos les amenaza el peligro de ser expulsados de la sociedad de las personas normales y respetables. Sólo en cuanto que Ana renuncia por adelantado a la aprobación de la sociedad hace Levin todo lo posible para no perder el puesto que tiene en la sociedad. Lleva el yugo de su matrimonio, administra su hacienda como sus vecinos, se inclina ante las convenciones y prejuicios de su ambiente y, en resumen, está dispuesto a todo con tal de no convertirse en un desarraigado, un rechazado, un aislado y un raro[182].

En el antiindividualismo de Dostoievski y Tolstói se pone de manifiesto, empero, la total diversidad de sus modos de pensar. Las objeciones de Dostoievski son de naturaleza irracional y mística; el principio de individualización significa para él desertar del espíritu universal, del Uno absoluto, de la idea divina, que en forma histórica y concreta se reconoce como pueblo, nación, comunidad social. Tolstói, por el contrario, rechaza el individualismo simplemente por motivos racionales y eudemonísticos; la desvinculación personal no puede traer al hombre felicidad ni satisfacción alguna; la tranquilidad y la satisfacción las halla sólo en el abandono del propio yo y en la entrega a otro.

En la mutua relación entre Tolstói y Dostoievski se repite la relación significativa, ejemplar, típica, que existió entre Voltaire y Rousseau, y que tiene correspondencia en la relación entre Goethe y Schiller[183]. En todos estos casos el racionalismo y el irracionalismo, los sentidos y el espíritu, o, como Schiller mismo dice, lo ingenuo y lo sentimental, se contraponen. En todos estos tres casos la antítesis de mentalidades se puede hacer derivar de la distancia social entre sus representantes; en cada caso está un aristócrata o patricio frente a un plebeyo y rebelde. Con el aristocratismo de Tolstói se relaciona, en primer lugar, el que todo su arte y su mundo de pensamiento arraiguen en la idea de lo corpóreo, lo orgánico, lo natural. El espiritualismo de Dostoievski, su espíritu especulativo, su manera dinámica y dialéctica de pensar se pueden explicar, por el contrario, por su origen burgués y su desarraigo plebeyo. El aristócrata debe su valor a su puro ser, a su nacimiento, a su raza; el plebeyo, por el contrario, a su talento, a sus aptitudes y obras personales. La relación entre señores feudales y escribas apenas si ha cambiado en el curso de los siglos, incluso en el caso de que los señores mismos hayan llegado a ser en parte algo así como «escribas».

La antítesis entre la discreción de Tolstói y el exhibicionismo de Dostoievski, la elegante contención del uno y el «bailar desnudo delante de la gente» —como se dice en Los demonios— del otro, proceden de la misma diferencia social que separa a Voltaire de Rousseau. Más difícil es la atribución sociológica de las propiedades de estilo y carácter, como medida, disciplina y orden, a una parte, y lo informe, el caos y la anarquía, a la otra. La falta de medida es en ciertas circunstancias un rasgo tan característico de la actitud vital aristocrática como de la plebeya, y la voluntad artística burguesa, como sabemos, muestra a menudo tendencias tan rigoristas como la cortesana. Tolstói es, en lo que se refiere a la composición de sus obras, tan desmesurado y caprichoso como Dostoievski: ambos son anarquistas en este aspecto. Tolstói es sólo más mesurado en el develamiento de las profundidades anímicas y más discerniente en los medios de los efectos emocionales. Su arte es mucho más elegante, ejercitado y agradable que el de Dostoievski, y, a diferencia de este típico representante del nervioso siglo XIX, ha sido designado con razón como un hijo del siglo XVIII. Comparado con el romántico, místico y extáticamente «dionisíaco» Dostoievski, Tolstói produce un efecto más o menos clásico, o, para permanecer dentro de la terminología de Nietzsche, «apolíneo», plástico, estatuario. Todo su estilo anímico tiene, en antítesis con la naturaleza problemática de Dostoievski, un carácter positivo en el sentido en que lo entendía Goethe, cuando éste quería oír el pensamiento de otros expresado de forma «positiva», pues de «problemático» ya tenía él mismo, según decía, bastante. Esta sentencia podría por el contenido, si no por la forma, ser de Tolstói, que precisamente en relación con Dostoievski dijo una vez algo parecido. Comparó a Dostoievski con un caballo que a primera vista produce una impresión magnífica y parece que vale mil rublos; pero de pronto se da uno cuenta de que tiene un defecto y cojea, y se comprueba con sentimiento que no vale ni dos perras. Dostoievski tenía en verdad un defecto al andar, y produce siempre, junto al robusto y sano Tolstói, cierta impresión patológica, lo mismo que Rousseau junto al razonable y equilibrado Voltaire. Pero las categorías en este caso no se pueden distinguir ya tan limpiamente como en Voltaire y Rousseau. Tolstói mismo muestra toda una serie de rasgos rousseaunianos y está en muchos aspectos más cerca del rousseaunianismo que Dostoievski. Su ideal de simplicidad, naturalidad y verdad es sólo una variante del «malestar ante la cultura» de Rousseau, y su nostalgia del idilio aldeano principal no es más que la renovación del viejo romanticismo enemigo de la civilización. No en vano cita las palabras de Lichtenberg de que se acabará la humanidad cuando ya no haya más salvajes.

También en este rousseaunianismo se expresa sólo el miedo a la soledad, al desarraigo, a la falta de refugio social. Tolstói condena la cultura moderna por sus efectos diferenciadores y maldice el arte de Shakespeare, Beethoven y Pushkin porque divide la humanidad en estratos distintos, en lugar de reuniría. Lo que en las doctrinas de Tolstói podría ser llamado colectivismo y lucha contra las diferencias de clase, apenas tiene nada que ver con la democracia y el socialismo; es más bien la nostalgia de un intelectual, que se siente solo, por una comunidad de la que, ante todo, espera la propia salvación. Cuando Cristo pidió al joven rico que repartiera todo lo que poseía entre los pobres, pretendía, según la exégesis de Henry George, ayudar no a los pobres, sino al joven rico. También en el sentido de Tolstói se debería ayudar ante todo al «joven rico». La perfección propia y la salvación del alma son su verdadero objetivo. Este espiritualismo y egocentrismo condicionan el carácter irreal y utópico de su mensaje social y las íntimas contradicciones de su doctrina política. Este ideal moral privado provoca su quietismo, su repudio de la resistencia violenta contra el mal y su afán de reformar las almas en lugar de la realidad social. «Nada es más dañoso para los hombres —escribe en su proclama Al pueblo de los trabajadores después de la revolución de 1905— que la idea de que las causas de su miseria están no en ellos mismos, sino en las condiciones exteriores.» La pasividad de Tolstói frente a la realidad exterior corresponde al pacifismo de la clase señorial harta, y expresa, con su moralismo gruñón, autoacusador y atormentador de sí mismo, una actitud completamente extraña al pensar y sentir del pueblo.

Tolstói puede ser encuadrado tan difícilmente como Dostoievski en una categoría política demasiado estrecha. Es un observador insobornable de la realidad social, un despierto amigo de la verdad y de la justicia y un crítico implacable del capitalismo, si bien juzga las imperfecciones y pecados de la sociedad moderna única y exclusivamente desde el punto de vista de los campesinos y de la agricultura. Mas, por otro lado, desconoce las verdaderas causas de la mala situación y predica una moral que por adelantado significa la renuncia a toda actividad política[184]. Tolstói no sólo no es un revolucionario, sino que es un enemigo declarado de toda actitud revolucionaria. Lo que le diferencia de los portavoces del «orden» y de la paz social en Occidente, de los Balzac, Flaubert y Goncourt, es que todavía comprende menos el terror del gobierno que el de los revolucionarios. El asesinato de Alejandro II le deja completamente tranquilo, pero ante la ejecución de los autores del atentado reacciona con una protesta[185]. Tolstói representa, a pesar de sus prejuicios y errores, una tremenda fuerza revolucionaria. Su lucha contra las mentiras del Estado policíaco y de la Iglesia, su entusiasmo por la comunidad de los campesinos y el ejemplo de su propia vida pertenecen, fuesen cuales fueren los motivos íntimos de su «conversión» y de su huida final, a los fermentos que destruyeron la antigua sociedad y provocaron no sólo la Revolución rusa, sino el movimiento revolucionario anticapitalista en toda Europa. En Tolstói se puede hablar realmente no sólo de un «triunfo del realismo», sino a la vez de un «triunfo del socialismo», no sólo de la descripción sin prejuicios de la sociedad por un aristócrata, sino cambien del efecto revolucionario de un reaccionario nato.

El racionalismo sin concesiones preserva el arte y la doctrina filosófica de Tolstói del destino de la esterilidad y la ineficacia. Su mirada aguda y despierta para las realidades físicas y psíquicas, su repugnancia a engañarse a sí mismo y a los demás mantienen su religiosidad libre de todo misticismo y dogmatismo y hacen que su moralismo cristiano se convierta en un factor político efectivo. El entusiasmo de Dostoievski por la ortodoxia rusa le es tan extraño como la fe en la Iglesia de los eslavófilos en general. También a la fe llega por un camino racional, pragmático, nada espontáneo[186]. Su llamada conversión es un proceso completamente racional, que se realiza sin ninguna experiencia religiosa inmediata. Fue, como él dice en Confesión, «un sentimiento de angustia, orfandad, soledad,» lo que le hizo cristiano. No una vivencia mística de Dios y del más allá, sino la insatisfacción de sí mismo, el afán de hallar un sentido y un objetivo a la vida, la desesperación por la propia nulidad y vaciedad, y, ante todo, su desmesurado miedo a la muerte son los que hacen de él un creyente. Se convierte en apóstol del amor a partir de la conciencia de la propia falta de amor, ensalza la solidaridad humana para contrarrestar su desconfianza por los hombres y su desprecio de ellos, y proclama la inmortalidad del alma humana porque no puede soportar el pensamiento de la muerte. Toda su práctica religiosa es un ascetismo «racional en su fin», un ejercitarse en el cristianismo siguiendo el modelo oriental. Pero su huida del mundo tiene más bien un carácter aristocrático y señorial que cristiano y humilde; renuncia al mundo porque éste no se deja dominar ni poseer por entero.

El concepto de gracia es el único elemento irracional en la mentalidad religiosa de Tolstói. El escritor recoge en Cuentos populares una vieja leyenda que se remonta a fuentes medievales. En tiempos muy remotos vivía en una isla solitaria un santo ermitaño. Un día desembarcaron unos pescadores en las proximidades de su choza, entre ellos un viejo que era tan simple que apenas se podía expresar bien y que no sabía rezar. El solitario quedó profundamente turbado ante tal ignorancia y le enseñó con mucha pena y fatiga el Padrenuestro. El viejo dio las gracias y dejó con los otros pescadores la isla. Después de algún tiempo, cuando la barca ya había desaparecido a lo lejos, vio el santo de repente una figura humana en el horizonte, que, marchando por encima del agua, se aproximaba a la isla. Pronto reconoció al viejo, su discípulo, y le salió al encuentro, cuando éste pisó el suelo de la isla, sin palabras y emocionado. Tartamudeando, el viejo le dio a entender que había olvidado la oración. « no necesitas rezar» —respondió el ermitaño— y despidió al viejo, que, vacilando por encima del agua, corrió tras la barca de los pescadores. El sentido de esta historia está en la idea de una certeza de salvación no ligada a ningún criterio moral. En otra historia de su última época, Padre Sergio, describe Tolstói el mismo tema desde el lado opuesto; la gracia que a uno se le concede sin fatiga y aparentemente sin merecimiento le es negada a otro, a pesar de todos los martirios y penas, a pesar del más sobrehumano sacrificio y del más heroico vencimiento de sí mismo. Esta concepción de la gracia, que pone al ser elegido por encima de los méritos e identifica la predestinación con el nacimiento y la suerte, está evidentemente más en relación con el aristocratismo de Tolstói que con su cristianismo.

El optimismo del aristócrata sano y seguro de sí, que predomina en absoluto todavía en Guerra y paz y hace de esta novela una apoteosis de la vida animal, vegetativa, orgánicamente creadora, un gran idilio, una «epopeya ingenua», en cuya más alta cumbre, como Merezchkovski observa con mucho ingenio, el poeta planta, «como la bandera que guíe a la humanidad», los pañales de los niños de Natasha[187], este optimismo panteísta se nubla ciertamente en Ana Karenina y se aproxima al pesimismo de la literatura occidental, pero el desencanto por el convencionalismo y la falta de alma de la cultura moderna tiene aquí un carácter completamente diverso que en Flaubert o Maupassant. El triunfo de la vida auténtica sobre el romanticismo de los sentimientos estaba ya mezclado en Guerra y paz con algo de melancolía, y Tolstói ya antes, por ejemplo, en Felicidad familiar, había usado tonos flaubertianos al describir la degeneración de las grandes pasiones, especialmente la transformación del amor en amistad. La discrepancia entre ideal y realidad, poesía y prosa, juventud y vejez, nunca produce en Tolstói un efecto tan desconsolador como en los franceses. Su desencanto nunca lleva al nihilismo, a acusar a todo lo que tiene cuerpo y vida. La novela occidental está llena de una melindrosa compasión por uno mismo y una autodramatización del héroe en conflicto con la realidad; la culpa del choque la tienen siempre las circunstancias exteriores, la sociedad, el Estado, el entorno social. En Tolstói, por el contrario, cuando se llega a una colisión, el yo subjetivo es tan culpable como la realidad objetiva[188]. Pues si la vida vigilante posee muy poca alma, el héroe desengañado tiene demasiada alma, es demasiado poético y utópico; si a una le falta la tolerancia para con los soñadores, al otro le falta el sentido de la realidad.

El hecho de que la forma de las novelas de Tolstói sea tan diferente de las occidentales está ligado principalmente con este concepto del yo y del mundo y con la desviación de este concepto respecto de la concepción flaubertiana. El alejamiento de la norma naturalista es aquí, en realidad, tan grande como en Dostoievski, sólo que el alejamiento de Tolstói de ella va en dirección opuesta. Si las novelas de Dostoievski tienen una estructura dramática, las de Tolstói tienen un carácter épico, como de epopeya. Ningún lector atento puede haber dejado de sentir la fluyente corriente homérica de estas novelas, ni haber dejado de experimentar el cuadro panorámico y panteístico del mundo que despliegan. Tolstói mismo comparaba sus novelas a las obras de Homero, y la comparación se ha convertido en una fórmula rígida de la crítica tolstoiana. La calidad de la forma, nada romántica, nada dramática, sin énfasis, y el prescindir de todo clímax e intensidad teatral, han sido siempre considerados homéricos. La concentración dramática de la novela, que ocurrió primero con la transformación de la forma picaresca del siglo XVIII en la biografía del prerromanticismo, no había sido todavía adoptada por Tolstói en Guerra y paz. Considera el conflicto entre el individuo y la sociedad no como una tragedia inevitable, sino como una calamidad, que atribuye, siguiendo la opinión del siglo XVIII, a la falta de reflexión, comprensión y seriedad moral. Vive todavía en la época de la Ilustración rusa, en una atmósfera intelectual de fe en el mundo y en el futuro. Pero mientras está trabajando en Ana Karenina pierde este optimismo y, sobre todo, su fe en el arte, al que declara enteramente inútil, e incluso dañoso, a menos de renunciar a los refinamientos y sutilezas del naturalismo e impresionismo modernos, y volverse, de artículo de lujo, en posesión universal de la humanidad. En el extrañamiento entre el arte y las amplias masas y en la restricción del público a un círculo siempre pequeño reconoció Tolstói un verdadero peligro. No hay duda de que la extensión de este círculo y el contacto con estratos no tan marcadamente culturales de la sociedad podrían haber tenido resultados fecundos para el arte. Pero ¿cómo había de realizarse tal cambio metódicamente y según un plan, si a los artistas que se habían criado y estaban firmemente arraigados en la tradición del arte moderno no se les impedía producir obras de arte, y si no se hacía posible hasta el máximo que los aficionados, extraños a esta tradición, participaran en actividades artísticas, con desventaja de los demás? El que Tolstói rechazara el arte altamente evolucionado y refinado de su presente, y valorase especialmente las formas de expresión artística primitivas y «universalmente humanas», es un síntoma del mismo rousseaunianismo con el que juega la carta de la aldea contra la ciudad e identifica la cuestión social con la de los campesinos. Es fácil comprender por qué Tolstói no hace mucho uso de Shakespeare, por ejemplo. ¿Cómo podría un puritano, que odiaba toda exuberancia y virtuosismo, encontrar placer alguno en el manierismo de un poeta, aunque fuera el poeta más grande? Pero es inconcebible que un hombre que creó obras artísticamente tan acabadas como Ana Karenina y La muerte de Iván Ilich aceptara sin reservas, de todo el conjunto de la literatura moderna, aparte de La cabaña del tío Tom, sólo Los bandidos, de Schiller; Los miserables, de Victor Hugo; Canción de navidad, de Dickens; Recuerdos de la casa de los muertos, de Dostoievski, y Adam Bede, de George Eliot[189]. La relación de Tolstói con el arte sólo se comprende como síntoma de un cambio histórico, como signo de una evolución que lleva a su fin a la cultura estética del siglo XIX y hace aparecer una generación que juzga el arte otra vez como transmisor de ideas[190].

Lo que esta generación reverenciaba en el autor de Guerra y paz no era, en modo alguno, al gran novelista, al creador de la mayor novela de la literatura universal, sino, sobre todo, al reformador social, al fundador de una religión. Tolstói disfrutó de la fama de Voltaire, la popularidad de Rousseau, la autoridad de Goethe, y, aún más que esto, se convirtió en figura legendaria, cuyo prestigio recordaba el de los antiguos videntes y profetas. Yásnaia Poliana se convirtió en un lugar al que la gente de todas las naciones, clases sociales y estratos culturales acudía en peregrinación, y admiraba al viejo conde con su blusa de campesino como si fuera un santo. Gorki no habrá sido el único en haber pensado al verle: «Este hombre es semejante a Dios», confesión con la que el incrédulo termina sus memorias de Tolstói[191]. Muchos habrán tenido la sensación, como Thomas Mann, de que Europa se quedaba «sin amo» después de su muerte[192]. Pero esto eran sólo meros sentimientos, palabras de gratitud y lealtad. Tolstói era, sin duda, algo como la conciencia viviente de Europa, el gran maestro y educador, que expresaba, como no lo hizo nadie, la intranquilidad moral y el deseo de renovación espiritual de su generación, pero con su ingenuo rousseaunianismo y quietismo nunca habría sido capaz de seguir siendo —si es que alguna vez lo fue— el «amo» de Europa. Porque puede ser suficiente para un artista, como Chéjov pensaba, plantear las cuestiones precisas, pero un hombre que hubiera de regir su siglo habría también tenido que resolverlas adecuadamente.

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EL IMPRESIONISMO

Las fronteras entre naturalismo e impresionismo son borrosas; es imposible establecer una distinción histórica o conceptual tajante entre ambas corrientes. La suavidad del cambio estilístico corresponde a la continuidad del desarrollo económico contemporáneo y a la estabilidad de las condiciones sociales. 1871 es un año de significado meramente transitorio en la historia de Francia. El predominio de la alta burguesía se mantiene inalterable en lo fundamental, y la República conservadora —aquella «república sin republicanos»[193] que se consiente sólo porque parece garantizar la más suave solución posible de los problemas políticos— ocupa el lugar del Imperio «liberal». Pero la gente sólo establece con ella una relación amistosa después de que los partidarios de la Commune han sido exterminados y se encontrase alivio en la teoría de la necesidad y la fuerza curativa de la sangría[194]. La intelectualidad se enfrenta con los acontecimientos en un estado de desamparo absoluto. Flaubert, Gautier, los Goncourt, y con ellos la mayoría de los dirigentes intelectuales de la época, se entregan a feroces insultos e imprecaciones contra los turbadores de la paz. Ellos esperan de la República, a lo sumo, protección contra el clericalismo, y en la democracia ven, simplemente, el menor de los dos males[195]. El capitalismo financiero e industrial se desarrolla siguiendo las directrices trazadas hacía tiempo; pero debajo de esta superficie están ocurriendo cambios importantes, aunque por el momento no sean perceptibles. La vida económica alcanza el estadio del gran capitalismo y pasa de un «libre juego de fuerzas» a un sistema rígidamente organizado y racionalizado, a una tupida red de esferas de intereses, campos de acción, áreas de monopolio, comisiones, depósitos y sindicatos. Y tan fácilmente como podían ser consideradas esta estandarización y concentración de la vida económica como un signo de madurez[196], podían también ser reconocidos por todas partes en la sociedad burguesa los signos de inseguridad y los presagios de disolución. Es cierto que la Commune termina para los rebeldes con una derrota más completa que ninguna de las revoluciones anteriores, pero es la primera que fue sostenida por un movimiento obrero internacional y seguida por una victoria para la burguesía asociada con un sentimiento de peligro grave[197]. Este ambiente de crisis lleva a una renovación de las tendencias idealistas y místicas y origina, como reacción contra el pesimismo imperante, una fuerte corriente de fe. Y es sólo en el curso de esta evolución cuando el impresionismo pierde su conexión con el naturalismo y se convierte en una nueva forma de romanticismo, sobre todo en literatura.

Los enormes adelantos técnicos que tienen lugar no deben inducirnos a desdeñar el sentimiento de crisis que estaba en el aire. Más bien debe ser vista la crisis misma como un incentivo para nuevas conquistas técnicas y experimentos de métodos de producción[198]. Ciertos signos de la atmósfera de crisis se dejan sentir en todas las manifestaciones de la actividad técnica. Sobre todo, la velocidad furiosa del desarrollo y lo forzado de los cambios es lo que parece patológico, particularmente si se lo compara con el ritmo del progreso en épocas anteriores de la historia del arte y la cultura. Pues el rápido desarrollo de la técnica no sólo acelera el cambio de las modas, sino también las variaciones en los criterios del gusto estético; a menudo trae consigo una manía de innovación estéril y sin sentido, una lucha sin descanso por lo nuevo, por el simple gusto de la novedad. Los industriales se ven obligados a intensificar artificialmente la demanda de productos siempre mejores, y no deben dejar adormecer la creencia de que lo nuevo es siempre lo mejor si realmente desean aprovecharse de las conquistas de la técnica[199]. La continua y cada vez más creciente sustitución de viejos artículos de uso diario por otros nuevos lleva, sin embargo, a un aprecio cada vez menor de la posesión material, y pronto también de la intelectual, y acomoda la velocidad a que se desarrollan los cambios de valor filosóficos y artísticos a la de la moda cambiante. La técnica moderna introduce de este modo un dinamismo sin precedentes en la totalidad de la actitud ante la vida, y es sobre todo este nuevo sentimiento de velocidad y cambio el que encuentra expresión en el impresionismo.

Con el progreso de la técnica va ligado, como fenómeno más sorprendente, el tránsito de los centros de cultura a grandes ciudades en el sentido moderno; éstas constituyen el terreno en el que el nuevo arte tiene sus raíces. El impresionismo es un arte ciudadano por excelencia, y no sólo, desde luego, porque descubre la ciudad como paisaje y devuelve la pintura desde el campo a la ciudad, sino también porque ve el mundo con ojos de ciudadano y reacciona ante las impresiones exteriores con los nervios sobreexcitados del hombre técnico moderno; es un estilo ciudadano porque describe la versatilidad, el ritmo nervioso, las impresiones súbitas, agudas, pero siempre efímeras, de la vida ciudadana. Y, precisamente como tal, significa una expansión enorme de la percepción sensorial, una nueva sensibilidad agudizada, una nueva excitabilidad, y representa, junto al gótico y el romanticismo, una de las más importantes encrucijadas en la historia del arte occidental. En el proceso dialéctico que describe la historia de la pintura, en el cambio de estática y dinámica, dibujo y color, orden abstracto y vida orgánica, el impresionismo constituye el punto culminante de la tendencia dinámica y la disolución completa de la estática imagen medieval del mundo. Lo mismo que de la economía de la baja Edad Media al capitalismo, también del gótico al impresionismo corre un camino ininterrumpido, y el hombre moderno, que concibe toda su existencia como lucha y competición, que transforma todo ser en movimiento y cambio, y para el que la experiencia del mundo se convierte cada vez más en experiencia temporal, es el producto de esta evolución doble y, sin embargo, profundamente unitaria.

El predominio del momento sobre la duración y la persistencia, el sentimiento de que todo fenómeno es una constelación pasajera y única, una ola fugitiva del río en el que no se baña uno dos veces, es la forma más simple a que puede ser reducido el impresionismo. Todo el método impresionista, con todos sus medios y conceptos artísticos, quiere, ante todo, traer y acentuar este sentido heracliteano del mundo de que la realidad no es un ser, sino un devenir, no un estado, sino un ocurrir. Toda imagen impresionista es la expresión de un momento en el perpetuum mobile de la existencia, la representación de un equilibrio inestable, siempre amenazado, en el juego de las fuerzas contendientes. El modo de ver impresionista transforma la imagen natural en un proceso, en un surgir y un transcurrir. Disuelve todas las cosas estables y firmemente trabadas en una metamorfosis, y presta a la realidad el carácter de lo imperfecto y lo no terminado. La reproducción del acto subjetivo de la percepción en vez del sustrato objetivo del ver, con el que comienza la historia de la moderna pintura perspectivista, llega aquí a su perfección. La representación de la luz, del aire y de la atmósfera, la descomposición de las superficies de color en manchas y puntos, la disolución de los colores locales en valores de expresión atmosféricos y perspectivistas, el juego de las reflexiones de la luz y las sombras iluminadas, el punto palpitante y tembloroso, y la pincelada abierta, suelta, libre, toda la pintura improvisada, con su dibujo rápido, abocetado, el aspecto fugitivo, aparentemente descuidado, y el descuido virtuosista de la reproducción, no expresan, en última instancia, otra cosa que el sentimiento de aquella realidad en movimiento, dinámica, concebida en constante modificación, que ha comenzado con la subjetivación de la representación pictórica a través de la perspectiva.

Un mundo cuyos fenómenos cambian siempre y por medio de innumerables e imperceptibles transiciones produce la impresión de una continuidad en la que todo se funde, y en la que no hay otras diferencias que las distintas actitudes y puntos de vista del espectador. Un arte conforme a este mundo no sólo acentuará lo momentáneo y transitorio de los fenómenos en los que los hombres encuentran realmente la medida de las cosas, sino que buscará en el hic et nunc del individuo el criterio de la verdad. La casualidad les parecerá el principio de toda existencia, y la verdad del momento debilitará toda otra verdad. La primacía del instante, del cambio y de la casualidad significa, estéticamente expresada, el dominio del estado de ánimo sobre la vida, es decir el que prevalezca una relación con las cosas a la que, aparte de la mutabilidad, le es propio el carácter arbitrario. En esta capacidad de representar el estado de ánimo que posee la representación pictórica se expresa, al mismo tiempo, una actitud fundamentalmente pasiva frente a la vida, un resignarse con el papel de espectador, de sujeto receptivo y contemplativo, de un punto de vista en el que se mantiene una cierta distancia, de mantenerse a la expectativa, de no comprometerse; en una palabra, la actitud estética por excelencia. El impresionismo representa el punto culminante de la cultura estética y constituye la consecuencia más extrema de la renuncia romántica a una vida práctica activa.

El impresionismo es estilísticamente un fenómeno extremadamente completo. En cierto aspecto, representa el desarrollo lógico del naturalismo. Si se entiende por naturalismo el progreso de lo general a lo particular, de lo típico a lo individual, de la idea abstracta a la experiencia concreta, temporal y espacialmente determinada, la reproducción impresionista de la realidad, con su énfasis en lo momentáneo y lo irrepetible, significa efectivamente una importante conquista naturalista. Las representaciones del impresionismo están más cerca de la vivencia sensorial que las del naturalismo en sentido estricto, y sustituyen el objeto del conocimiento teórico por el de la experiencia directamente óptica de manera más íntegra que cualquier otro arte anterior. Pero en tanto que el impresionismo desliga los elementos ópticos de la experiencia de los elementos conceptuales, y realza la visualidad en su autonomía, se aleja de todas las maneras artísticas anteriores, y, por lo tanto, también del naturalismo. La peculiaridad del método consiste en que, mientras que el arte preimpresionista basa sus representaciones en una imagen consciente, compuesta de modo heterogéneo aunque da la impresión de uniforme, formada por elementos conceptuales y sensoriales, el impresionismo aspira a una homogeneidad de la mera visualidad. Todo arte anterior es resultado de una síntesis, mientras que el impresionismo lo es de un análisis. Construye su correspondiente objeto con los desnudos datos de los sentidos; recurre, pues, al mecanismo psíquico inconsciente y presenta en parte un material no elaborado de experiencia, que está más lejos de nuestra imagen habitual de la realidad que las impresiones sensuales conceptualmente elaboradas. El impresionismo es menos ilusionista que el naturalismo; en vez de la ilusión del objeto, da los propios elementos; en vez de una imagen de la totalidad, los materiales de los que se compone la experiencia. Antes del impresionismo, el arte reproducía los objetos por medio de signos; ahora los representa por medio de sus componentes, por medio de partes del material de que constan[200].

El naturalismo señaló frente al arte anterior un incremento de los elementos de la representación, o sea una ampliación de los motivos y un enriquecimiento de los medios técnicos. El método impresionista, por el contrario, trae consigo una serie de reducciones, un sistema de limitaciones y simplificaciones[201]. Nada es más significativo de una pintura impresionista que el hecho de que deba ser contemplada a una cierta distancia y describa las cosas haciendo caso omiso de la lejanía. La serie de reducciones que muestra comienza con la reducción de los elementos de la representación a la visualidad y la eliminación de todo lo que no sea de naturaleza óptica o no sea traducible a las categorías de la óptica. La renuncia a los llamados elementos literarios del tema, a la fábula o a la anécdota, es la expresión más clara de esta «reducción de la pintura a sus propios medios». La limitación de los motivos al paisaje, la naturaleza muerta y el retrato, o el tratamiento de todo como «paisaje» o «naturaleza muerta», no es otra cosa que un síntoma del predominio del principio específicamente «pictórico» en la pintura. «El tratamiento de un tema según los tonos y no según el tema es lo que diferencia a los impresionistas de los demás pintores», establece ya uno de los primeros historiadores y teorizantes del movimiento[202]. Se puede concebir esta objetivación y neutralización de los motivos como la expresión del sentido antirromántico de la época, y ver en ella la completa desheroización y trivialización de los objetos artísticos, pero se la puede también considerar como un alejamiento de la realidad y ver la limitación de la pintura a los temas «propios» como una decadencia desde el punto de vista naturalista. La sonrisa que los griegos habían descubierto para las artes plásticas y que, como se ha observado, se ha perdido en el arte moderno[203], cae víctima del ver de manera «pictórica»; pero con ella desaparece al mismo tiempo de la pintura toda psicología y todo humanismo.

La sustitución de la imagen táctil por la imagen visual, es decir la traslación del volumen corporal y de la forma plástica espacial a las superficies, es un paso ulterior, interdependiente con aquella intención artística «pictórica», paso que consuma el impresionismo en la imagen naturalista de la realidad. Por otra parte, esta reducción no es el objetivo, sino, simplemente, un producto accesorio del método. La acentuación del color y el deseo de transformar la superficie pictórica en una armonía de efectos de luz y color son lo que absorbe el espacio y disuelve la tectónica de los cuerpos. Pero el impresionismo reduce no sólo la realidad a una superficie bidimensional, sino, dentro de esta bidimensionalidad, a un sistema de manchas sin perfil; renuncia, en otras palabras, no sólo a la plasticidad, sino también al dibujo, no sólo a la forma espacial del objeto, sino también a la forma lineal. Lo que gana la representación en dinámica y atractivo sensual por lo que pierde en claridad y evidencia es innegable, y este beneficio era lo más importante para los impresionistas. El público, sin embargo, estimó en más la pérdida que la ganancia, y hoy, después de que el modo de ver impresionista se ha convertido en una de las componentes más importantes de nuestra imagen óptica del mundo, no podemos hacernos ya una idea de cuán perplejo estaba aquel público frente a esta barahúnda de manchas, borrones y chafarrinones. Sin embargo, el impresionismo constituyó simplemente el último paso en un proceso constante de oscurecimiento iniciado siglos atrás. Desde el Barroco, la representación pictórica significaba una tarea cada vez más difícil para la comprensión por parte del espectador; se volvía cada vez más opaca, y su relación con la realidad era cada vez más complicada. Pero el impresionismo representa un salto tan osado como ninguna otra etapa de la evolución anterior, y el efecto sorprendente de las primeras exposiciones impresionistas no podía compararse con nada que se hubiese experimentado nunca antes en toda la historia de la innovación artística. La gente sintió las pinturas rápidas y la carencia de forma de los impresionistas como una provocación.

Sin embargo, estas innovaciones no agotaron la serie de reducciones de que se vale el método impresionista. Los mismos colores que utilizan los impresionistas cambian y desfiguran la imagen de nuestras experiencias habituales. Nosotros, por ejemplo, concebimos un trozo de papel «blanco» en todas las luces y a pesar de los reflejos de color, tal como él se muestra a la luz del día, como blanco. O sea, en otras palabras: el «color mental» que nosotros asociamos con un objeto y que es resultado de una larga experiencia y una costumbre desaloja la impresión concreta, adquirida por medio de la percepción inmediata[204]. El impresionismo recurre a la verdadera percepción, más allá de los colores conscientes, teóricamente válidos, lo que por lo demás no es un acto espontáneo ni mucho menos, sino que representa un proceso psicológico sumamente artificioso y extremadamente complicado.

El modo de ver impresionista, finalmente, realiza todavía una nueva y más sensible reducción en la imagen habitual de la realidad, pues no muestra los colores como calidades concretas ligadas al correspondiente objeto, sino como fenómenos cromáticos abstractos incorpóreos e inmateriales, en cierto modo colores en sí. Si mantenemos delante de un objeto una pantalla con una abertura pequeña que no nos permita ver otra cosa que un color, y no nos da información alguna sobre la forma del objeto y las relaciones objetivas del color en cuestión, obtenemos, como es claro, una impresión cromática vacía, incorpórea y dudosa, que es muy distinta del carácter del color objetivo plástico que nosotros estamos acostumbrados a ver. De esta manera, el color del fuego pierde su brillo, el de la seda sus reflejos, el del agua su transparencia, y así sucesivamente[205]. El impresionismo pinta ahora los objetos siempre con estos colores superficiales incorpóreos, que, como consecuencia de su frescura y de su sensualidad intensa, dan impresión de muy directos, pero que reducen considerablemente el efecto ilusionista de la representación y hacen ver del modo más claro el convencionalismo del método impresionista.

En la segunda mitad del siglo XIX, la pintura se convierte en el arte que señala la pauta. Su impresionismo se convierte en un estilo autónomo, cuando en literatura se lucha todavía en torno al naturalismo. La primera exposición colectiva de los impresionistas se celebra en 1874, pero la historia del impresionismo comienza unos veinte años antes y termina con la octava exposición colectiva, ya en 1886. El impresionismo se disuelve por estas fechas como movimiento de grupo compacto, y comienza un nuevo período posimpresionista que dura hasta 1906, año de la muerte de Cézanne[206]. Después de la hegemonía de la literatura en los siglos XVII y XVIII, y del papel predominante de la música en el romanticismo, se consuma a mediados del siglo XIX una variación en favor de la pintura. El crítico de arte Asselineau sitúa ya hacia 1840 el destronamiento de la literatura por la pintura[207], y los hermanos Goncourt exclaman, entusiasmados ya una generación más tarde: «¡Qué profesión tan ventajosa es la de pintor, comparada con la de escritor…!»[208]. La pintura domina no sólo, como arte más progresista de la época, todas las otras artes, sino que sus creaciones superan también en calidad a las obras de la literatura contemporánea, principalmente en Francia, donde podía afirmarse con razón que los grandes poetas de este período son los pintores impresionistas[209]. Es cierto que el arte del siglo XIX sigue siendo relativamente romántico, esto es, «musical», y que los poetas del siglo reconocen a la música como el supremo ideal artístico; pero lo que ellos entienden por este ideal es más un símbolo de la creación soberana, independiente de la realidad objetiva, que el ejemplo concreto de la música. La pintura impresionista, por el contrario, descubre sensaciones que, poco después, también la poesía y la música tienden a expresar, y sus medios expresivos se adaptan por esto a las formas pictóricas. Las impresiones atmosféricas, principalmente la experiencia de la luz, el aire y la claridad cromática, son percepciones que en la pintura están en su propio ambiente, y cuando se trata de reproducir en otras artes sensaciones de esta clase, está justificado por completo que se hable de un estilo «pictórico» de la poesía y de la música. Pero «pictórico» es el estilo de estas artes también en cuanto que se expresan en formas «sin contornos», con ayuda de efectos de color y de luz, otorgando a la vivacidad de los pormenores un valor más grande que a la unidad de la impresión total. Cuando Paul Bourget establece a propósito del estilo literario de su tiempo que la impresión de cada una de las páginas es más fuerte que la del libro en conjunto, la de una frase más profunda que la de una página, y la de la palabra aislada más conmovedora que la de la frase[210], es el método del impresionismo lo que él caracteriza: el estilo de una concepción del mundo atomizada y dinámicamente cargada.

Pero el impresionismo es no sólo el estilo temporal que domina la totalidad de las artes; es también el último estilo «europeo» de valor general, la última tendencia artística que se apoya en un asentimiento del gusto. Desde su disolución, ni las distintas artes ni las distintas naciones y culturas pueden ser aunadas estilísticamente. Pero el impresionismo no aparece ni desaparece de una vez. Delacroix, que descubre la ley de los colores complementarios y la coloración de las sombras, y Constable, que establece la composición de los efectos del color en la naturaleza, anticipan ya mucho del método impresionista. La dinamización de la visión, que constituye la esencia del impresionismo, comienza con ellos. Las aportaciones al plein air en los pintores de Barbizon representan un paso más de la evolución. Pero a la aparición del impresionismo como movimiento colectivo contribuyen sobre todo, de una parte, la experiencia pictórica de la ciudad, cuyos primeros signos se encuentran en Manet y Monet, y, de otra, la unión de los ingenios jóvenes, provocada por la resistencia del público.

A primera vista puede parecer sorprendente que la gran ciudad, con su hacinamiento y su revuelta mezcolanza de gente, pueda haber suscitado este arte íntimo, arraigado en el sentimiento de la originalidad individual y de la soledad. Pero es bien sabido que nada provoca una impresión de soledad tan grande como la estrecha reunión de muchísimos hombres, y en ninguna parte se siente uno tan solo y perdido como entre una gran multitud de gente extraña. Estos dos sentimientos fundamentales que trae consigo la vida en tales ambientes —el sentimiento de estar solo y pasar inadvertido, por un lado, y la impresión del tráfico furioso, del movimiento incesante y las constantes vicisitudes, por otro— origina el sentimiento impresionista de la vida, que une las más sutiles disposiciones de ánimo con el más rápido cambio de sensaciones. La actitud negativa del público como motivo de la aparición del impresionismo como movimiento, puede a primera vista parecer igualmente sorprendente. Los impresionistas nunca se conducen de manera agresiva frente al público; desean permanecer por completo dentro del marco de la tradición y hacen con frecuencia desesperados esfuerzos por ser reconocidos por las instituciones oficiales, sobre todo por el Salón, al que consideran el camino normal para el triunfo. De todas maneras, el espíritu de contradicción y el deseo de atraer la atención por medio del escándalo desempeñan en ellos un papel mucho menor que en la mayoría de los románticos y en muchos naturalistas. A pesar de ello, quizá nunca hubo una tensión tan profunda entre los círculos oficiales y la generación de artistas jóvenes, y el sentimiento de ser víctima de una burla nunca fue en el público tan fuerte como entonces. A los impresionistas no les fue fácil ciertamente hacer que la gente siguiera sus ideales artísticos. ¡Pero cuál debió de ser la comprensión para el arte de un público que dejó casi morir de hambre a artistas tan grandes, tan honrados y tan pacíficos como Monet, Renoir y Pissarro!

El impresionismo, incluso, no tenía un carácter plebeyo que pudiera enajenarle el público burgués; es más bien un «estilo aristocrático», es elegante y espiritual, nervioso y sensible, sensual y epicúreo, encaprichado con lujos y rarezas, que partía de estrictas vivencias personales, de experiencias de la soledad y el aislamiento, y de sensaciones de nervios y sentidos superrefinados. Es, por otro lado, creación de artistas que no sólo proceden en gran parte del pueblo y la pequeña burguesía, sino que se preocupan de problemas intelectuales y estéticos mucho menos que los artistas de la generación precedente; son mucho más unilaterales e indiferenciados, son artesanos y «técnicos» de modo realmente mayor que sus antecesores. Pero se encuentran también entre ellos miembros de la burguesía adinerada e incluso de la aristocracia. Manet, Bazille, Berthe Morisot y Cézanne son hijos de gente rica, Degas es de origen aristocrático, y Toulouse-Lautrec, de la alta aristocracia. El modo fino e ingenioso y las educadas maneras mundanas de Manet y Degas, la elegancia y el artificio refinado de Constantin Guys y Toulouse-Lautrec muestran, desde su lado más atractivo, la distinguida sociedad burguesa del Segundo Imperio, el mundo de miriñaques y escotes, de carruajes y equitación en el Bois de Boulogne.

La historia de la literatura presenta un cuadro mucho más complicado que el de la pintura. El impresionismo como estilo literario es un fenómeno en lo intrínseco no demasiado agudamente perfilado; sus comienzos apenas son identificados en el complejo total del naturalismo, y sus formas posteriores de evolución se confunden por entero con los fenómenos del simbolismo. También en lo cronológico se observa cierta incongruencia entre el impresionismo literario y el pictórico; el período más fecundo del impresionismo ha terminado ya en la pintura cuando comienzan a aparecer sus huellas estilísticas en la literatura. Pero la diferencia esencial consiste en que el impresionismo pierde relativamente pronto en la literatura su conexión con el naturalismo, el positivismo y el materialismo, y casi desde el principio se convierte en sostén de aquella reacción idealista que en la pintura no tiene expresión sino después de la disolución del impresionismo. Esto se explica sobre todo porque la élite culta conservadora desempeña en literatura un papel incomparablemente mayor que en pintura, que como consecuencia de su ligazón fuertemente artesanal, ofrece una oposición mayor a las aspiraciones espirituales de la época.

La crisis del naturalismo, que es simplemente un síntoma de la crisis de la concepción positivista del mundo, no es evidente sino hasta 1885 más o menos, pero sus signos pueden constatarse ya alrededor de 1870. Los enemigos de la República son en su mayor parte enemigos también del racionalismo, el materialismo y el naturalismo; combaten el progreso científico y esperan el renacimiento espiritual de una renovación religiosa, hablan de la «bancarrota de la ciencia», del «fin del naturalismo», de la «mecanización sin alma de la cultura», pero piensan siempre en la Revolución, la República y el liberalismo cuando truenan contra la vulgaridad de la época. Los conservadores, sin embargo, han perdido su influencia en el gobierno, pero han conservado su poderío en la vida pública. Poseen todavía los puestos más importantes en la administración, la diplomacia y el ejército, y dominan la enseñanza pública, principalmente en sus grados superiores[211]. Los liceos y la Universidad están ahora, como antes, bajo el dominio del clero y de la alta finanza, y los ideales de cultura que se difunden desde allí están en vigor en la literatura con más fuerza que nunca. Nos encontramos con autores de formación académica en número mucho mayor que nunca, y la vida intelectual adquiere bajo su influencia un carácter preponderantemente reaccionario. Flaubert, Maupassant y Zola no eran escritores cultos; pero Bourget y Barrès, por el contrario, representan el espíritu de la Academia y de la Universidad; se sienten en cierto modo responsables de los bienes culturales de la nación, y aparecen como conductores intelectuales profesionales de la juventud[212]. Esta intelectualización de la literatura es tal vez el rasgo más sorprendente y de valor más general en la época; se expresa tanto en los escritores progresistas como en los conservadores[213]. Anatole France no se diferencia en este aspecto lo más mínimo de sus colegas clericales y nacionalistas. Y si junto a los Bourget, Barrès, Brunetière, Bergson, e incluso Claudel, no hay sino un Anatole France, la existencia de este volteriano demuestra que el espíritu de la Ilustración no ha muerto en Francia todavía ni mucho menos. Bastan sucesos como el caso Dreyfus y el escándalo de Panamá para despertar a tal espíritu de su muerte aparente.

Francia experimenta hacia 1870 una de sus más graves crisis espirituales y morales, pero su «Sedan intelectual» no está en modo alguno en relación con su derrota militar, como afirmaba Barrès[214], y su «cansancio mortal de la vida» no proviene de su materialismo y su relativismo, como piensa Bourget. De este cansancio de la vida están tan escasamente libres Bourget y Barrès como Baudelaire y Flaubert. Es parte de la enfermedad romántica del siglo, y el naturalismo de Zola, al que la generación de 1885 maneja como víctima propiciatoria, representa realmente el único intento serio, aunque insuficiente, de superar el nihilismo que se había apoderado de las almas. La situación literaria está dominada en los últimos años del decenio del ochenta por los ataques contra Zola y la disolución del naturalismo como movimiento predominante. Esta es la impresión más fuerte que se extrae de las respuestas a la encuesta organizada por Jules Huret, colaborador del Echo de Paris, las cuales aparecen también en 1891 bajo el título Enquête sur l’évolution littéraire en forma de libro y constituyen uno de los documentos para la historia del espíritu de la época. Huret preguntaba a los sesenta y cuatro escritores franceses más relevantes qué pensaban ellos del naturalismo: si, en su opinión, éste había muerto ya o podía ser salvado todavía, y si no, qué tendencia literaria surgiría en su lugar. La mayoría abrumadora de los preguntados, y entre ellos casi todos los antiguos discípulos de Zola a la cabeza, desahuciaron al enfermo. Sólo el leal Paul Alexis se apresuró a telegrafiar: «Naturalisme pas mort. Lettre suit», como si quisiera impedir la difusión de un infundio peligroso. Pero su prisa no sirvió de nada. El infundio se extendió y el naturalismo fue negado incluso por aquellos que tenían que agradecerle toda su existencia artística. Pero de éstos formaban parte realmente la mayoría de los escritores de la época. Pues ¿qué era la literatura importante hasta finales de siglo aproximadamente, y qué es en parte hoy todavía sino literatura naturalista, destructora de formas, procedente de la expansión de los contenidos experienciales? ¿Qué era sobre todo la «novela psicológica» de Bourget, Barrès, Huysmans e incluso Proust, sino fruto naturalista, observación interesada en el document humain? ¿Y qué es en último análisis toda la novela moderna sino la descripción exacta, minuciosa y cada vez más precisa de la realidad espiritual concreta? Determinados rasgos antinaturalistas, como es claro, van unidos con el impresionismo en la literatura tan inseparablemente como en la pintura, pero incluso éstos crecen en el terreno del naturalismo. La violencia de la reacción en el público parece a primera vista inexplicable. Los argumentos contra el naturalismo no eran nuevos ni mucho menos; lo extraño era simplemente que se volvían contra él con tal acritud en un momento en que el naturalismo parecía haber sido ya vencido. ¿Qué era lo que no se le podía perdonar al naturalismo o se pretendía no poder perdonarle? Se afirmaba que el naturalismo era un arte indelicado, indecente, obsceno, expresión de un concepto del mundo simple, materialista, instrumento de una propaganda democrática grosera y bastamente presentada, una colección de aburridas, intrascendentes y licenciosas trivialidades, una representación de la realidad que describía en el hombre solamente al animal salvaje, carnicero e indisciplinado, y en la sociedad sólo la obra del exterminio, la disolución de las relaciones humanas, la destrucción de la familia, de la nación y de la religión; que era, en una palabra, destructor, opuesto a la naturaleza y hostil a la vida. La generación de 1850 defendió contra el naturalismo sólo los intereses de las clases superiores, mientras que la de 1885 defendió contra él a la humanidad, a la vida creadora, a Dios. La gente se ha vuelto tal vez más religiosa, pero en modo alguno más sincera.

Se despotrica contra los misterios del ser y la profundidad de las almas; se llama a lo razonable vulgar y se quiere investigar, adivinar, lo desconocido e incognoscible. Se confiesan «ideales ascéticos» negadores del mundo; se omite sólo preguntar con Nietzsche por qué se los necesita. El simbolismo es la más celebrada tendencia del día; Verlaine y Mallarmé están en el centro del interés de todos. Los nombres más grandes del movimiento romántico, Chateaubriand, Lamartine, Vigny, Mérimée, Gautier, George Sand, no se mencionan en absoluto en las respuestas que Huret obtiene[215]. Se descubre de este modo a Stendhal y Baudelaire, la gente se entusiasma con Villiers de l’Isle-Adam y Rimbaud, predomina la moda de la novela rusa, del prerrafaelismo inglés y de la filosofía alemana. Pero el efecto más profundo y más fecundo proviene de Baudelaire; es considerado el precursor más importante de la poesía simbolista y, sobre todo, el creador de la lírica moderna. Él es quien vuelve a llevar a la generación de Bourget y Barrès, Huysmans y Mallarmé al camino del esteticismo romántico y le enseña a combinar el nuevo misticismo con el antiguo fanatismo del arte.

El esteticismo alcanza en el período del impresionismo el punto culminante de su desarrollo. Sus señales características —la actitud pasiva, meramente contemplativa, ante la vida, la fugacidad y la ausencia de todo compromiso de las vivencias y del sensualismo hedonístico— constituyen ahora los criterios del arte por excelencia. Ahora la obra de arte es considerada no sólo como finalidad, no sólo como juego suficiente por sí mismo, cuyo encanto es natural que sea destrozado por todo objetivo extraño, ajeno a la estética, no sólo como el más bello regalo de la vida, para cuyo disfrute hay que prepararse previamente con una entrega total, sino que, en su autonomía, en su falta de consideración para todo lo que está fuera de su propia esfera, se convierte en modelo de la vida, o sea de la vida de un diletante, que ahora, en la valoración de poetas y escritores, comienza a desplazar a los héroes espirituales del pasado y se convierte en figura ideal del fin de siècle. Lo que lo caracteriza ante todo es precisamente que trata de «hacer de su vida una obra de arte», es decir algo precioso e inútil, algo que corre libre y pródigamente, algo consagrado a la belleza, a la forma pura, a la armonía de los colores y las líneas. La cultura estética significa el estilo de vida propio de la carencia de función y de superfluidad, es decir el compendio de la resignación y de la pasividad románticas. Pero ella exagera todavía el romanticismo; renuncia no sólo a la vida por causa del arte, sino que busca la justificación de la vida en el propio arte. Considera la obra de arte como la única indemnización verdadera de las desilusiones de la vida, como la auténtica realización y perfección de la existencia, que es imperfecta e inarticulada en sí. Pero esto no significa que la vida opere de manera más bella y conciliadora en las formas del arte, sino que, como piensa Proust, el último gran impresionista y hedonista estético, sólo a través de la memoria, la visión y la experiencia estética llegan a ser realidad plena. Cuando nos encontramos con los hombres y las cosas en la realidad no es cuando estamos presentes en nuestras vivencias con la mayor intensidad —el «tiempo» y el presente de esta vivencia es siempre «perdido»—, sino cuando «volvemos a encontrar el tiempo», cuando ya no somos actores de nuestra vida, sino espectadores, cuando creamos obras de arte o disfrutamos de ellas, es decir cuando recordamos. En Proust posee el arte por primera vez lo que Platón le había negado: las ideas, el recuerdo apropiado a las formas esenciales del ser.

El moderno esteticismo como concepción del mundo propia de la actitud totalmente pasiva y meramente contemplativa frente a la vida deriva en su fundamento teórico de Schopenhauer, que define el arte como la liberación de la voluntad, como el sedante que reduce al silencio los apetitos y pasiones. La concepción estética del mundo juzga y valora toda la existencia desde el punto de vista de este arte sin voluntad ni apetitos. Su ideal es un público compuesto por simples artistas, reales o en potencia, por temperamentos artísticos para los que la realidad constituye simplemente el sustrato de las vivencias estéticas. El mundo civilizado es para esta concepción un inmenso estudio de artista, y el mejor conocedor del arte es el propio artista. D’Alembert dice todavía: «¡Ay del arte cuya belleza existe sólo para los artistas!» El hecho de que se sintiera provocado a expresar semejante advertencia demuestra de todas maneras que el peligro del esteticismo existió ya para el siglo XVIII; en el siglo XVII a nadie se le hubiera ocurrido pensar en semejante cosa. Para el siglo XIX, el temor de D’Alembert ha cesado nuevamente de significar un peligro. Los Goncourt califican sus palabras como la mayor tontería que se puede pensar[216], y de nada están tan profundamente convencidos como de que la premisa de la adecuada comprensión del arte es una vida consagrada al arte, o sea al ejercicio práctico de él.

La concepción estética del mundo propia del impresionismo señala el comienzo de un completo cultivo interno del arte. Los artistas crean sus obras para artistas, y el arte, o sea la vivencia formal del mundo sub specie artis, se convierte en objeto propio del arte. La naturaleza grosera, informe y no contaminada por la cultura pierde su atractivo estético, y el ideal de naturalidad es desplazado por un ideal de artificiosidad. La ciudad, la cultura ciudadana, las diversiones ciudadanas, la vie factice y los paradis artificiels parecen no sólo incomparablemente más atractivos, sino también mucho más espirituales y llenos de alma que los llamados encantos de la naturaleza. La naturaleza es en sí fea, vulgar, informe, y sólo por el arte se vuelve agradable. Baudelaire odia el campo, los Goncourt descubren en la naturaleza una enemiga, y los estetas posteriores, principalmente Whistler y Wilde, hablan de ella en un tono de ironía despectiva. Es el fin de la pastoral, del entusiasmo romántico por la naturaleza y la fe en la identidad entre naturaleza y razón. La reacción contra Rousseau y contra el culto del estado natural que proviene de él encuentra aquí su conclusión definitiva. Todo lo simple y claro, todo lo instintivo y no refinado pierde su valor; se resalta la conciencia, el intelectualismo y la innaturalidad de la cultura. Se descubren la visión de la cultura y las funciones intelectuales en el proceso de la creación artística. La fantasía del artista produce constantemente cosas buenas, medianas y malas —dice Nietzsche[217]—, pero el primero en rechazar, seleccionar y organizarlas en material utilizable es su juicio. También esta idea proviene en el fondo, como toda la filosofía de la vie factice, de Baudelaire, que quiere «transformar su deleite en conocimiento», y ceder la palabra, en el poeta, al crítico siempre[218], y en el que el entusiasmo por todo lo que es artificial llega a tal punto que tiene la naturaleza, incluso moralmente, por mediocre. El mal ocurre sin esfuerzo —afirma él—, o sea naturalmente, y el bien, por el contrario, es siempre producto de un arte, es artificial, innatural[219].

Pero el entusiasmo por la artificiosidad de la cultura es en cierto modo otra vez sólo una forma de la fuga romántica ante el mundo. Se elige la vida ficticia, artificial, porque la realidad no podría ser tan bella como la ilusión, y porque todo contacto con la realidad, todo intento de realizar los sueños y deseos deberían conducir a su depravación. Pero ahora se huye de la realidad social no hacia la naturaleza, como hicieron los románticos, sino hacia un mundo elevado, más sublime y más artificioso. En Axel, de Villiers de l’lsle-Adam (1890, póstuma), una de las representaciones clásicas del nuevo sentimiento de la vida, las formas intelectuales e imaginarias del ser están siempre sobre las naturales y prácticas, y los deseos irrealizables dan siempre la impresión de ser más perfectos y más satisfactorios que su transformación en la realidad habitual y trivial. Axel, con Sara, a la que ama, quería cometer un suicidio. Ella está dispuesta de buen grado a ir con él a la muerte, pero quisiera, antes de morir, vivir la felicidad de una noche de amor. Axel teme, sin embargo, no tener después valor para morir, y que su amor, como todos los sueños realizados, no resista la prueba del tiempo. La ilusión completa le es más querida que la realidad imperfecta. Todo el mundo de ideas del neorromanticismo depende más o menos de este sentimiento; por todas partes tropezamos con Lohengrines que, como dice Nietzsche, abandonan a sus Elsas en la noche de boda. «¿Vivir? —pregunta Axel—. De eso ya se cuidan nuestros criados por nosotros.»

En Al revés, de Huysmans (1884), documento de este esteticismo receloso del mundo y de la naturaleza, se realiza de modo todavía más integral la sustitución de la práctica por la vida intelectual. Des Esseintes, el famoso héroe de la novela, prototipo de todos los Dorian Gray, se aísla tan herméticamente del mundo que ni siquiera se atreve a emprender un viaje, porque teme ser engañado por la realidad. Es el mismo objetivismo paralizador y hostil a la vida que se expresa en el hastío de la naturaleza propio del esteticismo. «El tiempo de la naturaleza —dice Des Esseintes— ha caducado; ha agotado definitivamente la paciencia de los espíritus delicados con la repugnante monotonía de sus paisajes y su cielo.» Para estos espíritus no hay más que un camino: independizarse por completo y sustituir la naturaleza por el espíritu y la realidad por la ficción. Esto significa para ellos torcer todo lo que ha tenido un desarrollo natural, retorcer todos los instintos e inclinaciones naturales hacia sus contrarios. Des Esseintes vive en su casa como en un convento, no visita a nadie ni recibe a nadie, no escribe ni recibe cartas, duerme durante el día y lee, fantasea y especula durante la noche; se crea sus «paraísos artificiales» y renuncia a todo lo que proporciona placer a los comunes mortales. Idea sinfonías en colores, perfumes, bebidas, flores artificiales y gemas raras, pues los medios de su acrobacia espiritual han de ser raros y costosos. Naturalmente, barato, insípido y plebeyo son sinónimos en su vocabulario.

Pero el misticismo de toda esta concepción del mundo quizá en ninguna parte se expresa tan rotundamente como en la novela corta Véra, de Villiers de l’Isle-Adam[220]. Véra es la esposa del héroe, idolatradamente amada y fallecida pronto, y él no quiere convencerse de su muerte porque no podría soportar la certidumbre. Arroja dentro, a través de la verja, la llave del panteón donde ella está enterrada, vuelve a su casa y comienza una nueva vida artificial, o sea que continúa la antigua como si nada hubiera ocurrido. Entra y sale, habla y obra como si ella viviera y se encontrara junto a él. Su proceder es un entramado tan consecuente y continuo de actitudes y obras que a la perfecta sensatez de su conducta no le falta sino la presencia corporal de Véra. Pero ella está en lo espiritual tan íntegramente presente, y la irradiación de su personalidad es tan inmediata y tan poderosa, que su vida ficticia posee realidad mucho más profunda, verdadera y auténtica que su muerte efectiva. Ella muere solamente cuando al noctámbulo se le escapan una vez estas palabras: «Ya recuerdo… ¡Sí, estás muerta!» A ningún lector inteligente se le escapará la analogía entre esta terca negativa a aceptar la realidad como válida y la negación cristiana del mundo, pero ninguno desconocerá la diferencia entre la impasibilidad de una idea obsesiva y la serena firmeza de una fe religiosa. No se puede imaginar nada menos cristiano ni más ajeno al espíritu de la Edad Media que el ennui, esta nueva forma impresionista del dolor cósmico romántico. Se expresa en él un sentimiento de existencia hastiada por la monotonía de la vida[221]; lo contrario, por lo tanto, de la existencia insatisfecha, que, como se ha señalado, había sido sentida antiguamente por una época creyente en un orden divino por encima de las contrariedades de la existencia[222]. Entonces se sentía la versatilidad de la fortuna, la inestabilidad y veleidad del destino como inquietante, se anhelaban el sosiego y la seguridad, la monotonía y el aburrimiento de la paz; a los modernos estetas, por el contrario, la existencia ordenada y segura de la vida burguesa les parece lo más insoportable. La aspiración del impresionismo a mantener las horas variables, su entrega al estado de ánimo del momento como valor vital más alto, irreductible e indefinible por excelencia, su propósito de vivir el momento, de absorberse en él, es nada más que la consecuencia de esta concepción no burguesa del mundo, de esta rebelión contra la rutina y la disciplina de la vida burguesa. También el impresionismo es un arte de oposición, como toda tendencia artística progresista desde el Renacimiento, y la rebeldía latente que es propia de la actitud impresionista ante la vida, sin que los impresionistas sean siempre conscientes de ello, contribuye a explicar la repulsa del nuevo arte por parte del público burgués.

En el decenio de 1880 se designa con predilección al hedonismo estético de la época como «decadencia». Des Esseintes, fino sibarita, es al mismo tiempo el prototipo del décadent exquisito. Pero el concepto de decadencia contiene también rasgos que no están necesariamente contenidos en el de esteticismo; así, ante todo, el declinar de la cultura y el sentimiento de crisis, esto es, la conciencia de encontrarse al final de un proceso vital y ante la disolución de una civilización. La simpatía hacia las antiguas culturas, cansadas y refinadas, hacia el helenismo, hacia el último período romano, el rococó y el viejo estilo «impresionista» de los grandes maestros pertenece a la esencia del sentimiento de decadencia. Es cierto que la sensación de estar ante un cambio de la historia de la cultura se tuvo ya con anterioridad; pero en tanto que hasta aquí se lamentaba el destino de pertenecer a una cultura envejecida, como hacía por ejemplo Musset todavía, ahora se une al concepto de la existencia vieja y cansada, del exceso de cultivo, y de la degeneración, la idea de una aristocracia espiritual. Se apodera de los hombres una auténtica embriaguez de ruina, una sensación que tampoco es nueva ya, pero que ahora es mucho más fuerte que nunca. Son innegables Jas conexiones con el rousseaunianismo, con el tedio byroniano de la vida y con el afán de muerte del romanticismo. El mismo abismo atrae a los románticos y a los decadentes; el mismo placer de destrucción, de autodestrucción, los embriaga. Pero para los decadentes «todo es abismo», todo está lleno de miedo a la vida y de inseguridad:

Tout plein de vague horreur, menant on ne sait où,

como dice Baudelaire.

«Quién sabe si la verdad no es triste», decía Renan; palabras del más profundo escepticismo que ninguno de los grandes rusos hubiera suscrito. Pues para ellos puede ser triste todo, menos la verdad. Pero cuánto más sombrías son las palabras de Rimbaud: «Lo que no se sabe es tal vez terrible» (Le Forgeron). Se adivina de qué impenetrable e inagotable enigma se siente rodeado cuando añade a continuación: «Ya lo sabremos.» El abismo, que era para el cristiano el pecado, para el caballero el deshonor y para el burgués la ilegalidad, es para el decadente todo aquello para lo que él no posee un concepto, una palabra y una formulación. De aquí su desesperada lucha por la forma y su insuperable horror por lo informe, lo no domado y lo natural. De aquí su predilección por las épocas que tuvieron a su disposición más formulaciones, aunque no siempre las mejores, que tuvieron para todo una palabra, aunque con frecuencia sólo imprecisa.

El «Je suis l’empire à la fin de la décadence», de Verlaine, se convierte en característica de la época, y aunque tiene por predecesores como apologistas del período de decadencia romano a Gérard de Nerval[223], Baudelaire y Gautier[224], él dice, sin embargo, la palabra definitiva en el momento preciso y presta a lo que hasta entonces era expresión de un simple ambiente el carácter de un programa cultural. Hubo períodos de cultura que no supieron nada de una Edad de Oro, o no quisieron saber nada de ella, pero no hubo antes del decadentismo del siglo XIX ninguna generación que hubiera preferido la Edad de Plata a la Edad de Oro. Esta elección significaba no sólo la conciencia de ser meros descendientes, no sólo la modestia propia de herederos tardíos, sino también una especie de conciencia de culpabilidad y de sentimiento de inferioridad. Los décadents eran hedonistas con remordimientos de conciencia, pecadores que, como Barbey d’Aurevilly, Huysmans, Verlaine, Wilde y Beardsley, se arrojaban en brazos de la Iglesia católica. En nada se expresa tan directamente este sentimiento de culpa como en su concepción del amor, que estaba totalmente dominado por la psicología de pubertad del romanticismo. Para Baudelaire, el amor es la cosa prohibida por excelencia, el pecado original, la pérdida nunca ya reparable de la inocencia; «Faire l’amour c’est faire le mal», dice. Pero este satanismo romántico transforma esta pecaminosidad en una fuente de lujuria: el amor es no sólo el mal intrínsecamente, sino que su placer más alto consiste precisamente en la conciencia de estar haciendo el mal[225]. La simpatía por la prostituta, que los decadentes comparten con los románticos y en la que Baudelaire es de nuevo intermediario, es la expresión de la misma relación vedada y culpable con el amor. Desde luego, es sobre todo la expresión de la rebelión contra la sociedad burguesa y la moral basada en la familia burguesa. La prostituta es la desarraigada y la proscrita, la rebelde que se rebela no sólo contra la forma institucional burguesa del amor, sino también contra la «natural» forma espiritual. Destruye no sólo la organización moral y social del sentimiento, sino también las bases mismas del sentimiento. Es fría en medio de las tormentas de la pasión, es y se mantiene espectadora por encima de la lujuria que despierta, se siente solitaria y apática cuando otros están arrebatados y embriagados; es, en suma, el doble femenino del artista. De esta comunidad de sentimientos y destino surge la comprensión que los artistas decadentes muestran por ella. Ellos saben bien cómo ellas se prostituyen, cómo vencen sus más sagrados sentimientos y qué baratos venden sus secretos.

Esta declaración de solidaridad con la prostituta completa el extrañamiento de los artistas con respecto a la sociedad burguesa. El mal escolar se sienta en «el último banco», como decía Thomas Mann de uno de sus héroes, y siente el alivio que se experimenta cuando se deja la escena de la contienda pública, y se queda en «el último banco», despreciado pero sin que le molesten. Sería raro que en un pensador como Thomas Mann, cuya completa visión de la vida gira en torno a un solo problema central, es decir la posición del artista en el mundo burgués, incluso esta observación aparentemente inocua no estuviera relacionada de alguna manera con su interpretación del modo de vida del artista. La existencia peculiar que llevan los artistas, que debe extrañar a la mentalidad burguesa como carente de toda ambición, es, efectivamente, un «último banco» que les libera de toda responsabilidad y de toda necesidad de dar cuenta de sus acciones. De cualquier modo, la visión enfáticamente «burguesa» de Thomas Mann, lo mismo que también, por ejemplo, la «correcta» filosofía social de Henry James, sólo pueden ser comprendidas como una reacción contra el modo de vida del tipo de artista que ha tomado su puesto ostentosamente en el «último banco» y con el que la gente rehúsa tener nada que ver.

Thomas Mann y Henry James saben, sin embargo, demasiado bien que el artista se ve obligado a llevar una existencia extrahumana e inhumana, que los caminos de la vida normal no le están abiertos y que los sentimientos humanos espontáneos, ingenuos y cálidos de los hombres no tienen aplicación a sus propios fines. La paradoja de su suerte consiste en que su tarea es describir la vida de la que está excluido. Esta situación trae consigo serias complicaciones, con frecuencia insolubles. Paul Overt, el más joven de los dos escritores que se enfrentan en The Lesson of the Master, de Henry James, se rebela en vano contra la cruel disciplina monástica a que está sujeta una vida dedicada al arte, y se revuelve en vano contra la renuncia a toda felicidad personal y privada que Henry St. George, el maestro, les pide. Está lleno de impaciencia y de rencor contra la tiranía inmisericorde del poder al que él mismo se ha vendido. «¿Tú no te imaginas, por casualidad, que yo estoy defendiendo el arte?», le replica el maestro. «Felices las sociedades que no lo conocen.» Y el reproche de Thomas Mann al arte es igualmente severo e implacable. Pues cuando muestra que todas las vidas problemáticas, ambiguas y deshonrosas, todos los débiles, los enfermos y degenerados, todos los aventureros, estafadores y criminales y, finalmente, incluso Hitler, son parientes espirituales del artista[226], formula la más terrible acusación que nunca se haya hecho contra el arte.

La época del impresionismo produce dos tipos extraños del artista moderno apartado de la sociedad: el nuevo bohemio, y los que se refugian lejos de la civilización occidental en países exóticos. Ambos son producto del mismo sentimiento, del mismo «malestar en la cultura»; lo único que ocurre es que mientras unos eligen la «emigración interior», otros optan por la huida real. Pero ambos llevan la misma vida abstracta separada de la realidad inmediata y de la actividad práctica; ambos se expresan en formas que inevitablemente han de parecer cada vez más extrañas e ininteligibles a la mayoría del público. El viaje a tierras remotas, como fuga de la civilización moderna, es tan viejo como la protesta bohemia contra el modo burgués de vida. Ambos tienen su origen en el individualismo y el irrealismo románticos, pero se han transformado entre tanto, y la forma en que ahora se incorporan a la experiencia del artista hay que atribuirla otra vez, sobre todo, a Baudelaire. Los románticos buscaban ya la «flor azul», el país de los sueños e ideales, «Mais les vrais voyageurs —dice Baudelaire— sont ceux-là seuls que partent pour partir…» Es la fuga real, el viaje a lo desconocido, lo que se comprende, y no porque uno se sienta atraído, sino porque se está disgustado por algo.

O Mort, vieux capitaine, il est temps! Levons l’ancre!

Ce pays nous ennuie, o Mort! Appareillons!

Si le ciel et la mer sont noirs comme l’encre,

Nos coeurs que tu connais sont remplis de rayons!

Rimbaud intensifica el dolor de la partida —«La vie est absente, nous ne sommes pas au monde»—, pero apenas si intensifica la belleza de las palabras de adiós de Baudelaire, que no tienen paralelo en toda la poesía moderna. Sin embargo, él es el único auténtico heredero de Baudelaire, el único que realiza los viajes imaginarios del maestro y hace una forma de vida de lo que antes de él no era más que meras escapadas al mundo de la bohemia.

En Francia, la bohemia no es un fenómeno uniforme y definido. No es preciso subrayar que la frívola y amable gente joven de la ópera de Puccini no tiene nada en común con Rimbaud y su posesión por el espíritu del mal, o con Verlaine y su vacilación entre la criminalidad y el misticismo. Pero la genealogía de Rimbaud y Verlaine tiene muchas ramificaciones, y para describirla es necesario distinguir entre tres fases y formas de vida de artista: el bohemio de la época romántica, el de la naturalista y el de la impresionista[227]. La bohemia no era originariamente más que una manifestación contra el modo burgués de vida. La bohemia estaba compuesta por jóvenes artistas y estudiantes, que eran en su mayoría hijos de gente adinerada, y en los que la oposición a la sociedad predominante era por lo común simplemente producto de juvenil exuberancia y espíritu de contradicción. Théophile Gautier, Gérard de Nerval, Arsène Houssaye, Nestor Roqueplan y el resto de ellos se apartaban de la sociedad burguesa no porque se vieran obligados, sino porque querían vivir de manera distinta de la de sus progenitores burgueses. Eran auténticos románticos que querían ser originales y extravagantes, porque por arte y poesía entendían algo original y extravagante. Emprendían su excursión por el mundo do los forajidos y los proscritos como se emprende un viaje a un país exótico; no sabían nada de la miseria de la bohemia posterior y eran libres para volver a la sociedad burguesa en cualquier momento.

La bohemia de la generación siguiente, la del naturalismo militante con su cuartel general en la cervecería, la generación a la que pertenecían Champfleury, Courbet, Nadar y Murger, era, por el contrario, una bohemia real, esto es, un proletariado artístico, integrado por gente cuya existencia era totalmente insegura, gente que estaba fuera de las fronteras de la sociedad burguesa y cuya lucha contra la burguesía no era un juego de ingenio agudo, sino una amarga necesidad. Su modo de vida no burgués era la forma que sentaba mejor a la existencia dudosa que llevaban, y ya no era ésta ni mucho menos una simple mascarada. Pero así como Baudelaire, que pertenece cronológicamente a esta generación, señala, intelectualmente, una reversión a la bohemia romántica, por un lado, y un avance hacia la impresionista, por otro, Murger representa también, aunque en un sentido distinto, un fenómeno de transición. Ahora que la bohemia deja de ser «romántica», la burguesía comienza a romantizarla e idealizarla. En este proceso Murger desempeña el papel de maître de plaisir y representa al Quartier Latin domesticado y limpio. Por este servicio alcanza, como merece, el rango de autor reconocido por la clase media.

El filisteo considera la bohemia en conjunto como un inframundo. Le atrae y le repele. Coquetea con la libertad y la irresponsabilidad que reinan soberanamente en ella, pero retrocede ante el desorden y la anarquía que implica la realización de esta libertad. La idealización de Murger se propone presentar más inofensivo de lo que es el peligro que amenaza por esta parte a la sociedad burguesa y permitir al burgués confiado el lujo de seguir en sus equívocos sueños ilusos. Los personajes de Murger son habitualmente alegres, un poco frívolos, pero jóvenes de absoluto buen natural, que recordarán su vida bohemia cuando sean viejos como el lector burgués recuerda los bulliciosos años en que él era estudiante. A los ojos del burgués, esta impresión de lo provisional quitó el último aguijón a la bohemia. Y Murger no estaba solo en su opinión ni mucho menos. Balzac describía también la vida bohemia de los jóvenes artistas como una etapa de transición. «La bohemia está compuesta —escribe en Un prince de la bohème— por gente joven que son todavía desconocidos, pero que serán bien conocidos y famosos algún día.»

En la época del naturalismo, sin embargo, no sólo la concepción de Murger, sino también la vida real de la bohemia es todavía un idilio comparada con la vida de los poetas y artistas de la generación siguiente, que se enajenan por sí mismos de la sociedad burguesa: los Rimbaud, Verlaine, Tristan Corbière y Lautréamont. La bohemia se había convertido en una partida de vagabundos y forajidos, en una clase en la que habitan la amoralidad, la anarquía y la miseria, en un grupo de desesperados que no sólo rompen con la sociedad burguesa, sino con toda la civilización europea. Baudelaire, Verlaine y Toulouse-Lautrec son tristes borrachos; Rimbaud, Gauguin y Van Gogh, aventureros y desarraigados vagabundos; Verlaine y Rimbaud mueren en el hospital; Van Gogh y Toulouse-Lautrec están algún tiempo en un asilo para lunáticos, y la mayoría de ellos pasa su vida en los cafés, en los cabarets, en los burdeles, en los hospitales o en la calle. Destruyen en sí mismos todo lo que pueda ser útil para la sociedad, se exasperan contra todo lo que da permanencia y continuidad a la vida y se enfurecen contra sí mismos como si estuvieran ansiosos de exterminar en su propia naturaleza todo lo que tienen en común con los demás. «Me estoy matando —escribe Baudelaire en una carta de 1845— porque soy inútil a los demás y un peligro para mí mismo.» Pero no es sólo la conciencia de su propia infelicidad lo que le llena, sino también el sentimiento de que la felicidad de los demás es algo vulgar y trivial. «Usted es un hombre feliz —escribe en una carta posterior—. Lo siento por usted, señor, por ser feliz tan fácilmente. Un hombre tiene que haber caído muy bajo para considerarse feliz»[228]. Encontramos el mismo desprecio por el sentimiento de felicidad barata en la breve narración Las grosellas, de Chéjov. Y esto no es accidental en el caso de un escritor que siente tanta simpatía por la bohemia. «Dígame, ¿por qué lleva usted una vida tan monótona y tan aburrida?», pregunta el héroe de una de estas breves narraciones sobre artistas a su huésped. «Mi vida es triste, embotada, monótona, porque soy pintor, un pez raro, y he sido atormentado toda mi vida por la envidia, el descontento y la falta de fe en mi obra; soy siempre pobre, soy un vagabundo, pero usted es un hombre rico y normal, un propietario, un caballero. ¿Por qué vive usted de manera tan vulgar y toma usted tan poco de la vida?»[229]. La vida de la vieja generación de bohemios estaba, al menos, llena de color; pasan por alto su miseria para vivir de manera colorista e interesante. Pero los nuevos bohemios viven bajo la presión de un aburrimiento embotado, mohoso y sofocante; el arte no embriaga ya, sino que sólo narcotiza.

Sin embargo, ni Baudelaire ni Chéjov ni los demás tienen idea alguna de en qué infierno podría convertirse la vida para un hombre como Rimbaud. La cultura occidental tenía que alcanzar el estadio de su crisis presente antes de que una vida semejante fuera ni siquiera concebible. Un neurasténico, un hombre que nunca hace bien, un haragán, un hombre totalmente maligno y peligroso que, peregrinando de país en país, se dedica a rebañar para sí una vida como profesor de lenguas, buhonero, empleado de circo, cargador de muelle, jornalero del campo, marinero, voluntario en el ejército holandés, mecánico, explorador, traficante colonial y Dios sabe qué más; se coge una infección en alguna parte de África, hay que amputarle una pierna en un hospital de Marsella, para, a los treinta y siete años, morir despedazado en medio de la más terrible agonía; un genio que escribe poemas inmortales a los diecisiete años, que abandona la poesía por completo a los diecinueve y en cuyas cartas no hay nunca ni mención a la literatura durante el resto de su vida; un criminal para consigo mismo y para los demás, que se deshace de sus tesoros más preciosos y los olvida por completo y niega totalmente que los haya poseído nunca; uno de los adelantados y, como sostienen muchos, el fundador auténtico de la poesía moderna, el cual, cuando le alcanzan en África noticias de su fama, rehúsa escucharlas y las despide con un «Merde pour la poésie». ¿Puede imaginarse nada más aterrador, más en contraste con la idea de un poeta? ¿No será que, como dice Tristan Corbière, «sus poemas eran de otro y él no los había leído»? ¿No es éste el más terrible nihilismo imaginable, la extrema autonegación? Y éste es el fruto real de la semilla sembrada por Flaubert, el respetable burgués, cuidadoso y exquisito, y por sus amigos, artificiosos, cultos y llenos de ideas artísticas.

Después de 1890 la palabra «decadencia» pierde su tono sugestivo y la gente comienza a hablar del «simbolismo» como tendencia artística dominante. Moréas introduce el término y lo define como el intento de sustituir la realidad en la poesía por la «idea»[230]. La nueva terminología está de acuerdo con la victoria de Mallarmé sobre Verlaine y con el cambio de interés desde el impresionismo sensualista al espiritualismo. Frecuentemente, es muy difícil distinguir el simbolismo del impresionismo; ambos conceptos son en parte antitéticos y en parte sinónimos. Hay una diferencia plenamente clara entre el impresionismo de Verlaine y el simbolismo de Mallarmé, pero encontrar la categoría estilística propia para un escritor como Maeterlinck no es tan sencillo ni mucho menos. El simbolismo, con sus efectos ópticos y acústicos, así como con la mezcla y combinación de los distintos datos de los sentidos y la acción recíproca entre las varias formas de arte, sobre todo lo que Mallarmé entendía como recuperación por la poesía de sus propios valores, quitándoselos de nuevo a la música, es «impresionista». Pero, con su aproximación irracionalista y espiritualista, implica también una aguda reacción contra el impresionismo naturalista y materialista. Para este último, la experiencia de los sentidos es algo final e irreductible, mientras que para el simbolismo la totalidad de la realidad empírica es sólo la imagen de un mundo de ideas.

El simbolismo representa, por una parte, el resultado final del desarrollo que comenzó con el romanticismo, esto es, con el descubrimiento de la metáfora como célula germinal de la poesía, y que condujo a la riqueza de imágenes impresionistas, pero no sólo repudia al impresionismo por su visión materialista del mundo y al Parnaso por su formalismo y su racionalismo, sino que rechaza también al romanticismo por su emocionalismo y por el convencionalismo de su lenguaje metafórico. En ciertos aspectos, el simbolismo puede ser considerado como una reacción contra toda la poesía anterior[231]; descubre algo que ni había sido conocido nunca ni había sido realzado antes: la poésie pure[232], la poesía que surge del espíritu irracional y no conceptual del lenguaje, que se opone a toda interpretación lógica. Para el simbolismo, la poesía no es otra cosa que la expresión de aquellas relaciones y correspondencias que el lenguaje, abandonado a sí mismo, crea entre lo concreto y lo abstracto, entre lo material y lo ideal, y entre las diferentes esferas de los sentidos. Mallarmé piensa que la poesía es la insinuación de imágenes que se ciernen y se evaporan siempre; asegura que «nombrar» un objeto es destruir tres cuartas partes del placer que consiste en la adivinación gradual de su verdadera naturaleza[233]. El símbolo implica, sin embargo, no simplemente la evitación deliberada de la nominación directa, sino también la expresión indirecta de un significado, que es imposible describir directamente, que es esencialmente indefinible e inagotable.

La generación de Mallarmé no inventó ni mucho menos el símbolo como medio de expresión; arte simbólico había existido ya en épocas anteriores. Descubrió, simplemente, la diferencia entre el símbolo y la alegoría, e hizo del simbolismo, como estilo poético, la meta consciente de sus esfuerzos. Reconoció, incluso, aunque no siempre fue capaz de dar expresión a sus conocimientos, que la alegoría no es otra cosa que la traducción de una idea abstracta en forma de imagen concreta, por lo que la idea continúa en cierto modo siendo independiente de su expresión metafórica y podría incluso ser expresada de otra forma, mientras que el símbolo reduce la idea y la imagen a una unidad indisoluble, de manera que la transformación de la imagen implica también la metamorfosis de la idea. En suma, el contenido de un símbolo no puede ser traducido a ninguna otra forma, pero, por el contrario, un símbolo puede ser interpretado de varias maneras, y esta variabilidad de la interpretación, esta aparente inagotabilidad del significado de un símbolo, es su característica más esencial. Comparada con el símbolo, la alegoría parece siempre la transcripción simple, llana y en cierto modo superflua de una idea que no gana nada con ser trasladada de una esfera a otra. La alegoría es una especie de enigma cuya solución es obvia, mientras que el símbolo sólo puede ser interpretado, pero no resuelto. La alegoría es la expresión de un proceso mental estático; el símbolo, de uno dinámico; aquélla pone un límite y una frontera a la asociación de ideas; éste pone las ideas en movimiento y las mantiene en él. El arte de la plena Edad Media se expresa principalmente en símbolos; el arte de la baja Edad Media, en alegorías; las aventuras de Don Quijote son simbólicas; las de los héroes de las novelas de caballerías que Cervantes toma como modelo, alegóricas. Pero en casi todas las épocas coexisten el arte alegórico y el simbólico, y con frecuencia se los encuentra entremezclados en las obras de un mismo artista. La «rueda de fuego» de Lear es un símbolo; las «candelas de la noche» de Romeo, una alegoría; pero la línea que sigue inmediatamente en Romeo —«el alegre día coloca la punta del pie sobre las cimas brumosas de la montaña»— tiene otra vez un halo simbólico en torno a sí; contiene una plenitud de relaciones y alusiones cuya fuerza imaginativa es más convincente que la de una alegoría.

El simbolismo se basa en la suposición de que el cometido de la poesía es expresar algo que no puede ser encajonado en una forma definida y no puede ser alcanzado por un camino directo. Desde que es imposible expresar nada válido sobre las cosas a través de los medios claros de la conciencia, mientras el lenguaje descubre como automáticamente las relaciones existentes entre ellas, el poeta debe, como insinúa Mallarmé, «dar paso a la iniciativa de las palabras»; debe permitirse a sí mismo ser llevado por la corriente del lenguaje, por la sucesión espontánea de imágenes y visiones, lo cual implica que el lenguaje es no sólo más poético, sino también más filosófico que la razón. El concepto rousseauniano de un estado de naturaleza que es, según se dice, mejor que la civilización, y la idea de Burke de un desarrollo histórico orgánico que produce, según se supone, cosas más valiosas que el reformismo, son los orígenes verdaderos de esta teoría poético-mística, y son reconocibles todavía en la noción de Tolstói y Nietzsche de que el cuerpo es más sabio que la mente, y en la teoría bergsoniana de que la intuición es más profunda que el intelecto. Pero este nuevo misticismo del lenguaje, esta alchimie du verbe, como toda la interpretación alucinante de la poesía, viene directamente de Rimbaud. Él fue quien hizo la declaración que ha tenido una influencia decisiva en toda la literatura moderna, o sea que el poeta debe convertirse en un vidente y que su cometido es prepararse para esto por medio de un sistemático extrañamiento de los sentidos de sus funciones normales, por la desnaturalización y deshumanización de éstos. La práctica que Rimbaud recomendaba estaba no sólo de acuerdo con el ideal de artificialidad que todos los decadentes tenían en la cabeza como su ideal supremo, sino que contenía ya el nuevo elemento, o sea el de la deformación y la mueca como medio de expresión, que se volvió tan importante para el moderno arte expresionista. Estaba basado, en lo esencial, en el sentimiento de que las actitudes espirituales normales y espontáneas son artísticamente estériles, de que el poeta debe superar al hombre natural que lleva dentro de sí para descubrir el significado escondido de las cosas.

Mallarmé era un platónico que miraba la ordinaria realidad empírica como la forma corrompida de un ser absoluto ideal y atemporal, pero que quería realizar el mundo de las ideas, al menos parcialmente, en la vida terrenal. Vivió en el vacío de su intelectualismo, completamente separado de la vida práctica ordinaria, y casi no tuvo en absoluto relaciones con el mundo fuera de la literatura. Destruyó toda espontaneidad dentro de sí mismo y se convirtió en algo así como el autor anónimo de sus obras. Nunca siguió nadie el ejemplo de Flaubert con más lealtad. «Tout au monde existe pour aboutir à un livre»: el propio maestro no lo hubiera dicho más flaubertianamente. A un livre, dice Mallarmé; pero lo que resulta, en efecto, apenas si es un libro. Pasa toda su vida escribiendo, reescribiendo y corrigiendo una docena de sonetos, dos docenas de poemas más breves, y unos seis más largos, una escena dramática y algunos fragmentos teóricos[234]. Sabía que su arte era un callejón sin salida que no conducía a ninguna parte[235], y por esto el tema de la esterilidad ocupa tanto espacio en su poesía[236]. La vida del refinado, culto e inteligente Mallarmé terminó en un fiasco tan terrible como la existencia vagabunda de Rimbaud. Ambos desesperaron del significado del arte, de la cultura y la sociedad humanas, y es difícil decir cuál de los dos actuó de manera más consecuente[237]. Balzac demostró ser un buen profeta en su Chef d’oeuvre inconnu: enajenándose de la vida, el artista se convierte en destructor de su propia obra.

Flaubert había pensado ya en escribir un libro sin tema, que hubiera sido pura forma, puro estilo, mero ornamento, y fue en él en quien surgió por vez primera la idea de la poésie pure. Tal vez Mallarmé no hubiera hecho propia literalmente la frase de que «una bella línea sin significado es más valiosa que una menos bella con significado»; él no creía por entonces en la renunciación a todo el contenido intelectual de la poesía, pero pedía que el poeta renunciara a la excitación de pasiones y emociones y al uso de motivos extraestéticos, prácticos y racionales. El concepto de «poesía pura» puede ser considerado, al menos, como el mejor compendio de su visión de la naturaleza del arte y la encarnación del ideal que como poeta tenía en la mente. Mallarmé comenzaba a escribir un poema sin saber exactamente a dónde conduciría la primera palabra, la primera línea; el poema surgía como la cristalización de palabras y líneas que se combinan casi según su propio acorde[238]. La doctrina de la «poesía pura» transpone lo principal de su método creador en una teoría del acto receptivo, estableciendo que para que se realice una experiencia poética no es absolutamente necesario conocer todo el poema, aunque sea breve; con frecuencia una o dos líneas, y a veces unas cuantas migajas verbales, son suficientes para producir en nosotros el estado de ánimo que corresponde al poema. En otras palabras, para disfrutar de un poema no es necesario, o en cualquier caso no es suficiente, comprender su significado racional, y verdaderamente, como muestra la poesía popular, no es necesario en absoluto que el poema tenga un exacto «significado»[239]. La semejanza del modo de comprensión que se describe aquí con la contemplación a una distancia conveniente de una pintura impresionista es obvia, pero el concepto de «poesía pura» contiene rasgos que no están necesariamente contenidos en el del impresionismo. Ella representa la forma de esteticismo más pura y más intransigente, y expresa la idea básica de que un mundo poético completamente independiente de la realidad ordinaria, práctica y racional, un microcosmos autónomo, estéticamente completo en sí mismo, y que gire sobre su propio eje, es perfectamente posible.

El distanciamiento aristocrático que se expresa en este extrañamiento del poeta con respecto a la sociedad está todavía más intensificado por la vaguedad deliberada de la expresión y la dificultad intencionada del pensamiento poético. Mallarmé es el heredero del «trovar oscuro» de los trovadores y de la erudición de los poetas humanistas. Busca lo indefinido, lo enigmático y lo oscuro no sólo porque sabe que la expresión parece más ampliamente alusiva cuanto más vaga es, sino también porque en su opinión un poema debe ser «algo misterioso cuya llave tiene que buscar el lector»[240]. Catulle Mendès se refiere expresamente a este aristocratismo de la práctica poética de Mallarmé y sus seguidores. A la pregunta de Jules Huret de si reprochaba a los simbolistas su oscuridad, replica: «En modo alguno. El arte puro se convierte cada día más en posesión de una minoría en esta época de democracia, en posesión de una aristocracia extravagante, morbosa y encantadora. Es justo que su nivel se mantenga alto»[241]. Del descubrimiento de que la comprensión racional no es el acceso mental característico a la poesía deriva Mallarmé la conclusión de que el rasgo básico de todo gran poema es lo incomprensible y lo inconmensurable. Las ventajas artísticas del modo elíptico de expresión en el que él está pensando son obvias; omitiendo ciertos eslabones en la cadena de la asociación, se consiguen una rapidez y una intensidad que se pierden cuando los efectos se desarrollan lentamente[242]. Mallarmé hace uso pleno de estas ventajas y su poesía debe su atracción, ante todo, al sentido comprimido de las ideas y a los saltos de las imágenes. Las razones por las que es difícil comprenderle no están, sin embargo, ni mucho menos implícitas siempre en la idea artística misma, sino que están con frecuencia relacionadas con manipulaciones lingüísticas bastante arbitrarias y de juego[243]. Y esta ambición de ser difícil por el gusto de la dificultad misma revela la verdadera intención del poeta de aislarse de la masa y reducirse a un círculo tan pequeño como sea posible. A pesar de su aparente indiferencia por los asuntos políticos, los simbolistas eran en lo esencial de ideas reaccionarias; eran, como señala Barrès, los boulangistes de la literatura[244]. La poesía de hoy, en parte por la misma razón que la de Mallarmé, parece no democrática y esotérica, y como si deliberadamente se cerrase para el público, por distintas que sean las convicciones políticas de cada uno de los poetas, y aunque sepamos bien que esta dificultad es el resultado de un desarrollo preparado desde hace mucho tiempo e inevitable para la cultura moderna.

Desde la Restauración, Inglaterra no había estado nunca tan fuertemente bajo la influencia francesa como en el último cuarto del siglo XIX. Después de un largo período de prosperidad, el Imperio británico atraviesa ahora una crisis económica que se convierte en una crisis del mismo espíritu Victoriano. La «gran depresión» comienza aproximadamente a mediados de los años setenta y apenas se extiende más de una década, pero durante este tiempo la clase media inglesa pierde la antigua confianza en sí misma. Comienza a sentir la competencia económica del extranjero, sobre todo de las naciones más jóvenes, como los alemanes y los estadounidenses, y se encuentra envuelta en una fiera contienda por la posesión de las colonias. El efecto directo de la nueva situación es la regresión del liberalismo económico, que La burguesía inglesa había considerado hasta ahora, a pesar de todas las críticas, como un dogma irrefutable[245]. La disminución en la exportación reduce la producción y rebaja el nivel de vida de la clase trabajadora. Aumenta el paro, se multiplican las huelgas, y el movimiento socialista, que había llegado a una pausa después de los años de la revolución a mediados de siglo, recobra ahora no sólo nuevo empuje, sino que adquiere conciencia por vez primera en Inglaterra de sus objetivos reales y de su fuerza. Este cambio tiene muchas y valiosas consecuencias en el desarrollo intelectual de la nación. La conciencia de estar enfrentados países extranjeros capaces de combatir en el mercado mundial trae consigo el fin del aislacionismo británico[246] y prepara el terreno para influencias intelectuales extranjeras.

Entre éstas, es de primera importancia la de la literatura francesa; la influencia de la novela rusa, y la de Wagner, Ibsen y Nietzsche, completan las sugerencias procedentes de Francia. Mucho más importante que las influencias externas, verdadera condición previa, es el hecho de que el quebrantamiento de la confianza en sí misma de la burguesía y de la fe en la misión divina de Inglaterra en el mundo, pero sobre todo el nuevo movimiento socialista de los años ochenta, hacen surgir una lucha renovada por la libertad individual dando a todo el desarrollo intelectual, a la literatura progresista y al modo de vida de la generación más joven, el cuño de una lucha por la libertad. La disposición intelectual de este período apenas si muestra algún rasgo que sea independiente de esta lucha contra la tradición y los convencionalismos, contra el puritanismo y el filisteísmo, el utilitarismo estéril y el romanticismo sentimental. La juventud lucha contra la generación más vieja por la posesión y el disfrute de la vida. La modernidad se convierte en consigna estética y moral de la juventud que «llama a la puerta» y exige que se le dé entrada. El ideal de autorrealización de Ibsen, el querer dar expresión a la propia personalidad y obtener para ella el reconocimiento se convierte en contenido y objetivo de la vida. Y aunque sigue sin estar claro qué es lo que se entiende habitualmente por «autorrealización», la seguridad moral de la antigua burguesía mundial se hunde ante los ataques de la nueva generación. Hasta 1875, aproximadamente, la juventud tiene enfrente una sociedad que es, en términos generales, estable, confiada en sus tradiciones y convencionalismos, y respetada incluso por sus adversarios; se siente esto no sólo en una Jane Austen, sino incluso en una George Eliot, que se apoyan en un orden social que, si no exactamente ideal y para ser aceptado incondicionalmente, no es, desde luego, despreciable o simplemente sustituible. Ahora, en cambio, todas las normas de la vida social cesan súbitamente de ser reconocidas como válidas; todo comienza a vacilar, todo se vuelve problemático y abierto a discusión.

La tendencia liberal en el arre y la literatura ingleses de los años ochenta representa un liberalismo apolítico, incluso aunque haya una estrecha conexión entre la búsqueda de la autorrealización por parte de la generación joven y las antiguas formas supraindividuales, de un lado, y la nueva situación política y social, de otro[247]. Esta generación joven es totalmente hostil a la burguesía, pero no es, en conjunto, democrática ni tampoco socialista en modo alguno. Su sensualismo y su hedonismo, su designio de disfrutar de la vida y embriagarse con ella, de hacer de la propia vida una obra de arte, de convertir cada hora de esta vida en una experiencia inolvidable e insustituible, asume con frecuencia un carácter antisocial y amoral. El movimiento antifilisteo no se dirige contra la burguesía capitalista, sino contra la burguesía torpe y que desdeña el arte. En Inglaterra, todo el movimiento de modernidad está dominado por este odio al filisteo, odio que, incidentalmente, se convierte en un nuevo convencionalismo mecánico. La mayoría de los cambios que experimenta el impresionismo en este país están condicionados también por él. En Francia, el arte y la literatura impresionistas no eran de carácter expresamente antiburgués; el francés había terminado ya su lucha contra el filisteísmo, e incluso los simbolistas sintieron una cierta simpatía por la clase media conservadora. La literatura de decadencia en Inglaterra, por el contrario, tiene que emprender la obra de zapa que había sido realizada en Francia en parte por los románticos y en parte por los naturalistas. El rasgo más extraño de la literatura inglesa de este período, en contraste con la francesa, es la propensión a la paradoja, a un modo de expresión sorprendente, excéntrico y deliberadamente chocante, a una sutileza intelectual cuya coqueta complacencia en sí misma y cuya carencia total de preocupación por la verdad parecen hoy de tan mal gusto. Es obvio que esta predilección por la paradoja no es otra cosa que el espíritu de contradicción y tiene su origen verdadero en el deseo de épater le bourgeois.

Todas las peculiaridades y amaneramientos de lenguaje, pensamiento, vestido y modo de vida de los rebeldes han de ser consideradas como una protesta contra la visión del filisteo lerdo, carente de imaginación, mentiroso e hipócrita. Su extravagante dandismo es tanto una protesta como el lenguaje colorista con el que se hace ostentación de todos los encantos del estilo impresionista. El movimiento decadente inglés ha sido justamente descrito como una fusión de Mayfair y Bohemia. En Inglaterra no encontramos ni una bohemia tan absoluta como en Francia ni vidas tan sin compromiso ni tan en inaccesibles torres de marfil como la de Mallarmé. La clase media inglesa tiene todavía suficiente vigor como para absorberlas o para segregarías. Oscar Wilde es un escritor burgués triunfante mientras parece soportable a la clase dominante, pero tan pronto como comienza a disgustarle es «liquidado» sin compasión. En Inglaterra, el dandy asume en cierto modo el papel del bohemio, pero de modo contrapuesto a éste en Francia. Es el intelectual burgués que pasa de su propia clase a otra superior, mientras que el bohemio es el artista que ha caído en el proletariado. La melindrosa elegancia y la extravagancia del dandy cumplen la misma función que la depravación y la disipación del bohemio. Son la encarnación de la misma protesta contra la rutina y la trivialidad de la vida burguesa, con la única diferencia de que los ingleses se adecúan al girasol en el ojal más fácilmente que al cuello abierto.

Es un hecho conocido que los prototipos de Musset, Gautier, Baudelaire y Barbey d’Aurevilly eran ya ingleses; Whistler, Wilde y Beardsley, por el contrario, tomaron la filosofía del dandismo de los franceses. Para Baudelaire, el dandy es la acusación viviente contra una democracia igualitaria. El dandy reúne en sí todas las virtudes del gentleman que son posibles hoy todavía; es capaz de afrontar toda situación y nunca se sorprende por nada; nunca se vuelve vulgar y conserva la fría sonrisa del estoico. El dandismo es la última revelación del heroísmo en una época de decadencia, una puesta de sol, el último rayo radiante del orgullo humano[248]. La elegancia del vestido, el melindre en las maneras, el rigor mental son sólo la disciplina externa que los miembros de esta alta orden se imponen a sí mismos en el mundo vulgar del presente; lo que interesa en realidad es la íntima superioridad e independencia, la carencia práctica de objetivos y el desinterés por la vida y la acción[249]. Baudelaire coloca al dandy por encima del artista[250]; porque éste es todavía capaz de entusiasmo, lucha todavía, obra todavía; es todavía bánausos en el antiguo sentido de la palabra. La crueldad de la visión de Balzac ha sido superada: el artista no sólo destruye su obra; destruye también sus pretensiones a la fama y el honor. Cuando Oscar Wilde coloca la obra de arte que pretende hacer de su vida, el arte con que da forma a sus conversaciones, relaciones y hábitos, por encima de sus obras literarias, está pensando en el dandy de Baudelaire: en el ideal de una existencia absolutamente inútil, sin objeto e inmotivada.

Pero cuán complaciente y coqueta es esta renuncia al honor y la fama del artista se muestra en la extraña combinación de diletantismo y esteticismo que es típica de los decadentes ingleses. El arte no había sido nunca tomado tan en serio como ahora; nunca el artista se había tomado tanta molestia en escribir hábilmente versos cincelados, una prosa sin tacha, y frases perfectamente articuladas y equilibradas. Nunca la «belleza», el elemento decorativo, lo elegante, lo exquisito, lo precioso desempeñaron un papel tan grande en el arte; nunca se practicó éste con tanto preciosismo y tanto virtuosismo. Si en Francia la pintura fue el modelo para la poesía, en Inglaterra lo fue el arte de los oréfices. No en balde habla Wilde tan entusiásticamente del jewelled style de Huysmans. Colores como los «montones de vegetales verde jade» en Covent Garden son su contribución personal a la herencia de los franceses. G. K. Chesterton señala en alguna parte que el esquema de la paradoja de Shaw consiste en que el autor diga «uvas blancas» en vez de «uvas verde claro». Wilde, que a pesar de todas las diferencias tiene mucho en común con Shaw, también basa su metáfora en los pormenores más obvios y triviales, y es precisamente esta combinación de lo trivial y lo exquisito la que es característica de su estilo. Es como si intentara decir que hay belleza incluso en la realidad más trivial, como él había aprendido de Walter Pater. «No el fruto de la experiencia, sino la experiencia misma es el fin… mantener este éxtasis es triunfar en la vida», como leemos en la conclusión de El Renacimiento.

Estas frases contienen todo el programa del movimiento estético. Walter Pater termina la tendencia que comienza con Ruskin y se continúa en William Morris, pero ya no está interesado en los objetivos sociales de sus predecesores; su único designio es hedonista: la intensificación de la experiencia estética. En él, el impresionismo no es más que una forma de epicureismo. Desde que «todas las cosas están en un fluir» en el sentido heracliteano, y la vida zumba detrás de nosotros con velocidad fantástica, hay para nosotros sólo una verdad, la del momento, y tanta delicia y tanto placer como podamos arrancar del momento. Todo lo que podemos hacer es no dejar pasar un instante sin disfrutar de su encanto peculiar, su secreto poder y su belleza. Nos daremos cuenta de la mejor manera de cuán lejos está en Inglaterra el movimiento estético del impresionismo francés, si pensamos acerca de semejante fenómeno lo mismo que Beardsley. Es imposible imaginar un arte más «literario» que el suyo, o un arte en el que la psicología, el motivo intelectual y la anécdota desempeñen un papel más importante. El elemento más esencial de su estilo es la caligrafía meramente ornamental, que los maestros franceses intentaron tan penosamente evitar. Y esta caligrafía es el punto de partida de todo el desarrollo que conduce a los ilustradores de moda y a los decoradores escénicos tan populares entre la burguesía semieducada y bien situada.

El intelectualismo, que, a pesar de la fuerte corriente intuicionista, forma la tendencia predominante en la literatura francesa, representa también la característica principal de la nueva literatura en Inglaterra. Wilde no sólo acepta la opinión de Matthew Arnold de que es el crítico el que determina el clima intelectual de un siglo[251], y no sólo asiente a la afirmación de Baudelaire de que todo artista genuino debe ser también crítico, sino que incluso coloca al crítico por encima del artista y tiende a mirar el mundo a través de los ojos del crítico. Esto explica el hecho de que su arte, como el de sus contemporáneos, parezca habitualmente tan diletantesco. Casi todo lo que ellos producen semeja el juego virtuosista de gente bien dotada, que no son, sin embargo, artistas profesionales. Pero si se les puede creer, ésta era precisamente la impresión que querían suscitar. Meredith y Henry James se mueven en los fundamentos del mismo intelectualismo, aunque en un nivel mucho más elevado. Si hay en la novela inglesa una tradición que relacione a George Eliot y Henry James[252], descansa sin duda alguna en este intelectualismo. Desde un punto de vista sociológico, comienza con George Eliot una nueva fase en la historia de la literatura inglesa: la aparición de un público lector nuevo y más exigente. Pero aunque su literatura representaba un estrato intelectual muy por encima del público de Dickens, era todavía posible para grupos relativamente grandes de lectores disfrutar de George Eliot, mientras que Meredith y Henry James eran leídos solamente por un estrato bastante pequeño de la intelectualidad, cuyos miembros no esperaban ya una novela que les proporcionase una acción conmovedora y unos personajes coloristas, como el publico de Dickens y George Eliot, sino ante todo una novela de un estilo impecable y de juicios sobre la vida maduros y terminantes. Lo que es habitualmente puro amaneramiento en Meredith es con frecuencia auténtica pasión intelectual en Henry James; pero ambos son representantes de un arte cuyas relaciones con la realidad son a menudo más bien abstractas, y cuyos personajes parecen moverse en el vacío, comparados con el mundo de Stendhal, Balzac, Flaubert, Tolstói y Dostoievski.

Hacia finales de siglo el impresionismo se convierte en el estilo predominante en toda Europa. En lo sucesivo hay por todas partes una poesía de estados de ánimo, de impresiones atmosféricas, de declinantes estaciones del año y de fugitivas horas del día. La gente pasa su tiempo creando lirismos que expresan sensaciones flotantes, apenas palpables, estímulos indefinidos e indefinibles, colores delicados y voces cansadas. Lo indeciso, lo vago, lo que se mueve en los límites más bajos de la percepción sensible se convierte en el tema principal de la poesía; no es, sin embargo, por la realidad objetiva por la que los poetas se preocupan, sino por sus emociones sobre su propia sensibilidad y su capacidad para la vivencia. Este arte insustancial de estados de ánimo y de atmósfera domina ahora todas las formas de la literatura; todas ellas se convierten en lirismo, en imagen y en música, en timbres y en matices. La narración se reduce a meras situaciones; la acción, a escenas líricas, al dibujo de caracteres, a la descripción de disposiciones y estados de alma. Todo se vuelve episodio, o periferia de una vida que carece de centro.

En la literatura de fuera de Francia, los rasgos impresionistas de la forma están señalados más vigorosamente que los simbolistas. Pensando sólo en la literatura francesa, se está tentado fácilmente de identificar el impresionismo con el simbolismo[253]. Así, incluso Victor Hugo llamaba al joven Mallarmé «mon cher poète impressioniste». Pero las diferencias son innegables en un examen más detenido. El impresionismo es materialista y sensualista, por delicados que sean sus motivos, mientras que el simbolismo es idealista y espiritualista, aunque su mundo de ideas es sólo un mundo de los sentidos sublimado. Pero la diferencia más fundamental es que, mientras el simbolismo francés —al que debe añadirse sobre todo el simbolismo belga—, juntamente con sus brotes, es decir con el vitalismo de Bergson, por un lado, y el catolicismo y el monarquismo de Action Française, por otro, representa una tendencia que está siempre a punto de convertirse en activismo, el impresionismo de los vieneses, los alemanes, los italianos y los rusos, con Schnitzler, Hofmannsthal, Rilke, D’Annunzio y Chéjov como personalidades dirigentes, expresa una filosofía de pasividad, de entrega completa al entorno inmediato, de absorción sin resistencia en el momento que pasa. Pero cuán profundas son las relaciones entre impresionismo y simbolismo, cuán fácilmente el factor irracional gana la supremacía en ambos y la pasividad se convierte en activismo, se muestra en la evolución de poetas como Stefan George y D’Annunzio. Se podría estar bastante dispuesto a relacionar las caídas en el mal gusto del último de los dos, su intoxicación crónica de vida y sus suntuosos ropajes verbales con sus inclinaciones fascistas, si en Barrès y Stefan George la misma tendencia política no estuviera relacionada con un gusto y unas maneras literarias de calidad tan superior.

Los vieneses representan la forma más pura del impresionismo que renuncia a toda resistencia a la corriente de experiencia. Tal vez es la cultura antigua y el gran papel desempeñado en la vida literaria por extranjeros, especialmente judíos, lo que da al impresionismo vienés su carácter pasivo y peculiarmente sutil. Este es el arte de hijos de burgueses ricos, expresión del hedonismo triste de aquella «segunda generación» que vive de los frutos de la obra de sus padres. Son nerviosos y melancólicos, cansados y carentes de objeto, escépticos e irónicos sobre sí mismos, estos poetas de animó exquisito que se evaporan en un instante y no dejan nada más que el sentimiento de la evanescencia, de haber perdido las respectivas oportunidades, y la conciencia de ser incapaces para la vida. El contenido latente de cualquier clase de impresionismo —la coincidencia de lo lejano y lo próximo, la extrañeza de las cosas más íntimas y más cotidianas, el sentimiento de estar separado para siempre del mundo— se convierte en él en la experiencia básica.

¿Cómo puede ser que aquellos días cercanos hayan pasado, pasado para siempre, y estén completamente perdidos?, pregunta Hofmannsthal, y esta pregunta contiene casi todas las otras: el horror al «aquí y ahora, esto es, al mismo tiempo, el más allá», el espanto por el hecho de que «estas cosas son diferentes y las palabras que nosotros usamos diferentes también», la consternación por el hecho de que «todos los hombres hacen su propio camino», y finalmente la gran cuestión última: «Cuando un hombre ha pasado, se lleva consigo un secreto: ¿cómo fue posible para él, precisamente para él, vivir en el sentido espiritual de la palabra?» Si se piensa en el «Nous mourons tous inconnus» de Balzac, se ve cuán consistentemente se ha desarrollado la visión europea de la vida desde 1830. Esta visión tiene una característica constante, que predomina siempre y cada vez más profundamente arraigada: la conciencia del extrañamiento y la soledad. Puede caer hasta llegar al sentimiento de abandono absoluto de Dios y del mundo, o elevarse en el momento de exuberancia, que es con frecuencia el de la mayor desesperación, a la idea de la sobrehumanidad; el superhombre se siente tan solidario e infeliz en el aire enrarecido de sus cumbres montañosas como el esteta en su torre de marfil.

El fenómeno más curioso en la historia del impresionismo en Europa es su adopción por Rusia y la aparición de un escritor como Chéjov, que puede ser descrito como el representante más puro de todo el movimiento. Nada es tan sorprendente como encontrarse con una personalidad semejante en un país que hasta no hace mucho tiempo ha vivido en la atmósfera intelectual de la Ilustración, y al que este esteticismo y este decadentismo que acompañan la aparición del impresionismo en Occidente le han sido totalmente ajenos. Pero en un siglo técnico como el XIX, la difusión de ideas se realiza rápidamente, y la adopción de las formas industriales de economía crea ahora en Rusia condiciones que llevan a la aparición de una estructura social correspondiente a la de la intelectualidad occidental y de una visión de la vida similar a la del ennui[254]. Gorki comprendió desde el primer momento el papel decisivo que Chéjov tenía que desempeñar en la literatura rusa; vio que con él había finalizado toda una época y que su estilo tenía para la nueva generación un atractivo al que no se podía ya renunciar. «¿Sabe usted lo que está haciendo? —le escribe en 1900—. Está usted matando el realismo… Después de cualquiera de sus narraciones, por insignificante que sea, todo parece crudo, como si hubiera sido escrito no con una pluma, sino con un garrote»[255].

Como apologista de la ineficacia y el fracaso, es cierto que Chéjov tiene sus predecesores en Dostoievski y Turguéniev, pero ellos no habían considerado todavía la falta de éxito y la soledad como destino inevitable de los mejores. La filosofía de Chéjov es la primera en girar sobre la experiencia del inaccesible aislamiento de los hombres, de su falta de habilidad para salvar el último vacío que los separa, o, incluso si consiguen algún éxito en esta tarea, para mantenerse en una íntima proximidad entre sí, que es tan típico de todo el impresionismo. Los caracteres de Chéjov están llenos de absoluto desamparo y desesperanza, de la parálisis incurable de la fuerza de voluntad, por un lado, y de la esterilidad de todo esfuerzo, por otro. Esta filosofía de pasividad e indolencia, este sentimiento de que nada en la vida alcanza un fin y una meta, tiene importantes consecuencias formales; conduce a quedarse por fuerza en la naturaleza episódica y en la falta de propósito de todos los acontecimientos externos, trae consigo una renuncia a toda organización formal, a toda concentración e integración, y prefiere expresarse en una forma excéntrica de composición, en la que la estructura dada es olvidada y violada. Así como Degas empuja partes importantes de la representación hacia los bordes del cuadro y hace que el marco pase por encima de ellas, Chéjov termina sus breves narraciones y dramas jugando con una parte débil del compás para hacer surgir la impresión de la falta de conclusión, remate y terminación casual y arbitraria de las obras. Sigue un principio formal que está en todos los aspectos opuestos a la «frontalidad», en el cual todo tiende a dar a la representación el carácter de algo oído por casualidad, insinuado por casualidad, de algo que ha ocurrido por casualidad.

El sentimiento de la carencia de sentido, de la insignificancia y el carácter fragmentario de los acontecimientos externos lleva en el drama a la reducción de la acción a un mínimo indispensable, a la renuncia a los efectos que eran tan característicos de la pièce bien faite. El drama eficaz debe su éxito fundamentalmente a los principios de la forma clásica: a la uniformidad, conclusión y disposición bien proporcionada de la acción. El drama poético, esto es, tanto el drama simbólico de Maeterlinck como el drama impresionista de Chéjov, renuncian a estos expedientes estructurales en interés de la expresión lírica directa. La forma dramática de Chéjov es quizá la menos teatral en toda la historia del drama; una forma en la que los coups de théâthre, los efectos escénicos de sorpresa y tensión desempeñan el mínimo papel. No hay drama con menos acontecimientos, con menos movimiento dramático y con menos conflicto dramático. Los personajes no luchan, no se defienden, no son vencidos; simplemente se someten, se van a pique lentamente, son sumidos por la rutina de su vida sin acontecimientos y sin esperanzas. Soportan su sino con paciencia, un sino que se consuma no en forma de catástrofe, sino de desilusiones.

En todo momento, desde que existe esta clase de obra sin acción y sin movimiento, han sido expresadas dudas sobre su razón de ser y ha surgido la cuestión de si es en absoluto drama real y teatro real, es decir si demostrará ser capaz de sobrevivir en el escenario.

La pièce bien faite era todavía un drama en el viejo sentido de que, aunque había asimilado verdaderamente ciertos elementos del naturalismo, mantenía en conjunto los convencionalismos técnicos y el ideal heroico del drama clásico y romántico. Hasta los años ochenta no conquista el naturalismo el escenario, o sea en un momento en el que el naturalismo en la novela está ya en decadencia. Los cuervos, de Henri Becque, el primer drama naturalista, está escrito en 1882, y el Théâtre Libre, de Antoine, el primer teatro naturalista, se funda en 1887. En un principio la actitud del público burgués es totalmente negativa, aunque Henri Becque y sus sucesores directos no hacen más que sacar buen provecho para la escena de lo que Balzac y Flaubert habían convertido hacía tiempo en propiedad literaria común. El drama naturalista, en su sentido más estricto, surge fuera de Francia, en los países escandinavos, en Alemania y en Rusia. El público acepta gradualmente sus convencionalismos como había aceptado los de la novela naturalista, e incluso, en lo que se refiere a las obras de Ibsen, Brieux y Shaw, protesta simplemente contra los ataques inmoderadamente agresivos a la moralidad burguesa. Pero finalmente el drama hostil a la burguesía conquista también al público burgués, e incluso el drama socialista de Gerhart Hauptmann celebra su primero y gran triunfo en el West burgués de Berlín.

El teatro naturalista no es otra cosa que el camino a la escena íntima, a la interiorización de los conflictos dramáticos y a un contacto más inmediato entre escenario y público. Es cierto que los recursos demasiado palpables de los efectos escénicos, la intriga complicada y la tensión artificial, las dilaciones y las sorpresas artificiosas, las grandes escenas de conflicto y los violentos finales de acto mantuvieron su prestigio durante un período más largo que los recursos artísticos análogos en la novela, pero súbitamente comenzaron a parecer ridículos y hubieron de ser sustituidos o velados por efectos más sutiles. Sin la conquista de sectores de público relativamente amplios, el drama naturalista no se hubiera convertido nunca en una realidad histórica teatral, pues un volumen de poesías líricas podía aparecer en un par de centenares de ejemplares, y una novela en uno o dos mil, pero la representación de una obra de teatro debía ser vista por decenas de millares de personas para cubrir gastos. El nuevo drama naturalista había demostrado hacía tiempo en este sentido ser capaz de sobrevivir cuando los críticos y los estetas estaban todavía rompiéndose la cabeza sobre su admisibilidad. No podía liberarse por completo del concepto clasicista del drama, e incluso los más razonables y los de más gusto para el arte de entre ellos consideraban el teatro naturalista una contradictio in adjecto[256]. No podían sobreponerse principalmente al hecho de que se hubiera desatendido la economía del drama clásico, de que se charlara en la escena sin restricción, y los problemas discutidos, las experiencias descritas, se sucedieran sin fin como si la representación no hubiera de acabar nunca. Reprochaban al drama naturalista «no haber surgido de una consideración del destino, personaje y acción, sino de una reproducción detallada de la realidad»[257], pero realmente lo ocurrido no es otra cosa sino que la misma realidad, con sus limitaciones concretas, ha sido sentida como destino, y que por «personaje» ya no se entiende una figura escénica inequívoca y, en el viejo sentido de la palabra, «sin carácter», que era, como explicaba Strindberg en su prólogo a La señorita Julia en 1888, producto de las circunstancias, la herencia, el ambiente, la educación, la disposición natural, las influencias del lugar, la estación y la casualidad, y cuyas decisiones no tenían un motivo único, sino toda una serie de motivos.

En la preponderancia en el drama de la interioridad, el estado de ánimo, la atmósfera y el lirismo sobre la acción, encontramos la misma eliminación de los elementos de narración que en la pintura impresionista. Todo el arte de la época muestra una tendencia a la psicología y al lirismo, y la huida de la narración, la sustitución del movimiento externo por otro interno, de la acción por una concepción del mundo y una interpretación de la vida, puede ser designada precisamente como rasgo fundamental de la nueva tendencia artística que se impone por todas partes. Pero mientras que la pintura anecdótica apenas encontró defensores entre los críticos de arte, los críticos dramáticos protestaron del modo más enfático contra el olvido de la acción en el drama. Hablaban, principalmente en Alemania, de una separación fatal del drama y el teatro, del papel decisivo de las conveniencias de la escena para la experiencia teatral, del carácter multitudinario de esta experiencia y del absurdo fundamental del teatro íntimo. Los motivos de la oposición contra el teatro naturalista eran de muchas clases; la tendencia política reaccionaría no siempre desempeñó el papel principal, y con frecuencia se expresó sólo con rodeos; más decisivos fueron los coqueteos con la idea del «teatro monumental» que, otra vez en Alemania sobre todo, se esgrimieron contra el teatro íntimo, el teatro adecuado a las verdaderas necesidades espirituales, y la ambición de crear un «teatro de masas» para las masas, que existían, efectivamente, pero no constituían un público teatral. Lo típico de toda esta confusión de ideas fue que, en vez del naturalismo surgido de la concepción democrática del mundo, fue presentado como estilo adecuado al futuro teatro popular el clasicismo de la vieja aristocracia y de la burguesía.

El reproche más serio que se hacía al nuevo drama era el de su determinismo y su relativismo, inseparables de la concepción naturalista del mundo. Se acentuaba que donde no hay libertad interna ni externa, ni valores absolutos, ni reglas morales objetivas, de valor universal e indiscutible, no es posible tampoco un drama auténtico, o sea trágico. El determinismo de las normas morales y la comprensión para puntos de vista morales antitéticos excluyen a priori un conflicto dramático. Cuando todo puede ser comprendido y perdonado, entonces el héroe que lucha a vida o muerte produce necesariamente la impresión de un loco testarudo, el conflicto pierde su necesidad y el drama adquiere un carácter tragicómico y patológico[258].

Todo este proceso mental está lleno de confusión de ideas, seudoproblemas y sofismas. Ante todo, se identifica aquí al drama trágico con el drama por excelencia, o al menos se lo presenta como su forma ideal, y con esto se expresa un juicio valorativo que es en sí muy relativo, pues está condicionado sociológica e históricamente. En realidad no sólo el drama no trágico, sino también el drama sin conflicto es una forma teatral totalmente legítima, puesto que es perfectamente compatible con una visión relativista del mundo. Pero incluso si se considera el conflicto como un elemento indispensable del drama, es difícil ver por qué pueden ventilarse conflictos estremecedores exclusivamente donde hay valores absolutos. ¿No es igualmente estremecedor cuando los hombres luchan por sus principios morales ideológicamente condicionados? E incluso si su lucha es necesariamente tragicómica, ¿no es lo tragicómico, en un período de racionalismo y de relativismo, uno de los efectos dramáticos más fuertes? Pero sobre todo es cuestionable el supuesto de toda la argumentación, es decir la hipótesis de que la falta de libertad social y el relativismo moral excluyen de antemano la tragedia. No está establecido ni mucho menos que solamente los hombres completamente libres y socialmente independientes, algo así como reyes y generales, sean los héroes apropiados para la tragedia. ¿No es trágico el destino de Meister Anton de Hebbel, de Gregers Werle de Ibsen y de Fuhrmann Henschel de Hauptmann? Y ello aun cuando se admita que trágico y triste no son la misma cosa. Por lo menos, sería «antidemocrático» afirmar con Schiller que no puede haber nada trágico en el robo de cucharas de plata. El que una situación sea trágica o no, depende simplemente de la fuerza y necesidad con que surgen en el alma de un hombre los distintos e irreconciliables principios morales. Para que surja el efecto trágico ni siquiera es necesariamente exigible que un público que cree en valores absolutos los vea cuestionados, por no hablar de un público que haya perdido la fe en tales valores.

La figura central en la historia del drama moderno es Ibsen, y no sólo porque es el mayor ingenio dramático del siglo, sino también porque da a los problemas de la concepción del mundo, propios de su tiempo, la más fuerte expresión dramática. Su liquidación del esteticismo, el problema crucial de su generación, señala el principio y el fin de su desarrollo artístico. Ibsen escribe ya en 1865 a Björnson: «Si tuviera que decir en este momento en qué consiste el fruto principal de mi viaje, diría que consiste en que he arrojado de mí el esteticismo, que tenía sobre mí tanto poder: esto es, un esteticismo aislado y con la exigencia de tener un valor por sí mismo. Un esteticismo en este sentido me parece ahora un azote tan grande para la poesía como la teología lo es para la religión»[259]. Según todas las apariencias, Ibsen consiguió vencer este problema bajo la influencia de Kierkegaard, que había desempeñado un papel muy importante en su desarrollo, aunque, como Ibsen mismo afirmaba, no había comprendido mucho de las enseñanzas del filósofo[260].

Kierkegaard, con su categoría «Esto o aquello», dio sin duda el impulso decisivo al desarrollo del rigorismo moral de Ibsen[261]. La pasión ética de Ibsen, la conciencia de tener que elegir y decidirse por sí, su concepto de la creación artística como un «celebrar un juicio sobre sí mismo», todo esto tiene sus raíces en el pensamiento de Kierkegaard. Se ha señalado con frecuencia que el «Todo o nada» de Brand corresponde al «Esto o aquello» de Kierkegaard, pero Ibsen debe mucho más que esto a la intransigencia de su maestro, pues le debe todo su concepto de la actitud ética, concepto antirromántico y libre de todo esteticismo.

La miopía del romanticismo consiste sobre todo en que veía todo lo intelectual con las categorías de lo estético, y en que a sus ojos todos los valores tenían un carácter más o menos genial. Kierkegaard fue el primero que afirmó frente al romanticismo que la experiencia religiosa y ética no tiene nada que ver con la belleza ni la genialidad, y que un héroe religioso es algo completamente distinto de un genio. Fuera de él no hubo nadie en el Occidente posromántico que hubiera comprendido las limitaciones de lo estético ni hubiera sido capaz de ejercer influencias sobre Ibsen en este sentido. Hasta qué punto fue Ibsen influido de otra manera por Kierkegaard en su crítica del romanticismo, es difícil de decir. El irrealismo del romanticismo representaba un problema general de la época, y seguramente no necesitaba estímulos especiales para enfrentarse con él. Todo el naturalismo francés giraba en torno al conflicto entre ideal y realidad, poesía y verdad, verso y prosa, y todos los pensadores importantes del siglo reconocían en la falta de sentido para la realidad el azote de la cultura moderna. En este aspecto, Ibsen simplemente continuó la lucha de sus predecesores y se situó al final de una larga serie en la que estaban unidos los adversarios del romanticismo. La lucha mortal que sostuvo contra el enemigo consistió en el develamiento de la tragicomedia del idealismo romántico. En verdad que esto no era nada nuevo desde la aparición de Don Quijoze, pero Cervantes trataba todavía a su héroe con simpatía y tolerancia, mientras que Ibsen destruye moralmente a su Brand, a su Peer Gynt y a su Gregers Werle. La «exigencia ideal», ajena a la realidad, de sus románticos se revela como puro egoísmo cuya dureza apenas puede ser mitigada por la ingenuidad de los propios egoístas. Don Quijote mantenía en vigor su ideal ante todo contra sus propios intereses; los idealistas de Ibsen, por el contrario, se caracterizan simplemente por su intolerancia para con los demás.

Ibsen debió su fama en Europa al mensaje social de sus dramas, que en última instancia era reductible a una sola idea: el deber del individuo para consigo mismo, la tarea de autorrealización, la imposición de la propia naturaleza contra los convencionalismos mezquinos, estúpidos y pasados de moda de la sociedad burguesa. Fue su evangelio del individualismo, su glorificación de la personalidad soberana y su apoteosis de la vida creadora, esto es, otra vez un ideal más o menos romántico, lo que imprimió la huella más profunda en la juventud, y no sólo era fundamentalmente afín a la idea del superhombre de Nietzsche y al vitalismo de Bergson, sino que encontró todavía eco en el mito de la energía vital de Shaw. Ibsen era en el fondo un individualista anarquista que veía en la libertad personal el valor supremo de la vida, y de ahí partía para su idea de que el individuo libre, independiente por completo de trabas externas, puede hacer mucho más por sí mismo, mientras que la sociedad puede hacer muy poco por él. Su idea de la autorrealización de la personalidad tenía en sí una gran significación social, pero la «cuestión social», en sí, apenas si le preocupaba. «Realmente nunca he tenido para la solidaridad un sentimiento muy fuerte», escribe en 1871 a Brandes[262]. Su pensamiento giraba en torno a problemas éticos privados; la misma sociedad era para él simplemente la expresión del principio del mal. No veía en ella otra cosa que el dominio de la estupidez, del prejuicio y de la fuerza. Finalmente, alcanzó aquella moral señorial aristocráticamente conservadora que representó del modo más claro en Rosmersholm. En Europa, Ibsen fue considerado como un espíritu completamente progresista por su modernidad, su antifilisteísmo y su exasperada lucha contra todo convencionalismo, pero en su patria, donde sus opiniones políticas se veían en un contexto más adecuado, se lo consideraba, en contraste con el radical Björnson, como el gran escritor conservador. En el extranjero se juzgaba más justamente sólo su significación histórica. En Noruega se le tenía por una de las pocas figuras representativas de la época, si no la única, que podía ser comparada con Tolstói. También él, como el mismo Tolstói, debió su reputación e influencia no tanto a su obra literaria como a su actividad agitadora y pedagógica. Se veneraba en él, sobre todo, al gran predicador moral, al acusador apasionado y al defensor imperturbable de la verdad, para el cual la escena no era más que un medio para un fin más alto. Pero como político, Ibsen no tenía nada positivo que decir a sus contemporáneos. A través de toda su concepción del mundo hay una profunda contradicción: luchaba contra la moral convencional, contra los prejuicios burgueses y contra la sociedad dominante, en nombre de la idea de una libertad en cuya realización no creía él mismo. Era un cruzado sin fe, un revolucionario sin idea social, un reformador que se convirtió finalmente en un amargo fatalista.

Al fin se detuvo donde se habían detenido el Frenhofer de Balzac o Rimbaud y Mallarmé. Rubek, el héroe de su último drama, la encarnación más pura de su idea del artista, reniega de su obra y siente lo que desde el romanticismo había sentido más o menos todo artista, que había perdido la vida por vivir sólo para el arte: «¡Una noche de verano en las montañas contigo, contigo, Irene, esto hubiera sido la vida!» En esta expresión está contenida la condenación de todo el arte moderno. De la apoteosis de las «noches de verano» de la vida se ha hecho una sustitución insatisfactoria y un opio que embota los sentidos y hace al hombre incapaz para disfrutar de la vida directamente.

El único discípulo verdadero y sucesor de Ibsen es Shaw, el único que continúa efectivamente la lucha contra el romanticismo y profundiza la gran discusión europea del siglo. El desenmascaramiento del héroe romántico, la remoción de la fe en los grandes gestos teatrales y trágicos se consuman en él. Todo lo meramente decorativo, lo grandiosamente heroico, lo sublime y lo idealista se vuelve sospechoso; todo sentimentalismo y todo irrealismo se revelan como patraña y fraude. La psicología del autoengaño es la fuente de su arte; Shaw es no sólo uno de los más osados e independientes desenmascaradores de los hombres que se engañan a sí mismos, sino también uno de los más alegres y divertidos. No puede negar ni mucho menos su procedencia de la Ilustración, origen de su ideología destructora de toda leyenda y develadora de toda ficción, pero a través de toda su filosofía de la historia, que tiene sus raíces en el materialismo histórico, es al mismo tiempo el escritor más progresista y más moderno de su generación. Muestra que el ángulo desde el que los hombres se ven a sí mismos y ven al mundo, las mentiras que pregonan como verdad o hacen valer como tal y por las que en determinadas circunstancias son capaces de todo, están condicionadas ideológicamente, es decir por intereses económicos y aspiraciones sociales. Lo peor no es que piensen de manera irracional —con frecuencia piensan incluso demasiado racionalmente—, sino que no tengan sentido de la realidad, que no quieran considerar los hechos como tales hechos. Por esto es al realismo y no al racionalismo a lo que aspira Shaw, y la voluntad, no la razón, la faculté maîtresse de sus héroes[263]. Esto explica en parte por qué se convierte en dramaturgo y por qué ha encontrado su forma más adecuada en el género más dinámico de la literatura.

Shaw no sería el representante más perfecto de su tiempo si no participara de su intelectualismo. Sus obras, a pesar de la estremecida vida dramática que late en ellas, a pesar de sus efectos escénicos, que frecuentemente recuerdan la pièce bien faite, y de su melodramatismo a veces un poco vulgar, tienen un carácter esencialmente intelectualista, son todavía dramas de ideas en grado mucho más alto que las obras de Ibsen. El autoconocimiento del héroe y la lucha intelectual entre las dramatis personae no son realmente rasgos del drama moderno; el conflicto dramático exige, más bien, si quiere alcanzar la oportuna intensidad y significación, que las personas complicadas en la lucha tengan plena conciencia de lo que les ocurre. No hay efecto realmente dramático, ni mucho menos trágico, sin esta intelectualidad de los personajes. Los héroes más ingenuos e impulsivos de Shakespeare se vuelven geniales en el momento de la decisión de su destino. Los «dramáticos debates», como han sido llamadas las obras de Shaw, parecían tan indigeribles después de la magra dieta intelectual de las «entretenidas» obras que triunfaban entonces, que críticos y público debieron primero acostumbrarse a la nueva dieta. Shaw se atuvo al intencionalismo tradicional del diálogo dramático mucho más estrictamente que sus antecesores, pero ningún público estaba más intrínsecamente preparado para disfrutar con tal ofrecimiento que los inteligentes espectadores teatrales de finales de siglo. Y se divertían sin vacilar, incluso con las acrobacias intelectuales que se les ofrecía, tan pronto como se convencieron de que los ataques de Shaw a la sociedad burguesa no eran ni con mucho tan peligrosos como parecían y, sobre todo, de que él no quería quitarles su dinero. Al fin y al cabo resultaba que él se sentía en lo fundamental solidario con la burguesía, y era simplemente el portavoz de aquella autocrítica que había sido desde siempre uno de los hábitos intelectuales de esta clase.

La psicología que señala la dirección a la concepción del mundo de finales de siglo es una «psicología de develamiento». Tanto Nietzsche como Freud parten de la suposición de que la vida manifiesta de la mente, esto es, lo que los hombres conocen y pretenden conocer sobre las razones de su conducta, es solamente el disfraz y la deformación de los verdaderos motivos de sus sentimientos y acciones. Nietzsche explica el hecho de esta falsificación por la decadencia que ha podido evidenciarse desde el advenimiento del cristianismo y por el intento de presentar la debilidad y los resentimientos de la humanidad degenerada como valores éticos, como ideales altruistas y ascéticos. Freud interpreta el fenómeno del autoengaño, que Nietzsche devela con ayuda de su crítica histórica de la civilización, a través del análisis psicológico individual, y establece que detrás de la conciencia de los hombres, como auténtico motor de sus actitudes y acciones, está el subconsciente, y que todo pensamiento consciente es sólo la envoltura más o menos transparente de los instintos que constituyen el contenido del subconsciente. Pensaran lo que quisieran Nietzsche y Freud de Marx, cuando ellos estaban desarrollando sus doctrinas seguían en sus develaciones la misma técnica de análisis que se había puesto en uso con el materialismo histórico. También Marx asegura que la conciencia de los hombres está desfigurada y corrompida, y que éstos ven el mundo desde una perspectiva falsa. El concepto de «racionalización» en el psicoanálisis corresponde exactamente a lo que Marx y Engels entienden por formación de la ideología y «falsa conciencia». Engels[264] y Jones[265] definen ambos conceptos en el mismo sentido. Los hombres no sólo actúan, sino que motivan y justifican sus acciones de acuerdo con su especial situación, determinada sociológica y psicológicamente. Marx es el primero en señalar que ellos, empujados por sus intereses de clase, no sólo cometen equivocaciones, falsificaciones y mixtificaciones, sino que toda su ideología, toda su imagen del mundo es equivocada y falsa, y que no pueden ver ni juzgar la realidad más que de acuerdo con aquellas premisas contenidas en el hecho de sus circunstancias económicas y sociales. La doctrina en la que basa toda su filosofía de la historia consiste en que en una sociedad diferenciada y dividida por distinciones de clase es imposible de antemano el pensar correcto[266]. El reconocimiento de que se trata principalmente de una cuestión de autoengaño y de que el individuo aislado no es siempre consciente ni mucho menos de los motivos de sus actos, tuvo una significación fundamental para el desarrollo ulterior de la psicología.

Pero el materialismo histórico, con su técnica de desenmascaramiento, era él mismo un producto de aquella concepción capitalista-burguesa del mundo cuyo fondo quería revelar Marx. Antes de que la economía hubiera alcanzado su primacía en la conciencia del hombre occidental, hubiera sido inconcebible semejante teoría. La experiencia decisiva del período posromántico fue la dialéctica de todo el acontecer, la naturaleza antitética del ser y la conciencia y la ambigüedad de los sentimientos y las relaciones intelectuales. El principio fundamental de la nueva técnica de análisis fue la sospecha de que detrás de todo el mundo manifiesto hay uno latente, detrás de todo lo consciente, un subconsciente, y detrás de todo lo unitario en apariencia, una contradicción. En vista de la generalidad de esta actitud, no era necesario ni mucho menos que cada uno de los pensadores o investigadores hubiera sido consciente de su dependencia del método del materialismo histórico; la idea de la técnica de desenmascaramiento del pensamiento y de la psicología de revelación formaba parte de la propiedad del siglo, y Nietzsche no dependía tanto de Marx, ni Freud de Nietzsche, como todos ellos de la atmósfera general de crisis propia de la época. Ellos descubrieron, cada uno a su modo, que la autodeterminación de la mente era una ficción y que nosotros somos esclavos de una fuerza que trabaja en nosotros y con frecuencia contra nosotros. La doctrina del materialismo histórico, lo mismo que después la del psicoanálisis, aunque con una solución más optimista, era expresión de una constitución anímica en la que Occidente había perdido la exuberante fe en sí mismo.

Incluso los pensadores más racionalistas y conscientes no siempre parten para el desarrollo de sus teorías de las últimas presuposiciones filosóficas de su pensamiento. Sólo más tarde llegan a ser conscientes de ellas, y en algunos casos, nunca llegan a serlo. También Freud se dio cuenta sólo después, en un estadio relativamente tardío de su evolución, de la vivencia en la que tenía sus raíces la problemática de su psicoanálisis. Esta vivencia, que era al mismo tiempo el origen de toda manifestación importante intelectual y artísticamente a finales de siglo, la designaba el mismo Freud como el «malestar de la cultura». Se expresaba con ello el mismo sentimiento de enajenamiento y de soledad que en el romanticismo y en el esteticismo de la época; la misma ansiedad, la misma falta de confianza en el sentido de la cultura, la misma sensación de estar rodeado de peligros desconocidos, insondables e indefinibles.

Freud retrotrajo este malestar, este sentimiento de un equilibrio inestable y precario, al prejuicio de la vida de los instintos, principalmente los impulsos eróticos, dejando completamente a un lado la parte desempeñada por la inseguridad económica, la falta de triunfo social y de influencia política. Las neurosis indudablemente son parte del precio que tenemos que pagar por nuestra cultura, pero son sólo una parte, y con frecuencia sólo una forma secundaria de nuestro tributo a la sociedad. Freud, como consecuencia de su estricta concepción científica del mundo, es incapaz de apreciar los factores sociológicos en la vida espiritual del hombre, y aunque él discierne en el superego el representante judicial de la sociedad, niega al mismo tiempo que la evolución social pueda traer a nuestra constitución biológica e instintiva cambios esenciales. Las formas culturales no son para él productos histórico-sociológicos, sino las manifestaciones más o menos mecanizadas del instinto. En la sociedad burguesa capitalista se expresan instintos eróticos anales, las guerras son obra del instinto de muerte, y la desazón de vivir en una sociedad civilizada se funda en la represión de la libido.

Incluso la teoría de la sublimación, que es una de las más grandes conquistas del psicoanálisis, lleva a una grave simplificación y a una forma grosera del concepto de cultura, cuando afirma que el instinto sexual es la única, o incluso la más importante fuente del trabajo creador intelectual. Los marxistas tienen razón cuando reprochan al psicoanálisis que se mueve, con su método histórico y no sociológico, en un espacio vacío, y que mantiene en la idea de una constante naturaleza humana todavía un resto del idealismo conservador. Por el contrario, en su otra objeción de que el psicoanálisis es la creación de la burguesía decadente y que debe perecer con ella, es excesivamente dogmático. ¿Pues qué poseemos en los valores intelectuales vivientes, incluido el materialismo histórico, que no sea creación de esta cultura «decadente»? Si el psicoanálisis es un fenómeno decadente, lo es también toda la novela naturalista y todo el arte impresionista, pues es decadente todo lo que lleva el sello de la discordia del siglo XIX.

Thomas Mann señala que Freud, a través de su material de investigación del subconsciente, de las pasiones, instintos y sueños, está profundamente unido al irracionalismo de comienzos de siglo[267]. Pero Freud está en relación estrecha realmente no sólo con este irracionalismo neorromántico en el que las zonas oscuras de la vida espiritual ocupan el punto central del interés, sino al mismo tiempo con el comienzo y origen de todo el pensamiento romántico que se remonta a lo anterior a la civilización y a la razón. Existe una parte todavía importante de rousseaunianismo en el placer con que caracteriza la libertad del hombre de instinto no civilizado, pues aunque él no afirma, por ejemplo, que el hombre que asesinó a su padre y gozó cohabitando con las mujeres miembros de su familia puede ser calificado como «bueno» en el sentido de Rousseau, ni mucho menos, pone en duda, por lo menos, que en el curso del proceso de la civilización el hombre se haya vuelto mucho mejor e incluso más feliz. El verdadero peligro del irracionalismo está, para el psicoanálisis, no en la elección de su material de investigación y en sus simpatías por los primitivos no afectados por la cultura, sino en fundar su teoría en la vida meramente instintiva y orgánica. Todo concepto no dialéctico del hombre, basado en el supuesto de que la naturaleza humana es una constante históricamente inmutable, contiene un rasgo irracionalista y conservador. Quien no cree en la capacidad de evolución del hombre, habitualmente no quiere tampoco que el hombre, y con él la sociedad, cambien. El pesimismo y el conservadurismo se condicionan recíprocamente.

Pero Freud es tan escasamente un verdadero pesimista como conservador o incluso irracionalista. Su obra lleva en sí, a pesar de todos sus factores discutibles, la evidencia innegable de un espontáneo afecto por la humanidad y de una mentalidad progresista que no necesitan acreditarse. Pero tampoco se necesitan credenciales. Es verdad que Freud duda de la fuerza de la razón sobre los instintos, pero acentúa, sin embargo, que no tenemos para su dominio otro medio que nuestra inteligencia. Y esto no suena a desesperanza ni mucho menos. «La voz del intelecto es débil —dice—, pero no descansa hasta que ha creado un oyente. Al fin, después de innumerables y repetidos desaires, lo encuentra, sin embargo. Este es uno de los pocos puntos en que se puede ser optimista con respecto al futuro de la humanidad, pero significa en sí no poco. Y a él pueden anudarse otras esperanzas. La primacía del intelecto está ciertamente lejos, muy lejos, pero probablemente no en una lejanía infinita»[268].

Freud es un vencedor de su tiempo, un luchador contra las fuerzas oscuras e irracionales, a las que aquél se ha hipotecado, pero está y sigue estando atado con innumerables hilos, tanto a las conquistas como a las limitaciones de la época. El mismo principio de su filosofía de develamiento, en el que las diferencias individuales desempeñan un papel tan grande como en Marx, está ligada de la manera más estrecha con el sentido impresionista de la vida y con la concepción relativa del mundo propia de esta época. Aquel concepto de engaño que tiene sus raíces en la experiencia de que nuestros sentimientos e impresiones, nuestros estados de ánimo y nuestras ideas cambian constantemente, que la realidad se da a conocer en formas diversas, nunca estabilizadas, y que, por tanto, toda impresión que recibimos de ella es al mismo tiempo conocimiento e ilusión, es una idea impresionista, y la correspondiente idea de Freud de que los hombres ocultan su vida en una zona incógnita para nosotros y para sí mismos hubiera sido difícilmente concebible antes del impresionismo. El impresionismo es el estilo tanto del pensamiento como del arte de la época. Toda la filosofía de los últimos decenios del siglo está condicionada por él. Relativismo, subjetivismo, psicologismo, historicismo, antisistematismo, el principio de la atomización del mundo intelectual y la doctrina de la naturaleza perspectivista de la verdad son elementos comunes a las teorías de Nietzsche, Bergson, el pragmatismo y la totalidad de las tendencias filosóficas independientes del idealismo académico.

«Nunca se colgó la verdad del brazo de un absoluto», dice Nietzsche. La ciencia como fin en sí, la verdad sin presupuestos, la belleza desinteresada y la moral altruista son ficciones para él y sus contemporáneos. Lo que nosotros llamamos verdades no son en realidad otra cosa que mentiras y engaños que promueven y hacen necesaria la vida y que incrementan el poder, afirma él[269], y el pragmatismo en lo fundamental adopta también este concepto activista y utilitario de la verdad. Verdadero es lo que es efectivo, provechoso y útil, lo que se acredita y «compensa», como dice William James. No se puede imaginar una teoría del conocimiento más de acuerdo con el impresionismo. Toda verdad tiene una cierta actualidad; vale sólo en situaciones perfectamente determinadas. Una afirmación puede ser verdadera intrínsecamente y, sin embargo, carecer de sentido en determinadas circunstancias porque está aislada. Si alguien a la pregunta «¿Cuántos años tiene usted?» da la respuesta «La Tierra gira alrededor del Sol», estas palabras, a pesar de la verdad eventual de la aseveración, representan en las circunstancias dadas una afirmación completamente extemporánea y carente de sentido. La realidad es una relación indisoluble de sujeto a objeto cuyos componentes independientes con relación a los otros son ininvestigables e inconcebibles. Nosotros cambiamos y el mundo de objetos cambia con nosotros. Afirmaciones sobre procesos naturales e históricos que pueden haber sido verdaderas hace un siglo, no lo son ya, pues la realidad está como nosotros en constante movimiento, desarrollo y cambio, es la suma de fenómenos siempre nuevos, inesperados y casuales, y nunca puede ser considerada como conclusa. Todo el pragmatismo surge de la experiencia impresionista, artísticamente mudable, de la realidad; pues en la esfera del arte la verdad es efectivamente lo que esta filosofía presume que es para el conjunto de la experiencia. El Shakespeare del Dr. Johnson, de Coleridge, de Hazlitts y de Bradley ya no existe; las obras del gran dramaturgo no son ya las mismas que eran. Las palabras pueden ser las mismas; pero los poemas no se componen de palabras, sino del sentido de las palabras, y este sentido se modifica de generación en generación.

El pensamiento impresionista encuentra su expresión más pura en la filosofía de Bergson, y sobre todo en su interpretación del tiempo, que es el elemento vital del impresionismo. La irrepetibilidad del momento, que no ha existido nunca antes ni volverá a repetirse después, fue la experiencia fundamental del siglo XIX, y toda la novela naturalista, principalmente la de Flaubert, era la representación y el análisis de esta experiencia. Pero la concepción del mundo propia de Flaubert se diferencia principalmente de la de Bergson en que aquél descubría en el tiempo todavía un elemento de desintegración que era apropiado para exterminar el contenido ideal de la vida. El cambio de nuestra concepción del tiempo, y con él de toda nuestra experiencia de la realidad, se consuma paso a paso primero en la pintura impresionista, después en la filosofía de Bergson, y, finalmente, del modo más explícito y significativo, en la obra de Proust. El tiempo no es ya el principio de disolución y exterminio, ya no es el elemento en el que las ideas y los ideales pierden su valor, la vida y la mente su sustancia; es más bien la forma en la que nosotros tomamos posesión y nos volvemos conscientes de nuestra vida espiritual, de nuestra naturaleza viva, antitética de la materia muerta y de la mecánica rígida. Lo que somos venimos a serlo no sólo en el tiempo, sino a través del tiempo. Somos no sólo la suma de los distintos momentos de nuestra vida, sino el resultado del aspecto que estos momentos adquieren a través de cada nuevo momento. No nos volvemos más pobres a causa del tiempo pasado y «perdido»; es, precisamente, el tiempo el que llena nuestra vida de contenido. La justificación de la filosofía de Bergson es la novela de Proust; en ella, por vez primera, la concepción bergsoniana del tiempo adquiere pleno vigor. La existencia adquiere vida actual, movimiento, color, transparencia, ideal y contenido espiritual a partir de la perspectiva de un presente que es el resultado de nuestro pasado. No hay otra felicidad que la del recuerdo, que la de revivir, resucitar y conquistar el tiempo pasado y perdido; pues los verdaderos paraísos son los paraísos perdidos, como dice Proust. Desde el romanticismo se le había hecho al arte siempre responsable de la pérdida de la vida y se consideraba el dire y el avoir de Flaubert como una trágica alternativa; Proust es el primero en ver en la contemplación, el recuerdo y el arte no sólo una forma posible, sino la única forma posible de poseer la vida. Es verdad que la nueva concepción del tiempo no modifica el esteticismo de la época; le da, simplemente, un aspecto más conciliador, y nada más que la apariencia de conciliación, pues la transmutación de los valores vitales de Proust no es otra cosa que el consuelo y el autoengaño de un enfermo, de un enterrado vivo.